Apuntes preliminares: el grupo de Nueva York y el kitsch
El debate en torno al “arte de masas” ha importado categorías evaluativas ya desde los textos fundadores del tópico. El motivo de fondo de este enfoque ha sido la convicción compartida de que separar descripción de valoración, a juicio de los impugnadores del arte masificado, resulta un planteamiento en sí mismo ideológico, destinado a mixtificar la naturaleza política de la sociedad de masas. La manera correcta de comprender el alcance y las implicaciones del arte de masas demanda desde el comienzo un enfoque político, una vez constatada la sistematicidad de la industria cultural que Adorno y Horkheimer hicieron pasar a primer plano con aquel célebre capítulo de su Dialéctica de la ilustración;1 de no ser así, podría concluirse que el medio artístico es neutral, que su orientación masiva carece de normatividad estética y que los efectos subjetivos de sus obras son coyunturales. Todo lo contrario, como veremos, de lo que han mantenido los intérpretes de lo que Noël Carroll ha llamado la tradición mayoritaria de resistencia filosófica al arte de masas (Carroll, 2002, pp. 29-89).
Con este gesto consistente en enfatizar la necesidad de valorar el arte de masas al tiempo que se aborda su descripción, los críticos han intentado conjurar los tres peligros centrales del fenómeno que aquí nos ocupa, a saber, la pasividad (buscada) de su espectador, la configuración (ideológica) de su mirada y el secuestro (mecánico) de su atención. Así las cosas, estos pensadores opondrán una férrea voluntad de allanar el terreno a las vanguardias como el negativo de un arte de masas que se tiene por decadente y reaccionario. El corolario inevitable de este programa ha sido la promoción del criterio principal exhibido por los críticos a la hora clasificar las manifestaciones artísticas del mundo contemporáneo. Esto es, la dicotomía, clarificadora por contraste, entre el arte de masas y el arte elevado. Nos interesa subrayar que el enfoque crítico se ha puesto históricamente al servicio de la delimitación de un ámbito artístico concebido como el lugar de resistencia a una sociedad tecnificada que ha entronizado la razón instrumental y el valor mercantil, de modo que el paradigma crítico, activado desde parámetros políticos en la convicción de que no es deseable describir las producciones artísticas de la sociedad de masas renunciando a la valoración crítica, culmina en el compromiso con un criterio de clasificación de hondas consecuencias normativas. Antes de pormenorizar la visión de Noël Carroll -objetivo del grueso de las páginas que siguen- nos serviremos de un breve recorrido por dos prohombres de la temática que quizá contribuya a afianzar el panorama que estamos esbozando.
La dualidad entre arte de masas y vanguardia se remonta, pues, a los escritos de dos socios fundadores del club de los apocalípticos:2 Clement Greenberg y Dwight MacDonald, principales figuras del llamado Grupo de Nueva York. En Avant-Garde and Kitsch, artículo capital publicado en 1939, Greenberg apresaba el tipo de arte preferido por la nueva sociedad de masas con la categoría de kitsch, y describía sus características en radical oposición a la “cultura genuina” representada por la vanguardia:
To fill the demand of the new market, a new commodity was devised: ersatz culture, kitsch, destined for those who, insensible to the values of genuine culture, are hungry nevertheless for the diversion that only culture of some sort can provide. Kitsch is vicarious experience and faked sensations. Kitsch changes according to style, but remains always the same. Kitsch is the epitome of all that is spurious in the life of our times. Kitsch pretends to demand nothing of its customers except their money (Greenberg, 1965, p. 10).
Atendamos a las características del kitsch según Greenberg, pues estas nos proveerán de las condiciones adecuadas para la catalogación de obras artísticas como pertenecientes a la cultura de masas: mercancías orientadas a la diversión que provocan sensaciones impostadas mediante la repetición formularia en serie y destinadas al rendimiento económico.
Nótese que a diferencia de las futuras aseveraciones de Adorno y Horkheimer este conglomerado de rasgos no desechan por principio las obras cinematográficas -en general el prototipo del arte de masas-, sino que desplazan el foco del medio de expresión hacia la función y aspiraciones de la obra: cualquier medio artístico está capacitado, en consecuencia, para producir tanto obras de arte de masas como creaciones vanguardistas.3 El corolario inmediato será el trazado de una línea que demarque nítidamente los dos tipos de productos: de un lado el universo kitsch, que parasita y devalúa los logros del arte genuino; y del otro, como una suerte de campo de negaciones, la avanzadilla vanguardista. Si el kitsch se inclina al apuntalamiento del sistema que lo alimenta y lo utiliza para sus propios intereses, el primer movimiento de la vanguardia habrá de ser el distanciamiento del mundo o de la realidad que gira hacia sí mismo con la intención de cancelar la dependencia del arte a fines extrínsecos: “once the avant-garde had succeeded in ‘detaching’ itself from society, it proceeded to turn around and repudiate revolutionary as well as bourgeois politics” (Greenberg, 1965, p. 5). Es separándose de las directrices sociales e ideológicas que la vanguardia construye su lógica autónoma, en el despliegue de un lenguaje que no obedezca a otro interés que el de “explorar su propia naturaleza” (Carroll 2002, p. 43). Una vez instalado en su fuerte, armado con la pureza del desinterés práctico y aislado de las urgencias mundanas, podrá dedicarse a la especulación (auto) reflexiva y a poner en valor su alto grado de exigencia. Y es en ese alejamiento voluntario que resplandecerán las dos características nucleares que Greenberg adscribe al arte verdadero: la dificultad -entendida como el procedimiento de asimilación de una obra en “segundo grado” y como “efecto reflejo” (Greenberg, 1965, p. 15)- y la abstracción autorreflexiva - “The avant-garde poet or artist tries in effect to imitate God by creating something valid solely on its own terms, something given, increate, independent of meanings, similars or originals” (Greenberg, 1965, p. 6).4 En resumen: la autonomía del arte equivale aquí a un distanciamiento ideológico por la vía de la exploración reflexiva del medio que culmina en obras herméticas que exigen la disposición activa de un espectador instruido.
Años después, MacDonald recogerá las principales ideas de Greenberg -con especial atención al fenómeno del kitsch- para profundizar en afanes clasificatorios. En A Theory of Mass Culture -publicado por vez primera en 1944 con el título de A Theory of Popular Culture”-, nuestro autor propondrá cinco categorías que pueden dar cuenta de la situación contemporánea del arte al delimitar sus parcelas y ofrecer criterios de clasificación: arte elevado (High Culture), arte popular (Folk Art), arte de masas (Mass Culture), arte vanguardista (Avantgar- dism) y arte académico (Academicism). El arte de masas, como en la exégesis de los frankfurtianos, se disfraza de cultura popular para resultar atractivo, cuando en realidad no es más que un entramado industrial con vistas al rendimiento económico y la dominación política, a diferencia de las “espontáneas” manifestaciones artísticas populares.5 Ambas parcelas comparten un adversario común: el arte elevado que niega la calidad de la cultura popular y combate la vulgaridad del arte de masas. Sin embargo, la aportación más interesante de MacDonald consiste en adjetivar como kitsch no solo las producciones de la cultura masificada, sino también esa subdivisión de la alta cultura que refiere como academicismo. En términos de nuestro crítico: “academicism is kitsch for the elite: spurious High Culture that is outwardly the real thing but actually as much a manufactured article as the cheaper cultural goods produced for the masses” (MacDonald 1957, p. 63).6 El kitsch se revela como el gusto hegemónico de la sociedad de masas hasta el punto de haber colonizado incluso las preferencias de una burguesía que antaño buscaba en el arte genuino su signo de distinción y su orgullo de clase. De nuevo, el faro de la resistencia, si no de la salvación, lo habita una “elite intelectual” resuelta a combatir el kitsch en cualesquiera de sus versiones: “Rejecting Academicism -and thus, at a second remo- ve, also Mass Culture- it made a desperate attempt to fence off some area where the serious artist could still function” (MacDonald 1957, p. 63). Una vez más, los criterios descriptivos de clasificación se subordinan a la prescripción del marco vanguardista, al precio de despolitizar esta última en la recomendación de que no debieran adoptarse más compromisos que los debidos para consigo misma (Fiat ars, pereat mundus?).7 Sirva como conclusión de las prescripciones de Greenberg y MacDonald, así como de puerta de entrada a la propuesta de Carroll, la didáctica síntesis que propone el profesor Juan Antonio Suárez Sánchez:
La cultura de masas es la sombra de la vanguardia y ambas deben ser conceptualizadas en conexión dialéctica. Constituyen los dos extremos de una polarización existente en las sociedades industriales entre una cultura de élite, intelectual y retraída de la escena social (la vanguardia), y otra cultura masiva, de fácil asimilación e integrada en la sociedad (el kitsch). Desconectada de la sociedad, la vanguardia se vuelve cada vez más abstracta, centrada en la investigación formal y desdeñosa de la comunicación de contenidos concretos, e incluso del imperativo de comunicar. La vanguardia, a pesar de su aislamiento, contiene un elemento de protesta que se plasma en su rebelión contra la estética dominante” (Suárez Sánchez, 2001, pp. 231-232).
Noël Carroll: la mayor comprensión para el mayor número
Esta modesta crónica de algunas nociones del grupo de Nueva York, no muy alejadas de las futuras indagaciones de la Escuela de Frankfurt, nos sirve para afianzar la hipótesis que anunciamos con anterioridad: la tradición mayoritaria de análisis de la cultura de masas concibió sus criterios de clasificación como un refuerzo de la vanguardia, de modo que sus propuestas descriptivas se subordinaron en todo momento a la valoración crítica. En el fondo, jamás pensaron simplemente en criterios neutrales de ordenación; los buenos diagnósticos solo resultan válidos si, además de explicar los síntomas, recetan también una cura. Así, algunos filósofos contemporáneos, conscientes del callejón sin salida al que puede abocar un planteamiento tan polarizado, han ensayado una alternativa que trate de quedarse en el nivel descriptivo, sin que esto último signifique aceptar automáticamente el actual estado de cosas, sino más bien desbrozar el campo para efectuar con mayor claridad un ulterior análisis crítico. Tal ha sido el caso de Noël Carroll, a cuya filosofía del arte de masas intentaremos aproximarnos a continuación.8
Carroll ha combatido, amén de la crítica apocalíptica que enmienda la totalidad de las producciones de la industria cultural, una teoría descriptiva a la que nombra como “Eliminativista”. Para el eliminativista, es posible reducir las atribuciones del arte de masas a distinciones sociales basadas en convencionalismos. No se trata, por tanto, de negar la existencia del arte de masas, sino de presentar esta categoría como una emanación de cuestiones sociológicas antes que como un rótulo que refiera propiedades esenciales. En palabras de David Novitz, con quien Carroll mantuviera una intensa polémica a principios de los 90, “the basis for the distinction between high and popular art is not internal to works of art. There are no intrinsic properties that distinguish works as popular or high art; nor is the distinction a product of our responses” (Novitz, 1992, p. 39). Por el contrario, argüirá Carroll, ni su origen histórico ni la función política que este tipo de arte pueda ejercer invalida la necesidad de localizar ciertos rasgos que, en conjunto, actúen como condiciones suficientes para la catalogación de una obra como perteneciente al arte de masas. O, en otros términos, del hecho de que el fenómeno del arte de masas se apoye en diferenciaciones contingentes cuya historia la sociología puede rastrear, no se sigue que solo poseamos el criterio del contexto para detectar la conveniencia de adscribir una obra a una categoría u otra. Para nuestro autor, sin síntesis, es posible proponer una serie de condiciones necesarias que definan la obra del arte de masas. Su propuesta se concreta del siguiente modo:
X es una obra de arte de masas si y sólo si (1) x es una obra tipo o de múltiples ejemplares, (2) producida y distribuida con la tecnología de masas, (3) concebida intencionadamente para inclinarse por su estructura hacia aquellas opciones que prometen la accesibilidad con menor esfuerzo, al menor contacto, al mayor número de público sin instrucción (Carroll, 2002, p. 174).
La condición primera no es más que una actualización del descubrimiento de Walter Benjamin, con quien Carroll explicita sus deudas (Carroll, 2002, pp. 167-168). Refiere, por tanto, al estatuto ontológico del arte de masas, esto es, a “la cuestión del modo de existencia de la obra” (Carroll, 2002, p. 186).9 De la segunda condición, aceptada por todos los intérpretes del arte de masas, cabe subrayar la ilación con la primera cláusula en la medida en que las copias múltiples de la misma obra precisan un alto grado de desarrollo tecnológico. Estos dos primeros requisitos cumplen la función de enfatizar la dimensión cuantitativa del vocablo “masa”: “es arte creado a escala de masas; pero aquí masa se usa en sentido estrictamente numérico, se crea para ser consumido por gran cantidad de gente. Por ello se produce a gran escala y se distribuye con la tecnología de masas” (Carroll, 2002, pp. 166-167). Nuestro autor carga las tintas, sin embargo, en la tercera condición; esa orientación masiva que se ha demostrado nuclear será la que imprima normatividad estética a las obras, afectando a sus “formas” y “estructura”, y elevando así al rango de esenciales estas nuevas configuraciones. Si los productos del arte de masas se dirigen a una masa informe de consumidores potenciales, sus artífices concebirán intencionalmente sus obras de modo que satisfagan al mayor número posible de receptores. Y aquí se encuentra la clave que estamos persiguiendo: los críticos apocalípticos acertaron en señalar la facilidad, la accesibilidad y el anclaje en fórmulas como rasgos inherentes al arte de masas, pero erraron en culpar al medio de expresión de promover estas propiedades y en censurarlas de antemano como promotoras de individuos dóciles cognitivamente atrofiados: “la facilidad con la que el arte de masas se consume no es un defecto, sino un propósito que se basa en su función como instrumento para dirigirse al público de masas” (Carroll, 2002, p. 173).
Así, Carroll mantiene la división entre el arte de masas y la vanguardia, pero centra el criterio en las propiedades formales de la obra concreta y divide aquéllas en función de que se adopten para provocar una recepción fácil o difícil. El nivel de la producción y el de la recepción resultan, en consecuencia, codependientes. Con este giro, nuestro autor rehúye tanto las inercias románticas que se focalizan en el autor -de forma que una obra pueda considerarse arte serio si exhibe un grado de expresión subjetiva lo suficientemente complejo- como el rigorismo formalista que se centra únicamente en el análisis estructural ignorando así la respuesta del futuro observador. En síntesis: las elecciones formales de una obra no se adoptan en el vacío ni responden únicamente a una suerte de llamada interior del artista, sino que se eligen para atraer la comprensión de (un tipo determinado de) público.
Tomándole prestada la terminología a Pierre Bordieu, cabe afirmar que las obras del arte de masas se dirigen a la satisfacción del goce, mientras la vanguardia persigue el deleite. El goce remite, para el pensador francés, al nivel de significación -que en el campo de la estética es siempre un proceso de decodificación de la obra- captado por el observador menos instruido: “la percepción estética reducida a la simple aisthesis”; mientras que el deleite, por su parte, equivale a la “degustación erudita” y exige el “desciframiento adecuado” (Bordieu, 1968, p. 51). Como el vino, las obras se abren a su consumidor en modos diferentes según el grado de dominio previo de que este disponga. Para Carroll, en efecto, el arte de vanguardia “resulta inaccesible a los que carecen de cierto bagaje de conocimiento y sensibilidad” (Carroll, 2002, p. 170), en contraste con un arte masivo que recurre por definición a aquellas convenciones formales que más fácilmente pueden atraer al mayor número de público posible.10
Por completar el esbozo mediante el caso del cine, conviene añadir que esta característica podría explicar la preeminencia del cine narrativo-transparente codificado en clave de géneros que ha sido históricamente el más demandado por las masas. El género aportaría los códigos de habituación adecuados para que el espectador resuelva el significado general de un filme, incluso anticipando la lógica de los acontecimientos narrados (Carroll refiere el proceso como “narración erotética” e “instrucción por ejemplos” [cf. Carroll, 2002, pp. 172-174]). Y la transparencia narrativa - entendida como la ocultación voluntaria de los medios de representación - facilitaría que el espectador no necesitara movilizar más recursos que las “habilidades de inferencia e interpretación que la gente ya emplea en la vida diaria” (Carroll, 2002, p. 181). Saquemos a colación un pasaje de Bordieu para complementar el trasfondo asumido por Carroll:
El grado de competencia artística de un agente se mide por el grado en que domina el conjunto de instrumentos de la apropiación de la obra de arte, disponibles en un momento dado; es decir los esquemas de interpretación que son la condición de la apropiación del capital artístico o, en otros términos, la condición del desciframiento de las obras de arte ofrecidas a una sociedad dada en un momento dado (Bordieu, 1968, p. 52).
Bordieu argumenta que la percepción estética resulta a la postre un proceso de desciframiento. Toda obra se encuentra codificada -es decir: responde a una elaboración basada en reglas con las que el receptor debiera estar familiarizado-, de modo que apelar a una suerte de “percepción espontánea”, “ingenua” o “inmediata” de la obra no es más que un mito que conviene exorcizar (el “mito del ojo nuevo”, en sugerente expresión del pensador francés [cf. Bordieu, 1968, p. 47]). El corolario es que en toda obra se da un diálogo entre el artista-emisor (que concibe su obra aplicando ciertas convenciones formales) y el público-receptor (que comprende el uso de tales reglas y es capaz de traducirlas). Ambos comparten, al menos idealmente, las habilidades de composición y desciframiento necesarias para la captación del sentido global de la obra. Incluso, prosigue Bordieu, en el caso del arte figurativo, que aparentemente no exige la apelación a ningún código especial, se da de facto una aplicación de preceptos estéticos interiorizados que permiten la legibilidad de la obra en clave realista:
La comprensión mínima, aparentemente inmediata, a la que llega la mirada más desarmada, aquella que permite reconocer una casa o un árbol, supone también una concordancia parcial (y, desde luego, inconsciente) entre el artista y el espectador sobre las categorías que definen la figuración de lo real que una sociedad histórica considera “realista” (Bordieu, 1968, p. 47).
La carencia, pues, del patrón necesario para la aprehensión de una obra impide el acceso a sus niveles más elevados, y en tales casos el espectador aplicará el código hermenéutico al que esté más acostumbrado (en general, una preferencia por la representación realista) o quedará desconcertado. Es en este punto que aparece la concordancia con la clasificación de Carroll: “El conocimiento erudito se distingue de la experiencia ingenua en que implica la conciencia de las condiciones que permiten la percepción adecuada” (Bordieu, 1968, p. 48). La vanguardia necesita conocimiento e instrucción, pues de lo contrario el espectador aplicará un código erróneo que le nublará la comprensión de la obra; el arte masivo, por el contrario, se esmera en recurrir a los estándares formales en los que la mayor parte del público ha sido educado, para que pueda reconocer la composición y atribuirle el valor preciso. La conclusión de Bordieu es reveladora: “toda obra es hecha, de algún modo, dos veces, por el creador y por el espectador, o mejor, por la sociedad a la que pertenece el espectador” (Bordieu, 1968, p. 56).11 El artista cifra la obra y el espectador la descifra. La percepción estética siempre está mediada. Volviendo a Carroll, cuanto más sencillos sean los códigos de cifrado que aplique el creador, mayor número de público será capaz de resolver la tarea de desciframiento. Retomemos el texto de Carroll para redondear el trazado:
los factores formales y afectivos desempeñan un papel al identificar el arte de masas. El arte de masas es, en parte, un concepto funcional. Su función es provocar el interés de las masas. Por lo tanto, se inclinará a elecciones formales y afectivas que faciliten su función. Si una obra ha sido creada y distribuida con un sistema de masas, la consideraremos un ejemplo de arte de masas solo si sus rasgos formales, sean los que sean, propician la accesibilidad (Carroll, 2002, p. 182). 1971, p. 55). Con todo, pensamos que ciertas nociones esgrimidas por el pensador francés resultan de utilidad para complementar la clasificación de Carroll, por la apelación a diversos grados y códigos de interpretación y por el énfasis en la figura del receptor y sus habilidades hermenéuticas de cara a la organización de los trabajos artísticos.
Conclusión: materiales para la crítica
Advertimos más arriba que el viraje analítico de Carroll aspiraba a posponer la valoración en aras del hallazgo de unos criterios asépticos de descripción. Cabe preguntarse ahora si su intento resulta persuasivo. Nuestra intuición es que el resultado de la clasificación de Carroll no difiere en demasía de la propuesta del grupo de Nueva York, con la salvedad de que a estos últimos el panorama les parecía un signo de decadencia estética y cultural mientras que el primero suspende el juicio. Y es que Carroll cae en el peligro de toda teoría que pretenda dejarlo todo como está: so pretexto de hacer justicia al estado de cosas vigente, simplemente elaborando conceptualmente el paisaje con el que se encuentra el sentido común, se perpetúan los prejuicios con los que el teórico se ha acercado al fenómeno en cuestión. Carroll insiste en centrar en las elecciones estructurales del artista el signo de distinción de una obra (unas son fáciles de descifrar, otras exigen trabajo e instrucción). Como Greenberg y MacDonald, concederá que cuanto más reflexivo se torne un movimiento artístico, más conocimientos demandará al receptor para que sus obras puedan comprenderse. No es solo que se reafirme la divisoria entre el arte de masas y la vanguardia, sino que se propone una ecuación entre el grado de reflexividad -y, en último término, de abstracción- de una obra y la necesidad de formación específica.12
Con este gesto, se consolida la discutible demarcación entre un arte fácil con tendencia a la figuración y una vanguardia abstracta y reflexiva por definición rupturista. Carroll podría responder que, de facto, ocurre así, y que por eso las dos grandes categorías que dan cuenta de la situación contemporánea han de seguir siendo las de arte de masas y la de vanguardia modernista. Pero, con Bordieu, podemos oponer un dato fundamental: las (presuntas) estructuras fácil- mente decodificables del arte de masas no remiten a capacidades cognitivas espontáneas, sino que han sido construidas por la propia tradición (y, en este caso, por la industria cultural). Si resultan comprensibles es porque el bombardeo continuado de estas producciones ha habituado al público a sus claves (“La percepción repetida de obras de cierto estilo favorece la interiorización inconsciente de las reglas que gobiernan la producción de esas obras” [Bordieu, 1971, p. 61]). Y, si esto es así, “fácil” se torna sinónimo de “hegemónico”. Por eso Greenberg y MacDonald veían en la estética vanguardista un lugar para la resistencia: porque, a la postre, planteaban la batalla entre una minoría impermeable a los imperativos del mercado y una mayoría subordinada a las diversiones de la industria. El problema de la clasificación de Carroll, por tanto, es que simplemente desvaloriza el planteamiento de Greenberg y MacDonald, dejando lo esencial intocado; pero si el criterio clave es el mecanismo de comprensión, y éste depende de las formas hegemónicas de cada momento, entonces no vemos cómo la “facilidad” o la “sencillez” pueden concebirse como un rasgo inherente de las obras de arte de masas. Una sociedad con diferentes estándares consolidará otro tipo de obra masiva aunque su estructura sea completamente distinta. Y si todo este recorrido se justifica en la simpleza de que el arte de masas es el arte consumido por las masas -en otros términos: si el criterio es meramente cuantitativo-, entonces no vemos cómo evitar el reduccionismo social al que se enfrenta Carroll. Pues, finalmente, todo dependerá de la institución social que instruya a las masas y les provea de las instrucciones necesarias para el desciframiento de obras, antes que de unas supuestas características esenciales e invariables de éstas.
Por concluir: acierta Carroll cuando, como Bordieu, analiza las condiciones de legibilidad de una obra y apunta a la centralidad de los códigos disponibles para proponer una clasificación;13 pero yerra, a nuestro juicio, cuando “naturaliza” los mecanismos de interpretación como hábitos cognitivos espontáneos antes que como códigos culturales contingentes. Y, si son lo segundo, automáticamente dejan de ser rasgos inherentes a la obra para devenir dispositivos simbólicos institucionalizados. Que el artista decida ejercitarlos para llegar a la mayor parte del público sólo nos confirma la obviedad de que el arte masificado buscará la accesibilidad, pero no nos dirá nada acerca de qué estructuras específicas conforman esta última. Para ello habrá que acudir a una suerte de sociología del arte. Para ello, en fin, resulta insuficiente la propuesta de Carroll.