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Revista de Estudios Sociales

Print version ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  no.27 Bogotá May/Aug. 2007

 

La obra de José María Samper vista por Élisee Reclus

The Work of José María Samper through the Eyes of Élisee Reclus

A obra de José María Samper resenhada por Élisse Reclus

Carl Langebaek*

* Antropólogo, Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia; Ph.D. en Antropología, University of Pittsburgh, EE.UU; actual Decano de la Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia; también se desempeña como profesor del Departamento de Antropología, Universidad de los Andes, Bogotá, Colombia. Correo electrónico: clangeba@uniandes.edu.co


Resumen

En este artículo se presenta una traducción al español de la reseña que el geógrafo francés Élisée Reclus escribió sobre la obra de José María Samper, Ensayo sobre las revoluciones políticas, sin duda uno de los trabajos clásicos del pensamiento colombiano en el siglo XIX. El texto que la enmarca compara las impresiones de los dos autores con respecto al tema de la raza y la geografía, con la idea de encontrar relaciones y diferencias entre los dos autores, cada uno de los cuales interpretó la realidad colombiana de su época desde perspectivas diferentes.

Palabras clave: José María Samper, Élisée Reclus, raza, Colombia.


Abstract

This article presents and discusses a short review that Élisée Reclus wrote about José María Samper's Ensayo sobre las revoluciones políticas, one of the classic works of nineteenth-century Colombian thought. The frame article compares how each author addresses the issue of race and geography in order to uncover the similarities and differences between the two authors, each of whom interpreted the Colombian society of their era from a different perspective.

Key words: José María Samper, Élisée Reclus, race, Colombia.


Resumo

Este artigo apresenta a resenha que o geógrafo francês Élisée Reclus escreveu sobre a obra do José Maria Samper, Ensayo sobre las revoluciones políticas, sem dúvida, um dos trabalhos clássicos do pensamento colombiano no século XIX. O texto compara as impressões dos dois autores com referência aos temas da raça e da geografia, com a idéia de encontrar relações e diferenças entre eles, cada um deles interpretou a realidade colombiana de sua época desde diferentes perspectivas.

Palavras chave: José María Samper, Élisée Reclus, raça, Colômbia.


En este corto artículo, se presenta la traducción de la reseña que hiciera Élisée Reclus de la obra de José María Samper, Ensayo sobre las revoluciones políticas y la condición social de la república colombiana, que salió a la luz pública en 1861. La importancia del texto de Samper ha sido puesta en relieve en numerosas ocasiones—no así la reseña que hiciera Reclus—, cuyo propio trabajo es sin duda uno de los más interesantes que existen sobre la Colombia del siglo XIX, pero que lastimosamente ha pasado de agache. Probablemente la reseña de Reclus sobre el trabajo de Samper es desconocida por parte de los interesados en el siglo XIX colombiano, razón de más para su publicación, no sin antes unas pocas líneas introductorias.

El Ensayo fue escrito en un momento en el que el país se insertaba en el mercado mundial y los criollos manifestaban su afán por mostrarlo como un próspero baluarte de la civilización. Durante las décadas de 1850 y 1860, la participación de Colombia en las exhibiciones internacionales se caracterizó por la preocupación por mostrar los productos minerales y las riquezas vegetales del país, junto con alguna que otra muestra artesanal (Martínez, 1999, p. 322). Era la prueba de una Colombia con vocación civilizada que domesticaba el trópico y se industrializaba según el modelo europeo. Un poco más tarde aparecía la preocupación por el factor étnico: en la exhibición de París de 1889 se mostraban, además de los progresos técnicos, piezas de oro y cerámica de las sociedades prehispánicas. Adicionalmente, un poco más tarde, en Madrid y Chicago no sólo se incluyeron objetos indígenas, sino también fotografías de los diferentes tipos humanos que vivían en el país (Martínez, 1999, pp. 322-323).

La caracterización de nación diversa era el resultado de la preocupación criolla por la imagen del país como uniformemente negroide o indígena. Se trataba, como lo anunciaba el Ensayo de Samper, de una reacción contra el europeo que veía a Colombia como "un monstruo de quince cabezas disformes y discordantes", o como el escándalo "permanente de la civilización", principalmente porque se contentaban con visitar la Costa o con tener contacto con "las clases inferiores de la sociedad" (Samper, 1945, pp. 5-7). Por sus memorias más íntimas, consignadas mucho más tarde en Historia de un Alma (1881), se puede saber lo que inquietaba a Samper: el prejuicio europeo de que en la antigua América española todos eran indios o negros (Samper, 1971, p. 463). De cualquier forma, en 1861 Samper se empeñaba en dar una visión optimista del futuro del país, aunque el punto de partida—las razas indígenas y la propia conquista española—no fuera el mejor. La conquista, en efecto había destruido o embrutecido a los nativos, "excluyéndolos de toda personalidad" y ayudando a fundar una sociedad "viciosa, profundamente pervertida por el hábito de la violencia" (Samper, 1945, p. 25). En contraste, los españoles habían descubierto una América sin tacha, por lo menos en cuanto a la naturaleza respecta:

El Nuevo Mundo no era sólo infinitamente hermoso, virginal y poético. Aparte de esos rasgos generales de aspecto, sus condiciones físicas se reducían en estas palabras: majestad-grandeza-novedad-exuberancia prodigiosa-riqueza inagotable y múltiple-pompa infinita de formas, de vegetación, de vitalidad animal y pujanza (Samper, 1945, p. 25).

Esa era una imagen válida para oponer al ignorante europeo, pero completamente insuficiente a la hora de pensar el país. Un esfuerzo más eficaz por entender el país implicaba para Samper la necesidad de desglosar su imagen del generoso ambiente americano. Los españoles encontraron pueblos de carácter muy diferente: una "civilización relativa de México y Guatemala, del Imperio Chibcha y del de los quichuas, tan felizmente establecidos sobre las hermosas, fértiles y benignas altiplanicies de los Andes". En cambio, las costas, los valles profundos, las pampas y los llanos eran "el inmenso imperio de la barbarie". En las tierras cálidas los conquistadores debieron enfrentar la "tribus belicosas, indomables, desnudas, esencialmente cazadoras, muy poco o nada agricultores, sin vida civil ni formas determinadas de organización, viviendo a la ventura y enteramente nómadas; tribus sin belleza ni nobleza, profundamente miserables en la plenitud de su libertad salvaje". En las tierras altas encontraron monumentos de "notable arquitectura", rudimentos de "cronología, dibujo, aritmética y escritura; todo un sistema de correos, de impuestos y comunicaciones regulares organizado; puentes, canales, calzadas, caminos, templos suntuosos u oratorios, monasterios de vírgenes, graneros públicos de previsión, ciudades opulentas". Inclusive las razas andinas eran superiores: "mucho más bellas, robustas e inteligentes que las de las costas y los valles ardientes; razas laboriosas, fraternales hasta el socialismo, dulces y hospitalarias, susceptibles de progreso". Los muiscas, "... en vez de la astucia, la malicia rebelde y la inflexible resistencia de las tribus nómadas", se distinguían "por la sencillez candorosa, la ciega confianza, el sentimiento hospitalario, el amor a la paz, los hábitos de la vida sedentaria, la dulzura y la resignación" (Samper, 1945, p. 30).

Lo importante del legado indígena era que ayudaba a determinar el carácter del colombiano. Con la conquista, la raza europea "mil veces superior en lo moral e intelectual" se reprodujo con lentitud, concentrándose en los Andes. Por su parte, los negros lo hicieron prolíficamente, mientras que los indígenas disminuyeron. La Colonia había impuesto como resultado fatal, lógico, riguroso, pero a la vez esperanzador, la mezcla de razas (Samper, 1945, pp. 70 y 75). Ese mestizaje que resultaría —caucásico en lo fundamental— era la esperanza de una organización democrática y de una "civilización mestiza". Todas las razas tenían cabida: el antioqueño blanco, el criollo, el indio de Pasto, el mulato de la Costa, entre otras, cada una con sus peculiaridades; el bogotano "bello y distinguido", "robusto, blanco" (Samper, 1945, p. 86); el antioqueño, "el más hermoso del país", mezcla de israelitas, españoles y criollos (Samper, 1945, p. 86); el indio pastuso "guerrillero vascongado, semi-salvaje, de raza primitiva"; el indio chibcha "frugal pero intemperante, paciente pero estúpido ... hospitalario y benigno" (Samper, 1945, p. 88), el mulato "turbulento porque es mulato", de "bellas cualidades" que tenía del negro su resistencia física y el amor a la familia, y del español el sentimiento heroico y la galantería (Samper, 1945, pp. 91-92); el llanero "más poético y menos bárbaro que el gaucho" (Samper, 1945, pp. 93-95) y el zambo que recogía la inferioridad de las razas madres, la negra y la indígena, lo cual implicaba una "degradación más o menos profunda", pero que con el auge del comercio sin duda mejoraría (Samper, 1945, p. 97).

En 1860 José María Samper presentó ante la Sociedad Etnográfica de París un ensayo sobre La Confederación Granadina y su población. En él estableció una clara relación entre las razas que habitaban el país y el clima, además de elaborar una visión francamente optimista: allí donde las razas no podían alegar pureza se generaba un régimen de igualdad (Samper, 1945, p. 285). Las grandes razas indígenas, de diferentes grados de civilización, se distribuyeron el territorio "según sus relaciones con los climas y la topografía". Las "más bárbaras (de tal manera análogas a las caribes que estimamos dispuestos a creer que todas ellas pertenecen a un tronco común) poblaban las vastas comarcas de la región marítima" (Samper, 1945, p. 286). Las más avanzadas en civilización "se hallaban distribuidas sobre las alti-planicies" (Samper, 1945, p. 287). Entre los grupos relativamente adelantados, como los muiscas y los que habitaban los alrededores de Popayán, por un lado, y los salvajes, por el otro, se encontraban "numerosas y fuertes hordas intermedias, establecidas sobre las faltas y contrafuertes de la Cordillera", siempre ocupadas en hacer la guerra contra "los enemigos más civilizados de las alti-planicies, ora contra los más bárbaros del fondo de los valles". Todo esto llevaba a una conclusión: existía una gradación racial y cultural determinada por la altura; la gente de las tierras más bajas era más oscura, la de las tierras altas más clara.

En otras palabras, desde tiempos prehispánicos se podían distinguir tres tipos humanos, definidos por su distancia del nivel del mar (Samper, 1945, pp. 290291). Después de la conquista la cosa no había cambiado mucho; la población blanca ocupó las tierras más altas; y con ello se conformó una sociedad en que se podía diferenciar "arriba, la civilización, hacia el medio, el abandono, abajo, la violencia y los horrores de la esclavitud" (Samper, 1945, pp. 317-318). Arriba quienes tomaban chicha; en el medio, los consumidores de guarapo; más abajo, el reino del aguardiente. Sam-per consideró que el mestizaje sería un proceso más completo y halagador en los Andes. La obra terminaba afirmando que se podía decir "sin exageración que las montañas de los Andes, que representan por su asombrosa grandeza y majestad sublime la bondad infinita de Dios, son en el mundo colombiano los mejores agentes de la civilización democrática".

La tipología racial de José María Samper implicaba un mensaje claro al europeo: no todos los americanos eran iguales. Existía una genuina civilización en el Nuevo Mundo dominada por los blancos y mestizos, aunque no se negaba el inmenso reto de dominar la naturaleza y la barbarie del resto de la población. ¿Qué tan común era la preocupación del bogotano? Aparentemente era popular entre muchos colombianos. Un libro sobre Colombia publicado por Ricardo Pereira en Paris (1883) tenía exactamente la misma preocupación: despojar al europeo de su idea de que en la Nueva Granada todo era barbarie y naturaleza. Para ello Pereira encargó a Ignacio Gutiérrez un capítulo sobre las razas nacionales, donde no sólo hubo un esfuerzo por comparar a los antiguos indígenas del país con las civilizaciones del Perú y de México, sino también por caracterizar la diversidad racial. Los blancos y los mestizos representaban el grupo más "inteligente, activo, moral y trabajador de la población"; el llanero, considerado como blanco, era amante de la libertad y la poesía; los mulatos y zambos eran robustos, voluptuosos, valientes e inteligentes, sus cuerpos eran aptos para resistir la fatiga; y finalmente los negros, caracterizados por la pereza (Gutiérrez, 1926, Pp. 34-38).

En su reseña sobre el Ensayo, Élisée Reclus demuestra qué tan profundamente habían calado las ideas raciales y climáticas. Se trataba ni más ni menos que de un anarquista francés (1830-1905), y al mismo tiempo de un geógrafo que soñó emprender la colonización de la Sierra Nevada de Santa Marta. No sólo su carácter de anarquista, sino también su propia vida sugerirían una idea bastante crítica del Ensayo. Reclus estaba casado con una mujer mulata, hija de francés y negra africana y fue un duro crítico del racismo (Dunbar, 1978). En sus numerosos artículos sobre la Nueva Granada, elogió tanto su naturaleza como sus gentes. En Mis exploraciones en América, publicadas en 1861, pero producto de su experiencia de cerca de veinte años antes, Reclus expresó su fascinación por la sensualidad de la mujer morena y la naturaleza en el trópico. En un pasaje referente a las mujeres guajiras observó que se trataba de "los más hermosos tipos de todos los indígenas de América", y alabó sus "formas de dureza admirable y gran perfección de contornos", así como que andaban tan libres como la naturaleza (Reclus, 1861, p. 152). Las tierras bajas, lejos de ser hogar de hombres y mujeres monstruosos, albergaban las razas más hermosas: por ejemplo, se decía que los de la Sierra eran más "altos, más fuertes y más intrépidos que los moradores del llano", pero en realidad eran "más pequeños y menos inteligentes que los guajiros, tribus del Llano" (Reclus, 1861, p. 152).

Para Reclus el Viejo Continente mostraba signos de fatiga y de excesivo apego a la tradición. El Mundo Nuevo, por el contrario, representaba la esperanza: "Tal vez, en medio de esta naturaleza virgen, los hombres rejuvenezcan también; tal vez los ciclos de la historia, no sigan siempre, como animales encadenados, su acostumbrado círculo" (Reclus, 1861, p. 224). Desde luego, no se apartó de las ideas predominantes sobre la supervivencia del más fuerte. Finalmente, "las razas fuertes y felices, no se desarrollaron jamás sino por la lucha, así cómo lo cuenta la antigua fábula de las Hespérides, guardado por los dragones. Los sacrificios no son nada; lo esencial es saber si la finalidad los exige" (Reclus, 1861, p. 218). No obstante, dicha lucha exigía el mestizaje: el futuro se definiría por la feliz migración europea, "pero los indios de la Sierra, tupes, atraques y chimilas, contribuirán también de una manera poderosa, á la transformación del país" (Reclus, 1861, Pp. 171-2). Así, en otra de sus obras, Viaje a la Sierra Nevada de Santa Marta (1861), concluyó que en Cundinamarca y Boyacá la raza indígena había absorbido plenamente a la blanca y que en la Costa Caribe pronto pasaría lo mismo. La raza indígena de Ciénaga, que no le temía al trabajo, terminaría por asimilar a la población europea de Santa Marta. En la Guajira el indígena era el elemento más importante de la regeneración social, y rápidamente integraría a negros y blancos acabando de paso con el feroz antagonismo de raza (Reclus, 1992, pp. 88 y 183).

El 20 de septiembre de 1871, la Revista Científica e Industrial publicó un extracto de su obra, La Tierra i el Hombre, en el que las conclusiones de Reclus sobre el asunto de las razas se alimentaban, más que de sus impresiones de viaje, de las verdades de la ciencia: el hombre no se podía independizar de la influencia del clima, de "los innumerables fenómenos del relieve continental, de las aguas fluviales i marinas i de la atmósfera ambiente". Es más, para el anarquista Reclus, autor de La Terre-Description des phénomènes de la vie du globe, en América las civilizaciones originales se habían desarrollado en las tierras altas y se trataba de flores que no hubieran germinado en otro suelo y que los conquistadores habían arrancado brutalmente (Reclus, 1895). No obstante, como se destacaba en la Revista Científica e Industrial, no se trataba de un "paralelismo geométrico", dado que había tantas analogías como contrastes y además el hombre lograba librarse gradualmente de las fuerzas de la naturaleza. La experiencia de la antigüedad era aleccionadora: sin duda el hombre era muy antiguo en la tierra y había evolucionado mediante selección natural, aunque era cuestión de debate si todas las razas tenían un origen común o no. Lamentablemente el asunto había desbordado los límites de la ciencia por culpa de la pasión política, pero lo importante era que la unidad racial se podía constituir en el futuro. Según algunos las razas estaban condenadas a vivir aisladas; es más, los productos de cualquier mezcla "serán híbridos, destinados a perecer por la esterilidad", o producirían generaciones cada vez más débiles. Peor aún, se pensaba que sólo las razas fuertes estarían destinadas a sobrevivir, eliminando a las más débiles. Sin embargo el hecho es que las razas venían confundiéndose y que tarde o temprano se conformaría una sola familia. En América predominaba ya una raza mixta entre blancos, indios y negros:

I esas poblaciones tienen la inteligencia del europeo, el espíritu de resistencia del indio i el entusiasmo del africano, ¿no son una prueba viva de que las razas humanas pueden unirse en una, a despecho de la diferencia de oríjen? Bajo la influencia de los cambios rápidos, de los viajes incesantes, de los diversos elementos llevados i traidos por las emigraciones... El egipcio de nuestros días es con lijeras modificaciones... el que se ve esclavo i encorvado en los obeliscos... pero ninguna pintura, ningún grabado en piedra o metal, nos había revelado el tipo del yankee o del hispanoamericano (Revista Científica e Industrial, 20 de septiembre de 1871).

En la reseña escrita por Reclus sobre la obra de Samper se encuentran los lugares comunes y los puntos de discordia. La presentación es bastante elogiosa y no en vano Reclus decide calificarla como lo mejor que había sobre las naciones hispanoamericanas. El libro, en fin, se considera hermoso y se anota que el título de Ensayo es modesto. El objetivo central de analizar el mestizaje y la distribución de tipos humanos según consideraciones geográficas se considera absolutamente pertinente. La reseña pone de manifiesto el optimismo de Reclus sobre la raza mestiza, aunque también los límites del mismo. No en vano celebra los matrimonios interraciales y ve en ellos el futuro de una nación compacta, aunque insiste en que la gente se agrupó en la geografía del país según el color de su piel, sin dejar de anotar excepciones en las cuales su experiencia jugaba un papel importante: los arhuacos de la Sierra Nevada eran más oscuros que los guajiros de la Costa. En su opinión, la de Samper era una verdadera obra de filosofía histórica, más de carácter etnográfico que geográfico, elocuente, aunque exagerada. Su reseña mostraba una enorme simpatía por la imagen del mestizo que proyectaba Samper: aunque era ilusorio pensar que "la fusión general haya hecho que todos los colombianos tengan el mismo tipo de fisonomía, el mismo color, las mismas características raciales", todos los elementos étnicos formaban "una nación compacta" con un mismo sentimiento de patria: "El contacto incesante, los matrimonios interraciales, las tradiciones de fraternidad creadas por la guerra de independencia" habían cimentado la unión entre los descendientes de "vencedores y vencidos, amos y esclavos". El mestizaje, además, venía de tiempos prehispánicos: algunas tribus eran cobrizas, otras negras, otras amarillas. La conquista había detenido la lucha de estas razas y las había puesto en contacto, fusionándolas con el blanco y el negro. La distribución de las mezclas no era, como ya lo había observado Samper, producto del azar: "los habitantes de Colombia se establecieron en diferentes altitudes según el color de la piel". Los blancos se habían agrupado en los Andes, mientras los indios y los negros habían poblado las riberas de los ríos y los valles ardientes, aunque había algunas excepciones. Por ejemplo los arhuacos de la Sierra Nevada eran más oscuros que los guajiros.

No obstante, por lo menos algunas mezclas no resultaban ideales. Según Samper, la mezcla de indio y negro era deficiente. Reclus fue más moderado pero no dejó de señalar el problema. Admitió que se trata de uno de esos frutos raciales que "produce algunas veces un envilecimiento fastidioso de la especie humana" sobre todo en las enfermizas regiones de las tierras bajas, aunque también señaló que Samper era "demasiado severo con sus compatriotas zambos". Por su parte, la mayoría de los que había conocido en el Bajo Magdalena y la Costa no merecía,

el apelativo de brutos con rostro humano; saben por lo menos ejercer las virtudes de la hospitalidad y, si se me permite rememorar aquí algunas impresiones personales, no olvidaré nunca la acogida y los conmovedores cuidados que me brindó un boga, cuando me arrastraba penosamente por la playa, temblando de fiebre y con los pies ensangrentados.

Pero era cuestión de matices. En opinión de Élisée Reclus, el libro de José María Samper era "el mejor que tenemos sobre las repúblicas hispanoamericanas". Colombiano y francés se unían al coro que veía el futuro de Colombia fundado en el mestizaje.


Referencias

1. Dunbar, G. (1978). Élisée Reclus-Historian of Nature. Hamden: Archon Books.         [ Links ]

2. Gutiérrez, I. (1926). Reminiscencias de la vida diplomática 1879 a 1923 y Crónicas de mi hogar en la época colonial 15361816. London: The Whitefrias Press.         [ Links ]

3. Martínez, F. (1999). ¿Cómo representar a Colombia? De las exposiciones universales a la Exposición del Centenario, 1851-1910. En M. E. Wills y G. Sánchez (Eds.), Museo, memoria y nación-Misión de los museos nacionales para los ciudadanos del futuro. Bogotá: Museo Nacional de Colombia.         [ Links ]

4. Reclus, E. (1861). Mis exploraciones en América. Valencia: F. Sempere y Cia Editores.         [ Links ]

5. Reclus, E. (1866). Ensayo sobre las revoluciones políticas y la condición social de las repúblicas colombianas por José M. Samper. Bulletin de la Societé de Géographie, Série 5, 3 (2), 96-112.        [ Links ]

6. Reclus, E. (1895). La terre-Description des phénomènes de la vie du globe. Vol 2. Paris.        [ Links ]

7. Samper, J.M. (1945). Ensayo sobre las revoluciones políticas y la condición social de la república colombiana. Bogotá: Biblioteca Popular de la Cultura Colombiana.         [ Links ]

8. Samper, J.M. (1971). Historia de un Alma. Medellín: Bedout.         [ Links ]

Ensayo sobre las revoluciones políticas y la condición social de las repúblicas colombianas por José María Samper

Élisée Reclus

El hermoso libro que el señor Samper titula modestamente Ensayo es una obra de filosofía histórica. La naturaleza misma del tema no permitió al autor ocuparse especial-mente de la geografía, y tuvo que relegar al apéndice una breve descripción de la Nueva Granada; pero si el cuerpo del trabajo no ofrece informaciones geográficas propiamente dichas, en cambio, es abundante en consideraciones etnológicas de la mayor importancia. El cruce de las razas blanca, roja y negra, la formación de una nueva raza que reúne en ella los diversos rasgos de sus ancestros de América, de África y de Europa; la distribución de hispanoamericanos en grupos naturales determinados por la temperatura, el relieve orográfico, la constitución geológica del suelo son hechos que están ligados de manera inmediata a la geografía, pues incluso en la ciencia de la tierra, el hombre siempre permanecerá como el principal objeto de estudio.

En pocas páginas elocuentes, pero marcadas tal vez por cierta exageración, el señor Samper describe las temibles dificultades contra las que tuvieron que luchar los conquistadores del Nuevo Mundo descubierto por Colón. Así dice:

Lo que hicieron aquellos hombres fue tan admirable, tan fabuloso, que jamás poema alguno lograría cantarlo dignamente, que jamás descripción, por fiel y potente que sea, podría pintarlo en su grandeza. Hay que haber nacido o vivido mucho tiempo en Colombia, hay que conocer los Andes, los desiertos, las selvas impenetrables, los ríos y las ciénagas de ese mundo en el que todo es colosal, para comprender y apreciar, mirando los obstáculos formidables que hoy en día nos detienen, lo que hicieron entonces los conquistadores, a fuerza de audacia heroica e incontenible perseverancia...

La prodigiosa fogosidad de las fuerzas de la naturaleza oponía inmensas dificultades a la colonización desordenada y caprichosa que intentaban imponer los aventureros españoles. En ese mundo en el que el árbol crece de la noche a la mañana, donde la tierra está poseída por una fiebre de creación y no descansa nunca de su trabajo de descomposición y reproducción, donde la vida es doble por la ausencia de inviernos y otoños, la civilización no podía salir adelante sino a condición de concentrarse en un solo punto. Allí, el paso que acabamos de dar se borra prácticamente de inmediato bajo una vegetación exuberante. Abra un camino y mañana en su lugar sólo encontrará selva. Levante una casa en la soledad, y si no lucha hora a hora contra los gérmenes de vida que pululan a su alrededor, tanto en el suelo como en el aire, la fuerza de esa naturaleza tan prodigiosamente activa pronto lo sacará del asilo que le parecía asegurado. ¡Cave un puerto fluvial, construya un dique en las aguas, eleve un puente y, en una semana, si no defiende su obra cuerpo a cuerpo, el torrente crecido como un río, la cascada transformada en catarata formidable, el río desbordado y convertido en mar, habrán, en cuestión de algunos minutos, destruido sus orgullosos trabajos!

A estos obstáculos que la naturaleza oponía a la colonización, habría que agregar todos aquéllos que provenían del carácter mismo de los vicios de los conquistadores. Éstos no supieron apreciar las amables cualidades de la raza con que la que estaban en contacto; tampoco supieron apreciar el talento particular de las instituciones, las costumbres y las tradiciones de aquellas nacionalidades nacientes. Quisieron centralizar todo allí donde la naturaleza, la organización política y las costumbres exigían la federación, y quebraron en forma violenta los mecanismos de la sociedad indígena... Exentos de todo interés que pudiera vincularlos al suelo conquistado y buscando únicamente enriquecerse a como diera lugar para ir a gastar sus tesoros en la madre patria, los españoles destruyeron desde un comienzo los elementos de la nueva sociedad que se preparaba para nacer en las planicies de los Andes.

La política celosa de la metrópoli produjo efectos no me-nos funestos que las costumbres de los conquistadores:

El Estado se declaró propietario absoluto de las tierras y las minas de todos los países invadidos y se reservó el derecho de explotarlas para su propio beneficio y de disponer de ellas a su antojo a favor de ciertos españoles privilegiados. De esa forma, el monopolio se apropió de todas las riquezas minerales y de todos los productos de la tierra... el gobierno adjudicaba concesiones de pueblos enteros con todo el territorio cultivado por ellos, y por añadidura garantizaba al encomendero favorecido privilegios más que feudales. El jefe español remplazó al cacique, pero en lugar de ejercer como éste una autoridad patriarcal, se convirtió en el verdugo de las manadas de indígenas que le correspondían por derecho... En efecto, era imposible que el soldado aventurero, tras haber conquistado una provincia con la espada, supiera también conquistarla con el hacha y el arado; puesto que no sabía trabajar y su única costumbre era la destrucción, sólo le interesaba enriquecerse cuanto antes a expensas de los indígenas esclavos. Por una consecuencia fatal, estos perecieron por millones y, en aquellas regiones donde, gracias a sus costumbres de trabajo y a la excelencia del clima no fueron del todo aniquilados, se degradaron y embrutecieron miserable-mente, o bien escaparon para regresar a la selva y vivir como salvajes.

Para remplazar a los muertos o refugiados en las sabanas y los altiplanos, fue necesario recurrir al trabajo de los negros y comprar cabezas de ganado humano por millones en las costas africanas.

El monopolio que la madre patria se atribuía sobre las tierras conquistadas y sobre los indígenas mismos era complementado necesariamente con el monopolio del tráfico: "El gobierno español intentó explotar a puerta cerrada, por así decirlo, el suelo americano. Todo comercio con el exterior fue rigurosamente prohibido, tanto el comercio de las ideas como el de los capitales y los productos alimenticios... "

Gracias al desembolso de fuertes subvenciones depositadas en los cofres del tesoro, algunas compañías de negociantes obtenían el privilegio exclusivo del tráfico colonial. Estas diversas compañías, autorizadas a utilizar únicamente galeones nacionales no podían entrar en ningún tipo de competencia, ya que el dominio comercial que se le asignaba a cada una estaba perfectamente limitado: una de ellas tenía el monopolio de los productos alimenticios de México y América Central, otra recibía en forma compartida Nueva Granada y Venezuela, a la tercera le correspondía el Perú y otra más se adjudicaba Buenos Aires. De esta forma, las compañías, desprovistas de toda rivalidad, podían imponer los precios más usureros a los consumidores españoles de productos americanos y a los compradores colombianos de productos de Europa. El primer resultado de este sistema fue el de imponer al comercio de las colonias una organización completamente artificial. Los galeones cargados de mercancías no tomaban el camino que les indicaban la geografía y las necesidades de los consumidores, sino aquel que les era impuesto por los reglamentos... Para asegurar eficazmente el monopolio e impedir el contrabando, el gobierno sólo abrió al comercio un número muy pequeño de puertos protegidos por formidables fortalezas. Esto explica la lentitud extrema de la colonización, la total soledad de las riberas y la difícil situación del comercio. Quizás temiendo algún tipo de competencia por parte de las colonias inglesas y francesas establecidas en el mar de las Antillas, el gobierno español se aseguró de prohibir enfáticamente todo comercio directo a través del istmo de Panamá. Los productos enviados de Europa debían tomar un desvío por el Cabo de Hornos para llegar a las riberas del Pacífico, o bien atravesar los territorios de México, Guatemala o Nueva Granada. En consecuencia, las mercancías con destino a las provincias centrales de Ecuador eran desembarcadas en Cartagena, al borde del mar Caribe, ascendían el río Magdalena durante cinco o seis meses hasta Honda, situada a 800 kilómetros de distancia, para luego ser transportadas a lomo de mula o sobre los hombros de los indios a través de las Cordilleras central y occidental de los Andes granadinos y sólo llegaban a Quito veintidós meses o dos años después de haber sido despachadas desde España.

Aquéllas fueron las principales causas económicas, tan fatales para la prosperidad de las colonias hispanoamericanas, y que pueden resumirse en una sola palabra: el monopolio. No nos incumbe discutir aquí con el señor Samper sobre las consecuencias políticas de esta situación impuesta por los españoles a sus propias colonias. Nos basta con decir que, a pesar de la opresión y gracias a la mezcla de los criollos los aborígenes y los negros, poco a poco se formó una nueva sociedad en las presidencias de América. Tres siglos después de la Conquista, cuando la guerra de Independencia estalló en las planicies de los Andes, la fusión de razas otrora enemigas había empezado hacía tiempo; hoy en día es casi total en la mayoría de repúblicas colombianas.

No hay que creer que esta fusión general haya hecho que todos los colombianos tengan el mismo tipo de fisonomía, el mismo color, las mismas características raciales; por el contrario, no existe otro país en el mundo tan rico en variedades de tipos diferentes por los rasgos, el tono de la piel, la estatura y la actitud. No obstante, a pesar de esta diversidad sin igual, todos esos elementos que se cruzaron en tierra colombiana en proporciones desiguales y variables, forman aún así una nación compacta, y el sentimiento de patria es el mismo en la mayoría de esos hombres que difieren por su color y origen. El contacto incesante, los matrimonios interraciales, las tradiciones de fraternidad creadas por la guerra de Independencia, cimentaron la unión social entre todos los descendientes de vencedores y vencidos, amos y esclavos, cuyos odios feroces han llenado páginas enteras de unas de las más tristes historias modernas.

Antes de la Conquista, es decir, antes del cruce de los indios con los europeos y los negros, ya existían numerosas variedades de indígenas. Algunas tribus eran rojas, rojizas, bronceadas, cobrizas; otras eran negras o de un gris oscuro; otras más tenían la piel algo blancuzca, o de un amarillo claro. Aquellas tribus, enemigas entre sí, habitaban en territorios diferentes y sólo se encontraban en los campos de batalla. Así, por ejemplo, en el territorio que constituye hoy en día el centro y el sur de la Nueva Granada vivían en ese entonces varias razas enemigas: los muiscas o chibchas, que se habían establecido en los altiplanos de Bogota; los panches, los calimas, los muzos, los guanes, los laches, agrupados en las laderas de la Cordillera Oriental y en las planicies de Chiquinquirá y Sogamoso; los marquetones, los paeces, los yaporages, los gualíes, habitantes del valle del Alto Magdalena. La Conquista detuvo la guerra entre las razas, las puso en contacto y, por la mezcla de esos elementos diversos, dio lugar a la formación de nuevas variedades.

En consecuencia, hoy en día encontramos en el mismo territorio:

  • Descendientes de los españoles;

  • Indígenas;

  • Descendientes de los africanos;

  • Mestizos de españoles e indios;

  • Mestizos de indígenas de tribus diferentes;

  • Mulatos;

  • Sambos, producto del cruce entre indios y negros.

Y, en fin, una gran variedad de tipos que surgieron debido al cruce sucesivo entre negros y mulatos, mulatos y blancos, indios y mulatos, indios y sambos, etc.

La distribución de estos diversos tipos no ocurrió al azar; por una coincidencia notable que demuestra la importancia capital que ejerce el relieve orográfico sobre la historia de los pueblos, los habitantes de Colombia se establecieron en diferentes altitudes según el color de su piel. Así pues, la blancura de la tez es inversamente proporcional a la elevación de la temperatura; las zonas climáticas están marcadas por las montañas colombianas, como lo están por la redondez de la tierra, y de la base a la cima los Andes granadinos ofrecen un resumen de las razas humanas así como un resumen de la fauna y de la flora terrestres.

Los blancos y los indios de color blancuzco se agruparon en las regiones montañosas y en los altiplanos, mientras que los indios de tez negruzca y los negros poblaron las riberas del océano y los valles ardientes. Sin embargo, esta regla tiene algunas excepciones causadas probable-mente por la calamidad de la guerra. De esta forma, los indios que pueblan las vastas sabanas de la península de la Guajira al norte de la laguna de Maracaibo tienen la piel color ladrillo, mientras que los aruacos, cuyas aldeas se encuentran esparcidas en los valles de la Sierra Nevada de Santa Marta a 1500 y 2500 metros de altura, son prácticamente negros. Si creemos lo que afirma el señor Manuel Ancízar, el sabio autor de Peregrinaciones de Alfa, otras tribus en el interior de la Nueva Granada ofrecerían el mismo contraste: nada es más curioso, dice el señor Samper, que las diversas combinaciones producidas por la mezcla de todas las variedades de tipos modificadas diversamente según el medio que las rodea. Entre esos tipos, elegiremos como las más notables el criollo de Bogotá, el blanco de Antioquia, el indio de Pasto, el chibcha de la Cordillera Oriental, el mulato de las llanuras bajas, el llanero de la cuenca del Orinoco y el barquero sambo llamado boga en la Nueva Granada...

En las ciudades de los altiplanos, como Bogotá, Popayán y Tunja, principalmente en la primera de ellas, encontramos la raza de criollos puros, es decir los descendientes de los españoles que conservaron sin ninguna mezcla la sangre de los antiguos conquistadores. El bogotano es, por lo general, un hombre de carácter orgulloso y maneras elegantes. Su piel es blanca y fina, sus cabellos negros y abundantes, al menos durante la juventud; sus ojos expresivos son a la vez bonachones y burlones; sus manos son delicadas, su voz dulce; en una palabra es un tipo extremadamente simpático. En el aspecto moral, el bogotano es muy quisquilloso en los asuntos de honor o simplemente de amor propio; lleno de vanidad y ostentación, le gusta el lujo, es hospitalario y generoso en sus relaciones particulares, pero en los asuntos públicos muestra a veces un fondo de egoísmo: muy curioso, algo enredado, amante de las discusiones y de la emoción política. Sin embargo, es rutinario y poco dispuesto a la innovación; de resto es leal, honorable y bueno por naturaleza.

El tipo del habitante de Antioquia es muy interesante y el más destacable de todos por su belleza. La antigua provincia de Antioquia, convertida hoy en día en el estado del mismo nombre, fue colonizada desde los primeros años de la conquista por españoles a quienes la riqueza de las minas de oro y el excelente clima de las montañas retuvieron en la región. Más tarde, cerca de doscientas familias de judíos convertidas a la fuerza al catolicismo obtuvieron permiso de establecerse en la provincia de Antioquia donde pudieron cruzarse libremente con familias criollas. Esta mezcla produjo la raza más bella y enérgica de toda Colombia. Hoy en día el Estado de Antioquia cuenta con más de 300.000 habitantes, de los cuales por lo menos 250.000 llevan en sus rasgos el testimonio indiscutible del cruce de los tipos judío y español. El antioqueño es por lo general fuerte y espigado; sus ojos son negros, su nariz recta y finamente dibujada; sus rasgos son angulosos y profundamente marcados; la expresión de su figura es reflexiva. Se casa temprano y con frecuencia se convierte en padre de una familia muy numerosa. Trabajador incansable, caminante infatigable, valiente soldado de infantería, es inteligente, frugal, pero poco sobrio, dado al juego, supersticioso, gastador cuando se trata de su propia persona, avaro cuando se trata de la comunidad. Detesta las reformas y lleva un modo de vida patriarcal. Negociante hábil como sus ancestros israelíes, iría hasta el fin del mundo para ganarse un patacón.

El indio de Pasto todavía es casi bárbaro. Sobre aquellos altiplanos de los Andes donde reina la eterna primavera, los cereales y otras plantas alimenticias crecen en abundancia; en los valles, las praderas alternan con los vergeles y dan al lugar un aspecto de paraíso terrestre. La vida es fácil y pasa tranquilamente para el indígena. El Pastuso vive alegremente en medio de la abundancia, y, sin necesidades como sin cultura, no le interesa la civilización ni el progreso. Es un salvaje sedentario que habla español; cree que el mundo no va más allá del horizonte de sus selvas y no sueña en nada más bello que en sus fiestas parroquiales. Es pequeño de cuerpo y redondete. Su tez es de color bronceada, su mirada desconfiada. Malicioso, astuto, receloso y a veces pérfido, indolente de pensamiento, pero infatigable para el trabajo físico, fanático y supersticioso en extremo, el indio de Pasto es usualmente un ser tan dócil bajo la mano de los sacerdotes como indomable una vez que se ha revelado.

Bien diferente es el indio de raza chibcha que habita al lado de los blancos criollos, en los altiplanos de Bogotá y Tunja en la Cordillera Oriental. Parecido al pastuso en apariencia física, se distingue de él por el aspecto moral. Frugal en términos alimenticios, pero le gusta el aguardiente, es paciente, pero estúpido e incapaz de servir en las guerrillas; sin embargo, puede convertirse en un incomparable soldado de línea por su obediencia pasiva, su tranquilidad de espíritu, su fuerza de resistencia verdaderamente prodigiosa durante largas caminatas. Profundamente ignorante, conservador por excelencia, desprovisto de toda ambición, ignora completamente el valor de la palabra ciudadano y rechaza toda participación en la cosa pública. Supersticioso e idólatra a pesar del bautismo, es, sin embargo, inofensivo y jamás se deja llevar hasta las vías de hecho por su fanatismo religioso...

De todos los productos del cruce de los españoles con otras razas, los mulatos y los cuarterones son quizás los que conforman la clase más interesante. En Colombia, cuando estalla una revolución en un punto u otro de la República, los mulatos siempre juegan el papel más importante. Y no es por espíritu de casta, ni por odio hacia los blancos, ya que en la Nueva Granada la igualdad civil es total. Pero el hombre de color es turbulento por naturaleza, por su vigor exuberante, por la energía misma de sus cualidades, las cuales aún no se han equilibrado bajo la influencia de la educación y de los intereses establecidos. Aquellos movimientos pasajeros no tienen por qué causar temor para el futuro. Cuando el pueblo haya hecho su aprendizaje de la libertad, cuando los intereses se hayan multiplicado y consolidado, entonces, por la fuerza misma de las cosas, los mulatos serán sin duda alguna uno de los soportes más sólidos y activos de la civilización en el nuevo mundo.

El hombre de color hispano-colombiano, el cual, gracias al carácter español y a las instituciones fraternas de la Nueva Granada, no es desde ningún punto de vista objeto de desprecio como el mulato de la América anglo-sajona, reúne en él las más bellas cualidades del español y del negro; sus defectos son los defectos que tienen todas las razas mezcladas cuando se encuentran en una situación transitoria. Los mulatos granadinos heredaron de los negros un gran poder de resistencia física, la necesidad de apego, el tierno amor por la familia; recibieron de los españoles el sentimiento heroico, el espíritu de galantería, el instinto altamente poético, el genio impresionable, el orgullo caballeresco que no tolera ningún ataque contra la dignidad o el honor; tienen en común con los criollos colombianos el amor instintivo hacia la libertad y la necesidad de movimiento. Si el hombre de color se acerca más al negro que al blanco por la organización física, en cambio, se parece mucho más al europeo que al africano por sus cualidades morales. Su inteligencia es rápida y lúcida, especialmente para las bellas artes, la administración pública, la jurisprudencia y el comercio; se distingue entre todos por su espíritu de emulación y de progreso.

Otro tipo, de los más curiosos, es el habitante de los inmensos llanos irrigados por el Guaviare, el Meta, el Arauca y otros afluentes del Orinoco. El llanero, producto del cruce de los españoles con los indígenas se parece al gaucho de las pampas; pero es más poético y menos bárbaro. Es esbelto, vigoroso, puro músculo y puro nervio; su voz es fuerte, silbante y rítmica como la de todos los nómadas que necesitan hacerse oír a largas distancias. Pastor de grandes rebaños, caballero, domador de toros, excelente nadador, fogoso soldado de caballería, poeta de las pampas, artista a su manera, el llanero es el intermediario entre la civilización y la barbarie, entre los criollos y los feroces indios de la selva virgen. Nunca ha servido la causa de la opresión ni de ninguna dictadura. Cuando la patria está en peligro, responde con entusiasmo al primer llamado y se precipita lanza en ristre sobre los soldados enemigos con la misma sangre fría con la que se lanza a los toros de la llanura. Cuando termina la guerra, no pide saldo ni pensión, ni gratificación de ninguna especie; verdadero amante del arte por el arte, le basta haber combatido y regresa orgullosamente al desierto. Poeta por excelencia, improvisa con admirable facilidad coplas o galerones, compañándose de la mandolina; su amada, los toros de la sabana, su caballo, su lanza, su machete, sus combates, animan a su musa y despiertan el entusiasmo del auditorio. En esta poesía de las pampas, todo es hiperbólico, prodigioso, lleno de jactancia soberana. Es un héroe que vence solo a un regimiento; un cazador que atrapa a los cocodrilos, mata a los jaguares de un bofetón, manda a los toros de una patada por encima de las montañas; en fin, es un Don Juan del desierto que sabe encantar a todas las bellas.

Del improvisador de los llanos al boga del río del Magdalena y del Atrato, la distancia es grande, tanto desde el punto de vista moral como físico. Los barqueros de esos ríos, que pertenecen prácticamente todos ellos a la clase de los sambos, fruto del cruce de negros e indígenas, gozan por lo general de una reputación bastante mala, y el señor Samper ve en ellos a seres rebajados hasta el nivel del animal. Es cierto que la mezcla que ocurrió al azar entre negros, indios y todas las variedades mestizas de Colombia, produce algunas veces un envilecimiento fastidioso de la especie humana, sobre todo en aquellas regiones temibles de los pantanos donde las fiebres palúdicas reinan permanentemente y donde innumerables insectos nacidos de la fermentación general le declaran al hombre una guerra encarnizada. Sin embargo, prefiero creer que el señor Samper es demasiado severo con sus compatriotas sambos: por mi parte, sólo conozco a los bogas del bajo Magdalena y de la costa Atlántica; pero la mayoría de ellos no merece ciertamente el apelativo de brutos con rostro humano; saben por lo menos ejercer las virtudes de la hospitalidad y, si se me permite rememorar aquí algunas impresiones personales, no olvidaré nunca la acogida y los conmovedores cuidados que me brindó un boga, cuando me arrastraba penosamente por la playa, temblando de fiebre y con los pies ensangrentados.

Antes de cerrar el libro del señor Samper, el mejor que tenemos sobre las repúblicas hispanoamericanas, resta señalar el intento que hace el autor por modificar la terminología geográfica del Nuevo Mundo. Propone dejar a los estados anglosajones del norte el nombre de América que se apropiaron de una manera especial y designar todas las repúblicas españolas y del imperio del Brasil bajo el nombre de Colombia, en honor al glorioso marino que pisó por primera vez las costas de las Antillas. Esto no sería sino una justicia tardía; pero, desde el punto de vista geográfico, ¿el verdadero límite de Colombia y América no es acaso el Istmo de Panamá, más que aquella línea cambiante de los Estados Unidos trazada entre México y la República? Desde el punto de vista histórico, la cosa es diferente; los nombres de los pueblos no se imponen, se toman: si los anglosajones del norte pudieron, por derecho de conquista, atribuirse exclusivamente el título de americanos, les corresponde a los hispano-indios del continente meridional apropiarse a su vez del nombre de colombianos; que se unan firmemente y podrán bautizar según les parezca la tierra en la que habitan.

Fecha de recepción: 8 de junio de 2007 • Fecha de aceptación: 10 de julio de 2007 • Fecha de modificación: 23 de julio de 2007

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