Introducción
Este documento parte de una investigación etnográfica con el pueblo indígena Nasa del sur del Tolima, e identifica la forma en que esta población ha producido un sentido de lugar, una trayectoria histórica, y una relación con ontológica consigo y otros pueblos en la búsqueda de paz, equilibrio, control territorial, y orden social y espiritual en una región que ha sufrido la guerra y la presencia de actores del conflicto desde hace más de 6 décadas.
El resguardo de Nasa Wesx, asentado en el municipio de Planadas, corregimiento de Gaitania en el departamento del Tolima, ha cobrado reconocimiento en los últimos años por brindar una experiencia de diálogos y acuerdos de paz local entre una comunidad indí gena y la antigua guerrilla de las FARC. Esta experiencia consistió en el diálogo y la firma de un acuerdo de paz entre el Frente 21 de las FARC y el Cabildo, la autoridad tradicional de la comunidad indígena Nasa Wesx, en julio de 1996 después de una confrontación armada de más de 36 años.
Este conflicto tuvo origen en el oportunismo del Estado colombiano para controlar territorios y actores sobre los que no genera orden ni legitimidad institucional. El Estado tomó beneficio de la diferencia étnica entre indígenas y grupos guerrilleros de raigambre campesina para gestar entre los indígenas un grupo de autodefensas armado y entrena do por el ejército que apoyara la lucha contrainsurgente en las denominadas “Repúblicas Independientes” en la segunda mitad del siglo XX.
Después de años de confrontación, muerte y terror que impactó la vida y la dinámica social de los Nasa, la comunidad decidió no continuar participante de un conflicto que no les ha correspondido, y llegar a un acuerdo de fin de la violencia con un grupo armado con el que mantienen profundas diferencias, pero con el que reconocieron que el conflicto armado no es una alternativa para los pueblos indígenas.
Entre los comuneros (nombre con el que se identifican los actores pertenecientes a un cabildo indígena) y esta guerrilla se firmó un acuerdo que reconoció: la no participación de los Nasa en el conflicto armado, que la guerrilla respetara la jurisdicción del territorio indígena, que los indígenas depusieran las armas y que la guerrilla no las volvería a usar en contra de los indígenas, además, se respetaría la autonomía de la autoridad indígena y se llegaría a acuerdos en el marco de la justicia indígena para dirimir las futuras diferencias entre indígenas y campesinos -a quienes la guerrilla de las FARC decía representar-.
Dicho acuerdo de paz se firmó el 26 de julio de 1996, y de éste la Cruz Roja y la Iglesia Católica colombiana sirvieron de garantes. Este proceso se ha consolidado como una expe riencia perdurable, que ha contribuido a la transformación de una comunidad que desistió del enfrentamiento, la vendetta y la utilización de la violencia como medios de organización y formación colectiva. Esto se ha visto reflejado en el fortalecimiento de la comunidad, en su capacidad productiva, en el equilibrio territorial y en el manejo de la justicia y el gobierno propios en los últimos años para establecer formas de habitar y cohabitar en equilibrio con sigo mismo y con otros actores en el territorio.
Los pueblos étnicos cuentan con una construcción histórica otra (alterna) (Portillo, 2020), que, si bien se vincula con los procesos y conflictos que padece la sociedad nacional, tiene otros referentes cosmológicos y una dinámica histórica distinta que exige otra interacción con las dinámicas de poder y las violencias heredadas de un pasado colonial y una estructura social desigual.
En este sentido, un análisis de la participación del pueblo Nasa en el conflicto armado, así como en la construcción de paz, debe partir del reconocimiento de las circunstancias y del contexto étnico, político e histórico en el que las comunidades indígenas han desarrolla do la interacción con la sociedad nacional y con los actores del conflicto.
La forma en que se ha podido desarrollar esta pesquisa de reconocimiento de estas ini ciativas de construcción y consolidación de paz desde la noción étnica, corresponde a una perspectiva etnográfica, la forma de trabajo convencional en antropología y las ciencias sociales, que corresponde a una experiencia práctica, situada y sensible. La etnografía es un oficio que privilegia los sentidos y que tiene como objeto encontrar cómo las personas hacen la vida de una forma única pero relacionada con las vidas de otras personas y sus realidades (Wall, 2015). Dar cuenta de la experiencia de guerra y paz territorial de los Nasa Wesx desde esta perspectiva es el aporte que el documento propone.
Para dar cuenta de estos procesos alternativos es preciso hacer preguntas de tipo etnográfico, es decir, indagar por las lógicas y el sentido de una formación social y sus fenóme nos, haciendo énfasis en las características locales de la población, en los referentes de su historia, en su teoría de mundo y en el tipo de prácticas que lo hacen un centro de interés a propósito de temas como la lucha y la reconciliación entre actores diversos que han hecho parte de confrontaciones armadas en contextos situados.
La etnografía que ha conducido este encuentro y la relación con el pueblo Nasa del sur del Tolima, se ha centrado en el vínculo crítico que ha tenido esta comunidad con el conflic to armado en el centro del país y en las formas en cómo esta población ha actuado en pro cesos de confrontación, pero también de reconciliación y de autonomía política y territorial.
Cabe decir que esta experiencia no es ni única, ni exclusiva. En la prolongada lucha de los pueblos indígenas por ganar espacios de participación y de vida digna desde la conquista hasta nuestros días, los pueblos indígenas han luchado contra los regímenes de poder la sociedad colonial, las élites republicanas, y más recientemente por el reconocimiento de de rechos a favor de las minorías poblacionales en medio de los avances normativos a aquellos pueblos históricamente marginados y violentados en Colombia. Esto ha llevado a procesos como acciones de presión, mediación y acuerdos con el Estado, con élites económicas, con otras formaciones sociales. Cómo consecuencia, se ha forjado un conocimiento sobre las formas de organización social y normativa del otro, impulsando una transformación ideoló gica y ontológica con la modernidad de corte indígena (Restrepo, 2011) en la que los pueblos indígenas han creado una conciencia de interlocución y/o contraposición con otros referen tes de la realidad social en procura de alcanzar legitimidad y reconocimiento por parte del otro mediante la consecución de una subjetividad política y una conciencia histórica indíge na (Espinosa, 2007).
Confrontación y diferenciación étnica
El escenario de este proceso de guerra y reconciliación ocurre en condiciones históricas y espaciales concretas. En el departamento del Tolima y su curso geográfico de llanura y cordillera, el conflicto armado ha tenido diferentes motivaciones que por décadas han caracterizado a esta región como epicentro de la violencia y la confrontación armada entre grupos legales e ilegales. Los diferentes periodos de la guerra en Colombia han hecho del Tolima una región de intereses en pugna que ha producido episodios de confrontación y dolor con motivaciones partidistas, económicas, étnicas y de control territorial.
El clásico estudio de La Violencia en Colombia da cuenta de cómo en el Tolima durante las décadas de 1950 y comienzos de 1960, en el periodo conocido como “La Violencia”, ocurrió la destrucción, quema o abandono de más de 30.000 viviendas (Fals Borda et al., 1962); para la época, esta cifra representó casi la mitad de las moradas rurales del departamento. Esto es evidencia de cómo esta región ha sido bastante golpeada y que en su memoria y organi zación social el conflicto armado ha tenido impactos significativos que tienen efecto en la cohesión social, el manejo de las diferencias y la confrontación entre diferentes facciones hasta el presente.
Si examinamos no solo en el plano regional sino en las lógicas locales en que se desarrolla un conflicto, encontramos que los actores tienen distintas motivaciones que cambian según las circunstancias específicas de su entorno, los lugares y el tipo de relaciones sociales imperantes. Esto cabe para espacios rurales o urbanos y con tradición de violencia, sea pro longada o reciente.
En el caso de las poblaciones con enfoque diferencial (W. T. C. Pulido, 2020) y organiza ción social y espacial diversa (Torres Torres, 2017), es aún más complejo el reconocimiento de sus contextos vitales, así como su posición en la confrontación. Los pueblos indígenas y otras poblaciones minoritarias en Colombia han sido afectadas y han participado del con flicto de un modo distinto a como ocurre con otros sectores de la sociedad nacional. Con estas poblaciones, la dinámica del conflicto toma un giro característico cuando se le añade el componente étnico y las formas propias de organización colectiva y de habitación y te nencia territorial en clave de tradición y ancestralidad.
El escenario cultural y territorial de comunidades con otras formas organizativas, distintas a las de los grupos sociales hegemónicos, genera cambios y nuevas disrupciones en la dinámica de la confrontación armada. Este otro escenario pone el foco en un tema crítico del conflicto, a saber, la tensa relación con la alteridad étnica y cultural. Por alteridad entendemos la comprensión social de la diferencia y el rol que juega el otro en la composición de las relaciones sociales de una población, o de un grupo de poblaciones específicas.
Para los pueblos indígenas y su largo proceso de apropiación y resistencia cultural ante la presión de la sociedad occidental, el reconocimiento de quién es el otro y de qué manera se interactúa con éste es un asunto transversal a sus lógicas de diferenciación y asimilación. Por tal razón, los acuerdos, pero también las tensiones y los conflictos que ocurren con la socie dad nacional inciden en el tipo de vínculos que consagran los pueblos étnicos con la otredad.
La perspectiva étnica y la posición que tienen los pueblos indígenas respecto a los demás integrantes de la sociedad nacional, contribuye a la comprensión del conflicto, sus dinámi cas y secuelas que han padecido los pueblos indígenas de Colombia y de regiones como el sur del departamento del Tolima. Esto sirve para comprender las relaciones entre diversidad étnica y acción violenta y de daño, y cómo los indígenas han mantenido posiciones diversas en medio del conflicto armado.
Los Nasa del sur del Tolima son una comunidad originaria, que no ha tenido el recono cimiento social de formaciones sociales mayoritarias, y al que muchos en el mismo departa mento no reconocen como pueblo originario de la región, pues se considera que el referente étnico de la cultura tolimense por antonomasia es el pueblo indígena Pijao de las tierras bajas del valle del río Magdalena.
Sin embargo, los Nasa, descendientes de los cabildos originarios del Cauca, han desarrollado una vida en el paisaje de cañón y cordillera también característico de la geografía del Tolima, y han producido una vida, una noción de territorio y un sentido histórico propios. También han aprendido a cohabitar con campesinos colonos que desde la primera mitad del siglo XX se asentaron como colonos y sobre esta cordillera han tumbado monte, para sembrar cultivos de café y realizar actividades agropecuarias. Gente campesina, provenien tes de los departamentos de Valle, Antioquia y el Viejo Caldas, junto a los indígenas, han establecido una vida en la que se reconocen como tolimenses.
Al lado de estos grupos migrantes de indígenas y campesinos, que levantaron cultivos y vidas por entre los caminos de agua y tierra de la cordillera (Meneses et al., 2019), también se acentuaron los grupos armados legales e ilegales, que venían detrás de los colonos y las tierras recién abiertas para el trabajo. Los actores armados buscaron lugares de refugio o de nueva confrontación en la cordillera en lucha por el poder.
Muchos de los colonos huyeron de regiones golpeadas por la violencia y por la pobreza cíclicas y migraron a nuevos territorios en donde los actores armados también llegaron. Consecuencia de esto, la guerra se insertó y extendió a los espacios y la vida cotidiana de los colonos campesinos e indígenas.
A su vez, Los Nasa del Tolima fueron “huyentes” que se refugiaron en las montañas del Tolima escapando de las derrotas liberales de la Guerra de los Mil Días en el Cauca, en su historia la persecución y la violencia fueron recurrentes. Los ejércitos de Chulavitas y los gru pos armados privados que movilizaron la guerra en contra de liberales y comunistas que luchaban de forma irregular por el poder, encontraron en los indígenas un actor inubicable, un vecino escurridizo, un enemigo a neutralizar, un pretexto a sus temores de combatientes.
Los indígenas saben qué es luchar, no obstante, al sentirse perseguidos por los chulavitas encontraron en la insurgencia un escudo protector. De dicha correlación, que no es extraña a ninguno de los grupos sociales y étnicos del país en zonas de conflicto, devino un prolongando historial de luchas, temores y reivindicaciones políticas que ha marcado el de rrotero político y organizativo de varios pueblos indígenas hasta el presente.
Dicha relación entre pueblos indígenas y grupos armados insurgentes se extendió hasta cuando las diferencias étnicas y vitales lo hicieron insostenible. En el vaivén de la coyun tura política y las luchas por el poder, la fractura entre grupos insurgentes y pueblo Nasa se hizo evidente, quebrando relaciones o proyectos conjuntos (Maldonado, 2015). Esto se motivó, en parte, por las amplias diferencias de ideología y de credo, sin embargo, el princi pal móvil fue y ha sido la alteridad étnica. En lugar de este nexo, se dieron nuevos vínculos entre las fuerzas militares -el enclave del Estado en los lugares de disputa y difícil acceso- y los comuneros indígenas.
Tales nexos han sido oscilantes pues responden a la manera en que el Estado colombia no ha reconocido o afectado la autodeterminación del pueblo indígena Nasa y sus caracterís ticas específicas como gente y territorio. Durante varias décadas el pueblo Nasa Wesx man tuvo una ambigua relación con el ejército de Colombia, quien entrenó y apertrechó a esta comunidad para que le hiciera frente a la naciente guerrilla de las FARC en el sur del Tolima.
El ejército de Colombia, después de los cruentos bombardeos a Marquetalia de 1964 (L. A. V. Pulido, 2020), encontró en los indígenas Nasa -y su marcada diferencia étnica y de organización social con los insurgentes- una punta de lanza para la lucha contraguerrillera que, por décadas, y organizada en la forma de una autodefensa indígena, funcionó en la cordillera central. Luego de una prolongada colaboración implícita entre guerrilleros y comuneros indígenas, la población Nasa se dio cuenta de que la guerra sostenida contra un actor armado no era algo propio de su carácter como pueblo ancestral. Además, su vocación colectiva y formación territorial no podía estar supeditada a la confrontación y al estado de conmoción permanente producto de la guerra, la amenaza y la muerte. Es allí donde un llamado a la negociación política y a crear acuerdos con la alteridad, comienza a ser significativo en la vida social de los Nasa.
La negociación: resultado tangible de una confrontación
La etnografía desarrollada en los últimos años con el pueblo indígena Nasa del sur del Tolima, ha identificado maneras de pensar y de sentir que tienen su origen en la forma en que esta población ha producido un sentido de lugar, una trayectoria histórica, y una relación con su ambiente y con otros pueblos. Esto ha hecho de los Nasa actores genuinos de la búsqueda de paz, equilibrio y control espiritual en una región que ha sufrido las secuelas de la guerra.
Los acuerdos entre actores en contienda surgen de la materialización de las diferencias. La razón para sentarse en una mesa frente a un contrario surge de reconocer que hay una posición distinta a la del oponente, sin embargo, en la negociación se reconoce, en efecto, que el otro tiene también una posición. Este es el hecho notorio que se cristaliza en el pro ceso de negociación entre el cabildo indígena Nasa Wesx y el frente 21 del Bloque Central de las FARC.
Para explicarlo, comencemos por identificar las diferencias ontológicas entre unos y otros. Las FARC, para el momento era una organización armada, con una estructura política y militar que gozaba de algún reconocimiento en áreas donde operaba y ejercía control. Su participación en el conflicto armado, se justificaba por un planteamiento ideológico, pero también por una práctica económica y de poder derivada de su rol como actor de la guerra (Ariel, 2019).
En esta dimensión, el control de territorios era una práctica que garantizaba también el dominio de las FARC sobre poblaciones y recursos. La actuación sobre sus “gobernados” se supeditaba a la lectura ideológica que hacía la guerrilla de quién es el otro, a propósito de su posición económica, su orientación política, y el lugar que ocupara en las jerarquías de poder.
La visión que han tenido las FARC respecto a los pueblos indígenas en Colombia ha sido ambivalente. Por momentos, las FARC han considerado a los indígenas como grupos acostumbrados a la servidumbre, que trabajan en beneficio del gobierno y de las clases acomodadas rurales, pues estos pueblos han sido doblegados y la obediencia ciega les es característica.
En otras ocasiones, la perspectiva de las FARC hacia los indígenas ha sido de desconfian za, pues son poblaciones que no comparten formas de vida, usos y técnicas de producción y subsistencia con los campesinos, población más afín con las formas culturales del grupo guerrillero. A este celo se añade otro elemento, la diferenciación étnica. En la identificación de diferencias entre indígenas y campesinos resalta el hecho de que el origen del indígena es distinto al del campesino, y que por eso el indígena solo se mueve a favor de los de su raza y en contra de todo aquel que no sea de los mismos.
A esa percepción se suma el juicio racista que la sociedad mestiza ha lanzado en contra de los pueblos indígenas, al considerarlos como grupos por fuera de la modernidad, ana crónicos, y que tienen una forma de organización social y espacial no racional en términos económicos y productivos. Parte de este cuestionamiento se debe a la percepción ideológica que el movimiento guerrillero, o por lo menos sus mandos, acuñaron sobre qué es el progre so y quiénes son los actores clave en el desarrollo de una nación.
Para las FARC, la reproducción de una ideología centrada en el materialismo histórico y un discurso progresista llevó a mirar con sospecha y desdén a aquellas sociedades que no se supeditan a la gran marcha de la progresión histórica, reflejada en las relaciones de pro ducción y en la complejidad de sus operaciones económicas. Para el grupo guerrillero, que antes que una estructura de combate es un negociante político y económico, la racionalidad económica es un ítem para calificar la identificación de un otro con su causa. Ahora bien, si los Nasa no comparten el mismo tipo de negociación e interacción, entonces son actores que no necesariamente comparten una proyección con la postura ideológica insurgente.
De otra parte, la valoración ideológica no se corresponde con la práctica de la interacción entre indígenas y campesinos. Aunque son evidentes las diferencias entre una y otra formación social, resaltan las acciones de interacción y reciprocidad entre unos y otros en coyunturas específicas. Aunque exista un récord histórico de tensiones y también de confrontaciones, el paisaje cultural e histórico del sur del Tolima da cuenta de cómo los indígenas y los campesinos han compartido circunstancias de marginalidad, exclusión y persecución política. En medio de estas situaciones unos y otros han encontrado maneras de cohabitar y de mantener una identidad compartida de lugar. Es esta comunión de hábitat la que permite que muchos referentes culturales, territoriales y cosmológicos se entrelacen y generen dinámicas de encuentro e interacción pese a las insalvables diferencias.
Si extendemos el hilo de interacción a los posibles encuentros entre la comunidad in dígena Nasa y la guerrilla de las FARC, encontramos que las diferencias y la confrontación requieren de un marco de reconocimiento mutuo en el que la forma de comprender la otredad es un tema fundamental. En un escenario de guerra la percepción y el grado de reconocimiento que se tiene respecto al otro inciden en la toma de una posición beligerante con respecto al oponente.
En el caso de la cordillera del sur del Tolima, la confrontación ha tenido como móvil la valoración del otro, producto de una experiencia histórica común, pero también de una identificación de rasgos contrarios en el otro que remarcan en éste la sutil diferenciación del sí mismo con respecto al contrario. Esta valoración puede llegar a la demonización del otro y su alteridad. En una zona de guerra los combatientes y la población aprenden a demonizar a su oponente, lo mantienen a distancia y son precavidos -por no decir desconfiados-, con las formas, maneras y representaciones que con se reconoce al otro.
Esto nos lleva a considerar que, en la formación de un conflicto no solo median razones de tipo político o económico. Lo que se pone en juego en una confrontación es la capacidad de diferenciación que resalta una distinción de sí mismo respecto al otro. En ese proceso, la intensificación de las diferencias lleva a desdibujar la figura representada de ese otro y pro duce nuevas figuraciones que exaltan la reprobación satanizada de la diferencia.
En el trabajo de campo en el territorio de Nasa Wesx, llamó la atención que algunos mayores recordaban cómo en las décadas de 1950 y comienzos de 1960 la relación entre los agraristas (nombre que se le daba a los miembros de los primeros grupos guerrilleros) y los indígenas fueran relaciones cercanas.
Las narraciones de algunos mayores que han habitado toda su vida en Nasa Wesx re cuerdan cómo existió una colaboración entre algunos de los líderes indígenas y varios de los mandos insurgentes. Entre las razones referidas por los indígenas se menciona que ambos grupos se asentaron en un mismo lugar sobre el que procuraron edificar una identidad y una tenencia. Sin embargo, dicha correlación recíproca llegó a su fin cuando las guerrillas agraristas enfrentaron los bombardeos de las fuerzas militares que llegaron a su mayor intensidad con la “Operación Marquetalia” de 1964 y cambiaron su estrategia, pasando de ser un grupo de autodefensa campesina para volverse un movimiento guerrillero de táctica ro dada y expansiva.
Aparte de ser una estrategia de guerra, la presión armada ejercida sobre este grupo ge neró una ruptura en la relación territorio y gente que también incidió en las diferencias y posteriores conflictos entre los actores que compartían la habitación y circulación de ese territorio. A tanto llegaron las diferencias entre Nasas y guerrilleros que años después de iniciado el conflicto, los comuneros más jóvenes percibían a los guerrilleros como demonios que botaban fuego por la boca y por los ojos y a los que se debía combatir. Cuentan algunos excombatientes la impresión que se llevaron al ver a los guerrilleros en los diálogos y des pués de firmado el proceso de paz.
En el guerrillero encontraron a una persona más, con atributos como cualquier otro. Pero esto les causaba sorpresa pues en la guerra llegaron a pensar que los guerrilleros eran seres que debían tener lenguas de fuego con miradas fulminantes. En las décadas de confrontación el indígena no vio de cerca a su oponente, tanto que desestimó su humanidad y la impregnó de rasgos demonizantes, sobre el guerrillero se aprendió a sentir temor.
Esto tiene su complemento en el discurso religioso de la doctrina evangélica protestan te que ha tenido protagonismo en la identidad colectiva de Nasa Wesx desde hace varias décadas (Ospina, 2022). La representación religiosa y social del mal tiene nombre y rostro cuando se proyecta en los atributos del contendor, y el discurso religioso común en el terri torio indígena afianza las figuras distintivas en donde el otro se refleja como un ser recono cido, sacralizado o demonizado.
La capacidad de reconocimiento se encuentra directamente relacionado con una posición y habitabilidad compartida. Tal interacción se afianza en un sentido de tenencia con junta que a su vez se vincula a una relación entre actores sociales y entornos. Tanto el movi miento indígena como los grupos guerrilleros utilizan el concepto territorio para dar cuenta del área de acción e influencia de cada grupo. De estos conceptos y contextos específicos cada agrupación tendrá una valoración particular, indígenas e insurgentes no comprenden de la misma manera lo que es el territorio y tampoco le asignan el mismo valor a procesos espaciales como asentarse y enraizarse en un lugar determinado. Sin embargo, las experien cias de ambos grupos son compartidas, y se articulan, ya sea en ejercicios de solidaridad o de tensión en los que se desarrolla un interés por articularse con la posición y la perspectiva que maneja el otro.
Toda situación social parte de una identificación mutua que moldea las prácticas de control y tenencia territorial de cada actor y las dinamiza en un escenario compartido, modelado sobre una base de relaciones de poder convenidas (Baquero-Melo et al., 2022). De acuerdo con dinámicas internas o externas, dichas prácticas pueden tomar el rumbo de acciones colaborativas, como ocurrió en los primeros tiempos de la relación entre indíge nas y campesinos agraristas, donde ambos grupos compartían la condición de colonos que trataban de asentar la vida en un territorio común -aunque mantuvieran marcos sociales distintos y fueran irreconciliables sus diferencias-.
Pero también podían tornarse en prácticas de enfrentamiento e incluso de aniquilación, generadas no tanto en luchas por la posesión de territorios productivos o estratégicos, sino en las formas de comprender e intervenir sobre la alteridad que representa el otro. Destruir al contrario no pasa por una acción consciente de desconocimiento, quizá sea lo opuesto, una sobredimensión del otro, que justifica el ejercicio de la violencia para dominar aquello que es representado a la vez que temido en la imagen que se tiene del rival.
Es en este marco de distinción, diferenciación, conflicto y violencia que un acuerdo de paz como el descrito toma forma. Pero vale preguntarse, ¿Cómo la diferenciación y su co rrespondiente choque pasan a estructurar un reconocimiento de la diferencia? Existen unos referentes significativos de la manera en que cohabitan los actores y elementos que en su distinción y diferenciación representan aquello que no es común y que tiene un carácter distinto, pero que se comparte. El desarrollo y dinámica de un reconocimiento del otro en el marco de un proceso de paz tiene como base el mismo escenario en el que emerge la gue rra. Así mismo, el mantenimiento y consolidación de los hechos de paz tienen una relación directa con la extensión de la alteridad, en consecuencia, los acuerdos de paz se soportan en las formas, acciones, gestos y características de los actores contrarios que, de forma directa o indirecta, procuran el reconocimiento a partir de las diferencias que tienen con el otro, de esta manera es posible mediar.
La paz y los acuerdos locales, síntomas de un conflicto con el orden estatal
Producto de algunas conversaciones que tuvieron en las mesas de diálogo de La Uribe (Meta), las FARC y varias organizaciones indígenas a principios de los años 90, se pactó que la estructura militar de la guerrilla no atentaría contra los pueblos indígenas a quienes el secretariado de las FARC veía como población marginada y explotada por el Estado que decía combatir. En este sentido, los indígenas no eran enemigos sino otra clase marginada como eran los campesinos o los obreros. Bajo este referente, un mandato que recibió el frente 21 de las FARC fue acordar con los Nasa Wesx el cese de la confrontación armada, además, y en palabras de la insurgencia, “era más bravo pelear con un Nasa que conoce el territorio, a que hacerlo con un soldado regular que es de afuera, no conoce, y cae más fácilmente". Al tiempo, la comunidad indígena, en especial las mujeres, comenzaron a presionar al cabildo para que hiciera lo correspondiente e impedir que más jóvenes indígenas murieran o tuvieran que dejar el territorio y sus familias para no entrar a patrullar en la autodefensa indígena.
Con mucha desconfianza y en secreto, los contrarios se empezaron a reunir. Don Virgilio López, gobernador indígena, y el mayor Ovidio Paya, comenzaron a dialogar con “Jerónimo Moncaleano” el mando de las FARC en la región. La Capitanía -el mando de la Autodefensa Indígena-, mantuvo la confrontación con la guerrilla, mientras se avanzaba en los diálogos. El ejército, preocupado por la posible resolución de una lucha que le era conveniente trató de boicotear las negociaciones sin éxito. Producto del desencanto, del desentendimiento del ejército en su responsabilidad en esa confrontación, y por la volun tad de los comuneros que querían una vida distinta, los miembros de las Autodefensas cedieron, las partes acordaron los puntos esenciales y entre los contrarios hicieron la paz hasta el presente (Cfr. Ospina, 2020).
El pueblo Nasa Wesx ha cobrado reconocimiento en los últimos años por ofrecer a la opinión pública una experiencia de diálogos y acuerdos de paz local entre la comunidad indígena y las FARC. En la época en que se cocinaba un acuerdo nacional de paz, reconocer experiencias previas era tanto como lanzar un mensaje al público nacional de que la paz sí era una posibilidad y que se podía creer en esta clase de procesos.
Desde el 2014, con el avance de las negociaciones de paz entre el gobierno de Colombia y el Secretariado de la guerrilla de las FARC, casos como los de la paz en Nasa Wesx fueron buscados y publicitados por la sociedad civil y por el mismo gobierno, para dar el mensaje de que la imposible paz que había sido postergada por tanto tiempo en Colombia, podría llegar a ser y consolidarse, en especial cuando los diálogos de paz de La Habana entraron en su fase final y la confianza sobre la implementación de la paz debía ser inculcada en el ciudadano común. Medios de comunicación y entidades públicas se acercaron a los líderes de Nasa Wesx, querían conocer este proceso de paz y poner el foco de atención en esta “ex periencia exitosa”. Distintos actores, como entidades públicas, organismos multilaterales, académicos, políticos y periodistas, visitaron esta pequeña y alejada comunidad para cono cer y documentar este ejemplo de acuerdo.
Ese apoyo institucional a experiencias locales de paz no deja de ser paradójico. En los procesos de consecución de los acuerdos de paz el mismo gobierno ha sido un obstáculo en la gestión de los acuerdos y en los ordenamientos sociales y territoriales que rivalicen con un esquema institucional. En temas de paz, el gobierno ha sido enfático en afirmar que el único actor legítimo para negociar con fuerzas irregulares es el ejecutivo, representado en el presidente de la República. Por esta razón, no han existido pronunciamientos oficiales que apoyen la consecución de acuerdos locales de paz entre actores sociales y grupos armados irregulares. Solo se da crédito a los esfuerzos que lidere el mismo gobierno nacional.
Este discurso es replicado con vehemencia por las estructuras militares presentes en la zona. En las operaciones de patrullaje y control territorial el ejército ha mantenido la posición de que los únicos acuerdos que reconocen son los que refrenda un mandatario central. Esto es aún más complejo cuando el Estado colombiano ha determinado que sea su fuerza militar quien represente los intereses y el discurso estatal en los territorios más aislados, desconecta dos de la dinámica económica y administrativa de los centros de poder (Elden, 2009).
En situaciones de este tipo, el desfase de conectividad y reciprocidad entre un estado centralista y las realidades y necesidades de poblaciones y territorios locales es evidente. El Estado históricamente ha resuelto este vacío mediante el ejercicio de la violencia legal contra los grupos armados -y en ocasiones contra la misma población- y la circulación de un aparato militar con fines de vigilancia y control.
De esta manera el Estado impone un mandato normativo (Vargas Hernández, 2019) que no responde a los requerimientos de las poblaciones y territorios, y tampoco logra mediar en sus conflictos, crear vocaciones territoriales o apoyar un orden gestionado localmente. En consecuencia, son los mismos actores marginados quienes desarrollan su propia agenda alterna, entre sí y con otros actores, incluyendo a los armados e irregulares. Estos últimos, en las zonas de guerra, son quienes ejercen un poder paralelo - y en ocasiones mayor- al control y la autoridad estatal, generando otro conjunto de relaciones, acuerdos y mandatos que mueven de forma significativa la vida colectiva. En esta situación el Estado desconoce, rechaza o sataniza las fórmulas paralelas a su poder, así como las alternativas para mediar y negociar en un conflicto que escapen a su égida de dominio y autoridad.
El contraste étnico y la violencia situada
La percepción de la diferencia se refrenda en la forma de nombrar lo distinto. Llama la atención cómo los Nasa Wesx le han dado nombre en distintos momentos a los guerrilleros. Para los Nasa, la gente de las FARC ha sido reconocida como los “muchachos”, con lo que hacen referencia a la edad relativamente corta que tenían muchos de los integrantes de la guerrilla. Pero también los solían llamar “La Gente”. Esta última forma es llamativa dado que el que es gente es aquel que comparte elementos de identidad común. Para el caso de los pueblos indígenas, la nominación de gente es todavía más enfática dado que el uso que se le da al vocablo “gente” en muchas de las lenguas aborígenes es para definir el nombre con el que se autodenomina cada pueblo. Es paradójico que el nombre “gente” sea el usado para hacer referencia a un enemigo oculto, clandestino, con el que se sopesa de manera constante el grado de diferencia.
Pero en otro periodo, el nombre que han recibido los miembros de las FARC por parte de los Nasa fue el de “Pijaos”. Esta nominación es todavía más compleja dado que el Pijao es un pueblo indígena asentado en el valle de Magdalena con el que la comunidad Nasa ha mantenido fuertes diferencias históricas y étnicas. Tal es la contrariedad que se guardan entre Nasas y Pijaos que el nombre que los Nasa le dan a lo salvaje la lengua Nasayuwe es el de “Pijao”. Ahora bien, el Pijao es también un personaje de la oralidad Nasa que habita en los páramos y nevados, tiene los pies gigantes, mide más de tres metros, es muy peludo, y practica el canibalismo con Nasas y otras personas que raptan y llevan en una jigra a las zonas altas e inhóspitas de los páramos y nevados para devorarlos.
Además de estos referentes étnicos y cosmológicos, la historia del conflicto armado en el país y su formación territorial da para considerar la influencia de otros factores diferenciales en la expansión de la violencia (Pizarro & Moncayo, 2015). Las diferencias étnicas han sido un factor crítico para dar cuenta de los procesos de formación territorial y la extensión del conflicto armado y la violencia que este propicia, de allí que el nombre puesto al contra rio, en este caso las FARC, coincide con el término étnico con el que se define al otro.
Sin sugerir ni establecer una identificación plena entre el pueblo indígena Pijao y la guerrilla de las FARC, sí deben tenerse en cuenta algunos de los eventos y situaciones que han puesto a estas formaciones étnicas en directa relación con el conflicto. El pueblo Pijao tiene una posición política de resistencia y confrontación contra las clases políticas y terratenientes del sur del Tolima quienes habían tomado control sobre grandes porciones del con siderado Gran Resguardo de Ortega y Chaparral. En la lucha por la recuperación de aquellos territorios ancestrales se dio una relación entre las banderas políticas del socialismo, sus cuerpos partidistas y algunas de las dirigencias del pueblo Pijao.
Producto de estas relaciones los temas del movimiento obrero y de las reivindicaciones de las clases dominadas fueron tópicos de la agenda étnica de los Pijaos que también propiciaron los grupos socialistas. De allí que estos últimos compartieron parte de sus principios con el movimiento indígena de los Pijaos. Espinosa da cuenta de circunstancias donde el poder polí tico de comienzos del siglo XX reprimió poblaciones Pijaos por hacer parte de movilizaciones políticas contrarias a la autoridad conservadora del gobierno (Espinosa Arango, 2009).
Ante la represión, la segregación y la injusticia económica que han padecido históricamente los pueblos indígenas se han generado vínculos entre algunas facciones de la di rección política Pijao y organizaciones de ideología socialista. Dichos vínculos se remontan a las movilizaciones que los grupos indígenas de Coyaima y Natagaima adelantaron en la primera mitad del siglo XX frente a la represión del gobierno conservador y de los hacendados que veían con temor cómo los indígenas se organizaban por la reivindicación de sus derechos políticos y territoriales (Vega Cantor, 2002).
Dicha interacción entre indígenas Pijao y socialistas fue escalando en casos muy específicos hasta llegar incluso a la empatía de algunos indígenas Pijao por las organizaciones político-militares de izquierda. La experiencia más significativa en esta línea es la de Jacobo Prías Alape, más conocido como Charro Negro. Este líder político y militar oriundo de los cabildos Pijaos de Ortega participó de las guerrillas comunistas que resistieron al gobierno militar de Gustavo Rojas Pinilla, así como la guerra entre Limpios y Comunesi.
Aunque Prias Alape, al igual que varios combatientes de los movimientos guerrilleros no proclamaron públicamente su filiación étnica, sí llama la atención cómo los motivos de la resistencia contra las clases dominantes y la injusticia social fueron piezas de un discurso que integraron en causas comunes a indígenas luchadores, así como a campesinos organi zados en movimientos insurgentes.
Esto no quiere señalar que haya relaciones directas y estables entre el movimiento gue rrillero y la organización indígena, pero sí que los grupos sociales que han sido afectados por la violencia, la pobreza y la discriminación sistemática comparten experiencias históricas tanto de dominación como de insurrección, y que dadas ciertas circunstancias, estas experiencias de inconformidad y rebelión hacen partícipes a actores de distintas vocaciones y orígenes que se intersecan en intereses temporales y/o específicos.
Dichas relaciones, extendidas en el tiempo, han incidido en la perspectiva y valoración que tienen los grupos étnicos respecto a otras formaciones sociales. Los Nasa Wesx han sido testigos de los procesos que ha adelantado el pueblo Pijao en su búsqueda de articulación social y política, y sobre los mismos han tomado una posición basándose en los propios re ferentes, experiencias políticas y participación en el conflicto. Esto se hace manifiesto en la diferenciación y la manera en que es nombrado el otro en la confrontación.
Además de las manifiestas diferencias aquí expuestas en los modos de vida, en las configuraciones étnicas, en las ideologías y las formas de hacer la vida en estos territorios, tiene sentido en nuestro análisis valorar la manera en que se han establecido los espacios de coexistencia y de encuentros entre actores disímiles. El acuerdo de paz firmado en 1996, logró establecer los mínimos fundamentales para mantener la vida individual y colectiva de los habitantes de la región compartida por indígenas, campesinos e insurgencia. Desde su firma las acciones violentas en el territorio se redujeron significativamente, los indígenas asumieron que su resguardo es un territorio de paz, y que le llevan una “ventajita” al pueblo de Colombia en ese trabajo que implica construir y establecer la paz.
Esto es visible en la línea de tiempo que han tenido las conmemoraciones de los aniver sarios de ese acuerdo de paz (Ospina, 2020). Celebraron el primer año de la firma, junto a las FARC, para indicar que el acuerdo ya aprendió a caminar. Luego celebraron el décimo aniver sario, señalando que el acuerdo ya tenía conciencia y memoria de sí y que podía seguir cre ciendo, aprendiendo. Celebraron también el aniversario 15, cuando representado en una jo ven “reina de la paz”, el acuerdo dejaba de ser una niña para convertirse en mujer. Celebraron también los 18 porque llegó a ser mayor de edad, así como los 20 y los 25, demostrando que el acuerdo sigue teniendo vida, aún después de que la guerrilla de las FARC depusiera las armas. Finalmente, el acuerdo de paz además que con un actor armado, también tiene que ver con los Nasa Wesx y la forma de encontrar su equilibrio social y territorial.
Conclusiones
Este estudio resaltó la importancia de considerar la participación de las comunidades indígenas en el conflicto armado y en la construcción de paz, aquí se observó, la capacidad de los Nasa Wesx para establecer diálogos y acuerdos de paz locales con el grupo guerrillero FARC. A pesar de profundas diferencias culturales, este caso demuestra cómo la negociación y el diálogo intercultural pueden permitir la construcción de la paz.
Desde una perspectiva etnográfica, se reconoció las experiencias locales de diálogos y acuerdos de paz entre la comunidad indígena y la guerrilla de las FARC, ya que estos ejem plos muestran que la paz es posible. Sin embargo, también se observa que existe una desco nexión entre el poder central del Estado y las realidades y necesidades de las poblaciones y territorios locales, lo que presenta un desafío para la mediación efectiva en los conflictos y la construcción de un orden gestionado localmente.
El contraste étnico y la violencia situada se superan desde el reconocimiento y la com prensión del otro, para alcanzar la paz y la convivencia en un contexto de confrontación. Aunque las dinámicas de diferenciación y confrontación pueden llevar a desdibujar la fi gura del otro y generar nuevas percepciones que exalten la reprobación de la diferencia, el desarrollo y la dinámica de un proceso de paz se soportan en las formas, acciones, gestos y características de los actores que inciden en estas prácticas.
La comunidad Nasa Wesx ha sido tanto participante del conflicto como agente de lucha y reconciliación, lo que demuestra su capacidad para transformar su realidad y establecer una trayectoria histórica y una relación ontológica con ellos mismos y con otras comuni dades en su búsqueda de paz, autonomía territorial y espiritual. De esta manera, los Nasa
Wesx le dan sentido a la lucha de los pueblos indígenas por autonomía, territorio y el respe to a las bases de su tradición y cultura. Por eso los pueblos y las organizaciones étnicas en cuentran en los procesos de consolidación de paz territorial una oportunidad para generar en su propia dinámica espacios de reconocimiento político, control territorial, y gobierno propio. Las organizaciones indígenas, pero también las poblaciones afro y otras agrupacio nes étnicas que han sido afectadas por las consecuencias de la guerra, pueden encontrar en esta experiencia elementos clave para mediar y resolver las confrontaciones con los actores del conflicto armado en sus territorios y “armonizar” sus propias diferencias.
De un modo similar, otros grupos de la sociedad nacional involucrados en el conflic to social político, pueden aprender a establecer acuerdos que generen dinámicas locales de mediación y reducción del daño, asi como establecer pautas que fortalezcan procesos endógenos de organización colectiva. Esto a su vez da lugar a la construcción de paz des de las experiencias y procesos de grupos de víctimas, colectivos en defensa de los derechos humanos, y organizaciones de la sociedad civil a escala local y regional que conecten con iniciativas de mayor alcance.
Con todo esto, el Estado tiene mucho que aprender. La experiencia documentada en Nasa Wesx, argumenta que estas experiencias de resolución de conflictos son forjadas por comunidades que se han organizado alrededor de la defensa de su autonomía territorial. Por lo tanto, el Estado debe garantizar el goce efectivo de derechos de estas comunidades fortaleciendo sus procesos internos y respetando el principio de autodeterminación. Además, el Estado no debe incluir a estas poblaciones en la confrontación armada con los actores ilegales y los grupos armados emergentes. Asimismo, el Estado debe desplegar su oferta institucional para que se haga efectiva el principio consagrado en la Constitución Política de un estado pluriétnico y multicultural del que participen activamente las comunidades indígenas.
Este conflicto corresponde a la disputa que tuvieron las guerrillas liberales -los Limpios-que se acogieron a la amnistía del gobierno de Gustavo Rojas Pinilla, contra unidades armadas comunistas -Comunes- que no acep taron la amnistía y continuaron haciendo oposición armada al gobierno militar. Esta disputa tuvo lugar en el sur del Tolima, entre 1954 y 1957 con amplias afectaciones para los dos grupos.