INTRODUCCIÓN
Hoy por hoy se ha tornado común y corriente señalar que el mundo se encuentra en riesgo. En Colombia, donde hemos tenido que afrontar -y donde seguimos afrontando- diverso tipo de adversidades, a los riesgos y calamidades históricas se han venido a sumar las tribulaciones globales. En la década de 1960, rodeada por una muy preocupante realidad que atestiguaba el ascenso -para entonces reciente- del armamentismo nuclear, la filósofa política Hannah Arendt advertía que "ahora, cuando la vida nuestra está en juego, toda acción por definición se encuentra sujeta al dominio de la necesidad"1. Podría decirse que, en muchos sentidos, la polarizada realidad colombiana actual -sobre todo después de la firma del Acuerdo de Paz de La Habana celebrado entre el Gobierno y la guerrilla Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP)2, en adelante, Acuerdo de Paz-, se encuentra sujeta al dominio de la necesidad.
La muy disputada transición hacia la paz ha tenido lugar en medio de una sociedad dividida que en el mismo camino ha visto en riesgo la calidad en el ejercicio de sus derechos, así como de la democracia misma. En efecto, si la negociación del Acuerdo de Paz tuvo que sortear diverso tipo de dificultades, no puede decirse nada diferente en relación con su implementación. Ahora bien, en medio de tantas fuerzas y partes en tensión, ¿qué podría decirse sobre el desempeño del Congreso -máximo foro democrático de representación política de todas nuestras instituciones- no solo en la adopción, sino -teniendo en cuenta el panorama actual- en la implementación del Acuerdo de Paz? La pregunta no es retórica: si asistimos al libreto político de una sociedad dividida y polarizada, uno de los escenarios clave para lograr algún tipo de articulación lo es el Congreso de la República. O, dicho de otra forma, no podría pensarse en el acercamiento -así sea mínimo- de las posturas políticas en juego sobre la implementación del Acuerdo de Paz -sobre todo las más polarizadas-, sin que ello tenga que pasar por la aceptación o anuencia de distintas iniciativas por parte del Congreso.
En realidad, el Congreso constituye un espacio institucional clave para deliberar, acoger y transar las variadas -y no pocas veces contrapuestas- posturas sobre un tema tan delicado como lo es el de hacer la paz con adversarios políticos que -bajo distintas expresiones y en diferentes escalas- han optado por acudir a las armas. Desde un punto de vista democrático, el parlamento se erige como una suerte de "factor legitimante" que, de ser bien empleado, fortalecerá y canalizará el duro debate entre adversarios que de otro modo continuarían con la empresa de aniquilación mutua. También el Congreso es el lugar donde la encumbrada y majestuosa maquinaria estatal -en especial, con su prerrogativa ejecutiva de acudir a la fuerza o coerción- tendrá que quedar a la merced del -esquivo- camino del diálogo. No debe olvidarse que el ideal -complejo, pero básico- de la democracia está encaminado a la generación y al cambio de las reglas básicas del juego político y social, lo cual es particularmente verdad en regímenes democráticos de gran escala numérica, donde no parece existir otra salida sino aquella de privilegiar los canales legislativos de representación donde pocos, a nombre de muchos, tomen las decisiones más importantes para hacer mover la pesada parafernalia estatal. Por ello en su momento Bernstein se refería a "la mayor estimación del trabajo parlamentario, no tanto como agitación -si bien ésta tiene su justificación- sino más bien como búsqueda de resultados legislativos positivos, de leyes orientadas a producir las modificaciones lo más profundas posibles en el derecho y la economía"3.
Ahora bien, ¿qué tan apto fue este foro legislativo -en especial, al compararlo con la rama ejecutiva- en la implementación inicial del Acuerdo de Paz? ¿Qué podría decirse históricamente al comparar su grado de solvencia en otros procesos de búsqueda de paz relativamente recientes? Teniendo como referentes los parámetros de la transicionalidad -entendida como el marco y los dispositivos que acompañan y van más allá del uso formal de la normatividad de transición hacia la paz- y de la excepcionalidad -entendida como el marco y los dispositivos que van de la mano y más allá del uso formal de la normatividad de excepción, incluyendo, obviamente, los estados de excepción regulados en la Constitución Política-, el presente artículo pretende evaluar históricamente el comportamiento de la rama legislativa en la fase inicial de implementación de tres procesos relevantes de transición hacia la paz4 que han tenido lugar en los últimos 50 años en Colombia, a saber, el del inicio del Frente Nacional (1958), el del arranque de la Constitución de 1991 y -el más reciente- el que ha tenido lugar con la adopción del Acuerdo de Paz de La Habana (2016)5.
Con este propósito de estudio en mente, desarrollaré una sección panorámica inicial (parte 1) que explica los intentos colombianos de búsqueda de paz en contextos donde se cruzan referentes normativos de transición hacia la paz con otros propios de la excepcionalidad6; luego esbozaré puntos básicos de la metodología de investigación (parte 2), alusiva al enfoque histórico con el cual serán exploradas las tres coyunturas históricas arriba mencionadas; para con posterioridad pasar a señalar los resultados concretos del análisis emprendido (parte 3), relacionados con el predominio histórico del lenguaje de la excepcionalidad sobre aquel de la transicionalidad y del déficit democrático7 suscitado por la prevalencia de las acciones del Gobierno sobre aquellas del Congreso en las fases iniciales de implementación de las frágiles iniciativas de paz de envergadura considerable hasta ahora emprendidas en Colombia; y así, finalmente, exponer y desmenuzar los hallazgos históricos recabados (parte 4) -sustentados en la normatividad hallada, así como en fuentes doctrinales secundarias que sirven de contraste- a propósito de las tres coyunturas de iniciativas públicas de paz analizadas, a saber, 1958 (inicio del Frente Nacional), 1991 (inicio de la Constitución Política vigente) y 2016-2017 (inicio del Acuerdo de Paz de La Habana). Al final ofrezco unas breves conclusiones.
1. Una visión panorámica a los derechos de excepción y de transición
En el siglo pasado, escenarios estremecedores como los de la Primera y Segunda Guerra Mundial, llevaron a pensadores como Carl Schmitt8 a señalar que el soberano es quien decide sobre el estado de excepción, o a Walter Benjamin9 a vaticinar que el estado de excepción de su momento se tornaría en la regla10. Estas ideas se diseminaron a tal punto que la excepcionalidad ha llegado a tornarse en una suerte de lenguaje universalizarte -si la excepción es la regla, todo es excepción-. Con todo, debe irse con cuidado.
En lo atinente a los campos de análisis de este texto -la transicionalidad y la excepcionalidad-, al respecto vale la pena realizar dos precisiones preliminares. La primera consiste en que se trata de ámbitos de conocimiento tan vastos, que resulta mejor delimitarlos en su extensión. Una forma obvia es circunscribirlos al derecho constitucional colombiano, en tanto fenómenos de índole jurídico y político. Así, en lugar de hablar de transicionalidad en general es más acotado referirse al derecho constitucional de transición; de modo análogo, en lugar de excepcionalidad en general resulta más claro y específico apuntar hacia el derecho constitucional de excepción. La segunda observación, en estrecha conexión con la primera, enfatiza que estos dos fenómenos, si bien íntimamente ligados en ciertos escenarios, son aun así ámbitos diferenciables.
Para empezar, por obvio que resulte, cabe precisar que el derecho constitucional de excepción tiene en los tres estados de excepción previstos en la Constitución -a saber, el estado de guerra exterior, el estado de conmoción interior y el estado de emergencia- uno de sus referentes centrales, mientras que en el derecho constitucional de transición tal no es el caso. Como se verá en la sección 3, históricamente el derecho constitucional de excepción colombiano ha estado marcado por el uso recurrente de los estados de excepción, sobre todo a lo largo del siglo XX -antes de 1991- con el abuso presidencial de la figura del estado de sitio -contenida en la derogada Constitución de 1886-. Esta realidad diverge de la del derecho constitucional de transición, donde no existe un vínculo evidente -ni necesario- con la declaración de ninguno de los estados de excepción. Ello es así porque acá el camino para arribar a un escenario de paz y democracia no es un estado de excepción propiamente dicho, sino un periodo de transición. De otra parte, sobresale en el derecho constitucional de excepción la obligación presidencial de conservar "en todo el territorio el orden público y restablecerlo donde fuere turbado" (art. 189 num. 4 Constitución 1991), acudiendo para ello a medidas de excepción -a medidas extraordinarias de policía, adicionales a las ordinarias (art. 213 Constitución 1991)- de llegar a ser necesario. El derecho constitucional de transición se encuentra regido por otros cometidos básicos, siendo sin duda uno de los más importantes cristalizar un escenario de verdad, justicia, reparación y no repetición entre los actores del conflicto armado que se quiere superar, conjugándolo en un difícil equilibrio con el derecho a la paz. El siguiente cuadro resume las diferencias normativas básicas entre los dos campos de estudio:
Las diferencias entre ambos escenarios, por supuesto, no se reducen a las aquí señaladas. Si -más allá del nivel nacional- se tiene en cuenta el ámbito comparado, es posible apreciar cómo la literatura extranjera, en materia de transicionalidad, ha privilegiado el estudio de la justicia transicional; en materia de excepcionalidad, por su parte, la guerra contra el terrorismo ha gozado de un despliegue considerable. En resumen, tanto en Colombia como en otras partes del mundo el campo epistémico de los regímenes transicionales11 ha sido analizado de forma separada al campo epistémico de la excepcionalidad12.
Si ello es así -esto es, si ambos campos epistémicos se encuentran separados-, ¿por qué el esfuerzo por diferenciarlos? Porque -como también se analizará en la sección 3- históricamente en Colombia se ha tendido a conjugarlos, con el agravante de que la lógica de la excepcionalidad ha prevalecido sobre aquella de la transicionalidad. El hecho de que la actual transición hacia la paz, en contraste con las de 1958 y 1991, no se encuentre acompañada por la declaración de estado de excepción alguno habla bien de la separación y autonomía que debiera esperarse de ambas esferas, la de la excepción y la de la transición. Pero ello no debe llevar a confiarnos, ya que, como también se analizará, el lenguaje predominante de la excepción aún sigue vigente. Y el que así sea tiene todo que ver con la pregunta de investigación trazada desde la introducción, ya que el saldo de la relación entre transicionalidad y excepcionalidad sigue arrojando un palpable déficit democrático en detrimento del Congreso y en favor del Gobierno, cuando se observa la fase inicial de implementación de la actual iniciativa de paz. Pero antes de arribar al detalle de esta realidad -mirada al trasluz de las experiencias de paz de 1958 y 1991-, realizaré algunas observaciones básicas sobre la metodología aquí empleada.
2. Una mirada panorámica al oficio del historiador jurídico
La historia jurídica es una disciplina amplísima del saber. Del inmenso portafolio de sus ángulos de discusión, algunos de sus conceptos y herramientas de investigación resultan pertinentes como elementos metodológicos para el presente trabajo. En primera medida, con el objeto de establecer un referente temporal al análisis aquí propuesto, la categoría de duración histórica reviste particular importancia. En efecto, las tres iniciativas de paz objeto del presente estudio no constituyen reliquias del pasado vaciadas en un fondo inerte: por el contrario, en distintos sentidos duran en el tiempo, y por tanto, es labor del investigador escrutar los nexos y tejidos que las unen y que incluso las hacen vivir en el presente. Sobre el concepto de duración histórica el reconocido historiador de la Escuela de los Annales Fernand Braudel precisó que son "esos tiempos múltiples y contradictorios de la vida de los hombres que no son únicamente la sustancia del pasado, sino también la materia de la vida social actual" 13
A esta noción debe añadirse la de movilidad y fluidez de las trayectorias históricas. Los tres procesos de paz bajo análisis no deben ser vistos como compartimentos-estanco incomunicados uno de los otros; por el contrario, es menester extender entre ellos lazos perceptibles -y, más aún, imperceptibles-bajo fuentes creíbles y constatables, con la meta de encontrar surcos fácticos de avance temporal -lineales o entreverados, llanos o escarpados, acelerados o ralentizados-, ante un vasto horizonte de observación que, de otro modo, luciría como un enjambre atiborrado y desordenado de multitud de hechos. Aquí la labor del historiador -y para el caso del presente texto, del historiador jurídico- no debe reducirse a una labor notarial de seguimiento mecánico de las secuencias de hechos, sino -si me es permitida la metáfora, acudiendo a los cien ojos de Argos- trazar y construir trayectorias fluidas y movibles de patrones fácticos. Es por esta razón por lo que, como se verá en la sección 3, varios de los gestos institucionales de la iniciativa de paz de 1958 "se mueven" y se repiten -con ritmos diversos- en las de 1991 y 2016, pudiendo decirse afirmaciones similares de estas dos coyunturas históricas. Por ello Braudel recalca que "es necesario distinguir entre movimientos largos y empujes breves, considerados estos últimos en sus fuentes inmediatas y aquellos en su proyección de un tiempo lejano [...]. Cada «actualidad» reúne movimientos de origen y de ritmo diferente: el tiempo de hoy data a la vez de ayer, de anteayer, de antaño"14.
La siguiente observación metodológica tiene que ver con el desafío que todo reporte histórico tiene ante sí, a saber, las fuentes de investigación que sirven de base al estudio. De modo más específico, el primer gran reto consiste en "la elaboración o tratamiento de las fuentes"15. En el presente análisis trabé relación sobre todo con fuentes normativas -incorporadas en constituciones o en reformas constitucionales, en leyes, en decretos leyes y en decretos reglamentarios-, las cuales no solo fueron contrastadas entre sí, sino también con jurisprudencia, doctrina y trabajos académicos que las han estudiado. Estas fuentes, hay que decirlo, en todo caso "no hablan por sí solas" -sobre todo cuando se trata de mostrar la duración, movilidad, vinculación mutua y fluidez histórica arriba referidas-. "Hay que hacerlas hablar" dentro de un marco de análisis e investigación que es justamente el que se presenta en este artículo.
En este sentido, las fuentes de estudio inciden tanto en el historiador jurídico que las investiga como el historiador en ellas: se trata de una interacción donde ambos se "moldean e interpelan" para construir un reporte histórico creíble y contrastable. Desde esta orilla metodológica y teórica de estudio, la relación entre el historiador y sus fuentes -por contraintuitivo que suene- no es la del cartógrafo que busca que su mapa coincida plena y totalmente con el mundo real: "El mundo del historiador, lo mismo que el mundo del científico no es copia fotográfica del mundo real, sino más bien modelo operativo que le permite, con eficacia variable, comprenderlo"16. Justamente por ello el investigador, en la interacción con sus fuentes y datos de estudio, debe arribar más temprano que tarde a un trazado reflexivo y consciente de su análisis, esto es, debe lograr plantearse "un plan preciso in mente, un problema que resolver, una hipótesis de trabajo que verificar"17. El presente trabajo, como arriba se anotó, parte de la preocupación de examinar -desde el trasfondo de la transicionalidad y la excepcionalidad- la vieja problemática de consolidar la paz en Colombia -esto es, de terminar por fin la guerra-, trasegando a lo largo de tres procesos de paz -los de 1958, 1991 y 2016- para medir en su fase de implementación inicial qué tan fuerte o qué tan débil fue la participación del Congreso -constituyendo la hipótesis corroborada aquella que afirma que en efecto el Congreso de Colombia en dichos escenarios tuvo una intervención parca y débil, sobre todo si se le compara con aquella desplegada por el Gobierno.
3. El papel discreto del congreso de Colombia al inicio de tres procesos de paz (1958, 1991, 2016): resultados de la investigación
Esta investigación, que explora el arranque de la implementación de los tres periodos de transición hacia la paz seleccionados -1958, 1991 y 2016-, cuenta con resultados comunes a los tres procesos y con resultados diferenciados dentro de ellos. Los siguientes son los resultados comunes en las tres iniciativas de paz analizadas:
- En la implementación inicial de los tres procesos de transicionalidad las coordenadas normativas del derecho constitucional de transición han venido acompañadas de las propias del derecho constitucional de excepción, prevaleciendo éstas sobre aquellas.
- En la implementación inicial de los tres procesos de transicionalidad ha habido un déficit democrático debido al predominio del Gobierno sobre el Congreso.
- El déficit democrático presente en los tres procesos de transicionalidad deja en evidencia la debilidad del Congreso en el arranque de la implementación de las iniciativas de paz, dificultando de entrada la representación y participación adecuada de los actores en pugna, así como el ejercicio de sus derechos.
Por su parte, los resultados diferenciados de la comparación histórica de los tres periodos de transición estudiados son los siguientes:
- El predominio del derecho constitucional de excepción sobre el derecho constitucional de transición ha ocurrido de forma variada, pasando de un nivel muy intenso -inicio del Frente Nacional, 1958- a otro intenso -inicio de la Constitución Política vigente, 1991- y a otro moderado -inicio del Acuerdo de Paz de La Habana, 2016-2017.
- El déficit democrático en detrimento del Congreso y en favor del Gobierno se ha presentado de modo variado, pasando de un nivel muy intenso -inicio del Frente Nacional, 1958- a otro intenso -inicio de la Constitución Política vigente, 1991- y a otro moderado -inicio del Acuerdo de Paz de La Habana, 2016-2017.
- La falta de participación y representación legislativa -en detrimento del ejercicio de los derechos de los actores enfrentados- se ha dado de manera variada, pasando de un nivel muy intenso -inicio del Frente Nacional, 1958- a otro intenso -inicio de la Constitución Política vigente, 1991- y a otro moderado -Acuerdo de Paz de La Habana, 2016-2017.
Una vez descritos los resultados de investigación, en lo que resta del documento estos serán discutidos y analizados con mayor profundidad.
4. El rol discreto del congreso de Colombia en el impulso inicial de tres procesos de paz (1958, 1991 y 2016): discusión de la temática
La iniciativa de paz finalmente plasmada en el Acuerdo de Paz de La Habana no ha sido la primera -ni, muy seguramente, será la última- en la compleja realidad política colombiana. La presente investigación analiza el Acuerdo de Paz de 2016 al trasluz histórico de los dos procesos de cambio constitucional más importantes que tuvo el país en la segunda mitad del siglo XX y hasta nuestros días, a saber, el correspondiente al Frente Nacional y aquel impulsado por la Asamblea Constituyente de 1991. Ambos vinieron acompañados de una amplísima agenda -que incluía asuntos burocráticos, electorales, ciudadanos, territoriales, entre muchos otros frentes-, motivo por el cual la agenda de la paz no tuvo mucha visibilidad o, al menos, no tanta como merecía. Lo cierto es que allí se dictaron normas para transitar, en diferentes sentidos, hacia la paz, tal y como fue el caso del Acuerdo de Paz de La Habana adoptado en tiempos más recientes. Ahora bien, ¿cómo arrancaron estos tres procesos de paz en su fase de implementación inicial? ¿Qué rol tuvo allí el Congreso de la República, sobre todo en relación con el Gobierno? Los tres acápites que componen esta sección -al analizar cada uno de estos tres periodos- buscan dar cuenta de ello.
4.1. La iniciativa de paz de inicios del Frente Nacional (1958)
En una agitada década marcada por una dictadura -la de Gustavo Rojas Pinilla (1953-1957)- y por el intento de dejar atrás un periodo brutal de sectarismo político entre liberales y conservadores -denominado "la Violencia", extendida entre las décadas de 1940 y 196018-, en 1958 se abrió paso un nuevo régimen político -denominado "Frente Nacional"- en el que los mismos conservadores y liberales compartirían el poder por periodos constitucionales de cuatro años. Allí, tímidamente, en medio de vientos de cambio político, también tuvo lugar una apuesta de transición hacia la paz pensada como una especie de hiato institucional que daba pie a las esperanzas de enmendar viejas prácticas políticas para comenzar otras. Así, la paz bipartidista trajo consigo la que se anunció como una "paz rehabilitadora"19, prevista para enervar la expansión de la violencia en las zonas más afectadas, incluyendo como uno de sus objetivos básicos la rehabilitación de las personas que las habitaban.
La transicionalidad bipartidista estuvo acompañada de varias medidas institucionales20. En primer lugar, se creó una entidad especializada de carácter temporal denominada Comisión Investigadora de las Causas de la Violencia21, conformada por ministros de despacho, sociólogos y abogados, para examinar las causas de la continuidad y agudizamiento de la violencia y, a partir de este diagnóstico, sugerir mecanismos e iniciativas para superarla22. Adicional a esta propuesta de diagnóstico de la imperiosa situación, fueron propuestas varias medidas de rehabilitación. Entre ellas23 se encuentra la que se conoció como la Comisión Especial de Rehabilitación o Comisión Nacional de Rehabilitación24, dispuesta para dar pautas nacionales de alivio a la violencia que debían ser articuladas con las Comisiones Seccionales de Rehabilitación25; complementario a estos niveles se instauró una jurisdicción especial y transitoria con los Tribunales de Conciliación y Equidad26, dispuestos para resolver los conflictos relacionados con la posesión de tierras abandonadas por causa de la Violencia, el cual tuvo competencia para ordenar embargos y proponer fórmulas de amigable composición entre las partes enfrentadas, y de trasladar el caso a la jurisdicción ordinaria en caso de no llegarse a ningún acuerdo. Por último, la transición hacia la paz contó con un espacio para castigar a los altos funcionarios del Estado que se encontraran implicados en los delitos y atrocidades causados en los tiempos de dictadura, a cargo de la Comisión Nacional Asesora de Instrucción Criminal27.
Esta institucionalidad de transición, no obstante, desde el principio se encontró acompañada por la para entonces ya muy reconocida figura del estado de sitio -muy usada por el dictador Rojas Pinilla y por gobiernos previos que acudían una y otra vez al artículo 121 de la Constitución de 1886-, la cual terminaría prevaleciendo abiertamente a lo largo del Frente Nacional. Así, con ciertos intervalos, el estado de sitio se tornó en la constante de la vida política colombiana de la segunda mitad del siglo XX28, exhibiéndose un nivel muy intenso de predominio del derecho público de excepción sobre aquel de transición. Mientras mecanismos transicionales como los Tribunales de Conciliación y Equidad quedarían prontamente en el olvido, iniciativas creadas por el estado de sitio -como la cárcel de la Isla Gorgona, solo por señalar un ejemplo29- se perpetuarían por décadas. Desde el propio inicio del Frente Nacional fue instaurado el estado de sitio -en agosto de 1958- en los departamentos considerados más afectados por la Violencia -de la parte centro-occidental del país-, a los cuales en 1960 se agregarían 13 municipios de Santander, esto es, de la parte nororiental del territorio30.
Cabe aquí preguntarse qué rol cumplía el Congreso de la República en medio de este enmarañado panorama. La respuesta directa es que su grado de participación e incidencia, como institución, fue mínimo, al punto de generar un enorme déficit democrático -esto es, un grado muy intenso de ausencia de procedimientos genuinamente democráticos- que incluso ha llegado a tener impacto hasta nuestros días. Los colombianos nos acostumbramos a la falta de relevancia del poder legislativo. En efecto, todos los organismos públicos de transición y de excepción arriba mencionados fueron creados por vía de decreto, teniendo estos en la mayoría de los casos fuerza de ley. De hecho la supremacía presidencial tomó forma básicamente a través de dos cauces constitucionales: mediante el estado de sitio -arriba mencionado (art. 121, Constitución de 1886)- y mediante las facultades extraordinarias concedidas por el propio Congreso al presidente (art. 76 num. 12 Constitución de 1886).
En las dos vías institucionales, el Congreso quedaba relegado en un segundo plano mientras el ejecutivo adquiría mayores poderes sobre la vida pública. Así, establecía el artículo 121 de la Constitución de 1886:
En caso de guerra exterior o de conmoción interior podrá el Presidente con la firma de todos los ministros, declarar turbado el orden público y en estado de sitio toda la república o parte de ella. Mediante tal declaración, el Gobierno tendrá, además de las facultades legales, las que la Constitución autoriza para tiempos de guerra o de perturbación del orden público y las que, conforme a las reglas aceptadas por el Derecho de Gentes, rigen para la guerra entre naciones.
El estado de sitio, como mecanismo de distribución y separación de los poderes públicos, partía de la base de considerar a la cabeza de la rama ejecutiva -el presidente de la República- la autoridad mejor dotada y preparada para afrontar situaciones urgentes y precipitadas. A comienzos de los años 1960 -esto es, iniciando el Frente Nacional, foco de esta parte del estudio-, el para entonces conocido administrativista Eustorgio Sarria advertía que en la "imposibilidad intelectual y física en que suele hallarse la rama legislativa del poder público de expedir leyes para regular servicios fundamentales, en situaciones conflictivas o excepcionales, la Constitución acepta que le delegue al presidente de la República"31 dicha vital tarea. Quizás por ello el Congreso mismo llegaría a admitir su propia incompetencia, llegando a adoptar de forma inopinada y acrítica como leyes permanentes los decretos excepcionales y transitorios expedidos por el presidente -una acción que los analistas han denominado "blanqueo" de las normas de excepción32-, tal y como fue el caso de la Ley 141 de 1961, a cuyo tenor del artículo 1° estipulaba:
Adóptense como leyes los decretos legislativos dictados con invocación del artículo 121 de la Constitución, desde el nueve (9) de noviembre de mil novecientos cuarenta y nueve (1949) hasta el veinte (20) de julio de mil novecientos cincuenta y ocho (1958), en cuanto sus normas no hayan sido abolidas o modificadas por leyes posteriores.
Por su parte, las facultades extraordinarias conferidas por el Congreso (art. 76 Constitución de 1886) se mostraron como el expediente para transferir poder legal al ejecutivo en tiempos de normalidad. Bajo esta figura varios códigos y leyes de mayor importancia33 -que debían haber sido discutidos y deliberados en el seno del máximo órgano colegiado democrático del país-fueron adoptados a puerta cerrada mediante decreto presidencial. Ahora bien, en lo atinente al periodo y la temática aquí analizados -el arranque de la implementación de la normatividad de transición hacia la paz de 1958-, debe quedar clara la completa ausencia de regulación de parte del Congreso, exhibiéndose así un nivel muy intenso de falta de participación y representación legislativa en la materia. Revisada la coyuntura histórica del inicio del Frente Nacional, pasemos al segundo periodo arriba mencionado, i. e. el arranque de la Constitución de 1991.
4.2. La iniciativa de paz de inicios de la Constitución Política de 1991
En la vida política nacional la década de 1980 tiende a suscitar reminiscencias azarosas y turbulentas, en mayor parte debido al recrudecimiento de la violencia en distintos niveles, al punto de llegar a ser calificada desde la ciencia política como "la larga noche 'hobbesiana' de los ochenta"34. De hecho, la gran sensación de crisis e incertidumbre vendría a ser una de las causas principales que llevó a su fin a la Constitución de 1886 para ser reemplazada por la de 1991. Tanto se encontraba en juego, tantas instituciones empezaron a ser revisadas y tantos asuntos políticos y sociales que disparaban a distintos sentidos se discutieron en la Asamblea Nacional Constituyente de 1991, que la normatividad de transición a la paz apenas si logró aparecer, esta vez ya no bajo el formato normativo de decretos presidenciales -como en 1958- sino como parte del articulado transitorio de la Constitución de 1991.
Es que la Constitución de 1991 también fue entendida como un pacto de paz35 y, por tanto, no debería resultar extraño que llevara en su seno porciones enteras del derecho constitucional de transición. Para empezar, está el artículo transitorio 13 de la Constitución, el cual sirvió como marco constitucional inicial de desmovilización de expresiones guerrilleras:
Dentro de los tres años siguientes a la entrada en vigencia de esta Constitución, el Gobierno podrá dictar las disposiciones que fueren necesarias para facilitar la reinserción de grupos guerrilleros desmovilizados que se encuentren vinculados a un proceso de paz bajo su dirección; para mejorar las condiciones económicas y sociales de las zonas donde ellos estuvieran presentes; y para proveer a la organización territorial, organización y competencia municipal, servicios públicos y funcionamiento e integración de los cuerpos colegiados municipales en dichas zonas.
Como se puede apreciar, el artículo contiene mandatos transitorios de alivio social para territorios vulnerables históricamente azotados por la violencia, a los cuales ya no se les denomina "espacios de rehabilitación", como en 1958. Así, establece el artículo transitorio 47 de la Constitución: "La ley organizará para las zonas afectadas por aguda violencia, un plan de seguridad social de emergencia, que cubrirá un período de tres años". Del mismo modo, el derecho de transición del arranque de la Constitución de 1991 incluía la posibilidad de conceder indultos o amnistías por delitos políticos y conexos no extensibles "a delitos atroces ni a homicidios cometidos fuera de combate o aprovechándose del estado de indefensión de la víctima" (art. transitorio 30, Constitución de 1991). Por último, con el objeto de atraer de forma inmediata tanta desmovilización guerrillera como fuera posible, fueron ofrecidas por una sola vez las circunscripciones especiales de paz -art. transitorio 12 de la Constitución-, en los siguientes términos:
Con el fin de facilitar la reincorporación a la vida civil de los grupos guerrilleros que se encuentren vinculados decididamente a un proceso de paz bajo la dirección del Gobierno, éste podrá establecer, por una sola vez, circunscripciones especiales de paz para las elecciones a corporaciones públicas que tendrán lugar el 27 de octubre de 1991, o nombrar directamente por una sola vez, un número plural de Congresistas en cada Cámara en representación de los mencionados grupos en proceso de paz y desmovilizados.
Pero ¿qué había ocurrido entre tanto con el predominio histórico del derecho constitucional de excepción? La Asamblea Nacional Constituyente de 1991 sesionó bajo un estado de sitio que había sido declarado en mayo de 198436 -por causa del asesinato del entonces ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla- y el cual, de hecho, fue su tarea levantar en julio 4 de 1991, cuando la nueva Constitución fue finalmente suscrita37. No por casualidad, el copresidente de la Asamblea Constituyente, Antonio Navarro Wolf38, señaló al respecto: "Todos nosotros, o por lo menos la mayoría de los constituyentes, somos de lo que pudiéramos llamar la generación del estado de sitio, yo nací en estado de sitio y vivo hoy en estado de sitio"39. Este solo hecho deja ver el predominio que aún tenía la excepcionalidad en un país que afrontaba y resistía distintos frentes de violencia, plataforma que todavía incidía de forma intensa en varios ámbitos de regulación, incluyendo allí el derecho de transición. ¿Se diluirían nuevamente los esfuerzos transicionales de paz en la vorágine de un derecho de excepción que, en lugar de ser transitorio, se había tornado en una constante de la política nacional? He aquí uno de los principales dilemas que afrontó el seno constituyente de 1991.
Y la respuesta fue clara: debía eliminarse el estado de sitio y su desgastado influjo que se había tornado en moneda corriente. Así, la "vieja" institución del estado de sitio, en distintos espacios del foro constituyente empezó a ser contrastada con la "nueva" figura del estado de excepción40, teniendo esta -por su limitación temporal y por otro tipo garantías- un carácter claramente menos discrecional en comparación con la primera. Fue así como tomaron forma los estados de excepción de la Constitución vigente -estado de guerra exterior, estado de conmoción interior y estado de emergencia (arts. 212-215, Constitución de 1991)-. Sí, aún era intenso el influjo de la excepcionalidad sobre la transicionalidad, pero por gestos y esfuerzos institucionales como este nacido de la propia Asamblea Constituyente, dejaría de ser muy intenso41, tal y como fue el caso arriba analizado de inicios del Frente Nacional.
Dicho esto, ¿qué se puede decir del desempeño del Congreso de la República en esta coyuntura espesa y aspiracional, en particular en lo atinente a la implementación inicial de la normatividad de transición hacia la paz arriba descrita? Sostengo que aquí se puede seguir hablando de un déficit democrático intenso -en la medida en que el Congreso fue cerrado y a la larga varias decisiones que impactaron la transicionalidad en curso terminaron siendo avaladas por una Comisión Especial o "Congresito" de índole mucho más cerrado-, pero no de un déficit democrático muy intenso, ya que en todo caso las reglas básicas del juego -incluyendo aquellas de la transicionalidad hacia la paz-estaban siendo discutidas y deliberadas por el mayor foro democrático de la vida pública del país, a saber, la Asamblea Nacional Constituyente. Veamos.
Uno de los debates más intensos que tuvo la Asamblea Constituyente se centró en si debía cerrarse o no el Congreso de la República. Luego de una intensa negociación -en la que los constituyentes cedieron al declararse inhabilitados para la elección del nuevo Congreso42 a cambio de que se aceptara su cierre43-, se llegó al resultado de la disolución del mandato del Congreso y a la convocatoria de nuevas elecciones legislativas -para octubre 27 de 1991-siempre y cuando la Asamblea Constituyente desplegara funciones únicamente constitucionales, y no legales. Estas últimas serían ejercidas temporalmente por una Comisión Especial o "Congresito" que sesionaría entre "el 15 de julio y el 4 de octubre de 1991 y entre el 18 de noviembre de 1991 y el día de la instalación del nuevo Congreso" (art. transitorio 6, Constitución de 1991). Con todo, aún y con la existencia de la Asamblea Constituyente, puede hablarse de un déficit democrático intenso, no por el hecho único del cierre del Congreso, sino sobre todo por la fórmula democrática -abiertamente- restrictiva con la que operó el Congresito: así, (1) en lugar de aprobar proyectos normativos -como es común de cualquier corporación legislativa-, solo podía improbarlos por la mayoría de sus miembros; (2) solo podía improbar, en todo o en parte, proyectos de decreto elaborados por el Gobierno, y no proyectos de ley; y (3) no podía convertir en ley proyecto normativo alguno44.
No resulta sorprendente que un esquema constitucional de este tipo hubiera facilitado el "blanqueo" de normas claves del "viejo" estado de sitio -como ya había ocurrido, según se vio arriba, con la Ley 141 de 1961, que adoptó toda la normatividad de excepción expedida entre 1949 y 1958-, esta vez al amparo del artículo transitorio 8 de la Constitución de 1991:
Los decretos expedidos en ejercicio de las facultades de estado de sitio hasta la fecha de promulgación del presente acto constituyente continuarán rigiendo por un plazo máximo de noventa días, durante los cuales el Gobierno Nacional podrá convertirlos en legislación permanente, mediante decreto, si la Comisión Especial no los imprueba.
Trozos completos de normas de excepción fueron así convertidos en legislación permanente como el Estatuto para la Defensa de la Democracia -Decreto Legislativo 180 de 1988- o el Estatuto para la Defensa de la Justicia -Decreto Legislativo 2790 de 1990-, entre varios cuerpos normativos. Fue bajo estos estrechos canales -en los que el elemento democrático sufrió mengua significativa- donde tuvo lugar el arranque de la implementación del proceso transicional hacia la paz previsto en los artículos transitorios citados de la Constitución de 1991. De forma no sorprendente, la participación inmediata del Congreso fue prácticamente nula, registrándose, por tanto, un grado intenso de ausencia legislativa en el arranque de este proceso. Solo hasta diciembre 30 de 1993 fue adoptada la Ley 104 para facilitar -entre otros aspectos allí regulados- el diálogo con grupos guerrilleros45. Ni siquiera esta vez dejó de darse la tendencia histórica de expedición de decretos presidenciales, que en esta ocasión tuvo lugar con el Decreto 1385 de 1994, relacionado con la concesión de beneficios a quienes abandonaran voluntariamente las organizaciones subversivas. Así, por todos los motivos anotados, fue parca y débil la participación y representación del Congreso en el inicio del proceso de transición hacia la paz de 1991, el cual, debe anotarse, no rindió los frutos esperados de desmovilización guerrillera, en la medida en que estuvo muy lejos de la meta al compararse con todos los grupos subversivos que habían alcanzado a desmovilizarse dentro -y no inmediatamente después- de la Asamblea Nacional Constituyente de 199146. Examinada la coyuntura de 1991, pasaré a la tercera y última de las iniciativas de paz enunciadas, a saber, la del Acuerdo de Paz -más reciente- de La Habana.
4.3. La iniciativa de paz del acuerdo de La Habana (2016)
Colombia ha experimentado diferentes cambios desde 1991. Uno de ellos, sin duda, es la relación que abriga la transicionalidad con la excepcionalidad. Así, en un país fuertemente polarizado -unos en contra, y otros a favor, del Acuerdo de Paz de La Habana- pasó casi completamente inadvertido que era la primera vez en nuestra política contemporánea que un proceso de transición hacia la paz no se encontraba relacionado -ni directa, ni indirectamente- con la declaración presidencial de estado de excepción ninguno. En contraste con las coyunturas históricas de 1958 y 1991, el Acuerdo de Paz de La Habana no vino acompañado -de manera precedente, concomitante o subsecuente- de la adopción formal de ninguno de los tres tipos de estado de excepción previstos en la Constitución.
Este Acuerdo de Paz trajo consigo una densa capa normativa de derecho transicional, de la cual vale la pena destacar los instrumentos de justicia transicional de carácter judicial y extrajudicial -previstos en el artículo transitorio 66 Constitución de 1991- y su desarrollo y precisión en el Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición (SIVJRNR) -como Título Transitorio de la Constitución Política-. Teniendo en cuenta esta amplia plataforma de transicionalidad acordada a finales de 2016, ¿qué tanto predominio continúa ejerciendo la lógica de la excepcionalidad sobre el terreno del derecho transicional? ¿Acaso sigue dándose allí algún tipo de injerencia? Sostengo que así es, pero esta vez se trata de un grado moderado de influencia -y no de uno muy intenso o intenso, como arriba se vio es el caso de las transiciones de paz de 1958 y 1991-. En efecto, sería inapropiado creer que la ausencia de declaraciones presidenciales de estados de excepción equivalga a la desaparición del fenómeno de la excepcionalidad. Si ello fuera así, no habría influencia alguna de la excepcionalidad en la política contemporánea colombiana -ni global- sobre la cual hablar -y en lugar de referir a un grado moderado de injerencia se tendría que hablar de ningún grado de influjo o de predominio en particular-. Pero no es así.
Paradójicamente, en este proceso de paz la autoridad que ató el derecho de transición con el derecho de excepción no fue el presidente de la República, sino la Corte Constitucional de Colombia. Fue la Corte -al revisar los actos normativos que acompañaron la iniciativa de paz de La Habana- la que así se refirió a un "nuevo derecho constitucional de excepción"47. Ya que el Acuerdo de Paz fue fuente para producir una reforma constitucional -establecida en el Acto Legislativo 01 de 2016, denominado Acto Legislativo para la Paz-que trajo consigo dos medidas transitorias básicas, a saber, el procedimiento legislativo especial para la paz con términos abreviados para la adopción de normas -conocido popularmente como fast track- y, segundo, las facultades presidenciales para la paz que autorizaron al presidente para expedir decretos con fuerza de ley -denominados "decretos de paz"-, la Corte Constitucional determinó que tales facultades extraordinarias debían ser ejercidas con límites claros y específicos, así como guardando una conexidad y temporalidad ciertas y no artificiosas que si bien no habían sido respetadas por regla general por el "viejo" derecho de excepción, sí debían serlo -de modo estrictamente necesario- por el "nuevo" derecho constitucional de excepción así concebido.
De este modo, la Corte en particular juzgó los decretos presidenciales de paz a partir de los parámetros ofrecidos, de un lado, por el juicio de conexidad y, del otro, por el juicio de necesidad estricta, siendo ambos referentes propios del régimen de los estados de excepción -o, en palabras de la Corte, del "nuevo" derecho de excepción-. Esta clasificación fue la más amplia que encontró el juez constitucional para referirse al manejo de situaciones extraordinarias por parte del presidente, la cual comprende tanto la competencia del ejecutivo para afrontar tiempos de anormalidad o para conservar o restablecer el orden público, así como las facultades presidenciales de paz para hacerle frente a la transicionalidad hacia la paz. Todos estos escenarios se encuentran atravesados por las atribuciones legislativas temporales del presidente, atribución que "no solo tiene un fundamento teórico, sino también histórico que explica la importancia que le ha dado la Carta Política. Antes de 1991, la potestad legislativa del presidente en el marco de los estados de sitio tenía límites y controles judiciales reducidos que impedían el mantenimiento del equilibrio de los poderes públicos"48. Sobre este punto, la postura minoritaria de la Corte Constitucional manifestó su completo desacuerdo al aclarar que no todo lo extraordinario es excepcional, como lo establece la voz mayoritaria. Esto es, es en los estados de excepción donde la cabeza del ejecutivo adquiere facultades legales debido a la urgencia de la situación, pero tal no es necesariamente el caso del resto de ocasiones en las que el presidente es extraordinariamente habilitado para legislar: "no pueden confundirse los juicios de constitucionalidad realizados en materia de facultades legislativas extraordinarias, sean otorgadas por ley habilitante o acto legislativo, con aquellos propios de los estados de excepción (arts. 212 a 215)"49. Así, en resumen, conceptualmente podría afirmarse que Colombia en el proceso de paz de 2016 consiguió librarse de la excepcionalidad formal -al no encontrarse bajo ningún estado de excepción-, pero que aún resta un camino apreciable para desmarcarse de la excepcionalidad material, tal y como lo muestra el debate de la Corte Constitucional acabado de referir.
Estas ideas nos conducen al papel del Congreso de la República en el Acuerdo de Paz de 2016, particularmente al explorar su fase de arranque: si el influjo de la excepcionalidad presidencial aquí fue moderado, ¿qué puede decirse sobre el rol del legislador al iniciarse la implementación del proceso de transición hacia la paz acordado en La Habana? Sostengo que el déficit democrático continuó dándose, pero -al igual que lo ocurrido con la excepcionalidad- esta vez lo fue de forma moderada. En efecto, allí hubo un déficit democrático, manifestado: (1) en la autorización dada al presidente para expedir decretos con fuerza de ley -o decretos de paz-; y (2) en el aval de producir leyes o reformas constitucionales reduciendo los tiempos y debates del régimen ordinario, a través de un procedimiento legislativo especial -o fast track-. En ambos casos, el principio democrático resulta apreciablemente afectado debido a que el foro legislativo no está expresando su voluntad basada en la plenitud de sus facultades constitucionales.
Así las cosas, al igual que en 1958 y 1991, en 2016 el Congreso arrancó el proceso de paz rezagado o disminuido en el ejercicio de sus funciones para afrontar y dar los parámetros de regulación exigidos en la apertura de la transicionalidad, sobre todo al comparársele con el poder aumentado del presidente de la República. No obstante, en contraste con 1958 -donde la transición se impulsó prácticamente a partir de decretos presidenciales- y 1991 -donde la transición hacia la paz inició con un Congreso cerrado o, en todo caso, muy disminuido en sus funciones inmediatas al recibir su mandato de manos de un Congresito-, en 2016 nos encontramos con una transicionalidad que contó con la presencia de un Congreso pleno y abierto que, aún, cuando con normas especiales, participó en el arranque del proceso. Así, en los doce meses que duró el fast track, el Congreso aprobó seis leyes y cinco reformas constitucionales50, incluyendo temas de máxima importancia como el Estatuto de la Oposición, la Ley Estatutaria de la Administración de la Justicia en la Jurisdicción Especial para la Paz, JEP y la Ley de amnistías e indultos para miembros de la guerrilla FARC-EP y de tratamientos penales especiales para la fuerza pública. Incluso el Congreso obtuvo un -polémico- impulso de parte de la Corte Constitucional -con su sentencia C-332 de 2017-, que declaró inconstitucionales los literales h y j del artículo 1 del Acto Legislativo 01 de 2016, permitiéndole al legislador enmendar los proyectos de ley de paz presentados por el Gobierno así como de no tener que votar en bloque dichos proyectos, sino artículo por artículo, como de ordinario es el caso.
Es cierto, el Congreso vio disminuida su capacidad de participación, representación y negociación sobre un asunto de vital importancia como lo es el impulso inicial a la implementación normativa del Acuerdo de Paz. Pero lo fue de forma moderada, más si se le compara con las experiencias históricas de los acuerdos de 1958 y 1991. El Congreso de la República nuevamente quedó en deuda con el país en cuanto al arranque de la implementación de un acuerdo de paz se refiere; pero esta vez al menos participó con decisión en el empeño público de abrirle un espacio jurídico al Acuerdo de Paz, lográndose de hecho un blindaje más jurídico que político del mismo.
Y es aquí donde nos enfrentamos a una realidad que ha revelado este largo trasegar de un intento más, ojalá esta vez exitoso, para conseguir la paz en Colombia: además de una negociación con la guerrilla de las FARC, se requería un consenso político frente a dichas conversaciones. El blindaje del [A]cuerdo de [P]az ha debido ser político antes que jurídico o, por lo menos, tanto político como jurídico51.
Para que así sea, un requisito básico consiste en darle mayor importancia y visibilidad al papel que cumple el Congreso de la República en el arranque institucional de este tipo de procesos complejos donde, como es de esperar, varios actores se encuentran institucionalmente enfrentados.
conclusiones
El presente estudio ha ofrecido una visión histórica panorámica del papel -relativamente incipiente- que ha cumplido el Congreso de Colombia en la fase inicial de cumplimiento de distintos acuerdos de paz suscritos en la segunda mitad del siglo XX y en lo que va corrido del siglo XXI, con un trasfondo en donde los fenómenos de la excepcionalidad y de la transicionalidad han ocupado un espacio estructural, pero variante. Así, la excepcionalidad presidencial es una dinámica que ha venido perdiendo terreno en los procesos transicionales hacia la paz, pero aun así continúa teniendo una presencia apreciable que no puede ser desatendida; por su parte, el Congreso ha venido recuperando -lentamente- su poder democrático de impacto e injerencia en la fase germinal de estas iniciativas de paz, quedando, no obstante, un largo trayecto por recorrer para que el principio democrático -y la confrontación institucional de distintos actores políticos que el mismo supone-, más que en una etiqueta, se convierta en una realidad operante y activa.