Introducción
Los partidos políticos son actores fundamentales en las democracias, ya que sirven como vehículos para representación, accountability y gobernabilidad (Sartori 1976). El rol de los partidos como vehículos de representación está mediado por la identificación partidaria (positiva o negativa) -entendida como una identificación psicológica duradera (Campbell et al. 1960)- expresada en la autopercepción de pertenencia a una organización partidaria (Green et al. 2002). La identificación partidaria ayuda a los individuos a organizar mentalmente la complejidad de la política, a integrar la información dentro de un sistema de creencias políticas y a evaluar los acontecimientos políticos. Al ser el vínculo entre las personas y los partidos, la identificación partidista se considera un eje central de nuestra comprensión moderna de la democracia electoral (Weisberg y Greene 2003). Por lo mismo, existe una extensa literatura abocada al estudio de las lealtades partidarias y su rol en la política democrática (Budge, Ezrow y McDonald 2010; Dalton y Wattenberg 2002; Miller 1991).
Gran parte de esta literatura se enfoca en democracias avanzadas. Si bien algunos trabajos indican que existirían importantes similitudes entre la identificación partidaria en Latinoamérica y en el norte global (Dalton y Weldon 2007; Lupu 2015), otros han enfatizado que una serie de factores inciden en las particularidades de estos vínculos en la región. Ya sea por el análisis que hacen del rol de las relaciones clientelares, de patronazgo o de caudillismo, se ha instalado la idea de que la política latinoamericana no se orienta por identidades partidarias tradicionales.
Además, el contexto global de crisis de las democracias y las particularidades de esta crisis a nivel local hacen más complejo el escenario. Actualmente, la ciudadanía latinoamericana vive un fuerte desencanto con sus representantes políticos y con la democracia en general, tanto en sistemas institucionalizados como en aquellos que colapsaron (Meléndez 2014), ya sea por la explosión de casos de corrupción en la región, por el debilitamiento de las redes clientelares al reducirse el gasto fiscal en general o por la falta de vinculación de los partidos con la sociedad (por ejemplo, Luna y Altman 2011). Hoy, un muy bajo porcentaje de los individuos desarrolla identidades partidarias positivas. Esto se observa en que, en promedio, solo el 31,5 % de los latinoamericanos se siente cercano a algún partido político (Latinobarómetro Corporation 2023).
Parte de este problema de identificación partidaria se expresa en la emergencia de liderazgos antiestablishment u outsiders (Carreras 2012; Zanotti y Roberts 2021): la ciudadanía latinoamericana opta por partidos y candidatos cuya imagen está relacionada con el rechazo al sistema político institucional. Sin embargo, pareciera que, para entender la política latinoamericana, más que enfocarse en el rechazo a todo el sistema político completo, hay que enfocarse en el rechazo a ciertos actores políticos o proyectos específicos. El desencanto hacia la política posibilita la construcción de identidades políticas negativas hacia ciertos partidos. Estas identidades negativas, en muchos casos, serían clave para entender las fuentes de ilegitimidad democrática, las transformaciones en la representación política y los desafíos del accountability democrático. De hecho, investigaciones recientes muestran que los partidos políticos cumplen un rol central en las democracias regionales al orientar el actuar político de las personas, pero a partir del rechazo (Haime y Cantú 2022; Meléndez 2022).
En línea con esta literatura, en el presente artículo se busca analizar en detalle las identidades negativas como un tipo distintivo de vínculo político, que ha sido soslayado como tal por la literatura. Específicamente, este trabajo estudia las orientaciones ideológicas de quienes portan identidades partidarias negativas (y no positivas), a través de una medición original y compartida en cinco países latinoamericanos: México, Honduras, Brasil, Chile y Argentina. Desarrollamos este trabajo a través de modelos logísticos que permiten reconocer los factores asociados con estas identidades negativas y su capitalización electoral posterior. A través de la comparación de estos casos, se observa que, en aquellos países en los que las identidades negativas han estado correlacionadas con posiciones ideológicas, estas permiten construir vínculos políticos que sostienen la emergencia de liderazgos radicales (tanto de izquierda como de derecha); mientras que en aquellos países donde las identidades negativas no tienen inscripción ideológica clara, estas no consiguen constituir vínculos políticos renovados. Proponemos una teoría sobre el impacto de las identidades partidarias negativas en la vinculación entre políticos y electores. Consideramos que, si bien este tipo de identidades contribuyen a la estabilidad del sistema partidario, no son beneficiosas para la institucionalización del sistema de partidos, sino que, por el contrario, socavan la legitimidad de este.
Hacia una teoría de la identidad partidaria negativa como vínculo político
La identidad partidaria, tradicionalmente estudiada en su versión positiva, ha sido teorizada desde dos perspectivas: la afectiva y la cognitiva. La primera, planteada originalmente por Campbell et al. (1960), la entiende como una identificación psicológica duradera expresada en la autopercepción de membresía a un partido determinado (Green, Palmquist y Schickler 2002). En esta aproximación, el énfasis está en la pertenencia a un grupo y en la orientación afectiva hacia él (Campbell et al. 1960). Una perspectiva alternativa tiene su origen en los planteamientos de Fiorina (1981), quien enfatiza en los procesos racionales y cognitivos que dan forma a la identificación partidaria. Quienes tienen una identificación partidaria llevan un registro continuo de evaluaciones retrospectivas sobre el desempeño de los partidos para determinar a cuál otorgan su lealtad (Achen 1992). En este trabajo recogeremos ambas perspectivas, pues como indican Sniderman, Brody y Tetlock (1991), el afecto y la cognición son complementarios en política.
Aun cuando en las primeras conceptualizaciones de identificación partidaria (Campbell et al. 1960) la literatura alude a identificaciones positivas y negativas, la ciencia política ha privilegiado la primera y ha soslayado la segunda. Este artículo se centra en la identidad partidaria negativa, entendiéndola como una persistente hostilidad hacia un actor externo sin que existan vínculos igualmente fuertes entre quienes comparten esa animadversión (Bankert 2021). Aunque en muchos casos esta hostilidad fue leída tan solo como la respuesta emocional natural de un grupo que se construye en oposición a otro, Maggiotto y Piereson (1977) cuestionaron esta idea y afirmaron que las identidades partidarias negativas no son un mero reflejo de las identidades partidarias positivas. Tal rechazo partidario también puede ser estable en el tiempo y se concreta en la negación a votar por un partido en particular en ninguna circunstancia (Medeiros y Noël 2014). Así, la identidad partidaria negativa, al igual que la positiva, estaría constituida tanto por elementos afectivos como por elementos cognitivos que se construyen en el tiempo a partir del rechazo que provoca un partido específico ( McGregor,Caruana y Stephenson 2015).
Recientemente, se le ha prestado mayor atención a las identidades partidarias negativas, entendiendo que no solamente tienen que ver con sentimientos de hostilidad desde los partidarios de un partido hacia un partido opuesto, sino que se trata de un fenómeno más complejo del campo político, y que funciona en diferentes contextos -como muestra el caso de los multipartidarios (Caruana, McGregor y Stephenson 2015) o los poscomunistas (Rose y Mishler 1998)-. Esta nueva perspectiva es patente en estudios como el de Medeiros y Noël (2014), quienes proponen que las identidades negativas pueden tener mayor nivel de impacto en el voto que las identidades positivas (en países angloparlantes), y en el de Mayer (2017), que demuestra, por ejemplo, que las identidades partidarias negativas aumentan en 9 % la participación electoral (en su muestra de 17 países europeos multipartidistas). También se ha demostrado que este tipo de identificaciones tiene un impacto que va más allá de lo electoral, y que afecta otras dimensiones del comportamiento político (Caruana, McGregor y Stephenson 2015), o incluso una alta correlación con actitudes populistas, al menos en los casos en los que se ha medido esta conexión (Meléndez y Rovira 2019). En el marco de este tipo de estudios, el presente artículo busca entender cuáles son las potencialidades de las identidades políticas negativas en el sistema partidario.
Para esto, es fundamental entender el papel que desempeñan los partidos y las élites políticas en la formación de identidades partidarias. Mientras las identidades partidarias positivas se construyen al alero de una estructura partidaria -pues requieren de la existencia de un partido político sobre el cual desarrollar una identidad-, las identidades partidarias negativas (autónomas de las positivas) no lo necesitan. Estas últimas requieren de un opositor para construir su rechazo, pero no necesariamente de un espacio cohesionador que organice estas antipatías. En otras palabras, la identidad partidaria negativa que no está contenida en una identidad positiva no requiere de la preexistencia de una organización partidaria, ya que quienes comparten la animadversión por un partido no necesariamente son miembros ni simpatizantes de otro partido. Incluso, estos individuos pueden participar de movimientos sociales y estar enrolados en organizaciones de la sociedad civil, pero su relación con la política no está mediada por un partido. Esta situación sería aún más común en sistemas con bajos niveles de institucionalización partidaria como en América Latina.
Si bien la activación, la movilización o el desarrollo de las identidades partidarias puramente negativas no depende de una organización política, su capacidad de influir significativamente en el campo electoral sí depende de la construcción de un vínculo político desde la agencia de ciertas élites o políticos antipartidarios. Es esencial mirar en detalle esta vinculación, pues como señaló Converse (2006), las élites políticas tienen el potencial de generar opiniones políticas coherentes entre los ciudadanos al transmitirles “paquetes” ideológicos de creencias que les indican “qué va con qué”. Así, ciudadanos comunes que han desarrollado este rechazo partidario -y que no tienen la experticia ni el conocimiento político de los agentes políticos- tienen la posibilidad de adscribirse a un posicionamiento político de mayor consistencia ideológica -y no una vaga simpatía- cuando aparecen voces en la élite política que articulan tales narrativas.
Al desglosar de manera más minuciosa este proceso, pareciera que para que las identidades partidarias negativas devengan en fuerzas movilizadoras en el campo electoral, se requiere el fortalecimiento y la solidificación de atajos cognitivos programáticos; es decir, la identidad partidaria negativa tiene que ser algo más que una simple animosidad contra un partido específico, sino que además tiene que constituirse en portadora de una justificación sustantiva para ello. Eventualmente, el paquete ideológico de este colectivo podría incluso transformarse en un proyecto político articulado sobre la estructuración de un partido político. Aunque muchos liderazgos pueden azuzar discursos de rechazo a un partido específico, es necesario que se sustente en posiciones a favor o en contra de determinados paquetes ideológicos (por ejemplo, “más Estado”, “más mercado”), o en defensa de determinados valores morales (por ejemplo, “provida”, “prodecisión”). Cuando una identidad partidaria negativa evidencia un contenido programático tal, muy probablemente ya haya incorporado en sí un tipo de vínculo entre las élites que la movilizan y los individuos que la expresan. Por vínculo político entendemos las relaciones entre ciudadanos y políticos, a través de las cuales los primeros otorgan apoyo político a los segundos a cambio de programas, bienes, servicios y, en el largo plazo, representatividad (Kitschelt y Wilkinson 2007).
Las teorías basadas en representación democrática y accountability suelen definir tres tipos ideales de vínculos políticos: el programático, el clientelar y el personalista (Kitschelt 2000). Se concibe al primero como normativamente superior, pues supone cierta estabilidad, en tanto los partidos deberían buscar el interés público y responder a las demandas ciudadanas en el mediano plazo, con base en preferencias ideológicas que se expresan en políticas públicas que terminan beneficiando indirectamente al electorado (Pitkin 1967). El vínculo clientelar se genera cuando los políticos invierten en infraestructura técnico-administrativa, pero no en mecanismos de agregación de intereses y formación de programas, y se generan así vínculos con sus partidarios a través de pagos directos, personales y, por lo general, materiales (Kitschelt 2000). Por último, el vínculo personalista proviene de la noción de carisma weberiano, que resalta cómo las habilidades personales de un líder político generan confianza en sus seguidores sobre sus capacidades para guiar la política (Kitschelt 2000).
Mientras las identidades partidarias positivas pueden construirse en torno a estos tres tipos de vínculo político, consideramos que las negativas no lo hacen. Mientras los vínculos programáticos resuelven el problema de selección social, los clientelares resuelven problemas de acción colectiva (Aldrich 1995; Kitschelt 2000). Las identidades partidarias negativas -autónomas de las positivas- no se pueden arraigar en torno a un partido que solamente resuelva los problemas de acción colectiva de una diversidad de individuos que rechazan a un rival, pues se tendrían que establecer maquinarias políticas que movilicen a los seguidores a cambio de prebendas en contra de un rival, y no a beneficio propio. Por lo tanto, la forma de vinculación política que sostenga a una identidad partidaria negativa difícilmente puede ser clientelar. En cambio, este tipo de identidades sí podría cohesionarse en torno a atajos ideológicos -en tanto les permite escoger en un mercado de propuestas: las que descartan y las que prefieren- y en torno a liderazgos personalistas -en tanto un carisma que permita agrupar temporalmente el rechazo a un rival común-.
De hecho, en los sistemas partidarios en los que las identidades negativas capturan preferencias programáticas, es posible que estas evolucionen hacia nacientes identidades partidarias positivas. Para este propósito, entendemos las preferencias programáticas de manera más sencilla: tan solo como la habilidad de los individuos de autoposicionarse ideológicamente: reconocerse de izquierda o de derecha en el ejercicio de elegir sus preferencias electorales.
La pregunta por la naturaleza programática de las identidades negativas es especialmente relevante en sistemas con bajos niveles de institucionalización partidaria como los de América Latina, donde importantes sectores comparten la animadversión por un político o un partido y, a la vez, carecen de afiliación partidaria. Por ello, en el presente trabajo se estudia si efectivamente aquellas personas que portan identidades partidarias negativas pueden autoposicionarse en el espectro ideológico izquierda-derecha, lo que sería un indicador inicial de que alguna emergente oferta programática pueda cohesionarlos. Así, partidos emergentes que empleen estas animadversiones (contra determinados partidos políticos o contra el establishment en su conjunto) como recursos políticos para el abono de nuevas organizaciones partidarias. En este contexto de crisis de representación democrática, la literatura preexistente en América Latina ha estudiado los recursos políticos para la sobrevivencia de partidos (Cyr 2017); sin embargo, aún conocemos poco sobre el empleo de identidades negativas (que tengan un componente programático) en la formación de nuevas organizaciones partidarias.
Casos de estudio
En una región de democracias jóvenes y sistemas de partidos multipartidistas poco estables, como lo es Latinoamérica, el rol de las identidades partidarias negativas es sumamente relevante. En Brasil, el enraizamiento social del PT y el descalabro de los partidos tradicionales de derecha (PSDB, MDB) dieron espacio a un sentimiento antipetista no institucionalizado antes de la elección de 2018. En Argentina, el histórico enraizamiento social del justicialismo y la emergencia relativamente exitosa del PRO han generado una dinámica de bipartidismo. Hasta la elección de 2019, parecía que el justicialismo monopolizaba la representación política, aunque la desaprobación del gobierno de Macri (decepcionante para sus seguidores) y el longevo antiperonismo daban espacio a la configuración de sentimientos antiestablishment en contra de las dos fuerzas políticas dominantes. Honduras solía tener uno de los sistemas de partidos más institucionalizados de América Central, sobre todo por causa del bipartidismo histórico del Partido Nacional y del Partido Liberal. Sin embargo, el golpe de estado contra Manuel Zelaya y la subsecuente escisión de LIBRE desde el liberalismo, debilitó al partido Liberal, un fenómeno que sumó al antinacionalismo que se fermentó con los gobiernos de Juan Orlando Hernández, de reelección ilegítima. Surgen así ánimos antiestablishment que podrían ser capitalizados por nuevas fuerzas políticas. En Chile y en México, los sistemas partidarios tradicionales -la bicoalición de la Concertación por la Democracia y Alianza por Chile, en ese país; y el tripartito sistema de PRI, PAN y PRD, en México- fueron paulatina y progresivamente renovándose de manera institucional con el surgimiento del Frente Amplio y el Partido Republicano en Chile, y de Morena en México. De algún modo, en esos dos casos, se dio una ordenada canalización de los sentimientos antipartidarios en contra de los tradicionales actores políticos. Los cinco casos muestran diversidad de niveles de institucionalización y, consecuentemente, diferentes magnitudes de espacio a la existencia de identidades partidarias negativas autónomas de positivas.
Brasil
El sistema político brasileño, caracterizado por un bipartidismo burocrático-autoritario heredado de la dictadura, comenzó a fracturarse en la década de 1980 debido a un marco regulatorio que incentivaba el comportamiento antipartidista. Esto generó un aumento sin precedentes de cambio de partidos entre los políticos (Mainwaring 1991), el colapso de los partidos que habían monopolizado el campo político -el PMDB (anteriormente MDB) y el PDS (anteriormente ARENA)- y el surgimiento de partidos instrumentales. A partir de este caso, Sartori (1993) acuñó el concepto de sistema antipartidos, y pronosticaba así una alta ingobernabilidad.
Si bien hubo una importante fragmentación política (Melo y Câmara 2012), la ingobernabilidad prevista no se materializó. Entre 1994 y 2018, se generó una dinámica bipolar entre dos bloques liderados: el Partido dos Trabalhadores (PT), de centroizquierda, y el Partido da Social Democracia Brasileira (PSDB), de centroderecha (Ribeiro 2013). En particular, el PT consolidó fuertes lealtades, y alcanzó un 30 % de adhesión partidaria en 2013 (Samuels y Zucco 2018). Ya fuera por vínculos clientelares (por ejemplo, Pop-Eleches 2021) o programáticos (Montero 2012; Van Dyck y Montero 2015), estos resultaron clave para la estabilidad política del país.
En paralelo surgieron fuerzas antipetistas, cuyos orígenes se remontan al primer mandato de Lula (PT), y que se fortalecieron en el segundo mandato de la mano de una serie de movimientos sociales, estudiantiles e intelectuales opositores al PT (Dias, von Bülow y Gobbi 2021). Durante el gobierno de Dilma Rousseff (PT) (2011-2016), el descontento social se intensificó y se empezaron a cuestionar las bases del proyecto político del PT (Saad-Filho 2013). Este malestar se agravó con el escándalo de corrupción de Lava-Jato en 2014, que desestabilizó la política brasileña y desembocó en la destitución de Dilma Rousseff en 2016, quien fue reemplazada por Michael Temer (PMDB).
En 2018, Bolsonaro capitalizó la crisis y se presentó como el candidato de “la ley y la lucha contra la corrupción”. Se distanció de los partidos tradicionales que habían dominado el poder durante los últimos veinticuatro años y se proyectó como una figura ajena al sistema institucional previo y libre de los escándalos que los afectaban. Esta estrategia le permitió imponerse en las elecciones presidenciales de ese año (Hunter y Power 2019). Se consolidó así no solo el antipetismo, sino también sentimientos en contra del establecimiento tradicional a su favor. Estamos ante un caso de existencia de una identidad partidaria negativa (antipetismo), autónoma de positivas, que se adhiere a identidades antiestablishment y que podría ser un recurso político para dar forma a una identidad partidaria positiva nueva de darse la consolidación del bolsonarismo.
Argentina
Históricamente, la política argentina ha estado marcada por la oposición entre el peronismo -representado por el Partido Justicialista (PJ)- y el antiperonismo -que durante varias décadas del siglo XX tuvo su principal expresión en la Unión Cívica Radical (UCR)-. Aunque esta estructura bipartidista se mantuvo relativamente estable tras el retorno a la democracia, la crisis económica y política de 2001-2002 debilitó a la UCR y reconfiguró al PJ hacia la centroizquierda, bajo los liderazgos de Néstor y Cristina Kirchner (Gervasoni 2018). Aun así, ni la UCR ni el PJ perdieron sus bastiones electorales, y ningún tercer partido se consolidó como alternativa viable; se preservó así el bipartidismo a nivel presidencial (Malamud y De Luca 2005).
Pese a ello, la identificación ciudadana con estos partidos disminuyó drásticamente, pasando del 64 % en 1985 al 15 % en 2002 (Lupu 2013). Esto se debió, en parte, al colapso del gobierno de De la Rúa, que dejó a gran parte del sector antiperonista sin representación (Levitsky y Murillo 2008), y a los cambios ideológicos del PJ, primero hacia el neoliberalismo con Menem (1989-1999) y luego hacia la centroizquierda con los Kirchner (2003-2015), lo que diluyó la identidad peronista (Gervasoni 2018). Por otro lado, la recesión económica posterior al boom de los commodities bajo el gobierno de Cristina Kirchner (2007-2015), además de múltiples escándalos de corrupción, fortalecieron el antiperonismo.
Este descontento, junto con el paulatino aumento de la identificación con la derecha (Lupu, Oliveros y Schiumerini 2021), fue inicialmente capitalizado por la coalición Cambiemos, formada por el PRO, la UCR y la Coalición Cívica (Vommaro, Bellotti y Morresi 2015). Con un proyecto de centroderecha, esta alianza llevó a Mauricio Macri (2015-2019) a la presidencia. Sin embargo, sus promesas de privatización y recortes de gasto público no se concretaron por resistencias políticas (Niedzwiecki y Pribble 2018). Así, aunque su gobierno no fortaleció significativamente a la derecha, sí profundizó el rechazo a la intervención estatal en la economía (Murillo y Oliveros 2024).
Macri dejó el poder con una baja popularidad, lo que permitió el retorno del peronismo al gobierno. No obstante, la gestión de Alberto Fernández (PJ) (2019-2023) frente a la pandemia y la economía -con una inflación de más del 200 %-, abrió un espacio para una alternativa política radical. Cuando ni el proyecto de centroderecha de Macri ni el peronismo de centroizquierda lograban resolver los problemas del país, emergió una nueva derecha más radical, liderada por Javier Milei, quien canalizó el voto de protesta y consolidó su identidad en torno a la austeridad económica y la crítica al Estado social peronista (Gené, 2024; Murillo y Oliveros 2024). En el caso de Argentina, estamos ante una identidad negativa (el antiperonismo) que ha sido atraída por distintos actores en diferentes momentos (UCR, PRO y ahora, Milei) que, a diferencia del peronismo (sostenido en posiciones programáticas y clientelares), se articula principalmente por preferencias ideológicas contrarias al intervencionismo estatal.
Honduras
El sistema de partidos de Honduras se ha caracterizado por un fuerte bipartidismo y se consideró hasta 2009 como uno de los más estables de América Latina (Otero 2013a). Durante prácticamente todo el siglo XX, los partidos Liberal (PL) y Nacional (PN) se conformaron como estructuras clientelares y caudillistas que lograban movilizar recursos económicos y electorales, y sobrevivir a regímenes dictatoriales. Se mantuvo así una alternancia en el poder en el periodo de transición y consolidación democrática a partir de 1980.
Esta estabilidad relativa se quebró a raíz de la crisis política de 2009 debido al golpe de estado contra el presidente Manuel Zelaya, que implicó cambios significativos en el sistema de partidos (Otero 2013b). Este hecho tuvo como consecuencias inmediatas “una alta polarización política y social que se trasladó al mapa partidista” (Otero 2013b, 252), y cuyo impacto mayor fue en el PL, que sufrió una división entre los partidarios de Zelaya y quienes apoyaron el statu quo.
Para las elecciones de 2013, participaron ocho partidos políticos, y se destaca el relativo éxito de los partidos emergentes Libertad y Refundación (LIBRE) y Anticorrupción (PAC). En el caso de LIBRE, la candidata fue Xiomara Castro, esposa de Zelaya, que se ubicó en el segundo lugar, detrás del candidato oficialista del PN, Juan Orlando Hernández. En estas elecciones, por primera vez en la historia democrática de Honduras, el partido Liberal fue desplazado al tercer lugar, y quedó en cuarto lugar el candidato del PAC, Salvador Nasralla, un outsider mediático. LIBRE y PAC lograron posicionarse, uno desde la izquierda y el otro a la derecha del espectro político, como opciones viables a los dos partidos tradicionales; así, se generaron nuevos vínculos políticos más de carácter ideológico y personalista (a diferencia del Partido Nacional, cuyos seguidores se mantuvieron vinculados vía el clientelismo de programas sociales). Las elecciones de 2017 se decidieron de manera polémica entre el presidente Juan Orlando Hernández (PN) y Nasralla, en esta ocasión integrante de la coalición liderada por LIBRE, cuyo resultado ha sido cuestionado por diversos actores nacionales e internacionales (Rodríguez 2015).
La ruptura del bipartidismo en Honduras y el surgimiento y éxito electoral principalmente de LIBRE y del PAC en las elecciones de 2013, 2017 y el triunfo de LIBRE en 2021 se pueden explicar principalmente por los problemas económicos, de seguridad y de corrupción que se agudizaron en los gobiernos de Hernández, además de la crisis surgida por el golpe de estado de 2009. LIBRE se mostró como una real opción de renovación de la oferta partidaria, y logró capitalizar los apoyos electorales perdidos por el PL debido a la crisis de 2009 (Otero y Rodríguez Zepeda 2016), y fue así como accedió al poder que regenta en la actualidad. Estamos ante un caso de renovación del sistema partidario a través de nuevos partidos capaces de establecerse competitivamente con base en vínculos políticos programáticos y personalistas.
Chile
Como herencia de la dictadura militar, la política chilena posterior a la década de 1990 se rigió por un sistema electoral binominal que favoreció la competencia entre dos grandes coaliciones (Siavelis 2004). Por una parte, la oposición al régimen militar se organizó en la Concertación de Partidos por la Democracia; y, por otra parte, la derecha oficialista conformó la Alianza por Chile. Si bien este sistema de partidos fue ampliamente aplaudido por su estabilidad, el vínculo con la ciudadanía -tradicionalmente ideológico y clientelar- (Luna 2014) se fue debilitando a lo largo de los años, lo que dio lugar a partidos desraizados y una creciente crisis de representación democrática (Luna y Altman 2011).
Esta distancia entre el sistema político y la sociedad se manifestó en el auge de movimientos sociales diversos encabezados por el movimiento estudiantil de 2011. La brecha generada entre la política institucional y la extrainstitucional -reflejada en que quienes participaban de un espacio se tendían a restar del otro (Somma y Bargsted 2015)- intentó ser atenuada en un primer momento mediante el reajuste de las coaliciones. La coalición de centroizquierda se ajustó e incluyó desde ese momento al Partido Comunista, mientras que la coalición de centroderecha lo hizo al integrar a Evópoli, un partido de derecha liberal que buscaba distanciarse de la tradición dictatorial de la coalición previa.
Sin embargo, los cambios más profundos en el panorama político chileno se produjeron con la transformación del sistema electoral en 2017, que permitió la incorporación de actores políticos largamente excluidos, y con la institucionalización de estas nuevas fuerzas emergentes que comenzaron a fundar partidos políticos. Por la izquierda se funda el Frente Amplio (FA), coalición de partidos vinculados al movimiento estudiantil; por la derecha, el Partido Republicano (PR) se posicionó como alternativa que buscaba recuperar las posiciones conservadoras diluidas tras años de reajuste político. Ambas fuerzas capitalizaron electoralmente el largo desencanto ciudadano con la política tradicional y lograron disputar la segunda vuelta presidencial de 2021. La principal forma de vinculación política que practicaron fue la programática porque aún sus jóvenes estructuras no permitían el fortalecimiento de maquinarias políticas que sostuvieran otro tipo de vínculo, como el clientelar.
No obstante, tanto en las elecciones posteriores como en el gobierno de Gabriel Boric (FA) (2021-2025), se ha evidenciado que la estructura bipolar heredada sigue condicionando la reorganización del escenario político, pues este no se ha roto, sino que ha absorbido las nuevas fuerzas a la dinámica tradicional. A pesar de la diversificación de los actores políticos en la última década, aún no emerge una tercera fuerza capaz de canalizar el hastío de la ciudadanía con la política al margen de las fuerzas tradicionales. Estamos ante un caso de identidades negativas (y antiestablishment) que las nuevas ofertas programáticas emergentes no pueden contener del todo. Es una renovación del sistema partidario con más de lo mismo.
México
Durante casi un siglo, el Partido Revolucionario Institucional (PRI) dominó la política mexicana a través de un sistema hegemónico sostenido en amplias redes clientelares (por ejemplo, Schedler 2004). Sin embargo, la transición a la democracia en la década de 1990 transformó el sistema de partidos y se puso fin a la hegemonía del PRI. Se consolidó así la oposición en el Partido Acción Nacional (PAN) y el Partido de la Revolución Democrática (PRD), y se afianzaron vínculos programáticos y no solo clientelares. En 1994, el PRI perdió por primera vez el control del Congreso, y en 2000, la presidencia, hecho que marcó el inicio de la alternancia política. No obstante, esta no se configuró en términos de una disputa entre democracia y autoritarismo, sino en un esquema en el que la izquierda se organizaba en coaliciones, mientras que el PRI y el PAN competían por el espacio de la derecha (Alarcón y Reyes del Campillo 2016).
La tensión entre estos bloques se agudizó en las elecciones de 2006, cuando el PAN retuvo la presidencia frente a una coalición liderada por el PRD. El resultado generó una crisis política, acentuada por la incapacidad del gobierno de Felipe Calderón (PAN) para enfrentar problemas estructurales como la seguridad, la desigualdad y la corrupción (Ortiz 2010). El descontento acumulado durante los doce años de administración panista facilitó el retorno del PRI al poder en 2012 con Enrique Peña Nieto. Sin embargo, su gobierno concluyó con niveles de aprobación extremadamente bajos y sin resolver los mismos problemas que habían motivado la alternancia en primer lugar (Bolívar 2019; Somuano 2020).
En este contexto emergió el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) como una alternativa política no tradicional que apelaba a una vinculación programática (de izquierda) y personalista (en torno al liderazgo de Andrés Manuel López Obrador, AMLO). Fundado en 2011 por AMLO, y tras su ruptura con el PRD, Morena articuló un discurso antineoliberal y anticorrupción (Figueroa y Moreno 2019). Con una retórica antiestablishment y una estrategia pragmática, el movimiento tejió alianzas con diversos sectores: desde movimientos sociales hasta partidos políticos (Aragón, Fernández de Lara Gaitán y Lucca 2019), lo que permitió a AMLO posicionarse como una opción atractiva en las elecciones de 2018, y este obtuvo una victoria contundente (Bolívar 2019).
El éxito de este proyecto ha sido tal que en 2024 logró mantenerse en el poder con Claudia Sheinbaum como sucesora. Aunque Morena continúa enmarcándose en la izquierda, su pragmatismo y su capacidad de integrar diversas corrientes políticas lo acercan cada vez más a un modelo catch-all (Aragón, Fernández de Lara Gaitán y Lucca 2019; Bolívar 2019) que se aleja de la idea de un frente opositor únicamente definido en su lucha contra el PRI o el PAN. Estamos ante un nuevo caso de sistema de partidos renovado con una fuerza emergente notoriamente ideologizada y personalista (Morena) que deja poco espacio a la crítica antipartidaria ideologizada.
A partir de la teoría esbozada y los casos descritos, tenemos determinadas expectativas que pueden emplearse como la principal hipótesis de trabajo. En aquellos casos en los que las identidades negativas (en contra de los partidos tradicionales) no son contenidas eficientemente por partidos, ya sean antiguos (en crisis endémica) o nuevos, quienes porten tales identidades estarán dispuestos a una vinculación política que coincida con su autoposicionamiento ideológico. En aquellos casos en los que los partidos emergentes han renovado la oferta partidaria en los mismos términos de los partidarios del establishment previos, quienes aún porten identidades negativas tenderán a ser escépticos de ofertas programáticas. En el primer caso tenemos a la Argentina antes de la elección de 2019 (peronismo como identidad partidaria positiva y antiperonismo en disputa entre PRO y el emergente La Libertad Avanza), Brasil antes de la elección de 2018 (petismo como identidad partidaria positiva y antipetismo como “materia prima” del emergente bolsonarismo) y Honduras antes de la elección de 2019 (Partido Nacional, Partido Liberal y LIBRE con identidades partidarias positivas resistentes, y un sector antiestablishment que no es contenido del todo por la emergencia de LIBRE). En el segundo escenario tenemos a Chile antes y después de la formación del Frente Amplio y el Partido Republicano (2015 y 2019), y México luego de la consolidación de Morena (2018 y 2019). En ambos casos, las identidades negativas subsistentes quedan desvinculadas de ofertas ideológicas.
Métodos y datos
Para analizar la naturaleza de las identidades partidarias negativas en los países seleccionados, recurrimos a encuestas de representatividad nacional; se incluyen variables sociodemográficas y mediciones originales de identidades políticas en los cuestionarios. Las encuestas fueron realizadas cara a cara, con métodos aleatorios para la selección de los participantes.1 Uno de los principales problemas que enfrentan los estudios sobre identidades partidarias negativas es su limitada comparabilidad, debido especialmente a que no existe una sola medición compartida que permita dicho análisis (Haime y Cantú 2022). En este artículo, abordamos esa limitación al emplear, para todos los casos, la escala de identidades partidarias propuesta por Meléndez (2022)). Esta escala, como otras (Caruana, McGregor y Stephenson 2015; Rose y Mishler 1998), emplea como “proxy” de identidad negativa el rechazo a votar. Así, utiliza una batería de tres preguntas sobre la intención de voto en elecciones hipotéticas a tres niveles (diputado, gobernador y alcalde), sin incluir la presidencia para evitar altos niveles de personalización. La redacción de la pregunta es la siguiente: “¿Votaría usted por un candidato del partido A para…?”. Se tienen cuatro alternativas de respuesta: “Definitivamente sí”, “Probablemente sí”, “Probablemente no” y “Definitivamente no”.
Las personas con identidades positivas con respecto al partido A serán aquellas que únicamente responden “Definitivamente sí” a los tres niveles planteados, mientras que las personas con identidades negativas hacia el partido A serán las que respondan que “Definitivamente no” votarían por las candidaturas de este partido en los tres niveles propuestos. Para Meléndez (2022), esta medición está circunscrita a los partidismos positivos y negativos, pero es preferible ya que evita formulaciones suaves y capta mejor la lealtad y el rechazo partidista sistemático. En cada país se consideraron los partidos, las coaliciones y los movimientos políticos más importantes en su momento. En la tabla 1 se muestran los que fueron considerados para el cálculo de las identidades partidarias, según el año de realización de la encuesta.
Para obtener el total de individuos con identidades partidarias negativas por país, se suman a aquellos que portan identidades partidarias negativas por al menos un partido y que, a la vez, carecen de alguna identidad positiva, tal como es concebido por Rose y Mishler (1998). Esta medición permite una evaluación distinta sobre las identificaciones partidarias en América Latina, las cuales suelen contabilizarse solo en sus versiones positivas (por ejemplo, Lupu 2019). Este tipo de análisis da una impresión de bajos niveles de politización o interés por la política. Al poner el foco de análisis en las identidades partidarias negativas (autónomas de positivas), obtenemos un panorama distinto del porcentaje de individuos vinculados con la política a través de su rechazo partidario. Así, en México, este porcentaje pasó del 28,8 % al 38,1 % luego de la elección de López Obrador, y en Chile escaló del 26,4 % al 35,0 % entre 2015 y 2020. En aquellos países en los que tenemos una sola medición, Argentina alcanza el 37,1 % en 2019; Brasil, el 42,2 % en 2018; y Honduras, el 50,0 % en 2019 (ver tabla 2). Sin embargo, nos preguntamos qué factores cohesionan tales identidades partidarias negativas.
Tabla 1. Partidos políticos, coaliciones y movimientos políticos abordados, según casos de estudio
País | Año | Partidos, coaliciones o movimientos |
---|---|---|
México | 2018 | PRI PAN Morena |
México | 2019 | PRI PAN Morena |
Honduras | 2019 | Liberal Nacional LIBRE |
Brasil | 2018 | PT PSDB PMDB |
Chile | 2015 | Nueva Mayoría Chile Vamos |
Chile | 2020 | Acción Republicana UDI Renovación Nacional Evópoli Democracia Cristiana Partido por la Democracia Partido Socialista Revolución Democrática Partido Comunista |
Argentina | 2019 | Kirchnerismo/Peronismo PRO |
Fuente: elaboración propia.
Tabla 2. Porcentaje de personas con identidades negativas totales y autoidentificación ideológica, según caso
País | Identidades negativas | Autoidentificación ideológica |
---|---|---|
México 2018 | 28,80 | 88,40 |
México 2019 | 38,13 | 84,40 |
Honduras | 50,01 | 83,60 |
Brasil | 43,19 | 67,40 |
Chile 2015 | 26,42 | 54,00 |
Chile 2020 | 35,01 | 84,90 |
Argentina | 37,13 | 91,60 |
Fuente: elaboración propia.
Cuando se estudian las identidades partidarias positivas, el análisis persigue precisar aquellos componentes ideológicos o sociodemográficos que cohesionan los partidarismos. De hecho, se comprenden las vinculaciones políticas como aquellas basadas principalmente en consistencias programáticas o que hagan referencias a colectividades que giran en torno a referencias clasistas. Si la ideología no genera un vínculo, alternativamente podrían hacerlo relaciones clientelares que perduran en el tiempo o lealtades personalistas (Kitschelt 2000). Pero sin lugar a duda, la autopercepción ideológica es un indicador inequívoco que notablemente refiere la existencia de un vínculo político que sostiene a una identidad partidaria positiva y, como veremos, a una negativa.
Para conocer los determinantes de las identidades partidarias negativas, elaboramos modelos logísticos por país que tienen como variable dependiente portar dichas identidades, mientras que la autoubicación ideológica (escala de autopercepción del 1 al 10, en la que 1 es izquierda y 10 es derecha) se empleó como principal variable independiente que es controlada por factores sociodemográficos convencionales. Reportamos un alto número de respuestas sobre posicionamiento ideológico por país: más del 80 % de los casos -salvo Chile en 2015 y Brasil-.2 Los resultados en Brasil (2018), Argentina (2019) y Honduras (2019) (ver tabla A1 del anexo) indican que la variable ideológica tiene poder explicativo sobre las respectivas identidades partidarias negativas (véase figura 1). En Brasil, los portadores de identidades negativas se ubican a la derecha del espectro político, al igual que en Argentina. En Honduras, quienes se caracterizan por rechazar las marcas partidarias vigentes tienden a inclinarse hacia la izquierda. En Argentina y Brasil, un aumento de un punto en la escala ideológica hacia la derecha se asocia con un incremento del 4,7 % en los odds de presentar una identidad negativa (OR = 1,047 en ambos casos), y se mantienen constantes las demás variables del modelo. En contraste, en Honduras, este mismo desplazamiento ideológico hacia la derecha se asocia con una disminución del 3,1 % en los odds de manifestar una identidad negativa (OR = 0,969). En términos sociodemográficos, en Brasil, el ser hombre y tener mayores niveles educativos está positivamente asociado con portar identidades partidarias negativas. En Argentina, dicha factibilidad aumenta entre los más jóvenes y educados, mientras que en Honduras ninguna variable sociodemográfica está estadísticamente relacionada con la variable dependiente de interés.

Fuente: elaboración propia.
Figura 1. Coeficientes estimados para los portadores de identidades negativas en Brasil,Argentina y Honduras
Es interesante notar que, en los tres casos indicados, los perfiles ideológicos y sociodemográficos calzan con los electorados de los presidentes elegidos en las elecciones realizadas con posterioridad a las encuestas. En Brasil, hacia finales de 2018, sorprendentemente, el candidato de ultraderecha Jair Bolsonaro ganó las elecciones y movilizó principalmente a hombres de derecha (Rennó 2020). En Argentina, el siguiente ciclo electoral (elecciones parlamentarias de 2021 y generales de 2023) evidenciaría la emergencia de un outsider libertario, Javier Milei, gracias al apoyo de jóvenes educados de derecha (Nazareno y Brusco 2023). En Honduras, el perfil del militante antipartidario es de izquierda, lo cual anticipa la victoria electoral de Xiomara Castro en 2021 como cabeza de lista del partido de izquierda LIBRE (Perelló y Navia 2023). Lo sobresaliente de este patrón es que los perfiles ideológicos y sociodemográficos de los portadores de identidades negativas anticipan la formación de emergentes candidaturas (Bolsonaro y Milei) y de partidos nuevos (La Libertad Avanza en Argentina y LIBRE en Honduras) que no pertenecían a la oferta convencional o al establishment partidario vigente rechazado por la ciudadanía. No se trataría entonces de ciudadanos antipolíticos, sino de individuos vinculados con la política que están a la espera de una novedad en la oferta partidaria que calce con sus preferencias ideológicas y con sus identidades colectivas.
En los casos de Chile y de México (ver figura 2), en cambio, los portadores de identidades negativas no tienen un perfil ideológico determinado que sea estadísticamente significativo. Hacia 2015, el 26 % de chilenos que rechazaban al menos una de las dos coaliciones (Nueva Mayoría o Chile Vamos) y no endosaba ninguna, no tenían en común alguna característica de autoidentificación ideológica o sociodemográfica que fuera estadísticamente relevante. Hacia 2020, a pesar de la ampliación de la oferta partidaria tanto hacia la izquierda (Revolución Democrática) como hacia la derecha (Acción Republicana), y ya con la renovación del centro (Evópoli), el porcentaje de identitarios negativos aumentó al 35 %. Esta proporción es notable por tender a ser masculina y de mayor nivel educativo que el resto de la población, pero carece de un galvanizador ideológico estadísticamente relevante. En Chile, tanto en 2015 (β = -0,0823; p = 0,076) como en 2020 (β = -0,0407; p = 0,082), el coeficiente asociado con el autoposicionamiento ideológico presenta una dirección negativa en ambos años, pero no es estadísticamente significativa, lo que implica una relación débil o incierta entre la orientación ideológica y las identidades negativas. El antipartidario chileno es más heterogéneo en términos ideológicos en comparación con los perfiles del grupo de países anterior.
En el caso de México, las identidades negativas (se incluye el rechazo a Morena, el partido oficialista) crecen del 28,8 % al 38,1 % luego de aproximadamente un año de López Obrador en el poder. Es interesante notar que, en ambas mediciones con las que contamos para este país (junio de 2018 y julio de 2019), la variable de posicionamiento ideológico no está estadísticamente relacionada con la identificación negativa, y se expresa así la heterogeneidad programática que caracteriza a este sector. Sin embargo, la variable nivel de ingreso pasa de estar negativamente asociada a tener una relación positiva con la variable identitaria. En México, tanto en 2018 (β = -0,033, p = 0,194) como en 2019 (β = 0,0065, p = 0,8149), el coeficiente asociado con el autoposicionamiento ideológico presenta una dirección distinta en ambos años, pero no significativa. Ante esto, se puede especular que las políticas antiestablishment que llevó adelante el mandatario mexicano en su primer año son originadoras de la animadversión, especialmente en los sectores de mayor ingreso económico, al punto de que el ingreso se convirtió en un determinante del rechazo multipartidario.

Fuente: elaboración propia
Figura 2. Coeficientes estimados para los portadores de identidades negativas en Chile y México
Al comparar estos cinco países, se cumplen las expectativas derivadas de nuestra teoría: se observa que, por una parte, en Brasil, Argentina y Honduras, las identidades partidarias negativas están cohesionadas ideológicamente, por lo que anteceden la emergencia de outsiders radicales o proyectos políticos emergentes con notables preferencias ideológicas. Si bien en estos casos la medición de identidades partidarias negativas no incluye las marcas partidarias de Bolsonaro y Milei (cuyas plataformas fueron creadas con posteridad a las encuestas), aunque sí la de Castro (LIBRE), los portadores de identidades negativas en estos países son ideológicamente homogéneos, con perfiles que guardan relación con los emergentes ganadores antiestablishment (Bolsonaro, Milei y Castro, respectivamente).
Por otra parte, en los casos de México y de Chile, el análisis de las identidades partidarias negativas arroja un perfil heterogéneo, especialmente a nivel ideológico. Si bien no contamos con información para poder estudiar las preferencias electorales de los portadores de estas identidades negativas, la evidencia con la que contamos permite sostener que este sector del electorado no hace una contribución determinante al crecimiento o emergencia de proyectos políticos recientes que canalicen el rechazo antipartidario. En ambos casos, las mediciones de identidades partidarias negativas incluyeron las marcas asociadas con los candidatos que fueron elegidos presidentes con posterioridad a las respectivas encuestas, como Morena en el caso del partido de López Obrador y Revolución Democrática, partido integrante de la alianza Apruebo Dignidad que postuló a Gabriel Boric.
Por ende, las identidades partidarias negativas pueden implicar un tipo de vínculo político que enlaza ciudadanos desafectos con la oferta política, cuando aquellos sintonizan con atajos cognitivos ideológicos. El sentimiento antipartidario en 2018 en Brasil, en 2019 en Argentina y en 2019 en Honduras, tenía rasgos programáticos notables y, por lo tanto, se convierte en la materia prima de nuevos proyectos partidarios consistentes con nuevas preferencias políticas. Sin embargo, cuando el sentimiento antipartidario es heterogéneo en términos ideológicos (de izquierda y de derecha), como en Chile y México, no puede expresarse en un vínculo político eficiente que convierta el malestar y la desafección en apego a una opción partidaria distinta de la oferta del establishment. Lo notable de la comparación es que en aquellos países donde el rechazo multipartidario se convierte en una opción partidaria emergente, esta es de carácter radical, ya sea de izquierda (Castro en Honduras) o de derecha (Bolsonaro en Brasil y Milei en Argentina).
Conclusiones e implicaciones
Las identidades partidarias negativas consisten en vínculos psicológicos duraderos que permiten entender la estabilidad de determinados patrones de competencia, especialmente en aquellos sistemas de débil enraizamiento social partidario (y con el consecuente bajo nivel de desarrollo de las correspondientes identidades partidarias positivas). En el presente artículo hemos presentado evidencia de que, en aquellos países donde estas identidades partidarias negativas están asociadas con el autoposicionamiento ideológico, pueden convertirse en recursos políticos para la formación de proyectos partidarios emergentes. Con datos de opinión pública de representatividad nacional y mediciones originales, hemos podido identificar los siguientes patrones: en aquellos casos en los que las identidades partidarias negativas se explican por las preferencias ideológicas, y los partidos existentes no atraen dicha demanda, surgen fuerzas consistentes programáticamente con esas identidades negativas. En Brasil, el bolsonarismo aprovecha la identidad antipetista (de preferencias de derecha y conservadoras) como recurso para llegar al poder. En Argentina, el proyecto La Libertad Avanza de Javier Milei emplea una identidad negativa articulada también con la derecha en el espectro político. En Honduras, la identidad negativa (inclinada hacia la izquierda) en contra del bipartidismo tradicional se emplea como materia prima para la escisión de LIBRE y la consecuente llegada al poder de Xiomara Castro.
En cambio, en contextos en los que los sistemas partidarios buscan adaptarse progresiva e institucionalmente, las identidades partidarias negativas (autónomas de las positivas) no se explican por las inclinaciones ideológicas. Los portadores de estas identidades negativas no tienen las afinidades para endosar proyectos políticos emergentes como Morena en México y el Frente Amplio y Republicanos en Chile. Los seguidores de estos nuevos partidos, probablemente, provengan de decepciones partidarias anteriores y, por lo tanto, simplemente cambien una identidad partidaria positiva por otra.
Evidentemente, se trata de hallazgos limitados a unos casos y eventos precisos en el tiempo que tendrán que ser corroborados por investigaciones longitudinales. Los resultados que exhibimos deben entenderse como patrones identificados para la generación de hipótesis antes que como muestras concluyentes. Sin embargo, consideramos que tienen un valor significativo para repensar los vínculos políticos, sobre todo en sistemas de bajos niveles de institucionalización. La literatura sobre institucionalización de sistema de partidos ha indicado que precisamente un sistema partidario institucionalizado debe manifestarse, a nivel individual, en identidades partidarias (positivas) predominantes en la mayoría de los ciudadanos, pues ello implicaría menores niveles de volatilidad electoral (Mainwaring 2018), pero no se han discutido los efectos de las identidades partidarias negativas en dicha estabilidad. De hecho, los trabajos que han retado empíricamente la conceptualización de institucionalización sistémica optan por referir a sistemas “estables pero sin raíces” (Luna y Altman 2011; Zucco 2015). Incluso, aquellos que proponen una “nueva conceptualización” (Piñeiro y Rosenblatt 2020) omiten que la aparente paradoja puede deberse a que individuos con identidades partidarias negativas (y sin positivas) son los que contribuyen a dicha estabilidad sistémica. Nuestro artículo contribuye al incluir en la discusión sobre la institucionalización del sistema de partidos el potencial rol de las identidades negativas.