Introducción
Aunque muchas voces lo llevan señalando durante décadas, cada vez es más difícil negar que la configuración global actual, dominada por un orden económico-político centrado en la acumulación de capital, es la causa principal de la actual devastación ecosocial planetaria. Se trata de una dinámica acumulativa que necesita constantemente relanzar -para no cesar de operar- nuevas formas de colonialismo y tácticas violentas de expansión de fronteras que le permitan apropiarse de nuevos “recursos naturales” y fuentes energéticas. Su modo de operar es autodestructivo, pues lleva dentro de sí una contradicción que atenta contra las condiciones ecológicas que necesita para poder sostenerse en el tiempo. Sus impactos devastadores -que no son ni recientes ni se viven de la misma forma por todos los cuerpos, ni en todas las regiones del mundo- se agudizan cada vez más debido a la gran inercia política, que ha sido incapaz de poner freno a esta máquina productora de destrucción e injusticias ecosociales. En medio de esta situación planetaria tan enrevesada, las agendas de muchos Estados, movimientos sociales y también de la academia han priorizado la búsqueda de posibles salidas al orden actual, que hoy en día vislumbra un futuro incierto en varias regiones del mundo. Las ciencias sociales no son la excepción.
Si bien ciertas ciencias sociales -dentro de las que se destacan la geografía cultural, la historia ambiental, los estudios agrarios y campesinos de la sociología, y la antropología ambiental- se enfocaron desde sus inicios en lo que de forma abreviada -y ontológicamente cuestionable- ha venido a llamarse las “relaciones medio ambiente-sociedad”, pensar las dinámicas complejas, multicausales y multiescalares entre las sociedades y sus entornos naturales se ha vuelto una cuestión central en los estudios sociales. Tanto así que las ciencias sociales se han poblado en los últimos cuarenta años de entidades más que humanas, que antes solían ocupar un lugar marginal: sistemas hídricos, virus, parásitos, gases de efecto invernadero, sustancias tóxicas, minerales, energía, entre otros. Si antes la relación entre lo social y lo natural no se consideraba importante en muchos enfoques, hoy en día es difícil tener en cuenta la dimensión social sin reparar en cómo esta se configura y moldea por la dimensión ambiental. Así mismo, no se pueden abordar cuestiones ambientales, climáticas o geológicas sin tener en cuenta cómo la impronta humana, especialmente de ciertas sociedades, es una variable clave en la reconfiguración y desestabilización de sus procesos y condiciones, tanto a escala local y regional, como planetaria. La clásica división de tareas entre ciencias de la naturaleza y ciencias humanas y sociales ha tenido que replantearse para comprender de manera menos simplista las crisis sistémicas globales que estamos atravesando y permitir así el encuentro entre diversas perspectivas.
Es innegable la gran importancia y el papel principal de las ciencias ambientales y de los sistemas de la Tierra1 para proporcionar datos e informar la toma de decisiones basadas en evidencia, y proponer soluciones efectivas. No obstante, la devastación ecosocial actual no puede enmarcarse ni comprenderse únicamente desde la aproximación positivista de un tipo de ciencia que procura ser neutral en términos políticos. Las devastaciones ecosociales tienen una dimensión inevitablemente política: ¿Quién se beneficia y quién lleva los costes de estas devastaciones? ¿Cómo se convierten en dominantes algunas soluciones ambientales sobre otras, y cómo pueden los subalternos o los grupos oprimidos construir alternativas a estas prácticas y centros de poder? ¿Cómo las formas en que se va reconfigurando el acceso a los recursos naturales genera distintos tipos de conflictos ecosociales? ¿Cuáles relaciones entre naturaleza y sociedad se imponen con la entrada de ciertas materias primas a los mercados globales? Obviar estas cuestiones lleva a diseñar soluciones que descuentan las raíces históricas y materiales de las devastaciones ecosociales, y a pasar por alto las desigualdades que no cesan de ponerse de manifiesto. No considerar dicha dimensión, como lo hace cierto ambientalismo apolítico que no cuestiona la configuración económico-política global actual, solo perpetúa, a través de sus propuestas de soluciones verdes basadas en lógicas de mercado, las mismas dinámicas coloniales, patriarcales, asimétricas geopolíticamente y colmadas de repartos injustos (interhemisferios, interregionales, intraregionales, inter e intranacionales, intra e inter generacionales) de costes y beneficios socioambientales, que han imperado durante 500 años. Las alternativas al modelo vigente que no tengan en cuenta la dimensión política de los problemas ecosociales del presente no serán estructurales, y seguirán perpetuando las dinámicas destructivas que tienen al planeta en tal situación de inestabilidad e inseguridad ecológica y climática.
Dentro de las propias ciencias sociales también se observa una tendencia a abordar la crisis ecológica y planetaria sin considerar las relaciones de poder que han sostenido y perpetuado la máquina de destrucción del orden presente. Estas aproximaciones no centran su reflexión en las causas materiales estructurales, ni tematizan la naturaleza (neo)colonial, patriarcal y clasista de la actual crisis planetaria. Ignorar estos aspectos lleva a comprender las devastaciones ecosociales bajo un lente que, por ejemplo, comprende la vulnerabilidad ante los efectos del cambio climático o la exposición desigual a sus impactos o a los desastres “naturales” como una que se da así de forma natural, en vez de haber sido producida por la configuración histórica de la economía-política global. La orientación acrítica hacia los problemas ambientales tiene efectos profundamente despolitizantes, que redundan en una incapacidad para proponer soluciones estructurales y crítico-emancipadoras. A continuación, se defenderá la necesidad del enfoque crítico y político que caracteriza la orientación específica de este número temático hacia las devastaciones ecosociales, y se expondrá por qué la perspectiva crítica que se está produciendo en América Latina hace un aporte indispensable para pensar estos problemas.
Breve contextualización de la ecología política
Este número temático se inscribe en el campo interdisciplinario, siempre en proceso de expansión y diversificación, de la ecología política (EP). La EP surgió en la década de 1970, aunque se nutre de antecedentes mucho más remotos en el tiempo. Nació como una reacción a la manera en que las ciencias ambientales comprendían los problemas ecológicos propios de esa época. En un contexto de creciente conciencia ecológica y de percatación de los efectos destructivos de las sociedades industriales sobre los ecosistemas, las ciencias ambientales optaron por explicaciones funcionalistas y adaptativas en su aproximación al manejo ambiental y de recursos naturales. Por su parte, otros tipos de ambientalismo modelaron escenarios neomalthusianos, anticipando la escasez de recursos que resultaría de no frenar el crecimiento demográfico y material exponencial de las sociedades. Proyectaron futuros escenarios de escasez, que empeorarían por el crecimiento poblacional de las sociedades en desarrollo, puesto que generarían más presión sobre los recursos y los sistemas ecológicos (Commoner 1971; Ehrlich y Ehrlich 1970 y 1972 ; Hardin 1968; Meadows et al. 1972). Este ambientalismo señalaba como principales causantes de los problemas a la modernización tecnocientífica industrial -que dejaba tras de sí sustancias contaminantes y emisiones que degradaban el entorno, calentaban el planeta y atentaban contra la salud humana-, a la sobrepoblación en ciertas regiones del mundo y a la sobreexplotación de la tierra y de recursos para alimentar el desarrollo industrial, a menudo atribuida a la ignorancia ecológica.
Estos marcos de comprensión resultaban bastante simplistas, según el parecer de muchos geógrafos, ecólogos culturales y antropólogos ambientales, ya que tendían a enmarcar los problemas de devastación ecológica de forma apolítica -o tímidamente política- y no relacionaban las ciencias gemelas del oikos: la economía y la ecología. Pasaban por alto la historia de acumulación del capitalismo colonial y las relaciones de producción que se habían configurado entre estados desarrollados y periféricos, una vez que estos últimos se incorporaron a la economía global de mercados. Esto los dejaba mal equipados para evaluar cómo los problemas ecológicos estaban directamente relacionados con una forma particular en que se había configurado el sistema-mundo moderno (Wallerstein 1974), caracterizado por una división global del trabajo profundamente inequitativa, que generaba diferencias significativas entre estados centrales (core), semiperiféricos y periféricos, en los que los primeros dominaban económica y políticamente el sistema-mundo. Teóricos de la dependencia (Amin 1976; Cardoso y Faletto 1970; Frank 1966 y 1967 ) también evidenciaron esto y reaccionaron en contra de las teorías de modernización que dominaban las políticas de desarrollo económico de la posguerra.
El corpus canónico de la ecología política, producido en su mayoría en los departamentos de geografía angloamericanos, surgió de este suelo fértil de cuestionamiento y propuso marcos de comprensión más radicales para los problemas ambientales. Entre las propuestas pioneras de esta tradición se encuentra Violencia silenciosa de Michael J. Watts(1983), un intento por examinar las relaciones entre la sequía y la hambruna en África occidental, cuyo marco teórico se construye con elementos de la economía política marxista y los estudios agrarios. Watts analiza cómo los patrones de inequidad social, junto con las perturbaciones climáticas, son determinantes para la forma en que distintas clases de campesinos manejan riesgos como la sequía. Destaca por qué los sistemas así manejados pueden colapsar, lo que resultaría en hambrunas que son más un producto del funcionamiento interno de la sociedad, la economía-política y los mercados globales. También destacan los estudios de Piers Blaikie (1985) y con Harold Brookfield (1987) sobre la política económica del desarrollo y su relación con la erosión de la tierra, así como los estudios de Susanna Hecht y Alexander Cockburn (1989) sobre la deforestación en Brasil.
Los geógrafos procuraron desarrollar un marxismo específicamente geográfico, ampliando sus enfoques con los análisis de la teoría de la dependencia, el desarrollo desigual y los intercambios desiguales entre regiones en las cadenas de mercancías. Dicho marxismo se convirtió en un componente central del marco teórico de la ecología política. Sus análisis pusieron de manifiesto cómo ciertas regiones del mundo estaban siendo desgarradas y jaladas por los procesos de globalización y las dinámicas de mercado, que estaban reconfigurando las relaciones sociales y de clase en países en vías de desarrollo, al tiempo que causaban erosión de los suelos, deforestación, pérdida de soberanía alimentaria, entre otras. Al ampliar las enseñanzas de Marx, propusieron la llamada “segunda contradicción del capital” que hace referencia al hecho de que el capitalismo opera al destruir sus propias condiciones de producción, es decir, al destruir la tierra o la naturaleza y el trabajo o la vida humana (O’Connor 2001). A partir de un enfoque dialéctico, pusieron en evidencia la manera en que el capitalismo conduce a la pérdida de la autonomía humana y del equilibrio ecológico, al hacer depender las necesidades humanas de las necesidades del mercado y al ser un sistema que constantemente sobrepasa todo límite para acrecentar la ganancia (Gorz 1994). A la vez, analizaron la rápida transformación de las relaciones sociales con el avance de la frontera del capital en un contexto poscolonial.
Como se puede evidenciar, los enfoques iniciales de la EP estuvieron anclados en una economía política de corte marxista. Sin embargo, estos se fueron nutriendo de formas alternativas de producir conocimiento como las epistemologías feministas y poscoloniales. Por su parte, la ecología política feminista puso el foco en el modo en que las relaciones de poder siempre operan a través de múltiples ejes y categorías de diferencia social, que redundan en experiencias diferenciales de los costes y beneficios medioambientales. Aunque esta línea de trabajo se centró inicialmente en el género, condujo directamente a un compromiso más amplio de cómo las identidades pueden incidir en las relaciones entre medio ambiente y sociedad.
Más que un campo disciplinar, la EP es una forma de aproximarse a las relaciones entre medio ambiente y sociedad, que reúne varias disciplinas y enfoques. Su aporte más destacable ha sido -y sigue siendo- su capacidad para desafiar y ampliar las maneras de comprender la forma en que las sociedades interactúan con su entorno, y su intento por construir explicaciones alternativas y contrahegemónicas de estas relaciones, enfatizando en el componente económico-político y en la idea de que estas están atravesadas por relaciones de poder en múltiples escalas (Perreault, Bridge y McCarthy 2015). Al prestar particular atención a la dimensión política de estas relaciones y a cómo están configuradas por formas asimétricas de poder, la EP se enfoca en las múltiples luchas y conflictos ecosociales que surgen alrededor del acceso a los medios de vida y de sustento, y en el impacto que la mercantilización de la naturaleza tiene en las formas de relacionamiento con el entorno natural. La divergencia en las formas de habitar, concebir, acceder y reconfigurar lo que el entorno natural provee da lugar a todo tipo de conflictos y tiene importantes impactos ambientales.
Por otro lado, la EP se compromete específicamente a ponerse del lado de los marginados o los condenados en las cuestiones relacionadas con el acceso y control sobre los llamados recursos naturales (Perreault, Bridge y McCarthy 2015). De hecho, esta es una de las grandes diferencias entre la ecología política y otros enfoques más convencionales que siguen comprometidos con el ideal de una ciencia y un análisis objetivo y neutro.
Entre los compromisos transversales a la EP contemporánea se destaca la importancia que le da a las prácticas y a las maneras de pensar, sentir y vivir en el ambiente natural; con la conciencia de que estas luchas y configuraciones de poder se comprenden mejor cuando se está en relación directa con las condiciones vitales y espirituales contra las que se está atentando. También es importante resaltar su marcada tendencia a hacer explícito el lugar desde dónde se habla, la situacionalidad epistémica y cómo esto incide en el modo de comprender, enmarcar y en actuar de formas distintas las relaciones entre naturaleza y sociedad.
En las últimas décadas, la EP ha comenzado a cuestionar su canon (Sultana 2021) y a prestar especial atención a otros tipos de conocimiento que permiten una mirada revertida a la ecología política producida en el norte, con el fin de continuar con el proceso de desmontar ciertos hábitos de pensamiento y formas de enmarcar los problemas. El hecho de que el canon se haya establecido en el norte global tiene que ver, nuevamente, con que la producción académica está también atravesada por las mismas dinámicas de poder que rigen las relaciones productivas entre el sur y el norte. Esto ha permitido diversificar la EP, reconsiderar muchos de sus sesgos y, sobre todo, reconocer que esta no puede pensarse sin tener en cuenta la dimensión colonial del sistema-mundo moderno, que sigue vigente hoy en día.
La ecología política latinoamericana ha hecho grandes aportes a la diversificación de la EP. Por un lado, su trabajo enraizado en las luchas sociales de la región, es decir, en la elaboración de saberes comprometidos con la transformación de las injusticias ambientales y que, yendo más allá de la academia y las aproximaciones disciplinares, reconocen la potencialidad transformadora de las formas de reexistencia de los pueblos y su calidad plena de agentes epistémicos y políticos y, por lo tanto, la necesidad de pensar desde y con ellos (Martínez-Alier 2004). Por otro lado, se caracteriza por abandonar toda pretensión de neutralidad para hacer explícito su lugar de enunciación, que no es otro que el de una geo-historia abigarrada, constituida por una pluralidad de mundos y cuyo origen es el “trauma catastrófico de la conquista y la integración en posición subordinada y colonial en el sistema internacional” (Alimonda 2017, 41 ). Desde la especificidad latinoamericana y desde la pluralidad de sus pueblos y geografías, el pensamiento ecopolítico crítico latinoamericano interroga las lógicas de devastación ecosocial en las escalas regional, nacional e internacional, y propone alternativas realizables porque ya han existido en el pasado y en el presente latinoamericano. A continuación, se reflexionará sobre el enfoque distintivo de la ecología política latinoamericana y algunos de sus aportes más destacables.
Ecologías políticas enraizadas: la opción latinoamericana
Desde América Latina, las respuestas que se han dado a las devastaciones socioecológicas han sido plurales, ya que provienen de una multiplicidad de agentes epistémicos (pueblos indígenas, afros, campesinado, grupos de mujeres) que se han ido configurando como grupos con identidades y reivindicaciones específicas pero que, al mismo tiempo, han ido creando alianzas (no exentas de contradicciones y tensiones) entre ellos y con la academia, para así hacer frente a las lógicas mortíferas que destruyen el tejido de la vida y, en consecuencia, las condiciones materiales y simbólicas de existencia de estos pueblos. En ese sentido, una de las características más llamativas de la ecología política latinoamericana es su dimensión político-existencial, pues sus reivindicaciones y mecanismos de acción (a la vez teóricos y políticos) no son vistos como algo que afecta una dimensión valiosa pero exterior al ser humano2, sino que están atravesados por la urgencia y la preocupación de defender aquello que es sentido y construido a través de prácticas cotidianas como propio, como constitutivo de la identidad y la autonomía de una colectividad y de sus miembros. De allí que en estas perspectivas se utilicen términos como “territorio-cuerpo-tierra” o “sentipensar” para designar ese vínculo de interdependencia y continuidad entre los seres humanos y los demás entes del cosmos que conforman una comunidad.
Estas luchas han estado marcadas por la historia de la región latinoamericana y por cómo estos sujetos históricos la han experimentado y pensado críticamente desde sus cuerpos-territorios. De allí que sea imposible hablar de los aportes que se han realizado desde América Latina a la actual crisis ecosocial sin hacer referencia a la historia de la colonialidad-capitalista-patriarcal que ha marcado estos territorios en la extracción de sus recursos, productos y saberes sin retribución, y que ha dado lugar a múltiples y creativas formas de hacer frente a estas violencias. Esta historia comienza con la intrusión europea en 1492 y se mantiene hasta nuestros días, a pesar de los procesos de independencia y la conformación de las repúblicas, pues la ficción de la raza -ese dispositivo de poder que opera al asignar funciones sociales y tipos de trabajo a ciertas poblaciones según su lugar de proveniencia o su color de piel, y que pretende naturalizar la explotación de su fuerza de trabajo y de los productos de sus territorios (Quijano 2000a y 2000b )- sigue operando como un marcador de poder determinante. En este sentido, la ecología política latinoamericana efectúa un desplazamiento o, en las palabras de Frantz Fanon (2002), una distensión de la ecología política crítica/marxista del norte (Foster 1999; Gorz 1980; O’Connor 2001), pues su eje no es simplemente el capitalismo, sino la colonialidad como sistema de dominación que posibilita la formación misma del capitalismo y su apabullante régimen de destrucción, que articula modos de producción heterogéneos.
El recurso a una memoria vigilante ( Eboussi Boulaga 1977), que rescata la larga historia de violencias y reexistencias que han tenido lugar en el Abya Yala, permite visibilizar la continuidad en los mecanismos de dominación del pasado y los del presente, sin dejar de lado las transformaciones en la intensidad de la explotación o en el surgimiento de nuevos actores que complejizan el panorama político e introducen nuevos dispositivos de poder. Al hacerlo, los pensamientos críticos latinoamericanos deconstruyen una serie de imaginarios que se han ido produciendo mediante ciertos discursos ecológicos acríticos, especialmente aquel que afirma que la crisis ecológica que atravesamos actualmente es un problema de la humanidad, entendida de forma homogénea (como el ampliamente cuestionado término de antropoceno). La historia de la modernidad-colonial pone de presente el hecho de que el problema radica en el proyecto moderno dominante/hegemónico (de donde habría que excluir las modernidades críticas alternativas), basado en la dominación (Adorno y Horkheimer 1947; Alimonda 2017), la muerte (Merchant 1980; Mies 1986) y la colonialidad de la naturaleza (Escobar 2007), una historia que no puede entenderse sin hacer referencia a la esclavitud de pueblos racializados, como el caso de los monocultivos en las plantaciones del Caribe y Brasil a partir del siglo XVII (de Castro 2002; Williams 2009) o la explotación de pueblos indígenas para la extracción de quina, caucho, guano, oro y plata en América continental.
Esta historia -que se sigue repitiendo en el presente- evidencia que, aunque la devastación ecológica afecta al planeta en su totalidad, no produce los mismos efectos devastadores en todo el mundo, no se efectúa a través de los mismos mecanismos de poder, ni persigue los mismos fines. En América Latina, la devastación socioecológica se lleva a cabo mediante formas extremas de violencia que incluyen la cosificación, tortura y asesinato de los cuerpos de las mujeres y las disidencias sexuales (Cabnal 2019; Segato 2016), el asesinato de líderes ambientalistas, el desplazamiento de los territorios de poblaciones enteras, el envenenamiento y desvío de fuentes hídricas vitales para la supervivencia de las comunidades para ponerlos al servicio de la agroindustria y la minería; en breve, prácticas de extrema crueldad que dan lugar a lo que Oslender (2008) llama geografías del terror. Estos mecanismos no solo afectan a la naturaleza más que humana, sino que amenazan la existencia de aquellos pueblos que, debido a sus modos de vida relacionales, constituyen una afrenta al proyecto histórico de acumulación de capital (Segato 2021).
Ahora bien, los pensamientos críticos latinoamericanos, al enraizar las luchas presentes en las pasadas, no solo retoman la dimensión negativa de su historia, esto es, aquella marcada por la dominación y el exterminio. Al contrario, y esta es tal vez la dimensión más importante, retoman críticamente los hilos de sus historias, de sus tradiciones, para proponer colectivamente formas de vida alternativa (es decir, otros modos de producción, de toma de decisiones, de producción del saber) que posibiliten su regeneración. En los pueblos negros de Colombia, por ejemplo, se habla de “ancestralidad” para designar el mandato proveniente de las antiguas generaciones y presente en la memoria de las mayoras y los mayores, “de vivir bajo otro modelo de vida, otra cosmovisión” (Escobar 2014, 74 ). Es esta dimensión positiva (en el sentido de que propone algo) la que marca la potencia transformadora de los pensamientos ecosociales latinoamericanos, pues las alternativas que proponen no derivan del puro uso de la razón, ni de una utopía, sino de prácticas que han existido en el pasado en medio de condiciones adversas similares a las presentes o que siguen persistiendo en el presente y que, al hacerlas visibles, pueden entrar en el espacio de lo creíble y de lo deseable, señalando que otro posible puede ser posible porque ya ha sido o está realizándose (Escobar 2018). Vemos entonces un despliegue impresionante de creativas propuestas que retoman añejos saberes sobre soberanía alimentaria, cuidado o cosecha del agua, regeneración de los bosques, entre otros.
Por otra parte, al distender la EP de corte marxista, los pensamientos críticos latinoamericanos complejizan las interpretaciones marxistas de las luchas sociales en el continente, permitiendo comprender bajo otra perspectiva las luchas en otras geografías y el problema ecológico que atravesamos actualmente. Esto queda claro en la noción territorio como mundo, tan presente en las reivindicaciones de los pueblos indígenas y negros en todo el continente y entendido a la perfección por autores como Carlos Porto-Gonçalves o Arturo Escobar. Como ellos señalan, estas luchas tejen una relación especial con el lugar que habitan, de tal suerte que sería insuficiente caracterizarlas como luchas por un medio de producción, entendido como medio material de subsistencia. Sin desconocer esta dimensión, la noción de territorio de los pueblos negros e indígenas señala que la tierra tiene una dimensión simbólica que implica elementos políticos, espirituales y éticos. En efecto, en la relación con el lugar habitado emergen relaciones de reciprocidad entre los humanos y otras entidades, dando lugar a una colectividad que concibe su identidad enlazada al territorio. Es por ello que Porto-Gonçalves (2001) afirma que la lucha de estos pueblos es mejor conceptualizada cuando se habla de la “defensa del territorio” en lugar de limitarla a la de la lucha por la tierra (entendida como medio material de subsistencia), pues aquel término hace referencia a un “lugar de existencia activamente apropiado y significado mediante prácticas cotidianas materiales y simbólicas de cuidado y no de explotación” (de la Cadena 2015, 97 ). Además, en la medida en que la lucha por la defensa del territorio incluye una dimensión existencial que no es solo humana, es posible afirmar, siguiendo a Escobar (2014, 75) , que los pueblos latinoamericanos luchan no solo contra el capital y por el reconocimiento de sus derechos sino por la defensa de la vida. A esta dimensión de la lucha, Mario Blaser (2014), Marisol de la Cadena (2015) y Arturo Escobar (2014) la llaman ontológica -que quizá abarca más y no se centra solamente en lo humano- y constituye uno de los aportes más importantes de Latinoamérica a la EP como explicaremos más adelante.
Nos interesa resaltar el trabajo realizado por tres líneas teóricas latinoamericanas: los posextractivismos, la ontología política y los feminismos latinoamericanos enraizados. Nos enfocamos en estas perspectivas por el interés ecopolítico del contenido de sus propuestas y por la manera como se han ido construyendo a partir del punto de vista de los condenados y en diálogos relacionales que tejen conversaciones entre luchas sociales enraizadas en territorios de vida y teorías más críticas que han emergido en la academia (Escobar 2014 y 2017 ; Gutiérrez Aguilar 2017; Segato 2013)3. Consideramos que estas tres líneas de trabajo latinoamericano han abierto el espacio para una nueva episteme y una nueva racionalidad social que ya no está basada en la figura del Hombre y el experto (Escobar 2014 y 2017 ; Foucault 1968), sino en la tierra como campo relacional de la vida y en los saberes cotidianos útiles para el sostenimiento y regeneración de la vida.
Posextractivismos
En América Latina, el extractivismo -cuya dinámica operativa no es nueva, aunque presenta importantes variaciones desde la década de 1990- no puede comprenderse fuera del contexto de las estrategias de desarrollo de la región, adoptadas en la denominada “era del desarrollo”, que tuvo lugar en el periodo ulterior a la Segunda Guerra Mundial. Muchas veces se atribuye el comienzo de esta era al punto IV del programa propuesto por Harry Truman el día de su posesión en 1949: “debemos embarcarnos en un programa completamente nuevo para hacer accesibles los beneficios de nuestros avances científicos y de nuestro progreso industrial, de tal forma que las áreas subdesarrolladas puedan crecer y mejorar” (Esteva 2001, 68 ). Al categorizar a la mitad de la población mundial dentro del rótulo “áreas subdesarrolladas” se dio una clasificación global entre países desarrollados (ricos) y subdesarrollados (pobres), y se legitimó un proyecto en el que las naciones que habían alcanzado un progreso industrial y avances científicos eran el modelo ideal al que los países “rezagados” debían aspirar. Este programa de desarrollo fue una reelaboración bajo nuevas condiciones del proyecto colonial moderno, que luego se reconceptualizaría como la era de la globalización, con la caída del muro de Berlín (Sachs 2019). La idea prescriptiva de desarrollo que se impuso suponía que el progreso material y de condiciones de vida era lineal y que iba de un estado más atrasado en términos materiales a uno más avanzado. Quienes lideraban la marcha del progreso eran las naciones que habían alcanzado un nivel técnico y económico determinado, lo que indica que solo existía esa vía específica de evolución para los países rezagados.
A través de prácticas como el endeudamiento y la atracción de inversión extranjera, la región fue condenada a salir del “subdesarrollo” enfocando sus economías hacia el extractivismo. Con esto respondieron al imperativo de equiparación (catching up) que se impuso a los países subdesarrollados en la era del desarrollo. En la década de 1990, con el propósito de atraer inversión extranjera, muchos estados entraron en el boom extractivo, conocido también como el consenso de los commodities, sin importar que tuvieran gobiernos neoliberales o progresistas (Gudynas 2015). Esto planteó una nueva división internacional entre los países desarrollados y los subdesarrollados. Los países del norte desplazaron “fuera de sus fronteras las primeras fases de la actividad extractiva” (Svampa 2011, 2), mientras se preocupaban por cuidar localmente el medio ambiente, a costa de relocalizar las actividades intensamente extractivas en regiones periféricas. Esto condujo a un proceso de reprimarización de la economía latinoamericana (Gudynas 2015) y generó muchas flexibilizaciones en materia de regulación ambiental y de derechos laborales, así como violaciones de derechos constitucionales y principios democráticos en beneficio de empresas transnacionales. Los Estados, por lo general, optaron por estas flexibilizaciones al estar alineados con una visión del desarrollo como crecimiento económico. Dentro de esta lógica, el bien mayor (el desarrollo) se logra a costa de muchos sacrificios locales que se estiman como un mal necesario.
Los retos que enfrenta la región ante la explotación y extracción acelerada de recursos naturales desde 1990 es enorme -energías fósiles (gas, petróleo y carbón), minerales como el litio y otros productos agroindustriales, forestales y pesqueros-. Diversas formas de violencias extractivas han escalado los conflictos ecosociales en las últimas décadas. Para 2022, en el contexto colombiano había más de 160 conflictos socioambientales activos desatados por megaproyectos minero-energéticos, agroindustriales y de infraestructura (González Perafán 2022). Así mismo, casi nueve de cada diez de los homicidios registrados en 2022 contra líderes o lideresas ambientales se produjeron en América Latina, siendo Colombia el país con más asesinatos cometidos, según los registros de la ONG Global Witness (2023). Muchas de estas violencias están relacionadas con los conflictos ecosociales que surgen a partir del extractivismo, tanto legal como ilegal.
Este crecimiento exponencial de las violencias extractivas, y las múltiples injusticias ecosociales que deja a su andar, han generado reflexiones importantes desde la ecología política latinoamericana, que busca comprender las paradojas del extractivismo en la región y mostrar cómo sus promesas de progreso y desarrollo no se han materializado. Mostrar los fracasos inocultables de las políticas extractivas ha sido un aporte clave de la ecología política latinoamericana y una apertura hacia un futuro posextractivista.
Conviene enumerar algunas de lo que Acosta (2016) ha designado como las principales patologías del extractivismo. Por un lado, los aparatos productivos locales han perdido mucha capacidad productiva, al concentrar las economías en un número exiguo de enclaves minerales. Así mismo, los megaproyectos extractivos han reconfigurado radicalmente los territorios, despojando a las comunidades de su territorialidad e imponiendo lógicas de mercantilización de la naturaleza que ellas no comparten. Para conceder licencias a los megaproyectos, muchas veces se violan los derechos humanos y los principios democráticos (como el derecho a la consulta previa). Por otro lado, las promesas del desarrollo no se han materializado, ni han redundado en beneficios económicos ni materiales a las comunidades más afectadas por los distintos tipos de extractivismo. Por lo general, lo que han logrado es concentrar la riqueza en algunas élites locales o en las compañías transnacionales. Este tipo de maldesarrollo (Svampa y Viale 2014) tampoco ha traído los frutos que se suponía traería en materia de indicadores sociales. Al contrario, ha hecho posible “la expansión y la consolidación del sistema capitalista mundial” (Acosta 2016, 296 ) y servido principalmente a los centros capitalistas para ejercer lo que Harvey (2005) llamó acumulación por desposesión, que funciona por medio de la apropiación de recursos de otros para el enriquecimiento de una pequeña élite global.
Hoy en día estamos presenciando nuevas formas de extractivismo en la región, alineadas con el imperativo del “crecimiento verde e inclusivo” propuesto por fórmulas reformadas del desarrollo sostenible. Este neoextractivismo está atado a la transición energética y su demanda de nuevos minerales (Bringel y Svampa 2023); lo que ha aumentado la demanda del litio y el cobre, e incluso de la madera de balsa que se necesita para turbinas generadoras de energía eólica. También han surgido nuevas prácticas como los mercados voluntarios de bonos de carbono, impulsados por programas como REDD+ (mecanismo de reducción de emisiones causadas por la deforestación y la degradación de los bosques de la ONU). Todas estas son nuevas formas de extractivismo impulsadas por la transición energética, que pretende descarbonizar las economías, pero sin cuestionar el imperativo mismo de crecimiento económico.
Lo que ha venido a llamarse posextractivismo en la región tiene que ver con una propuesta que precisamente cuestiona las premisas básicas del paradigma desarrollista sustentado en la idea de crecimiento económico. El posextractivismo está ligado con un pensamiento posdesarrollista, que además de mostrar muchas de las patologías y promesas incumplidas de la era del desarrollo, piensa en alternativas para salir del maldesarrollo, enfatizando la diversidad de estilos de vida alternativos al desarrollo que siempre han existido en la región. El posextractivismo considera que la actual situación de devastación ecológica y social planetaria no será gestionable con las mismas dinámicas globales de mercado vigentes. Pues estamos ante una crisis estructural, que requiere de una profunda reorganización de las relaciones interhumanas, interregionales y con el mundo más que humano. Como lo señalan los compiladores del Diccionario del posdesarrollo, el posextractivismo latinoamericano se alinea con búsquedas alternativas que están ocurriendo en todas partes del mundo, en las que “la gente está experimentando maneras de satisfacer sus necesidades a la vez que reivindica los derechos y la dignidad de la Tierra y de sus precarios habitantes” (Kothari et al. 2019, 37). Estas prácticas configuran posibilidades crítico-emancipadoras que plantean formas de reexistencia en medio de un contexto de colapso ecológico, acaparamiento de tierras, guerras por los recursos y prácticas extractivas. Todas estas formas de desposesión están mostrando que el desarrollo debe llegar a su fin, pues solo ha traído consigo la pérdida de medios de supervivencia en el ámbito rural y el incremento de la pobreza urbana, lo que fomenta la alienación y el desarraigo (Kothari et al. 2019).
En la actualidad pueden encontrarse movimientos populares de resistencia en todos los continentes que están planteando futuros posdesarrollistas y posextractivistas. Estas alternativas al desarrollo no son reformistas, sino que se proponen como radicalmente transformadoras, puesto que cuestionan la idea misma de crecimiento económico que conceptualiza la vida en términos de “capital natural”, “activos económicos esenciales” e intensifica una mercantilización de todas las dimensiones vitales. Así mismo, porque se proponen ir en contra y más allá de la lógica patriarcal y racial que acompaña al capitalismo. Desde América Latina se han propuesto alternativas inspiradas en las ideas del buen vivir, una categoría plural que cuenta con versiones diferentes, y que en Bolivia y Ecuador impulsaron cambios políticos que hoy en día tienen reconocimiento constitucional; o también ideas propuestas como bienes comunes o la soberanía alimentaria. Se trata de intentos extraordinarios de crear nuevas formas de vida y de relaciones socioecológicas, que tienen un enorme potencial transformador y ofrecen alternativas al desarrollo posextractivista.
Ontología política
Inscrita en el llamado giro ontológico que se dio a partir de la década de 1980, la ontología política pone en cuestión la separación naturaleza-cultura y el multiculturalismo, o la idea de que existe una sola naturaleza y múltiples culturas. La ontología política es un campo de estudio abierto por el argentino Mario Blaser (2009), la peruana Marisol de la Cadena (2015) y el colombiano Arturo Escobar (2018), que estudia los conflictos ecosociales como conflictos de poder a nivel de la constitución de mundos, un elemento inexplorado en la ecología política. Esto quiere decir que la ontología política cuestiona el postulado base de la ecología política según el cual existe una misma realidad o mundo y diferentes formas de concebirlo, para afirmar en su lugar que las prácticas materiales y simbólicas de los grupos humanos producen diferentes realidades o mundos, y que hay que partir del estudio de este proceso de configuración (siempre geohistórico y gestado a través de relaciones de poder) para entender los conflictos ecosociales a profundidad.
Para llevar a cabo esto, la ontología política analiza tres niveles constitutivos de un mundo. El primer nivel hace referencia a lo que un grupo considera como entidad existente; por ejemplo, en las sociedades modernas, el individuo y las leyes del mercado tienen una existencia real, mientras que, para grupos indígenas, campesinos y negros, el ser humano no existe como entidad discreta e individual sino en relación con una comunidad viviente habitada por una dimensión energética/espiritual. El segundo nivel hace alusión a las prácticas concretas que los grupos despliegan cotidianamente y que dan lugar a la consideración de que algo existe o no. Pensemos, por ejemplo, en la manera como en las sociedades modernas hay toda una serie de prácticas económicas que tratan a la naturaleza como objeto o recurso a explotar (una empresa que saca el oro de una mina de manera intensiva, una plantación que practica el monocultivo, etc.), lo que contrasta con las prácticas de pueblos indígenas en los Andes que acostumbran a alimentar la tierra regularmente porque la ven como un ser viviente del cual dependen. El tercer nivel hace referencia a las historias que va produciendo, en el plano de lo simbólico, la narrativa acerca de la existencia de determinadas entidades. Por ejemplo, en las sociedades liberales, un mito fundador es El Leviatán de Hobbes, con su antropología basada en individuos-átomo y la ficción del contrato social, mientras que en sociedades no capturadas completamente por la modernidad hegemónica existen historias que relatan la proveniencia del ser humano del agua o de otras fuentes naturales que se conciben como vivientes y racionales.
La ontología política considera entonces que dentro de los grupos la constitución de un mundo/un real no está exenta de tensiones (intramundo), sino que se da a través de relaciones de poder; pero plantea también que cuando ontologías/cosmovisiones/formas de hacer mundo entran en relación unas con otras (intermundos) surgen conflictos marcados por el esfuerzo de mantener su existencia frente a otros mundos. En otras palabras, las diferencias sociales y los conflictos entre ellos -incluyendo los ecológicos- se explican por la existencia de una diversidad de conocimientos y formas de ser que dan lugar a una pluralidad de realidades y, por tanto, de mundos. Así, para estos autores no existe una realidad que se conozca de forma diferente, lo que implicaría explicar la diversidad de culturas por diferencias epistemológicas. Por el contrario, la pluralidad de sociedades se explica por la existencia de una multiplicidad de mundos que se están construyendo a través de narrativas y prácticas cotidianas que determinan qué seres habitan un mundo y cómo relacionarse con ellos.
Se trata entonces de una ontología política en al menos dos sentidos: primero, porque no presupone una esencia ahistórica ya dada al momento de analizar los grupos y las luchas sociales, sino que parte del postulado posestructuralista según el cual la realidad es dinámica y producto de relaciones sociales de poder; y segundo, es política en el sentido que no tiene una pretensión de neutralidad, sino que busca develar de manera crítica la forma como ciertas ontologías son destructivas, fundadas y productoras de prácticas violentas y peligrosas para el sostenimiento de la vida toda, pero especialmente para algunas geografías, así como señalar caminos alternativos de relacionarnos que den lugar a lo que los zapatistas llaman un “pluriverso”, esto es, un mundo hecho de muchos mundos.
En el marco de las sociedades contemporáneas, los autores diferencian dos grandes tipos de ontologías políticas: 1) las ontologías relacionales caracterizadas por la idea de que nada preexiste a las relaciones que lo constituyen, de modo que la vida se concibe y se siente como una interdependencia radical en la que la moderna división naturaleza-cultura no es operatoria; y 2) la ontología dualista característica de la vida moderna, para la cual las entidades ya están constituidas con anterioridad a sus relaciones. La primera suscita un pluriverso que permite imaginar y creer en la posibilidad de transformación, mientras que la segunda produce un mundo-Uno (Law 2015) que se construye mediante la ocupación, la exclusión y el exterminio de los mundos relacionales, y que de manera más profunda destruye las capacidades de percibir modos de vida diferentes al hegemónico. Es lo que Escobar llama desfuturalización. Se establece así un enfrentamiento constante entre estas dos ontologías, lo que lleva a los pueblos que construyen los mundos relacionales a tener que crear mecanismos para reexistir (Albán Achinte 2006) en condiciones de extrema violencia.
Feminismos enraizados latinoamericanos
En términos de alternativas frente a las devastaciones ecosociales, los feminismos latinoamericanos constituyen una de las propuestas más refinadas y radicales en la actualidad. Plantean los problemas, analizan la realidad social y proponen soluciones desde un ámbito históricamente excluido en la academia, a saber, el de la “regeneración” de la vida construido diariamente en zonas rurales y urbanas. En efecto, a pesar de que hay una pluralidad de feminismos críticos en América Latina, todos coinciden en partir de la larga historia de las mujeres pertenecientes a grupos históricamente racializados (mujeres-negras, mujeres-indígenas, mujeres-campesinas empobrecidas) para desde allí visibilizar que no solo han sido sujetas a violentos dispositivos de dominación, sino que han sabido preservar, reactualizar y construir colectivamente tecnologías de sociabilidad (Segato 2018) que pueden inspirar hoy en día caminos de liberación y de cuidado del tejido de la vida (Álvarez Villareal 2023). Por ejemplo, Adriana Guzmán y Julieta Paredes (2014) describen el feminismo comunitario como una teoría social que pretende explicar las causas de la crisis vivida por la humanidad y proponer alternativas para superarla; y Segato insiste en que el género es una puerta de entrada para leer a la sociedad en su totalidad y que “las mujeres estamos haciendo una propuesta al mundo, para la historia de la humanidad y no solo para las mujeres […] es un proyecto universal, un cambio radical de rumbo” (Segato, Karamanos y Montero 2023).
Este cambio de rumbo implica poner en el centro las condiciones simbólicas y materiales necesarias para la regeneración de la vida (humana y más que humana), transformando la manera como sentimos y gestionamos nuestras relaciones con otros (humanos y más que humanos). Para esto, no es necesario proyectar utopías construidas desde el orden puro de la razón, ni esperar a desarrollar una forma societal que reemplazaría la forma actual; estas dos alternativas, muy presentes en ciertos pensamientos de izquierda (como la fundada en el desarrollo tecnológico o en concepciones decimonónicas de la revolución, muy presente en el siglo XX), han demostrado su ineficacia, de tal suerte que el camino sugerido por los feminismos es el de volver a las prácticas cotidianas de las colectividades rurales y urbanas (pasadas y presentes), para desde allí desordenar (Gutiérrez 2016) las estructuras dominantes y abrirlas a otras formas de organizar la sociedad (Segato 2021).
Por su parte, las feministas indígenas han señalado que la violencia contra las mujeres opera como dispositivo de poder/dominación que no se dirige solo contra ellas sino contra el tejido comunitario, el de la vida en su totalidad y viceversa: las violencias contra el territorio -por ejemplo, el extractivismo- destruyen directamente o afectan al resto de la comunidad (mujeres, infantes, hombres). Sobre este punto, los conceptos terricidio y territorio-cuerpo-tierra constituyen contribuciones mayores a la comprensión de la política y abren la posibilidad de transformar las bases mismas del derecho moderno. En ambos casos se señala que la violencia patriarcal-colonial está intrínsecamente ligada con la violencia contra la tierra y los lugares de vida de las víctimas.
Los feminismos comunitarios indígenas realizan sus análisis a partir del cuerpo de las mujeres y, de manera más profunda, de lo que la feminista indígena maya xinca Lorena Cabnal ha llamado el territorio-cuerpo-tierra. Este término designa una entidad viviente relacional: el cuerpo, que se va construyendo a partir de las prácticas cotidianas que se tejen en un lugar determinado marcado y construido a través de la historia: el territorio. Este hace parte de un cosmos que le antecede y que lo sostiene material, simbólica y espiritualmente no solo para sobrevivir sino para vivir bien: la Tierra4. De esta idea ontológica, se deriva el postulado epistemológico según el cual para conocer la historia hay que recorrer el territorio, aprender a leer el paisaje y entender que nuestro cuerpo lleva las marcas de ese paisaje. La relación con el territorio es la expresión de una ontología política relacional (Escobar 2014), producida a través de la historia de estos pueblos, los cuales han aprendido a sentirse a sí mismos como parte del tejido de la vida. Este postulado ontológico tiene implicaciones epistemológicas y políticas fuertes, pues es desde la experiencia vivida cotidianamente en el cuerpo que es posible leer la historia que, en consecuencia, no es puramente individual, sino que expresa y permite acceder a un “entramado de opresiones histórico-estructurales” (Cabnal 2019, 113 ).
Así, las economías extractivistas que envenenan los ríos, contaminan el aire, enferman los suelos y destruyen los bosques son vistas como prácticas que también envenenan, enferman y destruyen los cuerpos humanos. Esto se debe a que el cuerpo humano no está simplemente en una relación de dependencia con la tierra, sino que es tierra. Al mismo tiempo, las transgresiones contra los cuerpos de las mujeres constituyen afrentas directas contra la tierra y los territorios porque deshacen el tejido comunitario e interrumpen la transmisión de saberes tradicionales. De manera que defender el cuerpo y la tierra implica una lucha pluridimensional. Dentro de ella, la defensa y recuperación del territorio-cuerpo-tierra es fundamental para sanar las marcas de la violencia grabadas en la memoria corporal. El ejercicio cotidiano de articular sentires, reconstruir la memoria de las ancestras y crear espacios seguros para el fortalecimiento de los vínculos entre mujeres y entre las mujeres con el medio ambiente son estrategias fundamentales de emancipación (Cabnal 2019). Al mismo tiempo, la noción de territorio-cuerpo-tierra de los feminismos indígenas pretende poner en el centro una responsabilidad política por transformar las causas generadoras de formas de dominación, que excede el ámbito de lo humano para convertirse en una “responsabilidad cosmogónica” (Cabnal 2019, 114 ), esto es, ante el tejido de la vida en su totalidad.
Al situar su perspectiva, los feminismos latinoamericanos resuenan con los feminismos críticos del norte (Haraway 1988), que resaltan la importancia de situarse para alcanzar mayor objetividad (que no hay que confundir con la ficción de neutralidad). Sin embargo, hay un elemento singular en los feminismos críticos latinoamericanos: esta situacionalidad está enraizada en luchas geohistóricas en contra de la discriminación racial y patriarcal, al tiempo que se sitúa en un territorio de vida que es concebido como más que humano y susceptible de informar las prácticas sociales.
A su vez, la noción de terricidio busca designar como crimen aquellos actos cometidos en contra de la tierra por parte de los Estados en alianza con las corporaciones privadas. Para Moira Millán (2020), estos actos destruyen los territorios que habitan estos pueblos e impactan tres dimensiones vitales de su existencia: la dimensión del mundo material en donde se incluye al medio ambiente, los ríos, las montañas y las personas que son afectadas por proyectos extractivistas; la dimensión de la percepción que implican las fuerzas energéticas que están a la base de la vida y que se encuentran en los lugares sagrados destruidos u ocupados por los proyectos extractivistas; y la dimensión cultural de los pueblos que, al ser desposeídos de sus tierras, quedan en la imposibilidad de practicar y transmitir sus saberes. Este término propone una categoría jurídica no antropocéntrica, en la cual la víctima no es exclusivamente la persona humana, sino la Tierra, y se tiene en cuenta la responsabilidad penal, no solo de Estados, sino de actores políticos y económicos en nuestras sociedades contemporáneas: las empresas transnacionales. Aunque estas nociones parten de las cosmovisiones indígenas, su uso puede extenderse a otras partes del mundo para salir de la crisis de devastación socioambiental que atravesamos.
Para concluir, conviene resumir las contribuciones más interesantes de la ecología política latinoamericana resaltadas en esta sección. Por un lado, sus críticas al modelo colonial-capitalista como destructor de sistemas sociales organizados alrededor y en relación de interdependencia con la regeneración de la tierra. De igual manera, el establecimiento de una relación entre los problemas de escala local y regional con las dinámicas de dominación a nivel mundial, así como la persistencia de estructuras de dominación coloniales en la era del desarrollo, hacen parte de su tradición crítica. La manera de establecer relaciones entre el centro y la periferia abren espacios para pensar a partir de la interrelación, la afectación diferenciada y el papel de las formas económicas en la destrucción ambiental, así como las responsabilidades diferenciadas sin caer en maniqueísmos simples. Finalmente, estos pensamientos han demostrado ser prolíficos en la formulación de nuevos conceptos: no se trata simplemente de “términos nuevos”, sino de la expresión de otras epistemes, otras gramáticas, otros regímenes discursivos que minan las bases del sistema que conocemos como hegemónico y que están abriendo espacio a otros mundos.
Temas transversales que surgieron en el dossier
Los artículos reunidos en este número temático de la Revista de Estudios Sociales dan cuenta de las diversas claves conceptuales que se encuentran presentes en el título: “Devastaciones ecosociales: perspectivas críticas desde América Latina”. En efecto, dos de las nociones presentes como claves en este dossier, aquella de la devastación ecosocial y la de una crítica latinoamericana, no tienen significados unívocos y las contribuciones del número dan cuenta de una paleta diversa desde la cual se trabajan estos conceptos.
La concepción de devastación ecosocial abarca una serie de perspectivas y diagnósticos. Las distintas formas en las cuales se ha desarrollado el extractivismo en América Latina han producido modos brutales de devastación en la región, con variados avatares dependiendo del territorio. Desde una visión teórica, coherente para trabajar estos asuntos, Parra-Ayala (en este dossier) ofrece un diálogo fructífero con la teoría crítica europea, dando cuenta de un trasfondo filosófico que permite entender que el despliegue del extractivismo tiene que ver con un marco a partir del cual se conceptualiza la naturaleza-cuerpo y el ser humano, no simplemente como separados entre sí, sino en una relación de dominación. Por otro lado, Nova-Laverde, Piñeros Fuentes y Rojas Mora (en este dossier), muestran que la lógica extractivista se manifiesta en la producción de geografías de sacrificio en áreas periféricas de urbes latinoamericanas, espacios donde la garantía de una vida digna para los habitantes se deja en desmedro de una supuesta ventaja para la población urbana en su conjunto. Las formas de extractivismo también se establecen en la degradación de zonas donde la explotación de los recursos naturales del suelo y el subsuelo se dejan a merced de grandes compañías nacionales e internacionales, las que pasan por encima de las comunidades que habitan el territorio (Roa García et al., en este dossier) o que pactan con algunos actores de aquellas comunidades -o sus representantes-, sin importar las voces y resistencias del conjunto de actoras y actores (Martínez Suárez, en este dossier). Por su parte, Ortiz Robles et al. (en este dossier) muestran cómo las maneras en que procede la lógica extractivista se despliegan de formas más subrepticias, por ejemplo, a través de la especulación inmobiliaria, la explotación del turismo verde o la conservación de espacios ecológicos. Si los artículos documentan y hacen una crítica de diversas formas de devastación ecosocial asociadas a distintas formas de extractivismo ambiental, es posible señalar que un término bajo el cual podemos agrupar estos esfuerzos por analizar la devastación es aquel de violencia. La violencia aparece aquí conceptualizada de manera explícita (Villegas y Castrillón Gallego, en este dossier), y también implícitamente, como una categoría que engloba la noción presente en nuestro título de devastaciones ecosociales, intentando hacer hincapié en el vínculo entre lo natural y social, y destacando el sufrimiento al que se someten las poblaciones presentes en estos territorios.
Ahora bien, si la idea de devastación ecosocial implica una diversidad de perspectivas y diagnósticos, muchos de los cuales se asocian a la violencia del extractivismo, se da el caso de que la segunda clave conceptual presente -aquella de la perspectiva crítica latinoamericana- se expresa también de diferentes maneras. Podemos decir que esta perspectiva crítica se establece como el reverso de la no separabilidad o del vínculo entre lo natural y lo social presente en la idea de devastación ecosocial. Nos parece que la visión implícita o explícita que recoge esta no separación y vínculo, más allá de la denuncia y el diagnóstico, es el intento por alejarse de una perspectiva que compete exclusivamente a la vida humana y enfocar el análisis de los problemas ecosociales desde una dimensión relacional. Aquella perspectiva no antropocéntrica se desglosa en una diversidad de maneras de entender lo que implica la idea misma de “crítica” y cómo se configura a partir de ahí una relación singular entre lo humano-social y lo natural.
En términos teóricos, las distintas perspectivas desde las cuales parten los artículos hacen hincapié justamente en la producción de un conocimiento situado desde América Latina, donde se destacan los aportes de la ontología relacional latinoamericana -impulsada en gran medida por el trabajo con comunidades locales en los territorios (Ortiz Robles et al., en este dossier; Villegas y Castrillón Gallego, en este dossier)-, de la ecología política producida en el continente (Nova-Laverde, Piñeros Fuentes y Rojas Mora, en este dossier; Ortiz Robles et al., en este dossier) y de diversas tendencias del pensamiento feminista latinoamericano (Martínez Suárez, en este dossier). En varios casos, tales como los estudios acerca de las geografías de sacrificio en Bogotá (Nova-Laverde, Piñeros Fuentes y Rojas Mora, en este dossier), los problemas de saturación hídrica debido al turismo y la especulación verde en la Patagonia (Ortiz Robles et al., en este dossier), los análisis acerca de la destrucción de saberes comunitarios en La Guajira debido a la explotación del suelo y el subsuelo (Roa García et al., en este dossier), se trata de una aplicación conceptual que permite destacar, no solamente los mecanismos de devastación, sino aquellos de resistencia por parte de las comunidades locales y la emergencia de contrasaberes y formas de antiviolencia que hacen frente a la violencia extractivista. En todos estos trabajos, comenzar con una metodología relacional implica salir de un registro antropocéntrico e instrumental, en el que la explotación de la naturaleza estaría al servicio del ser humano.
Así mismo, en algunos casos, también desde el plano teórico, pero siempre a partir de la absorción de saberes incrustados en los tejidos comunitarios de distintas poblaciones que sufren los embates de la devastación, se propone no solo la aplicación de saberes producidos en el continente, sino un estudio acerca de su misma producción teórica. Se considera, por ejemplo, el reciente informe final de la Comisión de la Verdad en Colombia como un aporte propio del pensamiento crítico latinoamericano para la rearticulación de las relaciones entre naturaleza y sociedad a partir de la violencia y para hacer frente a la catástrofe climática actual (Villegas y Castrillón Gallego, en este dossier). Así también se procede a una suerte de crítica inmanente de la teoría crítica europea, haciendo dialogar el trabajo de Raquel Gutiérrez con aquel de Theodor Adorno, y señalando cómo la teórica mexicana completa y corrige algunos puntos ciegos en el trabajo de este último, articulando materialmente aquello que se puede llamar una diferenciación sin dominación entre lo humano-social y lo natural (Parra-Ayala, en este dossier).
Si todos estos aportes críticos desde una perspectiva latinoamericana se enfocan en la aplicación, el uso y la creación de saberes producidos teóricamente en América Latina, uno de los elementos centrales que emerge de este número especial es que la noción misma de crítica no es simplemente un asunto de saber teórico, sino que implica un trabajo de acción comunitaria basado en saberes ancestrales que se actualizan constante y cotidianamente.
En este sentido, las perspectivas que recogen las prácticas del comer y vivir bien a partir de prácticas cotidianas indígenas en el territorio Misak (Montano Morales, en este dossier); el activismo femenino en la Amazonía ecuatoriana que ataca tanto al patriarcado ancestral como al extractivismo capitalista (Martínez Suárez, en este dossier); las prácticas de comunidades pescadoras en el territorio de Quilombola de Degredo en Brasil (Lins y Mozine, en este dossier); así como la organización autogestionada de saberes campesinos en medio de una zona de sacrificio en Bogotá (Nova-Laverde, Piñeros Fuentes y Rojas Mora, en este dossier) señalan que la noción de una perspectiva crítica y ecopolítica latinoamericana se encuentra anclada en formas de perseverancia y reexistencia que componen la vida cotidiana de las distintas comunidades que habitan el continente. La noción de crítica, entonces, no se compone como un campo de saber alejado de la vida o como un momento que necesariamente suspenda o haga excepción en lo cotidiano. Al contrario, la noción de crítica se enraíza en saberes que, casi como el reverso de la devastación, se anclan en prácticas cotidianas que desafían la violencia.
Si habíamos señalado que una perspectiva no antropocéntrica es la que nutre las reflexiones y aplicaciones teórico-críticas presentes en las perspectivas recogidas en este número especial, una noción de crítica anclada en las dinámicas cotidianas como las que aquí se presentan implica que aquella crítica al antropocentrismo está existencialmente ligada a estas prácticas. En efecto, si la noción de violencia es, como decíamos, una suerte de léxico que, con distintas expresiones, recoge el drama de la devastación ecosocial, todas las formas de crítica a la devastación son también formas de crítica a todas aquellas formas de violencia, comenzando tal vez por la primera: separar y distanciar al ser humano de la naturaleza.