INTRODUCCIÓN
Autoridades del Estado en reuniones oficiales con miembros de la Conferencia Episcopal Ecuatoriana; visitas oficiales de las altas esferas estatales al papa en el Vaticano; visitas de miembros del clero al presidente de la República para exponer su posición respecto de alguna política pública o ley en discusión; pronunciamientos públicos, cartas abiertas, entrevistas de las autoridades eclesiásticas para expresar su contento o descontento con las acciones o decisiones públicas; movimientos políticos y sociales con discursos, prácticas y demandas religiosas. Estado e Iglesia tienen, sin duda, una estrecha relación; son dos poderes que, en un sentido simbólico, tienen orígenes distintos (el primero, humano; el segundo, divino). Son dos poderes que se necesitan mutuamente para legitimarse y para protegerse. Por esta misma razón, es una relación muy compleja que no se resuelve, de una vez y para siempre, con el solo mandato en el ordenamiento jurídico de que el Estado sea laico. De hecho, la mayoría de los Estados democráticos tiene normas de relevancia constitucional que establecen esa separación, pero a la luz de los acontecimientos de las últimas décadas, deben ser repensadas.
Debe partirse de esa relación compleja1 para procurar comprenderla y criticarla. Una forma de acercarse a ella es atendiendo a los motivos que, por lo general, reúnen a las autoridades eclesiásticas y del Estado. Hay dos que son los más usuales: el económico y el moral. El primero tiene que ver, por ejemplo, con asegurar que instituciones educativas privadas pertenecientes a diferentes órdenes religiosas puedan trabajar con cierto margen de discrecionalidad, en especial regular sus procesos de admisión y pensiones, además de que puedan impartir formación religiosa que, en
teoría, no se la da en la educación pública2; o, en otro caso, que la exoneración de impuestos de la que gozan las instituciones religiosas registradas por el Estado no se vea afectada por los vaivenes de la política cotidiana3. El segundo motivo en el que confluyen los intereses de la Iglesia y del Estado ya no es material, sino inmaterial; se relaciona con las inevitables tensiones que surgen entre los dogmas religiosos y las decisiones públicas que tienen, entre otros, un carácter moral. La despenalización del aborto, la legalización del consumo de drogas, el reconocimiento jurídico del matrimonio entre personas del mismo sexo y la adopción igualitaria son cuatro típicos motivos de disputa moral en la que también participan las organizaciones de derechos humanos, movimientos sociales, la opinión pública y la sociedad en general. A este segundo motivo, de orden inmaterial, de orden moral, dedico este artículo.
Decir Iglesia o religión católica resulta útil para distinguirlas del Estado; sin embargo, en este trabajo también me interesa atender -en un segundo nivel pero no menos importante- a la verdad con pretensiones de universalidad en la que se sustenta la primera y la deliberación racional y pluralista en la que se asienta el segundo. En el primer nivel -que podría denominar de manera simplificada, plano constitucional- es el principio de laicidad del Estado el que debe iluminar hasta dónde es posible y saludable esa relación. En el segundo nivel, que llamo plano político moral, es la democracia la que debe responder si es o no deseable el discurso religioso en la esfera pública. En relación con este segundo nivel los autores más destacados -que por supuesto no fueron los únicos- que llevaron con más solvencia este tema a debate académico en las últimas décadas fueron John Rawls con su Liberalismo político4 y Jürgen Habermas con la obra Entre naturalismo y religión5, que, de cierta forma, toma la posta de la propuesta rawlsoniana. Ambos valoran la importancia de la razón pública para la democracia y, al mismo tiempo, saben que no es posible eliminar la influencia del pensamiento religioso; eso sí, tienen soluciones algo distintas para poder integrar las creencias de este tipo en la deliberación pública. A estos dos filósofos me referiré más adelante con más detalle.
Una vez reiniciada la discusión por el filósofo norteamericano -discusión que por unas décadas del siglo XX se creyó superada- se multiplicaron los análisis y estudios. Uno de los aportes más importantes es el que realizan los filósofos Audi y Wolterstorff en Religion in the Public Square. The Place of Religious Convictions in Political Debate6, obra en la que parten de la idea de que los movimientos religiosos fundamentalistas ejercen gran influencia en muchas partes del mundo y lo que antes sucedía en democracias no consolidadas o no liberales ahora sucede en las democracias maduras como la estadounidense; lo que habría llevado -según ellos- a "revaluar" el compromiso histórico con la separación Iglesia-Estado. Los autores muestran dos posiciones básicas: la liberal, que pide la neutralidad del Estado respecto de las confesiones religiosas; y la posición conservadora o, como dicen los autores, "de orientación teológica", que considera que las ideas religiosas son indispensables para una democracia pluralista.
A diferencia de los anteriores, Raymond Plant, en Politics, Theology and History7, no puso frente a frente al liberalismo y al conservadurismo como posiciones en tensión, sino que, de manera muy sugerente, profundizó en los fundamentos morales de las sociedades liberales mostrando que las creencias religiosas desempeñan un papel muy importante para que las democracias de este tinte superen su crisis. En esa orientación Plant valora, por un lado, el sentido que la religión daría a ciertos ideales democráticos (dice el autor que hay una especie de "vacío en el corazón liberal"); y, por otro, la utilidad social de la religión, su valor como cohesionador social, que siempre ha sido políticamente atractivo.
No obstante, Plant, Audi y Wolterstorff no analizan con profundidad qué hay del principio liberal de laicidad del Estado, que tiene relación con el primer nivel, el plano constitucional. Sí lo hace el teórico político indio Rajeev Bhargava, quien ha sostenido que la crisis global del securalismo político obliga a que esta categoría sea reinventada y reconceptualizada. Así, en 1998, propuso el principled distance o "distancia de principios"8 como nuevo modelo de laicidad o secularismo por el cual, primero, la separación Iglesia-Estado no es estricta; segundo, el secularismo9 es una respuesta a la diversidad religiosa; tercero, debemos entender a la diversidad religiosa como imbricada dentro de relaciones de poder y por lo tanto es necesario reconocer explícitamente el potencial oculto de la dominación religiosa; y, cuarto, que el secularismo o la laicidad se entienden contrarios no a la religión sino a la "dominación religiosa institucionalizada" tanto dentro de una religión como entre ellas.
Finalmente, el filósofo Charles Taylor en Why We Need a Radical Redefinition of Secularism10 toma la idea de Bhargava para sostener que el secularismo no puede definirse a priori; es decir que no es un principio atemporal que con el solo uso de la razón pura puede definirse clara y verdaderamente (casi como kantianamente lo pediría Rawls en su Teoría de la Justicia, pero que después revisará en su Liberalismo político); al contrario, las circunstancias distintas requieren distintos tipos de realización concreta del principio. En ese sentido y en la misma línea del filósofo indio, Taylor distingue dos modelos de Estado laico: el que pretende una separación completa del Estado y la Iglesia, con la idea de que las creencias religiosas deberían quedar en la esfera privada (laicismo); y un modelo que no cree en la separación absoluta, ni concibe que la laicidad se limite a esa relación, sino que es la respuesta correcta11 del Estado democrático ante una sociedad plural y diversa.
Es evidente que la tendencia dominante en cuanto al estudio del principio de laicidad y de la democracia pluralista se ha centrado en las democracias liberales de Occidente, con la excepción de Rajeev Bhargava, que analiza la situación de la India y ha logrado poner en cuestión las ideas predominantes en este tema teórico político. Es precisamente la experiencia del filósofo indio la que podría iluminar cómo reinterpretar aquellas categorías en una democracia como la ecuatoriana, tomando como punto de partida y excusa de reflexión la sentencia de la Corte Constitucional que reconoció constitucionalmente -otorgando vida jurídica- el matrimonio entre personas del mismo sexo. De esta forma, este artículo gira en torno a estas preguntas: ¿Cómo influye la religión en la democracia? ¿Es admisible incluir las concepciones religiosas en la esfera pública informal? ¿Cómo (re)interpretar el principio de laicidad en el contexto ecuatoriano?
En relación con el método aplicado en este trabajo, al tratarse de la indagación teórica de principios sobre los que se estructura el Estado y la comunidad política (esto es, principio de laicidad y democracia pluralista), es necesario tener una aproximación normativa con el método filosófico-político analítico. En relación con el enfoque analítico, sigo las premisas propuestas por Daniel McDermott, quien observa que la filosofía política puede ser considerada una rama o subdisciplina de la filosofía moral porque quienes nos dedicamos a ella nos ocupamos de las reglas de la moral aplicables al Estado. Es decir, mientras las ciencias sociales ofrecen un conjunto de hechos empíricos, la filosofía política ayuda a descubrir e identificar qué se debe o no hacer a la luz de esa información, con argumentos racionales, claros y con rigor sistemático: "los filósofos políticos se preocupan por lo que debe hacerse, por la acción más que simplemente por las ideas"12. Respecto de la aproximación normativa, este trabajo busca, por un lado, identificar posibles interpretaciones del principio de laicidad y de la democracia pluralista y, por otro, busca su redefinición a la luz de la realidad social del Ecuador, con el fin de que ellos cumplan con los valores que protegen, es decir, la libertad y la igualdad.
Divido este artículo en tres partes: las dos primeras correspondientes con el plano político moral y la tercera con el constitucional. En el político moral, al que dedico más espacio, analizaré primero el papel que tienen las creencias religiosas en la democracia en general y en la ecuatoriana en particular, forjando opiniones, influyendo en la sociedad, otorgando legitimidad social a las decisiones del poder público o a las demandas sociales. En la segunda parte, sustentaré la inevitabilidad del discurso religioso en la esfera pública informal y, a partir de esa constatación, siguiendo las propuestas de Rawls y Habermas, mostraré las condiciones para que aquel fortalezca y no debilite la democracia. En la tercera parte, con estos fundamentos teóricos, propondré una reinterpretación del principio de laicidad del Estado, más allá de sus concepciones clásicas o dominantes. El caso del matrimonio igualitario aprobado por la Corte Constitucional en 2019 es un eje transversal de este trabajo y que, además, sirve de guía y límite argumentativo.
1. RELIGIÓN, DEMOCRACIA Y ATMÓSFERA MORAL
La Corte Constitucional del Ecuador decidió, en 201913, que el matrimonio entre personas del mismo sexo era constitucional, que no había motivos que no fueran arbitrarios (es decir, no basados en la razón) que justifiquen su no reconocimiento por parte del Estado. La decisión no fue sencilla, ni en lo jurídico normativo, ni en lo político social. En lo jurídico normativo porque la Constitución contiene una norma que establece expresamente que "el matrimonio es la unión entre hombre y mujer" (art. 67) y, acto seguido, reconoce -y limita al mismo tiempo- la unión de hecho "entre dos personas libres de vínculo matrimonial" (art. 68)14. Estas normas se constituían en lo que los estudiosos de esta rama llaman candados constitucionales, es decir, artificios jurídicos que impedirían otras interpretaciones más allá de la literal. De todas formas, el máximo órgano de interpretación constitucional pudo sortear argumentativamente este arreglo normativo y "abrir" el candado15.
En lo político social, las dificultades fueron mucho mayores porque el argumento jurídico (me refiero a la larga sentencia de la Corte Constitucional) que es producto de la interpretación racional, sistemática y coherente de los valores constitucionales y supraconstitucionales comparte espacio o, más bien, compite en la esfera pública con creencias y pensamientos no necesariamente racionales, más bien libres y caóticos, contradictorios, apasionados, interesados, es decir, con toda suerte de opiniones, pareciendo la primera solo una más de ellas16. Así, al día siguiente de publicada la sentencia, el 13 de junio de 2019, la Conferencia Episcopal Ecuatoriana emitía un comunicado de prensa en el que denunciaba que la decisión de la Corte Constitucional vulneraba "gravemente la seguridad jurídica de nuestro país y la supremacía constitucional"; y se comprometían como Iglesia católica a "promover el matrimonio entre hombre y mujer", "defender la prevalencia de los derechos de los niños en todas las etapas de su existencia", "ratificar los principios sobre el matrimonio y la familia, base de la sociedad, inspirados en la palabra de Dios, como un derecho de la libertad religiosa, reconocido por el Estado laico del Ecuador", y "enseñar a los niños y jóvenes que el matrimonio según la fe cristiana es la unión indisoluble entre un hombre y una mujer y que, como fruto de ese amor, nacen los hijos para la sociedad y para el Reino de Dios"17.
A la par, el presidente de la Conferencia Episcopal realizó una rueda de prensa para expresar su preocupación por "lo moral, la estabilidad que los niños necesitan para criarse, la estabilidad de papá y mamá [...]. Partimos del niño, que es el gran olvidado en los discursos, cuando hablamos de sexualidad, de matrimonio, de aborto, nos olvidamos del sujeto que es el niño, entonces partimos de los derechos que tiene cada niño, al cariño y a la presencia de un papá y una mamá".18 Este pronunciamiento motivó la respuesta de organizaciones de derechos humanos y de movimientos sociales, como la Federación Ecuatoriana de Organizaciones LGBTI, que denunciaban la intromisión de la Iglesia en asuntos que no les competen. Por supuesto, estos mismos actores sociales y políticos venían alimentando la opinión pública mucho antes de la decisión de la Corte. Los medios de comunicación en su pluralidad (radio, prensa, televisión, medios digitales y redes sociales) no eran ajenos al debate público intenso y nada pacífico19. Hay que considerar que una decisión de este tipo y en nuestro contexto no podía sino darse como manifestación de uno de los rasgos de la democracia liberal20: la del poder contramayoritario de la Corte Constitucional; es decir, en asuntos como este el pensamiento liberal parte de la desconfianza en la capacidad racional, argumentativa y deliberativa de las mayorías; solamente un órgano conformado por especialistas en interpretación constitucional puede ser el encargado de llevar a cabo esta delicada labor en pro de las minorías. Si bien la Corte Constitucional en muchos casos y especialmente en este, se caracterizó por permitir y promover la participación social, en últimas lo deciden los jueces21.
El matrimonio igualitario, como sucede con otros asuntos humanos, despierta tensiones sociales porque pone en cuestión las más íntimas convicciones que nos ayudan cotidianamente a distinguir qué acciones humanas están bien o están mal, cuáles se deben evitar y cuáles se deben incentivar, es decir, tienen relevancia moral. Por este motivo es que el debate público en torno a la sentencia crea y alimenta lo que llamo en este trabajo una atmósfera moral que, al tiempo, trata de circunscribir el diálogo. Para mayor precisión, con atmósfera moral me refiero al conjunto de discursos y prácticas predominantes en un momento histórico determinado y que condicionan -aunque no necesariamente determinan- la percepción social de la realidad. Estos discursos y prácticas, sin embargo, no son de cualquier tipo, sino solo los que tienen valor moral, pues son los que sirven para calificar como buenas o positivas ciertas acciones humanas. Así, el actor o los actores políticos que tengan mayor acceso discursivo a la esfera pública -tanto en la formal, como en la informal-22 contribuirán en mayor medida al carácter que adquiera aquella atmósfera que, al extenderse -como no puede ser de otra forma-, impregna las conversaciones sociales.
Sostengo en este trabajo que la religión cristiana con sus dogmas y verdades con pretensión de universalidad ha influido históricamente y de manera determinante -el caso del matrimonio igualitario lo confirma- en la atmósfera moral en la que el Estado toma decisiones públicas creando un problema para la democracia que no se soluciona con la neutralidad del Estado. No es solo que la Conferencia Episcopal haga claras manifestaciones políticas, sino que su recepción es amplísima. De acuerdo con las primeras -y únicas hasta el momento- estadísticas oficiales sobre filiación religiosa en Ecuador, realizadas por el Instituto Nacional de Estadística y Censos, el 92% de la población tiene una filiación religiosa y, de ella, el 80% es católica y el 11% es evangélica (además de otras filiaciones menores)23. Este dato empírico ayuda a encauzar la (re)interpretación de la democracia ecuatoriana y su pluralismo. El problema que señalo se explica mejor si conocemos, desde una perspectiva analítica, algunos rasgos de la religión, sus condiciones necesarias y suficientes.
En la literatura se pueden identificar básicamente dos tipos de definición de religión: una sustancial o dogmática, que se basa en las creencias de sus adherentes, y otra funcional, que destaca la función social de todas las religiones. Steve Bruce, por ejemplo, la define como "el conjunto de creencias, acciones e instituciones que asumen la existencia de entidades sobrenaturales con poderes de juicio y acción [pero también incluye] poderes o procesos impersonales que poseen un propósito moral"24. Este sociólogo de la religión pone énfasis en la dimensión trascendental de la religión. Sin embargo, una definición funcional o pragmática más útil para este trabajo es la del filósofo de la religión Keith Yandell, quien dice:
Una religión es un sistema conceptual que proporciona una interpretación del mundo y del lugar de los seres humanos en él, basada en una explicación de cómo la vida debe ser vivida dada esa interpretación, y que expresa esta interpretación y ese estilo de vida en un conjunto de rituales, instituciones y prácticas25.
De esta definición tomo uno de sus elementos, el que se refiere a que una religión da una interpretación del mundo y señala, por tanto, cómo se debe vivir. Saber cómo se debe vivir implica saber cómo no se debe vivir y esta distinción se fundamenta en la idea de que esa religión y no otra es la verdadera porque ha sido revelada a la humanidad por medio de un canon de escritos sagrados. El teórico alemán Jan Assmann ha sostenido que las que él denomina "religiones secundarias" (básicamente las monoteístas, aunque con matices que no cabe mencionar aquí) tienen en común "una idea decidida o resuelta de la verdad"; además, todas distinguen entre religión verdadera y religión falsa, "y predican sobre esa base una verdad que no es complementaria respecto de otras verdades, sino que sitúa a todas las demás verdades tradicionales o rivales en el ámbito de lo falso"26. Por lo tanto, una religión señala una concepción comprehensiva del mundo por la cual se manda no sólo cómo el individuo creyente debe vivir sino cómo deberían hacerlo todos; he ahí su pretensión de verdad universal.
Este rasgo de la religión entra en tensión con la corrección normativa que distingue a la democracia participativa y deliberativa (como lo pretende ser la ecuatoriana, por lo menos si consideramos su Constitución). Una democracia de este tipo apuesta por la calidad epistémica de sus decisiones, una corrección objetiva que puede entenderse como una verdad moral27. Así, existen condiciones -necesarias, aunque no suficientes- bajo las cuales una comunidad política podrá llegar a esas verdades morales. John Rawls ha señalado que la manera de elegir los fines de la comunidad, definir sus prioridades, formular sus planes y tomar decisiones es utilizando como medio las capacidades racionales de sus integrantes humanos, lo que él llama la "razón pública", considerada una característica de un pueblo democrático: "es la razón de sus ciudadanos, de aquellos que comparten la calidad de ciudadanía en pie de igualdad. El sujeto de la razón es el bien del público"28. Y, en relación con el ideal de la ciudadanía democrática, dice:
Nuestro ejercicio del poder político es apropiado y, por tanto, justificable sólo cuando se ejerce en concordancia con una Constitución, cuyos elementos esenciales todos los ciudadanos pueden suscribir a la luz de principios e ideales aceptables para ellos como razonables y racionales. [...] El ideal de la ciudadanía impone un deber moral (no legal) -el deber de la civilidad- para poder explicarse unos a otros, acerca de esas cuestiones fundamentales, cómo los principios y las políticas que preconizan y por las que votan pueden apoyarse en los valores políticos de la razón pública. Este deber también implica la disposición a escuchar a los demás y a actuar con mentalidad de imparcialidad, de apego a lo justo, al decidir cuándo han de hacer ajustes, razonablemente, para conciliar sus propios puntos de vista con los de sus conciudadanos29.
Verdades morales de la comunidad política que se obtienen en el marco de la Constitución y a partir de ella; y una verdad con pretensión de universalidad de índole religiosa. Esta dicotomía puede traducirse de esta forma: la sentencia del matrimonio igualitario se constituye, en ese sentido, en una interpretación válida, conforme a la Constitución y los derechos humanos, y que garantiza la libertad de todos los ciudadanos de escoger el plan de vida que mejor les parezca sin que el Estado intervenga en esas decisiones; al contrario, debe reconocerlas y protegerlas. Frente a esta "verdad moral", la religión católica, por intermedio de sus representantes terrenales, defiende como verdad universal que el matrimonio y la familia tienen un carácter sagrado que no depende de la decisión humana sino de voluntad divina: "el marido y la mujer ya no son dos, sino una sola carne"30. Es evidente que la religión tiene una fuerza autónoma en la política31; siguiendo a Bruce, hay muchas razones para compartir con
Marx la idea de que la religión es el opio de los pueblos, porque en torno a ella se configura un pueblo que comparte Dios, una cosmología y una moralidad: "la religión crea orden y estabilidad"32, y frente a ella, nada tiene forma.
2. DISCURSO RELIGIOSO Y ESFERA PÚBLICA: DE RAWLS A HABERMAS
Los estudios filosófico-políticos relacionados con el secularismo o laicidad se han dado, como mostré en el estado de la investigación, principalmente utilizando como referencia las democracias liberales occidentales y consolidadas, sociedades heterogéneas en donde existe, por utilizar el término de Assmann, un mosaico de religiones que compiten entre ellas creando verdaderas tensiones democráticas33. Pero esto no sucede en el caso ecuatoriano (otro motivo por el que el principio de laicidad no puede definirse a priori). En Ecuador la atmósfera moral de la esfera pública es predominantemente cristiana católica; es decir, en un sentido figurado, por supuesto, la misma ciudadanía integra dos comunidades: la democrática y el "pueblo de Dios", y por eso es más fácil confundir las dos verdades inasimilables que defienden.
Ahora, esto trae dos consecuencias, una empírica y otra prescriptiva. La primera: en el caso ecuatoriano es inevitable que la esfera pública -en especial la informal- contenga discursos religiosos, con el predominio de un relato religioso sobre cualquier otro. Y la segunda es que debemos pensar la democracia desde esa realidad. Esta constatación ha provocado que la literatura actual denomine a estas sociedades "postseculares". Esto podría considerarse una tragedia, pero defiendo en este trabajo que no necesariamente es así. Desde la esfera religiosa, existen matices dentro de cada confesión que rompen con la idea de homogeneidad discursiva, monolítica y cerrada. Son posibles -y más que nunca deseables- otras lecturas de la religión que muestren sus matices y transformaciones. Desde la esfera democrática, siguiendo a Rawls y Habermas, es posible -o aparenta serlo- una traducción del discurso religioso a discurso democrático que permitiría acogerlo, en uso de la razón pública, en el diálogo político que busca decisiones epistémicas válidas y corrección normativa. Es decir, el mismo modelo de democracia participativa y deliberativa debería considerar a todos los grupos religiosos interlocutores y no, necesariamente, amenazas.
La historia, como maestra de la vida (Cicerón) y madre de la verdad (Don Quijote), es testigo de que las religiones también cambian, se transforman y, en un contexto democrático, se redefinen. Un interesante caso analizado es el del mismo catolicismo en los Estados Unidos de América. En el siglo XIX, la consideración que se tenía de la religión católica era muy similar a la que se tiene del islamismo en la actualidad; es decir, como una religión fundamentalista, antimoderna, antidemocrática y sexista y, por lo tanto, incompatible con el secularismo. José Casanova, sociólogo de la religión, se dedicó a estudiar este fenómeno y sostiene que la concepción que se tiene del catolicismo también es una construcción dialéctica con el discurso anticatólico; la Ilustración, el liberalismo y el laicismo con su discurso anticatólico homogéneo han pasado por alto la diversidad de prácticas y mentalidades dentro de esta religión. En el catolicismo, como en el islam, se dan interna y externamente debates sobre sus principios, estructura y relaciones interculturales34.
En esta línea, y atendiendo a los matices, existen por lo menos tres posiciones que abren o cierran la posibilidad de diálogo entre religiones o con la religión: exclusivista, inclusivista y pluralista. La primera es la que dificulta más el diálogo porque es la que considera que solo en la doctrina de la religión que uno profesa cabe la salvación; la segunda relativiza esa idea porque considera que "hay un conjunto de tesis que son absolutamente indisputables y en la medida que otras religiones se aproximan a ellas, aumentan su contenido de verdad y se convierten en medios para la salvación"35. Finalmente, una posición pluralista considera que existen distintas formas religiosas de salvación. Por supuesto, este esquema, como siempre sucede, tiene un fin ilustrativo, no es una fotografía de la realidad; las posiciones estrictas no son la regla, por lo que es mejor hablar de grados de apertura36.
En cualquier caso, situándonos en el pluralismo, existen dos propuestas para que el discurso religioso sea compatible con la democracia. Rawls y Habermas en su defensa de una democracia deliberativa sostienen que la estabilidad política y el pluralismo dependen del ejercicio de la razón pública y no de visiones comprehensivas del mundo. No obstante, no consideran que sea posible eliminar la influencia del pensamiento religioso en la esfera pública. Las personas que profesan una religión no podrían aceptar vivir en una sociedad que desconozca sus creencias más íntimas y auténticas o las desprecie. Por eso Rawls resuelve el dilema -o intenta hacerlo por lo menos-sosteniendo que estas concepciones comprehensivas se pueden vincular con la razón pública si se reconocen también como razonables, pues, al final de cuentas, son también visiones comprehensivas del bien.
Para Rawls, las doctrinas comprehensivas, como las religiones, son razonables cuando cumplen tres condiciones: (1) son producto de un ejercicio de razón teórica, "abarca los más importantes aspectos religiosos, filosóficos y morales de la vida humana de manera más o menos consistente y coherente"; 2. "organiza[n] y caracteriza[n] valores reconocidos, de modo que sean compatibles unos con otros y expresen una concepción inteligible del mundo", lo cual también implica un ejercicio de razón práctica; (3) son concepciones comprehensivas que pertenecen a una tradición de pensamiento y de doctrina, o derivan de ella, que tiende, por buenas razones, a una lenta evolución37. La razonabilidad de las doctrinas comprehensivas es la condición que permite una especie de traducción a argumentos aceptables por todos38; así, la comunidad política permitiría lo que él llama "un consenso traslapado [overlapping] de las doctrinas razonables, religiosas y morales"39.
Habermas, por su parte, comparte el sustrato de la propuesta de Rawls, pero da un paso más allá. En las sociedades postseculares, dice el filósofo alemán:
[R]esuita en interés propio del Estado constitucional cuidar la relación con todas las fuentes culturales de las que se alimentan la conciencia normativa y la solidaridad de los ciudadanos [...]. Si ambas posturas, la religiosa y la laica, conciben la secularización de la sociedad como un proceso de aprendizaje complementario, pueden entonces tomar en serio mutuamente sus aportaciones en temas públicos controvertidos también desde un punto de vista cognitivo40.
Es decir, para Habermas el pensamiento religioso podría nutrir a la democracia. En ese sentido, la esfera pública informal valora el discurso religioso: "[N]o se debe excluir que la religión tenga potenciales semánticos valiosos que desarrollen una energía capaz de inspirar a toda la sociedad, una vez que liberen sus contenidos de verdad profanos"41. Como se ve, los dos filósofos han aceptado la postsecularidad de las sociedades, marcando así la tendencia dominante en esta discusión. Me queda por plantear cómo entender el principio constitucional de laicidad en una sociedad postsecular como la ecuatoriana.
3. UN PRINCIPIO DE LAICIDAD REINVENTADO
El laicismo adquiere gran importancia en el marco de la modernidad occidental, aunque no surge en ella42. Lo moderno, reduciendo muchísimo la historia43, se identifica con el tránsito del ser humano hacia su conciencia de individualidad. Lo que caracteriza al ser humano es la razón; un ser humano racional puede valerse por sí mismo, es autónomo, es -en palabras kantianas- mayor de edad. Por lo tanto, las acciones y los artificios humanos no necesitan una legitimación externa para ser válidos (se incluye, por supuesto, al Estado como creación humana). El laicismo, como una de sus manifestaciones, pretende que las actividades humanas se rijan por reglas propias; de esta forma, inicialmente, el laicismo no se limitaba a la autonomía del Estado frente a la Iglesia, o de la política frente a la religión, sino que abarcaba todas las relaciones de las actividades humanas entre sí. Las dos caras de una misma moneda: la libertad para el individuo, el laicismo para sus actividades. El término secularismo, que en este trabajo utilizo como sinónimo de laicidad, en realidad surge también en la modernidad, pero circunscrito a señalar el paso de un Estado religioso a un Estado secular; es decir, de manera simbólica, implica una desacralización o, utilizando un término hegeliano, mundanización. En el siglo XIX, el secularismo se entiende, de manera más amplia, como una suerte de "emancipación cultural de la influencia de la Iglesia sobre la organización de la vida política y social" (Abbagnano)44.
El laicismo tenía entonces una doble dimensión: por un lado, exigía que el individuo en uso de su razón rompiera todo cuanto atara su libertad y, por otro, el Estado liberal debía también caracterizarse por sus decisiones racionales y ajenas a lo religioso. En relación con la primera dimensión y a la luz del siglo XXI, la realidad ha demostrado que el culto moderno a la razón ocultaba una condición humana mucho más compleja; el ser humano es un "animal metafísico" (Schopenhauer) por su ¿innata? tendencia a pensar en su trascendentalidad, lo cual no implica que las personas no puedan desacralizar su mundo, sino que ya no es condición para una democracia pluralista. En Given Secularism Its Due, Bhargava llama a esta dimensión "secularismo ético", una perspectiva comprehensiva y normativa que guía la vida individual o colectiva, o ambas. Es un secularismo que se basa en la razón para proponer "la mejor manera de llevar la vida, aquí y ahora, en este mundo, asumiendo que todos los fines perseguidos por los seres humanos pertenecen únicamente a este mundo y esta época"45.
La segunda dimensión también se ha visto obligada a transmutar, especialmente en sociedades postseculares. En la actualidad se habla, como he venido haciendo en este trabajo, de laicidad o secularismo -otros lo llaman "laicismo débil"-, ya no como la mera distinción entre esferas, sino como una forma de responder por parte del Estado a la diversidad religiosa, en especial procurando evitar cualquier tipo de "dominación religiosa institucionalizada". Esta dominación es la clave para redefinir el principio de laicidad reconocido constitucionalmente en el Ecuador (arts. 1, 3, 28 y 66)46.
Si analizamos la sentencia del matrimonio igualitario en el marco teórico propuesto, nos dejará ver que, por un lado, el principio de laicidad permite el discurso religioso en la esfera pública informal. No obstante, ese mismo principio debe, primero, evitar que las concepciones religiosas condicionen la esfera pública formal y, segundo, cuidar que la esfera pública informal sea dominada por un solo relato religioso. Es lo que Bhargava llama el secularismo político: "una perspectiva sobre las restricciones terrenales, coercitivas o no coercitivas, que se pueden colocar en la búsqueda de la buena vida, independientemente de si uno es o no un secularista ético, algo en el que tanto el laicista como los religiosos podrían estar de acuerdo. De hecho, podría ser objeto de consenso entre diferentes tipos de creyentes seculares y religiosos"47.
Aquí adquiere sentido el Principled Distance que Bhargava propone, precisamente, como alternativa a los secularismos dominantes en Occidente. Estado e Iglesia difieren en sus instituciones, no necesariamente en sus fines. En ese sentido, la distancia de principios flexibiliza la relación de acuerdo con el contexto; "la religión puede ser incluida en los asuntos del estado si dicha inclusión promueve la libertad, la igualdad o cualquier otro valor integral de la laicidad y, por lo tanto, reduce la dominación interreligiosa o intrarreligiosa"48. Si, en cambio, una religión más que otra, pone en riesgo esos valores, entonces el Estado debe intervenir; se rompe así con la idea de neutralidad estatal. ¿Puede la Conferencia Episcopal pronunciarse públicamente para rechazar la sentencia de la Corte Constitucional? Desde luego que sí, pero el Estado no debería limitarse a permitirlo, porque si considera que la atmósfera moral está siendo determinada por un solo relato religioso, entonces hay una dominación injusta que pone en riesgo los valores de la comunidad política.
La redefinición del principio de laicidad reconocido constitucionalmente siempre se hará atendiendo a las circunstancias particulares. No es posible que el Estado se abstenga de intervenir en la esfera pública informal bajo el pretexto de neutralidad; la corrección normativa de las decisiones públicas, su calidad epistémica, dependen de que se integre la pluralidad de concepciones comprehensivas del mundo, incluidas las religiosas, pero solo para que esas decisiones cumplan de mejor manera los valores constitucionales.
CONCLUSIONES
En este artículo, escrito desde la filosofía política analítica y con enfoque normativo, he indagado en torno a tres categorías de relevancia política: la democracia pluralista, la religión y el principio de laicidad; categorías que he interpretado en relación con la que he llamado atmósfera moral imperante en el Ecuador. La sentencia de la Corte Constitucional que aprobó el matrimonio igualitario en 2019 sirvió de base y encauzó estas reflexiones.
La democracia liberal se caracteriza, entre otros, por fundamentarse en la razón pública como camino para decisiones legítimas para la comunidad política y el individuo; la democracia deliberativa y participativa, como la ecuatoriana, aspira, además, a la corrección normativa de esas decisiones, persigue una suerte de verdad moral. Al frente o, más bien, dentro de aquellas democracias existen comunidades culturales con creencias religiosas. Ciertos rasgos ónticos de las religiones, como la verdad con pretensiones de universalidad que defienden, o la diferencia que se hace entre verdaderas y falsas religiones, parecen, en principio, obstáculos para el éxito de los ideales democráticos; en especial cuando una sola de las concepciones comprehensivas del mundo determina la atmósfera moral en la que se desarrolla el diálogo democrático.
No obstante, he mostrado en este trabajo que tanto la democracia deliberativa y participativa como la religión son mucho más complejas y exigentes. Es decir, justamente una democracia deliberativa promueve el diálogo entre y con concepciones comprehensivas del mundo. Rawls destaca que estas concepciones, cuando son razonables, permiten un consenso traslapado de doctrinas. Habermas, por su parte, considera que esas concepciones religiosas más bien perfeccionan la democracia. Lo mismo ocurre con la religión; existen suficientes experiencias históricas que muestran tanto la evolución que tienen como su diversidad intrarreligiosa; muestra de que hay formas de vivir la religiosidad de manera abierta y cambiante.
Finalmente, con estas premisas teóricas, he propuesto una reinterpretación del principio de laicidad. Para ello tomé como referencia las propuestas teóricas de Rajeev Bhargava, en especial su teoría de la distancia de principios, que parte de la idea de que el secularismo siempre responde a las circunstancias contextuales; la laicidad no es la diferenciación de esferas (la política y la religiosa), sino una respuesta a la diversidad religiosa que tiene, entre otros, el fin de evitar la dominación religiosa. En ese sentido, la sentencia del matrimonio igualitario puso en evidencia que la atmósfera moral fue determinada por el discurso de la Iglesia católica y eso, precisamente, constituyó una dominación injusta que el Estado debería haber evitado.
Apenas he propuesto en este trabajo una forma distinta de interpretación del Estado laico y de la democracia deliberativa. Quedan, por supuesto, importantes temas por resolver; por ejemplo, los límites que tendría o debería tener el Estado al modular la atmósfera moral; cómo evitar que esa atmósfera invada también la esfera pública formal, como de hecho lo hace; finalmente, cómo las concepciones comprehensivas del mundo no pierden su sentido religioso en el proceso de traducción a argumentos aceptables para todos.