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Memoria y Sociedad

Print version ISSN 0122-5197

Mem. Soc. vol.15 no.30 Bogotá Jan./June 2011

 

Plenitud y disolución del poder monárquico en la Nueva Granada

The apogee and dissolution of the monarchy in Nueva Granada

Plenitude e dissolução do poder monárquico na Nova Granada

Isidro Vanegas Useche


Docente - investigador del grupo "Historia de la democracia en Colombia" del Centro de Estudios en Historia, Universidad Externado, Bogotá, Colombia.
M.A. en Historia Contemporánea, Université Paris 1 (Panthéon-Sorbonne), Francia.
Correo electrónico: isidrovanegas@yahoo.fr

Este artículo hace parte de la investigación en desarrollo sobre la revolución neogranadina (1808-1816), para optar por el título de doctor en historia en la Universidad París 1.

Fecha de recepción: 2 de noviembre de 2010, Fecha de evaluación: 2 de febrero de 2011, Fecha de aprobación: 23 de febrero de 2011


Cómo citar este artículo

Vanegas Useche, Isidro. "Plenitud y disolución del poder monárquico en la Nueva Granada". Memoria y Sociedad 15, no. 30 (2011): 11-19.


Resumen

La completa extrañeza con que hoy observamos la figura del monarca dentro de la historia nacional es una de las formas posibles de comprobar cuán radical fue la revolución neogranadina de la década de 1810. Este artículo indaga por el lugar del rey en dos momentos claramente contrastados. En primera instancia, durante las cuatro décadas anteriores a la revolución, en las cuales él instituye los vínculos sociales. En segunda instancia, durante la revolución, momento en el cual el monarca es abandonado con gran rapidez como clave de organización de la sociedad.

Palabras clave autor: Revolución neogranadina, sociedad monárquica, democracia, rey, pueblo.

Palabras clave descriptor: Historia social, historia política, sistema político, monarquía, democracia, revolución.


Abstract

The utter foreignness with which we currently regard the monarchical figure within our national history is evidence of how radical the revolution in Nueva Granada was in the decade of 1810. This article examines the position of the king during two clearly contrasting eras. Firstly, through the four decades prior to the revolution, during which time, the king established social bonds. And secondly, during the revolution when the monarch is hastily forsaken as key to the organization of civil society.

Key Words author: Neo-Granada revolution, monarchical society, democracy, king, people.

Key Words plus: Social history, political history, political systems, monarchy, democracy, revolutions.


Resumo

A estranheza completa com que olhamos hoje para a figura do monarca na história nacional é uma das maneiras possíveis para verificar quão radical resultou a revolução neo-granadina da década de 1810. Este artigo explora o lugar do rei em dois momentos claramente contrastantes. Em primeira instancia, durante as quatro décadas antes da revolução, em que são estabelecidos os vínculos sociais. Em segunda instancia, durante a revolução, tempo em que o monarca é abandonado muito rapidamente como chave da organização da sociedade.

Palavras chave: Revolução neo-granadina, sociedade monárquica, democracia, rei, povo.

Palabras descriptivas: História social, história política, sistemas políticos, monarquia, democracia, revoluções.


La completa extrañeza con que hoy observamos la figura del monarca dentro de la historia nacional permite explicar cuán profunda fue la revolución neogranadina de la década de 1810. Durante tres siglos, el rey había sido la figura paradigmática y el centro de la sociedad neogranadina, mientras que en la actualidad resulta no solo lejano sino incluso caricatural, por lo exótico o por lo sombrío. ¿Cómo se operó esta mutación y cuál es su significado? La pregunta toca de inmediato otra, relativa a la naturaleza de la ruptura revolucionaria, cuya dilucidación requiere una comprensión de la sociedad que esa revolución intentó transformar, y que efectivamente transformó. Tal sociedad no puede ser aprehendida plenamente sino a partir de la figura del monarca, la cual articula el vínculo social, pero cuyo estudio no ha merecido ninguna atención, entre otras razones porque uno de los equívocos fundamentales heredado de la misma revolución es la idea según la cual el rey era una figura extraña a una sociedad que se supone separada intrínsecamente respecto a España. En realidad, nada resulta más alejado del espíritu de la época anterior a la revolución. La crisis de la monarquía, iniciada en 1808, dio copiosas pruebas de que los americanos no solo se consideraban vasallos idénticos a los de la península, sino que se reclamaban españoles auténticos, como lo manifestó con gran intensidad Camilo Torres en la representación conocida como el memorial de agravios1.

En este texto pretendo dar cuenta de manera sintética de esas cuestiones, mostrando cuál fue el lugar del monarca en dos momentos claramente contrastados. En primera instancia, durante las cuatro décadas anteriores a la revolución neogranadina, en las cuales el rey instituye el vínculo social. En segunda instancia, durante la revolución (1808-1816), periodo durante el cual el monarca es abruptamente abandonado como clave de organización de la sociedad y sustituido en ese rol por el pueblo soberano.

El monarca y la sociedad monárquica

A finales del siglo XVIII, cuando los hombres estudiosos de lo político se planteaban el problema de la organización de la comunidad política que los debía reunir, lo hacían desde la perspectiva de la filosofía política, a partir del concepto de "forma de gobierno" (que podía significar lo mismo que "régimen" o "constitución"). Y siendo entonces el dilema básico el de monarquía versus democracia, la inmensa mayoría no dudaba que la primera era la mejor forma de gobierno que podía desearse2.

La democracia -o república, como era usual designarla- era vista con un temor que nacía no solo de la experiencia de la Antigüedad legada por filósofos, moralistas, poetas e historiadores, sino también de las noticias de la Francia revolucionaria. La democracia no dejaba de ser asociada a la violencia incontrolable de las facciones que se disputaban la primacía; ni al lenguaje incendiario de los demagogos que trataban de atraerse la simpatía popular, ni a la inestabilidad derivada de los constantes choques y ambiciones. Era asociada, igualmente, a la intriga y al predominio, no de los hombres virtuosos, sino de los más diestros conspiradores, los cuales con frecuencia lograban ver secundados sus planes de deshacerse de los mejores ciudadanos. Se creía que en la república la libertad alcanzaba tal imperio que terminaba deshaciendo las relaciones sociales y amenazando el orden, pues cualquier individuo, por más oscuro que fuera, podía pretender las más altas dignidades y las mejores posiciones sociales. En fin, como lo señaló Manuel del Socorro Rodríguez, en la república "todo es precario y extravagante"3.

La monarquía, por el contrario, recibía la adhesión de prácticamente todos los neogranadinos, actitud que dejó huellas que son perceptibles sobre todo en los hombres de letras. Se trataba para ellos de una forma de gobierno acreditada como la más antigua y ás extendida, incluso entre los párbaros, y que había igualmente concitado los elogios de los más grandes filósofos de todos los tiempos. Una forma de gobierno que se compaginaba con la razón natural, que veía en el orden de la naturaleza o de los astros el predominio manifiesto de uno sobre los demás. La monarquía aparecía a sus ojos como si secretara concordia entre los individuos y armonía entre los distintos estados de la sociedad, vinculados entre sí por la caridad de los poderosos y la sumisión de los "pequeños". Se pensaba, además, que en ella los súbditos estaban protegidos de las amenazas externas y, sobre todo, que era el régimen verdaderamente capaz de permitir a la sociedad y a los individuos alcanzar los objetivos morales a que estaban destinados, pues la suprema autoridad del rey contenía las pasiones irrefrenables y los vicios de los hombres, sin la cual estos quedarían librados a su propia destrucción4.

Como si fueran insuficientes aquellas justificaciones, la monarquía aparecía avalada por la fuerza de los preceptos divinos, pero sería simplista ver en esto apenas una componenda con la iglesia. Para los hombres de la época, la sociedad entrañaba una fundamental unidad que era el reflejo de la unidad propia de la divinidad, la cual debía ser preservada a toda costa, y para ese cometido no veían otra respuesta satisfactoria que la de un poder-uno. Este poder monárquico (como todo el poder, según planteaban muy diversos escritores) provenía de Dios, quien se lo había dado a ciertos hombres, convirtiéndolos así en "Vice-Dioses", que, como indica el Diccionario de Autoridades, era un "Título honorífico, y respetuoso, que se da al Sumo Pontífice, y a los Reyes, y Monarcas, por estar en lugar de Dios en la tierra". Se trata de un calificativo que le dan a los príncipes, no solamente los catecismos o los publicistas ortodoxos como Joaquín de Finestrad o Manuel del Socorro Rodríguez, sino también el inquieto cabildo santafereño en una representación de 1796. El origen divino del poder de los reyes lo defiende, incluso, un estudiante de derecho público del Colegio del Rosario cuyo maestro era el tunjano Joaquín Camacho5.

Combatir o desobedecer ese poder nacido de Dios resultaba por lo tanto un acto sacrílego. Consecuencia no menos importante de esa manera de pensar la naturaleza del poder monárquico era la imposibilidad de darle al pueblo algún lugar en el origen de ese poder. Nadie afirma tal hipótesis pactista, y cuando ella sale a flote solo es para impugnarla con palabras tajantes, como hace Finestrad, quien se refiere a aquellos que osan decir que "en la Nación reside el poder y la soberanía y que en caso de abusar de ella el Rey queda el Pueblo en libertad de poderla recobrar por medio de la rebelión", como a fanáticos o como a una "raza de víboras" que despedaza el buen orden de la república6.

Pero ese poder del monarca no había sido instituido para cualquier fin. El monarca tenía diversos encargos o roles, según las principales instituciones por las que él respondía. En primer lugar, respecto a la iglesia y la religión, el rey no solo debía ser su protector sino también el modelo de católico. Como lo enseñaba Joaquín Lorenzo Villanueva en su Catecismo, ninguna autoridad pública po- día ser instituida sin religión, la cual establecía la "buena fe de los miembros del Estado entre sí, y la subordinación de ellos a su cabeza", por lo que el monarca español debía emplear su autoridad en destruir las "falsas religiones" en su reino. Una actitud insuficiente, sin embargo, para atraer a los pueblos a la observancia del catolicismo, pues el monarca debía simultáneamente practicar la piedad y la virtud, y meditar la palabra sagrada, la cual contenía los insuperables principios con los que debían ser gobernados los pueblos. El monarca por lo tanto debía procurar que el pueblo fuera adoctrinado en la ley de Dios, y debía dar a ese pueblo, así mismo, sus pastores espirituales, es decir, organizar la iglesia, defenderla de sus enemigos y garantizar el bienestar, el respeto y la consideración de los ministros del culto. Garante de la pureza del catolicismo, el rey debía igualmente ser agente de su expansión en "naciones bárbaras", como los indígenas americanos7.

En segundo lugar, respecto al gobierno, el rey era su jefe máximo, teniendo a su cargo el mantenimiento del orden, el adelantamiento de sus pueblos, la preservación de la nación ante eventuales agresiones extranjeras y el cuidado de que la grandeza española no quedara empañada o disminuida. Y desde mediados del siglo XVIII, particularmente durante el reinado de Carlos III, el rey también fue reconocido por sus súbditos neogranadinos como mecenas de las ciencias y agente principal de la prosperidad material del reino. En la dilatada monarquía hispánica, el rey fue al mismo tiempo articulador de sus dominios, los cuales buscaba no solo preservar sino aumentar. En esos vastos cuan diversos dominios el rey tenía además otro rol fundamental: ser el rey justiciero que con su intervención restauraba el perfecto orden instituido por Dios y alterado incesantemente por los hombres. No se trataba simplemente de que en su nombre se castigaba a los perversos y se los separaba de los buenos, sino que él encarnaba el ideal de lo justo, consistente en "dar a cada uno lo que por derecho le pertenece", eso sí dentro de una lógica geométrica, esto es "según la calidad de la persona", como lo precisaba un tratadista8.

En tercer lugar, respecto a la sociedad, el rey era su cabeza o su padre, concepción que muestra justamente lo indisociable del poder y la sociedad, en el sentido en que ésta no puede existir sin una cabeza que la dirija hacia el bien. En un espacio eminente y solitario, el rey constituye la cima y el ideal de una sociedad que tiene a los ojos de todos un carácter natural, estando constituida por un entramado de cuerpos jerárquicamente organizados. Una sociedad en la que el vínculo social está fundado en la desigualdad, y queá ligada de un extremo al otro por la autoridad paternal del monarca, que al igual que la autoridad divina debía resultar suave, por lo que los vasallos no le debían temor sino más bien devoción, siendo considerada sospechosa la actitud de aquel cuyo acatamiento careciera de complacencia9.

La mayoría de vasallos estaba al margen de las indagaciones filosóficas sobre la naturaleza del poder, y algunos podían incluso confundir al rey con alguna "superioridad", pero eso no los hacía experimentar las relaciones sociales desde coordenadas diferentes a las que definían el orden monárquico español. Y aunque habría que precisar que los iletrados no por ello quedaban fuera del radio de influencia de los discursos de los intermediadores intelectuales que trataban de difundir y fijar los principios fundantes del poder monárquico -particularmente los curas, pero también las autoridades civiles e incluso los publicistas-, este terreno doctrinario o intelectual no es el que define la naturaleza del régimen. La clave de una forma de gobierno no radica en la capacidad de la mayoría de ciudadanos para discurrir sobre los principios que lo constituyen. En el caso del orden monárquico, su plenitud puede observarás bien en que, sin distinciones, todos los neogranadinos ponían en práctica cotidianamente las nociones que lo fundaban, sin detenerse a reflexionar sobre ellas. En ese orden, los alcances limitados del doctrinarismo político quedaban compensados con creces por la potencia de un poder que aparecía ante sus súbditos con un carácter fuertemente próximo al poder de Dios, tal como puede verse en su escenificación durante momentos claves como la jura de los nuevos monarcas, que realizaban todas las villas y ciudades del reino. Ese poder a cuya imagen se organizaba la sociedad tejió un poderoso vínculo con cada uno de los vasallos, pero al mismo tiempo parecía trascender todas las coordenadas terrenales por el modo misterioso e inmemorial en que se presentaba a los ojos de los súbditos.

Majestuoso y oculto a las miradas escrutadoras que hubieran podido develar su prosaísmo, ese poder devolvía y confirmaba a la sociedad la imagen de su ordenamiento, fundado en la desigualdad. Y contrariamente a ciertas afirmaciones apresuradas, la eficacia de ese poder fue inmensa, algo que se nota de muy diversas maneras. Se nota en las relativamente pocas revueltas acaecidas, en la escasa fuerza militar que generalmente se necesitaba para imponerse cuando éstas ocurrieron, y en que ellas no cuestionaron al rey cuando confrontaron a la autoridad, particularmente a nivel local. Se nota, igualmente, en la imposibilidad de pensar la revolución, considerada como un acto sacrílego y un delirio de la razón10.

El rey y la revolución

La retención de la familia real en abril de 1808, momento crucial de la crisis en que entró la monarquía española, dio lugar a una actualización del poder monárquico que revistió un extraordinario dramatismo. La invasión napoleónica y la falta del rey pusieron a la nación de ambos lados del Atlántico ante una situación que fue percibida como apocalíptica, pero antes que voces a favor de otro tipo de régimen político, lo que se escuchó fue una poderosa reafirmación de los vínculos de vasallaje y de la pertenencia a la nación española11.

La menos ignorada forma de actualización de ese poder son las juras de lealtad a Fernando VII, que realizaron "todas las Ciudades y poblaciones" del reino en el segundo semestre de 1808, como lo cuenta el Redactor Americano, que se congratuló de que toda la América "no ha tenido sino un solo corazón, pues ni esa gran separación de mares y montañas ha impedido la pronta uniformidad de sentimientos en abrazar con el mayor entusiasmo la causa más justa y gloriosa que han visto los siglos"12. Pero además de las juras, vemos a los ecásticos movilizarse para afirmar la lealtad a la monarquía con arengas desde el púlpito y con diversos papeles públicos, y vemos a las distintas villas y ciudades hacer generosos donativos para la causa de la guerra contra Francia. Los relatos realzan cómo nobles y plebeyos, curas y laicos, funcionarios y simples particulares, hombres y mujeres de unas y otras provincias, todos contribuyen desde su lugar a la defensa del rey, la patria y la religión. El entusiasmo lealista no es en absoluto exclusivo de los peninsulares. Encontramos una actitud semejante en la correspondencia privada y en las intervenciones públicas de los criollos. Antonio Nariño pide que lo dejen hacer la jura de Fernando VII; Camilo Torres ruega en cartas privadas por la preservación de la monarquía; Francisco Antonio de Ulloa se enorgullece del valor hispánico que había permitido doblegar a los indígenas13. Se podría proseguir enumerando los gestos de lealismo de los futuros revolucionarios, pero lo que intento subrayar es que esta etapa no parece reafirmar sino la bondad del gobierno monárquico y la incorporación de los súbditos neogranadinos en él.

En este primer año de conmoción, la autoridad virreinal parece firmemente asentada, pero a mediados de 1809 comienzan a hacerse evidentes diversas formas de indisposición, cuando no de rebeldía de los notables neogranadinos. Rumores que ponen en duda la lealtad del virrey, fricciones de los regidores de diversos cabildos con los gobernadores de sus provincias, representaciones quejosas ante el gobierno peninsular, presión en Santafé para que el virrey erija una junta semejante a las de la península, son solo algunos de esos incidentes14. También intentan tomar las armas de los soldados enviados a Quito, y cuando fracasan, se da inicio a una sublevación armada en los Llanos15. Todas estas y otras fricciones con las autoridades tienen en común que son justificadas como formas de defensa de los derechos de Fernando VII sobre los dominios americanos, amenazados por los franceses, y cuyas autoridades cuestionadas no estarían dispuestas a defenderlos con toda la firmeza y lealtad necesarias. Sin embargo, esa actitud termina convertida en un reparo al poder del monarca en cuanto pone en entredicho a las autoridades que ejercen en su nombre, y sobre todo en cuanto significa un inédito involucramiento de la sociedad neogranadina en los asuntos gubernativos.

Esas fricciones que acabo de mencionar constituyen indicios de la ambigüedad que surge ante el poder monárquico, la cual asume al menos tres direcciones. En primer lugar, una ambigüedad americana, pues en lugar de la afirmación de la pertenencia de la América a la monarquía y a la nación española, algunos neogranadinos asumen una actitud inédita de desconfianza e incluso de repudio hacia la madre patria, llegando a avizorar la posibilidad de existir separadamente de la metrópoli. En segundo lugar, una ambigüedad del pueblo, pues si éste no había aparecido sino como instrumento de la resistencia ante los agresores de la patria española, se llega a entrever la idea según la cual él es la fuente de la soberanía. En tercer lugar, una ambigüedad ante las autoridades, en cuanto se duda de su completo repudio a los invasores, y por tanto se les exige más celo y precaución frente a los enemigos externos, siendo éstas las mismas exigencias que justificarán su destitución por parte de las juntas el año siguiente. Pero esas ambigüedades, antes que causas de la corrosión del poder monárquico que se opera entre mediados de 1809 y mediados de 1810, pueden ser pensadas como expresiones de la misma16.

Las respuestas torpes, contradictorias o vacilantes de las autoridades ahondaron su descrédito y envalentonaron a los novadores, que a mediados de 1810 lograron finalmente erigir juntas a lo largo del reino. Por doquier, éstas se declararon protectoras de los derechos del soberano cautivo, pero en diversa medida todas representaron un desafío a las autoridades locales y metropolitanas que habían intentado gobernar en nombre de aquel. En algunos lugares la ruptura fue imaginada como algo modesto, y es plausible pensar en un genuino interés por resguardar los dominios de Fernando, aunque introduciendo algunos ajustes. Pero en otros lugares no solo se le negó acatamiento a la Regencia y se expulsó a las autoridades, sino que diversos monarquistas pudieron sospechar que la invocación del monarca era una máscara que encubría los deseos de separarse de la metrópoli y de instaurar una forma de gobierno distinta. Los líderes revolucionarios que llegaron a predominar en la escena pública, ciertamente siguieron hablando y haciendo levas en nombre del rey; siguieron usando por un tiempo sus armas y sus sellos en los documentos oficiales, pero progresivamente fueron afirmando su convicción de que la única forma de gobierno que colmaba sus aspiraciones era una democracia representativa, la que por supuesto entrañaba un principio fundante del poder, distinto al monarca: el principio del pueblo soberano17.

Al tiempo que se afirmaba esta escogencia de un gobierno popular representativo, el monarca fue convertido en blanco de críticas cada vez más abiertas y agresivas. Se trató de una impugnación visible, en primer lugar, en el terreno intelectual, pues en diversas producciones escritas, como papeles públicos, periódicos, panfletos, e incluso en libros, el rey fue presentado como una amenaza para la libertad -considerada por muchos como el mayor bien que un ser humano podía poseer- y como un cómplice de la aristocracia para esquilmar al pueblo y mantenerlo en la ignorancia. El monarca también fue considerado como generador de miedo y de servilismo, que envilecían a los hombres, y se enfatizó cómo mantenía al pueblo al margen de las decisiones sobre su propio destino18. La impugnación a la figura del monarca la observamos también en el campo institucional, pues los funcionarios nombrados por la metrópoli fueron rechazados en la mayor parte de la Nueva Granada; fue creado todo un conjunto de instituciones públicas y de sociedades de particulares -ya no bajo su tutela-; la iglesia dejó de ser organizada por el rey y, además, fueron conformados ejércitos que se enfrentaron al suyo. Y si bien la primera constitución, la de Cundinamarca de 1811, le dio un lugar fuertemente condicionado a Fernando VII como cabeza del poder ejecutivo, prácticamente ninguna de lasás constituciones le asignó rol alguno19. Más significativa á fue la impugnación del monarca en el orden simbólico, sobre la cual enuncio algunos casos. Las armas del rey fueron borradas de los edificios públicos de Santafé y de otros lugares; se le hizo objeto de mofas en las calles; se escrutaron de manera áspera su vida y la de la corte madrileña, se hicieron pinturas que deprimían su antiguo carácter augusto, mientras otros retratos suyos fueron incinerados. Además, se le sustituyó en las monedas, donde había sido prácticamente la única figura que aparecía antes de la revolución20.

No es que durante la revolución el rey no hubiera tenido defensores, los tuvo, pero varios hechos dan cuenta de su marginalidad en las zonas revolucionarias: que hubieran tenido que contentarse con cuestionar la legitimidad de la ruptura del juramento de lealtad, antes que elogiar la monarquía, y que hubieran vivido temerosos de ser agredidos por sus ideas, careciendo por lo demás de iniciativa para hacer papeles públicos o incluso pasquines que les permitieran exponer con claridad sus opiniones21. Otra cosa sucedió en las zonas lealistas, como Santa Marta o Pasto, pero ellas mantuvieron una actitud defensiva tanto en lo militar como en lo intelectual, siendo así poco significativo su influjo sobre el resto de la Nueva Granada. De esta manera, terminó prevaleciendo el juicio de los publicistas revolucionarios, quienes convirtieron al rey en un simple tirano despojado de las tantas y potentes virtudes de que había estado rodeado hasta la agudización de la revolución. Antes de que en la historia de la humanidad apareciera la monarquía, el venezolano Juan Germán Roscio, por ejemplo, escribió en un panfleto muy conocido en la Nueva Granada, que los hombres vivían felizmente sin que entre ellos se establecieran diferencias. La monarquía, añadía Roscio, es un "gobierno pésimo, nacido casi siempre de la violencia y del fraude fomentado por el fanatismo y la superstición, y trasmitido por esta vía desde el gentilismo hasta nuestros días": ella es asociada a la codicia y la ambición de "un solo hombre" que aspira "a enseñorearse de sus semejantes, a esclavizarlos y venderlos como ganado o mercancía"22. De esta manera, la pretensión de querer coronarse, que le adjudicaron con fundadas razones a Antonio Nariño, constituía una crítica de extraordinaria gravedad, pues la monarquía había venido a representar todo lo contrario de lo que la revolución había estado tratando de superar.

El improbable retorno al pasado

¿La reconquista española iniciada en 1816 borró esta ruptura que la revolución había operado respecto a la figura del monarca?

Los realistas neogranadinos, como los hermanos Torres y Peña y Nicolás Moya y Valenzuela, esperaban que, como lo había deseado Fernando VII respecto a la Constitución de Cádiz, un completo olvido cubriera ese tiempo en que aquello considerado sagrado hasta hacía pocos años, había sido vilipendiado23. Pablo Morillo, por su parte, se fue en noviembre de 1816 hacia los Llanos, y se despidió de Santafé hablando de Fernando como el "Rey más querido de los Reyes", y justificando la pena de muerte que le había inflingido a los "pérfidos mandones" neo-granadinos, que con su rebeldía habían atraído hacia sí "la venganza de un Soberano irritado"24.

Desde el monarca restituido en el trono hacia abajo, todos sus adherentes deseaban un completo retorno a la tranquilidad y la concordia que habían reinado hasta antes de la revolución. Pero la fragilidad de la reconquista, que no fue percibida sino como una ocupación, nos habla por el contrario del acontecimiento revolucionario como una ruptura de profundo y duradero impacto en la sociedad neogranadina. La revolución y su relato habían logrado instaurar un corte insalvable con el pasado, asociado desde entonces únicamente al oscurantismo y la tiranía. No hay que pasar por alto, además, que mientras en la América española el monarca y la monarquía quedaban descartados completamente del relato nacional y de las opciones viables para fundar el orden político, en Europa y en el resto del mundo esa forma de gobierno siguió predominando por largo tiempo. En nuestro caso, el régimen democrático que sustituyó a la monarquía no constituía por sí mismo la solución a los enormes desafíos que había por delante, pero podía contener suficientes esperanzas como para alentar a los neogranadinos a enfrentarlos.


Pie de Página

1Camilo Torres, Representación del Cabildo de Bogotá Capital del Nuevo Reino de Granada a la Suprema Junta Central de España, en el año de 1809. Escrita por el Sr. Dr. José Camilo de Torres encargado de extenderla como asesor y director de aquel cuerpo (Bogotá: Imprenta de N. Lora, 1832), 9.
2Ver, Joaquín de Finestrad, El vasallo instruido en el estado del Nuevo Reino de Granada y en sus respectivas obligaciones [1789] (Bogotá: Universidad Nacional, 2000); Guillermo ández de Alba, Crónica del Muy Ilustre Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, t. II (Bogotá: Editorial Centro, 1940), 238; Defensa de Antonio Nariño, 1795, en Archivo General de Indias, Estado, 56A, n° 3, ff. 13r-14r, 19v-20v, 44r, 52rv; Papel Periódico de Santafé de Bogotá, n° 161-171, 10 de octubre a 19 de diciembre, 1794; Felipe de Vergara, Consulta de Doña Ángela Isidra del Campo a Don Felipe de Vergara, y su respuesta sobre ¿si en Santafé de Bogotáá, o no lícito cenar la Noche buena, y cenar buñuelos y pescado? [1799] (Bogotá: Instituto Caro y Cuervo, 1993), 26.
3Papel Periódico de Santafé de Bogotá, no. 161-171, 10 de octubre a 19 de diciembre, 1794.
4Ver por ejemplo: De Finestrad, El vasallo instruido; disertación de Nicolás Moya de Valenzuela en Papel Periódico de la Ciudad de Santafé, no. 239-247, 8 de abril al 10 de junio, 1796.
5Papel Periódico de la Ciudad de Santafé, n° 122, 76, 27 de diciembre, 1793; 27 de julio, 1792; "Representación del Cabildo de santafé, agosto 6 de 1796", en Causas célebres a los precursores, comp. José Manuel Pérez sarmiento, t. I (Bogotá: Academia Colombiana de Historia, 1939), 490.
6De Finestrad, El vasallo instruido, 247. sobre la noción de pueblo durante este periodo ver Magali Carrillo, "El pueblo neogranadino antes de la crisis monárquica de 1808-1809", en La sociedad monárquica en la América hispánica, ed. Magali Carrillo e Isidro Vanegas (Bogotá: Ediciones Plural, 2009), 175-226.
7Joaquín Lorenzo Villanueva, Catecismo del estado según los principios de la religión (Madrid: Imprenta Real, 1793), 243-249.
8Lorenzo Guardiola, El corregidor perfecto y juez exactamente dotado de las calidades necesarias y convenientes para el buen Gobierno Económico y Político de los pueblos... (Madrid: Imprenta y Librería de Alfonso López, 1785), 1-42.
9Ver, por ejemplo, una carta de Francisco Antonio Zea a Camilo Torres, en Enrique Álvarez Bonilla, "El Doctor Camilo Torres", Popayán [Popayán], año III, no. XXIX a XXXIV, 20 de julio, 1910, 519.
10sobre las protestas de finales del siglo XVIII y comienzos del siguiente hay una amplia bibliografía. Baste citar dos trabajos: Jean-Pierre Minaudier, "Pequeñas patrias en tormenta: Pasto y Barbacoas a finales de la colonia y en la independencia", Historia y Espacio III, no. 11/12 (enero-diciembre de 1987): 131-165; Anthony McFarlane, "Desórdenes civiles y protestas populares", en Colombia en el siglo XIX (Bogotá: Planeta, 1999), 21-72. sobre el lugar del ideal revolucionario antes de la revolución, ver Isidro Vanegas, "La revolución: un delirio criminal. Nueva Granada 1780-1808", en La sociedad monárquica, 227-278.
11Ver, por ejemplo, José Domingo Duquesne, Oración pronunciada de orden de el Exmo. Señor Virrey, y Real Acuerdo en la solemni- dad de acción de gracias celebrada en esta Santa Iglesia Catedral Metropolitana de Santafé de Bogotá el día 19 de Enero de 1809 por la instalación de la Suprema Junta Central de Regencia [...] (santafé de Bogotá: Imprenta de D. Bruno Espinosa de los Monteros, 1809), 10-11; "Roma 3 de Noviembre de 1808", Alternativo del Redactor Americano [santafé de Bogotá], no. 37, 27 de junio, 1809.
12"El Redactor Americano", Redactor Americano del Nuevo Reyno de Granada [santafé de Bogotá], no. 53, 4 de febrero, 1809.
13José Antonio Torres y Peña, Memorias sobre los orígenes de la independencia nacional (Bogotá: Editorial Kelly, 1960), 82; Carta de Camilo Torres de agosto 20 de 1808, en Archivo Histórico Javeriano, Fondo Camilo Torres, Carpeta 156, f. 6; "Habitantes de Popayán", Redactor Americano del Nuevo Reyno de Granada, no. 57, 4 de abril, 1809.
14sobre rumores ver por ejemplo las diligencias contra Andrés Portela, en Archivo General de la Nación, sección Colonia, Fondo Milicias y Marina, t. 127, ff. 532r-539v. Disputas entre los cabildos y los gobernadores hubo al menos en Cartagena, Antioquia, Neiva y Nóvita. Acerca de esta última ver Archivo General de la Nación, Empleados Públicos del Cauca, t. 27, ff. 1-442. Una de las diversas quejas enviadas fue la de Ignacio Herrera, ver Colección de documentos para la historia de Colombia, t. II, comp. sergio Elías Ortiz (Bogotá: Editorial Kelly, 1965), 93-100.
15Archivo General de la Nación, sección Colonia, Fondo Historia Civil, t. 10, rollo 11, ff. 224r-380r.
16Un análisis detallado de estas formas de ambigüedad, que aparecen con toda su fuerza a mediados de 1809, en Isidro Vanegas, Todas son iguales. Estudios sobre la democracia en Colombia (Bogotá: Universidad Externado, 2011), 64-76.
17Entre las muchas afirmaciones de que un gobierno democrático representativo es la única salida, ver por ejemplo: "Concluye el Extracto de las dos representaciones sobre la necesidad de conservar la integridad de las Provincias del Reino", Semanario Ministerial del Gobierno de la Capital de Santafé en el Nuevo Reyno de Granada, no. 7, 28 de marzo, 1811); "Correspondencia", El Argos Americano [Cartagena], suplemento al no. 27, 28, 1 y 8 de abril, 1811; "Acta de Instalación de la Junta superior de Gobierno de la Provincia de Popayán", Semanario Ministerial del Gobierno de la Capital de Santafé en el Nuevo Reino de Granada, no. 24, 25 de julio, 1811; Archivo Histórico José Manuel Restrepo, rollo 4, fondo I, vol. 7, f. 91r.
18La obra que cuestionó de manera más siática la monarquía fue la de Miguel de Pombo, Constitución de los Estados Unidos de América, con las últimas adiciones, precedidas de las actas de Independencia y federación, traducidas del inglés al español por el Ciudadano Miguel de Pombo, e ilustradas por el mismo con notas y un discurso preliminar sobre el sistema federativo (santafé de Bogotá: Imprenta Patriótica, 1811). Pero éste es solo un ejemplo de las producciones antimonárquicas.
19No hay que perder de vista que para diversos revolucionarios, como los "Montalvanes", la constitución de Cundinamarca no solo no era monárquica, como lo interpretaba Nariño, sino que Fernando VII era allí solo un "estorbo". Ver El Montalván (santafé de Bogotá: Imprenta de Don Bruno Espinosa, 1812).
20Dos ejemplos. El primero: José Gregorio Gutiérrez relata cómo en agosto de 1811 una multitud celebra festivamente en las calles santafereñas la declaración de independencia de Venezuela lanzando gritos contra Fernando VII y quitándose y haciendo quitar las escarapelas. El segundo: la pintura mandada hacer por el cura de Guaduas en la que el monarca aparece derribado de su trono y con el cetro y la corona por el suelo, una de las razones por las que es juzgado en 1816 por los reconquistadores. Ver Isidro Vanegas, comp., Dos vidas, una revolución. Epistolario de José Gregorio y Agustín Gutiérrez Moreno (1808-1816) (Bogotá: Universidad Externado, 2011), 256-257; Guillermo Hernández de Alba, comp., "Documentos inéditos: sumarias de los procesos seguidos contra los clérigos patriotas", Boletín de Historia y Antigüedades 49, no. 573-574 (julio y agosto de 1962): 430-431.
21Ver el relato de la revolución que desde la perspectiva de un monarquista elabora José Antonio Torres y Peña en Memorias sobre los orígenes de la independencia nacional (Bogotá: Editorial Kelly, 1960), 27-133. Ver también su poema "Santafé cautiva", en La Patria Boba (Bogotá: Biblioteca de Historia Nacional, 1902).
22Juan Germán Roscio, Patriotismo de Nirgua y abuso de los reyes (Tunja: Imprenta del Congreso, 1813). Otra obra fundamental en la construcción de la monarquía como un régimen execrable fue la de Thomas Paine, La Independencia de la Costa Firme justificada por Thomas Paine, treinta años ha, por Thomas Paine, trad. Manuel García de sena, (Filadelfia: Imprenta de T. y J. Palmer, 1811).
23Pablo Morillo, Habitantes de la Nueva Granada. Noviembre 15 de 1816 (santafé de Bogotá: Imprenta del Gobierno, por Nicomecles Lora, 1816).
24Antonio de León, Discurso político moral sobre la obediencia debida a los reyes, y males infinitos de la insurrección de los pueblos. Predicado en la Catedral de Santafé de Bogotá por el D. D. A. L., Prebendado de aquella Santa Iglesia, año de 1816 (santafé de Bogotá: Imprenta de D. Bruno Espinosa, 1816); Nás Valenzuela y Moya, Oración gratulatoria y parenética pronunciada el día 10 de Septiembre de 1816 en la Parroquia de la Ciudad de Neiva, ante el Consejo de Guerra del Ejército Expedicionario, y solemne concurso en acción de gracias por el feliz éxito de las Armas Reales en la reconquista del Nuevo Reino de Granada (santafé de Bogotá: Imprenta del superior Gobierno, 1817); "Concluye el Manifiesto del rey de España", El Mensajero de Cartagena de Indias, no. 30, 2 de septiembre, 1814.


Obras citadas

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De Pombo, Miguel. Constitución de los Estados Unidos de América, con las últimas adiciones, precedidas de las actas de Independencia y federación, traducidas del inglés al español por el Ciudadano Miguel de Pombo, e ilustradas por el mismo con notas y un discurso preliminar sobre el sistema federativo. Santafé de Bogotá: Imprenta Patriótica, 1811.        [ Links ]

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