Introducción
Era una temporada de lluvia inesperada, a mediados del año 2023, en el oriente del Cauca. Luego de atravesar los últimos potreros, la neblina de la cordillera Central nos recordaba que estábamos próximos a los 3 000 metros sobre el nivel del mar; bajamos el último tramo de un camino estrecho y zigzagueante que conduce a una quebrada, nuestro punto de referencia. Nuestro guía en esos parajes era don Antonio1, un firmante del acuerdo de paz, indígena nasa del Cauca, autoidentificado como campesino y antiguo comandante de milicias de una estructura que operó en la zona. Al llegar a la quebrada sentenció: “Hasta aquí nos trajo el río”, pues estaba muy crecida y era imposible pasar. “Esa quebrada lo voltea a uno”, dijo don Antonio, argumentando que no había forma de atravesarla para llegar a un antiguo campamento de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia - Ejército del Pueblo (FARC-EP), situado en un corredor estratégico para llegar al páramo. Aunque buscamos varias maneras de sortearla, todas eran peligrosas y no sabíamos si había garantía de regresar y alcanzar nuestro principal objetivo: localizar una fosa clandestina en donde se encontraba -de acuerdo con don Antonio- inhumado un combatiente de las FARC-EP desaparecido y cuyo paradero era completamente desconocido por su familia.
Al otro lado de la quebrada, tímido, se divisaba el camino. De lograr atravesarla, estaríamos a cinco minutos caminando, según don Antonio. No había otra alternativa sino devolvernos con la información parcial recopilada, esperar “un veranito”, como repetía don Antonio, un par de semanas sin lluvias, para subir y documentar el punto. Con frustración, comenzamos el camino de regreso, desandando un par de horas por el mismo antiguo camino de herradura, un “camino real” que había servido desde la década de 1990 como ruta de acceso a las FARC-EP para conectar el centro, el oriente y el norte del Cauca a través del páramo2.
Localizar la fosa clandestina había sido prácticamente un compromiso personal asumido con don Antonio3. Habíamos acordado visitar el sitio con completa reserva, pues él no quería logos institucionales o integrantes del cabildo en la visita al antiguo campamento. Su intención, luego de compartir una información tan sensible, era pasar desapercibido, dados los riesgos que viven los firmantes del acuerdo. La visita era un ejercicio de memoria exigente que involucraba tiempos y espacios, pues implicaba el regreso de don Antonio a un lugar que había visitado por última vez quince años atrás, cuando hacía parte de las FARC-EP. Los caminos, el paisaje y él mismo habían cambiado considerablemente desde ese entonces. En la búsqueda de desaparecidos, el tiempo juega siempre en contra: espacios, sujetos y memorias se transforman, además de que los ecosistemas de la desaparición nunca son estáticos.
Mientras bajábamos, con la frustración todavía atravesada, don Antonio recordó algunos momentos de su vida en la guerrilla. En su relato, sin embargo, no había dudas sobre la decisión de dejar las armas y volver a la vida civil, apostándole a la paz como la mejor alternativa de vida. Parte de ese compromiso, en el cual miles de firmantes siguen creyendo, es aportar a la búsqueda de todos los desaparecidos por la guerra, incluyendo combatientes irregulares cuyo paradero es desconocido por sus familias. Aunque habíamos estado cerca de documentar el punto, las múltiples complejidades de la búsqueda de desaparecidos nuevamente nos imponían obstáculos, recordándonos lo difícil que es conjurar sus ambiguas presencias y ausencias. Complicados escenarios geográficos, multiplicidad de actores (armados e institucionales) involucrados, años de olvido estatal de las familias buscadoras y un escenario actual de transformación de las violencias extienden el manto de incertidumbre que caracteriza la desaparición en Colombia.
Si la desaparición implica una espesa zona gris de zozobra, la búsqueda, como contraparte, es un devenir ontológico-epistémico -lo real y lo cognoscible- que pretende restablecer las certezas. A partir de este horizonte, propongo la noción de ecologías de la búsqueda, entendida como un entramado de temporalidades, espacialidades, actores, prácticas y procesos que se (re)configuran en el posacuerdo colombiano para dar con el paradero de los desaparecidos de la guerra. Considero que a partir de este concepto es posible repensar los tiempos y espacios, así como las realidades materiales y simbólicas que emergen de las relaciones de poder involucradas en los procesos de búsqueda. Inspirado en los trabajos de antropólogas como Kimberly Theidon (2022) y Natalia Quiceno (2021), quienes preguntan por las ecologías en escenarios de violencia y reparación, asumo una perspectiva relacional y acentúo la pluralidad de actores -más allá de lo humano- que comprenden la vida y la muerte en contextos de desaparición.
Sin embargo, lejos de una armónica interacción, las ecologías de la búsqueda entraman sujetos y ambientes, materialidades y ausencias atravesadas por la fricción, retomando a Anna Tsing, de “cualidades incómodas, desiguales, inestables y creativas” (2005, 4)4. Un argumento central del artículo es que estas ecologías implican al menos tres fricciones temporales con sus respectivos impactos socioespaciales. Primero, las temporalidades de la incertidumbre que conlleva la desaparición en sí misma y a las cuales se enfrentan por años e incluso décadas las búsquedas de familiares y comunidades. Segundo, las temporalidades burocráticas marcadas por el estado5 y sus dispositivos de extensión/contención de las incertidumbres de la desaparición. Y, finalmente, las temporalidades geográficas, que refieren principalmente a los espacios y lugares de la búsqueda, así como a los cuerpos expropiados de identidad, en los cuales es posible, o no, dar con el paradero de los desaparecidos.
Así pues, el artículo explora estas fricciones en el escenario que emerge luego de la firma del acuerdo de paz del 2016. En este contexto, la búsqueda de combatientes -especialmente irregulares- desaparecidos en la guerra amplía las ecologías del buscar y las políticas del duelo que históricamente miles de familias han experimentado de forma clandestina (Carrillo González 2021). A su vez, las búsquedas a partir de burocracias transicionales basadas en el humanitarismo de estado configuran economías morales sobre el desaparecido y sobre quiénes y de qué forma buscan a los ausentes. Las ecologías de la búsqueda involucran, además, diferentes paisajes de la guerra (p. e., cementerios, fosas irregulares, ríos, etc.), conocimientos que entran en relaciones asimétricas de poder (expertos forenses / comunidades locales; instituciones/familiares) y memorias-archivos a las cuales se acude para hacer reaparecer al desaparecido.
Esta exploración, como agenda investigativa, se enmarca en dos perspectivas articuladas. Por un lado, es un eco del denominado giro espacial en los estudios de paz y conflicto (Brigg y George 2020; Macaspac y Moore 2022). Dentro de esta corriente, varios académicos exploran las conexiones entre violencia, desaparición y espacio en América Latina (Colombo 2017; Colombo y Schindel 2014; Gatti y Casado-Neira 2020)6. Por otra parte, lo ecológico reconoce las agencias más-que-humanas ligadas a la violencia y la guerra, así como a contextos de justicia transicional (Lyons 2020; Theidon 2022). Como sugiere Ruiz-Serna, “la guerra reconfigura ecologías enteras o mundos relacionales compuestos de enredos humanos y otros-que-humanos” (2023, 24). Propongo entonces pensar la búsqueda como un proceso de fricción continuo en el que múltiples temporalidades y espacialidades entran en juego involucrando una pluralidad de lugares, sujetos y prácticas para resistir a la necropolítica de la guerra y sus definiciones de quiénes mueren o desaparecen y a quiénes es posible llorar y buscar (Butler 2017; Mbembe 2019).
La exploración de las tres fricciones tempo-espaciales implica no solo reconocer sus particularidades, sino también sus confluencias y colisiones, por lo cual son abordadas como formas inconclusas y dinámicas de devenir, procesos de transformación abiertos, activos, contradictorios, en los que múltiples temporalidades se superponen (Biehl y Locke 2017). Acudo a categorías analíticas temporales como ritmos, direccionalidades y marcadores temporales para entenderlas en el marco del contexto histórico y actual del conflicto armado y los intentos de transición en Colombia. La primera sección del artículo explora las temporalidades de la incertidumbre y las transformaciones que conlleva el acuerdo de paz para las búsquedas de personas desaparecidas. La segunda sección analiza las temporalidades burocráticas a partir de sus colisiones con el humanitarismo de estado y los retos de la búsqueda dentro de marcos institucionales. La tercera parte aborda las temporalidades geográficas acentuando la necesidad de entender conjuntamente temporalidades y espacialidades, y analiza cómo los espacios también imponen tiempos a las ecologías de la búsqueda. Finalmente, en las conclusiones propongo algunas confluencias y colisiones entre dichas temporalidades, y sugiero nuevas preguntas y retos para dar con el paradero de las miles de personas desaparecidas por la guerra en Colombia.
El acuerdo de paz y las búsquedas de personas desaparecidas en Colombia
Las manifestaciones, definiciones y circulaciones de la desaparición se han expandido globalmente (Gatti 2017b). En América Latina, México y Colombia (sub)registran las cifras más altas de personas desaparecidas por contextos violentos7, sobrepasando de lejos las estimaciones de víctimas de desaparición forzada que dejaron las dictaduras del Cono Sur y que además forjaron elementos claves de la justicia transicional con la figura del detenido-desaparecido (Gatti 2008 y 2017b; Rosenblatt 2015). A su vez, a lo largo de la región, organizaciones de víctimas y familiares han hecho resistencia a las múltiples violencias de la desaparición, exigiendo justicia, luchando por la memoria de sus seres queridos, y desarrollando múltiples y, en ocasiones, peligrosas acciones de búsqueda (Cruz-Santiago 2020; Kovras 2017; Robledo 2017). La búsqueda aparece como un acto de resistencia y antítesis de la desaparición; se opone con terquedad a su lógica de ocultamiento y olvido (Irazuzta 2017).
En Colombia, tanto las desapariciones en el marco del conflicto armado como las búsquedas por parte de familiares y organizaciones han implicado décadas de luchas y reivindicaciones (CNMH 2016). Durante el proceso de negociación entre las FARC-EP y el Gobierno colombiano (2012-2016), la incidencia de diferentes actores logró que se incluyeran dentro del acuerdo final acciones y medidas para dar con el paradero de todas las personas desaparecidas tras más de cincuenta años de guerra. A partir del comunicado conjunto 062 de octubre de 2015, el estado y la subversión se comprometieron a crear mecanismos para buscar a las personas desaparecidas en el conflicto, independientemente de las circunstancias que llevaron a su desaparición.
Sentados a la sombra para conjurar el calor en un municipio del sur del Cauca, recuerdo a una madre que se acercaba a los sesenta años y había buscado por varios lustros a su hijo, retenido por las FARC-EP desde el 2000. Tras años sin información y agotada emocionalmente por desconocer su paradero, decidió suspender, con dolor, todo intento de hallarlo. Sin embargo, después de conocer la existencia de campamentos de excombatientes de las FARC-EP donde los firmantes del acuerdo de paz se congregaban a principios del 2017, decidió retomar la búsqueda. Recorrió varios de estos espacios en diferentes municipios del suroccidente y, poco a poco, recolectó valiosa información.
En algún sentido, en el marco de las ilusiones y promesas que crean las transiciones políticas (Castillejo 2017), las negociaciones de paz implicaron para miles de familias nuevas esperanzas en la búsqueda de sus seres queridos. Un marcador temporal que abrió posibilidades. Incluso antes de la dejación de armas y el inicio formal del proceso colectivo de reincorporación, decenas de familias viajaron a los llanos del Yarí, durante la Décima Conferencia de las FARC-EP, en septiembre de 2016, para recabar datos que permitieran dar con el paradero de parientes secuestrados, retenidos o ingresados a la guerrilla (Carillo Gónzález 2021). Las zonas veredales de transición y reincorporación (ZVTR)8, creadas en 2017 en diferentes regiones del país, fueron en su momento importantes lugares de búsqueda. Archivos familiares, fotos de personas desaparecidas, relatos repetidos u ocultados por décadas aparecieron en estos escenarios, mientras los excombatientes iniciaban el tránsito hacia su nueva vida9. Una colisión de temporalidades: en dichos espacios de futuro promisorio de reincorporación, acechaba el pasado de la desaparición que se impone al presente de incertidumbre de los parientes. De diferentes formas, el mismo proceso de paz, al margen de los entramados institucionales que creaba, reactivaba esperanzas y direccionalidades para miles de familias.
Con la entrada en funcionamiento de los equipos territoriales de la UBPD en 2018, las políticas estatales se reconfiguraron a partir de una lógica humanitaria que exigía, con el fin último de aliviar el sufrimiento de los familiares, la búsqueda de cualquier persona desaparecida en las dinámicas de la guerra. Los sentimientos morales que guían el humanitarismo de estado (Fassin 2012) implicaron, en el caso colombiano, una ampliación semántica de la categoría de desaparecido -retomando las discusiones propuestas por Gatti (2017b)- para buscar a todas las personas dadas por desaparecidas en el marco del conflicto. Dentro de esta noción, se reconoce no solo a civiles víctimas de desaparición forzada10, sino también a combatientes irregulares (guerrilleros y paramilitares) desaparecidos por las dinámicas de la confrontación armada y cuyo paradero es desconocido por sus familias. Como lo ha señalado Carrillo González (2021), estas han sobrellevado tanto las búsquedas como los duelos por décadas de forma clandestina, desconociendo qué sucedió con sus familiares luego de ingresar o ser reclutados por la guerrilla. En otros casos, aunque informadas de la muerte en combate de sus parientes, muchas familias se enfrentaron a la imposibilidad de recuperar sus cuerpos por problemas de seguridad, señalamientos, estigmatizaciones y complicados procesos judiciales.
Desde la lógica estatal, especialmente para la justicia ordinaria y antes de la creación de la UBPD, los combatientes irregulares no eran legibles como personas desaparecidas (Scott 2020). De alguna manera, estaban doblemente desaparecidos, no solo por su ausencia física, sino también por la negación fáctica de su existencia para el estado. Bajo esta lógica, no eran sujetos cuyas vidas, muertes o desapariciones importaran, como tampoco eran tenidos en cuenta por la sociedad y sus instituciones los dolores o los duelos por su ausencia (Butler 2017). Sin embargo, el reconocimiento de los combatientes irregulares como desaparecidos transforma las ecologías de la búsqueda en Colombia. Impone al tiempo de la búsqueda estatal direccionalidades inéditas, establece nuevos sujetos que deben ser buscados por las instituciones, nuevas familias a quienes escuchar, así como inéditos lugares y paisajes que explorar. En otras palabras, amplía los sujetos de dolor a quienes reconocer, así como requiere de esas memorias, emociones y conocimientos excluidos o incluso borrados para avanzar en la búsqueda.
Estas nuevas ecologías de la búsqueda desafían las fronteras entre víctima y perpetrador que instauran los conflictos bélicos, así como los discursos tradicionales sobre la inocencia en cuanto prerrequisito del reconocimiento como víctima de violencia (McEvoy y McConnachie 2012). En esa jerarquía de la victimización, donde se establecen buenas y malas víctimas (Madlingozi 2017), los desaparecidos y sus múltiples paradojas pueden resonar en lo que Bouris (2007) denomina víctimas políticas complejas, cuyas zonas grises dificultan trazar líneas divisorias convencionales entre víctima y victimario, entre vivo y muerto, entre pasado y presente.
Si la búsqueda es en sí misma un laberinto que exige sortear las diferentes tapias de la desaparición, buscar a un combatiente irregular es un laberinto particular con sus propios vericuetos. La clandestinidad de la vida subversiva, que implica por ejemplo renunciar a la identidad legal por un nombre de guerra, aumenta las dificultades. ¿Cómo preguntar a firmantes del acuerdo por un combatiente desaparecido si solo se cuenta con el nombre de pila otorgado por la familia, pero no se tienen fotografías y se desconoce su nombre de guerra? ¿De qué manera sortear los pocos o nulos registros o la compartimentación de la información sobre una vida clandestina que desapareció en el marco del conflicto?
A este desafío se suman múltiples e históricas desconfianzas hacia la institucionalidad estatal por parte de los actores implicados, luego de décadas de abandono u opresión. Familias que por temor nunca declararon ante una institución el reclutamiento y la desaparición de alguno de sus miembros; comunidades que, aunque conozcan de lugares de inhumación irregulares en sus territorios, temen acudir a las instituciones estatales y continúan asediadas por grupos armados; o excombatientes que, a pesar del componente extrajudicial y humanitario de la búsqueda de la UBPD, mantienen una desconfianza histórica hacia el estado. Décadas de estigmatización y señalamiento bajo discursos polarizadores impiden reconocer las complejidades y superposiciones de diversas violencias envueltas en la desaparición. En algún sentido, esta última es una compleja crisis de temporalidades, en la cual las fronteras entre pasado, presente y futuro colapsan bajo el ritmo lapidario de la incertidumbre. Un anclaje extendido en el tiempo anterior al momento de la desaparición del ser querido que, sin embargo, es un pasado en curso (Rojas-Perez 2017), un devenir abierto, un tiempo inacabado de incertidumbre. Así, los objetos asociados al desaparecido -desde sus artículos personales, como la ropa, hasta los documentos referidos a su búsqueda y los restos humanos potencialmente identificables- representan múltiples temporalidades en fricción (Davis 2017).
Entramados institucionales y retos (burocráticos) de las búsquedas
Matrices, plataformas, códigos, formatos. Formas institucionales de representar las ausencias. Reuniones virtuales, pedagogías del mandato institucional, articulación con entidades territoriales, coordinación con el nivel central (léase Bogotá). Prácticas ordinarias y cotidianas de los entramados estatales. Diálogos con familias y aportantes de información, organización de los datos, triangulación de fuentes, hipótesis de localización de la persona dada por desaparecida. Despliegue de tecnologías de la escucha con sus respectivas traducciones burocráticas (Gupta 2012). Delimitación del sitio de interés forense, procedimientos de acceso a lugares11, misiones humanitarias de prospección o recuperación, expertos forenses en campo y laboratorios, informes de identificación. Conocimientos técnico-científicos para establecer la verdad forense (Kovras 2017) y conjurar la incertidumbre.
De oficinas y formatos a fosas clandestinas y estructuras óseas, la búsqueda de personas desaparecidas implica un complejo entramado epistemológico a partir del cual el conocimiento busca (re)establecer una ontología para una ausencia ambigua. Se presume, además, como un presente racionalizado y organizado lógicamente -el estado aspiracional (Tate 2015)-, proyectado al futuro: encontrar; aunque muchas veces familiares y profesionales lo experimenten como un conjunto de temporalidades burocráticas difusas, fragmentadas y multisituadas (Gupta 2012). Son, en últimas, temporalidades y espacialidades estatales establecidas por mecanismos de justicia transicional, guiadas para dar respuesta a las inquietudes, invisibilidades, ausencias y vacíos que deja a su paso la desaparición. Ante las temporalidades extendidas de la incertidumbre y el dolor de una pérdida ambigua que persigue a los familiares de personas desaparecidas (Boss 2006), los dispositivos12 de justicia transicional establecen tiempos institucionales con sus respectivos ritmos y espacios para la búsqueda, que entran muchas veces en fricción-tensión con los familiares.
¿Cómo se representa una persona desaparecida en una matriz? ¿Cómo dialogan los conocimientos técnico-científicos con los conocimientos de familias buscadoras? ¿Qué temporalidades imponen las burocracias institucionales a las largas incertidumbres que enfrentan los parientes de personas desaparecidas? Todos estos son extensos desafíos de la UBPD desde su conformación formal mediante el Decreto Ley 589 de 2017, bajo el cual se dio un giro hacia un enfoque humanitario, extrajudicial y confidencial. En sí misma, la creación de la UBPD hace parte de una tendencia de los últimos años en América Latina13, por la cual los estados han decidido crear instituciones especializadas para la búsqueda, priorizando lo humanitario y llevando a cabo investigaciones no-judiciales, sin la intención de caracterizar el crimen e identificar y sancionar a los responsables (Collins 2022; Hinestroza, Jave y Huhle 2021).
En el contexto colombiano, el componente humanitario de la búsqueda se entiende como el deber del estado de “satisfacer al máximo posible los derechos a la verdad y la reparación de las víctimas, y ante todo aliviar su sufrimiento” (Decreto Ley 589 de 2017, art. 3). El alivio del sufrimiento que causa la desaparición es, entonces, el sentimiento moral que guía el entramado institucional que da forma al humanitarismo14 de estado para buscar a todos los desaparecidos de la guerra en Colombia. Esto implica pensar las búsquedas en medio de economías morales, entendidas como “la producción, circulación y apropiación de normas y obligaciones, valores y afectos relativos a un problema específico en un tiempo y espacio específicos” (Fassin 2015, 279). En últimas, la ilusión15 humanitaria de aliviar el sufrimiento causado por la desaparición a través de búsquedas institucionales crea temporalidades y espacialidades que pretenden contener las incertidumbres de la ambigua presencia-ausencia de los desaparecidos.
A pesar de estar dentro de un marco normativo común y más amplio que impone ciertas temporalidades (p. e., días de respuesta a requerimientos), la conformación, el funcionamiento y el “ritmo” de cada institución van configurando progresivamente sus tiempos burocráticos. Planes, programas, metas, procedimientos, plataformas y formatos imponen una rítmica particular a los profesionales institucionales que enfrentan complejos dilemas de cara a las expectativas de las víctimas, una rítmica de acuerdo con la cual las burocracias terminan intermediando las administraciones del sufrimiento de la guerra (Franco y Franco 2020). En el caso de la desaparición, estos dispositivos institucionales, incluso en sus formas humanitarias y transicionales, se encuentran con las búsquedas autónomas que las familias han hecho por décadas, con sus propios ritmos y medios, con el fin de resistir al olvido que impone la desaparición.
La incertidumbre de la desaparición conlleva para muchas familias una tiranía de la búsqueda, un impulso-presencia que empuja a moverse para saber qué sucedió con sus seres queridos. Dichas búsquedas involucran un entramado de acciones individuales y colectivas, familiares y comunitarias, organizativas y aisladas, en ocasiones enmarcadas en procesos políticos reivindicativos más explícitos o a veces menos visibles e incluso clandestinos. Envuelven tiempos generacionales durante los cuales se han relevado los liderazgos de quienes buscan y en los que las mujeres siguen teniendo un marcado rol protagónico como buscadoras (Robledo 2017; Rojas-Perez 2017)16. Como lo propone Irazuzta (2017), estas búsquedas han ocurrido a partir de una estructura de afecto y han llevado a muchos familiares no solo a recopilar valiosa información sobre el paradero de la persona desaparecida, sino a realizar búsquedas en campo, haciendo contacto con potenciales victimarios (p. e., hablando con comandantes de grupos armados) o llevando a cabo exploraciones de lugares donde puedan ubicarse fosas clandestinas17.
Sin embargo, esas acciones autónomas de familiares y organizaciones también involucran búsquedas burocráticas: oficinas, papeleos, declaraciones, copia de documentos, envío de oficios y, en el mejor de los casos, toma de muestras de ADN. De ahí que las ecologías de la búsqueda, en el escenario de posacuerdo en Colombia, no partan de cero, pues existe un acumulado previo desde el cual las familias interactúan con los nuevos dispositivos institucionales, como la UBPD, para entender, participar o rechazar las lógicas y temporalidades burocráticas.
El giro humanitario, en su intención de aliviar el sufrimiento de la desaparición para todas las familias, sin distinción, y evitar los obstáculos derivados de los procedimientos judiciales, se enfrenta en la práctica no solo a la desconfianza acumulada hacia el estado por parte de diferentes actores, sino también a las fuerzas centrípetas de las burocracias que se imponen mediante procedimientos, protocolos o formatos. Al ser la UBPD una entidad relativamente nueva e inédita, durante sus primeros años de funcionamiento los familiares y organizaciones se enfrentaron a los tiempos de adecuación institucional justificados bajo el argumento de que la unidad estaba en construcción como explicación de las dificultades en la concreción de acciones. El centralismo y tecnicismo de estado, que tiende a desconocer las particularidades del contexto, ha sido otro de los retos que enfrentan los familiares en los entramados institucionales que dilatan la búsqueda18.
En este horizonte, las acciones institucionales de extensión/contención de las incertidumbres de la desaparición involucran una permanente lucha de poderes entre diferentes conocimientos; por ejemplo, entre los conocimientos locales de comunidades y familias y los conocimientos de las ciencias forenses, así como entre las ciencias sociales y las forenses, las cuales requieren entrar en diálogo para que las búsquedas avancen (Robledo y Hernández 2019). Sin estar exenta de tensiones y contradicciones, como parte de su enfoque humanitario que prioriza la dignidad humana, la UBPD ha hecho un esfuerzo institucional por reconocer las experiencias y los procesos adelantados por familias y organizaciones mediante distintas estrategias de participación en los diversos momentos de la búsqueda (UBPD 2024).
Un elemento en este ejercicio de dignificación y reconocimiento ha sido reformular el universo semántico vinculado a la búsqueda. De esta forma, la UBPD ha optado por nociones como diálogos, para nombrar los encuentros y entrevistas que los funcionarios establecen con los familiares; aportantes, para designar a personas que entregan información con carácter confidencial a la entidad, o recuperaciones, para lo que en general se conoce como exhumaciones19. El trabajo con excombatientes, sus conocimientos de las dinámicas de la guerra, así como los equipos territoriales organizados en la Corporación Reencuentros, involucran otro universo epistémico y semántico vital para la búsqueda institucional. Recuerdo, por ejemplo, el esfuerzo consciente de compañeros de la UBPD, al hablar con excombatientes de las FARC-EP, para evitar el carácter policial de expresiones como alias o zonas donde delinquen y preguntar de forma más neutral por nombres de guerra o zonas de operación.
El establecimiento de confianza entre los profesionales y los firmantes del acuerdo, en el cual hay un reconocimiento a su humanidad y sus trayectorias y una escucha atenta a sus conocimientos, puede ser la clave para avanzar en la indagación sobre el paradero de los desaparecidos. Lejos de estar exentas de tensiones, las ecologías de la búsqueda se juegan aspectos centrales que retan las lógicas burocráticas que imponen las instituciones del estado. Tres paradojas temporales delimitan entonces el presente de las búsquedas humanitarias por parte de la UBPD. Primero, se buscan personas desaparecidas en el pasado20, mientras cientos de personas siguen desapareciendo en el presente extendido del conflicto armado. Segundo, los ritmos cotidianos de las búsquedas institucionales (horarios de oficina, días de trabajo, fechas de informes, etc.) colisionan muchas veces con las expectativas de las familias de acelerar los ritmos del proceso. Finalmente, los lugares y sujetos a los cuales se debe acudir no paran de transformarse, lo que suele complicar las posibilidades de encontrar a los desaparecidos, con geografías heterogéneas que marcan temporalidades disímiles. De vuelta al páramo, recuerdo que, aun queriendo pasar desapercibido, don Antonio optó por no ocultar sus afecciones, llevando consigo una gorra blanca en la cual se leía “Vota Comunes” en letras rojas y la flor del símbolo del partido fundado por los firmantes del acuerdo. Había liderado todo el recorrido con dificultad por recientes problemas de salud, exigiéndole mucho a su cuerpo en un camino que no paraba de inclinarse sobre las costillas de la cordillera. Así como el lugar por explorar, su cuerpo y su memoria habían cambiado desde sus años en la guerrilla. Memoria, corporalidad y geografía en acción. Durante el ascenso, mascamos y ofrecimos hojas de coca, tanto para recibir fuerzas como para abrir camino y contener la lluvia que se acercaba. Las nubes llegaban a un filo desde el cual se divisaba estratégicamente la carretera principal, cañones de ríos, quebradas y el despunte de las montañas hacia el páramo. En ese momento, entendí una vez más por qué la geografía caucana ha moldeado y ha sido moldeada por la guerra. El paisaje varía súbitamente al aumentar la altitud: la vegetación, al principio menos densa y más seca, se convirtió arriba en húmeda y espesa. Acercándonos a la quebrada que nos impidió seguir, el agua caía por las paredes de musgos de colores y arbustos grises con bromelias, captadoras de agua de la neblina.
En un punto durante el ascenso, bien arriba de la cordillera, nos encontramos con un señor de pantalón negro con bolsillos bordeados de camuflado y gorra que bajaba y nos saludó enérgico reconociendo a don Antonio. “Están haciendo llover”, nos dijo entre risas, mientras don Antonio preguntaba por la casa de un señor, describiéndola someramente. Este era otro punto de referencia para su memoria y él trataba, con esfuerzo, de ubicarse. Sin embargo, el señor dijo que no había visto esa casa y sugirió incluso que tal vez ya no existía. “No se les vaya aparecer el duende[21] por acá”, nos despidió sonriente. Don Antonio le contestó: “Ahí tenemos coquita”. Recordé que en algunas zonas del Cauca, cuando la neblina bajaba, la gente decía que la guerrilla estaba cerca, quizás como una manera de entender las conexiones entre paisaje y clandestinidad. Sin embargo, caminar con un excombatiente para encontrar los rastros de una persona desaparecida por la guerra otorgaba otros significados a la neblina, como ese recordatorio de las ecologías cambiantes que los laberintos de la búsqueda deben sortear.
Laberintos, búsquedas y temporalidades
Así pues, nada de lágrimas. Vos sabés que aquí la lluvia siempre es abundante y para qué hinchar más la tierra. Mejor aprovechá su humedad y arala profundamente, sembrale todas las semillas que traigás y esperá atenta. Puede que sintás mi respiración en una de las germinaciones. (Lión [1984] 2020, 229)22
Es viernes 4 de noviembre de 2022. En la plaza San Francisco de Cali, Valle del Cauca, un grupo de familiares de personas desaparecidas, junto con el colectivo artístico Magdalenas por el Cauca, da comienzo a la instalación temporal Laberinto de ausencias. Se trata de organizar más de setecientas fotografías de personas desaparecidas en el Valle del Cauca, extendiéndolas por el piso de la plaza para componer un laberinto gigante en forma circular. Con el fin de delinear el laberinto, los activistas emplean arena del río Cauca, denunciando el uso histórico que se ha hecho del segundo río más importante del país para desaparecer personas23. Con el paso del tiempo y las tardes lluviosas, así como la visita de ciudadanos inquietos, la arena, las fotografías de los desaparecidos y su laberíntica forma se van modificando azarosamente. Tanto la acción como la obra parecen, en conjunto, sintetizar parte de los argumentos de este texto. Materialidades y espacios que se transforman, ausencias que dejan ambiguas presencias, búsquedas laberínticas en escenarios insospechados. ¿A qué recursos materiales, simbólicos, políticos, epistémicos acuden los involucrados en el acto de hacer reaparecer al desaparecido? ¿De qué manera ríos y tierras, archivos burocráticos y memorias familiares, cementerios urbanos y recias montañas median entre quienes viven buscando y quienes desaparecieron en la guerra? Vale la pena acudir a las palabras de Rob Nixon para preguntar:
Después de que se haya declarado la victoria oficial, ¿cómo rastrearemos la persistencia de las hostilidades no oficiales en el dominio celular, la letalidad desordenada y de desgaste que circula por el tejido, la sangre y el hueso de combatientes y no combatientes por igual, moviéndose a través del cuerpo vivo de la tierra misma? (2011, 200)
Dichas persistencias materiales, territoriales y simbólicas de la desaparición son finalmente marcas presentes de un pasado que se superpone. Las temporalidades geográficas pueden implicar cambios más prolongados y con un ritmo más lento (p. e., tiempos geológicos del subsuelo o de recuperación de coberturas vegetales), pero también modificaciones ecológicas súbitas mediadas o no por agencias humanas (p. e., avalanchas o inundaciones). Cada lugar termina entonces por ser un palimpsesto de tiempos, devenires y agencias, donde lo no-humano juega igualmente un rol activo de transformación espaciotemporal que altera el entramado y las posibilidades del buscar. Apelar a las ecologías de la búsqueda es reconocer que lo no-humano, como dimensión espaciotemporal, está lejos de ser estático, pues se halla en permanente fricción con las memorias y prácticas socioecológicas humanas (Lyons 2019; Tsing 2005). Los ejemplos laberínticos se extienden por la geografía colombiana. Un páramo incrustado en la cordillera Central, un canal artificial del río Magdalena con desembocadura en el Atlántico, un estero colindante con el mayor puerto en el Pacífico colombiano, los hornos de un trapiche usados como crematorio en la frontera con Venezuela. Cuatro paisajes del horror donde se busca a los desaparecidos en Colombia. Cuatro lugares donde el tiempo ha dejado y borrado marcas de la violencia. En todos estos escenarios, la UBPD ha llevado a cabo acciones humanitarias de búsqueda para determinar sitios de interés forense y lograr recuperar cuerpos de personas desaparecidas por el conflicto armado. Cada lugar implica no solo retos técnico-forenses debido a las condiciones ecológicas y los modos-tiempos en los que ocurrió la desaparición, sino un entramado de relacionamientos con actores no-humanos, institucionales y comunitarios, incluyendo en ocasiones tensiones con grandes intereses económicos que se ven estancados por medidas de protección24.
Volvamos al páramo andino para repensar las temporalidades superpuestas de su geografía. Su edad geológica es la misma de la cordillera, levantada a más de 3 000 metros sobre el nivel del mar en el Plioceno, hace unos cuatro o cinco millones de años, lo que originó aquello que conocemos como páramos (Llambí et al. 2012). Esta vez hablamos del páramo de Pisnxú o páramo de Moras, en la cordillera Central caucana, territorio ancestral de los nasas. El páramo (we’pe’) es para este pueblo indígena un territorio sagrado: sus lagunas dieron vida a los humanos. El Pisnxú cobija, además, la laguna sagrada (Piçkwe thã’ ĩ kh) del cacique Juan Tama de la Estrella (Yonda 2015; Yule y Vitonás 2019), y hace parte del resguardo de Mosoco (Páez), conformado en 191225. Así como otros páramos del Cauca, es un área protegida por el estado, debido a su importancia ecológica, pues colinda con el Parque Nacional Natural Nevado del Huila, creado en 1977.
Dada su posición estratégica para conectar al Cauca, al Huila y al Tolima, el páramo de Pisnxú fue utilizado desde la década de 1980 como un corredor militar por diferentes guerrillas, que establecieron campamentos, zonas de retaguardia y abastecimiento. En los momentos más crudos de la confrontación con el estado, fue campo de batalla con cementerios irregulares, donde yacen personas sin nombres y tumbas sin placas. Ni el subsuelo parece escapar a las transformaciones espaciales de la guerra (Lyons 2020). En medio de estas capas y temporalidades paramunas, hay una nueva que emerge tras el proceso de paz: localizar enterramientos, exhumar restos humanos, descubrir el suelo e interrogarlo por el pasado para dar sentido al presente. El páramo se convierte entonces en un lugar para determinar sitios de interés forense; es también un lugar de justicia transicional. Las noticias atestiguan esta última transformación: es agosto de 2023 y un equipo forense de la UBPD, con el apoyo de las autoridades indígenas, recupera tres cuerpos de una fosa clandestina en el páramo de Pisnxú (“En busca de la verdad en el páramo de Pisxnú, en Páez, Cauca” 2023).
Considerar las temporalidades geográficas de la búsqueda implica tener en cuenta la imposibilidad de desconectar tiempo y espacio (Massey 2018), así como sus superposiciones y fricciones. Ante la ruptura de sentido que conlleva la desaparición, en ese pasado continuo que extiende la incertidumbre en el presente, podemos afirmar que dicho pasado también se manifiesta en las geografías del conflicto armado: marcas espaciales sobre y debajo de la superficie de la tierra, territorios espectrales producidos por la guerra (Navaro-Yashin 2012). La desaparición convierte estas geografías en espacios inquietantes donde la zozobra acecha, constituyendo un pasado de violencia presente en fosas, hornos, ríos, páramos. A su vez, el paso del tiempo transforma dichos lugares y dificulta la búsqueda: ocultando marcas de enterramientos, dejando en ruinas las tumbas con cuerpos no identificados en cementerios, cambiando el curso de los ríos. Esa recuperación controlada del pasado (Rojas-Perez 2017) implicada por la justicia transicional y la búsqueda forense crea nuevas espacialidades generadoras de esperanzas para los familiares de las personas desaparecidas. Pero, al mismo tiempo, dicha recuperación entra en fricción con las transformaciones de las temporalidades geográficas de cada lugar, que muchas veces retan las fronteras entre cambios súbitos o paulatinos, antropogénicos o naturales, pasados y presentes.
In-conclusiones: las ecologías del buscar
A lo largo del artículo he explorado las temporalidades de la incertidumbre que genera la desaparición, así como las fricciones que emergen con las temporalidades burocráticas de la búsqueda institucional, enmarcada en el humanitarismo de estado, luego de la firma del acuerdo de paz y la conformación de la UBPD. A su vez, he indagado, en el entramado que implican las ecologías de la búsqueda, por las temporalidades geográficas que involucran transformaciones espaciales humanas y no-humanas, formas en las cuales los lugares cambian y son cambiados por la desaparición y por la búsqueda. Recientemente, autoras como Theidon (2022) y Quiceno (2021), a partir de sus trabajos en Colombia, han explorado los entramados ecológicos de la guerra y las transiciones. Quiceno (2021) ha propuesto el concepto de ecologías del duelo para pensar con mujeres del Atrato chocoano tres prácticas (bordado, canto y cuidado de plantas) y cómo estas hacen posibles las paces más que humanas. Como he argumentado, la desaparición instaura un régimen temporal de incertidumbre, problematizando justamente los entramados del duelo. Por su parte, Theidon nos invita a pensar diversos registros ecológicos de los escenarios de transición: “Desde químicos tóxicos a minería, desde ríos teñidos con sangre a montañas enojadas, hay múltiples ambientes y actores que juegan un rol en la reproducción y reconstrucción de posguerra” (2022, 7).
A diferencia de otros escenarios transicionales en Latinoamérica, donde la búsqueda de desaparecidos se ha realizado tras la culminación de la guerra (p. e., Guatemala o Perú) o la dictadura (p. e., Argentina o Chile), en el caso colombiano, las temporalidades extendidas del conflicto armado y la violencia, que se siguen reconfigurando después del acuerdo de paz, imponen desafíos adicionales a la búsqueda. Los atentados selectivos contra líderes y lideresas sociales, así como contra firmantes del acuerdo, de los cuales se registran las más altas cifras en departamentos como el Cauca, no solo fragilizan las posibilidades de encontrar a los desaparecidos, sino que extienden al presente la violencia de la desaparición. Como he tratado de argumentar en las diferentes secciones, existen confluencias y, a la vez, colisiones entre las temporalidades exploradas, por lo cual deben ser consideradas formas inconclusas y dinámicas de devenir, procesos abiertos que terminan por colapsar fronteras entre pasado, presente y futuro (Biehl y Locke 2017).
En las ecologías de la búsqueda, es necesario entonces transcender dicotomías entre tiempo y espacio, geo- y bio-, cultura y naturaleza, ciencia y saber tradicional, re-moviendo por ejemplo -como nos reta a pensar Lyons (2019)- la “memoria de los ríos”26 para preguntar por los desaparecidos en sus riveras. Desde procesos tafonómicos hasta archivos familiares, desde análisis de isótopos27 de restos humanos hasta los conocimientos de las piangüeras28 del Pacífico sobre la marea, pensar a partir de las ecologías de la búsqueda es un punto de partida para reconocer la necesaria multiplicidad interconectada y en fricción de diferentes espacios, agentes, conocimientos y temporalidades.
En el turbio contexto transicional colombiano del presente, donde no es posible conjugar verbos en pasado para referirse a la guerra ni a la desaparición, la búsqueda de combatientes irregulares desaparecidos puede aportar a la reconciliación, en el sentido de que humaniza a los “perpetradores”, les asigna familia, historia, nombre, vínculos e identidad más allá de las armas. No hay que olvidar que mientras miles de excombatientes reaparecen en la cotidianidad de las comunidades durante su proceso de reincorporación a la vida civil, miles siguen desaparecidos en la tierra y cientos han sido asesinados luego de firmar la paz. Así mismo, no podemos olvidar que la violencia sociopolítica continúa siendo una máquina de desapariciones. Ni tiempo pasado condenatorio ni optimismo cruel del futuro: se requiere construir desde los desafíos y fricciones que implican las múltiples temporalidades y espacialidades de la búsqueda.
He propuesto la noción de ecologías de la búsqueda para acentuar justamente ese entramado de actores, conocimientos, prácticas, temporalidades y lugares que implica dar con el paradero de los desaparecidos de la guerra. De ahí que sea sugestivo pensar estas ecologías a través de la noción de fricción propuesta por Tsing (2005): entre múltiples actores, trayectorias, conocimientos y prácticas que están en el centro de las microdinámicas de las búsquedas y sus marcos transicionales. Fricciones que pueden ser “contradicciones prometedoras” (Tsing 2005, 33) para (re)pensar las ausencias-presencias de la desaparición. Así pues, las ecologías de la búsqueda son un devenir abierto, un re-mover en el doble sentido de repensar dichas fricciones para generar cambios en las situaciones de injusticia y remover -como acto de buscar- memorias, archivos, paisajes, tierra, emocionalidades, conocimientos y sujetos para conjurar la incertidumbre de la desaparición.