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Análisis Político

Print version ISSN 0121-4705

anal.polit. vol.37 no.109 Bogotá July/Dec. 2024  Epub Feb 03, 2025

https://doi.org/10.15446/anpol.v37n109.118519 

Dossier

Talleritis en el Guaviare. Un modo de presencia Gubernamental para controlar la deforestación en la Amazonía Colombiana

WORKSHOPISM (TALLERITIS) IN GUAVIARE: A MODE OF GOVERNMENTAL PRESENCE TO CONTROL DEFORESTATION IN THE COLOMBIAN AMAZON

Carlos Olaya Díaz1 

1Estudiante del Doctorado en Análisis Social y Cultural de la Universidad Concordia. Miembro del Laboratorio de Etnografía del Millieux Institute de la Universidad Concordia. Magíster en Derecho con profundización en Derecho Constitucional de la Universidad Nacional de Colombia. Bogotá - Colombia. Correo electrónico: carlosolayad93@gmail.com


RESUMEN

En este artículo propongo el concepto de ‘talleritis’ como un modo particular de presencia gubernamental usado para controlar la deforestación en la Amazonía colombiana. Lo derivo de los chistes que encontré en mi investigación etnográfica sobre las operaciones gubernamentales ambientales en un lugar de la zona rural del Departamento del Guaviare que denomino ‘La Esquina’. Argumento que entender la construcción de Estado como talleritis permite ir más allá de los lugares comunes que describen la deforestación amazónica como el producto de un “vacío de poder” en medio de la guerra y la degradación ambiental. Defiendo que el concepto también abre hipótesis sobre la relación entre el Estado y los bosques, así como la discusión sobre modos alternativos de construcción estatal en la Amazonía.

Palabras clave: talleritis; deforestación; construcción de Estado; guerra; etnografía

ABSTRACT

In this article, I propose the concept of talleritis (workshopism) as a specific mode of governmental presence used to control deforestation in the Colombian Amazon. The concept arises from jokes that I encountered during my ethnographic research on green governmental operations in a rural area of the Guaviare department, which I refer to as La Esquina. I argue that understanding state-building through the concept of talleritis moves beyond the commonplaces that describe the Amazonian deforestation as a consequence of a “power vacuum.” Instead, it provides insights into how the State is being constructed amidst war and environmental degradation. Additionally, I contend that this concept offers a deeper understanding of the relationship between the State and the forest, while also opening up possibilities for envisioning alternative approaches to state-building in the Amazon.

Keywords: talleritis; deforestation; state-building; war; ethnography

INTRODUCCIÓN

Este artículo trata sobre la ‘talleritis’, una palabra familiar para quienes hemos trabajado en ONG y burocracias involucradas en la conservación forestal. La solemos oír, de parte de los pobladores de los municipios amazónicos, como un reclamo. “Esto es pura talleritis” o “nos vienen cada vez más con la talleritis” son acusaciones recurrentes. La queja también es invocada en la forma del ya muy conocido chiste que reza: “Un campesino se levanta en medio de la reunión que tiene con unos funcionarios y dice: «Es que aquí nos tienen como carro viejo: nos tienen de taller en taller»”.

Me he encontrado con el chiste en el Guaviare y en el Caquetá. Kristina Lyons también se lo topó durante sus investigaciones en el Putumayo (Lyons, 2020, p. 31).

La talleritis es, siguiendo su lógica literal, una inflamación o infección de talleres que se expande por la Amazonía; es decir, esos encuentros de pocas horas, entre expertos y campesinos, que convocan la participación y los conocimientos de los asistentes para trabajar un tema relacionado con la vida local. Lo anterior es, sin duda, una generalización, pues muchos de los encuentros entre agentes gubernamentales y campesinos en la Amazonía no son talleres en un estricto sentido. Pero —y este es el punto que defenderé en el presente artículo— dicho concepto tiene una enorme potencia: nos permite entender cómo se está intentando gobernar la selva desde las burocracias modernas, en parte, mediante visitas intermitentes para modificar la conducta de los locales sin la pretensión de asegurar el control territorial.

¿Qué tiene de especial esa talleritis? ¿De qué otra manera se supone que se puede intervenir en territorios alejados y con presencia de actores armados ilegales? ¿No estoy describiendo sencillamente la vieja y cotidiana ‘salida de campo’?

Propongo poner el foco en la talleritis porque, como muestro más adelante en la primera parte de este texto, nos ayuda a resolver las paradojas que surgen al concebir las selvas como lugares “sin Estado” y, a la vez, con alta intervención gubernamental. Además, como explico en la tercera parte, porque sirve para analizar con más detalle los obstáculos y las posibilidades que tienen las agencias gubernamentales para intervenir en el borde de la selva, a pesar de la presencia de actores armados ilegales. Finalmente, porque puede ser un buen punto de partida para proponer hipótesis sobre las distintas modalidades de construcción de Estado en los bosques tropicales desde el punto de vista de su infraestructura de poder1, como propongo en la cuarta parte.

Para describir la talleritis, y presentar algunas hipótesis que esta noción puede suscitar sobre cómo se gobiernan los bosques, ofrezco una serie de viñetas etnográficas producto de un trabajo de campo que llevé a cabo intermitentemente, entre 2019 y 2021, en el casco urbano de San José del Guaviare y en un grupo de veredas, en el borde de las selvas del departamento, que denominaré ‘La Esquina’2 (sí, también participé de la talleritis). En San José presencié y participé en encuentros en oficinas, entrevisté funcionarios, presencié foros, talleres y otros eventos gubernamentales. En La Esquina acompañé a funcionarios y expertos, tres veces, en unos talleres que hacían parte de proyectos de desarrollo forestal comunitario; en una última visita, que duró una semana, participé en las reuniones comunitarias de los campesinos.

Viajé así por el Guaviare gracias a mi trabajo en Dejusticia, una ONG de derechos humanos. Mi encargo era investigar la eficacia de la tutela STC-4360 de 2018, que la organización había ganado y que ordenaba al Estado detener la deforestación amazónica. Después de un tiempo fue claro que no contaba con herramientas para la tarea, pues había mucha confusión sobre lo que las instituciones estaban haciendo de hecho en la Amazonía. Si por un lado había denuncias de que el Estado estaba abandonando la región al control de actores armados (Lizcano, 2018), a Dejusticia, por el otro, llegaban informes con cientos de acciones reportadas por las burocracias encargadas (Dejusticia, 2020). Así, mi perspectiva y el objetivo del proyecto cambiaron. Como verán, este artículo no trata sobre la efectividad de las acciones del Estado para detener la deforestación; lo que busqué fue, simplemente, entender los modos en que interviene ese Estado que está obligado a proteger las selvas.

Para responder a dicho objetivo, a través de las viñetas etnográficas, parto de una estrategia ya clásica en la academia: hablar de agentes, prácticas, o presencia “gubernamentales” en lugar de “estatales” (Li, 2007; Martínez Basallo, 2017; Gupta y Ferguson, 2002; Das y Poole, 2004; Mitchell, 1999). La razón es que las intervenciones para detener la deforestación mediante talleritis no vienen solamente de las burocracias que se identifican explícitamente como Estado. Actores no estatales, como las ONG o la cooperación internacional, participan de la misma lógica de gobernar las selvas con agendas construidas a distancia. Esto no quiere decir que todos hagan parte de una voluntad unitaria; los conflictos entre estas agencias abundan. El punto es que, como el concepto de talleritis bien señala, hacen parte de una misma lógica “gubernamental”, basada en intervenciones intermitentes para la transformación de sujetos fallidos —los campesinos— que, como carros “dañados”, deben repararse.

A continuación, comienzo por contarles cómo llegué a este supuesto teórico, las discusiones que me ayudó a enfrentar y los límites que le impuso a mi investigación.

¿UN VACÍO DE PODER?

Llegué al Guaviare en 2019 con ganas de criticar el “vacío de poder”. Según esta idea, la causa de la deforestación amazónica es que el Estado no había logrado hacer presencia en este territorio y dejó la selva a merced del actor ilegal más poderoso. En medios y publicaciones académicas3, esta noción suele sostenerse, en gran medida, por el hecho de que en Colombia las guerrillas parecen tener el control de la selva amazónica.

Las cifras parecen moverse de acuerdo con las decisiones guerrilleras (ver gráfico 1). Cuando las antiguas FARC-EP se desmovilizaron en 2016, la deforestación llegó a su punto máximo: 144.000 hectáreas; en 2023, la cifra cayó estrepitosamente a menos de 45.000 hectáreas, lo que coincidió con el inicio de una nueva mesa de diálogos entre el Gobierno y las disidencias de las FARC-EP (la Segunda Marquetalia, el Estado Mayor Central, entre otros), quienes no se acogieron al primer proceso de paz.

Fuente: IDEAM (2023), FCDS y Unidos por el Bosque (2022), y Finer y Mamani (2023).

Gráfico 1 Tasa de deforestación anual en la región amazónica colombiana (2010-2023) 

Esto se debe a un hecho muy conocido y discutido en el debate nacional: las guerrillas también buscan regular la vida civil en los lugares sobre los que reclaman control territorial, lo que también involucra normas sobre la quema de la selva (Arjona, 2016; Urdaneta, 2020; Espinosa, 2003). Mientras que entre 2016 y 2022 los grupos de las disidencias de las FARC no se interesaron por asegurar esas restricciones, en 2023 las usaron como parte de un “cese de hostilidades ambiental” (Johnson et al., 2024). Ahora, durante el primer trimestre de 2024, las cifras volvieron a subir, producto de problemas en la negociación entre las disidencias y el Gobierno.

Cuando llegué al Guaviare me di cuenta de que esto no cuadraba, pues en mi experiencia había visto que el Estado sí había estado ocupando las selvas, y de la peor forma. En Dejusticia recibíamos informes de proyectos y apuestas estatales que se venían implementando en la región desde 2011. A finales de 2018, el Gobierno había inaugurado una serie de operativos militares para capturar deforestadores a la que se le denominó Campaña Artemisa; yo andaba trabajando entonces con organizaciones campesinas a quienes acompañé a denunciar que dicha militarización de la conservación se había concentrado en perseguir campesinos vulnerables mientras las cifras de deforestación seguían en aumento4.

En ese momento quería demostrar, indignado y de la mano de la teoría crítica sobre el Estado (Das y Poole, 2004; Gupta, 2012; Serje, 2011; Corredor-García y López Vega, 2023; Gilberti, 2020; Duffy, 2014), que la noción de “vacío de poder” y los múltiples programas y políticas que las autoridades reportaban estaban ocultando una “militarización verde” para someter regiones periféricas a perversos regímenes de control y extracción. El chistecito del carro viejo y los reclamos sobre la talleritis me daban gasolina; los celebraba, pues sentía, ilusionado, que estaba del lado de los campesinos burlones. Pero abandoné mi impulso de criticar la militarización verde por Teresa.

Cuando la conocí por primera vez, ella ya contaba con más de veinte años de experiencia en el Guaviare como funcionaria y experta local; ahora estaba encargada del área de proyectos sostenibles en una famosa ONG ambientalista. Llegó al departamento con su familia en los años ochenta, siendo una niña, y tuvo que escapar a Bogotá huyendo de la violencia. Después de estudiar su carrera volvió para quedarse, guiada por la esperanza de convencer a sus paisanos guaviarenses de que sí se puede vivir en la selva sin dañarla.

Fue ella quien me sirvió de puente entre Dejusticia y el Guaviare, y me conectó con las veredas donde hice mi trabajo de campo. Me confesó alguna vez que era de izquierdas. ¿Cómo no quererla? Además, es una excelente tallerista: conoce el Guaviare al derecho y al revés, y domina el lenguaje golpeado y retador de los campesinos colonos; es por esto que es tan solicitada cuando de vincular y mantener campesinos en proyectos ambientales se trata.

Acompañando a Teresa en casi todas mis visitas al Guaviare me di cuenta de que, a pesar de la guerra, gran parte de la vida cotidiana en los bordes de las selvas y en San José del Guaviare se iba de taller en taller. Con ella y sus colegas asistí a un encuentro con campesinos, en territorios donde ellos aún debían reportarse ante el comandante guerrillero de turno. Había encontrado la respuesta a las paradojas que implicaba esa idea del “vacío de poder”.

***

En mis viajes con Teresa también pude tomar en serio el concepto de talleritis, como una idea coherente con las propuestas académicas de abordar etnográficamente al Estado, desde perspectivas gubernamentales e infraestructurales (Martínez Basallo, 2017; Uribe, 2021; Peñaranda Currie, et al., 2021; Ramírez, 2001). Aunque Teresa, sus colegas y hasta los mismos campesinos hayan trabajado en agencias diferentes (e incluso contradictorias), dentro y fuera de las oficinas estatales sus esfuerzos se convertían en la misma talleritis; es en ese modo de intervención que tantas agendas y sujetos disímiles van construyendo lo que los campesinos y el debate nacional entienden como “presencia del Estado” (Mitchell, 1999). La intervención gubernamental toma forma de talleritis precisamente porque requiere de un ‘poder infraestructural’ (Mann, 1984): carreteras, edificios, recursos, un ejército de funcionarios y muchas otras materialidades que le permiten aterrizar, desde los centros burocráticos del país, en la vida cotidiana de las selvas. Pero, y como bien lo demuestran Peñaranda et al. (2021), esa infraestructura permite una situación de gobierno por turnos, en el que los actores armados ilegales y las comunidades pueden construir sus propias agendas de control; sobre este punto volveré más adelante.

Finalmente, acompañando a Teresa también pude reconocer las limitaciones de mi perspectiva. Al hacer una ‘etnografía intermitente’, fiel a la talleritis, gran parte de la vida cotidiana de la gente quedó fuera de mi campo de visión. Los funcionarios, expertos e investigadores como yo, que les seguimos el paso, sólo entrábamos a las veredas cuando los actores armados (incluyendo las fuerzas armadas estatales) no estaban. Por ello, me temo que no pude dimensionar el papel de la violencia armada, tanto estatal como guerrillera, en la regulación de la vida en el borde de las selvas amazónicas. La evidencia sobre esto abunda (Johnson et al., 2024; Gilberti, 2020; Tarazona y Parra de Moya, 2022) y la militarización verde aún continúa acosando a los campesinos amazónicos5.

Es por esta razón que no pretendo asegurar que la talleritis es la única modalidad de presencia gubernamental con la que se intenta gobernar la relación entre la gente y las selvas en la Amazonía. En la cuarta parte de este artículo me aseguro de discutir esto presentando hipótesis sobre otros modos de intervención gubernamental en las selvas.

Con todo esto en mente, llegué a La Esquina del Guaviare.

LA ESQUINA DEL GUAVIARE

Visto desde el cielo, el Guaviare parece un gran mar verde de selvas interrumpido por un enorme triángulo deforestado6 (ver mapa 1 ), que oficialmente se conoce como frontera agropecuaria, la cual se extiende desde los casos urbanos de San José, El Retorno y Calamar. Miraflores se encuentra aislado de esta frontera, pero se ha ido conectando cada vez más a través una nueva carretera que se infiltra entre la espesa selva del sur del departamento.

Fuente: FCDS (2021).

Mapa 1 Deforestación del Guaviare entre 1990 y 2019 

La Esquina está ubicada en uno de los bordes del triángulo. Jesús, el colono que fundó las primeras fincas, me contó qué pensaba cuando comenzó a trazar el camino que después se convertiría en la carretera que les conecta con el resto del departamento:

Entonces yo dije “aquí voy a aprovechar y hacerme una finca grande”. Pero como miré que no había pueblos, yo dije “voy a irme por el centro de la selva bien adentro por allá donde yo me haga la finca a ver si hacemos un pueblo que de aquí a unos veinte, treinta años ya sea un pueblo. Así como son los pueblos en Boyacá, que a cada media hora de camino hay un municipio7.

Jesús llegó en los años setenta al Guaviare, pegado a la colonización que impulsó el Estado hacia El Retorno, y desde allí buscó entre la selva la manera de hacerse a su propia tierra. Con el tiempo llegaron más colonos y con Jesús fueron formando un pueblito. El trazado a machete que hizo al principio se convirtió luego en una trocha.

Antes de esa época, casi todo el Guaviare estaba cubierto de selva. Los cascos urbanos de San José, Calamar y Miraflores fueron fundados a finales del siglo XIX y principios del XX como enclaves caucheros: pequeñas islas deforestadas en medio de la selva, a orillas de grandes ríos como el Guaviare, el Unilla y el Vaupés, destinadas a extraer y exportar caucho. La frontera agropecuaria comenzó a expandirse entre los años sesenta y setenta, impulsada por la colonización agraria promovida por autoridades estatales que buscaban repartir tierras entre campesinos en lo que hoy es el casco urbano de El Retorno (Molano, (1986) 2006). De ahí en adelante, la frontera adoptó esa forma triangular, influenciada por los nuevos impulsos que trajo el cultivo de la coca desde los años ochenta. Para finales de los años noventa, la frontera había alcanzado aproximadamente 100.000 ha (Etter y Andrade, 1989), y hoy en día es seis veces más grande. El departamento aún conserva una enorme cantidad de bosques, pero el triángulo representa el 15.3 % de su superficie y sigue comiéndose la selva (Instituto SINCHI, 2024).

La colonización de los años setenta impulsó un proceso de expansión de la frontera agropecuaria, un fenómeno común en el noroccidente de la Amazonía colombiana y en otros países de la cuenca amazónica, —como señala Hecht (2011)—, y que aún no se ha detenido. Durante años se ha intentado controlar este triángulo agropecuario mediante restricciones legales ambientales. Desde los años cincuenta, el Guaviare fue formalmente dividido en dos a través de figuras de ordenamiento agrario y ambiental. Por un lado, la mayoría de las selvas densas fueron declaradas parte de la Zona de Reserva Forestal de la Amazonía y áreas protegidas dedicadas a la conservación ambiental estricta, como el Parque Nacional Natural Serranía del Chiribiquete y la Reserva Natural Nukak, lo que las excluye formalmente de las políticas de titulación de tierras, del mercado inmobiliario y del desarrollo agrario. Por otro lado, el frente de colonización (el triángulo) fue sustraído de la reserva forestal, incluido en un área protegida de usos sostenible (el Distrito de Manejo Integrado Ariari-Guayabero) y declarado además Zona de Reserva Campesina, con el objetivo de evitar la expansión del triángulo y fomentar una economía campesina sostenible en su interior. Sin embargo, ninguna de estas fronteras han logrado frenar el crecimiento del triángulo agropecuario en el Guaviare.

En la porción de la frontera correspondiente a La Esquina, la gente vive, sobre todo, de la ganadería. Casi todos los días jóvenes llegan en motos con galones amarrados de lado a lado para recoger leche de finca en finca. Luego la llevan a San José, donde se distribuye entre los centros de producción de quesos. Cuando los campesinos requieren de una gran cantidad de efectivo, venden el ganado al mercado de ceba. Para esto, hay gente que se dedica a comprarlo directamente, para luego transportarlo en moto, caballos y camiones hasta los mercados de San José. También se cultivan sementeras: productos de pancoger, como yuca, plátano y maíz, que sirven para alimentar las veredas y los animales. No pude presenciar cultivos de coca, pero, según campesinos y funcionarios, estos se encuentran más hacia el interior, en dirección al Parque Nacional Natural Chiribiquete.

¿Cómo funciona la deforestación en esas condiciones? La respuesta es bien conocida, pues los estudiosos de la colonización agraria y de los suelos amazónicos lo han repetido hasta la saciedad (Peña-Venegas y Cardona, 2010; Martinez y Cachique , 1988; Lyons, 2020; Hecht, 1993): las selvas se sostienen gracias al metabolismo entre materia viva y muerta que circula entre los distintos estratos de especies de plantas y animales que conforman el bosque, junto con la hojarasca, es decir, el sustrato de materia en descomposición que alimenta la superficie del suelo selvático; sin embargo, este metabolismo se interrumpe cuando la selva es quemada. El intercambio se detiene, lo que corta el proceso en el cual la materia viva alimenta la tierra. El suelo desnudo es muy vulnerable a las lluvias constantes de la región, que arrastran los nutrientes restantes, hasta que en pocos años la parcela deforestada enfrenta dificultades para sostener más vida.

Fotografía: Carlos Olaya Díaz

Imágenes 1,2, 3 y 4., Deforestación, ganadería, lechería y cultivos de pan coger en La Esquina 

La Esquina no ha podido escapar de esa ruptura con el metabolismo de la selva. Allí, las quemas son constantes, sobre todo entre diciembre y marzo, cuando la región amazónica está en temporada seca; este fenómeno ha persistido desde los años setenta. Hoy en día, el resultado es una gran colcha de retazos compuesta por miles de fincas llenas de pastos y ganado, salpicadas de vez en cuando por relictos de bosque que cubren los caños y las sementeras. Los campesinos y terratenientes de la zona queman la cobertura forestal de sus fincas, y en ocasiones rotan entre zonas cultivadas y rastrojos para mitigar la pérdida de nutrientes del suelo; sin embargo, hay quienes se aventuran hacia las fronteras con el Parque Natural en busca de asegurar más tierra para sus operaciones productivas.

En La Esquina también hay terratenientes que se aprovechan de la deforestación para acumular tierras. No pude entrevistar a ninguno ni visitar sus fincas, aunque me topé con algunos en las Juntas de Acción Comunal en La Esquina. El lío es que su presencia es prácticamente virtual. Nunca están presentes y delegan sus negocios en terceros. Un criterio útil para distinguir sus tierras de las fincas campesinas es su tamaño, pues suelen ser enormes; me encontré incluso con potreros de más de 1.000 hectáreas. Sin embargo, a veces los terratenientes se apropian de varias parcelas desconectadas entre sí. En esos casos, otro criterio para distinguirlas es que no hay casas en ellas: los campesinos, por el contrario, instalan sus hogares en las fincas, pues trabajan directamente la tierra, y no son sólo campamentos de trabajo, sino hogares que decoran y mejoran con el tiempo. Aún así, es difícil distinguir las propiedades de los terratenientes, pues a veces el dueño ausente contrata a una familia campesina o de trabajadores sin tierra para que les sirvan de mayordomos. En varias ocasiones, cuando creí haber encontrado una finca campesina y llamaba al portón para presentarme, la persona me decía simplemente que no podía entrar ni brindarme una entrevista sin la autorización del patrón.

***

Así, por un lado, tenemos economías inestables que permanecen de crisis en crisis, entre la promesa de establecer una economía campesina basada en la agricultura comercial, la tentación de los cultivos de coca y el refugio de la ganadería. Los proyectos estatales de mediados del siglo XX les dieron el primer empujón, pero luego la frontera se salió de control, entre la guerra y los fracasos del Estado para corregir su error. Por otro lado, está la ecología de la selva que es constantemente fracturada por los sistemas productivos de campesinos y terratenientes que buscan incorporar más tierras a sus economías.

Para las ONG, la posibilidad de contener el avance del triángulo depende de que puedan transformar las relaciones e historias que estas personas tienen con la selva y sus fincas. Por eso, sus intervenciones se centran en frenar a los habitantes de La Esquina y otros lugares de la frontera agropecuaria amazónica para conectarlos con economías adaptables a lo que la selva requiere para mantenerse en pie.

DE TALLER EN TALLER

No todos los encuentros entre funcionarios y pobladores son talleres en el sentido estricto de la palabra; es decir, sesiones en las que los asistentes buscan aprender algo nuevo a través de ejercicios participativos o la construcción conjunta. Sin embargo, casi todos los encuentros que presencié seguían la misma lógica de un taller. Empezaré con un ejemplo.

En el primer encuentro en el que estuve acompañé a Teresa en la socialización de los pasos medios de un proyecto que ya estaba en marcha. La apuesta era generar alternativas económicas para la ganadería mediante la extracción de frutos del bosque. Varios campesinos se estaban desvinculando, y ella necesitaba que estuvieran conectados, pues estaban apenas en una fase preliminar algo abstracta: se requería mapear las fincas involucradas y resolver asuntos de tenencia de la tierra, antes de pasar a los asuntos operativos de la recolección y la comercialización de los frutos. Gastamos tres horas para llegar al casco urbano en la camioneta de Javier, el conductor de confianza de Teresa, oriundo de La Esquina. La reunión se llevó a cabo en la sala de uno de los pocos hostales del lugar. Dispusimos sillas alrededor de una mesa, sobre la cual un videobeam que trajimos proyectaba una presentación con los pasos del proyecto y las tareas a seguir. Los campesinos fueron llegando poco a poco, cada uno en su propia moto; algunos llegaron muy tarde, mientras que otros ya estaban en el hotel cuando llegamos.

Durante casi toda la reunión, Teresa se esmeraba por hacer tres cosas. Por un lado, exponer y traducir el lenguaje técnico del proyecto (plasmado en las diapositivas) a la retórica directa y operativa que le servía con la gente: términos como ‘planeación predial’ y ‘mapeo participativo’ se convertían en “nos falta el paso de hacer el mapa de las fincas”. Además, Teresa tenía que sacarles el paso a los chistes (sí, también surgió el asunto de la talleritis), las teorías conspirativas sobre mineras transnacionales y las denuncias sobre acaparamiento de tierras que surgían entre los campesinos. Con paciencia, ella respondía a cada comentario con una respuesta que ya tenía grabada, de tanto que había lidiado con asuntos similares. Teresa, a la vez, resolvía dudas operativas sobre el proyecto, que, a veces, estaban muchos pasos atrás o delante de la etapa que a ella le interesaba discutir. Por si fuera poco, también se esmeraba por mantener la motivación de los asistentes: “Miren, ustedes saben que esto es pasito a pasito”, “así como les tocó a ustedes cuando llegaron al Guaviare, toca echarle ganas”. Para esto, se apoyaba en algunos campesinos asistentes, amigos de ella, que contaban chismes sobre proyectos que estaban resultando en otras partes del Guaviare.

Fotografía: Carlos Olaya Díaz

Imagen 5 Un taller en La Esquina 

El encuentro era un trámite procedimental, una reunión de paso para reactivar un proyecto. Sin embargo, se asemejaba bastante a la noción convencional de taller. Teresa asumía el rol de educadora, traductora, y motivadora, mientras los campesinos interrumpían sus propias rutinas, sus maneras de aprender, para sentarse a la manera de un salón de clase, pendientes de cogerle el ritmo a la conversa. Estuve en varios foros, otras reuniones de trámite, y múltiples encuentros de socialización que seguían rutinas similares. Algunos no se celebraban en La Esquina, sino en San José, sobre todo los de mayor envergadura, donde llegaban funcionarios de alto nivel o ambientalistas reconocidos. Algunos son muy innovadores en sus técnicas y proponen ejercicios que se cuidan mucho de dejar hablar a los campesinos en sus propios términos; aun así, todos seguían la misma lógica: una unidad espacio-temporal donde se reúnen personas que vienen de mundos distintos; uno o varios maestros que se encargan de encarrilar la discusión; y los asistentes que, supuestamente, deben salir habiendo aprendido algo nuevo.

El taller, entonces, es una unidad contenida en un fragmento del tiempo y el espacio, aunque se asume que es un pedacito de una entidad más grande, una cadena de talleres enhebrada en las oficinas: el proyecto. Los asistentes, tanto funcionarios y expertos como campesinos, tienen que viajar frecuentemente fuera de sus lugares cotidianos, lo que produce el efecto de que se está presenciando un encuentro entre dos mundos. Un expositor se pone al frente y, durante varias horas, encarrila la atención de los asistentes mediante diferentes métodos, desde exposiciones magistrales y conversaciones guiadas, hasta la elaboración colectiva de mapas y juegos de diálogo, entre otros.

Me sorprendió, en cierta ocasión, que una simple repartición de recursos también adoptara la forma de un taller. Junto con unos funcionarios de la autoridad ambiental regional, fuimos a distribuir un “kit de seguridad alimentaria” entre los usuarios de otro proyecto ambiental en La Esquina: una carretilla, un fertilizante orgánico, una bomba de aplicación, tejas de zinc y una pequeña cerca para instalar una huerta. Una vez más, llegamos en camionetas, mientras los campesinos llegaban en moto. Esta vez todo parecía más operativo: organizamos los kits en el suelo de una caseta comunal, una funcionaria instaló una mesa y empezó a atender a los campesinos uno por uno, tomando sus firmas y dándoles las herramientas. De repente, uno de los asistentes alzó la voz y comenzó a hablar con firmeza:

—Siempre nos traen son las migajas.

—¿Qué pasó don Roberto? —respondió la funcionaria.

—¿Sí ve este aplicador? Es de los baraticos. Yo mismo lo compro en San José. A las dos rociadas se daña.

—Ah, pero ustedes tienen que entender que eso se nos sale de las manos. El Estado nos obliga a contratar con el proveedor más barato por asuntos legales.

El encuentro se convirtió en un diálogo muy parecido a la reunión de Teresa que mencioné anteriormente: discusiones sobre las causas de la deforestación, más chistes, y una diatriba sobre la Campaña Artemisa, mientras las funcionarias intentaban redirigir el encuentro hacia la repartición de los kits. Otros campesinos ayudaron diciéndole a don Roberto que recibiera el aplicador, argumentando que “al fin y al cabo es regalado”. En medio del encuentro, un campesino solicitó que los desvincularan del proyecto, porque ya tenía la finca comprometida en otro; los funcionarios tuvieron que, otra vez, facilitar el diálogo al respecto.

***

En estos espacios se juega la producción de lo que Carlos del Cairo e Iván Montenegro definen como ‘subjetividades ambientales campesinas’. Se refieren a la incorporación de “conocimientos, técnicas y modos de producción refrendados por la institucionalidad ambiental estatal” (Del Cairo y Montenegro-Perini, 2015) para que la gente se gobierne “por sí misma”, pero bajo las reglas del Estado. Eduardo Restrepo lo muestra en la manera en que los talleres sirvieron como una técnica de visibilidad que asentó la idea de que las “comunidades negras” eran sujetos étnicos, en relación con los campesinos negros del Pacífico (Restrepo, 2013).

Según Tania Li, estos son espacios de tensión constante, debido a la racionalidad que guía esa manera contemporánea de enfrentar asuntos públicos a través de proyectos8. Los funcionarios y expertos deben adaptar realidades que pretenden transformar en problemas susceptibles de ser resueltos con tiempos y recursos delimitados —lo que ella denomina ‘problematización’— y mediante acciones que puedan ejecutarse sin mayores cuestionamientos políticos a nivel local —que denomina ‘tecnificación’— (Li, 2007). Aunque los campesinos y los funcionarios sepan que problemas como la deforestación tienen causas estructurales y que se requieren intervenciones radicales para interrumpirlos, deben dedicarse a avanzar con una miríada de microplanes que funcionan como una concatenación de talleres. Así, los conflictos sobre cómo definir el problema y la solución emergen una y otra vez, de taller en taller.

El chiste del carro viejo, del que tanto he hablado, es muy potente para expresar este fenómeno. La gente se representa a sí misma como entidades que van a un espacio para que las reparen, como a un “carro”, pero el problema es tan grande que se la pasan de encuentro en encuentro, escuchando cómo deben comportarse, mientras el problema persiste. La saturación de talleres produce, a su vez, un repertorio discursivo entre los campesinos, que incluyen, entre otras expresiones, chistes, teorías conspirativas, reclamos contra la militarización y denuncias sobre acaparamiento de tierras. No obstante, estas tensiones no son insalvables. En entrevistas con campesinos, también anoté que dicho repertorio de discursos se ha formado a partir de memorias sobre antiguos regímenes de talleritis. Magaly y Leonardo, dos campesinos vecinos con los que pude conversar en mi visita larga a La Esquina, me hicieron un recuento de los proyectos que habían llegado con “capacitaciones” desde los años ochenta: primero estuvo el Plante y Pa’lante, para reemplazar la coca en los años noventa; luego llegó el SINCHI con sus proyectos de frutos selváticos en la primera década del siglo XXI; a partir de 2010 estuvo la ONU y el PNIS; y ahora están llegando muchos más. En las veredas también se pueden observar los rastros que fueron dejando estas intervenciones, como pancartas, filtros de agua, ropa con logos, entre otros artefactos. En su recuento abundaban las anécdotas sobre la irracionalidad con la que, según Magaly y Leonardo, intervenían en la zona: “kits de seguridad alimentaria” con, según sus palabras, gallinas que morían a la semana, requisitos de tamaño de predios que excluían a los vecinos más vulnerables, proyectos que fueron interrumpidos sin explicación alguna y sin desembolso, insumos defectuosos para huertas, entre muchos otros.

Como he sugerido anteriormente, los funcionarios y expertos no son totalmente extraños en la talleritis. Algunos, como Teresa, ya son conocidos en la región y han cultivado amistades y hasta familias con los campesinos de La Esquina. Esto facilita el manejo de las tensiones y el sostenimiento de la red de talleres que forman parte de los proyectos. Algo parecido encontró Sandra Martínez en su historia sobre la construcción del Estado en Caquetá, a partir de los proyectos de colonización impulsados por el INCORA (Martínez Basallo, 2017). Aunque los talleres parezcan indicar una división tajante entre los unos y los otros, la interacción constante favorece la colaboración; tanto los expertos como los campesinos aprovechan esta dinámica para avanzar en sus agendas.

No obstante, la talleritis, así como las tensiones y las confianzas que surgen en torno a ella, suceden en territorios dominados por actores armados ilegales. ¿Cómo es posible llevar a cabo todas estas visitas y generar estas tensiones? La respuesta está en la lógica misma de este modo de presencia gubernamental. Lo discuto a continuación.

INCURSIONES POR TURNOS

Me preparaba en San José del Guaviare para ir por primera vez al caserío principal de La Esquina a encontrarme con los presidentes de las Juntas de Acción Comunal. Quería pedirles permiso para llevar a cabo mi trabajo de campo en sus territorios; sí, iba a organizar mi propio taller. Teresa, quien ya los conocía, me ayudó a citarlos; me llevaría hasta allá y me presentaría. Cuando me encontré con ella para iniciar el viaje, me frenó en seco con una nueva noticia: “ayer apareció un panfleto de las disidencias de las FARC”. La entrada de cualquier visitante estaba prohibida por unos días.

“¿Y ahora qué?”, pregunté. Teresa me pidió que esperara mientras hacía algunas llamadas a sus amigos en La Esquina. Esa misma mañana, la gente del asentamiento que íbamos a visitar le había dicho que no habían visto nada como para preocuparse. Después de un rato, Teresa sentenció: “Bueno, cuando nos hagan ¡boo!, nos devolvemos (levantó sus manos imitando a un fantasma)”. Compartimos una sonrisa y entendimos que, con ese chiste, ella estaba tomando una decisión. Nuestro conductor y yo consentimos: continuaríamos el camino hacia La Esquina, a pesar del panfleto.

La guerrilla de las FARC-EP llegó al Guaviare a inicios de los años ochenta9. Durante casi treinta años lograron crecer y asegurar un control social sobre el departamento; sin embargo, su dominio entró en crisis en la primera década del siglo XXI, con la llegada del paramilitarismo y la implementación de la política de seguridad democrática. Aunque gran parte de sus combatientes se desmovilizaron en 2016 con el resto de la antigua guerrilla, en el departamento permanecieron dos de los grupos disidentes más grandes del proceso de paz: el Frente 1 de Gentil Duarte, y el 7º de Iván Mordisco (Indepaz, 2020; Álvarez Vanegas, Pardo Calderón y Cajiao Vélez, 2018). En su actual proceso de crecimiento, estos grupos post-FARC han seguido reclamando el control de los territorios antes ocupados por la guerrilla mediante acciones como el panfleto con el que nos topamos en mi salida.

En el camino no nos hicieron “¡boo!”, como temía Teresa. Llegamos a las 9:30 a. m. La dueña del restaurante nos alertó de que no podíamos quedarnos hasta tarde en La Esquina. “Esa gente” los había citado a reunión, así que debíamos salir antes del mediodía. Nadie sabía para qué era el encuentro de la tarde, pero lo importante era que no estábamos en riesgo, al menos en la mañana. En mi encuentro con los líderes de las Juntas, les pedí su permiso para entrar a las veredas. Además de discutir qué podía ofrecer yo a cambio del acceso, tenía la ilusión de evitar cualquier daño a la gente por entrar sin que nadie me conociera y, además, indirectamente, enviar el mensaje a los actores armados de mi posible presencia. Álvaro, uno de los presidentes me frenó:

Pues nosotros no somos autoridad. Respondemos por lo que quiera la comunidad. Y pues no podemos decir que puede entrar alguien externo, porque después llega el Gobierno con atropellos y la culpa es del presidente (de la Junta) por dejarlo entrar.

Después de esto, los demás presidentes comenzaron a discutir cómo podría resolver mi investigación, y compartieron anécdotas sobre los proyectos del Estado en los que estaban involucrados. Pasó un rato, hasta que el mismo Álvaro encontró una solución:

Hagamos una cosa, lo invito a que venga a la vereda el (fecha), que vamos a tener Asamblea de la Junta. Ahí usted se presenta a la comunidad y les pide permiso directamente.

Luego, los demás presidentes aceptaron concertar conmigo fechas de visita para presentarme ante la Junta. Era como si hubieran encontrado un procedimiento de “autorización” ad hoc.

Los pobladores de La Esquina y Teresa estaban negociando sus posibilidades ante la incertidumbre que implica vivir entre tres poderes: el Estado, las Juntas y las Disidencias. Esta situación ha sido descrita varias veces en investigaciones sobre el control social que ejercen los actores armados ilegales en el conflicto colombiano (Arjona, 2016; García Villegas, Torres Echeverry, Revelo Rebolledo, Espinosa Restrepo y Duarte Mayorga, 2016; Urdaneta, 2020; Espinosa, 2003). Sin embargo, pocas veces se ha analizado la manera como esta situación opera en el espacio, un aspecto que me comenzó a interesar después de esa visita casi fallida.

Por un lado, los funcionarios y los expertos (así como los investigadores) vienen desde sus oficinas en el Guaviare o en Bogotá; las Juntas operan desde las mismas veredas donde habitan los vecinos que las conforman; y las Disidencias, como me contaron los campesinos en las veredas, tienen sus “oficinas” en la selva, desde donde planean sus operaciones, reciben solicitudes de la comunidad y despliegan visitas en las veredas. Este esquema ofrece un marco espacial en el que se pueden identificar diferentes nodos de poder; sin embargo, estos no funcionan como centros de unidades espaciales discretas.

Nunca llegué a encontrarme con los guerrilleros en mis visitas, al menos explícitamente. Sin embargo, encontré rastros de sus propias incursiones en las veredas. De vez en cuando, en nuestros recorridos, los campesinos y funcionarios guaviarenses me señalaban tumbas de selva en los giros de las carreteras y trochas (ver imagen 6). Son “tumbas de visibilidad”, me contaban, que la guerrilla ordena instalar para despejar posibles puntos ciegos en la vigilancia de las veredas. También, en una de las Asambleas de Junta de Acción Comunal a las que asistí, se abordó entre los temas de la agenda el asunto de un vecino que estaba robando herramientas y tubos de las fincas. Se determinó que la queja debía escalarse ante “la gente de arriba”, allá en la selva, a la vieja usanza de las FARC-EP cuando aún controlaban el lugar.

Fotografía: Carlos Olaya Díaz

Imagen 6 Una tumba para “dar visibilidad” 

Una imagen que captura adecuadamente esta situación es la que propone Sebastián Gómez en su ecología política de las FARC (Gómez Zúñiga, 2018): un gradiente que va desde los cascos urbanos hasta la selva, donde existen diferentes grados de acceso e influencia por parte de los actores de poder. Todos los talleres y visitas gubernamentales que acompañé ocurrieron a finales de 2019, inicios de 2020 y principios de 2021, justo en los mismos lugares en que, durante algunos días, eran bloqueados por panfletos de las disidencias. Esto sugiere que no es posible determinar que La Esquina hace parte de un “territorio guerrillero” o de la jurisdicción estatal, sino que es un espacio abierto a las intervenciones de ambos lados.

Fuente: Versión simplificada de la propuesta de Gómez Zúñiga (2018)

Ilustración 1 Tres centros de poder en La Esquina 

Esta configuración espacial es posible precisamente porque la talleritis se manifiesta a través de incursiones. Puesto que los funcionarios o expertos no buscan instalar ningún mecanismo de vigilancia ni infraestructuras de poder que mejoren el acceso y amplifiquen la influencia de las burocracias ubicadas en las ciudades, pueden seguir interviniendo sin entrar en mayor conflicto con los actores armados.

No quiero decir con esto que la incursión sea un mecanismo conveniente que los funcionarios adoptan cínicamente para mostrar resultados de la talleritis sin que nada cambie. La gente se enfrenta a verdaderos riesgos para su vida y seguridad, así como la de los pobladores locales. Es más, frecuentemente, las divisiones entre funcionarios y usuarios no es nítida. Hay amistades, compadrazgos y familia de por medio. Incluso, algunos pobladores son contratados como expertos locales por las oficinas estatales y de cooperación. Por lo tanto, la incursión también es un mecanismo que permite cuidar a la gente en medio del fuego cruzado.

Es importante reconocer que las incursiones no son inmunes a las interrupciones. En otras partes de la Amazonía, las disidencias han bloqueado totalmente las visitas gubernamentales mediante amenazas, asesinatos y destrucción de bienes (Semana, 2022; El Tiempo, 2020). Sin embargo, sí ayudan a distinguir mecanismos de bloqueo o habilitación de la presencia gubernamental. Estas incursiones dependen de cómo interactúan los diferentes poderes que reclaman los lugares intervenidos. Así, se puede formular hipótesis sobre el tipo de régimen de presencias que operan en algún lugar y los efectos que tiene sobre los bosques.

No es posible decir que las burocracias negocien directamente con los actores armados para incursionar en La Esquina. Además de que no encontré evidencia al respecto, no es nada conveniente para ninguna de las partes establecer dichos vínculos. La comunicación constante con los pobladores fue el único mecanismo que encontré, que hace que la intermediación espontánea entre el Estado y la guerrilla funcione en medio de la incertidumbre y el fuego cruzado. En ocasiones, como lo hicimos con Teresa, es incluso necesario improvisar.

ENCLAVES E INCURSIONES EN LA SELVA

Me gusta pensar en la talleritis como una forma contemporánea que expresa un modo de presencia más antiguo y abstracto: las ‘incursiones’. Se trata de visitas en las que un agente gubernamental interviene en un lugar sin la pretensión de instalar un control permanente. Se asemejan a las tácticas de infiltración teorizadas en los manuales y estudios militares, siendo la militarización su cara más violenta y evidente. Esto se refleja muy bien en los operativos de la Campaña Artemisa, que despliegan fuerzas armadas para desplazar gente y destruir infraestructura, pero sin instalar un puesto de control permanente. La talleritis sería distinta en el sentido de que no pretende forzar a la gente intervenida a acoplarse a una agenda gubernamental; parten del supuesto de que la gente debe autogobernarse de acuerdo con los planes de las burocracias, sin necesidad de vigilancia permanente. Por ello, se enfoca en actuar sobre el comportamiento y la subjetividad de la gente.

Las incursiones no han sido el único modo de presencia gubernamental. Margarita Serje propone otro enfoque aún más intrusivo: los ‘enclaves’ (Serje, 2011). Estos son centros de operación gubernamental que se construyen como mediadores entre los centros burocráticos del país y el borde de las selvas, con el fin de facilitar el control de los lugareños desde una distancia más corta. Los enclaves se manifiestan como asentamientos empotrados en el borde o en el interior de la selva. Allí se construyen aeropuertos, puertos ribereños, oficinas, centros de acopio, batallones militares, escuelas y otras infraestructuras para desplegar técnicas de gobierno, tales como incentivos, dispositivos de vigilancia y prácticas disciplinarias. Este modo de intervención refleja lo que Michael Mann define como el ‘poder infraestructural del Estado’ (Mann, 1984); es decir, las condiciones que posibilitan la penetración de las burocracias en la vida cotidiana de la gente para asegurar su control. Estas condiciones involucran fenómenos como la agricultura comercial y los regímenes de propiedad privada de la tierra, que posibilitan la extracción de recursos mediante impuestos; la construcción de vías de acceso y comunicación, que facilitan la comunicación y la entrada de las burocracias a los lugares intervenibles; y la creación de centros urbanos que aseguran un suministro constante de población, junto con la infraestructura física que requieren las burocracias para funcionar.

Desde estos dos modos de intervención, las incursiones y los enclaves, se pueden formular hipótesis sobre la ecología de la construcción del Estado. Javier Revelo argumenta que la presencia estatal puede considerarse un motor de deforestación, precisamente porque depende de este proceso de construcción de enclaves. Sin embargo, los efectos pueden variar en diferentes escalas, dependiendo del tipo de economía que se asocia a los enclaves (Revelo-Rebolledo, 2019). En su análisis sobre la economía política de la construcción del Estado en la Amazonía, Revelo encontró que la magnitud de la deforestación en Caquetá y Putumayo estaba correlacionada con el tipo de colonización impulsada en cada departamento. Así, en Caquetá se construyeron poblados e infraestructura de poder en el marco de un proceso de ocupación ganadera, lo que resultó en una frontera agropecuaria mucho más grande y en unas tasas de deforestación más aceleradas que en Putumayo. En contraste, la construcción del Estado en Putumayo estuvo guiada por un enfoque de colonización extractiva.

Es posible especular sobre cómo pudo haber ocurrido esto en el Guaviare.

Desde tiempos coloniales hasta el siglo XIX, los imperios europeos, la Iglesia, y las nacientes naciones latinoamericanas no pudieron asegurar el control de la región, precisamente por las dificultades que enfrentaron para instalar asentamientos permanentes, con la excepción de algunas misiones jesuíticas en la cuenca de los ríos Negro y Orinoco (Del Cairo, 2002). Entre finales del siglo XIX y principios del XX, se logró consolidar enclaves a partir del auge del caucho, que se manifestaron como pequeñas islas en medio de las selvas (SINCHI, 1999; Molano, (1986) 2006). Entre los años sesenta y ochenta, las políticas de reforma agraria expandieron la influencia de estos enclaves, de la mano de las colonizaciones agrarias dirigidas que le dieron su particular forma triangular a la frontera agropecuaria guaviarense (Etter y Andrade, 1989). Fue en los años ochenta cuando las incursiones, en sus formas de militarización y talleritis, se consolidaron como el mecanismo estándar. Propongo tres hipótesis para explicarlo.

Primero, la incursión, tanto en su modalidad militar como en la talleritis, pudo ser la forma más práctica de seguir interviniendo en la selva entre los años ochenta y la segunda década del siglo XXI, la época más cruda del conflicto armado en la Amazonía, caracterizado por la presencia de guerrillas, paramilitares y narcotraficantes. Durante este tiempo, la reforma agraria fue desmantelada (Martínez Basallo, 2017), y los pocos funcionarios que quedaron atrás no pudieron gobernar la región en medio del control de los actores armados y el auge del cultivo de coca (Molano, (1986) 2006). Aun así, las agencias gubernamentales siguieron interviniendo. Muestra de esto son el Plan Nacional de Rehabilitación y el Programa de Desarrollo Alternativo (Plante), que promovían proyectos productivos para facilitar la transición de los campesinos hacia economías distintas a la coca (Arenas, Majbub y Bermúdez, 2018). Al mismo tiempo, el Estado se volcaba hacia la aspersión aérea con glifosato y la persecución del campesinado cocalero, en medio de la lucha contrainsurgente (Comisión de la Verdad, 2022). Así, el modelo de incursiones pudo haber emergido como una adaptación a la guerra.

Segundo, las incursiones, al menos en su modalidad de talleritis, se adaptan muy bien al proceso de proyectificación (Li, 2019) que caracteriza a los programas de desarrollo internacionales y la planeación estatal neoliberal desde los años ochenta: en lugar de los grandes programas de largo alcance de los Estados de Bienestar, el desarrollo y la política pública se fragmenta, hoy en día, en una multitud de microproyectos, guiados por múltiples agendas diferenciales (sobre género, medio ambiente, desarrollo rural, juventudes, etc.). La talleritis permite llevar a cabo intervenciones de corto plazo sin el compromiso que implicaría la construcción y consolidación de enclaves gubernamentales.

Finalmente, las incursiones son la medida conveniente para las agendas ambientales, pues es la menos riesgosa para los bosques. A partir de 2010, al tiempo que el conflicto armado disminuía en intensidad, la presencia burocrática en los cascos urbanos aumentaba con la agenda ambiental. La protección de los bosques se convirtió en un imperativo global desde que en las Naciones Unidas se acordó el esquema REDD+, lo que impulsó un millar de proyectos y políticas contra la deforestación y ha guiado un nuevo auge de las intervenciones gubernamentales (Hein et al., 2020). Sin embargo, es difícil encontrar un caso en el que esta presencia se haya desplegado a través de la construcción de enclaves. La razón es que la construcción de infraestructura o carreteras podría incentivar una mayor destrucción forestal; de allí que la alternativa de seguir interviniendo de manera intermitente sea la más cuidadosa.

¿Es posible pensar en modos alternativos de presencia gubernamental? Jesús, el fundador de La Esquina que cité anteriormente, me ayudó a pensar en ello a través de su idea de capacitación ideal:

Pero aquí una capacitación, para que haya desarrollo, es de que el señor que haga la capacitación vaya a la finca directamente a hacer el proyecto. A capacitarlo viendo, haciendo el trabajo, cómo se hace y cómo es la mejor manera de hacer ese cultivo, así sea de maíz, sea de arroz, sea de frutales, lo que sea. Pero que esa capacitación sea directamente haciendo el trabajo, haciendo el proyecto, no una capacitación en un tablero y que nosotros le firmamos ahí la asistencia, y se fue los 2.000 los 3.000 millones que llegaron para los campesinos en una capacitación (...) Nosotros necesitamos es que los técnicos vayan directamente a las fincas a trabajar con nosotros, a capacitarnos, pero en la finca.

La propuesta me recordó a iniciativas de extensionismo rural participativo, como el método de ‘campesino a campesino’, surgidas de movimientos agroecológicos (Rosset y Val, 2011). También me recuerda a La Hojarasca, una finca-escuela amazónica que guía la etnografía de Kristina Lyons en el Putumayo (Lyons, 2020). En ambos casos, los expertos y los campesinos conviven durante períodos de tiempo indeterminados, intentando aprender nuevas formas de relacionarse con la selva y sus fincas, a través del trabajo colectivo y del aprendizaje basado en el error. Así, la colaboración excede los límites del taller y puede llegar a difuminarse la distinción entre agente gubernamental y sujeto gobernado.

¿En qué sentido es esta propuesta algo “alternativo”? El enfoque es bien conocido entre agrónomos, extensionistas e ingenieros forestales, y muchas veces se incluyen versiones miniatura de este tipo de experimentación colaborativa en los proyectos que guían la talleritis; por ello, se conocen bien sus límites. Se requieren grandes recursos para mantener funcionarios viviendo entre las fincas de manera indeterminada, y ni hablar de los riesgos de hacerlo en territorios con presencia de actores armados ilegales. Por otro lado, si estos modos de presencia ambigua se llevan al extremo, podrían conducir sencillamente a que las burocracias se quedaran sin funcionarios y sin proyectos: ¿quién estaría dispuesto a cambiar totalmente su vida como funcionario para quedarse a vivir con las comunidades? ¿Esto no crearía la tentación de abandonar el puesto y quedarse siendo un campesino?

Esto me hace soñar con la posibilidad de darle un vuelco a la talleritis.

CONCLUSIONES

Una vez me encontré con Teresa en uno de los famosos cafés del parque central de San José del Guaviare. Se veía cansada y hablaba sin ganas. “Vengo con el corazón hecho pedazos”, me dijo mientras me saludaba. En la mañana de ese mismo día, a principios de 2020, había estado sobrevolando las selvas del Parque Nacional Natural Serranía del Serranía del Chiribiquete. Se sentó frente a mí y cerró su saludo: “Es que ni les importa quemar las vacas”. Yo esperaba que me hablara sobre cómo le iba en sus proyectos con los campesinos, pero nuestra conversación no podía escapar de lo que había visto esa mañana. Los que quemaron esos parches de selva, me contaba, eran gente poderosa que buscaba despejar potreros para luego venderlos en los mercados ilegales de tierras. Poco les afecta que se quemen las vacas en sus negocios. Cerró el tema diciendo: “Estas son las cosas que me dan ganas de tirar la toalla”.

Como espero haber dejado claro, mi propuesta de pensar en la talleritis como un modo específico de presencia gubernamental es una respuesta a esa frustración de Teresa. A pesar de los proyectos fallidos, de las tensiones constantes con sus paisanos, ella sigue ahí, tratando de cambiar la manera como la gente se relaciona con la selva, de taller en taller. Mi propuesta ha sido darle un nombre a lo que hace, para poder dimensionar mejor los esfuerzos en los que está involucrada, junto con otra gran cantidad de expertos y campesinos.

Pensar en la talleritis como un modo específico de presencia gubernamental me ha ayudado a comprender una pequeña porción del abanico de posibilidades a través de las cuales se está construyendo el Estado en las fronteras forestales de la Amazonía, pero aún es una propuesta teórica en borrador y tiene sus limitaciones, las cuales compartiré enseguida, por si pueden servir para explorar un eventual marco analítico más comprehensivo.

Primero, como anuncié en la primera parte del texto, no tuve en cuenta en mi análisis la militarización. Esto se debe, en parte, a que no la encontré en las veredas que visité. Sin embargo, en varias partes del Guaviare y de la Amazonía colombiana hay bases militares localizadas mucho más cerca de la selva que las burocracias civiles. ¿Cambia esto el esquema espacial que propuse en el tercer capítulo? ¿Este tipo de infraestructura posibilita o bloquea la talleritis? Segundo, no pude analizar el modo de presencia que despliegan las Juntas de Acción Comunal. En mis descripciones, estas aparecen apenas como intermediarias, pero también son instituciones con un gran poder local que además han servido como eje articulador de la vida comunitaria en casi todas las zonas rurales del país. ¿Qué tipo de modos de intervención utilizan? ¿Deben considerarse como presencia Estatal o es más pertinente mantenerlas definidas como poderes extraestatales? Finalmente, pero no menos importante, están los avances más recientes de las intervenciones gubernamentales contra la deforestación. Algunos de estos esfuerzos están logrando instalar infraestructura para crear enclaves verdes, es decir, centros de procesamiento y congelado de frutos selváticos, con el propósito de facilitar la transición de los ganaderos a actividades económicas menos agresivas con el bosque. ¿Quiere decir esto que las intervenciones están transitando hacia el modo enclave? Me temo que sólo puedo dejar esas preguntas en filo.

Hace poco hablé con Teresa otra vez. Estaba emocionada. Me contó que otro comentario nuevo está ganando tracción: “Ay, es que ustedes quieren es que yo me vuelva un mico para andar recogiendo pepitas del monte”. Lo dicen sobre todo los hombres mayores, ahora que el proyecto de frutos selváticos está avanzando hacia la comercialización. Ya tienen infraestructura de almacenaje, y los campesinos, sobre todo los jóvenes y las mujeres, están metidos en el proyecto, aprendiendo a subirse a las palmas amazónicas para recolectar

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1 Por infraestructura de poder me refiero, siguiendo a Michael Mann, a las capacidades y condiciones que les permiten a las burocracias estatales “penetrar la sociedad civil, e implementar logísticamente decisiones políticas” (Mann, 1984).

2Uso seudónimos para preservar la anonimidad de los pobladores, los funcionarios y los informantes con los que interactué durante mi investigación.

33 Para algunas muestras de este discurso ver Global Forest Watch, 2018; DW, 2017; Betancur Alarcón, 2019; RCN, 2021. En la academia se ha usado también, aunque desde una versión más compleja, en Clerici et al., 2018; Prem, Saavedra y Vargas, 2018; Milagros Pirela, Junca, Triana-Ángel y Burkart, 2023; Vargas Reina et al., 2021; Sánchez García y Wong, 2024.

4Los detalles sobre los operativos de la Campaña Artemisa fueron denunciados en varias notas de prensa, informes e investigaciones académicas, como las de la Comisión Colombiana de Juristas (2019), Verdad Abierta (2021) y El Espectador (2021).

5El actual gobierno de Gustavo Petro rechazó, al inicio de su mandato, el enfoque de la Campaña Artemisa. Sin embargo, en 2024 intervino en el Parque Nacional Natural Serranía del Chiribiquete mediante operativos armados que se asemejan a dicho enfoque de militarización verde.

6Tomo esta metáfora geométrica directamente de Alfredo Molano ([1986] 2006), quien describió lo que ocurría en la misma frontera agraria a finales de los ochenta. El Instituto SINCHI distingue entre la “frontera agropecuaria”, paisajes deforestados conectados por tierra con el resto del país, y los “enclaves agropecuarios”, también espacios sin bosque, pero a los que sólo se accede por vía fluvial y aérea, pues se encuentran en la mitad de la selva (Murcia García, 2018). En este libro sólo usaré el primer término para referirme a ambos fenómenos, porque en mi análisis no es necesario distinguir entre frontera y enclave.

7Entrevista a Jesús, fundador del principal asentamiento de La Esquina (28 de febrero de 2020).

8La antropóloga denomina esa tendencia como la “proyectificación” de la política, y la define como un patrón histórico que emerge en los años ochenta, con el fracaso de los Estados de Bienestar y el surgimiento de los modos de administración pública neoliberal (Li, 2019).

9Llegaron detrás de la bonanza cocalera, desde el sur del Meta y Caquetá, combatieron a los narcos (en la denominada “Guerra del Guaviare”), por lo que favorecieron el modelo de producción cocalera campesina; intensificaron su ocupación y acciones armadas en la primera década del siglo XXI, para luego replegarse con la llegada del paramilitarismo y la política de seguridad democrática de Álvaro Uribe (Molano, [1986] 2006; SINCHI, 1999).

Recibido: 01 de Marzo de 2024; Aprobado: 23 de Septiembre de 2024

Cómo citar:

Olaya Díaz, C. (2025). Talleritis en el Guaviare. Un modo de presencia Gubernamental para controlar la deforestación en la Amazonía Colombiana.Análisis Político,37(109), 55-79. https://doi.org/10.15446/anpol.v37n109.118519

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