Introducción
Corrales (2022) afirma en su trabajo: “Estamos viviendo en una era de retroceso democrático”. Si bien esta temática no es nueva, y nos remite a la clásica obra de Linz (1978), titulada The Breakdown of Democratic Regimes, hoy en día es importante analizar procesos de desdemocratización a la luz de los últimos aportes teóricos y de casos de estudio. Esta es, precisamente, la pretensión de este texto: indagar en las dinámicas de desdemocratización a través de la experiencia nicaragüense. Esta experiencia que, a diferencia de muchas otras, se ha ido desarrollando de forma dilatada a lo largo de casi un cuarto de siglo, desde 2000 hasta hoy.
El caso de Nicaragua es relevante porque su proceso de desdemocratización se ha anticipado al resto de países de la región, y se ha desarrollado paulatinamente, por lo que es posible señalar, en cada periodo, los pasos a partir de los cuales un régimen liberal democrático puede impulsar elecciones autoritarias (en el sentido que le otorga Schedler 2004), derivar posteriormente en un sistema híbrido y, a partir de allí, deslizarse hacia un régimen autoritario cerrado y represor.
Uno de los aportes teóricos de referencia en relación con los procesos de desdemocratización es Levitzsky y Ziblatt (2018), pues exponen que, si bien décadas atrás las democracias “morían” mayoritariamente por golpes de estado militares, en nuestros días es más habitual que este proceso se inicie e impulse desde dentro del Estado, a partir del poder ejecutivo.
También es relevante el aporte de Mainwaring y Pérez-Liñán (2014), aunque sus planteamientos se ajustan mejor a otros casos que al nicaragüense, dado que algunos de los elementos que resaltan, como la relevancia de los grupos criminales o la insatisfacción con la democracia, no tienen tanta importancia en el caso de Nicaragua. Otros aportes los presenta también Malamud (2019), pero desde una perspectiva que rompe el marco latinoamericano y que se orienta hacia la influencia que sobre las democracias tiene el contexto internacional. También es importante tener en cuenta a autores ya clásicos como Diamond (2002) y sus perspectivas sobre los regímenes híbridos.
En cambio, creemos que los aportes de Corrales (2022), aunque elaborados principalmente a partir del caso venezolano, pueden arrojar una nueva luz sobre el caso nicaragüense. Para ello nos centraremos en dos elementos de análisis. Por un lado, en la habilidad que tuvo el gobierno de Ortega para incidir en la conformación del sistema de partidos para desequilibrar progresivamente la competición hasta vaciarla de imprevisibilidad y, en segundo lugar, en la voluntad del gobierno autócrata para utilizar la capacidad infraestructural del Estado con el fin de someter al resto de actores políticos, desvirtuar la naturaleza fiscalizadora de las instituciones liberal-democráticas a partir de eliminar cualquier atisbo de pluralismo en ellas, y erosionar los mecanismos de control. En la lógica expuesta, el texto se centra en tres elementos. Al inicio, se centrará en el estudio del grado de fragmentación de la oposición; posteriormente en el proceso de “captura del Estado” (state capturing) que se genera desde el ejecutivo una vez el gobernante autoritario se asienta en el poder; y, finalmente, en el desarrollo de un “legalismo autocrático” que cierra todos los canales de participación y oposición por parte de colectivos y partidos disidentes, a la par que pervierte las competencias y quehaceres de las instituciones y actores con el fin único de garantizar la permanencia de la dictadura en el poder. A partir de estos elementos se pretende analizar lo acontecido en Nicaragua durante el siglo XXI, periodo en el que el régimen de ese país pasó de ser liberal democrático (1990-2000), a un régimen iliberal con elecciones autoritarias (2000-2007), luego a un régimen híbrido (2007-2017), y posteriormente a una dictadura cerrada (2018 hasta hoy).
El texto se divide en los siguientes apartados: el primero trata sobre la manera en la que Ortega consiguió controlar al Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) y a su entorno organizativo para, posteriormente, subordinarlo a sus intereses personales. Este primer epígrafe es crucial para entender cómo, en pocos años, Ortega se convirtió en el líder político con mayor capacidad de maniobra política y, con ello, trazar su aterrizaje como presidente de la república. En el segundo apartado se expone cómo, a través de componendas y presiones, Ortega logró ganar unas elecciones presidenciales y, una vez en el poder, comenzó a controlar progresivamente el poder judicial y el legislativo, e impulsó transformaciones en la regulación electoral para modificar el sistema de partidos al fragmentar a la oposición hasta convertirla en inocua; con ello se muestra cómo Ortega inició un proceso de desdemocratización, lo que convirtió un régimen liberal-democrático en híbrido a lo largo de un mandato. En el epígrafe siguiente se analiza el periodo de 2011 hasta 2019, etapa que se inició de forma plácida para el régimen, que ya había controlado y cooptado la mayor parte de actores sociales, políticos y económicos relevantes del país, pero que en 2018 colapsó. La protesta social que durante los meses de abril y mayo de 2018 sorprendió a las autoridades, mostró la incapacidad de establecer canales de negociación con representantes de la protesta, y evidenció el temor de que el malestar social se convirtiera en una expresión partidaria capaz de retar al poder; ante esta situación, el Gobierno optó por una cruenta represión que utilizó la fuerza de la Policía y, también, de grupos paramilitares. Sin duda, el episodio de 2018 junto con la posterior gestión de la pandemia del COVID-19 supusieron una mutación del régimen que pasó de híbrido a autoritario. En el último epígrafe se expone cómo, desde 2019 hasta hoy (2024), el régimen político nicaragüense se ha deslizado con rapidez hacia un sistema autoritario cerrado en el que no solo se han abolido todos los mecanismos institucionales de participación y control, sino que se ha desplegado una legislación que permite al Gobierno reprimir duramente cualquier expresión de disidencia y a sus protagonistas, ya sean estos partidos, organizaciones de la sociedad civil, asociaciones religiosas o personas. Finalmente, una vez recorridas las diversas etapas de desdemocratización experimentadas en el siglo XXI en Nicaragua, se realiza una reflexión a partir de la teoría y se debate sobre las diferencias del caso analizado con otros que han experimentado vías diferentes de erosión democrática.
1. Daniel Ortega y el FSLN (1990-2000): apropiación del partido y personalización
Durante el siglo XX, Nicaragua transitó por distintos regímenes y sistemas políticos: desde la ocupación estadounidense -orquestada entre 1912 y 1933 dentro de las llamadas guerras bananeras- hasta el régimen liberal oligárquico que dio paso a la dictadura dinástica represiva de los Somoza, extendida de 1933 a 1979. Finalmente, y tras un largo periodo de insurrección, Nicaragua se liberó bajo la égida de un régimen revolucionario socialista (1979-1990) y una democracia liberal a partir de 1990 (Close 1999).
En 1979, en Nicaragua, uno de los países más pobres y desiguales de la región, se generó una revolución socialista que derrotó a la dictadura oligárquica de Anastasio Somoza Debayle. El FSLN conquistó el poder y lo mantuvo hasta 1990. Ello dio lugar a un régimen socialista de dirección plural. Durante la década siguiente, el régimen trató de colectivizar y estatalizar algunos ámbitos de la economía, recuperar la soberanía nacional y transformar productivamente el país, todo ello con resultados desiguales (Martí i Puig 2008, 78).
Dicho esto, es preciso señalar que los resultados conseguidos deben contextualizarse en el difícil periodo por el que pasó el país, pues la dirigencia revolucionaria tuvo que lidiar con la oposición armada de la Resistencia Nicaragüense, conocida popularmente como La Contra, que contó además con el apoyo del Gobierno estadounidense (Horton 1998).
En este contexto bélico, el régimen nicaragüense desarrolló un sistema de representación corporativo parecido al cubano para convocar después, en 1984, las primeras elecciones libres en más de cincuenta años. Pero fue en 1990 cuando se celebraron unas elecciones que se pueden considerar abiertamente competitivas y, por tanto, fundacionales (McConnell 2009). Fueron las primeras elecciones tras la aprobación de la Constitución de 1987 que apostaba por un sistema político liberal y representativo. Contra todo pronóstico en las elecciones de 1990 venció la coalición de catorce partidos Unión Nacional Opositora (UNO), opuesta al FSLN y liderada por Violeta Barrios de Chamorro.
Desde las elecciones de 1990 hasta las de 2006, el FSLN se mantuvo en la oposición mientras la presidencia y el legislativo eran ocupados por los partidos pertenecientes a la derecha. Todas ellas fueron, no sin algunos problemas e irregularidades, elecciones competitivas y los perdedores aceptaron el resultado.
La administración Chamorro (1990-1996) pacificó el país y robusteció el Estado de derecho, a la vez que disminuyó las políticas sociales. En las elecciones de 1996 venció Arnoldo Alemán, referente antisandinista y contradictor de Chamorro, a la que acusaba de connivencia con los sandinistas. Alemán, líder del Partido Liberal Constitucionalista (PLC) y alcalde de Managua, polarizó al país, alentando la dinámica sandinismo-antisandinismo y volviendo a las prácticas clientelares habituales en la política nicaragüense (Martí i Puig 2008, 82-83).
Mientras tanto, el FSLN cambió considerablemente a causa de diversos factores (Martí i Puig 2010). En primer lugar, cabe remarcar que, en el periodo que va de las elecciones en las que perdieron el poder (25 de febrero de 1990), hasta el momento en que asumió la presidencia Violeta Barrios de Chamorro (27 de abril de 1990), algunos dirigentes sandinistas saquearon el erario público y transfirieron bienes y recursos estatales a sus cuentas personales en el proceso conocido como La Piñata. Con el paso del FSLN a la oposición, el partido dejó de ser una estructura de partido-estado y se tuvo que adaptar a ser un partido de oposición con lo que ello acarreaba. Por ejemplo, pasó de 5000 trabajadores a 500, y se tuvieron que rehacer los estatutos, el funcionamiento y la organización interna; así, se convirtió en un partido de oposición (si bien el más importante).
Con el paso del partido a la oposición, pronto afloraron las divergencias que condujeron a la diferenciación de dos facciones enfrentadas. Por un lado, los renovadores, liderados por el líder parlamentario del FSLN y antiguo vicepresidente de la república, Sergio Ramírez, y la antigua ministra de Sanidad, Dora María Téllez, quienes predicaban un enfoque institucional y pactista para fortalecer la incipiente democracia nicaragüense; y, por el otro lado, la facción liderada por Daniel Ortega junto con Tomás Borge, quienes apostaban por una oposición más dura y la defensa de los principios revolucionarios. Después de algunos enfrentamientos internos y de elecciones internas muy ajustadas, la facción de Ortega mantuvo el poder del aparato del partido y su organización, mientras que la otra facción, después de ser apartada de sus cargos institucionales, se escindió en 1995 y fundó otro partido: el Movimiento Renovador Sandinista (MSR), con escaso éxito electoral.
Esta escisión abrió la puerta al control total del FSLN por parte de Ortega, quien desde entonces es el único e indiscutido líder del partido, en un proceso de desinstitucionalización junto con un caudillismo muy fuerte, en línea con la historia caudillista de Nicaragua y otros estados de la región. De la antigua Dirección Nacional, formada por nueve miembros con un poder parecido, solo quedaban dos: Daniel Ortega y Bayardo Arce, y todo el poder real quedó en manos del primero, secretario general del partido. A partir de 1995, todos los congresos del partido, antiguamente espacios de debate, crítica y reflexión, se convirtieron en refrendos del liderazgo de Ortega.
A partir de 1995, este control férreo del FSLN por parte de Ortega en la oposición convivió con la gestión de Alemán en la Presidencia de la República, caracterizada por un afán polarizador, prácticas clientelares y la aparición de escándalos de malversación de fondos públicos, como, por ejemplo, la apropiación de la mayoría de fondos de la ayuda internacional para paliar los efectos del huracán Mitch (Kampwirth 2004).
El miedo del presidente Alemán, acechado por los casos de corrupción y temeroso de la persecución judicial una vez fuera del poder, incentivó la negociación con el que, en teoría, era su principal enemigo y opositor, su principal antagonista político, Daniel Ortega, que a su vez ya dirigía con puño de hierro su partido, el FSLN. Estas negociaciones desembocaron, en enero de 2000, en El Pacto. Los cambios que El Pacto introdujo en la Constitución y en algunas leyes fueron determinantes para allanar el futuro camino de Ortega a la presidencia y después su sostenimiento en el poder.
Los elementos fundamentales de El Pacto fueron dos (Martí i Puig 2008, 83-84): la capacidad de un control bipartidista de las tres instituciones clave del Estado, la Oficina del Contralor General de la República, la Corte Suprema de Justicia (CSJ) y el Consejo Supremo Electoral (CSE); y la capacidad para restringir el espacio de representación política de otros partidos con la modificación de la Ley Electoral.
En cuanto a la administración de justicia, se endurecieron las condiciones para que la Asamblea Nacional levantara la inmunidad del presidente de la República, exigiendo una mayoría absoluta del 50 %. Además, se otorgaban, en la legislatura que se inició a finales de 2001, dos escaños adicionales (con su consiguiente inmunidad parlamentaria): uno para el expresidente de la república (Arnoldo Alemán) y otro para el candidato a la presidencia que quedara en segundo lugar (que todo apuntaba que iba a ser Daniel Ortega).
Por lo que refiere al sistema electoral, se bajó del 45 % al 40 % el porcentaje necesario para hacerse con el triunfo en la primera vuelta, y a 35 % en caso de que la diferencia entre el primero y el segundo fuera superior al 5 %. Este cambio favoreció enormemente a Daniel Ortega y al FSLN porque era el partido más fuerte y organizado, y competía bien en la primera vuelta, pero tenía muchas dificultades para articular grandes acuerdos con otras fuerzas que le permitiesen superar el 50 % del voto en la segunda vuelta. Un ejemplo claro lo encontramos en lo acontecido en 1990, cuando obtuvo el 41 % en la primera vuelta, y en 1996, cuando consiguió el 38 %.
También se introdujo, entre otras modificaciones legales que restringieron la pluralidad, una barrera muy fuerte a los nuevos partidos: se exigió un número de firmas superior al 3 % del censo para poder obtener la personalidad jurídica y poderse presentar a las elecciones. Se trata de condiciones draconianas que convirtieron al sistema electoral nicaragüense en uno de los más restrictivos y cerrados de la región.
Este pacto fue muy criticado por numerosos partidos de la oposición y organizaciones internacionales, pero los firmantes, en teoría rivales acérrimos, arguyeron la necesidad y la virtud del pacto para garantizar la gobernabilidad. En realidad, se establecía un bipartidismo de facto que obstaculizaba enormemente la aparición de otros partidos políticos a la vez que otorgaba el control de las instituciones a los partidos existentes y se daba impunidad a los caudillos.
En definitiva, fue un pacto para secuestrar las instituciones y constreñir el pluralismo (Close y Deonandan 2004); Ortega pudo firmar este acuerdo gracias al control total que ejercía sobre el FSLN, un partido que había ya mutado, que había pasado de ser una formación orientada al Gobierno, la labor transformadora y con una dirección plural, a constituirse como un partido electoral con un líder único y sin disidencia. En este sentido, es importante señalar que, en el caso nicaragüense, el proceso de desdemocratización no empieza en las instituciones sino en la organización partidaria. Daniel Ortega, antes de desdemocratizar el Estado, ya había hecho algo similar con el FSLN (Martí-i-Puig 2010).
2. Elecciones de 2006 y la llegada al poder de Ortega: el impulso de elecciones autoritarias y la creación de un régimen híbrido (2006-2011)
Después del pacto Alemán-Ortega, en las siguientes elecciones presidenciales de 2001, los principales candidatos presidenciales fueron Daniel Ortega por el FSLN y Enrique Bolaños, antiguo vicepresidente de Alemán, por el PLC. Aunque Ortega partía como favorito pues el gobierno de Alemán estaba muy desacreditado, finalmente Bolaños se impuso y se convirtió en presidente. Como en las elecciones de 1990 y 2001, numerosos observadores internacionales certificaron que el proceso electoral había sido limpio, competitivo y que los resultados reflejaban las preferencias de los votantes (Martí i Puig y Rodríguez Suárez 2024).
Bolaños fue el candidato del PLC a la presidencia porque recibió el apoyo de Arnoldo Alemán, ya que este no se podía presentar (no estaba permitida la reelección presidencial), y pensaba que podría seguir mandando dado que Bolaños carecía de poder interno en el partido. Sin embargo, a los pocos meses de mandato presidencial se rompió la alianza entre Alemán y Bolaños. El primero fue escogido presidente de la Asamblea Nacional -como expresidente era diputado gracias a El Pacto (en contra de la voluntad de Bolaños)-, y desde el legislativo quería controlar la acción de la Presidencia de la República. Bolaños acusó a Alemán de corrupción y malversación de fondos públicos. Todo ello derivó en un enfrentamiento abierto entre los dos, antiguos presidente y vicepresidente de la República, que terminó en una división del partido entre alemanistas (que se quedaron con el PLC) y bolañistas (bancada Azul y Blanco).
Esta división del partido también se manifestó en la Asamblea y en todas las instancias del Estado que se habían “partidizado” con El Pacto de 2000. Todo ello tuvo como consecuencia que el FSLN se convirtiera en el mayor partido en todas estas instituciones. Incluso, era tal el enfrentamiento entre Alemán y Bolaños que ambos querían negociar con el FSLN para imponerse al otro. Ortega aprovechó esta coyuntura para negociar simultáneamente con Alemán (desde 2002 retenido en su domicilio) y con Bolaños, para que un FSLN totalmente sometido dominara desde la CSJ hasta el CSE y, de paso, a muchas otras instituciones del Estado. A inicios de 2003, Ortega y el FSLN ya tenían el control de las principales instituciones del Estado; en cambio, durante el resto de su mandato, Bolaños no tuvo mayoría en la Asamblea ni pudo controlar las instituciones estatales. Solamente contó con el apoyo del Gobierno estadounidense y unos pocos diputados (Icaza Gallard 2016).
Por lo tanto, en las elecciones de 2006 no solamente se enfrentaron, como tradicionalmente lo hacían, la derecha (PLC) y la izquierda (FSLN), sino también las escisiones de cada uno de estos partidos contrarios a El Pacto de 2000: la escisión sandinista (Movimiento Renovador Sandinista [MSR]) liderada por Edmundo Jarquín, y la escisión antisandinista (Alianza Liberal Nicaragüense [ALN]) liderada por Eduardo Montealegre.
Pero estas escisiones tuvieron consecuencias muy diferentes en los dos espectros: en el campo sandinista, la escisión casi no tuvo efectos, pues Ortega (FSLN) obtuvo el 38,07 % de los votos frente al 6,44 % de Jarquín (MSR); por el otro lado, Montalegre (ALN) obtuvo el 29 % y 26,21 % José Rizo (PLC). Así, y gracias a los cambios en la normativa electoral fruto de El Pacto, como el vencedor obtuvo más del 35 % de los votos y una diferencia con el segundo superior al 5 %, Ortega se alzó con la Presidencia de la República en la primera vuelta. Unas elecciones de nuevo calificadas de limpias y competitivas por los numerosos observadores internacionales.
Pero el FSLN que ganó en 2006 no se parecía en casi nada al que perdió el poder en 1990. En 2006 era ya una organización fundamentalmente personalista, en línea con la tradición del hombre fuerte (Martí i Puig y Santiuste 2006) y orientada a la actividad electoral. El FSLN combinaba un discurso vehementemente revolucionario con un pragmatismo político que le llevaba a negociar y a establecer acuerdos con los que en teoría eran sus más acérrimos adversarios. Además, el FSLN ya era entonces un partido con una mayor estructura organizativa y el único presente en muchos barrios populares y zonas rurales. Así pues, la victoria electoral se puede explicar por el incremento de la desigualdad, por la fortaleza del FSLN y, sobre todo, por la división liberal (con dos partidos que obtuvieron el 26 % y el 29 % de los votos respectivamente, que, si hubieran sumado, habrían alcanzado una cifra muy parecida al 56 % que obtuvo Bolaños en 2001). Esta división liberal, en parte interna -fruto de rencillas personales- y en parte fomentada por el sandinismo gracias al control judicial, fue el primer paso para la fragmentación de la oposición en el sistema de partidos.
En 2006, el FSLN ganó las últimas elecciones en Nicaragua consideradas limpias por la comunidad internacional. A partir de entonces empezó lo que algunos han llamado el proceso de “desdemocratización” en Nicaragua (Martí i Puig y Serra i Serra 2020), un proceso con diversas facetas.
Con la llegada del FSLN al poder en 2007, los sandinistas ya disponían de la administración judicial y electoral con mayoría de miembros sandinistas, y una oposición fragmentada; ello fue solo el principio para rebajar la naturaleza competitiva de las elecciones.
De hecho, las siguientes elecciones fueron las municipales de 2008, y ya no fueron competitivas. Antes de los comicios, el CSE impidió presentarse a las elecciones al Partido Conservador y a la escisión sandinista (MSR) al retirarles la personería jurídica, además de otras acciones de dudosa legalidad (McConnell 2009). La limpieza de las elecciones municipales fue más que discutida. Hubo denuncias de irregularidades durante la celebración de los comicios, pero el CSE las desestimó y certificó una amplia victoria de los candidatos del FSLN. Varios medios de comunicación denunciaron fraude, la oposición convocó protestas y los simpatizantes del FSLN se tomaron las calles para impedirlo.
Los comicios de 2008 dieron inicio a las declaraciones ambiguas y la inconsistencia calculada, tan habituales en regímenes electorales autoritarios (Schedler 2013). Estas elecciones municipales de 2008 iniciaron una senda de elecciones no competitivas ni limpias que llega hasta hoy. En las elecciones que se articularon a partir de entonces, ya no fue necesario hacer nada ilegal el día de las elecciones. Se comenzaron a articular otras formas del amplio “menú de la manipulación electoral” (Schedler 2004), implementadas antes de las elecciones y en connivencia, complicidad y sumisión del CSE, sometido ya a las directivas gubernamentales.
Otra faceta es la patrimonialización de las instituciones del Estado. En 2008, la esposa de Daniel Ortega, Rosario Murillo, fue nombrada coordinadora del Consejo de Comunicación y Ciudadanía, y con ello formalmente obtuvo un asiento en el gabinete. Este nombramiento inició la normalización de la presencia -cada vez más habitual- de hijos y parientes del matrimonio en cargos estatales y empresariales, lo que abrió la puerta a la patrimonialización de la política y al nepotismo (Martí i Puig 2009).
Pero, quizá el hecho más destacado de este periodo en relación con la desdemocratización se dio posteriormente: Daniel Ortega se pudo presentar a la reelección presidencial, aunque la Constitución lo prohibía expresamente en sus artículos 147 y 148. Ortega pretendía volverse a presentar y, desde 2009 trató de derogar el precepto constitucional de varias formas, pero no contaba con una mayoría suficiente en el legislativo, y todos los partidos de oposición anunciaron que no respaldarían la posibilidad de reelección presidencial. Es por ello que Ortega se benefició de una argucia legal, como explica Tremino Sánchez:
De esta forma, en conjunto con los alcaldes sandinistas, Ortega recurrió al Consejo Supremo Electoral (CSE), con la solicitud de la revisión de los artículos 147 y 178 de la Constitución de 1995. El CSE rechazó ad portas la solicitud, lo que permitió al líder interponer un recurso de amparo ante la Sala de lo Constitucional, en el que se alegó la violación al derecho fundamental de “ser elegido”. El argumento fue acogido en la sede judicial que emitió una sentencia declarando inaplicable el artículo en cuestión y ordenó al CSE acreditar al presidente y los demás cargos para volver a presentarse como candidatos en las elecciones de 2011. La sentencia se decidió con la exclusiva presencia de los magistrados sandinistas (propietarios y suplentes). (2015, 156)
Aunque Nicaragua no fue el único estado que permitió la reelección presidencial cuando estaba prohibida, ni tampoco fue el único en ampliarla (Martínez 2010; Martínez y Brenes 2012), Ortega es el único beneficiario de ellas que aún se mantiene en el cargo, hecho que significa que la reelección no se hizo solo con la pretensión de alargar un mandato, sino con voluntad de perpetuarse en el poder. A través de negociaciones y extorsiones consiguió moldear el sistema electoral para hacerse con la victoria presidencial de 2006 y, una vez en el poder, comenzó a controlar los diversos resortes institucionales con el fin de erosionar los mecanismos de accountability que caracterizan a una democracia. Además, a través del CSE, consiguió modificar el sistema de partidos al fragmentar la oposición hasta convertirla en inocua. No es casual, en este sentido, que la literatura exponga (Corrales 2022; Diamond 2002) que el paso de un gobierno democrático a uno híbrido está altamente relacionado con la fragmentación de la oposición en un sistema de partidos en el que el oficialismo es dominante. Este fenómeno, que a veces puede ser sutil, tal como lo fue en la primera administración de Ortega, suele impulsarse a través de la polarización de la vida política y la deslegitimación de la oposición. La administración orteguista lo impulsó a través de un discurso populista y del incremento el gasto social destinado a los colectivos de bajos recursos a través de políticas sociales focalizadas.
3. De la cooptación a la represión (2011-2019)
Durante este periodo se dio la construcción de un régimen que se va cerrando de forma progresiva. Hay tres elementos relevantes que explican el proceso de desdemocratización en el periodo que va de 2011 hasta 2018 (Martí i Puig 2016a): unos procesos electorales cada vez menos competitivos, la reforma constitucional de 2014 y las alianzas del régimen con nuevos actores de cariz autoritario.
En lo electoral cabe destacar que, en las elecciones de 2008, se combinó competitividad y fraude, pero a partir de entonces ya no se han celebrado más elecciones competitivas en el país y se entró en otra fase que podríamos denominar como de régimen electoral autoritario: aquellos sistemas no democráticos que mantienen algunos aspectos democráticos formales, pero practican el autoritarismo (Schedler 2013).
Desde las elecciones de 2008, el Gobierno ya no tuvo que urdir estrategias el día de las elecciones porque la oposición había quedado disminuida, dividida y sin capacidad real para competir.
Una de las capacidades que se otorgó al CSE fue la de revisar de forma continua el padrón electoral, además de la posibilidad de eliminar a quien de manera reiterada no hubiera votado desde 2006 con el fin de apartar a los fallecidos o ausentes, pero también sesgando el censo contra quién no votó por protesta o por no legitimar al régimen.
En 2011 hubo elecciones presidenciales y legislativas en las que los opositores no estaban en las mesas electorales y la mayoría de fiscales eran sandinistas (Pérez Baldotano 2012). Ortega ganó las primeras con un 62,5 % de los votos, con una oposición dividida entre el locutor de radio Fabio Gadea, 31 %, y Arnoldo Alemán, con el 5,9 %. En el legislativo, el FSLN obtuvo la mayoría absoluta con 61 diputados. Aunque Gadea no reconoció los resultados, parece creíble que Ortega y el FSLN ganaran las elecciones sin hacer trampa, pues la oposición ya estaba dividida y disminuida desde antes. En las elecciones municipales de 2012 el FSLN ganó en 134 de los 153 municipios del país.
En las elecciones municipales de 2012 se consolidó lo conseguido a través de las urnas en 2008, del decretazo y la destitución de alcaldes y otros funcionarios a nivel municipal en 2010, y de la reforma electoral orquestada meses antes. La reforma electoral de mayo de 2012 concedió autonomía al CSE para revisar de forma continua el padrón electoral. Esta prerrogativa le permitió depurar el padrón de ausentes y fallecidos, pero también de desencantados, apáticos y opositores (Martí i Puig 2016b, 244).
El país llegaba al final de un ciclo de elecciones que, en pocos años -en el periodo que va de 2006 a 2012-, consolidó la omnipresencia del sector orteguista en las instituciones. Se abrió así un nuevo periodo marcado por la capacidad de Ortega, y del bloque hegemónico construido a su sombra de edificar un sistema de corte caudillista. Una nueva reforma a la constitución en 2014 disipó todo atisbo de duda sobre en quién residía el poder.
En lo que respecta a la Constitución, cabe señalar que en 1995 y 2005 se aprobaron algunas reformas constitucionales para limitar el poder del presidente, que dieron lugar a un régimen presidencial parlamentarizado (Álvarez y Vintró 2009), pero en 2014 la reforma fue en dirección contraria (Álvarez y Vintró 2014). Lo primero que cabe señalar es que se llevó a cabo mediante la enmienda parcial, y con ello se evitó la creación de una asamblea constituyente.
En relación con la figura presidencial destacan varios cambios: en lo que respecta a la elección presidencial, se eliminaron las restricciones a la reelección indefinida y se cambió el método de elección por el de mayoría simple. Así, se facilitaba la reelección de Ortega, no a través de la dudosa fórmula que le permitió presentarse en 2011, sino a través de la Constitución, que lo permite claramente desde ese momento.
En torno a la figura presidencial, se le volvió a otorgar el poder de dictar decretos, y así el presidente se convirtió en un colegislador de facto. Por lo demás, se suprimió la comparecencia anual del presidente en la Asamblea para presentar su informe anual, y se permitió igualmente la ratificación de cargos nombrados por el presidente en la Asamblea a través de la mayoría simple. Además, en la Asamblea la titularidad de los escaños recayó en los partidos y no en los diputados.
Por otro lado, se estableció una relación directa de los cuerpos armados con la Presidencia de la República (Cuadra Lira 2016) para situarlos bajo su control, a la vez que se abrió la puerta a la presencia de militares en asuntos civiles cuando “razones de seguridad nacional” o “cuando el interés supremo de la nación lo demande” (Aguilar Altamirano et al. 2014).
Finalmente, en las alianzas establecidas por Ortega, el presidente ha sabido compatibilizar el apoyo de los más pobres con el sustento de las grandes empresas. Así, el modelo privado de producción y comercialización iniciado después del sandinismo en 1990 se ha profundizado.
Es innegable que el Gobierno ha contribuido a la mejora de la calidad de vida de las personas más pobres con varias políticas sociales de lucha contra la pobreza, muchas veces cercanas al clientelismo. Sin embargo, sobre este particular hay autores que asignan a otros factores coyunturales y a la afluencia de remesas las causas de esa disminución de la pobreza (Sáenz 2016).
En las elecciones de 2016, el FSLN y Ortega se impusieron con mayor claridad que en los comicios precedentes del 2011. A ello contribuyó también el llamamiento a la abstención que protagonizaron algunos sectores de la oposición debido al carácter no competitivo de aquellas elecciones.
Durante el periodo que fue del 2016 a las elecciones de finales de 2021, el FSLN dominó con claridad la cámara legislativa, pues contó con 71 de los 92 diputados de la Asamblea Nacional. De este modo, la representación de las fuerzas opositoras en los espacios institucionales fue disminuyendo poco a poco y la situación colapsó en abril de 2018 con el estallido social y las manifestaciones de rechazo al Gobierno, en las que se reclamó por diversas cuestiones, pero, en gran medida, por políticas de ajuste en el seguro social y la mala gestión en los incendios en la reserva de Bosawás (Martí i Puig y Serra i Serra 2020).
Fue a raíz del impacto de la crisis económica, derivada de la ausencia de ayuda económica venezolana y de la mala gestión gubernamental, que una protesta que parecía minoritaria e inocua (la de jubilados que demandaban mejores pensiones) terminó por activar a una mayoría social de protesta capaz de enfrentar al régimen en la calle. La resurrección política de la sociedad civil tuvo un efecto inesperado: el rabioso contraataque por parte del Gobierno, que adaptó e innovó estrategias para aferrarse al poder y recurrió a una represión desmedida y a la utilización de grupos paramilitares. El cálculo de la oposición -que era posible desestabilizar al Gobierno- no fue certero, pues este intensificó su pulsión autoritaria hasta límites inesperados, y activó herramientas y mecanismos de violencia y control desconocidos hasta la fecha.
Así, si bien la oposición -con un protagonismo mayoritario de los jóvenes- pidió la dimisión de Ortega, tuvo como respuesta la prisión, la muerte y el exilio. Si en ese momento de la crisis el Gobierno respondió de forma apresurada y agónica con una represión incluso ilegal, a partir de ese momento, y aprovechando la crisis sanitaria causada por el COVID-19 (Martí i Puig y Rodríguez Suárez 2021), el Gobierno empezó a impulsar leyes para finiquitar cualquier atisbo de oposición. Con ello, el régimen que en 2011 aparecía como híbrido, corporativo y con una gran facilidad para cooptar agentes con sensibilidades muy diversas (desde la gran empresa hasta la Iglesia católica, pasando por los pequeños comerciantes) después de la crisis política de 2018 y de la sanitaria de 2019, elaboró las bases de un sistema autoritario, represor y cerrado.
Cuando aparecieron las protestas, el régimen se encontró en la disyuntiva de negociar o reprimir, y optó por la segunda alternativa. Podemos analizar esta disyuntiva nicaragüense tomando como referencia los aportes que ofrece el trabajo de Corrales (2022), pues las convergencias entre Venezuela y Nicaragua, sobre todo tras la llegada de Maduro, parecen evidentes. Maduro se enfrentó a una oposición política que tenía capacidad de convocatoria, y la combatió mediante las estrategias electorales y callejeras que podían disolver la coalición electoral antichavista. Es sobre este punto que Corrales muestra cómo el régimen semiautoritario se cierra y genera procesos de innovación y sofisticación de sus herramientas represoras con el fin de mantenerse en el poder acudiendo a lo que el autor llama institutional reservoirs; es decir, herramientas diversas del sistema, muchas veces creadas exprofeso, que sirven para establecer un legalismo autoritario, hacerse con el control de las cortes, de las autoridades electorales, y finalmente, con el aparato coercitivo “vampirizando” el sistema político.
4. El cierre autoritario del régimen (2019-2024): lealtad, expulsión o cárcel
La pandemia global irrumpió en la escena nicaragüense en marzo de 2020, con lo cual el régimen nicaragüense tuvo que hacer frente a una nueva crisis. Sin embargo, este contexto de suma gravedad, lejos de amedrentar al Gobierno, le brindó la oportunidad de solucionar la primera crisis, la de 2018, a costa de la segunda, la pandémica. A través de la Asamblea Nacional, cuyo funcionamiento no se vio afectado en lo sustancial debido a la pandemia, se aprovecharon las mayorías del FSLN para aprobar un paquete legislativo destinado a alejar a la oposición del juego político (Martí i Puig y Rodríguez Suárez 2021, 386). Bajo estas premisas se comenzaron a impulsar iniciativas legislativas que permitieran el control de la actividad en el ciberespacio.
El 29 de septiembre de 2020, haciendo uso de un decreto presidencial, se aprobó la Estrategia Nacional de Ciberseguridad, que tuvo por objeto el control de la difusión de información por parte de los trabajadores, a los que se situaba como posibles vehículos de la filtración de información sensible (La Gaceta Diario Oficial de la República Nicaragua 2020a). Un mes después, el 30 de octubre, la Asamblea dictó la Ley 1042, Ley Especial de Ciberdelitos (La Gaceta Diario Oficial de la República Nicaragua 2020b). La conocida por la oposición como “Ley Mordaza”, la cual señalaba que la publicación o difusión de información falsa o tergiversada acarrearía hasta cinco años de prisión. Lo más gravoso de la ley era la falta de concreción sobre lo que debía considerarse información tergiversada o falsa, una circunstancia que dejaba en manos de la judicatura, bajo la égida gubernamental, la interpretación de estas categorías y los castigos que debían aplicarse en cada caso.
Sin embargo, esta medida de control exhaustivo de la información no se consideró suficiente y se completó con la Ley de Regulación de Agentes Extranjeros, aprobada el 15 de octubre de 2020, y que obligaba a registrar en el Ministerio de Gobernación a las personas que recibían fondos o respondían a intereses extranjeros (La Gaceta Diario Oficial de la República de Nicaragua 2020c). A raíz de esta ley, varias organizaciones extranjeras de carácter cultural, fundaciones nicaragüenses y ONG suspendieron su actividad (Luna 2021).
Sin embargo, la ley que se erigió como herramienta fundamental para el control estrecho de la oposición fue la Ley de defensa de los derechos del pueblo a la independencia, la soberanía y autodeterminación para la paz (La Gaceta Diario Oficial de la República de Nicaragua 2020d). Esta ley, aprobada en diciembre de 2020, fijaba en su articulado los criterios que podían convertir a un ciudadano en traidor a la patria. Las actividades sujetas a sanción eran lo suficientemente amplias como para que cualquier tipo de protesta pudiera encuadrarse en las borrosas categorías relacionadas con la traición a la patria.
Estas tres leyes, la de ciberdelitos, la de agentes extranjeros y la de defensa de los derechos, independencia, soberanía y autodeterminación se complementaron con varias reformas legislativas, que, en su articulado, contenían disposiciones que incrementaron la presión sobre los opositores.
De este modo, entre finales de 2020 y principios de 2021, la Asamblea Nacional y el Ejecutivo, aprovechando la vorágine de la pandemia, aprobaron una terna de leyes, reformas, adiciones y modificaciones con el propósito de cercenar las posibilidades de cualquier tipo de oposición.
El régimen de Ortega se blindó contra la oposición y, además, se aprestó a una reforma electoral que hizo todavía más difícil la labor de los opositores. La reforma orteguista fue aprobada en mayo por la Asamblea Nacional. En la misma jornada también se hizo pública la designación de los nuevos miembros del CSE. De los diez magistrados designados, seis se encontraban en el entorno del FSLN y los cuatro restantes figuraban como afines al régimen (Martínez 2022).
La reforma electoral colocó al régimen orteguista en situación de ventaja, y a la oposición, junto con las formaciones políticas y sus miembros, al alcance de la legislación gubernamental. Los medios de comunicación afines quedaron bajo amenaza, en una posición de vulnerabilidad manifiesta. La labor legislativa articulada por el régimen orteguista desde la llegada de la pandemia cobró entonces toda su dimensión y significado.
La verdadera oposición, la que no estaba en la Asamblea Nacional a modo de comparsa, se vio así envuelta en un sistema de contradicciones. Además de verse obligada a operar en un contexto sin garantías, tuvo que gestionar su diversidad interna. Las dos principales organizaciones surgidas del estallido social de 2018, la Alianza Cívica (AC) y la Unidad Nacional Azul y Blanco (UNAB), no lograron convertirse en vehículo electoral para confrontar electoralmente.
El bloque hegemónico de obediencia orteguista, con todo el peso del Estado a su servicio, se aprestó así a descargar sobre la oposición lo legislado hasta el momento. Los partidos más señeros de la oposición perdieron la personalidad jurídica, y comenzó el goteo de la apertura de diligencias contra varios líderes de la oposición. Se iniciaba así la fase del cierre político definitivo (Martí i Puig, Rodríguez Suárez y Serra i Serra 2022, 394).
Antes de que llegara a su fin el mes de junio de 2021, el número de detenidos y encausados era ya significativo (Corte Interamericana de Derechos Humanos 2021). Seis precandidatos presidenciales habían sido detenidos y numerosas figuras de las principales formaciones políticas se encontraban ya bajo arresto. De especial significación, por la carga simbólica que portaban, fueron las detenciones de tres exguerrilleros de la lucha sandinista: Dora María Téllez; Víctor Hugo Tinoco, exvicecanciller; y Hugo Torres, general de brigada en retiro. De todos modos, las detenciones no se circunscribían al ámbito estrictamente político, pues figuras del ámbito económico corrieron la misma suerte (Corte Interamericana de Derechos Humanos 2021).
El goteo de arrestos, encarcelamientos y detenciones continuó en los meses subsiguientes hasta acercarse al medio centenar después de las elecciones. Especial trascendencia tuvo el fallecimiento de Hugo Torres en prisión en febrero de 2022, a los 73 años, así como la condena a ocho años de cárcel para Dora Téllez.
La represión era sistemática y apuntaba a todos los partidos políticos y a una parte sustancial del tejido económico y asociativo de la sociedad civil no adscrito al régimen. En vísperas de las elecciones, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos había emitido ya tres requerimientos para que se adoptaran medidas a favor de la puesta en libertad de los opositores encarcelados (CIDH 2022).
El Gobierno de Nicaragua no atendió las peticiones y bajo este clima de acoso exterior y represión interior se celebraron unas elecciones totalmente controladas en las que la oposición estaba en manos de partidos domesticados. Las elecciones presidenciales, legislativas y al Parlamento Centroamericano de 2021 consolidaron el poder que ya ostentaba Ortega, y lo hicieron a un nivel desconocido hasta el momento. El FSLN aumentó su presencia en la Cámara Legislativa con 75 diputados de 92. Daniel Ortega se impuso en la presidenciales con casi el 76 % del total de votos emitidos.
Así, las elecciones de noviembre de 2021 consolidaron un nuevo ciclo de autoritarismo cerrado en el país, y se agudizó el carácter represivo.
Desde entonces, y de forma paulatina, los espacios de participación política articulados al margen del régimen han sido clausurados y el matrimonio Ortega-Murillo se encuentra ya al frente de un régimen que tiene el carácter de un gobierno-Estado.
En octubre 2023 la lucha por tener el control absoluto de la burocracia estatal se materializó con el asalto a la Corte Suprema de Justicia (CSJ). La presidenta fue destituida y la misma suerte corrieron el administrador general y varios jueces (Redacción Confidencial 2023). El vicepresidente asumió la presidencia en funciones hasta febrero de 2024, momento en el que también fue depuesto del cargo (Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas 2024, 4).
También el ámbito militar ha sido cooptado y ha recibido el mensaje de que no serán consentidas las desavenencias ni el cuestionamiento de la acción gubernamental. El arresto de Humberto Ortega, hermano del presidente y ministro de Defensa entre los años 1979 y 1990 así lo atestigua (Miranda Aburto 2024).
El cerco sobre la Policía y el Ejército por parte de la presidencia del país ha venido estrechándose desde la promulgación de la nueva Ley de Policía y las reformas a la Constitución y al Código Militar acometidas entre diciembre de 2013 y junio de 2014 (Cuadra Lira 2016, 150-152). A partir de entonces, la institución militar y la Policía han establecido una relación de subordinación directa al presidente. Este fenómeno se ha reforzado en la última década y ha terminado por generar fuertes vínculos entre el Ejército, la Policía, el partido, la Presidencia y Vicepresidencia.
Las fuerzas de seguridad, el poder Judicial, el Legislativo y la burocracia estatal se encuentran ya totalmente subyugadas al control presidencial, bajo la premisa de un sistema político no-democrático en el que la distinción entre partido y Estado es cada vez más confusa, y en el que la vicepresidenta y el presidente ejercen el control directo. También se han eliminado ya las instituciones y los colectivos susceptibles de organizarse como futura disidencia o alternativa al poder establecido. Así ha sucedido con el ámbito de las universidades, con el entorno y la institucionalidad católica y de otras sensibilidades religiosas, con los medios de comunicación y con muchos de los presos políticos y los disidentes de diversa condición.
En la actualidad, la capacidad de mostrar o articular una alternativa a la realidad imperante de fuerte represión prácticamente ha desaparecido en el interior del país. La disidencia, la supuesta y la real, y los sectores vinculados al ámbito de la comunicación han partido hacia el exilio, en muchas ocasiones tras ser privados de la nacionalidad, y se encuentran en prisión o viven bajo la premisa de un régimen de autocensura. En el último año, el número de nicaragüenses privados de la nacionalidad supera ya los 300 (Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas 2024).
La reforma constitucional que permite despojar de la condición nacional a los que sean acusados de traicionar a la patria fue aprobada en febrero de 2023 (Asamblea Nacional 2023), horas antes de que se materializara la expulsión de 222 personas. Catalogados como traidores a la patria, a estos 222 le siguieron otros muchos, y la mayoría de ellos quedaron en la condición de apátridas (Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas 2024, 7). No solo perdieron la nacionalidad, sino que fueron también despojados de otros derechos humanos fundamentales: fueron privados de su identidad legal al suprimirse sus actas de registro civil, incluidas las actas de nacimiento y matrimonio, lo que tuvo una incidencia más allá de los propios involucrados, y afectó también la condición legal de sus familias, cónyuges e hijos. Muchos de los expulsados también fueron privados de sus propiedades, que fueron confiscadas, y de sus cuentas bancarias, que fueron intervenidas, lo que les dejaba en una situación de extrema vulnerabilidad; algunos de ellos vieron también cómo sus pensiones fueron canceladas, así como también sus títulos y expedientes universitarios (Castillo Vado 2024b).
La oposición también está relacionada con otros sectores que han sido fuertemente reprimidos. La Iglesia católica ha sido uno de ellos. Sin embargo, su posición beligerante es relativamente reciente, pues su enfrentamiento con el régimen se ha ido decantando a medida que la deriva antidemocrática del gobierno orteguista se afianzaba. La Iglesia ha pasado de colaborador necesario y complaciente -después de la vuelta de los sandinistas al poder en 2007- a ente moderadamente crítico -tras las reformas acometidas a partir del año 2014-; luego se desempeñó como facilitador del diálogo entre el Gobierno y los opositores tras el estallido social de abril de 2018; y ya en los últimos años ha sido abiertamente hostil al régimen, especialmente tras el fracaso de los encuentros entre Gobierno y la oposición en los que la Iglesia fue el facilitador (Miranda Aburto 2019).
Durante los últimos años, la Iglesia ha asistido también a la confiscación, a mediados de agosto de 2023, de los bienes de la Universidad Centroamericana (UCA), dirigida por la Compañía de Jesús (Hernández 2023). Además, ha visto cómo las celebraciones y eventos de carácter religioso han sido condicionadas por la intervención estatal. En marzo de 2024, el gobierno del presidente Ortega impuso, por segundo año consecutivo, fuertes restricciones a la celebración de la Semana Santa, y limitó las procesiones o las recluyó al interior de los templos (Castillo Vado 2024a). No obstante, los desencuentros del gobierno orteguista con las instituciones religiosas no se circunscriben exclusivamente a la Iglesia católica. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos solicitó a Nicaragua hace escasas semanas (marzo de 2024) que adoptara medidas a favor de once misioneros evangélicos nicaragüenses privados de la libertad (Associated Press 2024).
Queda claro, pues, que después de las elecciones de 2021 el Gobierno de Nicaragua ha sometido a una fuerte represión a cualquier grupo disidente. Así ha sucedido con los dirigentes y muchos miembros de las comunidades indígenas y afrodescendientes que no comulgan con el régimen establecido (Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas 2024, 10 y 11), la misma suerte ha corrido el movimiento campesino (Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas 2024, 12), la universidad y la Iglesia católica. Todo ello ha hecho que las relaciones con los Estados Unidos se hayan deteriorado a niveles que no se registraban desde la década de 1980 del siglo pasado.
Esta tensión entre Managua y Washington, que se ha sostenido de forma intensa desde 2021, ha hecho que las relaciones con Rusia (Krivolapov y Stepanova 2023), sobre todo en el ámbito de la seguridad, sean más estrechas y que los vínculos con China también se hayan fortalecido (Matus Rodríguez y Pérez Espinoza 2023). Ante las sanciones establecidas en los últimos años por parte de Estados Unidos, la Unión Europea y Canadá sobre funcionarios nicaragüenses, empresas e instituciones estatales, el presidente Ortega ha optado por vincularse estrechamente con China y Rusia, además de fortalecer alianzas con socios tradicionales como Cuba y Venezuela, y con otros países con los que se pretende establecer vínculos cada vez más cercanos como Irán y Corea del Norte.
Conclusiones
Una vez expuesto el itinerario político de Nicaragua a lo largo un cuarto de siglo, es preciso señalar que el país representa un caso paradigmático de desdemocratización en cámara lenta. Se trata de un caso que ratifica algunas de las tesis que aporta Corrales (2022).
En Nicaragua el poder autoritario de Ortega evolucionó gracias a la capacidad del Gobierno de cambiar las reglas del juego político e inducir a la fragmentación de la oposición; cooptar y neutralizar el sistema judicial, el poder electoral y las fuerzas armadas; y también hacer cómplice de negocios y parabienes a empresarios y corporaciones o, en caso de resistirse, reprimirlos.
También coincidimos con Corrales (2022) en que la vía del tránsito a un régimen semiautoritario -o a uno totalmente autocrático- es fruto de un fenómeno “contraintuitivo” que ocurre cuando la oposición reta abiertamente a la autoridad, y en el caso nicaragüense esta posición se concreta en la movilización masiva del 2018. Fue ante esta afrenta que el Gobierno nicaragüense impulsó una represión total. Al inicio, la represión fue improvisada e ilegal y posteriormente se activó la legislación represiva. A partir de entonces, el régimen híbrido se cerró abruptamente generando un proceso de sofisticación represiva con el fin de mantener el poder al acudir a lo que Corrales (2022) llama institutional reservoirs; es decir, a las diversas herramientas del sistema que sirven para establecer un legalismo autoritario, hacerse con el control total de las cortes, las autoridades electorales, la burocracia, el aparato coercitivo y la red comunitaria. En resumen, se vampiriza todo el sistema político. Es a partir de dicho momento que el régimen de Ortega, ya plenamente autoritario, tuvo la capacidad de generar un sistema de control político autoritario desafiando de forma contraintuitiva la premisa de Max Weber que reza que el “Estado debe tener el monopolio legal de la violencia”. En este sentido, Ortega, además de concentrar el poder, también ha promocionado la entrada de los militares en negocios, ha permitido que organizaciones paramilitares puedan amedrentar a la oposición, y ha puesto y expulsado jueces a su antojo.
Sin embargo, y a diferencia de lo que expone Corrales, la irrupción de un régimen autoritario en Nicaragua no se debió a la emergencia de un líder carismático ni populista, como sí lo fue en la Venezuela de Chávez, sino a la capacidad que tuvo uno de los nueve comandantes de la revolución sandinista de controlar y patrimonializar el FSLN, que nació como guerrilla, posteriormente se convirtió en partido-Estado, y desde 1990 en un partido político que tenía que competir por votos. Sin embargo, no se trataba de un partido cualquiera: el FSLN ya tenía, fruto y herencia del periodo revolucionario, sólidos vínculos con la mayor parte de los resortes del poder estatal como el Ejército, la Policía, los jueces y la burocracia, a la par que había creado una burguesía propia, fruto del expolio que supuso La Piñata. Fue a partir de estos resortes, y al aprovechar los desacuerdos y los errores de los gobernantes liberales (los presidentes Arnoldo y Bolaños), que Ortega pudo aplicar la receta de desdemocratización señalada.
Dicho esto, podemos señalar, tal y como se argumenta en el artículo, que la desdemocratización se produce primero en el partido y después en el Estado (Martí i Puig 2010) y que la capacidad de intervenir en las instituciones se comienza a labrar antes del regreso al poder del sandinismo a través del acuerdo entre Alemán y Ortega. Después, para analizar el periodo posterior a 2011, la perspectiva de Corrales también nos sirve como herramienta heurística, pues nos ayuda a entender la fractura progresiva de la oposición, la captura del Estado y la apuesta por la represión violenta cuando aparecen las protestas.
También constatamos que el carisma de Chávez fue muy superior al de Ortega, lo que nos puede ayudar a entender la lentitud y el gradualismo con que se desempeñó el mandatario nicaragüense en el proceso de desmantelar los contrapesos democráticos y las estructuras de control democrático del Estado. Sin embargo, este gradualismo no solo responde a la falta de carisma (a diferencia de Chávez o de Bukele), sino también al recuerdo traumático que para Ortega tuvieron las elecciones de 1990 en las que muchos actores políticos (la Iglesia católica, los Estados Unidos, las clases medias, la gran empresa, etcétera) se aliaron para oponerse a la revolución sandinista y consiguieron vencerla en las urnas.
Por ello, desde su llegada al poder en 2007 hasta 2018, Ortega prefirió desdemocratizar al Estado lentamente a la par que cooptaba a quienes, en otro momento, fueron sus enemigos. No fue hasta 2018, con las protestas masivas en las calles, que el régimen mostró su rostro represivo y descarnado.