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Tabula Rasa

Print version ISSN 1794-2489

Tabula Rasa  no.12 Bogotá Jan./June 2010

 

Santiago Castro-Gómez
Tejidos Oníricos: movilidad, capitalismo y biopolítica en Bogotá (1910-1930).

Editorial Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, 2009. 281p.

César Andrés Ospina Mesa1
Pontificia Universidad Javeriana, Colombia
cesar.ospina@gmail.com



La entrada de Colombia en la fase industrial del sistema mundo moderno/ colonial, que comprende desde la pérdida de Panamá hasta el inicio de la República liberal, trajo consigo una serie de transformaciones que cambiarían para siempre su estructura social. La fábrica emergió como el eje central del modo de producción, aunque la hacienda y las subjetividades coloniales ligadas a ella siguieron funcionando. Colombia logra incursionar en dicha fase sólo hasta el final de la primera década del siglo XX porque durante todo el siglo anterior el país sirvió como despensa de la industrialización de los países centrales, pero sin que la «lógica cultural» del capitalismo industrial tuviera alguna incidencia en las relaciones sociales internas. Durante las primeras décadas del siglo XX asistimos, pues, a una experiencia del capitalismo que desterritorializó las herencias coloniales, pero no aniquilándolas sino resemantizándolas y alimentándose de ellas. Este es el punto de partida del último libro del filósofo colombiano Santiago Castro-Gómez. Interesa al autor no la visión economicista del capitalismo, sino las prácticas a partir de las cuales puede decirse que el capitalismo echó raíces en Colombia. Prácticas que no pasan necesariamente por la constitución de empresas, flujos de capital o instituciones financieras, sino por ámbitos mucho más «moleculares». Para el autor, el capitalismo no debe ser analizado únicamente desde el punto de vista de la producción de mercancías sino también, y sobre todo, desde la perspectiva de la producción de subjetividades que hacen posible su experiencia. No es, pues, el capitalismo en sí mismo sino la experiencia del capitalismo lo que interesa a nuestro filósofo.

Castro-Gómez propone, así, una genealogía de las prácticas y dispositivos que contribuyeron a la producción de subjetividades acordes con los ideales capitalistas, en los cuales el país pretendía incursionar. Para ello, toma como contexto de análisis a la ciudad de Bogotá, no tanto por ser esta la capital de la República, sino porque desde 1910 la ciudad inició una serie de transformaciones a nivel urbano que deben ser tomadas en cuenta. Según el autor, para las élites industriales el modelo de ciudad ya no debía ser Atenas sino Nueva York, ciudad por excelencia de la circulación y el movimiento. Bogotá comienza a ser vista como un espacio cinético, una ciudad donde la movilidad constante debía establecerse como modo de vida gracias a la llegada de los medios de transporte y de la implementación del diseño urbano ("city planning"), el cual tenía como objetivo construir un medio ambiente y no tanto construir edificios y calles en un medio ya preestablecido. De allí el interés del autor por el tema de la movilidad como elemento fundamental en la experiencia del capitalismo. La movilidad es vista como un conjunto de prácticas centradas en la aceleración de la vida. Todo debía moverse, no sólo las mercancías y el dinero, sino también las personas, sus hábitos y costumbres, las ideas, de tal modo que se lograse la descodificación de unas subjetividades ancladas todavía a la «quietud» de la colonia.

La hipótesis central del libro de Castro-Gómez es que la industrialización del país demandó una nueva relación de las personas con el movimiento y, con ello, la emergencia de unas subjetividades cinéticas capaces de hacer realidad el orden social imaginado mas no realizado por las élites liberales del siglo XIX. Para que el país lograra entrar en la dinámica del capitalismo industrial se requerían cuerpos veloces y subjetividades desligadas de sus esferas primarias ancladas principalmente a códigos y hábitos preindustriales. Se requerían, en una palabra, sujetos con disposición cinética. Por ello se implementaron de una serie de tecnologías que propiciaran la rápida circulación de personas y mercancías. En este orden de ideas, la genealogía que el autor realiza en este libro se centra no en los tejidos empíricos sino en los tejidos oníricos, sobre la hipótesis de que «en la Bogotá de comienzos del siglo XX, el deseo por la mercancía precedió la llegada de la mercancía misma, es decir, que el capitalismo industrial no se instala en nuestro medio primero con las fábricas y las máquinas, sino con las palabras, los signos y las imágenes. Antes que como un mundo de objetos, la industrialización de los años diez y veinte se constituyó entre nosotros como un mundo de sueños y deseos» (Castro-Gómez, 2009:17).

A lo largo de cinco capítulos, cada uno de ellos independiente -lo cual permite leer el libro desde cualquiera de estos-, el autor desarrolla el análisis de los mecanismos cinéticos que conformaron la Bogotá de principios del siglo XX. Uno de los acontecimientos importantes analizados es la exposición agrícola e industrial de 1910, donde se escenifica por primera vez una semántica del progreso, lo cual propició que una parte de la población bogotana se sintiera identificada libidinalmente con un estilo de vida capitalista para el cual no existían todavía las condiciones materiales. Por su parte, la llegada del transporte rápido al país fue pieza clave en la dinámica de una ciudad que se pensaba moderna. La incursión del automóvil, el tranvía eléctrico, el ferrocarril (ya conocido en el siglo XIX) y la aviación, facilitaron la transformación de cuerpos inmóviles en cuerpos veloces, capaces de ir al ritmo ferviente del capitalismo mundial. A partir de allí, Castro-Gómez elabora el concepto de «dispositivo de movilidad», el cual inscribió a gran parte de la población bogotana en unos juegos de poder y verdad donde el movimiento adquirió determinadas propiedades y cualidades. Este dispositivo facilitó un tipo de gobierno económico sobre las poblaciones a través de mecanismos que permitían liberar la fuerza de trabajo de sus codificaciones locales con miras a ser ofrecida en la universalidad abstracta del mercado. Sin embargo, no todo debía moverse a su libre albedrío. La biopolítica que encarna la movilidad urbana se encargó también de estriar los movimientos de ciertos sectores de la población, como por ejemplo las mujeres y los obreros, dirigiéndolos hacia lugares donde no fueran un problema para los propósitos de las élites.

La constitución del homo urbano fue otro de los elementos que, gracias al urbanismo, ayudó a la emergencia de las subjetividades que estudia el libro. En efecto, si Bogotá quería ser una metrópoli similar a Nueva York, requería de ciudadanos acordes con el modo de vida urbano moderno, y para ello fue fundamental la construcción de un medio ambiente propicio para tal fin. Se fomentó la planeación de una ciudad que dejara atrás su pasado colonial/republicano: las élites comenzaron a abandonar el centro de la ciudad para alojarse hacia el norte de la misma en sectores todavía por urbanizar. Los barrios de Teusaquillo y Chapinero eran el lugar donde el desarraigo cultural de las élites con su pasado sería realizable, mientras que el sector del sur terminó acogiendo a la población más pobre de la capital. Se traza, entonces, la frontera entre ricos y pobres, ya no sobre la base del linaje de la sangre, como había ocurrido en la colonia, sino sobre el paradigma de la riqueza. El norte pasa a ser el espacio de la modernidad, mientras que el centro y el sur continuaron siendo el espacio colonial de antaño, aquello que debía ser «rebasado» por el progreso. Es allí donde el urbanismo adquiere gran importancia en la medida en que surge la pregunta por cómo gobernar a una población, mayoritariamente obrera, que también necesitaba movilizarse. El City Planning era en realidad una tecnología de gobierno sobre la población a través de la producción de ambientes urbanos: calles amplias y pavimentadas, parques, viviendas en condiciones higiénicas, servicio de transporte urbano, comercio, etc. Toda una estrategia biopolítica que sectorizó a las clases sociales sobre la base del trabajo y la higiene.

Para Castro-Gómez, la mayor de las fantasías suscitadas en la época fue la construcción del estado moderno por parte de la élite política del momento. En el fondo de la producción cinética de la población que mira hacia la implementación de la sociedad del trabajo, y de la estrategia de defensa frente a unos «otros» que se movilizaban de manera sospechosa e incómoda, aparece el Estado como instancia articuladora de todos los movimientos. La soberanía estatal debía garantizar que la multiplicidad de movimientos convergieran en una unidad legitimada por la figura del pueblo. De allí que la pregunta por el cómo gobernar la población implicaba poner en marcha una serie de tecnologías de intervención estatal a través de las cuales esa población se convirtiera en pueblo soberano. Dos posturas fueron importantes: la primera, tomó como centro de sus reflexiones el «hacer vivir» a un sector de la población, pero «dejando morir» a la otra parte, reactualizando así la vieja tecnología de la limpieza de sangre (dispositivo de blancura), mediante una política sistemática de inmigración que pretendía mejorar la «caduca» raza colombiana. La segunda, por el contrario, no se concentra en el tema de las razas sino en la conducción de la conducta, a través de la gestión de la vida de la población colombiana en su conjunto, generando las condiciones medioambientales que le permitieran moverse «libremente» y por tanto desear la ley. Esta segunda tecnología, que fue la que logró instalarse durante la década de los treinta, minimizó los riesgos que impedían a la población incursionar en la emergente sociedad del trabajo.

En conexión con los símbolos e imágenes que se difundieron en la exposición de 1910, la década del veinte trajo consigo todo un arsenal tecnológico que tenía como propósito interpelar los deseos de la población. La publicidad, la moda y las diversiones se configuraron como prácticas que sujetaron a las personas al imperativo del trabajo, encontrando allí el medio para satisfacer unas supuestas necesidades y carencias. Castro-Gómez traza la genealogía de una estética del consumo como elemento clave para la consolidación del capitalismo en Colombia en el seno de las élites ciudadanas y de un sector de la clase trabajadora. De esta manera, el consumo de sensaciones, emociones e imágenes hizo que un sector de la población bogotana se sintiera parte de una comunidad cosmopolita que deseaba tener vivienda propia (o crédito para construirla), trabajo fijo, automóvil, vacaciones, poder vestir a la moda, vivir saludablemente y entretenerse.

Finalmente, considero que el libro de Santiago Castro-Gómez logra evidenciar la cara oculta de una parte de la historia colombiana, que muchos intelectuales desconocen. Utilizando las herramientas teóricas de pensadores tan diferentes como Aníbal Quijano, Deleuze y Guattari, Michel Foucault, Peter Sloterdijk y Maurizio Lazzarato, entre los más sobresalientes, Castro-Gómez logra con su investigación no sólo mostrar la importancia que los discursos de las élites bogotanas de principios del siglo XX tuvieron en la construcción social, cultural y política del país, sino dar cuenta de las prácticas que hoy constituyen la experiencia de buena parte de los colombianos en la época de la mundialización del capital. Su libro puede ser visto legítimamente como una ontología del presente. Pero más que un trabajo que intenta indagar por la emergencia de determinados dispositivos, los Tejidos Oníricos pueden ser leídos desde la perspectiva de lo que alguna vez el escritor Manuel Zapata Olivella llamó la descolonización mental. En tiempos del bicentenario de la «independencia» de Colombia, cuando abundan los discursos celebratorios, necesitamos pensar en lo que algunos pensadores latinoamericanos han llamado el «proyecto inconcluso de la decolonialidad». A mi modo de ver, el libro de Castro-Gómez avanza claramente en ese propósito.

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1Filósofo y profesor del Departamento de Lenguas de la Facultad de Comunicación Social.

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