Introducción
Los estudios históricos acerca del fenómeno del nacionalismo en sus múltiples manifestaciones han tenido un notable proceso de crecimiento y renovación durante las últimas décadas en todo el mundo.1 La progresiva introducción de perspectivas e interpretaciones originales acerca de esta polifacética realidad ha posibilitado la configuración de nuevas tendencias de investigación que permiten repensar nociones como “patria” o “nacionalismo” en contextos muy cambiantes a lo largo del tiempo.2 En este marco, la historia de Cuba constituye un caso revestido de una notable singularidad. A pesar de haber sido presentado, a menudo, como un fenómeno monolítico u homogéneo marcado por la continuidad histórico-temporal desde la independencia del país hasta la actualidad, resulta imposible hablar de un único nacionalismo cubano. Las dinámicas de configuración nacional en el medio cubano atienden a escenarios, agentes y periodos notablemente diversos entre sí que impiden plantear, en términos generales, la existencia de un modelo o concepción inmutable de patria, así como de formas homogéneas de nacionalización de su población. En este contexto, el proceso de formación de la identidad nacional cubana contemporánea atiende fundamentalmente a tres acontecimientos capitales en la historia universal: las guerras de independencia del país frente a España, la dominación estadounidense de la isla durante la primera mitad del siglo xx y el triunfo de la Revolución cubana en el año 1959.
En relación con el primero de estos remarcables eventos históricos, es importante reseñar que la cruenta liberación de Cuba del dominio colonial español fue posible únicamente tras largas décadas de lucha armada y resistencias colectivas frente a la presencia europea en la mayor de las Antillas. La tardía independencia de la isla caribeña respecto a las demás naciones iberoamericanas fue el resultado directo del triunfo de la Revolución haitiana (1791-1804) y el boom azucarero experimentado en Cuba durante el siglo xix a raíz de la paralización total de esta rentable industria en Haití.3 La conversión cubana en “joya de la corona” española redobló el interés ibérico por mantener un territorio cuyo retardado desenlace fue resultado de un particular proceso de liberación consumado de manera incompleta en el año 1898. En este contexto, los combatientes cubanos, conocidos como mambises (término de origen incierto utilizado para denominar a los luchadores independentistas en Cuba), fueron presentados como la encarnación misma del naciente espíritu nacional cargado de atributos heroicos definidos frente al dominador foráneo (España).4 Tras esta aparentemente uniforme e inmaculada realidad, se ocultó, sin embargo, un intrincado universo de transformaciones históricas y tensiones político-sociales (e, incluso, raciales) de profunda huella en el tiempo.
De la mano de las guerras de independencia libradas ante la presencia europea en suelo insular, el segundo acontecimiento capital en la configuración del nacionalismo cubano estuvo marcado por la temprana irrupción de un actor foráneo decisivo para la historia del país: los Estados Unidos de América. Las aspiraciones imperialistas del gran vecino del norte sobre América Latina se remontan a la célebre Doctrina Monroe, formulada en el año 1823. A pesar de no haber obtenido su independencia, todavía en ese momento, desde principios del siglo xix, Cuba ocupaba ya un espacio central en el imaginario expansionista estadounidense. En este sentido, durante un discurso pronunciado por John Q. Adams el 28 de abril de 1823 fue presentada la teoría de la “fruta madura”, mediante la cual se arguyó el inevitable control norteamericano sobre Cuba como resultado de la existencia de poderosas leyes de “gravitación política” que acabarían por situar al país caribeño bajo la órbita estadounidense.5 La persistencia de estos planteamientos sentó las bases de una noción de pertenencia entre amplios sectores políticos de los Estados Unidos que terminarían por precipitar su intervención militar durante la guerra de independencia frente a España.
La irrupción estadounidense en Cuba a partir del controvertido hundimiento del acorazado Maine, el 15 de febrero de 1898, cambió para siempre la historia del nacionalismo en este país. Bajo una máscara de ilusoria complicidad y brindis mezclados con Cuba-Libres, las ambiciones norteamericanas no tardaron en revelar sus verdaderas pretensiones imperialistas que acabarían por empañar esta “primera” independencia cubana. La píldora amarga de la Enmienda Platt, firmada en el año 1901, ratificó la ocupación neocolonial de una isla cuyos habitantes comenzaron a sentirse doblemente desposeídos, primero por los españoles y luego por los gringos.6 Este “robo” de soberanía en un territorio recién independizado después de largos siglos de dominación extranjera dejó una herida profunda en la configuración de la identidad y el sentimiento nacional cubano desde finales del siglo xix hasta la más inmediata actualidad.
En este escenario, fueron especialmente representativos los planteamientos pioneros del padre de la patria cubana José Martí. Aunque no viviera lo suficiente para presenciar la ocupación estadounidense, el pensamiento político-nacional del apóstol de la independencia estuvo impregnado de nociones premonitorias sobre sus vecinos del norte, a los que se refirió poco antes de morir en los siguientes términos: “Viví en el monstruo y le conozco las entrañas, y mi honda es la de David”.7
La evolución de este nacionalismo primigenio en el país caribeño experimentó algunos cambios con el paso del tiempo a raíz de acontecimientos como la aprobación de la Constitución del año 1940 (de corte visiblemente progresista para la época) o el establecimiento de la dictadura de Fulgencio Batista (1952-1959).8 A pesar de representar episodios destacados en la evolución político-social de la historia de Cuba debido a la ruptura que marcaron en la sociedad caribeña, ninguno de los dos procesos alteró sustancialmente una correlación de fuerzas cada día más marcada por el control norteamericano en todos los aspectos del país. Lejos de transformarse, la dominación efectiva estadounidense sobre la mayor de las Antillas se acrecentó sensiblemente durante la dictadura de Batista hasta convertirse en la viva imagen del casino de las mafias norteamericanas en el mundo.9 El descontento popular derivado de esta cruda realidad terminó por precipitar el tercer y último acontecimiento decisivo en la configuración de la identidad nacional contemporánea en Cuba: el triunfo de la Revolución cubana.
El 1 de enero del año 1959 cambió para siempre la historia de América Latina. La entrada de Fidel Castro en La Habana consumó la victoria de un proceso revolucionario con múltiples frentes y una fulgurante oleada de manifestaciones de protesta tras de sí.10 La consolidación en Cuba de la Revolución a lo largo de los años sesenta tuvo profundas implicaciones en el nacimiento de un nuevo modelo de nacionalización con rasgos propios de marcado acento caribeño.11 Desde sus orígenes, el nacionalismo revolucionario cubano fue configurado para servir no solo como una herramienta de legitimación dentro de la propia Cuba, sino también para actuar como un mecanismo de defensa del proyecto revolucionario frente a las continuas amenazas procedentes del exterior. En este escenario, la movilización social mediante un intenso proceso de “renacionalización popular” bajo la égida revolucionaria fue un pilar central construido a partir de la confluencia discursiva entre múltiples ejes, como el uso de las imágenes del pasado, la consolidación de los principios socialistas y el despertar de la solidaridad internacional, también llamado internacionalismo.12
Desde los asaltos al cuartel Moncada (1953) y el desembarco del Granma en la Sierra Maestra (1956), los revolucionarios cubanos construyeron una renovada narrativa focalizada en la consolidación de un gran relato justificativo que fortaleciera su causa contra Batista mediante el uso de elementos traídos de las guerras de independencia. A partir de los pretendidos doce supervivientes con rasgos apostólicos del desembarco de 1956, pasando por la difusión de las figuras de los mártires del Movimiento 26 de julio como Héroes de la Patria, la Revolución fue autorrepresentada como una continuación de la lucha inconclusa en el año 1898.13 De esta forma, el proceso revolucionario se anunció ante el pueblo cubano como la consagración de una “segunda y definitiva independencia del país” que había quedado incompleta con la intervención de los Estados Unidos en el conflicto hispano-cubano. Esta restauración del orgullo y la soberanía nacional vertebró grandes discursos enunciados para encumbrar a los barbudos, quienes fueron glorificados como los nuevos mambises de este icónico momento de liberación.14
Las profundas contradicciones ocultas tras este complejo proceso revolucionario fueron sorteadas hábilmente por el movimiento a lo largo del tiempo haciendo énfasis en los posibles paralelismos frente a las desconexiones patentes entre dos periodos históricos separados por más de medio siglo. De este modo, bajo el lema “¡Nosotros entonces habríamos sido como ellos, ellos hoy habrían sido como nosotros!”, fue articulado un nuevo relato político donde figuras como Fidel Castro, José Martí, Che Guevara o Antonio Maceo, fueron a menudo presentadas con vidas paralelas en un plano plutarquiano.15 Esta búsqueda por configurar una nueva narrativa capaz de movilizar al conjunto de la población incluyó también a las mujeres. Las heroínas del Moncada Haydée Santamaría y Melba Hernández fueron reconocidas como verdaderas “madres de la lucha”, continuadoras de una estirpe femenina construida en torno a la imagen de la “mujer cubana universal”.16 Así, de manera todavía más explícita, el primer batallón femenino de la Sierra Maestra, compuesto por numerosas mujeres revolucionarias, fue denominado “las Marianas”, en honor a la figura de la independencia Mariana Grajales; lo que hizo patente la firme intencionalidad de presentar esta lucha como una continuación hacia la segunda independencia nacional.17
El empleo de símbolos y personajes del pasado como un mecanismo de legitimación y movilización nacional es un recurso que ha estado históricamente presente en la mayor parte de los países del mundo, incluyendo también a otros Estados revolucionarios contemporáneos. En la Unión Soviética, por ejemplo, la imagen del príncipe medieval Alexander Nevsky ya había sido difundida en el marco de la Segunda Guerra Mundial como un ejemplo de orgullo nacional, mientras que, en Vietnam, durante la invasión de los Estados Unidos, fue igualmente rescatada la figura del emperador Trần Nhân Tông, que en el siglo xiii había conseguido detener el avance de las hordas mongolas sobre la región.18 En el escenario particular de Cuba, fue especialmente considerada la difusión de la imagen del padre de la patria José Martí. Al margen de la inmensa profundidad teórica de su pensamiento en diversos planos, los principios antiimperialistas de Martí resultaron especialmente útiles para un proceso revolucionario situado desde sus inicios en el punto de mira del Imperio. De este modo, las consideraciones martianas en torno a los Estados Unidos, unidas a otros muchos elementos de signo latinoamericanista e incluso tercermundista del pensador, reforzaron el ideario de la Revolución cubana hasta convertirse en su pilar central.19
En este contexto, además del uso de las imágenes del pasado, el proceso de “renacionalización” desarrollado a partir de 1959 también se valió de la incorporación de los principios socialistas en el credo revolucionario dentro de un escenario global marcado por las tensiones de la Guerra Fría. La aparente conversión de lo que inicialmente había sido reivindicado como una lucha democrática-antidictatorial en una verdadera revolución comunista despertó profundos debates historiográficos desde la década de los sesenta hasta nuestro propio tiempo.20 Al respecto, el giro socialista cubano, materializado en la II Declaración de La Habana del año 1962, alentó la consolidación de un acercamiento antinatural entre La Habana y Moscú, que, a pesar de estar separadas por más de 9500 km de distancia, trabajaron de manera conjunta por construir puentes socioculturales. A partir de su integración en el bloque comunista, el Estado cubano, rebautizado como “Primer Territorio Libre de América” se vio forzado a construir nuevos relatos que hicieran posible conectar a un país caribeño con el lejano mundo soviético. Las imágenes del dirigente comunista cubano Julio Antonio Mella y el Partido Socialista Popular cobraron entonces un remarcable protagonismo a pesar de no haber formado parte del Movimiento 26 de julio. Esta realidad, que no estuvo exenta de tensiones visibles en el caso de Aníbal Escalante o la Crisis de Octubre, jugó un espacio representativo en la configuración institucional de un nuevo modelo de nacionalización popular.21 En este marco, estructuras de poder político-social, como el Partido Comunista de Cuba (pcc), las Fuerzas Armadas Revolucionarias (far) o incluso la Federación de Mujeres Cubanas (fmc), asumieron formas concretas como agentes de movilización social en la consolidación de un modelo nacional-revolucionario omnipresente desde las altas estructuras del Estado hasta las esferas más cotidianas del país.22
Por último, el tercer elemento central en la constitución del nacionalismo revolucionario cubano estuvo marcado por los principios de la solidaridad internacional o el internacionalismo. Con la caída definitiva del Batistato, el nuevo Estado socialista desplegó una ambiciosa política exterior en los continentes de África, Asia y América Latina que tuvo un fuerte impacto tanto fuera como dentro de la propia Cuba a la hora de constituir un nuevo ideal de país.23 Esta marcada dimensión internacionalista del proyecto nacido en 1959 dio forma a una realidad particular configurada con especial fuerza desde el año 1966, conocido en la isla como el “Año de la Solidaridad”. Las transformaciones experimentadas durante este periodo modelaron importantes cambios en la nacionalización popular en todos los niveles. La impronta de este fenómeno en un plano cotidiano e identitario es visible todavía a través de los testimonios ofrecidos por algunas personalidades directamente implicadas en la conformación de este singular marco sociocultural.
La construcción del nacionalismo internacionalista durante el Año de la Solidaridad (1966)
La consolidación del Estado revolucionario cubano a comienzos de los años sesenta estuvo marcada por una serie de condicionantes externos e internos que dieron forma a un modelo particular de nacionalismo con fuerte proyección internacional. El nacionalismo internacionalista configurado en el país caribeño con especial fuerza a principios del año 1966 se forjó, en primer lugar, a partir de un acontecimiento decisivo: la expulsión de Cuba de la Organización de Estados Americanos (oea), formalizada en el año 1962. A raíz de este destacado evento histórico, el gobierno cubano quedó sumido en un fuerte aislamiento político dentro de su histórica región de influencia.24 Esta dramática situación estuvo seguida poco tiempo después por la tensa Crisis de Octubre, cuando los cubanos también quedaron profundamente desencantados con sus aliados soviéticos debido a la nula consideración mostrada hacia La Habana durante las negociaciones para la resolución del conflicto.25 Ante esta difícil realidad, recrudecida por el sangrante embargo estadounidense sobre la isla, Cuba se vio forzada a abrir nuevos horizontes en la esfera internacional mirando a rincones del Tercer Mundo nunca antes considerados hasta el momento.
La Realpolitik revolucionaria basculó entonces hacia una dimensión alternativa que alcanzaría una profunda influencia en la rearticulación de una nueva identidad nacional. El nacionalismo internacionalista constituido entonces para dar respuesta a la búsqueda de nuevos vínculos o alianzas con distantes escenarios del mundo fue consagrado a partir de un acontecimiento capital: la celebración de la Primera Conferencia de Solidaridad de los Pueblos de África, Asia y América Latina en la ciudad de La Habana durante el mes de enero del año 1966.26 Este evento fundacional del momento postcolonial, conocido como la Conferencia Tricontinental, tuvo notables precedentes en el Congreso de Bandung (1955), la Conferencia de Belgrado (1961) o el encuentro de El Cairo (1964).27 Mediante la participación de más de 700 delegados procedentes de 82 países del mundo, la Tricontinental materializó por primera vez la integración latinoamericana a la corriente de solidaridad afroasiática, lo que dio cuerpo al Tercer Mundo como sujeto político en términos alternativos al Movimiento de Países no Alineados.28 El patrocinio de este evento histórico por el Estado cubano constituyó una inmensa victoria diplomática resultado de largos esfuerzos sostenidos desde principios de la década de los sesenta. En este marco, el nacimiento de la esfera Tricontinental en La Habana otorgó un ansiado protagonismo global a la Revolución cubana que permitió bautizar el 1966 como el Año de la Solidaridad, en honor a esta emergente realidad global marcada por el despertar del nacionalismo internacionalista dentro del país.
El gobierno revolucionario encabezado por Fidel Castro trató de sacar máximo partido de la Conferencia Tricontinental para consolidar esta dimensión nacional conceptualizada bajo una fórmula de diplomacia popular.29 En este escenario, el punto de partida de este ambicioso proyecto estuvo marcado por un intenso proceso de movilización popular que antecedió al inicio del encuentro entre los tres continentes.30 Los grandes medios de masas e instituciones cubanas realizaron profusos llamamientos al conjunto de la población para llenar las calles ante el advenimiento de los delegados partícipes del encuentro Tricontinental.31 De esta forma, bajo el lema “Todos con Fidel a la Plaza”, el Estado congregó a cientos de miles de personas en la capital con un doble propósito: sacar músculo ante la opinión pública mundial y reafirmar los principios internacionalistas que habrían de articular una nueva identidad en Cuba. La capilaridad de este fenómeno quedó patente no solo en la masiva respuesta popular ante la llamada, sino también en el grado de movilización total entre sectores de población tan diversos como: “abuelo, niño, papá y mamá”.32 Esta iniciativa, unida a otros elementos como la celebración de un pomposo desfile militar presentado en términos de un “desfile del pueblo uniformado”, evidenció la notable intencionalidad gubernamental de involucrar desde un principio al conjunto de la sociedad cubana en el inminente momento histórico.33

Fuente: Biblioteca Nacional José Martí de La Habana.
Figura 1. Portada y páginas del diario Granma, órgano oficial del Comité Central del Partido Comunista de Cuba, correspondientes al domingo 2 y lunes 3 enero del año 1966 con motivo del inicio del Año de la Solidaridad
En este escenario, la ardua tarea de hacer partícipe a la sociedad cubana de una realidad global compuesta por cientos de pueblos, idiomas o culturas tan lejanas como las de Argelia, Angola o Vietnam requirió la articulación de un vínculo con las narrativas fundacionales de la retórica nacional-revolucionaria mediante diversos discursos complementarios entre sí. El primer relato estuvo dirigido a conectar esta recientemente protagónica dimensión internacionalista con algunos elementos representativos del pasado nacional cubano. De esta forma, las imágenes decimonónicas vinculadas al proceso de independencia del país fueron nuevamente utilizadas para legitimar el cambio de rumbo en la política exterior cubana. Los principios humanistas de vocación universal enunciados por José Martí se convirtieron ahora en una máxima vital resumida en el lema: “Patria es humanidad”. Los rasgos latinoamericanistas y tercermundistas identificativos de este pensador, unidos también a otros elementos como el componente multiétnico-nacional del movimiento de independencia de Cuba, fueron igualmente resignificados hasta convertirse en poderosos agentes de movilización social a inicios del Año de la Solidaridad. En esta línea, la Conferencia Tricontinental, que estuvo presidida desde su inicio por los retratos de figuras icónicas de los tres continentes, como el vietnamita Nguyễn Văn Trỗi, el congoleño Patrice Lumumba o el nicaragüense Augusto Sandino, fue respaldada también por las efigies de héroes nacionales de la independencia como José Martí, Antonio Maceo e, incluso, por el retrato del líder revolucionario caído Camilo Cienfuegos.34
Este amoldamiento del pasado al nuevo contexto internacional de la Guerra Fría estuvo acompañado, a su vez, por un segundo relato legitimador complementario: la dimensión internacionalista históricamente inherente a la tradición comunista. En ese sentido, la Cuba socialista se valió también de la larga trayectoria de solidaridad y ayuda mutua que desde sus orígenes había regido los principios fundamentales del movimiento obrero marcado por la máxima marxista: “Proletarios del mundo, uníos”.35 En este escenario, los dirigentes cubanos tampoco dejaron pasar la oportunidad que les había brindado la Tricontinental para ensalzar la dimensión comunista de la nueva identidad revolucionaria mediante la organización de una exposición dirigida a los delegados del encuentro sobre la figura de Julio Antonio Mella.36 De este modo, el nacionalismo internacionalista cubano fue constituido desde sus orígenes arguyendo los dos pilares centrales que habían caracterizado a este fenómeno con el triunfo de la Revolución: los usos del pasado y los principios socialistas. A diferencia de estos elementos, sin embargo, la faceta internacional de esta realidad otorgó una significación específica a un fenómeno bidireccional que circuló de manera recíproca tanto desde Cuba hacia el resto del mundo como desde el exterior hacia el corazón de la isla: la noción de solidaridad.

Fuente: Archivo Histórico de la ospaaal (ahospaaal).
Figura 2. Retratos de Nguyễn Văn Trỗi, Patrice Lumumba, Augusto Sandino, José Martí, Antonio Maceo y Camilo Cienfuegos presidiendo la recepción de delegados en la Conferencia Tricontinental de La Habana
En primer lugar, la solidaridad internacionalista cubana fue constituida como un principio identitario convertido en deber de todo verdadero patriota comprometido con la causa nacional en un plano político-revolucionario.37 Desde el comienzo de 1966, fue difundido entre la sociedad cubana el cometido global de adquirir responsabilidades y tomar parte en las grandes transformaciones que estaban teniendo lugar en los continentes de África, Asia y América Latina en el marco de la Guerra Fría. El nacionalismo internacionalista cubano fue autoidentificado entonces como una misión cargada de un sentido de obligatoriedad que todo ciudadano debía ser capaz de asumir para servir a su país desde planos muy diferentes. En este escenario, la conceptualización del Año de la Solidaridad a raíz de la Conferencia Tricontinental permitió al Estado cubano reafirmar un giro en la política exterior que venía anunciando desde principios de los sesenta mediante un involucramiento más abierto y transparente en múltiples conflictos en los que había participado hasta entonces de manera velada o indirecta. Así, los primeros ecos de la Revolución cubana en territorios latinoamericanos como Venezuela o República Dominicana, pero también en escenarios africanos como Argelia, el Congo o Guinea-Bissau, pasaron a cobrar un renovado protagonismo.38
Fidel Castro manifestó públicamente durante la Tricontinental que cualquier movimiento revolucionario del mundo podía contar con Cuba en sus respectivas luchas.39 Desde La Habana fue desplegado un amplio abanico de formas de cooperación, ayuda mutua y solidaridad internacional, entre las cuales sobresalió la disposición de participar activamente en la lucha armada revolucionaria mediante el respaldo directo e indirecto en el plano guerrillero-militar. Así, los cubanos, que ya habían estado previamente inmersos en conflictos armados por diversas regiones del mundo, reafirmaron sin tapujos su intención de colaborar con otras corrientes transformadoras en los continentes de África, Asia y América Latina.40 Bajo la prédica lanzada por el Che Guevara en el Mensaje a los pueblos del mundo a través de la Tricontinental, Cuba fijó directamente su mirada en la guerra de Vietnam. El “Guerrillero Heroico” dio voz así a las inclinaciones cubanas, presentando la resistencia del país asiático al imperialismo yanqui como un ejemplo a seguir mediante la creación de “dos, tres, muchos Vietnam”, que hicieran posible dividir las fuerzas imperialistas e impulsar la Revolución en todo el mundo.41 De esta forma, y al margen de las declaraciones guevarianas, los medios oficiales cubanos reafirmaron la voluntad gubernamental de ofrecer a Vietnam “su propia sangre”, que era “mucho más valiosa que su azúcar”.42
Esta retórica maximalista, expresada sin reparos en el reconocimiento de que para la Revolución cubana “el campo de batalla es el mundo entero”, no se redujo exclusivamente a las palabras sobre el país asiático.43 La implicación de los cubanos en los movimientos revolucionarios del mundo creció de manera exponencial a lo largo de este año hasta la desaceleración de la iniciativa guerrillera a comienzos de la década de los setenta. Al respecto, junto con la conocida implicación del Estado caribeño en diversas regiones del mundo durante este periodo, la documentación oficial del Ministerio de Relaciones Exteriores del país relativa al momento álgido de esta realidad revela un interés marcado por el conocimiento exhaustivo de diversos escenarios latinoamericanos desde un punto de vista geográfico, étnico y socioeconómico que no resulta casual a ojos del historiador.44 El descubrimiento de estos detallados informes evidencia, de manera velada, la existencia de un amplio corpus de investigaciones secretas preliminares elaboradas para evaluar las posibilidades revolucionarias de distintos territorios latinoamericanos en los que en aquella época era concebible un movimiento guerrillero de proyección externa.
En este escenario, la conexión de esta vertiente política exterior con el proceso de “renacionalización” de la población cubana fue articulada mediante una retórica continuista con profundo alcance internacional. El gobierno revolucionario de los barbudos publicitó su consigna nacional “Patria o muerte” como una prédica extrapolable a los tres continentes, donde “verdaderos patriotas” de países como Indonesia o República Dominicana representaban la identidad y el orgullo nacional de sus respectivos pueblos frente a la injerencia de los poderes extranjeros.45 Esta configuración del nacionalismo internacionalista cubano, sin embargo, no atendió exclusivamente a un cambio en política exterior impulsado por el Estado a mediados de los años sesenta. Junto a la mayor proyección y apertura de Cuba hacia los movimientos revolucionarios del mundo, la dimensión externa de este fenómeno actuó de manera bidireccional y retroactiva como un potente agente de legitimación dentro de la propia isla. El Año de la Solidaridad, inaugurado por la Tricontinental, cumplió de esta forma con un doble propósito: al expandir la influencia cubana en buena parte del mundo y, al mismo tiempo, al hacer que numerosos países de África, Asia y América Latina se volcaron en defensa de Cuba frente al imperialismo. Esta consolidación de alianzas y muestras de solidaridad global hacia la Revolución en un momento de máximo aislamiento internacional ejerció una influencia decisiva en la sociedad cubana de la época. En este marco, el nacionalismo internacionalista actuó como un móvil vector en la movilización de la opinión pública mediante la difusión de la idea de que Cuba “no estaba sola”, tal y como expresaron múltiples representantes tricontinentales, quienes afirmaban: “respaldaremos a Cuba con nuestra propia sangre”.46
La consagración de esta realidad basada en ofrecer, pero al mismo tiempo recibir solidaridad al amparo del internacionalismo fue un pilar fundamental dentro de la propia Cuba a la hora de configurar su nueva identidad nacional-revolucionaria en un momento de máxima crisis para el país. Al respecto, el entroncamiento cubano con el Tercer Mundo bajo el principio de “los tres continentes deben de ser uno solo” fue reafirmado por líderes de África, Asia y América Latina, como Augusto Turcios Lima o Salvador Allende.47 Este histórico papel desempeñado por Cuba en la reverberación del movimiento revolucionario mundial como sujeto activo y fuerza vectora en la apertura de nuevos horizontes transoceánicos quedó inmortalizado simbólicamente, en último lugar, a partir de algunos icónicos gestos ilustrativos. Cabe señalar, en este sentido, episodios como la entrega realizada por la delegación vietnamita a los guerrilleros venezolanos presentes en la Tricontinental del casco de un piloto estadounidense capturado a modo de traspaso del testigo continuador de la lucha antimperialista refrendada bajo la atenta mirada cubana.48

Fuente: Granma, 5 de enero de 1966.
Figura 4. Gráfica publicitada como símbolo de las diferencias existentes dentro del encuentro tricontinental, por René de la Nuez
Al margen de los emotivos gestos regalados por el encuentro entre los tres continentes, la construcción de un marco nacional-tricontinental tuvo que hacer frente también a múltiples desafíos derivados del heterogéneo universo de diferencias lingüísticas, religiosas y culturales patentes en La Habana. Para combatir estas barreras, el nacionalismo internacionalista cubano trabajó profusamente en la construcción de puentes y lazos entre distintas realidades nacionales sensiblemente alejadas entre sí. En este marco, se sitúa la dimensión cultural constitutiva de esta compleja realidad histórica. Más allá del plano político-militar, el gobierno de Cuba ahondó de manera complementaria en la construcción de una identidad compartida mediante la profundización en los múltiples paralelismos existentes entre los pueblos de África, Asia y América Latina en la esfera sociocultural. En esta línea, a comienzos del Año de la Solidaridad, el Estado cubano patrocinó espectáculos y eventos como el ballet de Guinea como una forma de aproximar mundos muy distantes a través de un arte profundamente arraigado en la isla.49 A su vez, herramientas gráfico-visuales como los carteles tuvieron un amplio protagonismo en un contexto donde los mensajes sencillos y la comunicación no verbal fue básica para el entendimiento intercontinental.50 El interés por la cultura nacional de escenarios tan alejados como Vietnam creció de manera exponencial, en este caso, al ser presentado como un ejemplo de nacionalización popular frente a una amenaza exterior del que había que aprender dentro de la propia Cuba.51 Este amplio abanico de manifestaciones culturales estuvo marcado, en último lugar, por una intención clara de movilizar a las masas desde espacios alternativos situados más allá de lo político, como el mundo deportivo, el cine internacional e, incluso, el ajedrez, que fueron igualmente utilizados como medios válidos para reafirmar los nuevos valores de solidaridad en la isla.52
Dentro de este heterogéneo universo de conexiones y aspectos enmarcados en un espectro ajeno al espacio político-militar, los principios productivos del trabajo en una esfera ideológica ocuparon por igual un espacio protagonista durante la articulación del nacionalismo internacionalista cubano. El año 1966 había estado precedido del Año de la Agricultura de 1965 y el Año de la Economía de 1964. Desde el triunfo de la Revolución los valores del trabajo habían sido ensalzados como atributos inherentes a todo auténtico patriota comprometido con el nuevo proyecto de construcción nacional.53 De esta forma, en el marco del Año de la Solidaridad, las virtudes del trabajo fueron enaltecidas frente a los delegados de todo el mundo, aludiendo a imágenes icónicas como las de los macheteros cortadores de caña de azúcar o a la del mártir sindicalista Jesús Menéndez, “el General de las Cañas”.54 El presidente Osvaldo Dorticós llegó a afirmar la necesidad de “combatir cuando hiciera falta y trabajar todos los días”, y si es preciso ponerse “de rodillas nada más que para cultivar la tierra o para disparar contra el enemigo”.55
La difusión de estos símbolos y proclamas frente a los invitados extranjeros fue empleada como instrumento para estimular en el plano interno sectores productivos y herramientas ideológicas del trabajo, como el “trabajo voluntario” o los “incentivos morales” propugnados por el Che Guevara al inicio de la Revolución.56 Estos planteamientos económicos, que irían perdiendo fuelle con el paso de los años, recibieron un fuerte espaldarazo exterior cuando reconocidas figuras internacionales fueron partícipes del proceso. Celebridades presentes en la Tricontinental, como la propia bailarina y cantante francesa de origen estadounidense Josephine Baker, declararon haber “venido a trabajar como todos en Cuba”, al tiempo que entre las actividades realizadas por los delegados del evento se incluía el trabajo voluntario y la plantación de un bosque tricontinental.57 La marcada influencia que tuvo la internacionalización en la dimensión del trabajo revolucionario durante este periodo repercutió en el desarrollo de una línea política con notable protagonismo, que desembocó en 1970 con la llegada del Año de la Zafra de los diez millones.58 De esta forma, la configuración de la identidad nacional internacionalista cubana demostró mantener profundas raíces y conexiones con otros acontecimientos decisivos de la realidad del país situados mucho más allá del año 1966.
En último lugar, de la mano de todos los rasgos caracterizadores político-socioculturales de este complejo fenómeno histórico, el elemento constitutivo final del nacionalismo internacionalista cubano estuvo marcado por el notorio carácter de otredad inherente a su retórica. Los lazos fraternales reafirmados entre los pueblos revolucionarios del mundo al inicio del Año de la Solidaridad fueron definidos desde sus orígenes frente a la imagen de un “otro” inamovible: el imperialismo. El complejo sistema imperialista global del marco de la Guerra Fría fue presentado ante el mundo a través de una estampa monstruosa y caricaturesca, donde el objeto principal de las críticas estaba representado por el gobierno de los Estados Unidos de América. La imagen del Tío Sam, a menudo difundida mediante paralelismos con el nazi-fascismo, fue un pilar central en la configuración del nacionalismo internacionalista cubano a mediados de la década de los sesenta.59
En este marco, además de exponer la brutalidad de la maquinaria bélica estadounidense en regiones como Vietnam, la búsqueda por reforzar una nueva identidad nacional definida frente a un “otro” estuvo marcada también por los esfuerzos a la hora de mostrar a ojos de la sociedad cubana la oscura realidad oculta dentro del territorio enemigo. De esta forma, Cuba desplegó durante este periodo un notable esfuerzo propagandístico con el fin de hacer eco de acontecimientos como el recalcitrante racismo y los asesinatos de personas negras recurrentes en los Estados Unidos, acompañados por otros aspectos como las mafias, las drogas o la persecución contra activistas estudiantiles opositores a la guerra.60 Las huelgas de trabajadores estadounidenses fueron igualmente publicitadas, llegando incluso a recoger reflexiones profundas acerca de la “decadencia” de una sociedad imperialista abocada a un inevitable destino de extinción final.61 Este anhelo por exponer las brechas dentro del mundo imperial-capitalista constituyó un último principio central en la reafirmación de una identidad internacionalista-revolucionaria erigida frente a un “otro” cargado de atributos degenerados y negativos.
Memorias y experiencias cotidianas de un internacionalismo convertido en identidad revolucionaria: la cubanidad toma la voz en el siglo xxi
La configuración del nacionalismo internacionalista cubano obligó a toda la población cubana residente en la isla a transitar velozmente por un acelerado proceso de transformación encumbrado a comienzos del año 1966. Las múltiples recepciones y procesos de adaptación cotidiana ante esta fulgurante “renacionalización” revolucionaria bajo una égida internacional precipitaron experiencias múltiples de las que todavía ofrecen testimonios numerosos cubanos de aquella época. Las voces de memoria viva prestadas por algunas de estas personalidades pertenecientes a ámbitos muy distintos atestiguan una gran heterogeneidad en torno a una realidad cotidiana con manifestaciones cambiantes a lo largo del tiempo.62
En el ámbito de la primera línea política, el comandante histórico de la Revolución cubana Víctor Dreke Cruz constituye la imagen viva de cómo el nacionalismo internacionalista cubano reconfiguró nuevas identidades revolucionarias en el país a mediados de la década de los sesenta. Este destacado dirigente político oriundo de Sagua la Grande tuvo un papel protagonista desde los inicios de la Revolución hasta el final de la lucha frente a los contrarrevolucionarios en la cordillera del Escambray.63 Desde el año 1965, Víctor Dreke, más conocido como Moya, comenzó su andanza por la senda internacionalista acompañando al Che Guevara en su intrépido proyecto del Congo.64 Tras esta imborrable experiencia, que lo marcaría de por vida, Dreke se consagró como uno de los máximos exponentes del carácter internacionalista de la Revolución cubana, y estuvo involucrado en acontecimientos como la Conferencia Tricontinental o las misiones africanas conducentes a la independencia de Guinea-Bissau (1973). A sus 86 años, después de haber dedicado la mayor parte de su vida al ámbito internacional del fenómeno revolucionario, este comandante histórico todavía se muestra profundamente imbuido por el espíritu de solidaridad que modeló su vida más allá de las fronteras de Cuba. En su vivencia personal, todos los sacrificios realizados a miles de kilómetros de su país natal fueron siempre percibidos como una continuación de su compromiso y deber revolucionario con el proceso nacional iniciado en el año 1959.65
En calidad de dirigente de la misión cubana desplegada en Guinea-Bissau a partir del Año de la Solidaridad (1966), Víctor Dreke fue reconocido, junto al resto de compañeros cubanos, como una pieza clave en el proceso de independencia del país africano, tal y como lo recuerda su embajadora Maria de Lourdes Batista Mendoça en La Habana, 50 años después.66 La profunda consideración mostrada por distintos pueblos hacia este icónico dirigente histórico se materializó en el ofrecimiento de reconocimientos señalados como la nacionalidad honorífica de países como Guinea-Bissau. La identidad de Víctor Dreke, sin embargo, como se revela de manera exclusiva en la presente investigación, ha sido siempre profundamente cubana. A pesar de su marcado compromiso internacional, Moya se considera a sí mismo sagüero (oriundo de la localidad de Sagua la Grande) y revolucionario comprometido; es el vivo retrato de cómo el fenómeno del nacionalismo internacionalista cubano contribuyó a forjar nuevas identidades de proyección externa con, al mismo tiempo, un notable enraizamiento nacional.67
Las memorias personales de Víctor Dreke respecto a su autopercepción vital-identitaria múltiple como patriota, revolucionario e internacionalista no constituyen un caso aislado dentro de la sociedad cubana. Otras personalidades destacadas partícipes de esta realidad, como la doctora Ana Morales Varela o el diplomático Óscar Oramas Oliva, refuerzan esta hipótesis, al reconocerse con orgullo como cubanos volcados hacia el proceso revolucionario nacional en su dimensión externa por encima de todo lo demás.68 Los testimonios de estas figuras evidencian cómo el nacionalismo internacionalista cubano articulado mediante los principios de la solidaridad actuó en un sentido bidireccional, al despertar un compromiso con territorios externos, y, a la vez, era reforzado el sentimiento nacional dentro de la propia Cuba. En este sentido, el relato de internacionalistas menos reconocidos como Juan Hernández Machado, quien realizó multitud de misiones diplomáticas en escenarios como Yemen, Somalia o Zimbabwe, da a conocer que este singular modelo sociocultural ha sido transmitido de generación en generación.69 En sus vivencias cotidianas, este cubano imbuido por el espíritu de la solidaridad confiesa cómo su hija ha recogido el testigo de esta práctica en calidad de internacionalista médica en la actualidad, y esto ha sido un motivo de orgullo nacional que hoy les permite compararse para ver quién de los dos ha realizado más misiones en el extranjero.
El dilatado proceso de “renacionalización” popular de signo revolucionario-internacional intensificado a mediados de la década de los sesenta exhibe así un sensible arraigo en buena parte de la sociedad cubana. En este sentido, a pesar de las visibles diferencias culturales existentes en Cuba respecto a otros pueblos, este fenómeno fue percibido como una oportunidad para aproximarse a escenarios desconocidos hasta el momento. En palabras de Olga Romero, internacionalista durante años en Mozambique, fue precisamente la posibilidad de viajar a conocer lugares lejanos lo que reforzó su sentimiento nacional y la hizo revalorizar los logros alcanzados en su país.70 De acuerdo con la opinión de esta cubana, la dimensión internacional del fenómeno revolucionario tuvo un papel fundamental a la hora de reafirmar los valores patrios en el corazón de la isla, mientras que otras tendencias, como el aislacionismo o la autarquía -como podría ser el caso de Corea del Norte-, fueron contraproducentes en la nacionalización efectiva de la población.
Sin embargo, esta profunda significación de la huella internacional en la construcción de la identidad revolucionaria cubana es perceptible en ámbitos muy diversos que escapan a las misiones internacionalistas dirigidas por el Estado a lo largo del tiempo. En la esfera cultural, numerosas personalidades del país reconocen todavía la influencia que tuvo este fenómeno en la articulación de un nuevo rostro nacional. Para el reputado filósofo Aurelio Alonso, la proyección externa de la Revolución fue clave en la consolidación de un sistema que sobrevive en la actualidad; de acuerdo con su criterio, precisamente gracias a estos pilares “subjetivos” de solidaridad, salud o educación.71 Desde el campo de la literatura, Jorge Fornet, director de la prestigiosa institución Casa de las Américas, comparte este sentir, al manifestar la profunda impronta internacional que ha acompañado a este organismo durante toda su historia en su remarcable proyección dentro y fuera del país.72 En el ámbito mediático-periodístico, personalidades como Leonel Nadal o Moisés Saab reconocen cómo sus deseos juveniles por viajar para conocer e informar sobre otros mundos nunca mermaron los sentimientos hacia su país, sino que sirvieron para consolidar una identidad revolucionaria que pervive intacta hasta el día de hoy.73 En último lugar, desde otros espacios todavía más diversos como la fotografía o el sector de la construcción, el fotógrafo Iván Soca y el obrero de las microbrigadas Alfredo Catalá, ahora miembro del Instituto Cubano de Amistad de los Pueblos (icap), confirman esta hipótesis, al reafirmar que sus respectivas vidas han estado ante todo regidas por los principios de la solidaridad.74
De la mano de este amplio abanico de experiencias cotidianas, dentro de este fenómeno histórico existe también un campo de influencia específico que atiende a una dimensión de género. Al margen de su citada presencia en misiones internacionalistas o el campo sanitario-cultural, las mujeres cubanas también constituyeron espacios propios de signo nacional-internacionalista con sensible influencia en el devenir del movimiento femenino de la Cuba contemporánea.75 En este marco, resultan especialmente ilustrativas las trayectorias vitales de mujeres como Alicia Campos o Adelina Allen, responsable y archivera respectivamente de la Federación Democrática Internacional de Mujeres (fdim) de La Habana en la actualidad. De acuerdo con sus testimonios, la solidaridad y el sentimiento de proyección internacional impulsados por la Revolución cubana, a partir del Año de la Solidaridad, dejaron una impronta decisiva en sus vidas, por lo que decidieron dedicarse a edificar redes con otras mujeres más allá de las fronteras de su país.76
La conformación histórica de una renovada identidad femenina a raíz de la consolidación del nacionalismo internacionalista encuentra facetas desconocidas dentro una realidad que atestiguan otras muchas mujeres de la Federación de Mujeres Cubanas (fmc), como Tamara Columbé o Nieves Alemañy. Para todas ellas, la lucha por la reivindicación de los derechos de las mujeres en Cuba fue desde los años sesenta una contienda mundial que forjó un doble sentimiento nacionalista-internacionalista con notable peso específico en la historia transnacional de la solidaridad femenina global.77
Estas remarcables experiencias circunscritas a escenarios muy diversos de la sociedad incluyen también otros espacios que Cuba acogió, financió e impulsó de manera específica desde el Año de la Solidaridad. Entre ellos sobresale la Organización de Solidaridad de los Pueblos de África, Asia y América Latina (ospaaal).78 Este importante organismo fundando al término de la Conferencia Tricontinental trabajó durante más de medio siglo por reafirmar su compromiso global con la construcción de un Nuevo Orden Mundial. Dejando a un lado su notable influencia ejercida fuera de Cuba, la ospaaal consiguió materializar el espíritu tricontinental dentro de la propia isla, donde perduró hasta bien entrado el siglo xxi.79 En este marco, algunas personalidades estrechamente vinculadas a este espectro, como Santiago Rony Feliú, Rafael Enríquez o Eva Duménigo, constituyen la encarnación del nacionalismo internacionalista cubano en su máxima expresión cotidiana a causa de su fuerte impronta personal en la configuración de esta esfera a partir de instrumentos como la revista Tricontinental.80 Para todos ellos, el movimiento revolucionario del país ha sido vivido, sentido y experimentado desde una proyección externa, incluso antes que desde una realidad interior. En todos los casos, sin embargo, Cuba y la Revolución han sido siempre los puentes a través de los cuales se ha canalizado y percibido un mundo amplio en profunda clave patriótica.81
Durante la evolución de este complejo fenómeno histórico se han vivido momentos muy diversos, desde mediados de la década de los sesenta hasta la actualidad. La dimensión internacionalista del nacionalismo cubano manifestada de forma álgida durante 1966 fue paulatinamente transformándose con el paso de los años hasta adquirir un protagonismo distinto en la esfera pública del país. En el marco de las décadas que siguieron al momento tricontinental, la proyección internacional de la Revolución mantuvo un peso notable especialmente representativo en escenarios como Angola, Etiopía o Nicaragua.82 Con el final de la Guerra Fría, sin embargo, a pesar del protagónico espacio que el internacionalismo había jugado en la configuración de la identidad nacional revolucionaria cubana, la proyección externa de la Revolución dio un giro de 180 grados.
En un contexto de aguda crisis interna marcado por la caída del Bloque Socialista, Cuba se vio forzada a reconsiderar su política exterior hacia un mundo radicalmente transformado respecto a medio siglo atrás. De esta forma, tras la desaparición de los grandes movimientos de lucha armada revolucionaria, el Estado cubano reforzó la cooperación exterior a partir de los pilares médico-educativos, manteniendo un carácter internacionalista que ha persistido, condicionando las narrativas oficiales de nacionalización social hasta la actualidad.83 Esta realidad se muestra tan influyente hoy en día que desde la alta dirigencia actual del país figuras como René González (responsable del Centro Fidel Castro) confirman su importancia, al exponer sus deseos de impulsar nuevas investigaciones que ahonden en la autonomía que históricamente mantuvo Cuba en la política exterior en contraposición a los discursos que presentan al Estado caribeño como un simple títere soviético.84
Al dejar a un lado las perspectivas actuales de los grandes responsables estatales del país, dentro del conjunto de la realidad cotidiana, en la sociedad contemporánea cubana este histórico nacionalismo internacionalista todavía ocupa un espacio protagonista. En un contexto de dramática crisis económica, agravada por el bloqueo estadounidense, las muestras de solidaridad que Cuba proyecta hacia el exterior mediante las misiones médicas y educativas constituyen el máximo móvil de orgullo y movilización nacional que aún mantiene el gobierno revolucionario a ojos de la sociedad.85 Tal y como lo revelan historiadores como Andrés Zaldívar, la imagen externa de Cuba ante el mundo durante la pandemia de la covid-19, unida a otras manifestaciones de solidaridad como las votaciones en la onu o la reciente cumbre del G-77, han actuado como influyente motor de unidad e impulso nacional a lo largo de los últimos años en el país.86
Conclusiones
Las investigaciones históricas acerca del fenómeno del nacionalismo durante la época contemporánea han conocido una notable renovación en los últimos años mediante la irrupción de diversos enfoques e interpretaciones rupturistas. El estudio del nacionalismo en la Cuba contemporánea constituye un caso particular con diversos condicionantes de marcado relieve e interés actual. La configuración del nacionalismo cubano atendió a diversos momentos históricos entre los que sobresale el triunfo de la Revolución cubana en el año 1959. Este último suceso transformó radicalmente la estructura de la sociedad caribeña mediante un intenso proceso de “renacionalización” de la población bajo la bandera revolucionaria. El Estado liderado por Fidel Castro articuló un modelo de movilización social basado en el entroncamiento con las imágenes del pasado de lucha por la independencia a modo de relato legitimador, así como en los principios comunistas de una realidad global marcada por la Guerra Fría. De la mano de estos aspectos, el nacionalismo nacido del proceso revolucionario se configuró también a partir de una dimensión de solidaridad internacional de profundo alcance en la modelación de una nueva identidad cubana: el nacionalismo internacionalista.
La conformación definitiva de esta faceta en el dilatado espectro de la Revolución tuvo lugar con especial visibilidad a principios del Año de la Solidaridad, iniciado por la Conferencia Tricontinental de La Habana en enero de 1966. Este evento constituyó un momento decisivo en la historia contemporánea de Cuba, al emerger como una oportunidad para combatir el aislamiento internacional en el que el país se encontraba. En este contexto, Cuba manifestó una radical política exterior hacia los continentes de África, Asia y América Latina, orientada a tejer nuevas alianzas en el Tercer Mundo bajo la sombra de una utópica revolución tricontinental. De la mano de esta realidad, el Estado cubano aprovechó el Año de la Solidaridad para legitimar su sistema interno mediante la publicitación del respaldo mostrado por los numerosos representantes del mundo partícipes del encuentro. Fue entonces cuando el internacionalismo se convirtió en un deber revolucionario con profundo sentido patriótico en la nueva identidad cubana construida durante esta época. Las dificultades intrínsecas de este complejo proceso estuvieron marcadas por la distancia cultural entre los distintos pueblos del mundo y también por la búsqueda de lazos y puentes ideológicos bajo los principios del trabajo y un sentido de la otredad (ese “otro” contrapuesto a la nueva identidad revolucionaria) hacia el enemigo imperialista.
Los testimonios ofrecidos por algunas personalidades que estuvieron envueltas en este proceso revelan las percepciones múltiples inherentes a una realidad con manifestaciones diversas a lo largo del tiempo. Figuras icónicas como Víctor Dreke confiesan que entregar su vida a la esfera internacionalista nunca menoscabó su sentimiento nacional, sino que, por el contrario, les permitió reafirmar sus convicciones nacionalistas y revolucionarias. Este parecer, compartido por otros como Olga Romero o Juan Hernández Machado, evidencia que el orgullo nacional no es contradictorio con la proyección exterior, sino que puede actuar en un mismo sentido y transmitirse de generación en generación. Por último, la influencia cotidiana de esta notable realidad se hizo sentir a su vez en diversos ámbitos culturales de los que se ofrecen testimonios vivos, así como en espacios alternativos como la fdim o la ospaaal, donde los principios internacionalistas cubanos dieron forma a una identidad marcada de influencia global.
A lo largo de sus sesenta y cinco años de historia, la Revolución cubana ha conseguido articular una amplia gama de discursos y genealogías nacionales que conforman un universo en continuo cambio y transformación. El nacionalismo cubano del año 1959 es distinto del fenómeno internacionalista de mediados de los sesenta e, igualmente, está distanciado de la realidad del país en los años noventa. En este volátil contexto, uno de los mayores desafíos actuales de la Revolución consiste en conectar con las nuevas generaciones que no fueron partícipes de los sueños ni de las victorias del pasado, sino que únicamente han conocido la crisis y decadencia de un sistema en permanente riesgo de extinción. Ante esta situación, la revitalización de un nacionalismo internacionalista transformado posiblemente es incapaz de movilizar a las masas como en la década de los sesenta, pero sí puede ser apto para ejercer notable influencia en la población.