Introducción
Este artículo es resultado de la investigación titulada “Controversias en la práctica de la muerte digna respecto a la protección de derechos fundamentales: una mirada desde los diferentes actores del sistema de salud”, inscrito a la línea de investigación Derecho Laboral, Seguridad Social y Responsabilidad Médica del Grupo de Estudios Jurídicos de Facultad de Derecho de la Universidad CES y llevado a cabo en alianza con EPS SURA. Los autores agradecen al equipo de la Facultad de Derecho de la Universidad CES (semillero de grupos vulnerables) y al equipo de EPS SURA (Carolina Medina García) por su apoyo en las discusiones.
En los últimos años la eutanasia y el suicidio asistido han sido temas de debate internacional desde los aspectos éticos y jurídicos. Se afirma que entre el 0,3 % y el 4,6 % de las muertes a nivel mundial se han debido a estas prácticas en los países en donde están legalizadas, comprobándose que dichos índices han aumentado tras la legalización. Adicionalmente, se indica que más del 70 % de las prácticas las han solicitado pacientes con cáncer. El dolor es la principal razón por la que se solicitan ambas prácticas (Emanuel, 2002). Esto puede verse en el caso de Canadá, donde de acuerdo con la Asociación Federal Derecho a Morir Dignamente —DMD— (2020), para el año 2019 se generaron 5.631 muertes por eutanasia, lo que corresponde al 2 % de las causas de muerte en el año en tal país.
Sobre el concepto de eutanasia debe advertirse que depende de cada legislación, sin embargo, se encuentran elementos comunes en las legislaciones que la han aprobado, tales como: consentimiento reflexivo del paciente indicado en dos momentos diferentes del trámite, aprobación del médico tratante y un par médico, presencia de sufrimiento físico o psicológico, y en algunas regulaciones se pide la existencia de una patología en etapa terminal, mientras en otras basta con diagnosticar una enfermedad grave e incurable.
En el caso de Países Bajos, este fue el primer país en aprobar la eutanasia. En el año 2002 se aprobó legalmente el procedimiento bajo estrictos requisitos: se permite en los casos de enfermedad incurable, en etapa terminal y que cause un dolor insoportable, debiendo el paciente ser un residente de los Países Bajos. La petición de eutanasia o de ayuda al suicidio debe ser reiterada, voluntaria y producto de la reflexión, por lo cual el paciente debe haber sido informado claramente de su situación y del pronóstico sin probabilidad de mejora. Adicionalmente, el médico que vaya a aplicar el procedimiento debe consultar el caso con un par, el cual tendrá que emitir un informe sobre sus consideraciones, de modo que así se tenga dos criterios médicos a favor (Lampert, 2019).
Tras la legalización en Holanda, Bélgica legalizó la eutanasia. La Ley Belga sobre eutanasia del 28 de mayo de 2002 permitió la práctica incluso en menores emancipados, siempre que se cumpliera con los siguientes requisitos: ser voluntaria, reiterada, reflexionada, libre de presión externa, escrita, con previa información del médico sobre el estado de salud y el pronóstico, llegando a la conclusión con el galeno de que no hay alternativa de tratamiento razonable, certificando el carácter permanente del sufrimiento físico y mental del paciente; debe consultarse además con otro médico sobre la naturaleza incurable de la enfermedad, el cual deberá certificar los mismos ítems (Lorda y Barrio, 2012).
La eutanasia fue aprobada en Luxemburgo en marzo de 2009 bajo los siguientes criterios: paciente mayor de edad, capacitado y consciente en el momento de la solicitud, que pide eutanasia de manera voluntaria, reflexionada y repetida, sin presiones exteriores, quien además padece una enfermedad incurable que le genera sufrimiento físico o psíquico constante e insoportable sin perspectiva de mejoría. El médico debe informar el estado de salud del paciente, así como su esperanza de vida y mostrar las posibilidades terapéuticas que todavía sean posibles antes de llegar a la eutanasia. El médico debe asegurarse de la persistencia del sufrimiento y de la voluntad del paciente, para lo cual tendrá varias entrevistas en un plazo razonable según la evolución del paciente. Finalmente, debe consultar con otro médico acerca del carácter grave e incurable de la enfermedad, y su par deberá dar un informe sobre ello (Gran Ducado de Luxemburgo, 2009).
En Canadá se aprobó la eutanasia y el suicidio asistido en el año 2016, bajo un esquema de reglamentación federal donde cada provincia podría establecer reglas para su aplicación. Se reguló la eutanasia determinando su práctica en pacientes mayores de edad, con sufrimientos derivados de una enfermedad grave e incurable, aunque no fijó el pronóstico de muerte cercana, por lo que no se tiene como criterio la terminalidad del estado de la enfermedad (Castro et al., 2016).
Por su lado, Nueva Zelanda es el primer país del mundo en aprobar la eutanasia por medio de referendo. En octubre de 2020 se llevó a cabo el referendo y se aprobó la ley sobre eutanasia y suicidio asistido con el voto a favor del 65,1 % de los votantes, con lo cual la norma entraría en vigor el 06 de noviembre de 2021 (doce meses después de su aprobación). Esta norma exige cumplir como requisitos que el paciente sufra una enfermedad terminal con pronóstico de vida de seis meses, mostrar una disminución significativa en la capacidad física, y poder tomar una decisión informada sobre la eutanasia o el suicidio asistido, lo cual será verificado por el médico (Jha, 2020).
Mediante la Ley Orgánica 3/2021 del 24 de marzo, España reguló la eutanasia, entrando esta en vigencia en junio de 2021. Se definieron como requisitos para acceder los siguientes: ser nacional español, tener residencia legal en España o un certificado de empadronamiento con tiempo de permanencia superior a doce meses; tener por escrito la información sobre el proceso médico, alternativas y posibilidades de curación incluyendo cuidados paliativos; el paciente deberá presentar dos solicitudes de manera voluntaria y por escrito o por otro medio que permita dejar registro, sin presiones externas y con un tiempo de al menos quince días calendario entre cada solicitud (el tiempo puede reducirse a consideración del médico); sufrir una enfermedad grave e incurable o un padecimiento grave, crónico e imposibilitante, sin que necesariamente se encuentre en estado terminal (Ley Orgánica 3/2021, 2021).
En Colombia, concretamente, su discusión se da a nivel jurisprudencial y alrededor del concepto de muerte digna, siendo la eutanasia una modalidad de esta.
Al respecto, la Corte Constitucional en la Sentencia C-239/97 (1997), señaló que entender la dignidad humana hasta sus últimas consecuencias como un principio fundante de un Estado Social de Derecho, implica a su vez reconocer que su final no puede estar menos dotado de esa dignidad propia de la especie humana y que, en consecuencia, no podría negarse a una persona el derecho a tomar la decisión de optar por dejar de vivir una vida con sufrimientos y dolores intensos que permitiese alejarse de tratamientos tortuosos que en vez de causar mejoras en su salud, lo único que harían es atentar contra la dignidad de los pacientes.
Basada en esta interpretación del derecho a vivir dignamente, desarrollada un concepto de eutanasia distante del “homicidio por piedad”, la Corte Constitucional vio la necesidad de que se establecieran regulaciones legales estrictas sobre la manera en cómo debía prestarse el consentimiento y la ayuda a morir, para evitar que, en nombre de aquel delito, se afectase el derecho a personas que querían seguir viviendo o que no sufrían de intensos dolores producto de una enfermedad terminal. De esta manera, consideró algunos aspectos legales que debían tenerse en cuenta para una regulación efectiva del derecho y los procedimientos.
Producto de la ausencia de una regulación del derecho a morir dignamente, que se convertía en una barrera para su materialización, finalmente la Corte Constitucional en la Sentencia T-970/14 (2014) fijó algunas pautas normativas para facilitar su ejercicio, sin perjuicio de que el Congreso de la República, tomando en cuenta las directrices trazadas en esta decisión, procediera a su regulación. Estas pautas fueron: (i) el padecimiento de una enfermedad terminal que produzca intensos dolores, los cuales hayan sido calificados por un especialista; sin que ello implique desconocimiento del sufrimiento subjetivo que pueda expresar el paciente en aras de respetar siempre su dignidad; y (ii) el consentimiento libre e inequívoco en donde se compruebe que no existan presiones de terceros alrededor de la voluntad del paciente y, además, que fue clínicamente informado de sus consecuencias antes de manifestarlo (Sentencia T-970/14, 2014).
Tras este llamado de atención, la posición constitucional logró surcar pacíficamente en el tiempo tanto en la misma Corte que la expidió de antaño, como también en la rama ejecutiva, generando pronunciamientos como las sentencias T-970/14 (2014), T-423/17 (2017) y T-544/17 (2017), C-233/21 (2021) y, finalmente, las Resoluciones 971 (2021) —que derogó la Resolución 1216 (2015)— y 825 (2018) por parte del Ministerio de Salud y Protección Social (MinSalud) en las cuales se fijaron los parámetros generales para garantizar el derecho a morir dignamente, incluyendo a los niños, niñas y adolescentes, así como la conformación y funciones de los Comités Científico- Interdisciplinarios.
Sin embargo, el problema del sistema jurídico colombiano no radica únicamente en la falta de regulación, sino en la articulación de esta. Incluso, podría afirmarse que las grandes discusiones están orientadas a la colisión de derechos fundamentales y el papel de los actores en el Sistema General de Seguridad Social en Salud, concretamente el derecho a la vida frente al derecho a morir dignamente, el derecho a la objeción de conciencia frente a el derecho a la muerte digna, presupuestos constitucionales frente a los cuales surgen diferentes posturas desde la perspectiva del paciente, las Entidades Promotoras de Salud (EPS) y las Instituciones Prestadoras de Servicios de Salud (IPS).
Finalmente, al acudir a una revisión sobre el sistema de la eutanasia en América Latina, se puede resaltar una de sus principales conclusiones: se indica que Colombia es el único país latinoamericano que se ha ocupado del tema de la eutanasia en los últimos años. Se encontró que desde 1997 se despenalizó la eutanasia en el país, siempre y cuando la misma sea realizada por un profesional de la salud (médico). Sin embargo, solo hasta el año 2015 fue definido el procedimiento para acceder a la materialización de este derecho (Castro et al., 2016).
En los últimos veinte años se han presentado en Colombia ocho proyectos de ley que pretenden regular los procedimientos de eutanasia, suicidio asistido y homicidio por piedad. Seis de estos proyectos pasaron a primer debate en senado, incluyendo el Proyecto de Ley 023 (2018) que fue el más reciente, y solo dos llegaron a segundo debate. Sin embargo, los ocho terminaron archivados.
El panorama de tantos proyectos de ley presentados y archivados, sumado a las actuales resoluciones que pretenden ocuparse del tema de manera muy superficial, demuestran que el problema al que se ven enfrentados los actores del Sistema General de Seguridad Social en Salud cuando se encuentran inmersos en una situación de acceso a muerte digna por eutanasia activa supone un reto para el prestador, el paciente, el médico y la familia del paciente. Lo anterior demuestra que, pese a las sentencias de la Corte Constitucional, los instrumentos internacionales que buscan proteger la vida en condiciones dignas y los derechos de los pacientes no son tomados en cuenta por el poder ejecutivo y el poder legislativo del país.
La investigación fue desarrollada mediante un estudio de carácter documental y hermenéutico en el que se realizó la búsqueda de información en las principales bases de datos disponibles en el país como Ebsco, Scielo, Pubmed y Science Direct.
Asimismo, tiene un enfoque de carácter cualitativo en el que se realiza un estudio crítico de la normatividad y jurisprudencia vigentes, así como de casos concretos en materia de muerte digna y procedimiento eutanásico.
1. Papel de los actores involucrados en la práctica de la muerte digna
El derecho a morir dignamente ha suscitado debates de carácter ético, médico, religioso, legal y social. Cada uno de ellos plantea una perspectiva diferente del trato que se le debe dar a la garantía del derecho y la forma en que debe actuarse en pro de la satisfacción de esta prerrogativa, así como la regulación que debe existir por parte de los Estados.
Colombia no ha sido ajena al debate en torno a la posibilidad de ejercer el derecho a la muerte digna y la regulación de este tipo de garantías. Se establece como primer antecedente la Sentencia T-493/93 (1993) de la Corte Constitucional, en la que se conoce el caso de una persona que, debido a su estado de salud, padeciendo una enfermedad catastrófica, se niega a realizar tratamiento alguno. Esta decisión genera desacuerdo con su familia, quienes acuden a la acción de tutela buscando que un juez constitucional ordene a esta persona continuar con el tratamiento médico, incluso en contra de su voluntad.
Esta solicitud encuentra el apoyo de los jueces de instancia, por lo que al ser revisada la tutela por la corte constitucional se realiza un debate en torno al derecho al libre desarrollo de la personalidad y la posibilidad que tiene el titular de este derecho a adoptar las decisiones de vida que mejor se ajusten a sus ideas, sentimientos, tendencias y aspiraciones. Esto coarta la libertad de la agenciada, al decidir si continua o no con su tratamiento médico, con las decisiones de instancia por parte de los jueces y los peticionarios (Sentencia T-493/93, 1993).
Posteriormente, en el año 1997, con la Sentencia C-239/97 (1997) se da inicio al debate en torno al derecho a la muerte digna, siendo esta la primera vez que en el país se hablaba de esta posibilidad desde una sentencia judicial. Esta sentencia establece el primer debate importante relacionado con los actores que se ven involucrados en la práctica de la muerte digna en el país, toda vez que, dentro de los fundamentos del actor, quien demanda por inconstitucional el artículo 326 del Código Penal que establece el homicidio por piedad, manifiesta que:
La norma acusada desconoció el principio de igualdad y el rol principal del Estado relacionado con la protección y el respeto de la vida de los asociados, ya que dejaba al arbitrio del médico o de los particulares la decisión de terminar con la vida de quienes se consideran un obstáculo, una molestia o cuya salud represente un alto costo. (Sentencia C-239/97, 1997)
De esta manera, se establece que la discusión relacionada con las decisiones que se toman frente a la disposición de derechos que pueden afectar la propia vida deben ser abordados desde una perspectiva netamente pluralista, teniendo en cuenta la autonomía del individuo, toda vez que estas decisiones son el reflejo de las convicciones y creencias propias del ser humano. Por lo tanto, si circunstancias extremas obligan a la persona a vivir en condiciones incompatibles con la dignidad humana y sus decisiones no se ven limitadas por sus creencias, no se le puede obligar a vivir en esas condiciones y no se puede limitar la facultad de tomar sus propias decisiones frente a un derecho que es personalísimo.
En esta decisión la Corte determina que siempre y cuando la conducta descrita en el Código Penal sea realizada por el sujeto activo (médico) y se cuente con el consentimiento del sujeto pasivo (paciente), no se podrá alegar la materialización del actuar antijurídico descrito en el artículo demandado. Se establece que el paciente deberá sufrir una enfermedad terminal en la que sus dolores y sufrimiento sean incompatibles con la vida en condiciones dignas. Además, se deja en el médico la responsabilidad de informar debidamente al sujeto pasivo sobre la decisión a tomar, las consecuencias y posibilidades de manejar los efectos negativos de la enfermedad. De esta manera, la decisión se enmarque en la legalidad. La Corte también exhorta al Congreso para que se ocupe del tema de la muerte digna y la eutanasia en una ley de la Republica que supla el vacío legal existente hasta esa fecha (Sentencia C-239/97, 1997).
Es así como se puede realizar un primer corte en el tiempo que permite identificar que, hasta el año 1997 y en adelante, algunos de los actores involucrados en la práctica de la muerte digna en Colombia serían: el Estado (pese a su rol pasivo en la necesidad de legislar en la materia y la obligación de velar por los derechos de los asociados a través de sus entes administrativos, de vigilancia y control), el médico tratante y el personal de la salud involucrado en el tratamiento de un paciente con enfermedades graves o terminales, pacientes con algún tipo de padecimiento que afecte la continuidad de la vida en condiciones dignas, y entidades involucradas en la prestación del servicio de salud, como las EPS e IPS. Asimismo, con el antecedente de la Sentencia T-493/93 (1993), se puede evidenciar el rol de la familia del paciente, con derecho a ser escuchados, pero también en el sentido de respetar las decisiones del individuo y no sobrepasar la órbita de los derechos personalísimos.
En este sentido, desde el año 1997, momento en que la Corte Constitucional exhorta al Congreso de la Republica para que adelante una ley que regule el derecho a la muerte digna, hasta el año actual (2021), el órgano legislativo se ha ocupado siete veces de proyectos de ley que buscan acatar la orden impartida, para abandonar de esa manera el estado de cosas inconstitucionales que se ha presentado. Sin embargo, todos esos proyectos han sido archivados sin haberse adelantado los trámites necesarios al interior de la corporación.
De esta manera, y debido a la omisión del Congreso de la República de legislar en la materia, la Corte Constitucional ha tenido que conocer del tema en reiteradas sentencias en sede de revisión, buscando de esta forma crear el precedente necesario para hacer efectivo el derecho a la muerte digna en el país. Gracias a esto, en el año 2014 conoce de una sentencia en la que la actora, una mujer con padecimiento de cáncer de colon en fase terminal, solicita se ordenara a la EPS encargada de su tratamiento la práctica del procedimiento eutanásico, toda vez que, debido a sus intensos sufrimientos solicitó a su médico de cabecera no recibir más tratamiento médico. Solicitud a la que el galeno se negó argumentando que no podía adelantar gestiones para realizar una eutanasia, atendiendo a que este procedimiento en Colombia es considerado un homicidio.
Luego de un estudio minucioso del caso, en el que, pese a que la accionante para ese momento ya había fallecido, la corte se ocupa del tema, encontrando que luego de diecisiete años desde la Sentencia C-239/97 (1997), el Congreso no había regulado el tema, actor importante y fundamental en lo que a la materialización de los derechos se refiere, especialmente en el caso del derecho a la muerte digna y la eutanasia. La corporación manifiesta que la Constitución Política no puede utilizarse para suplir el vacío normativo que puede existir en alguna materia referente a principios constitucionales. Asimismo, señala que la jurisprudencia de este órgano colegiado debe utilizarse para resolver casos concretos y no para dar las directrices de aplicación de diferentes derechos. Por lo tanto, llama la atención del rol pasivo y omisivo que ha ocupado el órgano legislativo en la materia.
Adicionalmente, establece el rol de las EPS dentro del proceso de muerte digna de los afiliados al Sistema General de Seguridad Social en Salud. En este caso, la entidad violó directamente los derechos de la accionante fallecida, escudándose en el argumento de no existir algún procedimiento que permitiera validar si la usuaria sufría de intensos dolores que hiciesen incompatible su existencia con el derecho a la vida digna. Por lo tanto, no era posible establecer si la manifestación de la voluntad había sido libre e informada, y se negó a llevar cabo el procedimiento solicitado a través del personal de planta calificado para ello.
Esta sentencia también evidencia un primer esbozo de lo que puede ser la colisión de derechos fundamentales. En primer lugar, permite percibir en un primer lugar la materialización del derecho del médico a la objeción de conciencia y a negarse a realizar determinado procedimiento que vaya en contra de sus convicciones, principios y cosmovisión. En segundo lugar, pero no menos importante, se observa la afectación en la materialización al derecho del sujeto pasivo del procedimiento eutanásico. Esto se debe a que, gracias a la negativa del médico, la paciente no pudo acceder al procedimiento a través de su EPS, lo que derivó en una acción de tutela que no protegió sus derechos fundamentales en un primer momento.
La EPS basó parte de su argumento en la posibilidad que tiene el médico de mantener su posición personal frente al tema y su derecho a la objeción de conciencia, estableciendo que:
Será deber del médico en todo caso ofrecer información seria y fiable acerca de la enfermedad y de las opciones terapéuticas y su pronóstico, pero no se encuentra obligado a ejecutar acciones tendientes a terminar con la vida de ese paciente. (Sentencia T-970/14, 2014)
Esta providencia también ordenó al Ministerio de Salud disponer todo lo necesario para que los prestadores del servicio de salud conformaran el Comité interdisciplinario y sugiriera a los profesionales de la salud un protocolo médico. Dicho protocolo debía ser discutido por expertos de distintas disciplinas y que sirviera como referente para la realización de los procedimientos tendientes a garantizar el derecho a morir dignamente (Sentencia T-970/14, 2014).
Asimismo, se dejó por sentado que Colombia es una Estado laico. Por lo tanto, sus decisiones y las normas que protejan derechos no pueden tener algún tipo de tinte religioso. Es por ello por lo que no puede restringirse la posibilidad de acceder a ellos en virtud de estos argumentos. Resulta inconstitucional obligar a una persona a vivir si no lo quiere, especialmente si se encuentra viviendo en condiciones que no van en consonancia con la dignidad humana.
Ahora bien, el Estado no puede sancionar a quien pone fin a la vida de un enfermo terminal cuando está de por medio su consentimiento. Sin embargo, tampoco podrá el Estado obligar a aquel médico que se niega a practicar este tipo de procedimientos si van en contra de sus propias creencias o ideologías. Esto siempre y cuando esa objeción haya sido debidamente comunicada (Sentencia T-970/14, 2014).
En aras de dar cumplimiento a la orden impartida por la Corte Constitucional en la Sentencia T-970/14 (2014), el Ministerio de Salud y Protección Social expidió la Resolución 1216 (2015) en la que se fijaron los parámetros para el acceso al derecho a la muerte digna. Esta resolución contempló la obligación de crear los Comités Científico-Interdisciplinarios que tienen como función principal ser garante del procedimiento para morir dignamente, desde el momento en que se recibe la solicitud, la obligación de verificación de cumplimiento de requisitos, la rectificación del paciente en su voluntad, la realización del procedimiento como tal, el reporte de los casos al ministerio de salud, la suspensión del procedimiento en caso de irregularidades, la verificación de la determinación del médico tratante, entre otras.
Con la Resolución 1216 (2015) también aparecieron como un actor importante las IPS, pues fueron estas las encargadas de la constitución del Comité al interior de cada una de las instituciones, otorgándole funciones específicas que no podrán ser desconocidas en ninguna de las etapas del proceso. Lo mismo ocurre con las EPS, las cuales empiezan a tener un rol más activo desde esta resolución, otorgándole funciones propias que no podrían derivarse en otros actores. Por ejemplo, la constante verificación de la materialización del derecho, una vez se les haya realizado la solicitud y hayan realizado las gestiones tendientes a que la IPS conformen el Comité. Por lo tanto, no podrá la EPS derivar o desprender su responsabilidad una vez se le haya realizado la solicitud, pues tiene un deber constante de acompañamiento al paciente afiliado al sistema.
En el año 2017 la Corte Constitucional conoció el caso de una paciente con intensos dolores a raíz del grave estado en que se encontraba su enfermedad. Esta paciente solicitó a su EPS se realizara el procedimiento para hacer efectivo su derecho a la muerte digna. Sin embargo, dicho procedimiento no se llevó a cabo debido a trabas administrativas relacionadas con la falta de claridad sobre los protocolos a seguir por parte de las IPS. Además, algunas IPS no cuentan con infraestructura adecuada para garantizar este derecho, y en ocasiones no hay disponibilidad de médicos especialistas para conformar el Comité. Estas situaciones evidencian las omisiones a los deberes que le asisten al ministerio de salud, a las IPS y EPS.
En esta oportunidad, pese a que el juzgado de instancia tuteló el derecho a morir dignamente de la accionante, no se adelantaron por parte de las accionadas las gestiones tendientes a cumplir oportunamente con esta decisión, prolongando injustificadamente sus padecimientos y obligando a la accionante y a su familia a atravesar el proceso con más traumatismos de los que genera de por si una enfermedad de carácter catastrófico. Esto elevó no solo el dolor físico, sino que también trajo consigo una afectación psicológica importante para todos los miembros de ese núcleo familiar. La accionante no pudo morir en la comodidad de su hogar, sino que fue trasladada a la sala de urgencias de una IPS lejana a su residencia, donde murió en una camilla a raíz de sus padecimientos, pues no existió un protocolo claro de asistencia para ella, de acuerdo con su solicitud de morir dignamente (Sentencia T-423/17, 2017).
En este caso, la Corte incluyó como un actor importante dentro del proceso al núcleo familiar de la persona que está ejerciendo el derecho a morir dignamente. Reconoció que el respeto a la unidad familiar en circunstancias como la que estaba viviendo la accionante era de vital importancia, toda vez que se trataba de los últimos momentos de vida de alguien que atravesó una difícil y dolorosa enfermedad. Lo que consideraba más importante en ese momento, era estar acompañada por su núcleo familiar, rodeada del apoyo y el amor necesarios en circunstancias tan apremiantes, y en un entorno que facilitara en algo esa difícil situación, que para ella era su hogar (Sentencia T-423/17, 2017).
Otro de los pronunciamientos más importantes de la Corte Constitucional en la materia, se encuentra en la Sentencia T-544/17 (2017), la cual da un paso importante en el derecho a morir dignamente de los niños, niñas y adolescentes. En esta providencia, la Corte conoció el caso de un menor de trece años que padecía parálisis cerebral severa y otras patologías derivadas de la patología de base. Se encontraba en una situación de salud compleja, en la que los médicos indicaron que no podían tener certeza del nivel de dolor del menor. Luego de escuchar a los familiares de este niño, a sus médicos tratantes, entre otros, la Corte llegó a la conclusión que, por parte del Estado, especialmente, Superintendencia Nacional de Salud y Minsalud, se continuaba ignorando sistemáticamente el derecho a la muerte digna. Esto se aplicaba no solo de personas mayores de edad, sino también a los niños, niñas y adolescentes, de quienes no se puede considerar sin ningún tipo de estudio previo que por tener más o menos edad puedan sentir un nivel inferior o superior de dolor ante un padecimiento grave o terminal que haga que su vida sea incompatible con la dignidad humana (Sentencia T-544/17, 2017).
Producto de tal sentencia, se generó la Resolución 825 (2018), la cual reguló el procedimiento para la muerte digna en menores de dieciocho años, estableciendo una serie de consideraciones especiales, teniendo en cuenta la idea de muerte que pueda tener un menor y su capacidad para tomar decisiones autónomas y conscientes. Tal resolución se encuentra vigente junto con la Resolución 971 (2021) que regula lo propio para mayores de edad.
En este sentido, se tiene que uno de los actores más importantes dentro del derecho a morir dignamente será el titular del derecho a la vida, independiente de su edad, situación económica, social o familiar, haciendo énfasis en que cada caso será diferente y único, tal como lo indica Hurtado Medina (2015) cuando afirma que en estos a casos debe priorizarse:
La libertad, la independencia y la autonomía del paciente, las cuales, son la base principal en el momento de respetar su voluntad y de su familia, ante la solicitud de una muerte digna por medio de la eutanasia, siendo el consentimiento informado, la máxima expresión de autonomía, además de ser el derecho del paciente y el deber del médico. (p. 49)
Asimismo, se tiene entonces que el papel del Estado, como garante de derechos, es evitar sufrimientos innecesarios. Entendiendo que el derecho a la vida no puede conllevar un deber irrenunciable de continuar con ella aun en condiciones que se consideran imposibles de soportar, lo que permite que, dentro de la ética médica y el rol de los profesionales de la salud, se haga un paréntesis y se les permita practicar procedimientos médicos relacionados con la muerte digna y la eutanasia activa (Delgado, 2017).
Basados en estos planteamientos, se puede identificar como actores fundamentales en el proceso de muerte digna a los siguientes: paciente, familia, Estado, autoridades administrativas como Superintendencia Nacional de Salud y Ministerio de Salud, el Congreso de la República, las EPS, IPS, el personal de salud (especialmente los médicos tratantes), el Comité Interdisciplinario y la Corte Constitucional. Esta última corporación es de vital importancia en el desarrollo jurisprudencial y en la materialización del derecho en Colombia hasta la fecha.
2. Derechos fundamentales involucrados
Al abordar la discusión sobre la muerte digna, especialmente llevada al ámbito de la eutanasia, es posible encontrarse con varios derechos fundamentales que se encuentran en tensión debido al contenido de estos que puede, en algunas ocasiones, contraponerse entre ellos. Tales derechos son la vida, la libertad de auto determinarse, la muerte digna como derecho autónomo y la libertad de conciencia de los profesionales de salud. Se abordará cada uno de ellos para explicar su contenido de forma breve y plantear su posición en la discusión sobre eutanasia.
El primer derecho fundamental al que debe hacerse mención es precisamente el de la vida, analizado desde el marco de la Constitución Política de 1991 como un derecho que ha sido reconocido desde el inicio como fundamental, no solo por estar expresamente nominado así en la Carta Política, sino también por su estrecha conexión con la dignidad humana y por ser considerado el fundamento de los demás derechos. No obstante, valga aclarar que el cambio en la constitución marcó también un cambio en el entendimiento de este derecho, pues en la Carta de 1886 se tenía una concepción diferente del mismo. Así lo afirma Solórzano (2014) al indicar:
La vida como derecho fundamental, en la Constitución de 1886, era de carácter absoluto, lo que implicaba que el marco de protección era igualmente absoluto y ello conllevaba que en ningún caso existiera disponibilidad sobre la vida, nadie podía disponer de la vida del otro, pero tampoco, se podía disponer de la propia vida; naturalmente ello tiene una relación directa con el concepto de vida que siempre ha mantenido la Iglesia Católica, que nos enseña que la vida es de Dios, y en consecuencia sólo él está facultado para darla y quitarla. (p. 31)
En la Constitución de 1991 se estableció en el artículo 11 que “el derecho a la vida es inviolable”. Sin embargo, la Corte Constitucional en sentencias como la T-823/02 (2002), ha venido entendiendo que la protección al derecho a la vida lo siguiente:
No se agota con el compromiso de velar por la mera existencia de la persona, sino que involucra en su espectro garantizador a los derechos a la salud y a la integridad personal (física y psíquica) como componentes imprescindibles para permitir el goce de una vida digna.
De esta forma, la vida no es únicamente la sola existencia biológica de la persona, sino que está ligada al concepto de dignidad humana. Esta concepción de la vida genera una dimensión valorativa diferente, entendiendo como derecho fundamental la vida en condiciones dignas.
Tal derecho a la vida, entendiendo esta como condiciones dignas, puede verse contemplado a nivel internacional en el artículo 25 de la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948), que, conforme lo dispuesto por los artículos 93 y 94 de la Constitución de 1991, prevalece sobre el orden interno como parte del bloque de constitucionalidad. Así, se establece en tal artículo de la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948) que:
Toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios. (art. 25)
Esta es la acepción que se entiende por derecho a la vida en condiciones dignas, más allá de la mera existencia biológica.
Otro derecho que entra en la discusión sobre la muerte digna es el derecho fundamental a la libertad de auto determinarse. Lo anterior, teniendo en cuenta que la muerte digna implica la decisión de una persona de dar por terminados los tratamientos que prolongan su existencia o incluso buscar que se intervenga activamente para poner fin a su vida (eutanasia), ambas expresiones de la autonomía de la voluntad de la persona. Como lo señala Bernal Pulido (2008):
Uno de los pilares fundamentales del Estado constitucional y democrático de derecho consiste en reconocer a cada individuo un ámbito de libertad que le es inherente por pertenecer al género humano, por ser digno y que está protegido contra las intervenciones provenientes del Estado y de las demás personas. (p. 247)
En un sentido similar, defendiendo la libertad del individuo frente al poder estatal, se pronunció la Corte Constitucional en la Sentencia C-239/97 (1997):
La Corte concluye que el Estado no puede oponerse a la decisión del individuo que no desea seguir viviendo y que solicita le ayuden a morir, cuando sufre una enfermedad terminal que le produce dolores insoportables, incompatibles con su idea de dignidad. Por consiguiente, si un enfermo terminal que se encuentra en las condiciones objetivas que plantea el artículo 326 del Código Penal considera que su vida debe concluir, porque la juzga incompatible con su dignidad, puede proceder en consecuencia, en ejercicio de su libertad, sin que el Estado esté habilitado para oponerse a su designio, ni impedir, a través de la prohibición o de la sanción, que un tercero le ayude a hacer uso de su opción. No se trata de restarle importancia al deber del Estado de proteger la vida sino, como ya se ha señalado, de reconocer que esta obligación no se traduce en la preservación de la vida sólo como hecho biológico.
De esta forma, se puede entender que la libertad como derecho fundamental supone la posibilidad de que las personas se auto determinen en sus proyectos de vida, siempre y cuando no afecten negativamente a los demás. Así lo determina el artículo 16 de la Constitución Política de 1991 al indicar que “[t]odas las personas tienen derecho al libre desarrollo de su personalidad sin más limitaciones que las que imponen los derechos de los demás y el orden jurídico”. En este mismo sentido, el artículo 13 que señala que: “todas las personas nacen libres e iguales ante la ley”. Esto permite concluir que es un derecho de todos poder elegir el desarrollo de sus vidas y tomar decisiones sobre las mismas, mientras no afecten derechos de un tercero, de allí que incluso el suicidio no esté prohibido, pues se considera que las personas pueden disponer por su propia mano de sus vidas.
Frente a este punto, Ortega Díaz (2016) se cuestiona ¿por qué si el diseño del proyecto de vida le corresponde al individuo, se puede llegar a proscribir la decisión de este de dar por terminado tal proyecto mediante el procedimiento eutanásico? Se pregunta:
¿dónde queda entonces la obligación del Estado de respetar las decisiones autónomamente adoptadas por las personas? Y ¿por qué se permite que miembros del conglomerado social —como la Iglesia y ciertos movimientos sociales— se entrometan en la determinación consciente del hombre de poner fin a una existencia de sufrimiento, dolor y degradación constante del ser? (p. 44)
Allí se observa un claro cuestionamiento donde se ponen en juego el derecho a la vida como existencia biológica, frente a la libertad de autodeterminación de las personas frente a su proyecto de vida y sus condiciones de existencia.
De construcción mucho más reciente se encuentra el derecho a la muerte digna, el cual tiene su fundamento en la jurisprudencia de la Corte Constitucional a través de las sentencias C-239/97 (1997), T-970/14 (2014), T-423/17 (2017), T-544/17 (2017), T-721/17 (2017) y finalmente C-233/21 (2021), en las cuales se ha ido configurando como un derecho fundamental autónomo que busca garantizar unas condiciones dignas al final de la vida de una persona. En la Sentencia T-970/14 (2014) se hizo énfasis en su carácter autónomo al indicar que:
El derecho a morir dignamente es un derecho autónomo, independiente pero relacionado con la vida y otros derechos. No es posible considerar la muerte digna como un componente del derecho a la autonomía, así como tampoco es dable entenderlo como una parte del derecho a la vida. Sencillamente, se trata de un derecho fundamental complejo y autónomo que goza de todas las características y atributos de las demás garantías constitucionales de esa categoría. Es un derecho complejo pues depende de circunstancias muy particulares para constatarlo y autónomo en tanto su vulneración no es una medida de otros derechos. En todo caso, es claro que existe una relación estrecha con la dignidad, la autonomía y la vida, entre otros.
Por otro lado, este derecho fundamental a la muerte digna implica en sí mismo tres dimensiones, las cuales explica la Corte Constitucional en la Sentencia T-721/17 (2017):
La primera de ellas el procedimiento eutanásico regulado en la Resolución 971 (2021) y en la Resolución 825 (2018) para menores de edad, donde se busca de forma activa poner fin a la vida de una persona, siempre y cuando exista su pleno consentimiento de forma directa o por tercero autorizado, y la persona padezca una enfermedad en fase terminal que le afecte su calidad de vida.
La segunda es la limitación del esfuerzo terapéutico, una medida donde la persona que padece una enfermedad en fase terminal o crónica, degenerativa e irreversible, y con un alto impacto en su calidad de vida, desiste por sí mismo o a través de un tercero de la realización de procedimientos médicos que no representan una mejor calidad de vida, y por tanto permite que el proceso de la enfermedad siga su curso natural hacia la muerte.
La tercera dimensión son los cuidados paliativos, a través de los cuales se busca reducir el dolor de la persona mientras padece el proceso de la enfermedad. De esta forma, no se busca la curación de la persona, sino la reducción de los impactos negativos de la enfermedad en el paciente.
Estas tres dimensiones integran el derecho fundamental a la muerte digna, siendo posible para cada persona exigir el cumplimiento de una o varias de ellas (por ejemplo, pedir la limitación del esfuerzo terapéutico y adicionalmente cuidados paliativos) o rechazarlas todas de plano en ejercicio de su libertad y autonomía.
Finalmente, el último de los derechos que se ven involucrados en la discusión sobre la muerte digna es el de la objeción de conciencia por parte de los profesionales de la salud que tratan a la persona. Este derecho encuentra su sustento en el artículo 18 de la Constitución Política de 1991, el cual reza así: “[n]adie será [...] obligado a actuar contra su conciencia”. De allí la Corte Constitucional ha venido enarbolando el concepto de objeción de conciencia para diversas situaciones, entre las cuales se encuentra el actuar de los profesionales de salud ante circunstancias que afecten sus creencias o su moral (sentencias T-411/94, 1994; T-659/02, 2002; C-355/06, 2006; T-209/08, 2008; T-388/09, 2009; C-274/16, 2016).
En la Sentencia C-274/16 (2016), la Corte Constitucional definió la objeción de conciencia como:
Legítima expresión de la libertad humana de dirigir en forma autónoma su propia racionalidad, sin otro límite que la eficacia de los derechos de terceros y el bien común. Es una garantía que reconoce y reafirma que el ser humano, en tanto ser de elecciones, está ontológicamente facultado para aceptar o rehusar, pero que recuerda, así mismo, que a Constitución impone deberes en consideración a intereses generales de la comunidad y que responden al criterio conforme al cual todas las personas están obligadas a contribuir al mantenimiento de las condiciones que permiten la armónica convivencia.
De igual forma, en tal sentencia se recuerdan cuáles son los requisitos establecidos por la jurisprudencia constitucional para la aplicación de la figura de la objeción de conciencia en aras de salvar la contradicción o choque entre derechos fundamentales que puede surgir de su aplicación en el ámbito de salud. Donde, por un lado, un paciente solicita que se le practique un procedimiento y, por el otro, un profesional de la salud manifiesta que no es posible para él hacerlo en virtud de sus creencias o su moral. Así, establece la Sentencia C-274/16 (2016) que:
Solo se podrá alegar la objeción de conciencia cuando realmente se trate de una convicción de carácter filosófico, moral o religioso debidamente fundamentada, ya que no puede tratarse solo de no estar de acuerdo con el procedimiento o tratamiento, sino que el mismo debe reñir con el fuero interno del profesional.
Es posible eximirse del deber de llevar a cabo el procedimiento o tratamiento, aduciendo objeción de conciencia, siempre que se garantice la prestación del servicio en condiciones de calidad y seguridad, sin imponerle cargas adicionales al paciente o generarle obstáculos administrativos. En esa medida, el profesional que desee usar esta figura, debe indicar cuál otro profesional lo cubrirá en la realización del procedimiento.
La titularidad de este derecho radica en la persona quien tiene inicialmente el deber jurídico de realizar el acto médico. En esa medida, no puede predicarse una objeción de conciencia institucional, pues el derecho solo lo puede alegar el profesional como persona natural.
Para llevar a cabo la objeción de conciencia, la Corte Constitucional, en la misma sentencia, indicó que es necesario para el profesional de salud presentar por escrito las razones que le impiden llevar a cabo el procedimiento e, igualmente, indicar quién será el profesional que suplirá al objetor en el cumplimiento del deber omitido. Lo anterior, precisamente, para dotar a este derecho de una característica más seria y profunda y evitar que, a través de este, se generase una barrera de acceso para los pacientes.
El derecho a la objeción de conciencia fue incorporado en la reglamentación del derecho a la muerte digna, inicialmente en el artículo 12.5 de la Resolución 1216 (2015) y, posteriormente, en el artículo 16 de la Resolución 971 (2021). Estableciendo en esta última que la objeción debe ser expresada de manera previa al conocimiento de la solicitud del paciente y, en todo caso, solo podría ser presentada por el médico que deba llevar a cabo la eutanasia, pero no por las personas que participen en el estudio del caso (médico que reciba la solicitud inicial o miembros del Comité Científico Interdisciplinario para la Muerte Digna). Además, no puede presentarse objeción de conciencia a nivel institucional por la IPS. Adicionalmente, el artículo 31 de la citada resolución establece que las IPS deben contar con médicos que no sean objetores o, en su defecto, permitir a un médico externo no objetor, la entrada a la Institución para realizar el procedimiento.
Ahora bien, es necesario cuestionarse —como se verá más adelante— sobre lo que ocurriría en caso de que una IPS no dé cumplimiento a lo establecido en el artículo mencionado y, en lugar de ello, indique que no cuenta con médicos no objetores que puedan realizar el procedimiento. Pues allí no se establece una salida desde la reglamentación a la situación del paciente, ya que no se indica quién será el encargado de conseguir al médico no objetor, pues la IPS solo debe permitir su entrada.
En este punto, cabría preguntarse si la objeción de conciencia, cuando se manifiesta de forma colectiva por los médicos de una IPS, genera en sí un choque de derechos que pueda afectar la prestación del servicio y, por tanto, riña con el derecho fundamental a la muerte digna. Para lo cual, sea necesario acudir a figuras que permiten resolver estas controversias, tales como el principio de proporcionalidad y la ponderación.
También es necesario tener en cuenta que, si bien la Resolución 971 (2021) indicaba que para la eutanasia debía verificarse el criterio de terminalidad de la enfermedad del paciente (pronóstico de muerte cercana en seis meses o menos), la Sentencia C-233 (2021) de la Corte Constitucional cambió tal concepto. A partir de la misma, ya no es viable exigir terminalidad, sino el padecimiento de una enfermedad grave e incurable que genere dolor al paciente. Con este cambio, Colombia entra a hacer parte de la corta lista de países que, permitiendo la eutanasia, lo hacen sin criterio de terminalidad, como es el caso de Canadá (Castro et al., 2016) y España (Ley Orgánica 3/2021).
Esto implica una extensión importante del concepto de eutanasia, pues en muchos otros países como Holanda, Bélgica, Luxemburgo y más recientemente Nueva Zelanda, se exige terminalidad para que pueda aprobarse su realización. Tal situación puede generar incluso más resistencia en Colombia entre los profesionales médicos, ya que, si bien la eutanasia es polémica, puede generar incluso más controversia la posibilidad de llevarla a cabo en personas que no tengan una enfermedad en etapa terminal. Por lo cual, es posible esperar una mayor resistencia en el cuerpo médico al momento de llevar a cabo el procedimiento.
Al respecto, la Corte Constitucional en la misma Sentencia C-233/21 (2021) fue clara al indicar que, mientras el Ministerio de Salud modifica la Resolución 971 (2021) para acoger el nuevo criterio, no es posible continuar con la exigencia de terminalidad, debido a que ello afecta la dignidad de la persona:
Corresponde tanto al Congreso de la República como al Ministerio de Salud y Protección Social, en el ámbito de sus competencias, determinar los elementos que hagan operativas las garantías asociadas al derecho a morir dignamente, así como los aspectos de la manifestación del consentimiento propio o sustituto, la suscripción de documentos de voluntad anticipada, al igual que profundizar en la eficacia de todas las facetas del derecho en cuestión, siempre respetando los estándares ya definidos por la jurisprudencia constitucional. En el mismo sentido, le corresponde actualizar sus regulaciones de acuerdo con esta providencia. Sin embargo, en virtud del carácter normativo de la Constitución y el principio de eficacia de los derechos fundamentales, las IPS y los profesionales de la salud no pueden exigir el requisito de enfermedad en fase terminal. (Sentencia C-233/21, 2021)
En esa medida, para la Corte Constitucional, los profesionales que integren el Comité Científico Interdisciplinario no podrían exigir que el paciente se encuentre en etapa terminal para aprobar la solicitud de eutanasia. Sin embargo, esta apertura de la jurisprudencia constitucional puede generar que el número de objetores se aumente, pues ya no serán casos de pacientes con un pronóstico de muerte cercana, sino que se aplicará el procedimiento incluso a personas cuya probabilidad de vida llegue a ser de años, aunque, claro está, en condiciones de salud incurables y que les generan dolor. Así las cosas, es necesario analizar la ponderación entre el derecho a la muerte digna de un paciente no terminal y la objeción de conciencia del médico que no desee aplicar el procedimiento.
3. Principio de proporcionalidad y ponderación
La teoría de la ponderación de derechos fundamentales, adoptada por la Corte Constitucional, se ha entendido como un mecanismo moderno para resolver las colisiones que se presentan entre derechos y principios constitucionales. Un ejemplo de esta colisión se da entre el derecho a la vida y el derecho a la vida en condiciones dignas.
Dado que no es factible proteger todos los intereses constitucionales por igual, es necesario que uno de ellos prevalezca sobre los demás, con un sacrificio mayor o menor en favor de otro. Esto implica alcanzar un nivel razonable de satisfacción de derechos, y la disputa se resuelve mediante un riguroso examen de proporcionalidad o igualdad, según corresponda al caso en cuestión.
Este tipo de enfrentamientos axiológicos, en los cuales se presentan colisiones y deben resolverse por la Corte, evidencian las numerosas situaciones en las que el texto constitucional enfrenta conflictos internos. Se parte del entendido de que ningún derecho o principio es absoluto y que todos encuentran su límite en la posibilidad de afectar los derechos de un tercero, salvaguardando así el pleno uso de las garantías establecidas.
Esta teoría es de suma importancia y ha sido desarrollada a través de varias sentencias producto de intensas contiendas legales. Gracias a estas sentencias, se ha logrado un gran avance en asuntos relevantes. Entre ellas, destaca la Sentencia C-239/91 (1997), la cual resulta especialmente relevante para los resultados de esta investigación, ya que exonera de responsabilidad penal al médico que realiza el homicidio por piedad cuando existe el consentimiento de la persona afectada. Asimismo, la Sentencia C-355/06 (2006) permite la interrupción voluntaria del embarazo.
Estas sentencias evidencian que Colombia es un referente de legislación progresista en el mundo, gracias a la labor de la Corte Constitucional y al desarrollo de la teoría de la ponderación.
Para aclarar el punto anterior, en la Sentencia C-355/06 (2006), la Corte constitucional desarrolló un argumento que, si bien se utiliza en el análisis de la despenalización del aborto, se centra en la discusión sobre el carácter absoluto del derecho a la vida.
Todos los derechos merecen protección del Estado pero cuando se presenta un conflicto entre ellos, debe entenderse que ningún derecho es absoluto y por tanto puede ser ponderado frente a otros. En el caso de las circunstancias en que se atenúa la pena de aborto, no se trata del desconocimiento del derecho a la vida sino de revisar en qué consiste tal protección y si ella resulta adecuada constitucionalmente, en la ponderación con otros derechos. Así, en la mayoría de los países llamados occidentales, se protege el derecho a la vida, pero se han adoptado mecanismos de protección que no desconozcan o afecten en la menor medida posible otros derechos igualmente dignos de protección.
La Sentencia C-239/97 (1997) es determinante en cuanto a la aplicación de la ponderación constitucional en relación con el derecho a la muerte digna. Y es que en esta sentencia si bien no se hace mención por parte del magistrado ponente sobre la utilización del mecanismo, este es realmente implementado en el desarrollo del problema jurídico. En la providencia se estableció que si bien es un deber del Estado proteger el valor de la vida, también es cierto que no se puede pretender cumplir con las obligaciones que ese derecho impone, desconociendo la autonomía y la dignidad de las personas. Atendiendo a esto, se ha establecido que cuando la vida resulta incompatible con los postulados de la dignidad humana, el paciente puede optar por rechazar o rehusar determinados tratamientos que podrían prolongar la duración de la existencia en sentido netamente biológico.
De esta manera, la Corte Constitucional no solo esclarece la relatividad de todos los derechos fundamentales, sino también del deber del Estado para garantizarlos, pues esta obligación encuentra un límite en la autonomía de los individuos respecto de asuntos que a ellos, precisamente por su calidad de individuos, únicamente les concierne. En consecuencia, debe el Estado garantizar la vida, la dignidad humana y el libre desarrollo de la personalidad.
Sin embargo, el examen de ponderación no solo consiste en determinar qué derecho o principio debe prevalecer sobre otro; también tiene relación con que el juez constitucional deba ponderar entre distintos niveles razonables de satisfacción y determinar cuál es el razonablemente adecuado, lo que se conoce como faceta prestacional de los derechos fundamentales. Esto lo explica la Corte Constitucional en Sentencia T-027/18 (2018):
Esto se explica porque la Constitución prevé un amplio catálogo de derechos, los cuales tienen una clara dimensión normativa; sin embargo, esta es abierta, en la medida que no define cómo o en qué términos estos deben ser garantizados. Es más, la Constitución, como regla general, no determina cuál debe ser el nivel —ya sea mínimo, máximo o uno intermedio— de satisfacción de los derechos. Tampoco determina qué políticas públicas, programas o acciones concretas deben implementarse para tal efecto. Esta indeterminación resulta latente a la hora de evaluar cuál debe ser la acción del obligado, a fin de satisfacer el contenido razonable del derecho y, en consecuencia, poder concluir si existe o no una vulneración a un derecho fundamental.
En la doctrina constitucional, la anterior cuestión ha buscado resolverse por medio de dos pasos: primero, un análisis interpretativo acerca del contenido del derecho, y, en consecuencia, del nivel de satisfacción razonable del mismo (análisis de razonabilidad). Y, segundo, un análisis empírico acerca del modo de satisfacción (análisis de proporcionalidad).
El análisis de razonabilidad implica examinar el contenido del derecho que se pretende ejercer, reconociendo que es responsabilidad del legislador y la administración definir dicho contenido en relación con los derechos fundamentales. A continuación, la Corte Constitucional debe determinar si la pretensión concreta se ajusta inicialmente al contenido del derecho en cuestión. Durante este análisis, pueden surgir cuatro supuestos, los cuales se detallan en la Sentencia T-027/18 (2018):
Primer supuesto: puede la Corte Constitucional encontrar que la pretensión ya fue satisfecha, de lo contrario, podría existir una razón constitucionalmente legítima para satisfacer el derecho en un nivel inferior al pretendido. En este escenario, el juez debe evaluar la proporcionalidad del nivel de satisfacción del derecho en relación con la razón constitucionalmente legítima, a su vez, cuando no exista dicha razón, el juez debe concluir, sin más, que debe garantizarse el nivel de satisfacción pretendido por el titular.
Segundo supuesto: cuando el nivel de satisfacción de la pretensión y el nivel de satisfacción provisto por el legislador o la administración se encuentran en armonía, al contenido del derecho y, por lo tanto, ambos son razonables. En este caso, el juez debe estudiar la proporcionalidad de esos niveles razonables de satisfacción. Una vez superado el análisis de proporcionalidad, el juez debe determinar cuál debe ser el remedio judicial más apropiado que permita lograr la eficacia de los derechos fundamentales, en consideración a las circunstancias del caso concreto.
Tercer supuesto: cuando el juez encuentre que el nivel de satisfacción pretendido no se encuentra adscrito, en primera medida, al contenido del derecho, pero evidencie que existe una amenaza o vulneración al derecho fundamental del accionante que amerita la intervención inmediata del juez constitucional. En este caso, el juez tiene el deber de adoptar medidas que garanticen la eficacia de los derechos fundamentales, habida consideración de las amplias facultades con las que fue investido, entre ellas, la posibilidad de interpretar la solicitud de tutela y la búsqueda de otros elementos normativos que permitan dar una solución razonable y adecuada al caso concreto. Así, el juez debe estudiar si existen otras alternativas razonables de satisfacción del derecho, distintas a la pretendida.
Cuarto supuesto: excepcionalmente, el juez constitucional puede advertir que el contenido del derecho, aplicado al caso concreto, resulta abiertamente irrazonable y, por lo tanto, inconstitucional. Esto en la medida en que el contenido del derecho desconoce la Constitución o excluye irrazonable y desproporcionadamente a ciertos grupos, entre otras razones. En este caso, el juez deberá adoptar el remedio judicial más apropiado que permita lograr la eficacia de los derechos fundamentales, en consideración a las circunstancias del caso concreto.
Los supuestos mencionados resultan ser muy útiles, especialmente porque han impulsado el desarrollo jurisprudencial del derecho a la muerte digna, aunque inicialmente no fueron reconocidos como tal. Esto puede constatarse en la Sentencia T-493/93 (1993), donde se justificó la decisión dando prioridad al derecho al libre desarrollo de la personalidad. A primera vista, esta resolución podría parecer constitucionalmente irrazonable, ya que no se podría considerar que este derecho prevalece sobre el valor de la vida. Son embargo, es precisamente la aplicación del principio de razonabilidad la que permite este avance jurisprudencial.
Es así como la Corte Constitucional, sin mencionar la palabra “razonabilidad” en esa sentencia, realizó correctamente el examen en el cual se materializó el cuarto supuesto planteado. Esto condujo a no amparar los derechos de los peticionarios, quienes solicitaban que se diera prioridad al derecho a la vida sobre el derecho al libre desarrollo de la personalidad de una persona que había tomado conscientemente la decisión de no recibir más tratamiento médico para su enfermedad terminal. Por otro lado, el principio de proporcionalidad debe atender a la razonabilidad y consta de tres subprincipios: idoneidad, necesidad y proporcionalidad en sentido estricto.
Idoneidad: el subprincipio de idoneidad es teleológico, requiere que las intervenciones en los derechos fundamentales deban ser adecuadas para contribuir a la obtención de un fin constitucionalmente legítimo. Es decir, se condiciona la intervención a la existencia de un fin legítimo a la luz de la constitución y la existencia de adecuación de la medida para el cumplimiento del fin. Por lo tanto, este subprincipio se divide en dos partes: la legitimidad constitucional del objetivo y la adecuación de la medida examinada.
Necesidad: acorde a este subprincipio, toda medida de intervención en los derechos fundamentales debe ser la más benigna con el derecho intervenido, entre todas aquellas que revisten por lo menos la misma idoneidad para contribuir a alcanzar el objetivo propuesto. Es decir, que dentro de las diferentes medidas que pueden ser idóneas para cumplir la finalidad constitucional referida, la que se escoja debe ser la que menos afecte el principio examinado. Por lo tanto, este subprincipio también se divide en dos partes: la idoneidad equivalente o mayor del medio alternativo, y el menor grado en que este intervenga en el derecho fundamental.
Proporcionalidad en sentido estricto: las ventajas que se obtienen mediante la intervención en el derecho fundamental deben compensar los sacrificios que esta implica para sus titulares y para la sociedad en general. Es decir, se deben comparar los beneficios de la intervención con sus inmolaciones. Luego, según la proporcionalidad en sentido estricto, se permite que una satisfacción alta de un principio constitucional conlleve, prima facie, una afectación leve en otro (Bernal, 2009, citado por Suárez, 2012)
De acuerdo con la jurisprudencia de la Corte Constitucional (Sentencia T-027/18, 2018), el nivel razonable de satisfacción de un derecho, aquel que es exigible judicialmente, debe cumplir con dos requisitos fundamentales: ser razonable y proporcional. La razón de ser de esta exigencia radica en que dicho nivel de satisfacción debe ser coherente con el contenido del derecho en cuestión y, al mismo tiempo, justificado en términos de que la aplicación preferente de ese derecho beneficia de manera significativa al titular de este, mientras que la afectación que su cumplimiento impone al obligado es proporcionada y justificada.
Es posible que, frente a la colisión de derechos entre la muerte digna del paciente y la objeción de conciencia del médico, se realice una prueba de ponderación. Este proceso permite otorgar un nivel de satisfacción superior al derecho del paciente, quien se encuentra obligado a soportar dolores crueles e inhumanos que afectan su calidad de vida. Además, al analizar los derechos del paciente y los derechos de la familia, se puede observar que incluso un derecho aparentemente de menor jerarquía puede tener un nivel de satisfacción mayor si su aplicación prioriza otros derechos que podrían verse afectados debido a la interconexión entre ellos.
4. Muerte digna y objeción de conciencia
Habiendo definido que la objeción de conciencia y la muerte digna son ambos derechos fundamentales, uno del médico y otro del paciente, relacionados con un mismo hecho y en cierto punto contrarios, es necesario analizar la tensión que puede existir entre ellos.
De acuerdo con lo manifestado hasta este punto, la objeción de conciencia se ha establecido en la jurisprudencia constitucional como la posibilidad del médico de manifestar su oposición a realizar determinado procedimiento por motivos personales (ideológicos, políticos, religiosos, entre otros), de modo que pueda apartarse de la obligación médica y en su lugar proponer otro profesional que pueda llevarla a cabo. No obstante, la normativa sobre eutanasia determinó expresamente que no sería el médico objetor el encargado de buscar su reemplazo, sino que sería la IPS donde se realizó la solicitud y se dio trámite en el Comité, la encargada de escoger otro profesional que pueda llevar a cabo la eutanasia.
El artículo 31 de la Resolución 971 (2021) indica en el numeral 5° que la IPS debe contar con médicos que no sean objetores de conciencia o permitir el acceso a quienes no sean objetores. De esta forma, se establece un requisito para las IPS durante el trámite de la muerte digna, pero en la práctica la situación puede ser más compleja, pues es posible que IPS de alto nivel de complejidad y que profesan abiertamente alguna religión tengan una cierta afinidad ideológica entre sus profesionales y, por tanto, no se cuente entre su personal con médicos no objetores. En esa medida, ¿sería una obligación para la IPS contratar al menos un profesional que no sea objetor de conciencia?, ¿sería necesario preguntar esto durante el proceso de contratación en aras de cumplir con la norma mencionada o ello implicaría una vulneración a los derechos de los aspirantes?
Por otro lado, el artículo 32 de la Resolución 971 (2021), en su numeral 7°, establece que la EPS debe contar con profesionales idóneos dentro de su red para atender los requerimientos derivados de la solicitud de muerte digna. Esta es una obligación que, de hecho, ya se encuentra establecida desde la misma Ley 100 (1993), pues es una función básica de las EPS contar con una red de atención para cubrir integralmente las necesidades en salud de su población afiliada. En esa medida, ante la objeción de conciencia de un médico y la falta de uno que no sea objetor dentro de una IPS, la EPS podría acudir a profesionales dentro de su red para que realicen el procedimiento avalado por el Comité. Esto porque si bien la norma no lo establece así textualmente, sí da la posibilidad de acudir a la red cuando sea necesario. Ante una IPS que no tenga médicos que puedan llevar a cabo la eutanasia, se estaría en tal escenario.
Esta solución sería mucho más práctica que exigir a una IPS contar o contratar médicos que no sean objetores, pues, como ya se mencionó, es posible que por la afinidad religiosa de la IPS, los profesionales que allí se desempeñen no quieran ejercer la eutanasia y están en su derecho a objetar conciencia. De realizar un juicio de proporcionalidad ante la tensión entre objeción de conciencia y muerte digna, se podría zanjar la controversia al admitir que existen otras alternativas en este caso, más allá de dar prevalencia a un derecho sobre otro, pues siempre se podrá acudir a la red prestadora de la EPS para garantizar que el derecho fundamental del paciente se cumpla, sin que sea necesario afectar el derecho fundamental del médico.
Ahora bien, pese a que exista una forma de resolver la tensión entre la objeción de conciencia y la muerte digna acudiendo a la red de la EPS, allí se encuentra también una complejidad que debe ser abordada por el sistema sanitario: la disponibilidad de profesionales, incluso en la red completa de una ciudad grande. Para dar un ejemplo a modo de ilustración, en la ciudad de Medellín, siendo capital de departamento y una de las principales del país, con una importante cantidad de IPS de alto nivel de complejidad, las EPS, si bien pueden cuentan con varias IPS contratadas para la realización de este procedimiento, la oferta es mínima. Se evidencia que un número reducido de IPS han aceptado contratar para realizar este procedimiento, pues la solicitud de contratación ha sido declinada por muchas otras IPS. Este es el ejemplo en una ciudad de amplia oferta, donde al menos existe un par de prestadores dispuestos a realizar el procedimiento. Pero, ¿qué ocurriría en una ciudad intermedia, o en una urbe más pequeña y con menos recursos?
Ante esta situación, es necesario plantear la incorporación de otros elementos adicionales al estudio jurídico, pues no bastará con el pronunciamiento constitucional o la reglamentación ministerial para resolver el problema de fondo de disponibilidad de profesionales no objetores. Es necesario ahondar en la educación que se brinda en las facultades, de modo que, sin pretender afectar la autonomía universitaria, se revisen las discusiones sobre bioética y la muerte digna que se brinden al interior de los claustros universitarios, ya que es desde estos espacios de formación, donde deben abordarse los contenidos de la voluntad del paciente y el manejo de la enfermedad terminal e incurable que genera dolores en el final de una vida.
La cuestión no es solo reformar las normas existentes, sino abrir el debate dentro de las facultades de medicina. De modo que los profesionales que salgan a ejercer tengan claridad sobre las discusiones morales y puedan así afirmar una objeción de conciencia o, del otro lado, puedan argumentar una postura a favor de la práctica del procedimiento en las condiciones especiales establecidas. Mientras este debate no se abra en la formación profesional, será difícil solo pretender implantar el cambio vía normativa y, en consecuencia, se podrá encontrar resistencia en el ámbito médico educado bajo una visión hipocrática clásica de no hacer daño en ninguna circunstancia, o que no acepte la eutanasia en fases no terminales de la enfermedad.
Conclusiones
Dentro de este estudio, ha sido posible concluir que, en la actualidad, Colombia continúa dando aplicación al derecho a morir dignamente de las personas mediante jurisprudencia de la Corte Constitucional y resoluciones del Ministerio de Salud y Protección Social. Toda vez que el Congreso de la República carece aún de un ánimo regulatorio en la materia.
Derivado de la regulación, se generan una serie de barreras para el acceso al derecho de los pacientes que han superado el examen de criterios para ser receptores del procedimiento eutanásico. Entre ellos, existe la barrera de la colisión de derechos entre la objeción de conciencia y la muerte digna. Pues este argumento es utilizado en muchos casos para negarse a practicar los procedimientos, quedando la decisión del paciente en peligro de no realizarse.
Ante esta situación, al plantear un examen de ponderación y proporcionalidad de derechos, puede observarse que, en el caso de la objeción de conciencia, es posible encontrar inicialmente una solución a través de la IPS. En los casos donde ello resulte desproporcionado para la IPS por afectar sus procesos de contratación, podrá acudirse en última instancia a la red de la EPS, la cual tiene el deber de garantizar la prestación del servicio al afiliado. No obstante, la situación puede volverse compleja por la falta de disponibilidad de profesionales no objetores.
Ante esta realidad, es necesario buscar otras alternativas a la sola expedición de normas o la manifestación jurisprudencial de derechos, pues con ello no se logrará generar una mayor aceptación y asimilación social del concepto de muerte digna. Por lo tanto, se deberá acudir a los claustros universitarios para generar escenarios de debate bioéticos en torno a la muerte digna. Solo a través de la educación se podrá preparar a los médicos para tomar decisiones a favor o en contra de la práctica eutanásica, generando criterios que puedan sustentar en el profesional la elección de llevar a cabo el procedimiento y aumentando así la capacidad del sistema de responder a las solicitudes que realicen los pacientes que cumplan las condiciones para acudir a esta forma de terminar dignamente con su vida.