Introducción
Históricamente, el pueblo aymara ha estado distribuido en Bolivia, Perú, Argentina y Chile. En Chile, su ubicación territorial consuetudinaria se concentra especialmente en espacios geográficos altiplánicos, atravesados por las fronteras establecidas por la guerra del Pacífico (1879-1884) y el Tratado de Lima (1929). En esta etapa, la población indígena fue sometida a un intenso proyecto de asimilación y chilenización, mediante estrategias educacionales, lingüísticas, administrativas y políticas1, que fueron modificando lentamente procesos de identificación nacional2.
Desde la segunda mitad del siglo xx, la población experimentó una fuerte migración a la ciudad, como fue frecuente en gran parte del continente. Aunque la cultura hegemónica constreñía a este pueblo a los márgenes de la ciudadanía, esto comenzó a cambiar en la década de 1980, cuando se activaron expresiones de participación política, social y cultural, y las posteriores políticas de reconocimiento de la década de 19903.
El marco de estas transformaciones eran el Estado nacional y el mundo. En Chile se desarrollaba la democratización luego de diecisiete años de dictadura cívico militar (1973-1990) y en América Latina se vivía la emergencia indígena potenciada por la conmemoración del V Centenario del Descubrimiento de América (1992). En el transcurso, se fortalecieron procesos de identificación nacional que referían a la especificidad aymara dentro y más allá de las fronteras del Estado, en contraste con otros pueblos indígenas y la nacionalidad chilena.
En la década de 1990 el pueblo aymara participó activamente en las discusiones sobre el estatuto de los pueblos indígenas junto a otros actores institucionales. Esta experiencia de trabajo colectivo reforzó procesos de identificación que ya se habían iniciado, pero que cobraron fuerza con la apertura democrática nacional y el reconocimiento internacional de derechos indígenas. Como resultado, las demandas aymaras se articularon mejor y ganaron visibilidad en el espacio público, haciendo circular una incipiente idea de nación que se relacionaba de forma ambivalente con la imaginación de comunidad étnica consuetudinaria, fracturada por las fronteras de los Estados. ¿Cómo se produjo esto?
El objetivo del artículo es analizar los procesos de identificación del pueblo aymara en el norte de Chile, centrándose en el periodo que va desde la creación de la Comisión Especial de Pueblos Indígenas (1990) hasta la promulgación de la Ley Indígena (1993). Este estudio se enmarca en un contexto de democratización nacional y revitalización étnica en el ámbito internacional.
La metodología utilizada es cualitativa y se basa en el análisis de fuentes primarias, especialmente hemerográficas. Se examinó en profundidad el periódico La Estrella de Arica, desde 1990 hasta 1993, con el objetivo de capturar ideas y discursos sobre la identidad aymara desde perspectivas culturales y políticas. Este material fue triangulado con información obtenida de congresos y normativas vinculadas, y contrastado con bibliografía especializada, siguiendo el enfoque de la historia de los lenguajes políticos y el nacionalismo cotidiano.
A partir de estas intersecciones, el supuesto es que, desde la década de 1980 y especialmente en la década de 1990, los sujetos aymaras fueron desarrollando ideas sobre su propia especificidad en relación con los ciudadanos no etnizados del Estado nación, lo que se manifestó en demandas socioeconómicas y culturales que comenzaron a conformar una comunidad política. Esta, en un proceso no sistemático, se enunciaba como nación, desde una dinámica de negociación con el mismo Estado que la alterizaba.
La novedad de esta aproximación es que, aunque existe amplia literatura sobre el pueblo aymara en los países andinos, los procesos recientes de identificación nacional han sido poco explorados en Chile, donde prevalece el interés por otros periodos y enfoques. Este artículo busca profundizar en estos debates para aportar a una historia política aymara, en continuidad y discontinuidad con las adscripciones identitarias en los distintos Estados en que se encuentra.
Luego de la revisión del corpus, y de acuerdo con el objetivo planteado, se sostiene que en el periodo 1990-1993 los procesos de identificación aymara expresaban una ambivalente idea de nación. Por esto, la categoría debe tratarse con cautela debido a los múltiples matices que revelan las lógicas de reetnificación, las políticas públicas y las adscripciones identitarias más allá de las fronteras estatales.
Historia de los lenguajes políticos y nacionalismo cotidiano
Existe una amplia bibliografía sobre la cuestión de la nación y la nacionalidad en la producción anglosajona y europea. Comparativamente, en América Latina es menos profusa y los aparatos críticos usados, en su mayoría, han sido producidos fuera del continente. En una revisión rápida de la bibliografía elaborada en América Latina luego de la publicación del clásico Comunidades imaginadas de Anderson (1983), la mayor parte se concentra en estudios de caso. Entre las temáticas abordadas, destacan cuestiones como la identidad, la construcción del Estado nación, la modernidad, el racismo, entre otros temas4. La producción enfatiza especialmente cuestiones de alta política y presta menos atención a los fenómenos socioculturales que, siendo despolitizados en el análisis, no logran abordar expresiones de actores emergentes como los pueblos originarios.
Un problema que destaca desde la última parte del siglo xx es la relación entre pueblos indígenas y el Estado nacional. Con el proceso de emergencia indígena de la década de 1990, caracterizado por la visibilización de identidades étnicas que se articulan y actúan en espacios globales5, los pueblos originarios han ocupado cada vez más la agenda pública y el interés académico, y se han puesto en cuestión las políticas de asimilación que habían predominado durante el siglo xx. Las demandas se orientaban, en ese momento, a poder vivir y reproducir la diferencia dentro del marco del reconocimiento y la legitimidad; temáticas como la autodeterminación, la justicia comunitaria y la interculturalidad se hicieron constantes en las discusiones públicas. En el marco de estas reflexiones colectivas, aparecía el uso de la idea de nación en los lenguajes de comunidades como la aymara, en Chile y en los otros países donde tienen presencia cultural.
Como sugiere Walker Connor6 en su clásico Etnonacionalismo, la nación, desde un anclaje étnico, representa aquella comunidad en la que existe lealtad a partir de la idea de ascendencia común, más allá de la pertenencia a un país determinado, y por sobre asuntos como el territorio o la lengua. La cuestión clave sería la consciencia de temporalidad, pues “el requisito básico es subjetivo y consiste en la identificación de la población con un grupo: con su pasado, su presente y, lo que es más importante, con su destino”7. Según estos lineamientos, se podría plantear que el deseo de interfaz pasado-futuro es el que moviliza la voluntad de identificación nacional en los pueblos originarios que, atravesados por las historias nacionales del Estado, conciben su diferencia desde la preexistencia y persistencia colonial, republicana y contemporánea.
Si la relación de pasado-futuro es tan relevante, conviene comprender de qué modo se proyecta en la imaginación política la historizada autoconciencia de sí de comunidades minoritarias dentro de otras mayoritarias. John Pocock sugiere que esto es posible a través de lo que denomina historia construida8, es decir, aquella que da cuenta de la toma de decisiones autónomas y de acciones, “con la intención y el efecto de determinar su carácter y las condiciones en las que existe […] del mito y el relato que narra cómo llegó a constituirse la comunidad”9.
Sin embargo, los procesos de identificación de una comunidad no mayoritaria (los “excluidos” u “otros” en palabras de Pocock) no aparecen a simple vista en las fuentes: se deben explorar las dimensiones sociales de lo político y las dimensiones políticas de lo social. A través de estas huellas, se evidencia “un grupo que es consciente de sí mismo (en el que al menos algunos tienen esa conciencia y se sienten parte de algo) encajado en una estructura e historia dominantes que exige autonomía para determinar su pasado, su presente y su futuro, cuya fijación, a su vez, es imprescindible para mantener la autonomía”10.
En este sentido, hay que considerar que lo político de los relatos de pueblos originarios aparece difuminado en textos y oralidad no convencional: más que una declaración de independencia o autonomía, puede estar presente en demandas de reconocimiento de diferencia cultural, en demandas socioeconómicas o ambientales, en el derecho a la educación o en el respeto y resguardo de sus prácticas culturales. La clave sería, entonces, interrogar estos actos de habla desde un marco teórico que identifique la relación plural, conflictiva y, eventualmente, conciliadora de la diferencia. Como plantea Arendt, en su radical diferencia e igualdad11.
Por todo lo anterior, si la historia política suele estar centrada en los grandes pensadores y la acción del Estado, la historia de los lenguajes políticos propone desplazar las preguntas, incorporando el contexto como fundamental. De esta manera, “lo que nunca podemos dar por sentado es que el pensamiento político, como hecho real, solo se produjo en ese nivel”12, es decir, en el nivel de los grandes pensadores y actos. Por el contrario, se genera también en las manifestaciones de otros actores, en ámbitos culturales o sociales.
De acuerdo con lo dicho previamente, para acceder a las huellas de imaginación proyectada hacia el pasado y el futuro es necesario mirar de modo simultáneo lo político y lo cultural, ya que, si lo cultural queda separado de lo político y lo político incorpora en menor medida lo cultural, se relativiza su importancia. Si a ello se agrega que el pueblo aymara es visto dentro de los límites fronterizos del Estado, queda desatendida la intersección de estas problemáticas, que pasan a ser vistas principalmente desde la institucionalidad estadocéntrica y no desde la politicidad misma de la producción de relatos por un pueblo que tiene una dimensión transfronteriza. Por ello se insiste en que es relevante mostrar lo político como intrínseco a la producción de acciones y narrativas socioculturales, y cómo ellas van constituyendo el mundo aymara y sus relaciones de alteridad.
En el periodo estudiado, las fuentes revelan múltiples formas de aparición de lo aymara en el espacio público. La mayoría de ellas tienen clara conciencia de sí, y hacen reclamaciones muy concretas al Estado y a la sociedad en general, que denotan, además, la frágil homologación entre Estado y nación que parece naturalizarse. Las referencias a la aymaridad boliviana o peruana, no sin conflictos, tensiona permanentemente las narrativas de unidad sociopolítica estatal.
Aquí adquiere relevancia el enfoque del nacionalismo cotidiano, ya que permite centrar la atención en las ideas y prácticas circulantes sobre producción y reproducción de la comunidad política, en este caso, aymara. Siguiendo a Michael Billig, para que la nación persista, requiere estar incrustada en la conciencia de los grupos asumiendo la forma de una “ideología internacional”13, más allá de sus manifestaciones locales o específicas. Esta incrustación en la imaginación política de las comunidades es la base para el repertorio de ideas con las que se manejan algunos pueblos indígenas que, sin soslayar su particularidad dentro del Estado nacional, se apropian de categorías hegemónicas para pensar su presencia en los territorios y las disputas abiertas con la comunidad política principal.
Por su parte, Michael Skey14, en su crítica a Billig, destaca que el nacionalismo no puede ser asumido como una matriz de pensamiento y actos homogéneos para todos los colectivos dentro de una comunidad, ya que estos manifiestan diferentes sensibilidades, por ejemplo, a través de los modos en que se diseñan y experimentan los medios de comunicación. En el caso que interesa a este artículo, la experiencia de lo nacional (chileno) es muy distinta entre quienes tienen o no adscripción indígena. Para los primeros, la nacionalidad estatal es más conflictiva que para los segundos. En esta misma crítica, la incorporación de los desplazamientos identitarios producidos por la globalización resulta fundamental, pues pone en evidencia las expresiones de adhesión étnica que sobrepasan al Estado nacional.
Así, la cuestión nacional (no la nacionalidad específica) adquiere un estatuto general. Dejando de lado las connotaciones negativas, es necesario considerar críticamente las formas en que esta categoría se ha estado reivindicando por los pueblos originarios en América Latina. Con ella, han encontrado una clave de acceso a las disputas por el poder y la exigencia de derechos individuales y colectivos. Se producen aquí debates políticos sobre las asimetrías fundamentales que el Estado nación ha producido -con los procesos de construcción nacional uniforme- y sobre las formas en que estas pueden ser desarticuladas.
En este sentido, los procesos de identificación nacional aymara son de competencia de toda la sociedad y superan los límites de las fronteras del Estado al implicar también a ciudadanías de los Estados vecinos. ¿Cómo se produjeron estos debates en un contexto de alta politización como el de la transición a la democracia?
Historia reciente del pueblo aymara en Chile
Para comprender la historia política aymara reciente es fundamental tener a la vista la expansión territorial republicana chilena en desmedro de Perú y Bolivia15. Esto no solo definió límites y fronteras, sino que activó una política estatal que tuvo fuertes impactos en la configuración cultural de las comunidades presentes en el territorio, que fueron chilenizadas forzadamente a través de mecanismos como la escuela y la lengua16. En este contexto, los procesos de identificación aymara son recientes. Choque sugiere que las organizaciones con reivindicaciones culturales y políticas de la década de 1980 fueron las que abrieron el movimiento social indígena en el norte del país17. Sin embargo, esto no fue correlato de consolidación, pues respondió a “un proceso complejo, ambiguo e incluso contradictorio de relaciones, producción de acuerdos, pactos y también disensos”18.
Desde la segunda mitad del siglo xx, en el norte de Chile hubo un fuerte proceso de migración campo-ciudad que implicó un desplazamiento de la población andina desde los espacios rurales hacia la costa, especialmente de las generaciones más jóvenes19. Al llegar a la ciudad, se mantuvieron los lazos culturales y las redes de parentesco, por lo que muchos migrantes se organizaron en grupos de sociabilidad que fueron denominados “hijos de pueblo”, orientados especialmente a la celebración de festividades. Una serie de características de estos grupos permitió que la conciencia de diferencia cultural apareciera cada vez con más claridad, entre las que se pueden mencionar “el sistema de parentesco, la apropiación y manejo de recursos, los propios mecanismos de cohesión interna y los lazos de reciprocidad”20.
Antes de la década de 1980, se hacía referencia a una identidad andina en el norte de Chile, aunque sin equipararla a la aymaridad, que principalmente se asociaba a la pertenencia indígena boliviana o peruana. Como referencia y con fines comparativos, se puede mencionar que estos procesos fueron muy anteriores en Bolivia, pues ya en el Congreso Indigenal Boliviano de 1945 había elementos para afirmar la existencia de procesos de identificación nacional aymara21.
En plena dictadura cívico-militar, se concretó la municipalización, y con ello la presencia del Estado en los vastos territorios anexados. La acción expansiva de un Estado que antes estaba ausente comenzó a modificar las formas de funcionamiento del espacio rural. Aparecieron las juntas de vecinos, centros de madres y clubes deportivos, montando la institucionalidad chilena sobre las estructuras de autoridad andinas que no desaparecieron, pero fueron transformadas22. En la ciudad, diversas formas de exclusión, falta de espacios de reconocimiento y expresión de pertenencia indígena fueron creando lazos entre vecinos de ascendencia andina que se manifestaban a través del deporte y expresiones culturales. El baile y la música tuvieron un rol fundamental. Esto fue generando un sentido de diferencia, a distancia de una chilenidad conflictuada23; respondía a construcciones dinámicas y dialógicas, que no se daban en aislamiento, sino precisamente en medio del intercambio cultural24.
En la segunda mitad de la década de 1980, comenzaron a aparecer diversas organizaciones no gubernamentales y académicas que tuvieron influencia en los procesos de identificación aymara. A modo ilustrativo, y considerando lo que muestran las fuentes primarias, se puede mencionar a Pacha Aru y Taller de Estudios Andinos (tea) que, con su trabajo en ámbitos culturales y de investigación, contribuyeron a formar la masa crítica que en la década de 1990 asumiría el debate sobre pueblos indígenas a nivel nacional, con el Estado y otros pueblos originarios. Estos espacios, que se dedicaron predominantemente a dar a conocer la existencia y persistencia de un pueblo que coexistía invisibilizado en los márgenes de la nación, incidieron en la autoconciencia de la singularidad y, a la vez, en la pulsión de diálogo como una reivindicación política en sí misma.
La discusión sobre pueblos indígenas: acuerdos y tensiones en la transición a la democracia
Los pueblos originarios tuvieron un rol relevante en la recuperación de la democracia. Esto se produjo a partir de reflexiones autónomas que se desarrollaron desde la década de 1980, en el marco de lo que ellos denominaban “el vigoroso resurgimiento de nuestra conciencia étnica y de nuestras organizaciones”25.
Siguiendo los planteamientos de Zapata, los procesos de identificación no se dan dentro del aislamiento, sino, por el contrario, son resultado de “una confluencia de voluntades con otros actores, lo cual no hace más que indicar su naturaleza dialógica”26. En este caso, es necesario destacar las preocupaciones que recogió la Concertación de Partidos por la Democracia que, dentro de los esfuerzos por negociar una salida institucional al Gobierno autoritario, buscó alianzas con diversos sectores. Entre ellos, los pueblos indígenas, que manifestaban desde hacía décadas su descontento por el lugar marginal que ocupaban en la política nacional y las consecuencias en su desarrollo sociocultural, político y económico.
La Concertación asumió la perspectiva predominante a finales de la década de 1980, fundada en las ideas del multiculturalismo. Sin embargo, Zapata afirma que fue “algo descuidada en términos teóricos y con poco impacto en la idea misma de nación”27, lo que no le quita relevancia, pues fue la base desde la que se debatieron los enfoques de trabajo, entre dinámicas de diálogo y conflicto.
En el contexto de la democratización, los pueblos indígenas arribaron a un documento consensuado con las demandas generales y específicas que serían presentadas a la Concertación, asumiendo “la responsabilidad que nos cabe a los pueblos indígenas de Chile en la reconstrucción democrática del país”28. En esta propuesta se establecía que el proceso debía
asegurar la participación, reconocer el legítimo derecho que nos cabe a los pueblos indígenas a ser reconocidos en nuestra existencia, cultura e identidad propia como asimismo que el Estado asuma la deuda histórica que tiene desde la época de la conquista por el despojo de nuestras riquezas, por las limitaciones cada día mayores a nuestro desarrollo económico, social y cultural, provenientes de una discriminación que se manifiesta en políticas que han tenido como finalidad la asimilación y subsecuente desaparecimiento de nuestros pueblos.29
En el documento aparecen demandas específicas de los diversos pueblos considerados hasta ese momento, que son bastante diferentes respondiendo a las realidades de cada zona geográfica y a la pertenencia cultural30. Sin embargo, dos fueron las reivindicaciones más significativas, el reconocimiento constitucional y la elaboración de una ley indígena:
El proceso de reformas constitucionales que asuma el gobierno y el próximo parlamento deberá incluir una disposición expresa en la Constitución política del Estado, que Chile es un Estado pluriétnico, en donde junto a la nación chilena conviven pueblos diferenciados étnica, culturalmente; que tienen derechos a espacios de autonomía que les permitan su desarrollo sociopolítico, cultural y económico, que tienen normas jurídicas e instituciones de carácter consuetudinario que regulan la relación entre sus integrantes y que deben tener plena validez legal en el ordenamiento jurídico nacional, teniendo derecho a estar representados de manera singular en el parlamento y en los organismos estatales responsables de dirimir políticas a nuestro respecto y que el Estado reconozca el derecho de los pueblos sobre las tierras que tradicionalmente han ocupado, así como sobre los recursos naturales existentes en ella, renovables, no renovables del suelo y del subsuelo.31
La ley indígena debía regular las relaciones entre los pueblos y el Estado; estipular los criterios para la calidad de indígena sobre la base de la autoidentificación, rural y urbana; el problema de tierras y territorio; promover la educación intercultural bilingüe y el desarrollo agrícola y técnico; mecanismos de participación a nivel local, regional y nacional junto a formas de autogobierno32, además de las competencias de la Corporación de Desarrollo Indígena33.
Con las negociaciones entre los actores interesados, se firmó el Acuerdo de Nueva Imperial, el 1.º de diciembre de 1989, en la ciudad de Nueva Imperial, región de La Araucanía. El lugar es icónico, pues es el centro de la expansión colonial sobre territorios mapuche, pueblo indígena mayoritario en Chile, y que hasta el presente mantiene una férrea resistencia a las políticas de ocupación del Estado. En ese entonces se expresaba la voluntad de tomar con seriedad las demandas de los pueblos indígenas y se aseguraba, además, que estas acciones eran pioneras en la historia política del país:
Por primera vez en Chile un programa de Gobierno contempla con seriedad el problema de las minorías étnicas, y él viene precisamente a un encuentro con los sectores indígenas del país. No se trata entonces de que a través del programa de Gobierno se pretenda crear una apariencia de preocupación por el pueblo indígena. Él va a estar acá en Imperial con más de 200 dirigentes y con ellos va a discutir y debatir cuál es la proyección, el sentido que su gobierno le va a dar al problema indígena.34
El Acta de Nueva Imperial afirma que el compromiso fue asumido por los representantes de organizaciones mapuches, huilliches, aymaras y rapa nui, y por Patricio Aylwin, candidato presidencial de la Concertación de Partidos por la Democracia. Además del apoyo de las organizaciones indígenas, la contraparte se obligaba a “canalizar sus legítimas demandas de aspiraciones de justicia frente a los graves problemas que afectan a los pueblos indígenas a través de las instancias y mecanismos de participación que serán creados por el futuro gobierno”35. El documento detalla, además, cuáles eran las cuestiones pactadas:
1. El reconocimiento constitucional de los pueblos indígenas y de sus derechos económicos, sociales y culturales fundamentales;
2. La creación de una Corporación Nacional de Desarrollo Indígena y de un Fondo Nacional de Etnodesarrollo, con la participación activa de los distintos pueblos indígenas del país [...];
3. La creación, al iniciar su gestión de gobierno, de una Comisión Especial para los pueblos indígenas, con participación de profesionales de su exclusiva confianza y de representantes indígenas, como instancia encargada de estudiar las propuestas formuladas por las organizaciones.36
El 14 de diciembre de 1989 Patricio Aylwin ganó la elección presidencial, hecho que cerró, al menos institucionalmente, la dictadura cívico-militar de Augusto Pinochet. El nuevo mandatario comenzó a trabajar en los acuerdos alcanzados y dictó el Decreto 30 del 17 de mayo de 1990, que creó la Comisión Especial de Pueblos Indígenas (cepi). El objetivo de esta instancia era
asesorar al presidente de la República en la determinación de las políticas de gobierno respecto de los grupos étnicos indígenas que integran la sociedad chilena y, en particular, en lo concerniente a su pleno desarrollo económico y social, a la conservación, fortalecimiento y difusión de sus expresiones y valores culturales, y a la debida participación y proyección de sus miembros en la comunidad nacional.37
La cepi comenzó a trabajar de inmediato, elaborando un borrador de ley para ser discutido por los actores interesados:
El borrador de la ley preparado por la Comisión Especial de Pueblos Indígenas (cepi), se sometió a la más amplia y soberana discusión en las respectivas regiones de los pueblos indígenas, llevándose a cabo las de 2.800 asambleas de comunidades, en el que fueron elegidos más de 3.000 delegados de base, al mismo tiempo que se realizaron 16 congresos intercomunales o regionales.38
La presentación del documento final en el Congreso Nacional de los Pueblos Indígenas de 1991 plantea que las discusiones realizadas entre los actores institucionales y las organizaciones indígenas coincidían en “la existencia de una pluriculturalidad étnica en la sociedad chilena y el derecho que les asiste a los pueblos indígenas en ser sujetos y protagonistas de su propia historia”39. Además, destacaba que “la amplitud en cuanto a participación, de las representaciones indígenas, en este proceso de organización y desarrollo, revela también la conciencia que ellas tienen de la lección histórica de nunca más colonialismo, vasallaje, no leyes integracionistas, no gobiernos dictatoriales, y de su compromiso con la democracia”40.
A su vez, en las resoluciones del Congreso, se expresó una amplia crítica al actuar del Estado, sus políticas y sus dispositivos institucionales:
Las leyes denominadas indígenas que el Estado chileno ha dictado a lo largo de su historia han tenido por lo general el objetivo de “integrar”, o más bien “asimilar” a las poblaciones originarias. Se ha considerado, erróneamente, un valor positivo para la sociedad global la supuesta homogeneidad cultural, educacional, lingüística y racial. Las leyes han sido más instrumentos de asimilación y pérdida de identidad indígena que de desarrollo y progreso.41
Otro elemento para considerar es que, en voz indígena, se utiliza el concepto de pueblo, cuestión que desaparece de la palabra institucional. El discurso inaugural del Congreso Nacional Indígena, pronunciado por Juan Queupuan, es explícito y con un tono significativamente distinto:
El congreso que hoy inauguramos constituye un sincero y categórico homenaje a quienes nos legaron con su esfuerzo, y muchos con el sacrificio de sus vidas, esta noble y justa tarea liberadora [...]. No han sido escasas las ocasiones en que el Estado de Chile y el Huinca criollo ha buscado diversas formas y artimañas para aniquilarnos y despojarnos de nuestras riquezas y arrebatarnos hasta la última pulgada de tierra. No lo conseguirán, porque la madre tierra somos nosotros mismos, y como dirían los hermanos Quinquen ¡Vivos no nos sacarán!42
Este Congreso fue el primero en Chile en el que estuvieron presentes todos los pueblos indígenas para “reflexionar, discutir y analizar el presente, pero sobre todo el futuro [...] para que sin desmayos ni exclusiones se logre la superación de los obstáculos pendientes y así alcanzar el estado de unidad que los conduzca a hacer realidad los grandes anhelos de justicia, libertad y autonomía de dichos pueblos”43.
El 15 de octubre de 1991, el presidente de la república, Patricio Aylwin Azócar, presentó a la Cámara de Diputados el proyecto de ley que se había discutido en las reuniones lideradas por la Comisión de Pueblos Indígenas. Según Aylwin, la ley enfatizaba la voluntad democrática de incorporar las demandas de los pueblos indígenas a los debates nacionales. Entre los elementos más relevantes de la propuesta, estaba el reconocimiento jurídico de las comunidades indígenas; se establecía la calidad de indígena por autodefinición, buscando acabar con las formas de discriminación; la defensa y protección de recursos naturales y tierras junto a mecanismos de ampliación de tierras comunitarias; el fomento del desarrollo; la conservación de la cultura y la lengua; mecanismos de participación en la toma de decisiones, y, por último, la creación de la Corporación de Desarrollo Indígena como organismo de servicio público, descentralizado, con la función de definir, coordinar y ejecutar las políticas públicas respectivas44.
Para el caso de los pueblos indígenas del norte de Chile, especialmente el pueblo aymara, se establecían medidas transitorias sobre el uso, el manejo y los conflictos por los recursos hídricos, principal demanda del sector en las últimas décadas. Cabe destacar que la demanda original de establecimiento de Estado pluriétnico quedó fuera del debate.
El espíritu que estaba en la base de este esfuerzo legislativo, y que revela cuáles eran los lenguajes políticos institucionales del momento, se puede resumir con las siguientes palabras de Aylwin:
Se acerca el año 1992. Será sin duda una fecha importante para América Latina, y algunos querrán solamente celebrar un acontecimiento histórico. Nosotros creemos que es un momento oportuno para reflexionar sobre nosotros mismos, sobre nuestra historia, sobre la relación entre nosotros, la relación con las sociedades mestizas, criollas y las sociedades indígenas, originarias de nuestro país. Es un momento propicio para repensar nuestra cultura, para volver los ojos sobre nosotros mismos y para preguntarnos acerca de lo que somos y, tomando como base nuestro pasado, mirar hacia el futuro.45
En las décadas posteriores, se verá la inconsistencia de las prioridades políticas de las instituciones respecto de los pueblos originarios, lo que produjo un gran revés en las expectativas generadas. Esto no se ha podido revertir con el tiempo; incluso en el presente, el reconocimiento constitucional aún no es una realidad. Más allá del promisorio horizonte que se vislumbraba en ese momento, hubo impactos concretos en las poblaciones indígenas del norte, pues, a partir de estos diálogos sistemáticos con los espacios de poder central, comenzaba a configurarse una forma de comprender y de comprenderse a las y los aymaras, que previamente no se concebían a sí mismos desde esa categoría. Así lo afirma Choque:
La construcción de la identidad aymara y el debilitamiento de la identidad andina se produce a partir de la creación de la Ley Indígena en Chile, la cual reconoce la existencia de una serie de “pueblos indígenas”, pero a partir de criterios lingüísticos y no de orden cultural, histórico y territorial, dejando invisibles a otras identidades étnicas, que hoy poseen una identidad “aymara” impuesta.46
De este modo, en un proceso lento y dialógico, se fue configurando una autopercepción de la aymaridad en el contexto chileno, que no estuvo exenta de conflictos, ya que no había aparecido de forma sistemática antes del encuentro con otros pueblos indígenas que tenían más conciencia de sí. La percepción de lo andino pasó a ser, lentamente, lo aymara, coadyuvada por organizaciones políticas y actores académicos.
Procesos de identificación nacional aymara: debates en el subsuelo político-cultural
Los procesos de identificación nacional aymara habían comenzado tímidamente en la década de 1980, como se ha evidenciado en la literatura ya citada47. En el contexto de la transición a la democracia, en un clima más propicio para el diálogo y la discusión política general, las ideas y demandas circulantes del pueblo aymara tuvieron un nuevo espacio de desarrollo. Esto se reflejó en el fortalecimiento del debate interno y con otros actores, concentrándose en algunos ámbitos específicos.
De acuerdo con la revisión de fuentes primarias y secundarias, y especialmente de la publicación periódica La Estrella de Arica entre 1990 y 1993, este apartado propone detenerse en tres debates que reflejan el modo en que la comunidad aymara iba constituyendo sus procesos de identificación nacional, desde prácticas cotidianas más que programáticas, es decir, en una relación dialógica con el contexto.
4.1 Debate sobre la educación
Los debates sobre la educación bilingüe e intercultural eran reflexiones en alza, que abordaban no solo las perspectivas pedagógicas, sino las filosóficas y políticas48, en un ambiente de efervescencia cultural, en sintonía con lo que ocurría en el resto de América Latina. Parte de la emergencia indígena tenía que ver con la mirada crítica sobre las políticas de homogeneización que los Estados desplegaban, en las que la educación era la punta de lanza. Los procesos de asimilación y chilenización del norte aymara eran resentidos por la comunidad, y diversos actores propugnaban por transformar esa realidad.
El mundo académico había estado desarrollando un significativo rol al respecto. La prensa entre 1990 y 1993 muestra un sinnúmero de iniciativas de formación, seminarios, talleres que tenían como foco el fortalecimiento de las identidades aymaras, desde la educación, la formación política y la cultura. A partir de la segunda mitad del siglo xx, los estudios andinos habían nutrido a una comunidad de investigadores que ya estaban consolidados y, desde su lugar en la universidad, intervenían en el mundo social en una intersección del trabajo académico y el activismo49. Las y los primeros aymaras que se formaron en este contexto tenían un lugar en este espacio.
En la academia se debatía sobre el rol de las lenguas indígenas y la educación. Así, el profesor y lingüista Manuel Mamani, en un Seminario de Educación Intercultural realizado en Iquique por la Intendencia regional, la Universidad Arturo Prat y el tea, daba cuenta de la necesidad de investigar y conocer mejor la lengua aymara, pues en la ciudad como en el campo era ampliamente usada. A contrapelo, “la población andina es reticente a incluir su lengua en las aulas. No obstante, se debe procurar la búsqueda de la autovaloración de su lengua y su cultura, a fin de que la educación bilingüe tenga efectos positivos”50.
Una semana más tarde, el 15 de mayo de 1990, La Estrella de Arica informó que se iniciaba el curso Cultura e Identidad Andina, organizado en Arica por el Instituto Regional de Promoción Aymara (irpa), destinado a estudiantes de educación secundaria y a universitarios. La clase inaugural fue realizada por Jorge Hidalgo Lehuedé, importante especialista en el área, que en el año 2004 obtuvo el Premio Nacional de Historia. El mismo Manuel Mamani participó en el evento, además de otros académicos del tea, entre ellos Vivian Gavilán y Cornelio Chipana. Esta era una comunidad académica en pleno auge que, entre otros actores, nombraba y problematizaba la cuestión aymara y su relación con los procesos del periodo. Esta instancia promovió “el conocimiento de los pueblos andinos desde su perspectiva interna y su realidad en la historia presente”51.
A su vez, la cepi, que desplegaba los discursos del Estado a través de delegados y delegadas aymaras, tenía especial preocupación por los temas educativos y culturales. Así lo esboza Lily Fernández Canque, de la Subcomisión de Educación y Cultura de los Pueblos Indígenas. Ella planteaba que se hacía énfasis en la zona andina, pues se necesitaba propiciar una educación básica con “sólida formación técnica, agropecuaria, artesanal y productiva […] esta formación, en el caso del niño y joven aymara que tiene una cosmovisión particular, es bilingüe y debe ser bicultural”52. Esto implicaba una serie de necesidades urgentes, entre ellas, la “formación de profesores en las universidades regionales, las cuales deberían ofrecer una mención en educación andina y así se tendrá docentes seguros de su desempeño”53. Agrega que “la cultura indígena es vista por la sociedad como algo folclórico y curiosidad de turistas y el niño andino al ver descalificada su cultura le provoca inseguridad y timidez”54.
Aun cuando el tema de la educación era relevante, recién en 1991 comenzó un plan experimental para niños, padres y profesores de educación bilingüe en el altiplano, en un convenio firmado entre la Universidad de Tarapacá (uta) y la Secretaría Regional Ministerial de Educación. En el diseño de este plan, la uta consideró:
La presencia del pueblo aymara en el norte de Argentina y Chile, el occidente de Bolivia y el sur del Perú; su idioma rico y complejo, con una economía agropecuaria y una perfecta adaptación a los medios más inhóspitos del mundo, conservando su cultura y que ha sufrido por más de 400 años la presión de la monarquía española y de las respectivas repúblicas en tiempos posteriores.55
En 1992 inició el Proyecto Educativo Bilingüe Español-Aymara, en un trabajo mancomunado entre el Ministerio de Educación, la Iglesia metodista y el Fondo de Solidaridad e Inversión Social, en la localidad de Pachica, comuna de Huara, por ser el lugar que contaba con mayor cantidad de estudiantes aymaras en la región. Esta era la primera experiencia de educación técnica con enfoque aymara, que iba a formar estudiantes en áreas de especialidad como la ganadería, la agricultura y la artesanía, “orientados principalmente al desarrollo de las propias comunidades de origen, con el objetivo de rescatar y preservar los asentamientos humanos rurales de la región, evitando de esta forma la dramática migración”56. Aquí trabajaron solo profesionales de origen aymara y el proyectyo fue dirigido por la académica Iris Fernández Canque.
En este mismo contexto, la uta desarrolló el “Estudio de valores culturales y de etnolingüística aymara”, en cuyo marco se impartió un curso intensivo de aymara para profesores rurales y urbanos. Esta iniciativa fue dirigida por el profesor Manuel Mamani Mamani, otro de los académicos que frecuentemente aparece nombrado en este tipo de experiencias. La intención era promover una perspectiva pedagógica bicultural57.
Entre las diversas iniciativas del periodo para potenciar los procesos de identificación aymara, se produjo una Escuela de Verano en la que se promovía la “enseñanza de la lengua aymara a través de tradiciones y cuentos”58, orientada a niños y niñas, durante ocho semanas. En similares fechas, organizado por la agrupación cultural Pacha Aru, se desarrolló el curso de literatura oral andina y básico de lengua aymara, por el poeta y profesor Pedro Humire Loredo59.
Otro de los elementos relevantes en el momento era la cuestión de género en la cultura aymara. El tea realizó un curso impartido por la académica Vivian Gavilán, orientado a líderes mujeres, que buscaba “fortalecer sus niveles organizacionales, [para que] contribuyan a resolver algunos de los problemas sociales [en] una acción complementaria a las políticas de desarrollo del gobierno democrático”60. Aquí, “las participantes no son solo receptoras, sino actores principales del proceso educativo. La formación no se circunscribe a las jornadas de formación pedagógica, sino que se continúa en sus comunidades de origen”61. Aunque estos asuntos eran menos visibles en el periodo, poco a poco se fueron tomando la agenda, en concordancia con el proceso general de emergencia de las mujeres en la escena pública. Posteriormente, el 8 de noviembre de 1990, se realizó el Congreso de Mujeres Aymara, donde se analizó el borrador de la Ley Indígena62.
Por otro lado, los debates que se estaban desarrollando sobre legislación y asuntos indígenas tenían una continuidad con iniciativas que propendían a la incorporación de un nuevo enfoque sobre pueblos indígenas en educación. El secretario regional ministerial de Educación, Marco Castro, “confirmó que se proyecta eliminar de la asignatura de Historia de Chile determinadas connotaciones que contribuyen a exacerbar los nacionalismos y a entorpecer el propósito de la integración con los países vecinos”, lo que está en directa relación con “la iniciativa de elaborar y proponer un programa de Educación y Cultura Indígena en la I región, para lo cual se formó la Comisión Regional de Educación y Cultura Indígena (creci)”63. A partir de esto se presentó una serie de proyectos al Ministerio de Educación.
En el ámbito de la cultura, la labor de Pacha Aru era constante. En 1992 se realizó el VI Encuentro de Juventudes Aymara, con “el objeto de fortalecer la identidad y sensibilizar al joven aymara acerca del verdadero significado que tiene para los pueblos indígenas la celebración del V Centenario”64. Las representantes de Pacha Aru Gladys Flores y Julia Choque expresaban que “la llegada de los españoles a tierras americanas tiene un significado distinto, tanto por los hechos ocurridos en ese periodo como los que se observan en la actualidad […] permanecer indiferentes ante este acontecimiento hiere el honor y orgullo indígena de este continente, haciendo peligrar el rescate y la proyección de las culturas”65. Asimismo, se promovió el arte, con iniciativas como el IV Encuentro Poético Musical Aymara, que se realizó también el año 199366.
Como se evidencia en las fuentes, en la época existía un considerable desarrollo de instancias que buscaban fortalecer los procesos de identificación aymara, propiciando de manera más o menos directa la adscripción nacional indígena.
4.2 Debate político institucional
Esta dimensión se vuelve más evidente que la anterior. En el periodo estudiado, los procesos institucionales estaban muy activos, desde la construcción de legislación hasta las políticas públicas, lo que otorgaba un escenario propicio para que los actores interesados, en este caso, el pueblo aymara con sus diferentes expresiones, tuvieran mejores posibilidades de manifestar sus demandas y negociar. Esto se hacía mediante una discusión democrática con las bases, lo que en periodos anteriores no había ocurrido, permitiendo la aparición de la idea de nación aymara como una cuestión más amplia.
Existía a inicios de la década de 1990 una férrea crítica a las políticas de la dictadura:
Ha conllevado pérdida de recursos, tales como derechos de agua en el altiplano, imposibilidad de usar tierras ancestrales en Isla de Pascua y pérdida de tierras en el sur de Chile [...] en relación a nuestro norte, se indica que las leyes del mercado han afectado las aguas de regadío de las comunidades aymaras, pues se habría aplicado en forma autoritaria y sin información adecuada, una ley que privatiza las aguas de las comunidades. Los comuneros indígenas han tenido que defender su recurso más preciado frente a compañías mineras.67
Había, como se puede ver, una clara distinción entre las principales demandas de los pueblos por su pertenencia geográfica y cultural. Para la nación aymara en ciernes, la cuestión del agua era -y es hasta el presente- uno de los principales escollos para la persistencia y el desarrollo, en términos políticos, culturales y económicos.
Estas demandas se encontraban en un proceso de producción más sistemático con el surgimiento y fortalecimiento de espacios de debate propios, en los que confluían otros actores, pero primaba la necesidad de construir un discurso unificado. La Asamblea Constituyente de la Organización Provincial de Comunidades y Residentes Aymara planteaba que el proceso negociador con el Estado los impulsaba a “acelerar nuestro proceso de unidad dejando atrás caudillismos y personalismos que obstaculizan las soluciones de nuestros problemas y demandas”68. En esta voluntad aglutinadora no solo estaban activas las propias organizaciones aymaras, sino que diversos espacios académicos contribuían desde su especialidad a fomentar las prácticas políticas democráticas y el fortalecimiento organizativo interno aymara.
La idea de unificación de los pueblos originarios a nivel nacional era relevante. En el marco de la implementación de la cepi, representantes aymaras recorrían los territorios y las comunidades para discutir el diagnóstico, las expectativas, los programas y las políticas necesarias para llevar a efecto una nueva relación entre los pueblos indígenas y el Estado. Antonio Mamani, representante de este pueblo de la provincia de Iquique para la cepi, se encargó de hacer una gira oficial por los territorios para informar sobre los procesos en curso, y explicitó que “había invitado a adherir a un movimiento unitario a las comunidades y pueblos aymara agroganaderos”69 para hacer efectivas las negociaciones.
La voluntad que primaba, según las fuentes, era la de negociación y el establecimiento de acuerdos. La Asamblea Constituyente de la Organización Provincial de Comunidades y Residentes Aymara declaró que veía “con complacencia y gratitud la forma como el gobierno ha ido cumpliendo lo dicho el año pasado”70. Estos discursos son un indicador de las prácticas dialogantes del pueblo aymara, que fueron generando lógicas no conflictivas o, al menos, con menor intensidad que las que se generaron con el pueblo mapuche. En el mismo tono, Raimundo Ticona Nina, presidente de la Asociación de Oreganeros de Parinacota, reconoció la labor que estaba desarrollando el Gobierno, e insistió en que la provincia “alberga a auténticos descendientes de los aymaras, quienes conjuntamente con los huilliches, pascuenses y araucanos constituyen una raíz importante de la chilenidad”71.
En el editorial de La Estrella de Arica del 26 de octubre de 1990 aparece visibilizado el clima del debate. Se le daba especial relevancia a la legislación en proceso, ya que se afirmó que “es la primera vez que se legisla sobre la realidad del pueblo aymara”.
De concretarse, generará insospechadas perspectivas no tan solo para el mundo andino sino para toda la franja territorial que comprende el altiplano y la precordillera chilena, que por estar lejos del poder central vive un proceso de franco estancamiento […] la nueva legislación viene a llenar un vacío. Sin embargo, por ser los aymaras los primeros habitantes de nuestro país, tienen por sobrada razón ganado el calificativo de primeros chilenos que habitan esta extensa zona geográfica, y por lo tanto la ley indígena que patrocina el gobierno, solamente viene a corroborar un derecho que nunca debió ser amagado.72
En el debate sobre la democracia, primaban las instancias en que se fomentaba la formación política aymara. A través de escuelas se buscaba “preparar a los dirigentes para proponer y demandar soluciones a sus problemas a las instancias de poder local, regional y nacional. Orientarlos acerca de los canales que posibilitan su participación en su condición de aymaras en el nuevo contexto democrático”73.
No obstante, había disidencia. Si la discusión sobre el estatuto de los pueblos indígenas y el pueblo aymara estaba directamente relacionada con los procesos de recuperación y consolidación de la democracia, había opiniones contrarias. Una polémica ocurrida en torno a la legislación es reveladora al respecto. Carlos Valcarce, diputado del distrito Arica y Parinacota, denunciaba:
Grupos de activistas están creando divisiones odiosas en Parinacota y en los valles costeros, pretendiendo hacer renacer lo que ellos llaman el “esplendor del imperio incaico” [con] aportes de fondos extranjeros para esta campaña […]. En un país en que durante toda la vida nos hemos considerado chilenos, dijo Valcarce, es imposible que haya segregación racial, como lo está señalando la nueva Ley Indígena.74
Es importante destacar la distinción que realizaba:
La ley indígena sufrirá muchas modificaciones en el parlamento. Ya que entre otras deficiencias trata a los paricotenses como si pertenecieran a las minorías mapuches o araucanos que tienen problemas que nada tienen que ver con el Norte Grande y sus habitantes. No se puede consentir que activistas pretendan crear una separación, odio de razas que no ha existido ni puede existir […]. Pretenden a título de engaños, hacer resurgir una especie de imperio incaico, una región sin fronteras entre Bolivia, Chile y Perú, idea que absolutamente ningún chileno de nuestro altiplano está dispuesto a compartir.75
A las denuncias del diputado Valcarce, respondieron dos integrantes de la Comisión de Pueblos Indígenas de la Concertación, los antropólogos Javier Salinas y Héctor González. En una carta al director, expresaron que los debates en curso estaban amparados en “las instrucciones de un gobierno democrático que privilegia la participación. Solo quienes añoran el pasado reciente, cuando todo se imponía sin consulta y discusión, pueden calificar de ‘activistas’ a los encargados de promover iniciativas de este tipo”, en referencia al trabajo de la cepi. Agregaron temas de vital importancia que lentamente fueron desapareciendo del debate:
El futuro de esta ley, y, por tanto, de las minorías indígenas, dependerá también de los no indígenas, del consenso que alcancemos en dar una oportunidad a un sector postergado y discriminado. Temas como el Estado Plurinacional, autonomía, territorialidad, etc. Son básicos para el desarrollo de un país moderno.76
La discusión siguió con reparos al borrador de ley por parte del presidente distrital del partido de derecha Renovación Nacional, Pablo Bernar, en el que insistía en que la cepi producía un lenguaje de confrontación al usar nociones como discriminación, desprecio, desvalorización, entre otras palabras. Bernar afirmaba que todo esto reproducía “aspectos segregacionistas”, entre ellos la certificación indígena, la recuperación de tierras, la educación especial e incluso las referencias al arte77.
Otra nota de prensa del 13 de diciembre de 1990 apoya esta hipótesis, asegurando que efectivamente existen recursos extranjeros en manos de activistas en las comunidades, lo que se refleja en el discurso de odio de la legislación. Estas declaraciones son de Jaime Mancilla Hidalgo, también de Renovación Nacional78. En una carta al director se asegura que los recursos extranjeros referidos en las opiniones anteriores corresponden a organismos no gubernamentales, universidades e iglesias, que trabajan con profesionales y especialistas. La carta destaca que los
análisis serios y la discusión entre los propios afectados y los representantes de las instituciones que de alguna manera afectan su desarrollo pueden ser de mucha utilidad para lograr fórmulas adecuadas y de consenso que permitan un desarrollo centrado en las potencialidades propias de las minorías étnicas […] Son acciones como esas las que harán más fuerte nuestra democracia y posibilitarán nuestro desarrollo.79
En la misma línea de debate, es interesante la voz de un ciudadano. Cirilo Gonzales, quien se declara “indígena aymara nacido en Visviri”, asegura que estudió en Arica cuando Valcarce era rector de la universidad, y que incluso votó por él cuando fue candidato a diputado. Gonzales expresa que está sorprendido por las denuncias de fomento al odio racial, cuando él ha
recibido ayuda estudiantil […] y superación como individuo aymara, gracias a lo cual pude superarme y salir adelante en un medio de estilos y costumbres muy diferentes a las mías. En ningún momento he fomentado el odio y segregación racial; por el contrario, se me enseñó a reconocerme como tal y tener dignidad y satisfacción de ser aymara y no vergüenza, que es lo que muchos de mis hermanos sienten de sí mismos […] [la ley] a mi entender solo quiere dignificar el respeto como minorías étnicas.80
Además, alude a la forma en que los pueblos indígenas del norte se unieron para participar del proceso democratizador, a través del Partido de la Tierra y la Identidad (pti), “cansados de ser clientes fáciles de los partidos políticos electoreros que jamás habían cumplido con los indígenas de Chile”81.
Cabe destacar el tipo de participación que las comunidades indígenas del norte de Chile tenían en estas discusiones. Uno de los temas relevantes de estas conversaciones era la terminología que se usaría como demanda al borrador de ley, en lo que al inicio no había consenso. Emilio Jiménez Mamani, representante de la cepi para Arica, planteaba:
Por primera vez desde que se constituye la cepi se reunieron 25 representantes de comunidades andinas, todos ellos debidamente acreditados por sus organizaciones para debatir en torno al articulado del borrador y también para ventilar una serie de situaciones conflictivas, como por ejemplo la posición de algunos sectores que no aceptan los términos indígenas y cuestionan la utilización de otros como “andino” y “aymara”.82
Este debate no se interponía en la necesidad de legislar, que era de amplio consenso. Las discusiones abrieron mayores espacios, lo que se concretó en un segundo congreso el mes siguiente. En esta instancia también se decidió que siete representantes de la región acudirían al Congreso Nacional Indígena, además de tres representantes extra para las comunidades que no habían estado presentes. Este congreso se replicó en Iquique el 15 de diciembre de 1990, cuestión refrendada por Antonio Mamani, representante de esa provincia83.
Las reuniones continuaron intensamente. El II Congreso Provincial Aymara finalizó el 6 de enero de 1991, en espera de la realización del Congreso Nacional Indígena del 18 de enero de 1991, en Temuco. Este evento no tuvo la participación esperada porque parte de las comunidades no asistieron por considerarse disidentes de lo discutido en el borrador de la ley. Sin embargo, los participantes aprobaron la iniciativa, “en un clima de fraternidad”. Emilio Jiménez Mamani, consejero para Arica, declaró que “se aprobaron las conclusiones adoptadas en el congreso anterior [pero] resultó frustrante la ausencia de los representantes de sectores disidentes, los que se habían incorporado en el encuentro anterior y habrían comprometido su asistencia”. Afirmó, no obstante, que uno de los principales temas en los que hubo consenso fue el uso del concepto indígena: “quedó en claro que no importa el término que finalmente se utilice (indígena, nativo u otro), sino lo que realmente interesa a todos es el contenido de la ley y el articulado definitivo que apruebe el parlamento”84. La delegación de la región de Tarapacá que asistió al Congreso Nacional fue de 30 dirigentes85, más 45 representantes de la comunidad atacameña. Finalmente, “el término de pueblos indígenas se aprobó y oficializó luego de una discusión democrática, prevaleciendo sobre la moción minoritaria que privilegiaba el concepto de pueblos originarios”86.
La aprobación del borrador incluyó “sugerencias relativas a la legislación sobre tierras y aguas [por lo que] se planteará una moción de fijar una instancia de afinamiento jurídico de la Ley Indígena por parte de un equipo de expertos, al que deberían asimilarse representantes indígenas”87. Otra de las cuestiones relevantes que se acordaron en el congreso fue la discusión sobre el estatuto de la Corporación Nacional de Desarrollo Indígena (Conadi), que en el borrador aparecía como un organismo autónomo y descentralizado dependiente del presidente de la república, pero que para las y los aymaras debía tener rango ministerial.
El 8 de octubre de 1991 se entregó al congreso el borrador de ley indígena y la reforma que buscaba el reconocimiento constitucional de los pueblos indígenas en Chile. Estos proyectos buscaban concretar un “instrumento jurídico que apunte en forma definitiva al desarrollo económico, social y cultural de los pueblos andinos. De igual forma se pretende dotar de una infraestructura mínima para buscar proyectos de desarrollo productivo para mejorar la calidad de la educación, de tal forma de recuperar la lengua, las tradiciones y la cosmovisión de estos pueblos”88.
El consejero del cepi Emilio Jiménez destacó que la legislación tiende a “hacer justicia en estos 500 años de postergación que han sufrido los pueblos”; sin embargo, matizó que “este interés de las máximas autoridades no se ve reflejado muchas veces en las autoridades comunales, provinciales y hasta regionales, lo que pareciera dar a entender que no se entiende la preocupación del presidente Aylwin”89.
El año 1991 fue muy intenso. Se enviaron al parlamento no solo el borrador de la Ley Indígena y la reforma para el reconocimiento constitucional de los pueblos indígenas, sino también el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo y el nuevo Código de Aguas. Además, se entregaron becas de estudio a nivel regional, comenzó el proyecto de asesoría jurídica de las comunidades, entre otras iniciativas90.
Finalmente, el 27 de septiembre de 1993 se aprobó la Ley Indígena. Emilio Jiménez planteó: “A partir de ahora se inicia un proceso de esperanza y optimismo. Esto permitirá una relación de respeto, de reciprocidad, de hermandad que todos esperamos”91. No obstante, en la ceremonia de firma, diversos dirigentes criticaron que no se atendía a “una de sus principales demandas, que es el reconocimiento constitucional de los pueblos indígenas”92.
El horizonte era prometedor. Con nueva legislación e institucionalidad específica, los pueblos indígenas y el pueblo aymara tenían una base material sobre la que poder seguir construyendo sus procesos de identificación nacional y un piso de debates abiertos, conflictivos, pero incrustados en la imaginación política.
Conclusiones
A partir del análisis realizado en este artículo, se sostiene que el periodo transicional en Chile estuvo marcado por un importante debate sobre los procesos de identificación aymara. A nivel nacional, se relacionó con la democratización y las discusiones sobre el estatuto indígena, mientras que, en el plano internacional, se enmarcó en la emergencia indígena latinoamericana.
Aunque la idea de nación no circuló de manera sistemática ni homogénea, se evidencia una coexistencia de expresiones de adhesión simultánea al Estado chileno y al pueblo aymara. Esto refleja una relación compleja y ambivalente de los procesos de identificación etnonacional durante la etapa estudiada.
Este gran momento de discusión tuvo varias dimensiones, de las que se destacan dos: el debate educativo y cultural y el debate político institucional. Ambos estuvieron profundamente imbricados, pues a los discursos de los actores se superponían reflexiones académicas, conceptuales, culturales y políticas. La idea de nación no aparecía en el centro de las preocupaciones, pues se la mencionaba tangencialmente, más bien como un bosquejo o un ensayo. No obstante, hay evidencia de las reflexiones que apuntaban a los procesos de identificación aymara como especificidad. Por esto, la categoría debe tratarse con cautela debido a los múltiples matices que revelan las lógicas de reetnificación, el compromiso con el Estado y las políticas públicas, y las adscripciones identitarias más allá de las fronteras estatales.
En Chile, el pueblo aymara desplegó dos movimientos simultáneos en la imaginación de la comunidad política. Por un lado, la adhesión al Estado nacional y, por otro, la adhesión a la nación indígena. ¿La categoría de nación, tal como es producida en este momento, es adecuada? ¿Da cuenta de estas múltiples adscripciones? ¿Son estas adscripciones necesariamente contrapuestas? La hipótesis es que no. Por ello, la categoría misma se vuelve un obstáculo para acceder a los relatos de los pueblos originarios, pues presenta constreñimientos considerables para capturar la indeterminación de las adscripciones y los usos de la idea de nación por parte del pueblo aymara. Sin embargo, tampoco es posible prescindir de ella.
Aún queda mucho por explorar del periodo. Es necesario seguir investigando sobre cuáles fueron los efectos de la legislación y las políticas públicas en la comunidad aymara en las décadas posteriores, cuestión que será abordada en futuras investigaciones. Con esto se espera problematizar las continuidades y discontinuidades presentes en los procesos de identificación nacional de las comunidades aymaras, más allá del Estado nacional.