INTRODUCCIÓN
Estamos en un proceso de paz y con eso soñamos. Nosotros apoyamos
el proceso de paz porque queremos estar bien, pero ¿cómo queremos estar bien?
Que nosotros tengamos salud, educación, una vivienda digna, todo lo que nosotros
necesitamos para estar bien. Por eso es que firmamos el acuerdo de paz, porque con eso es que soñamos nosotros, la sociedad, los colombianos: queremos ver un país diferente.
Ludivia Galínez Jiménez (La Montañita, 6 de noviembre de 2021) 11.
El aumento de la deforestación en la Amazonía colombiana tras la salida de las FARC-EP ha sido ampliamente documentado, fenómeno que se ha conocido como el fin de la “conservación armada” (Armenteras et al., 2019; Prem et al., 2020; Murillo-Sandoval et al., 2021). Este aumento de la deforestación ha sido interpretado como el tránsito de un régimen de control social que alguna vez estuvo dominado por el “orden de la guerra” (Ferro y Uribe, 2002; Arjona, 2016), donde las FARC desempeñaban algunas de las funciones de un Estado “ausente”, hacia territorios donde se abre la puerta a un “acceso abierto” de facto, que puede traducirse en una enorme “tragedia de los comunes” (Hardin, 1968). Aunque este aumento de la deforestación es real, el discurso que se refiere a los territorios anteriormente dominados por la guerrilla de las FARC como espacios de acceso abierto puede ser peligroso en un contexto de construcción de paz, si entendemos la paz como justicia social y ambiental y no únicamente como ausencia de violencia. La idea de la Amazonía como “tierra de nadie”, como un espacio que aún debe ser incorporado a la nación, ha sido dominante en el imaginario nacional y ha justificado múltiples violencias sobre estos territorios y sus gentes (Serje, 2005; Serje, 2012).
Los principales motores de conflictos ambientales en el posacuerdo, reportados en el departamento del Caquetá, están relacionados con la deforestación, la acumulación de tierras y la ganadería extensiva (Morales Muñoz et al., 2023). Podría afirmarse que ha sido la implementación insuficiente e inadecuada del Acuerdo de Paz, y no el acuerdo mismo, la causa del deterioro ambiental en la Amazonía, ya que en vez de favorecerse la distribución de tierras se ha favorecido el desarrollo extractivista y la mayor concentración de tierra (Murillo-Sandoval et al., 2021; Salazar et al., 2021). Por otra parte, las transformaciones ambientales del posacuerdo, lejos de ser homogéneas, varían entre regiones al interior de la Amazonía. Por ejemplo, Revelo-Rebolledo (2019) demostró cómo estas diferencias, en el caso de los departamentos de Caquetá y Putumayo, se explican principalmente por las estrategias diferenciadas de integración política y económica promocionadas por el Estado durante la segunda mitad del siglo XX. La deforestación en el posacuerdo no puede atribuirse exclusivamente al fin de la “conservación armada”, ya que la divergencia de las trayectorias entre subregiones es resultado de procesos históricos más complejos, como la construcción del Estado moderno, que históricamente ha estado acompañada por la extensión de las fronteras agrarias y extractivas.
El campesino en Colombia ha sido definido como un “sujeto intercultural, que se reconoce como tal, involucrado directamente en el trabajo con la tierra y la naturaleza, inmerso en formas de organización social basadas en el trabajo familiar y comunitario no remunerado y en la venta de su fuerza de trabajo” (Saade, 2020, p. 18)2. Esta definición denota el carácter territorial del campesinado —además del organizativo, productivo y cultural—, con lo cual se reconoce su conformación a partir de procesos históricos y espaciales particulares que configuran territorios en los cuales “hombres, mujeres y niños habitan y se apropian del entorno para obtener productos e ingresos con los que procuran su subsistencia, y los cuales son también la base para la construcción de redes y relaciones comunitarias” (Saade, 2020, p. 19). Los territorios campesinos en Colombia no sólo han sido afectados de manera desproporcionada y diferenciada por el conflicto armado interno (González, 2014; Vásquez, 2015) —de ahí la inclusión de la noción de paz territorial en el Acuerdo de Paz—, sino que, como ocurre en la Amazonía, se traslapan con ecosistemas estratégicos. Por tanto, las transiciones del posacuerdo podrían ser una oportunidad para que las comunidades campesinas amazónicas avancen en la autogestión de la naturaleza y los recursos comunes; oportunidad que, no obstante, ha estado marcada por una brecha de reconocimiento del papel ambiental del campesinado (Hein et al., 2020) y el altísimo riesgo enfrentado por los liderazgos sociales y ambientales, siendo Colombia el país con el mayor número de líderes asesinados en el mundo (Front Lines Defenders, 2022; Global Witness, 2024).
En este artículo exploramos la relación de las comunidades campesinas del municipio de La Montañita, Departamento del Caquetá, con los ecosistemas, las transformaciones en la gobernanza ambiental y las posibilidades y desafíos para la construcción de paz ambiental. Este trabajo se basa en un proceso de investigación y fortalecimiento de capacidades locales en el que hemos venido colaborando con la comunidad campesina de La Montañita y, particularmente, con la organización de productores campesinos Agrosolidaria3 desde el año 2019. En términos metodológicos, la investigación utiliza métodos cualitativos, como entrevistas a campesinos y campesinas del municipio (n=10), firmantes del Acuerdo de Paz (n=2), funcionarios públicos (Alcaldía y Corpoamazonía, n=5), y un taller de diagnóstico rural participativo (n=20) que, además, se apoya en las diferentes fuentes secundarias que han analizado el proceso de colonización, el conflicto armado y la construcción de gobernanzas híbridas en el Caquetá y la Amazonía; esto con el objetivo de aproximarnos a la manera como se ha configurado la relación entre comunidades campesinas y ecosistemas en los contextos de transición demarcados por el Acuerdo de Paz y el retiro de las FARC como agente de control social en los territorios. Es importante mencionar que este proceso de investigación ha derivado en un proceso de acompañamiento y fortalecimiento de capacidades, pues desarrollamos otros diez talleres entre 2021 y 2023, los cuales han complementado nuestras fuentes de información y confirmado nuestros hallazgos.
Este artículo se desarrolla de la siguiente manera. Luego de esta introducción presentamos, en la segunda sección, una revisión de literatura sobre la definición de “construcción de paz ambiental” y su relación con la gobernanza de los recursos comunes y la paz territorial. La tercera sección es una descripción del contexto del municipio de La Montañita, en el marco del proceso histórico de colonización del Caquetá y el conflicto armado interno. En las secciones cuarta y quinta desarrollamos nuestros principales argumentos sobre las transformaciones y persistencias en las formas de gobernanza de los bienes comunes en el posacuerdo a partir del caso el municipio de La Montañita, así como las implicaciones que esto tiene en la construcción de paz ambiental. Finalmente, en la sexta sección concluimos con nuestras reflexiones sobre la importancia de incorporar las formas locales de gobernanza ambiental en la construcción de paz ambiental y paz territorial.
CONSTRUCCIÓN DE PAZ AMBIENTAL Y GOBERNANZA DE BIENES COMUNES
El papel que la naturaleza y la gobernanza ambiental pueden cumplir en la construcción de paz en contextos de posconflicto ha inquietado a los investigadores de las ciencias sociales y de los estudios ambientales desde hace ya varias décadas (p. ej., Conca y Dabelko, 2002; Conca y Wallace, 2009; Matthew et al., 2009). Diversas estrategias basadas en la naturaleza han sido propuestas como mecanismos para la promoción de la paz, al tiempo que algunos autores han alertado sobre cómo un manejo y gobernanza inapropiados de los recursos naturales pueden convertirse en impulsores de nuevos conflictos (Le Billon, 2000; Le Billon y Levin, 2009). Las preguntas sobre la relación entre naturaleza, conflicto y construcción de paz siguen estando abiertas.
La paz ambiental ha sido definida por la Sociedad de Construcción de Paz Ambiental como “las distintas aproximaciones a través de las cuales la cooperación alrededor del manejo ambiental puede promover la prevención, mitigación, resolución y recuperación para construir resiliencia en comunidades afectadas por el conflicto” (EnPAX, 2021; Ide et al., 2021). Esta idea constituye un cambio de paradigma en la relación entre ambiente y paz (Dresse et al., 2019), pues pasa de la hipótesis de la maldición de los recursos y su papel en el desencadenamiento y la persistencia de conflictos (p. ej. Collier y Hoeffler, 2005; Ross, 2004) a un reconocimiento del potencial de la naturaleza para construir paz a través de su gestión adecuada. Este concepto fue inicialmente conocido como “pacificación ambiental” —environmental peacemaking (Conca y Dabelko, 2002)— y estuvo enfocado en el potencial de los recursos compartidos como medio para la resolución de conflictos a través de la negociación, principalmente en conflictos internacionales. Posteriormente se transformó en “construcción de paz ambiental” como un marco que también incluye la prevención de conflictos y la construcción de paz en el posconflicto a través de la gestión de los desafíos ambientales (Dresse et al., 2019).
De acuerdo con Rodríguez et al. (2017) —quienes citan a Matthew et al. (2009)—, son tres los canales que ha identificado la literatura a través de los cuales el manejo ambiental puede convertirse en un impulsor de paz: 1) el manejo de los recursos naturales, principalmente las materias primas como los minerales y el petróleo, que pueden ser un impulsor de la recuperación económica tras el conflicto; 2) el manejo del medio ambiente como elemento esencial para el desarrollo de medios de subsistencia sostenibles; y 3) el manejo del medio ambiente como plataforma para el diálogo y la construcción de confianza entre las comunidades donde la violencia ha roto la cohesión social. Ide (2020), por su parte, identifica cinco grupos de prácticas que se enmarcan dentro de la construcción de paz ambiental: 1) esfuerzos para prevenir o mediar los conflictos relacionados con la distribución de recursos o de las regalías e ingresos provenientes de su aprovechamiento (p. ej., industrias extractivas); 2) manejo de los recursos naturales y otros asuntos ambientales en los procesos de construcción de paz4; 3) seguridad climática, que incluye la adaptación y la construcción de resiliencia; 4) reducción del riesgo de desastres y reconstrucción posterior a los desastres; y 5) soluciones conjuntas a desafíos ambientales compartidos, lo cual puede facilitar las relaciones entre grupos en conflicto.
Sin embargo, la construcción de paz es un proceso complejo, que va más allá de la ausencia de violencia (‘paz negativa’) e implica el logro de lo que se conoce como ‘paz positiva’ (Galtung, 1969), que involucra la construcción de identidades compartidas y confianza, el fortalecimiento de las capacidades locales5 y la integración sustancial entre el Estado y la sociedad mediante un orden social legítimo (Ide, 2019; Johnson et al., 2021); es decir, para lograr una paz estable y duradera no es suficiente la ausencia de violencia, sino que se requiere alcanzar las condiciones para que la violencia sea inconcebible (Conca, 2002; Lederach, 1997). Más allá de la construcción de Estado-nación y su control territorial, lo que se ha conocido como la “paz liberal”6 (Richmond, 2006), una condición necesaria para lograr paz positiva es la construcción de capacidades mediante iniciativas que aporten a la inclusión política, la equidad y los medios de vida. Por otra parte, distanciarse de una integración sustancial entre el Estado y la sociedad —como consecuencia de iniciativas que desestabilizan la cohesión social, minan la legitimidad del Estado o causan injusticias distributivas— puede ser suficiente para arruinar la construcción de paz (Johnson et al., 2021).
Pese al optimismo en la literatura sobre la construcción de paz ambiental, la evidencia es contradictoria. Por ejemplo, Herrera et al. (2016), a partir de una revisión de experiencias internacionales, encuentran que, como consecuencia de los acuerdos de paz, las experiencias locales de manejo de los recursos naturales se han visto desestabilizadas y han tenido que abrirse a la inversión extranjera y a los mercados internacionales de tierra bajo una precaria regulación estatal. Este análisis coincide con los hallazgos de Johnson et al. (2021), en el sentido de que dar prioridad a las acciones enfocadas en la extracción de recursos y el crecimiento económico mediante intervenciones de arriba hacia abajo puede desestabilizar las instituciones e iniciativas locales de construcción de paz. Ide (2020), por su parte, identifica seis posibles efectos adversos de la construcción de paz ambiental: despolitización de los asuntos ambientales, desplazamiento de habitantes locales producto de proyectos ambientales (p. ej., represas o reservas naturales), discriminación hacia ciertos grupos sociales (por razones de clase, etnia o género), deterioro del conflicto —en lugar de su desescalamiento—, deslegitimación del Estado y degradación del ambiente.
A pesar de haber sido poco abordado en la literatura sobre construcción de paz, el manejo colectivo de bienes comunes (Ostrom, 1990) puede convertirse en un paso clave hacia el desarrollo sostenible y la paz (Dresse et al., 2019). De hecho, Johnson et al. (2021) , en su revisión de literatura sobre construcción de paz ambiental en conflictos intraestatales, encuentran que las iniciativas “de abajo hacia arriba”, es decir, iniciativas de gestión ambiental comunitaria, contribuyen más positivamente que las iniciativas “de arriba hacia abajo” a los objetivos de construcción de paz. Adicionalmente, la evidencia sobre el traslape entre comunidades afectadas por el conflicto y zonas que requieren manejo especial como las zonas de reserva forestal, parques nacionales, resguardos indígenas y otros tipos de propiedad colectiva (como, en el caso colombiano, los territorios colectivos de comunidades negras) requiere pensar alternativas económicas que sean compatibles con dichos usos, como el ecoturismo comunitario, la restauración de los ecosistemas o proyectos de biocomercio (Matthew et al., 2009), iniciativas que necesariamente deben basarse en procesos colectivos de gobernanza de los bienes comunes.
La idea de paz territorial en Colombia surge del reconocimiento de que el conflicto armado interno ha afectado de manera diferencial a los distintos territorios (González, 2015, 2023; Vásquez, 2015) y, por tanto, de que la construcción de paz debe tener en cuenta las perspectivas y realidades locales (Espinosa, 2016). La noción de paz territorial fue consignada en el Acuerdo de Paz de 2016, bajo de la premisa de alcanzar la consolidación democrática en los territorios y el fortalecimiento de las instituciones locales, lo que estaría en línea con la idea de paz positiva como algo indispensable para la sostenibilidad de la paz (Cairo et al., 2018). Partiendo del traslape geográfico entre los territorios priorizados en el Acuerdo y los territorios de importancia ambiental estratégica —como la Amazonía—, la paz territorial y la paz ambiental son dos conceptos que han ido de la mano en las discusiones sobre construcción de paz en Colombia y que se cruzan con las discusiones sobre el papel del campesinado en la conservación de los ecosistemas en el posacuerdo (Hein et al., 2020).
LA MONTAÑITA: ENTRE EL CONFLICTO Y LA FIRMA DEL ACUERDO DE PAZ
El campesinado de la Amazonía colombiana lleva en su rostro la historia de uno o varios territorios de los que ha sido expulsado (Salgado, 2018).
El departamento del Caquetá es un corredor entre la región Andina, la Amazonía y el sur de los Llanos Orientales, en el suroccidente del país (Centro Nacional de Memoria Histórica, 2013), que se extiende desde el piedemonte andino-amazónico hasta la serranía de Araracuara en la selva amazónica. Este departamento está conformado por dieciséis municipios —La Montañita es uno de ellos—, y tiene una extensión de 9.010.823 hectáreas, que corresponden al 7,8 % del territorio nacional y al 22 % del área colombiana dentro de la gran cuenca amazónica (FAO y ADR, 2021). La ganadería de doble propósito es la principal fuente productiva, seguida por la actividad agrícola, la cual se fundamenta en cultivos de subsistencia, tales como maíz, plátano, yuca, caña panelera, arroz secano, cacao, fríjol y sorgo (DANE, 2021). En la actualidad se estima que hay más de dos millones de hectáreas cubiertas por pastos en el departamento, a pesar de que, según el IGAC (2014), sólo 15.795 hectáreas son aptas para este uso. Como ha ocurrido históricamente en distintas regiones de Colombia, los pastos no son usados exclusivamente para la producción, sino que son una forma de apropiación y concentración de tierras (Etter et al., 2008; Murillo-Sandoval et al., 2023). El Caquetá es el departamento con la mayor tasa de deforestación en el país (FCDS, 2022), al tiempo que cuenta con importantes recursos minerales y con hidrocarburos (Meza, 2015).
La Montañita está ubicado en la parte nororiental del departamento, cuenta con un área de alrededor de 172.000 km2 (mapa 1), una altitud que oscila entre los 250 y los 3.400 m.s.n.m. y una población de 15.503 habitantes (19,4 % urbanos y 80,6 % rurales) (DANE, 2018). El municipio está configurado por paisajes de montaña, pertenecientes a la cordillera oriental, de piedemonte, de lomerío amazónico y del valle aluvial del río Orteguaza (Alcaldía Municipal de La Montañita, 2018). Al igual que en otros lugares de la Amazonía, el proceso de poblamiento en La Montañita siguió los ciclos de colonización extractiva, colonización dirigida por el Estado y colonización espontánea que, si bien tuvieron como propósito ser una válvula de escape al problema agrario en el interior del país, paradójicamente facilitaron la concentración de la tierra (Centro Nacional de Memoria Histórica, 2017; Fajardo y Mondragón, 1997; Uribe, 1992)7. En La Montañita, por ejemplo, está ubicada la paradigmática hacienda Larandia, que mediante la expulsión de campesinos pobres logró concentrar, hacia 1965, un total de 35.000 hectáreas (Arcila et al., 2000; Uribe, 1992). La ganadería se constituyó en la principal actividad productiva, lo que produjo una transformación radical de los ecosistemas, en un proceso que se ha denominado “praderización de la Amazonía” (Ramírez et al., 2012). En este proceso de colonización y de transformación ecológica jugó un papel importante el Estado colombiano y su proceso de integración económica y política del Caquetá a través de la transformación de este territorio en región ganadera (Ciro, 2018; Revelo-Rebolledo, 2018; Uribe, 1992).

Fuente: Elaboración de Juliana Buitrago para esta investigación
Mapa 1 Ubicación y límites municipio de La Montañita, Caquetá
La adjudicación de títulos de tierras y el otorgamiento de créditos agropecuarios por el Instituto Colombiano de la Reforma Agraria (INCORA) y la Caja Agraria estuvieron fuertemente ligados al fomento de la ganadería, mientras que la incapacidad de pago de los créditos fue uno de los factores que llevó a la pérdida de tierras y movimientos subsecuentes de los colonos hacia la frontera agraria (Uribe, 1992):
En esa época la ley decía que para poder adjudicar el predio a un campesino, el 70 % del predio debía estar descumbrado. Entonces, si tenía cien hectáreas, debía de tumbar setenta hectáreas para que le titularan el predio. Como al campesino nunca le dijeron que ese ganado no era de él, ellos iban el domingo a comprar la carne con toda la familia y vendían un ternero. Pero cuando se daban cuenta, el tipo ya no tenía ganado. Entonces las personas lo que hicieron fue venderles tierra a los grandes ganaderos para poder pagar las deudas. Eso hizo que los campesinos que vendieran sus tierras se fueran más hacia el monte para tumbar y que les titularan nuevas tierras (Entrevista 3, centro urbano de La Montañita).
A pesar de la similitud entre los procesos de poblamiento del Caquetá centrados en la colonización campesina, hubo diferencias subregionales importantes. Como lo describe Ciro (2018) , mientras que en el sur del departamento (Belén de los Andaquíes, Morelia, Albania) la colonización fue acompañada por la Iglesia católica, con migrantes del sur del Huila y principalmente del partido conservador, la colonización del centro y norte del departamento (La Montañita, El Paujil, El Doncello, Puerto Rico) fue más heterogénea, con mayor influencia del partido liberal, del partido comunista e incluso de las FARC. El Caquetá y sus diferentes subregiones han sido territorios en disputa, fuertemente afectados por el conflicto armado interno, la presencia de grupos guerrilleros y paramilitares, y la “guerra contra las drogas” (Centro Nacional de Memoria Histórica, 2017; Ciro, 2018; Ciro, 2020)8. En la región del centro y norte del departamento, a la que pertenece La Montañita, fue muy importante la organización comunitaria mediante la estructura de Juntas de Acción Comunal (JAC) y núcleos comunales (Ciro, 2018). Las siguientes citas ilustran los impactos de la violencia paramilitar desde finales de los años noventa y comienzos de la década de los 2000, así como la importancia de las JAC en ese contexto:
Hubo un momento en que de un pueblito llamado El Triunfo, en Montañita, sacaron la gente y quemaron todo. Montañita fue desplazado totalmente, fue como en el 2003 o 2004. La mayoría de las personas se desplazaban para Florencia; eso parecía el fin del mundo (Entrevista 8, centro urbano, La Montañita).
Pero, en el caso nuestro, organizamos Junta de Acción Comunal mientras no había ni alcalde en el territorio, ya que les tocaba gobernar desde Florencia. Del 98 al 2002 era terrible; uno preguntaba cuántos mataron y uno estaba con la zozobra de preguntar quién se va a perder mañana (Entrevista 2, vereda Luz de la Esperanza, La Montañita).
La firma del Acuerdo de Paz, en el año 2016, trajo consigo cambios en el departamento y en el municipio, ya que las FARC se retiraron como actor armado y de control territorial, y se crearon grandes expectativas de construcción de paz a través de los PDET9, los Espacios Territoriales de Capacitación y Reincorporación (ETCR)10 y un Plan Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS), en la búsqueda por superar las causas estructurales del conflicto armado. Sin embargo, con el paso de los años, la firma del Acuerdo de Paz y sus dinámicas de implementación han provocado una gran incertidumbre en los espacios geográficos donde se encontraban las FARC respecto a la cooptación de dichos espacios por otros actores armados ilegales, la incursión de actividades económicas y la falta de control de las economías ilegales, además de la consecuente degradación de la naturaleza (Graser, 2018), al tiempo que el incumplimiento del Acuerdo de Paz ha aumentado la desconfianza de la poblaciones rurales hacia el Estado.
CAMPESINADO Y GOBERNANZA AMBIENTAL EN LA AMAZONÍA
Boege et al. (2009) proponen que, en las discusiones sobre construcción de paz, y por extensión sobre construcción de paz ambiental, en vez de pensar en términos de “Estados frágiles” (o ausentes) a partir del ideal del Estado liberal occidental, se piense en órdenes políticos híbridos; esto debido a que la supuesta ausencia del Estado en ciertos territorios sobre los cuales reclama soberanía no significa la ausencia de órdenes institucionales, sino que, al contrario, están en pie tanto estructuras institucionales tradicionales como órdenes armados y grupos no violentos que construyen su accionar alrededor de la provisión de paz y seguridad, como es el caso de las organizaciones comunitarias. Estas formaciones institucionales tienen sus propias lógicas dentro de las instituciones (incompletas) del Estado, y esto produce una combinación de fuerzas y de lógicas de poder que desemboca en la conformación de órdenes sociales híbridos.
En el caso colombiano, lejos de una ausencia, lo que ha habido es una presencia diferenciada del Estado (Ciro, 2018; González et al., 2009; González, 2014), paralela al ejercicio de un papel regulador del orden social por parte de las FARC, que también tuvo variaciones regionales (Arjona, 2016; Ferro y Uribe, 2002). A eso se suman las formaciones institucionales comunitarias que se configuraron alrededor de los procesos de colonización campesina, como ocurrió en el caso de la Amazonía occidental, y que llevaron a órdenes híbridos que han sido documentados en diferentes estudios (Espinosa, 2003, 2010, 2016; González, 2014, 2020; Urdaneta, 2016, 2017). Por ejemplo, Espinosa (2003, 2016) resalta cómo los campesinos desarrollaron mecanismos de resolución de conflictos en los que la guerrilla fue garante del orden y la autoridad. En estos procesos de gobernanza locales las Juntas de Acción Comunal (JAC)11 jugaron un papel central, no sólo como formas de organización que permitían la acción colectiva y la mediación ante el Estado para el acceso a bienes públicos (p. ej., escuela, caminos y carreteras), sino que, mediante la construcción de manuales de convivencia y el funcionamiento de los comités de conciliación, fueron centrales en procesos de resolución de conflictos al interior de las comunidades12. De esta hibridación entre “justicia comunitaria” y “justicia guerrillera” emergió “otra justicia”, al margen y no reconocida por el Estado (Espinosa, 2003), la cual se entrecruzó con la justicia formal del Estado (Salazar, 2021).
Según Espinosa (2010, 2016), en el caso de las normas de convivencia, las FARC no tenían una normatividad predefinida, por lo que su mediación correspondía a lo establecido por los manuales de convivencia de las comunidades y se sustentaba sobre el ‘justo comunitario’, es decir, una concepción de lo justo que le daba orden a la vida social y que legitimaba las normas y los procedimientos en lo local13. Urdaneta (2017), por su parte, resalta cómo las normas que regulaban las relaciones comunitarias buscaban proteger valores considerados como universales con un alto énfasis en la seguridad y el mantenimiento del orden social y la convivencia14. A diferencia de las normas de convivencia, las normas ambientales no fueron endógenas; más bien, fueron traídas por las FARC al conjunto de reglas que regulaban la vida social de las comunidades, y fueron incorporadas por las JAC a sus manuales de convivencia (Espinosa, 2010; Graser, 2018)15. Estas normas incluyeron límites a la expansión de la frontera agropecuaria y a ciertos usos del suelo, así como la regulación de la tala, la pesca y la cacería de fauna silvestre. Es curioso que algunas de las reglas impuestas por las FARC incluso replicaban regulaciones estatales (aunque a veces más estrictas), como es el caso de la prohibición de talar las rondas de las fuentes hídricas (Johnson et al., 2024). La siguiente cita ilustra el contenido de las regulaciones ambientales impuestas por las FARC en las zonas rurales del municipio de La Montañita16, según el relato de un campesino de la vereda Tailandia, las cuales se repiten en los diferentes testimonios que recolectamos:
(…) yo siempre he cuidado los cañeros, pero a partir del 2004 empezaron los grupos al margen de la ley a trabajar todo el tema del ambiente. Entonces ellos le dieron riendas a la pesca, a la cacería, en las quemas, en la sacada de la quema. Eso ha contribuido a que todavía exista montaña. A partir del 2008 empezaron a atacar también la pesca y la cacería. Y nosotros como comunidad la estamos aceptando. Nosotros no aceptamos que en tiempo de verano nos embarren el agua para sacar pescado. No consentimos que se pongan a matar los animalitos. Todo eso estamos conservando (…) La pesca, llegó un momento en el que prohibieron el uso de veneno o dinamita. Ahorita lo último decían era que ya no se podía pescar peces pequeñitos. Ellos decían que había que cuidar el medio ambiente porque aspiraban a que los hijos de nuestros hijos pudieran disfrutar la naturaleza. También nos hablaron del cambio climático y sobre los minerales del suelo y su importancia de usar correcto (…) Ellos permitían cazar sólo para autoconsumo, no para venta. Ellos permitían tumbar, pero a lo último ya no, porque mucha gente cuando llegó fue gente desplazada de otras partes, entonces ellos permitían que se poblara. Pero llegó un momento en el que dijeron que no. Ellos no decían nada por cultivar coca, pero después dijeron que de cada cien hectáreas de coca había que dejar cuarenta hectáreas de reserva. No se podía tumbar porque sí, sólo se permitía tumbar para construir las casas. También proponían formas de manejo para los residuos de coca. Decían que todos los residuos de coca tenían que estar a doscientos metros de distancia de cualquier cuerpo de agua; prohibían que botaran residuos al agua. (Entrevista 1, vereda Tailandia, inspección de la Unión Peneya, La Montañita).
Si bien las FARC establecieron reglas de obligatorio cumplimiento que hacían efectivas a través de sanciones, la justicia guerrillera contaba con un espacio de deliberación anterior a las milicias, que descansaba en las JAC. Mientras que los problemas de menor envergadura eran solucionados directamente por las juntas, sólo los más graves llegaban a las FARC, que fungía como instancia de segundo orden (Urdaneta, 2017):
El comité de medio ambiente era el encargado de multar y hacer seguimiento. Si no le hacían caso al comité, el comité nos llamaba a nosotros para hacer cumplir la multa. Se daba un tiempo para cumplir la siembra; si la persona no cumplía con eso, se doblaba la vuelta. Si las multas eran económicas, los ingresos iban para el comité (Entrevista 13, firmante del Acuerdo de Paz, vereda Agua Bonita II).
Se llevaba a las comunidades, a las Juntas de Acción Comunal, y si la junta no podía, se llevaba al núcleo, y si no se podía el núcleo, se llevaba a la guerrilla, que allá se resolvía el problema y esa era la instancia, ese era el tratamiento vertical que le daban a eso (…) Las sanciones las ponían ellos con trabajos comunitarios, trabajo en las carreteras, y si seguían repitiendo la falla, los hacían ir del territorio (Entrevista 6, vereda La Tigrera, inspección de la Unión Peneya, La Montañita).
Este proceso de regulación estuvo mediado por las relaciones entre las FARC y las comunidades campesinas, por lo que no se trató de un control homogéneo. El papel que cumplía la guerrilla en la resolución de conflictos dependía de qué tan bien percibida y legítima era en una vereda, así como el capital social interno que hacía más o menos efectivo el papel de las juntas y sus comités de convivencia (Espinosa, 2016). Por otra parte, algunos estudios destacan cómo desde 2006 empezó un proceso en el que la guerrilla de las FARC fue delegando una serie de obligaciones a la población civil a través de las JAC (Espinosa, 2010; Urdaneta, 2017). El grado de agencia que tenían las comunidades, y por tanto las JAC, para definir estas reglas dependía de aspectos como la fortaleza de la cohesión social de la comunidad y la forma en que se daba la articulación con los frentes guerrilleros. En los casos en los que el funcionamiento de las JAC dependía de manera más profunda del respaldo de las FARC, su autoridad y la del comité ambiental se vio más amenazada, mientras que, en otros casos, las comunidades mantuvieron o adaptaron las reglas asociadas al cuidado de la naturaleza, dinámica que se profundizó tras la desmovilización de la guerrilla. Estas reglas tendieron a ser más conciliadas, aunque con dificultades para su cumplimiento porque las JAC no tienen el poder de sanción que tenía el grupo armado. Algunas reglas incluso fueron interiorizadas por los pobladores e implementadas de manera individual, sin la mediación de una regla explícita o una sanción, entre las que se encuentran la siembra de árboles y las restricciones al uso de ciertas artes de pesca como el barbasco (Taller diagnóstico rural participativo, julio de 2019).
Dentro de la JAC, en el reglamento interno, se acogió la esencia de algunas reglas. Hay algunas similitudes, no en la sanción sino en los acuerdos de convivencia, como la prohibición de la tala en ciertos lugares de manera indiscriminada. También la restricción de la pesca como de la caza. Acogimos esas reglas en otros términos: más dóciles y con la gente (Entrevista 2, vereda Luz de la Esperanza, La Montañita).
Hay gente, hay comunidades que son muy conscientes. Estas comunidades son muy unidas. A través de los presidentes de la junta; ellos son un aliado para nosotros. Inclusive ellos en algunas partes tienen sus reglas, como por ejemplo: ponen restricciones para la tala, ponen vedas. También hacen jornadas de aseo en los espacios públicos (…) Cuando la gente trata de cuidar, no falta que haya conflicto, pero hay gente que sí está tomando conciencia y trata de ser organizada (Entrevista 11, funcionario de Corpoamazonia, Florencia).
Si bien por muchos años las FARC jugaron un papel clave como reguladores ambientales en las zonas bajo su control (Graser et al., 2020), el aumento en la deforestación que se produjo con su salida como actor armado y de control territorial no se debió a un “vacío” de gobernanza que debía ser llenado ante la incapacidad de los pobladores locales para organizarse y lograr el autogobierno de los recursos comunes (Ostrom, 1990), sino que, como se ha documentado, lo que ha ocurrido es la llegada de actores externos, tanto legales como ilegales, que amenazan la sostenibilidad ambiental de la Amazonía:
Hay gente tumbando hartos bosques, pero cuando uno lo mira no son los campesinos, es gente que llega de otro lugar. Porque el campesino no tiene para tumbar quinientas, trescientas hectáreas; eso ya no es un campesino. El campesino tumbará de una a diez hectáreas. La mayor problemática que tenemos acá no es con los campesinos del territorio, es con los inversionistas que llegan de otros lugares. Después de los acuerdos empiezan a llegar unos inversionistas que compran quinientas, mil hectáreas. Y con ellos sí hemos tenido inconvenientes porque llegan a talar lo que los campesinos sí habían conservado (Entrevista 10, funcionario municipal, La Montañita).
El Estado, por lo menos a nivel nacional, sigue siendo visto como un actor distante de las necesidades de la gente, que sólo hace presencia por medio de la fuerza pública y que no ha encontrado los mecanismos para fortalecer los procesos de gobernanza local como las JAC. La seguridad y los discursos sobre la protección del ambiente son vistos como dispositivos para la defensa de intereses privados y no de los derechos del campesinado y de otros sectores vulnerables de la sociedad:
El Estado en estos momentos ha hecho más presencia es con la fuerza armada. Eso no queremos nosotros. Lo que queremos es que haya presencia a través de la defensa y cumplimiento de nuestros derechos, que permita mejorar las condiciones de vida. Debe hacer capacitaciones para que cambien de conciencia y puedan hacer que la gente cuide la naturaleza. También debe acompañarnos a las Juntas de Acción Comunal (Entrevista 1, vereda Tailandia, inspección de la Unión Peneya, La Montañita).
La mirada que ellos le hacen al territorio es por los recursos naturales, ahí sí se viene el Gobierno, se vienen todos, pero sólo por las riquezas naturales que hay. Entonces nosotros, cuando dialogábamos esa vez con las petroleras, y nos decían que dejáramos hacer esas sísmicas, que si no se hacían esos estudios, no iban a haber regalías por esas tierras. Entonces, pues si siempre hemos vivido sin regalías, pues que no nos sigan llegando regalías, pero que tampoco vengan a intervenir el territorio (Entrevista 5, vereda La Tigrera, inspección de la Unión Peneya, La Montañita).
LA PAZ ES “SER CAMPESINA”. CAMPESINADO Y CONSTRUCCIÓN DE PAZ AMBIENTAL
La paz es vista por el campesinado en la Amazonía como un proceso que se construye desde los territorios; la paz es justicia social, es confianza en los demás y en el Estado. Igualmente, es un proceso que abarca la ‘integración sustancial’ entre el Estado y las comunidades (Ide, 2019; Johnson et al., 2021, Johnson et al., 2024), lo que requiere de inversión pública y de la implementación de la reforma rural integral que permita la transformación de las zonas rurales en territorios donde se construyan las capacidades para alcanzar una vida digna y se reivindique el valor del campesinado. La paz, en pocas palabras, es contar con las capacidades (Sen, 1990) para el desenvolvimiento de la vida campesina en el territorio.
La paz en general es una vida digna, una vida donde no haya tanta brecha entre lo urbano con lo rural (…) Que se reconozca al campesino como un ser pensante, como un ser visionario, un ciudadano más, un colombiano que tenga lo esencial, que tenga sus servicios básicos (…) Pero, para mí, ser campesina, permanecer en el territorio y ser como soy, y hacer lo que me gusta, para mí, esa es mi paz (Entrevista 7, inspección de la Unión Peneya, La Montañita).
El Acuerdo de Paz abrió un espacio para la esperanza en que las formas de vida campesinas fueran respetadas y se materializara tanto la promesa aplazada de la reforma agraria —a través de la reforma rural integral— como del mejoramiento en las condiciones de vida de las poblaciones rurales —a través de los PDET—, en cuya construcción participaron varios de nuestros entrevistados.
La firma del acuerdo de paz permitió una posibilidad de repensarse el territorio. La posibilidad de construir sin miedo, sin fronteras, de construir un bienestar colectivo que supere las divisiones de los intereses privados (Entrevista 4, centro urbano, La Montañita).
Yo hice parte de los PDET. Ellos podían parar esta guerra del conflicto armado porque atacaban los problemas de raíz, ya que el mismo pueblo establece la ruta para mejorar el país. (…) La institucionalidad debe respetarlo, ya que es la base para que Colombia sea una nueva Colombia (Entrevista 1, vereda Tailandia, inspección de la Unión Peneya, La Montañita).
No obstante, la implementación de los PDET se ha dificultado por la falta de claridad en las fuentes de financiamiento, ya que buena parte viene de recursos de la nación con destinación específica (Gutiérrez y Parada, 2022)17. Por su parte, la reforma rural integral se ha enfrentado a problemas como la resistencia de los poderes locales a las reformas y al diálogo (Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición, 2022). También se ha dado un proceso de incursión de industrias extractivas y otros proyectos de desarrollo que se han establecido en el territorio con anuencia del Gobierno nacional, pero con un profundo inconformismo representado en la movilización social por parte de las comunidades (Ciro, 2018; Perea, 2019).
Hace cuatro años estuvieron allá en mi territorio. Allá llegaron a hacer la sísmica en una vereda más allá de donde nosotros vivimos (…) Iban escoltados con ejércitos, con policía. Nosotros nunca habíamos visto tanta gente armada, ni cuando estaba en plena guerra con las FARC. Entonces decidimos salir las mujeres; éramos puras mujeres y salimos con unos carteles a pararnos allí y que nosotras no dejamos hacer la sísmica (Entrevista 5, vereda La Tigrera, inspección de la Unión Peneya, La Montañita).
La activación de estos procesos de acción colectiva no puede leerse exclusivamente como la movilización alrededor de amenazas puntuales, sino que hace parte de la continuación de los procesos de organización comunitaria relacionados con el funcionamiento de las JAC y de otros procesos organizativos locales. No obstante, estas amenazas sí han direccionado una transición en la organización campesina, inicialmente centrada en las demandas por la tierra, hacia una lógica de defensa del territorio en el cual las mujeres han jugado un papel muy importante. En este contexto también se evidencia la hibridación de discursos y formas de gobernanza, donde las regulaciones ambientales impuestas por las FARC en el pasado, y adoptadas y adaptadas por las JAC y las comunidades, se amalgaman con los discursos actuales asociados a la conservación de los ecosistemas, la biodiversidad y la protección del territorio; todo esto en un momento en el que la vida y la seguridad de los líderes y lideresas ambientales y sociales están fuertemente amenazados (Entrevistas 1, 5, 6 y 7).
Yo miro que se mantiene el funcionamiento de esos comités ambientales porque están saliendo muchos defensores del territorio, del agua, de todo. Lo de cuidar la naturaleza, la responsabilidad es de todos, y yo me imagino que nosotros, que somos los que ocupamos los territorios, que debe iniciar desde nosotros mismos, sin que el Estado esté allí presente o exigiéndonos, o las FARC exigiéndonos, no. Tenemos que iniciar y tenemos que hacer ese cambio nosotros. Como le decía yo a los petroleros: así haya recursos de parte de ustedes, regalías o no, nosotros somos los que vivimos acá y debemos ser nosotros los que estemos comprometidos con la naturaleza y el medio ambiente. Pero como las organizaciones se estigmatizan, hay una gran incertidumbre también sobre cómo las condiciones de orden público podrán facilitar o no la organización, ya que pueden ir en contra de ellas. Las organizaciones ambientalistas han salido más al calor de proteger la naturaleza en general; están listas para proteger el territorio en torno a la defensa del territorio y del agua en relación a la intervención minero-energética en el Caquetá (Entrevista 5, vereda La Tigrera, inspección de la Unión Peneya, La Montañita).
La construcción de paz ambiental y de paz territorial requiere de la transformación de las ‘geografías para la guerra’ en ‘geografías para la paz’, es decir, “hacer más equitativas y cooperativas las geografías del poder que organizan la sociedad colombiana” (Jiménez, 2016). Siguiendo a Jiménez (2016), mientras que las geografías para la guerra han facilitado la concentración de la tierra y el poder, y han perseguido ciertas formas comunitarias de organizar el territorio, las geografías para la paz deberían hacer posible el despliegue de territorialidades comunales y procesos territoriales para la vida digna de las comunidades. La Montañita como un territorio para la paz significa un territorio en el cual sea posible y valorada la vida campesina, con sus formas propias de organización social, de resolución de conflictos y de gestión de los bienes comunes. Un territorio donde la defensa del ambiente no implique un riesgo para la vida y la seguridad de líderes y lideresas; es decir, un territorio donde el control del Estado y el monopolio legítimo de la violencia se sustenten sobre la base de una integración legítima y sustancial con las comunidades (Johnson et al., 2021; Johnson et al., 2024), y en la construcción de capacidades mediante iniciativas que aporten a la inclusión política, la justicia social y los medios de vida locales, condiciones necesarias para la paz ambiental y la paz territorial.
DISCUSIÓN Y CONCLUSIONES
En Colombia, las disputas por la tierra están en el corazón del conflicto armado interno (Fajardo, 2022; Reyes Posada, 2016), mientras que la transición hacia la paz ha hecho evidente la presencia y persistencia de órdenes violentos con la consecuente apropiación de recursos valiosos, así como de conflictos ecológico-distributivos (Pérez-Rincón et al., 2019; Ulloa y Coronado, 2016) y del acaparamiento ilegal de tierras en zonas que deberían ser de protección ambiental (Murillo-Sandoval et al., 2021). En la Amazonía colombiana, el deterioro de los ecosistemas respondió a los procesos de colonización, que fueron en su mayoría incentivados por el Estado como una válvula de escape a las presiones por la tierra y la violencia en el interior del país ante la ausencia de una reforma agraria realmente redistributiva (Albertus, 2015; Fajardo y Mondragón, 1997; Ibáñez y Muñoz, 2012). Por muchos años, las FARC jugaron un papel clave como reguladores ambientales en las zonas bajo su control (Graser et al., 2020), por lo que su salida como agentes de control territorial significó un gran cambio, que se hizo evidente en el aumento significativo de la deforestación (Armenteras et al., 2019; Prem et al., 2020; Murillo-Sandoval et al., 2021). Este resultado, como en el caso de otros procesos en las Amazonía, ha sido atribuido a la incapacidad de hacer presencia institucional de un “Estado ausente” (Serje, 2005).
No obstante, la reconceptualización de la idea de “Estados frágiles” por “órdenes híbridos” en los procesos de construcción de paz puede ayudar a entender y a configurar nuevas y más efectivas formas de gobernanza y de formación de comunidades políticas (Boege et al., 2009). En el caso colombiano se ha demostrado que ocurrió una hibridación de órdenes institucionales entre las instituciones comunitarias, los órdenes armados de los actores del conflicto y las instituciones (incompletas) del Estado (p. ej., en Arjona 2016; González, 2014; Espinosa 2003; y Urdaneta, 2017). Como se demostró en este escrito, si bien las normas ambientales fueron menos endógenas en su formulación y más impuestas por las FARC que las normas de convivencia, su implementación también ha dependido de la fortaleza de las JAC y del capital social comunitario, por lo que su persistencia, posterior a la salida de la guerrilla como actor armado y de control territorial, también depende del grado de legitimidad y de incorporación de estas regulaciones a las instituciones locales y los comportamientos individuales.
Teniendo eso en mente, se puede argumentar que los riesgos del posacuerdo, tanto en términos de la persistencia de la violencia como del deterioro ambiental, dependen de la capacidad (o incapacidad) de construir una paz que reivindique las instituciones comunitarias para proteger su autonomía (Espinosa, 2016) y de hacer un tránsito para que la justicia estatal sustituya la justicia armada (Salazar, 2021). Las instituciones comunitarias también han tenido que adaptarse a los cambios que trajo consigo el posacuerdo y construirse o refrendarse a partir del diálogo y la negociación, y sustentarse a partir de sanciones de “estricto carácter comunitario” (Salazar, 2021). No obstante, los procesos locales de gobernanza sobre los bienes comunes (Ostrom, 1990) no podrán consolidarse sin las garantías de seguridad para que los habitantes rurales puedan vivir la vida que desean vivir y que está amenazada por la reconfiguración reciente de la violencia.
La construcción de paz territorial debe expresarse en la “organización democrática del territorio, a partir de la participación activa de las comunidades”, lo que implica la democratización del acceso a la tierra y al agua, pero también la construcción del Estado desde lo local (Fajardo, 2018). Esto debería basarse en las experiencias de las comunidades que han encontrado en sus propias formas de organización la manera para resolver sus necesidades básicas, particularmente en las zonas de frontera (Fajardo, 2018; González, 2020). Ni la paz territorial ni la paz ambiental se alcanzarán exclusivamente garantizando la presencia institucional del Estado en los territorios donde siempre ha estado “ausente”, ni abriendo al desarrollo territorios que estaban antes bloqueados para la inversión. Esto implicaría desconocer que los territorios más afectados por la guerra no terminaron espontáneamente en esa posición, sino que fueron las condiciones sociales, geográficas e históricas de los procesos de acumulación desigual las que impulsaron el desarrollo de la guerra en esas regiones (Jiménez, 2016). La paz ambiental territorial se fundamenta entonces en la justicia ambiental y en la justicia territorial, es decir, en una distribución equitativa de los costos y los beneficios de los usos del espacio y de los recursos naturales y la biodiversidad (justicia distributiva), así como en la posibilidad de contar con procesos justos (justicia de representación) y de que las iniciativas y movimientos locales sean adecuadamente reconocidos (justicia de reconocimiento) (Fraser, 2009).
Hay propuestas interesantes para afrontar la deforestación en la Amazonía, como la creación de un régimen ambiental específico de baldíos a través de mecanismos de pagos por servicios ambientales como una forma de articular la política de tierras y la política ambiental (Velásquez, 2022). No obstante, estos esfuerzos no pueden perder de vista la necesidad de promover, entender y apropiar la construcción de reglas colectivas por parte de las comunidades. No integrar las instituciones locales en el proceso de construcción de paz como un elemento crítico para la integridad territorial puede llevar a una “paz extractiva” y a la integración sin inclusión (Johnson et al., 2024), contraria a la paz como justicia social y como la posibilidad de “ser campesinos”