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Tabula Rasa
Print version ISSN 1794-2489
Tabula Rasa no.20 Bogotá Jan./June 2014
Una imagen de África: racismo en El corazón de las tinieblas de conrad1
An Image of África: Racism in Conrad's Heart of Darkness
Uma imagem da África: racismo em O coração das trevas de Conrad
Chinua Achebe
En el otoño de 1974 caminaba desde el Departamento de inglés de la universidad de Massachusetts hasta un parqueadero. Era una linda mañana de otoño que me animaba a ser amistoso con los extraños que encontraba. Jóvenes vigorosos se afanaban en todas las direcciones; era obvio que muchos de ellos eran estudiantes de primeros semestres en sus arrebatos iniciales de entusiasmo. Un hombre mayor que iba en la misma dirección que la mía se volvió hacia mí y me señaló que cada vez eran más jóvenes. Estuve de acuerdo. Luego me preguntó si yo también era estudiante. Le dije que no, que era profesor. ¿Qué enseñaba? Literatura africana. Dijo que eso era gracioso porque conocía un tipo que también enseñaba la misma cosa o, quizás, historia africana en una universidad cercana. Siempre lo sorprendía, continuó diciendo, porque nunca había pensado que África tuviera ese tipo de cosas, usted sabe. Para entonces yo estaba caminando mucho más rápido. Oh, bueno, lo oí diciendo finalmente, detrás de mí: «Supongo que debo tomar su curso para enterarme».
Unas pocas semanas después recibí dos cartas muy conmovedoras de estudiantes de bachillerato de Yonkers, nueva York, quienes —bendecido sea su maestro— acababan de leer Todo se desmorona.2 Uno de ellos estaba particularmente feliz de conocer las costumbres y supersticiones de una tribu africana.
Propongo sacar de estos encuentros más bien triviales conclusiones más bien profundas que, a primera vista, parecerían desproporcionadas con respecto a ellos. Pero sólo a primera vista.
El joven de Yonkers, quizás debido a su edad pero yo creo que también por razones mucho más profundas y más serias, es obviamente inconsciente de que la vida de los miembros de su propia tribu en Yonkers, Nueva York, también está llena de costumbres extrañas y de supersticiones y, como cualquier otra persona en su cultura, imagina que necesita un viaje a África para encontrar esas cosas.
La otra persona, de mi misma edad, no puede ser excusada debido a sus años. La ignorancia puede ser una razón más probable pero en este asunto también creo que se trata de algo más deliberado que la simple ignorancia. Porque ¿no dijo, también, ese erudito historiador británico y Profesor Real de Oxford, hugh Trevor-Roper, que la historia africana no existía?
¿Qué hay en estas declaraciones que sea más que inexperiencia juvenil, más que la falta de un conocimiento fáctico? en pocas palabras, se trata del deseo—o de la necesidad— de la psicología Occidental por establecer a África como contraste de europa, como un lugar de negaciones al mismo tiempo remoto y vagamente familiar en comparación con el cual se manifestaría el estado de gracia espiritual de europa.
Esta necesidad no es nueva, lo que debería aliviar a todos de una responsabilidad considerable y, quizás, incluso hacernos ver este fenómeno desapasionadamente. No quiero, ni tengo la capacidad, de hacer eso con las herramientas de las ciencias sociales y biológicas sino, más simplemente, como un novelista que responde a un famoso libro europeo de ficción, El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, que despliega, mejor que cualquier otro libro que conozca, ese deseo y esa necesidad de Occidente que acabo de mencionar. Desde luego, hay muchos libros dedicados al mismo propósito pero muchos de ellos son tan obvios y tan toscos que poca gente se preocupa por ellos en esta época. Conrad, en cambio, es, sin duda, uno de los grandes estilistas de la ficción moderna y un buen contador de relatos, además. Su contribución, por lo tanto, cae, automáticamente, en una clase diferente —literatura permanente—, leída y enseñada y evaluada, constantemente, por académicos serios. El corazón de las tinieblas está tan seguro hoy que un conocido estudioso de Conrad lo ha situado «entre las seis más grandes novelas cortas de la lengua inglesa».3 Más adelante regresaré a esta opinión crítica porque puede modificar, seriamente, mis suposiciones anteriores sobre quién puede ser o no ser culpable de las cosas de las que hablaré ahora.
El corazón de las tinieblas proyecta la imagen de África como «el otro mundo» la antítesis de europa y, por lo tanto, de la civilización, un lugar donde la inteligencia y el refinamiento humanos, tan pregonados, son finalmente burlados por una bestialidad triunfante. El libro inicia en el río Támesis, tranquilo, descansando plácidamente «al final del día después de años de buen servicio a la raza que puebla sus orillas».4 Pero la historia real tiene lugar en el río Congo, la antítesis del Támesis. El Congo no es, sin duda, un Río emérito. No ha prestado ningún servicio y no goza de pensión por vejez. Se nos dice que «subir por ese río era como retroceder a los comienzos del mundo».
¿Está diciendo Conrad, entonces, que estos dos ríos son muy diferentes, uno bueno, el otro malo? Sí, pero ese no es el asunto importante. No es la diferencia la que preocupa a Conrad sino el acechante indicio de parentesco, de un ancestro común. Porque el Támesis también «ha sido uno de los lugares oscuros de la Tierra». Conquistó su oscuridad, desde luego, y ahora está en la luz del día y en paz. Pero si fuera a visitar a su pariente primordial, el Congo, correría el terrible riesgo de oír ecos grotescos de su propia oscuridad olvidada y de ser víctima de un recrudecimiento vengador del frenesí sin sentido de los primeros tiempos.
Estos ecos sugestivos abarcan la famosa evocación que hace Conrad de la atmósfera africana en El corazón de las tinieblas. En últimas, su método equivale a poco más de una repetición ritualista continua, pesada y falsa de dos frases antitéticas, una sobre el silencio y la otra sobre el frenesí. Podemos inspeccionar muestras de esto en las páginas 103 y 105 de la edición de la new american Library: (1) Era la quietud de una fuerza implacable cerniéndose sobre una intención inescrutable, y (2) El vapor avanzó, fatigosamente, a lo largo del borde de un frenesí negro e incomprensible. Desde luego, hay un juicioso cambio de adjetivo de cuando en cuando, tanto así que en vez de inescrutable, por ejemplo, uno encuentra indecible, incluso simplemente misterioso, etc., etc.
Hace años F. R. Leavis, el crítico ingles con ojo de águila, llamó la atención sobre la «insistencia adjetiva [de Conrad] en un misterio inexpresable e incomprensible». Esa insistencia no debe tomarse a la ligera, como muchos críticos han tendido a hacer, como una simple falla estilística, porque plantea preguntas serias sobre la buena fe artística. Cuando un escritor que pretende registrar escenas, incidentes y su impacto está, en realidad, decidido a inducir estupor hipnótico en sus lectores a través de un bombardeo de palabras emotivas y otras formas de engaño hay mucho más en juego que sólo felicidad estilística. Generalmente, los lectores normales están bien armados para detectar y resistir una actividad solapada de ese tipo. Pero Conrad escogió bien su tema — uno que, estaba garantizado, no lo pondría en conflicto con la predisposición psicológica de sus lectores ni plantearía la necesidad de que lidiara con su resistencia. Conrad eligió el papel de proveedor de mitos consoladores.
Sin embargo, los pasajes más interesantes y reveladores de El corazón de las tinieblas son sobre personas. Tengo que implorar la indulgencia de mi lector para citar casi una página entera de la parte media del relato, cuando los representantes de europa que van en un barco de vapor que navega río abajo por el Congo encuentran a los habitantes de África:
Éramos nómadas en una tierra prehistórica, en una tierra que tenía el aspecto de un planeta desconocido. Podríamos habernos imaginado como los primeros hombres que tomaban posesión de una herencia maldita, sometida a costa de angustia profunda y esfuerzo excesivo. Pero de repente, mientras avanzábamos con dificultad por un recodo del río, vislumbramos paredes de juncos, techos de paja puntudos, una explosión de gritos, un torbellino de extremidades negras, una masa de manos aplaudiendo, de pies golpeando el suelo, de cuerpos balanceándose, de ojos en blanco, bajo la caída de follaje denso e inmóvil. El vapor avanzó, fatigosamente, a lo largo del borde de un frenesí negro e incomprensible. ¿el hombre prehistórico nos estaba maldiciendo, rogando, dándonos la bienvenida? Quién sabe. Estábamos incapacitados para comprender lo que nos rodeaba; nos deslizábamos como fantasmas, asombrados y secretamente espantados, como estarían los hombres cuerdos ante el brote de entusiasmo en una casa de locos. No podíamos entender porque estábamos demasiado lejos y no podíamos recordar porque estábamos viajando en la noche de los primeros tiempos, de edades desaparecidas, que apenas dejan huellas —pero no recuerdos. La tierra parecía sobrenatural. Estamos acostumbrados a considerar la forma encadenada de un monstruo conquistado pero allí, allí se podía ver algo monstruoso y libre. Era sobrenatural y los hombres eran... No, no eran inhumanos. Bueno, ya sabes, eso fue lo peor de todo, esta sospecha de que no fueran inhumanos. Esa sospecha surgía lentamente. Aullaban y saltaban y giraban y hacían muecas horribles pero lo estremecedor era la idea de su humanidad, como la de uno, la idea de su parentesco remoto con este alboroto salvaje y apasionado. horrible. Sí, era bastante horrible; pero si usted fuera suficientemente hombre admitiría que tenía una leve huella de respuesta a la terrible franqueza de ese ruido, una vaga sospecha de que todo eso tenía un significado que usted, usted, tan lejos de la noche de los primeros tiempos, podía comprender (pp. 105-106).
Aquí radica el significado de El corazón de las tinieblas y la fascinación que ejerce sobre la mente Occidental: «...lo estremecedor era la idea de su humanidad, como la de uno... horrible».
Después de habernos mostrado la masa africana Conrad se centra, media página después, en un ejemplo específico, dándonos una de sus raras descripciones de un africano que no es sólo miembros u ojos en blanco:
A ratos tenía que vigilar al salvaje que llevábamos como fogonero. Era un espécimen mejorado; podía prender una caldera vertical. Estaba debajo de mí y, lo juro, mirarlo era tan edificante como ver a un perro en una parodia, con pantalones y sombrero de plumas, caminando en sus miembros traseros. Unos pocos meses de entrenamiento habían sido muy útiles. Dio un vistazo a los medidores de vapor y de agua con un evidente esfuerzo de intrepidez —y también había afilado sus dientes, el pobre diablo, y la lana de su coronilla cortada en patrones extraños, y tres cicatrices ornamentales en cada mejilla. Debería haber estado batiendo palmas y golpeando con los pies en la orilla del río; en vez de ello era bueno en el trabajo, esclavo de una brujería extraña, lleno de un conocimiento mejorado (p. 106).
Como todos saben Conrad es un romántico, además. Puede no exactamente admirar a los salvajes que aplauden y golpean con sus pies pero ellos tienen el mérito, por lo menos, de estar en su lugar, a diferencia de este perro en una parodia de pantalones. Para Conrad es muy importante que las cosas estén en su lugar.
«Tipos buenos —caníbales— en su lugar», nos dice intencionadamente. La tragedia comienza cuando las cosas abandonan su lugar acostumbrado, como cuando europa deja su plaza fuerte, segura entre la policía y el panadero, para echar un vistazo en el corazón de las tinieblas.
Antes de que la historia nos lleve a la cuenca del Congo recibimos esta linda viñeta como un ejemplo de las cosas en su lugar:
De vez en cuando un bote de la orilla nos daba un momentáneo contacto con la realidad. Los remeros eran negros. De lejos se podía ver el blanco de sus ojos brillando. Gritaban y cantaban; sus cuerpos estaban bañados en sudor; las caras de estos tipos eran como máscaras grotescas pero tenían hueso, músculo y una vitalidad salvaje, una intensa energía de movimiento que era tan natural y verdadera como las olas a lo largo de su costa. No necesitaban excusa para estar allí. Mirarlos era reconfortante (p. 78).
Hacia el final del relato, inesperadamente, Conrad prodiga una página entera a una mujer africana que, evidentemente, ha sido una especie de amante del señor Kurtz y ahora preside (si se me permite una pequeña libertad), como un misterio formidable, la inexorable inminencia de su partida:
Era fiera y espléndida, con ojos salvajes y magníficos... Nos miraba, de pie y sin moverse, y como la selva misma, con un aire de que estaba considerando un propósito inescrutable (p. 137).
Esta amazona está dibujada con detalle considerable, aunque predecible, por dos razones. En primer lugar, está en su lugar y así obtiene la aprobación especial de Conrad. En segundo lugar, cumple una exigencia estructural de la narración, ser una contraparte salvaje de la refinada mujer europea con la que termina el texto:
Ella se adelantó, toda de negro con la cabeza pálida, flotando hacia mí en el atardecer. Estaba de luto... Tomó mis manos entre las suyas y murmuró: «había oído que usted venía»... Tenía una capacidad madura para la fidelidad, para la creencia, para el sufrimiento (p. 111).
La diferencia en la actitud del novelista hacia estas dos mujeres se transmite de tantas maneras directas y sutiles como para que necesite más elaboración. Pero quizás la diferencia más significativa está implicada en la forma como Conrad otorga expresión humana a una de ellas y la niega a la otra. Evidentemente, no es parte del propósito de Conrad dar lenguaje a las «almas rudimentarias» de África. En vez de lenguaje hacían «un violento balbuceo de sonidos extraños». «intercambiaban cortas frases de gruñidos», incluso entre ellos, pero la mayor parte del tiempo estaban demasiado ocupados con su frenesí. Sin embargo, hay dos momentos en el libro cuando Conrad abandona un poco su costumbre y confiere habla, incluso habla inglesa, a los salvajes. El primero ocurre cuando el canibalismo los domina:
«Cójanlos», gritó, abriendo sus ojos inyectados en sangre y con un destello de dientes blancos afilados. «Cójanlos. Entréguenlos a nosotros». «¿a ustedes, no?», pregunté, «¿qué harían con ellos?» «¡Comerlos!» dijo (p. 148).
El otro momento es el famoso anuncio: «Mistah Kurtz, él muerto» (p. 153). A primera vista estos casos podrían confundirse con anuncios inesperados de generosidad por parte de Conrad. En realidad, son algunos de sus mejores ataques. En el caso de los caníbales los gruñidos incomprensibles que, hasta ahora, les servían para hablar de pronto resultan insuficientes para el propósito de Conrad de permitir que los europeos vean el ansia indecible en sus corazones. Al sopesar la necesidad de coherencia en la representación de las bestias mudas frente a las ventajas sensacionales de lograr su condena por medio de la evidencia clara e inequívoca que sale de su propia boca, Conrad eligió la segunda opción. En cuanto al anuncio de la muerte del señor Kurtz por «la insolente cabeza negra que estaba en la puerta» ¿qué mejor o más adecuado finis pudo ser escrito en los cuentos de terror de ese niño caprichoso de la civilización que voluntariamente había dado su alma a los poderes de las tinieblas y «ocupado un sitial elevado entre los demonios de la tierra» que la proclamación de su muerte física por las fuerzas a las que se había unido?
Podría alegarse, por supuesto, que la actitud hacia los africanos en El corazón de las tinieblas no es de Conrad sino de su narrador ficticio, Marlow, y que, lejos de refrendarla, Conrad podría estar sometiéndola a ironía y crítica. De hecho, Conrad parece esforzarse considerablemente para crear capas de aislamiento entre él y el universo moral de su narración. Tiene, por ejemplo, un narrador detrás de un narrador. El narrador principal es Marlow pero su relato nos llega a través del filtro de una segunda persona, que está en la sombra. Pero si la intención de Conrad es trazar un cordon sanitaire entre él y el malestar moral y psicológico de su narrador me parece que su cuidado es totalmente desaprovechado porque se niega a insinuar, clara y adecuadamente, un marco de referencia alternativo por el cual podamos juzgar las acciones y opiniones de sus personajes. No hubiera estado fuera del poder de Conrad hacerlo, si lo hubiera considerado necesario. Me parece que Conrad aprueba a Marlow, sólo con pequeñas reservas —un hecho reforzado por la estrecha similitud entre sus dos carreras.
Marlow llega a nosotros no sólo como testigo de la verdad sino como alguien que comparte las ideas avanzadas y humanas de la tradición liberal inglesa que exigía a todo inglés decente estar profundamente impresionado por las atrocidades cometidas en bulgaria o en el Congo del rey Leopoldo de bélgica o en cualquier otra parte. Así, Marlow es capaz de arrojar sentimientos tan compasivos como estos:
Todos estaban muriendo lentamente, era muy claro. No eran enemigos, no eran criminales, ahora no eran nada terrenal, sólo sombras negras de enfermedad y hambre, yaciendo, confusamente, en la penumbra verdosa. Traídos desde todos los rincones de la costa bajo la legalidad de los contratos a destajo, perdidos en ambientes desagradables, alimentados con comida desconocida, se enfermaban, se volvían ineficientes y después se les permitía alejarse arrastrándose para descansar (p. 82).
El tipo de liberalismo propugnado aquí por Marlow/Conrad tocó a las mejores mentes de la época en inglaterra, europa y américa. Tomó formas diferentes en las mentes de gente diferente pero casi siempre se las arregló para eludir la cuestión fundamental de la igualdad entre los blancos y los negros. Ese extraordinario misionero, albert Schweitzer, quien sacrificó brillantes carreras en música y teología en europa por una vida de servicio a los africanos en la misma zona sobre la que escribe Conrad, personifica la ambivalencia. En un comentario que ha sido citado a menudo Schweitzer dice: «el africano es, de hecho, mi hermano, pero mi hermano menor». Así procedió a construir un hospital adecuado a las necesidades de los hermanos menores con normas de higiene que recuerdan la práctica médica antes de que surgiera la teoría de los gérmenes de las enfermedades. Naturalmente, se convirtió en una sensación en europa y américa. Acudieron peregrinos —y creo que aún acuden, incluso después de su muerte— para presenciar el milagro prodigioso en Lambaréné, en el borde de la selva virgen.
Sin embargo, el liberalismo de Conrad no lo hubiera llevado tan lejos como el de Schweitzer. No hubiera usado la palabra «hermano», ni siquiera de una manera limitada; lo más lejos que llegó fue usar la palabra «parentesco». Cuando el timonel africano de Marlow cae herido con una lanza en su corazón da a su amo blanco una última mirada inquietante:
Y la profundidad íntima de esa mirada que me dio cuando recibió su herida permanece hasta hoy en mi memoria —como un reclamo de un parentesco lejano afirmado en un momento supremo (p. 124).
Es importante señalar que Conrad, siempre tan cuidadoso con sus palabras, no está hablando tanto de parentesco lejano como de alguien que lo reclama. El hombre negro formula un reclamo casi intolerable para el hombre blanco. Es la formulación de ese reclamo lo que asusta y, al mismo tiempo, fascina a Conrad, «la idea de su humanidad, como la de uno... horrible».
El propósito de mis observaciones debe ser muy claro a estas alturas, es decir, que Joseph Conrad era un completo racista. Que esta simple verdad sea pasada por alto en las críticas a su obra se debe al hecho de que el racismo blancocontra África es una forma tan habitual de pensar que sus manifestaciones pasan completamente desapercibidas. Los estudiosos de El corazón de las tinieblas a menudo le dirán que Conrad no se preocupa tanto por África como por el deterioro de una mente europea provocado por la soledad y la enfermedad. Dirán que en el relato Conrad es, en todo caso, menos caritativo con los europeos que con los nativos, que el propósito del relato es ridiculizarla misión civilizadora de europa en África. Un estudioso de Conrad me dijoen escocia que África no es más que un escenario para la desintegración de la mente del señor Kurtz.
Lo cual es, en parte, el asunto. África como escenario y telón de fondo que elimina al africano como factor humano. África como un campo de batalla metafísico desprovisto de cualquier humanidad reconocible, donde el europeo errante entra por su cuenta y riesgo. ¿es que nadie puede ver la absurda y perversa arrogancia en reducir así a África al papel de puntal de la ruptura de una mente europea mezquina? Pero ese ni siquiera es el punto. La verdadera cuestión es la deshumanización de África y de los africanos que ha fomentado y sigue fomentando esta actitud secular en el mundo. Y la pregunta es si una novela que celebra esta deshumanización, que despersonaliza una parte de la raza humana, pueda ser llamada una gran obra de arte. Mi respuesta es: no, no puede.
No dudo de los grandes talentos de Conrad. Incluso El corazón de las tinieblas tiene sus pasajes y momentos memorables:
Aquellas grandes extensiones se abrían ante nosotros y volvían a cerrarse, como si la selva hubiera entrado relajadamente en el agua para impedir nuestro regreso.
Su exploración de la mente de los personajes europeos es usualmente penetrante y aguda. Pero todo eso ha sido suficientemente discutido en los últimos cincuenta años. Sin embargo, su obvio racismo no ha sido abordado. ¡Y ya era hora de que lo hubiera sido!
Conrad nació en 1857, el mismo año en que los primeros misioneros anglicanos llegaron a mi pueblo en nigeria. En realidad no fue su culpa que viviera en la época en que la reputación del hombre negro estaba en un nivel particularmente bajo. Pero incluso aceptando las influencias que pudieron tener los prejuicios de la época sobre su sensibilidad aún persiste en la actitud de Conrad un residuo de antipatía hacia la gente negra que sólo su psicología peculiar puede explicar. Su relato de su primer encuentro con un hombre negro es muy revelador:
Un enorme macho negro encontrado en haití fijó mi concepción de una rabia ciega, furiosa e irracional, manifestada en el animal humano hasta el final de mis días. Años después aún solía soñar con ese negro.5
Ciertamente Conrad tenía un problema con los negros. Su excesivo amor por esa palabra [nigger] debería interesar a los psicoanalistas. A veces su obsesión por lo negro es igualmente interesante, como en esta breve descripción: «una figura negra se levantó, dando zancadas con largas piernas negras y agitando brazos largos y negros» (p. 142) —¡como si pudiéramos esperar una figura negra caminando con piernas negras y agitando brazos blancos! Pero así es la implacable obsesión de Conrad.
Como un asunto de interés, Conrad nos da en A personal record lo que equivale a una pieza de acompañamiento para el macho negro de haití. A la edad de dieciséis años Conrad encontró su primer inglés en europa. Lo llama «mi inolvidable inglés» y lo describe de la siguiente manera:
(sus) pantorrillas expuestas a la mirada pública... Deslumbraron al espectador por el esplendor de su marmórea condición y su tono intenso de marfil joven... La luz de una satisfacción exaltada e impetuosa con el mundo de los hombres... Iluminó su rostro... Y los ojos triunfantes. Al pasar echó una mirada de curiosidad amable y un brillo amistoso de grandes dientes sanos y brillantes... Sus pantorrillas blancas centellearon con solidez.6
El amor y el odio irracionales codeándose en el corazón de aquel hombre talentoso y atormentado. Pero mientras que el amor irracional puede, en el peor de los casos, producir indiscreciones tontas el odio irracional puede poner en peligro la vida de la comunidad. Naturalmente, Conrad es un sueño para los críticos psicoanalíticos. Quizás el estudio más detallado de Conrad en este sentido fue hecho por el médico bernard C. Meyer. En su extenso libro Meyer sigue todas las pistas concebibles (y algunas veces las inconcebibles) para explicar a Conrad. Por ejemplo, hace largas disquisiciones sobre el significado de su corte de pelo. Sin embargo, no dedica ni siquiera una palabra a su actitud hacia la gente negra. Ni siquiera la discusión sobre su antisemitismo fue suficiente para desencadenar en la mente del Dr. Meyer esos otros pensamientos oscuros y explosivos. Lo que sólo nos lleva a suponer que los psicoanalistas occidentales deben considerar absolutamente normal el tipo de racismo mostrado por Conrad, a pesar del importante trabajo hecho por Frantz Fanon en los hospitales psiquiátricos en la argelia francesa.
Cualquiera que hayan sido los problemas de Conrad usted podría decir que ahora está a salvo porque está muerto. Muy cierto. Por desgracia, su corazón de las tinieblas nos afecta todavía. Es por eso que un libro ofensivo y totalmente deplorable puede ser descrito por un académico serio como «una de las mejores seis novelas cortas en inglés». Por esa misma razón hoy es, quizás, la novela usada con más frecuencia en los cursos de literatura del siglo XX en los Departamentos de inglés de las universidades norteamericanas.
Lo que he dicho hasta ahora puede ser impugnado, probablemente, en dos terrenos. El primero es que no es asunto de la ficción complacer a la gente sobre quien se escribe. Voy a aceptarlo. Pero no estoy hablando de agradar a la gente. Estoy hablando de un libro que muestra, de la manera más vulgar, prejuicios e insultos por cuenta de los cuales una parte de la humanidad ha sufrido incontables agonías y atrocidades en el pasado y continúa sufriéndolas en muchos aspectos y en muchos lugares hoy en día. Estoy hablando de una narración en la que se cuestiona la humanidad de la gente negra.
Segundo, puedo ser refutado con hechos. Conrad, después de todo, navegó por el Congo en 1890, cuando mi padre era todavía un bebé de brazos. ¿Cómo podría levantarme más de cincuenta años después de su muerte y pretender contradecirlo? Mi respuesta es que, como hombre sensible, no tengo que aceptar las historias de cualquier viajero sólo porque yo no haya hecho ese mismo viaje. No confiaré en la evidencia, ni siquiera si es de un testigo presencial, cuando sospeche que es tan hostil como la de Conrad. Y también sabemos que Conrad fue, en palabras de su biógrafo, bernard C. Meyer, «notoriamente inexacto en la presentación de su propia historia».7
Pero mucho más importante es el abundante testimonio que podríamos reunir sobre los salvajes de Conrad si nos inclináramos por otras fuentes y que podría llevarnos a pensar que esta gente debió tener otras ocupaciones, además de fundirse en el bosque malvado o materializarse fuera de él sólo para atormentar a Marlow y su banda desalentada. Porque ocurre que poco después de que Conrad escribiera su libro tuvo lugar en el mundo artístico europeo un evento con consecuencias mucho más importantes. Así lo describió Frank Willett, un historiador de arte británico:
Gauguin había ido a Tahití, el acto individual más extravagante de recurrir a una cultura no europea en las décadas anteriores y posteriores a 1900, cuando los artistas europeos estaban ávidos por nuevas experiencias artísticas, pero no fue sino hasta 1904-1905 que el arte africano comenzó a hacer su impacto distintivo. Una pieza todavía se puede identificar; es una máscara que había sido dada a Maurice Vlaminck en 1905. Él escribió que Derain quedó «sin habla» e «impactado» cuando la vio; la compró a Vlaminck y, después, la mostró a Picasso y Matisse, quienes también fueron afectados por ella. Ambroise Vollard la pidió prestada y logró que le hicieran una copia en bronce... ¡estaba en marcha la revolución del arte del siglo XXI8
La máscara en cuestión había sido hecha por otros salvajes que vivían justo al norte del río Congo de Conrad. También tienen nombre, pueblo Fang, y están, sin duda, entre los grandes maestros mundiales de la escultura. El evento referido por Frank Willett marcó el comienzo del cubismo y la infusión de nueva vida en el arte europeo que había perdido toda su fuerza.
Con esto quiero sugerir que la imagen que hace Conrad de los pueblos del Congo parece groseramente inadecuada, incluso en el apogeo de su sujeción a los destrozos producidos por la international association for the Civilization of Central africa del rey Leopoldo.
Los viajeros de mente cerrada pueden decirnos muy poco, excepto sobre ellos mismos. Pero incluso quienes no están cegados por la xenofobia, como Conrad, pueden ser sorprendentemente ciegos. Permítanme desviarme un poco del argumento. Uno de los más grandes e intrépidos viajeros de todos los tiempos, Marco Polo, viajó al Lejano Oriente desde el Mediterráneo en el siglo Xiii y pasó veinte años en la corte de Kublai Khan en China. A su regreso a Venecia escribió en el libro titulado Descripción del mundo sus impresiones sobre los pueblos, lugares y costumbres que había visto. Pero hubo dos omisiones extraordinarias en su relato. No dijo nada sobre el arte de la impresión, desconocido entonces en europa pero en pleno desarrollo en China. No se dio cuenta de él y si lo hizo no vio cómo europa podía utilizarlo. En cualquiera caso, europa tuvo que esperar otros cien años por Gutenberg. Pero aún más espectacular fue la omisión de Marco Polo de toda referencia a la Gran Muralla China, de cerca de 6.500 kilómetros de largo y ya con más de 1.000 años de antigüedad en el momento de su visita. Quizás tampoco la vio, ¡pero la Gran Muralla China es la única estructura construida por el hombre que es visible desde la luna! Sí, los viajeros pueden estar ciegos.
Como he dicho antes Conrad no inventó la imagen de África que se encuentra en su libro. Era y es la imagen dominante de África en la imaginación Occidental y Conrad sólo aportó los dones peculiares de su mente para influir sobre ella. Por razones que, sin duda, puede utilizar una investigación psicológica rigurosa Occidente parece sufrir ansiedades profundas acerca de la precariedad de su civilización y necesitar reafirmación constante por medio de su comparación con África. Si europa, avanzando en civilización, podía echar una mirada hacia atrás, periódicamente, a África, atrapada en una barbarie primordial, podía decir con fe y sentimiento: yo también pude haber sufrido un destino similar pero no sucedió así gracias a la misericordia de Dios. África es a europa lo que el retrato es a Dorian Gray —un portador en quien el amo descarga sus deformidades físicasy morales para poder seguir adelante, erguido e impecable. Por lo tanto, África es algo que debe evitarse, así como el retrato tiene que ser escondido para salvaguardarla arriesgada integridad del hombre. ¡Manténgase lejos de África o aténgase a las consecuencias! el señor Kurtz de El corazón de las tinieblas debería haber tenido en cuenta esta advertencia y el horror que acechaba en su corazón habría mantenido su lugar, encadenado a su guarida. Pero él, tontamente, se expuso a la irresistible seducción salvaje de la selva y, ¡he aquí!, las tinieblas lo encontraron.
Inicialmente había pensado terminar este ensayo agradablemente, con una nota positiva apropiada con la cual sugeriría, desde mi posición de privilegio en la cultura africana y occidental, algunas ventajas que Occidente podría obtener de África una vez que hubiera liberado su mente de viejos prejuicios y comenzara a mirar a África no a través de una neblina de distorsiones y mistificaciones baratas sino, simplemente, como un continente con gente —no ángeles, pero tampoco almas rudimentarias—, simplemente gente, a menudo personas talentosas y con frecuencia sorprendentemente exitosas en sus empresas con la vida y la sociedad. Pero como pensé más en la imagen estereotipada, sobre su control y su omnipresencia, sobre la tenacidad deliberada con la que Occidente la aferra a su corazón; cuando pensé en la televisión, el cine y los periódicos occidentales, en los libros que se leen en las escuelas y fuera de ellas, en las iglesias que predican a bancas vacías sobre la necesidad de enviar ayuda a los paganos en África, me di cuenta de que no era posible un optimismo fácil. Y había algo totalmente equivocado en ofrecer sobornos a Occidente a cambio de su buena opinión sobre África. En última instancia el abandono de pensamientos insanos debe ser su única recompensa. Aunque en este texto he utilizado la palabra deliberada unas cuantas veces para caracterizar la visión Occidental sobre África bien puede ser que lo que ocurre en esta etapa sea más afín a la acción refleja que a la malicia calculada. Lo que no hace la situación más sino menos esperanzadora.
El Christian Science Monitor, un periódico más ilustrado que muchos otros, publicó alguna vez un interesante artículo escrito por su editor de educación sobre los graves problemas psicológicos y de aprendizaje que enfrentan los niños que hablan un idioma en casa y luego van a la escuela donde se habla un idioma diferente. Era un artículo de gran alcance que mencionaba a los niños que hablan español en estados unidos, a los hijos de los trabajadores migrantes italianos en alemania, al fenómeno del cuatrilingüismo en Malasia, etc. Y todo esto mientras el artículo habla, inequívocamente, sobre el idioma. Pero entonces, de repente, aparece esto: «en Londres hay una enorme inmigración de niños que hablan dialectos hindúes o de nigeria o algún otro idioma nativo».8 Me parece que la introducción de la palabra dialectos, técnicamente errónea en ese contexto, es casi un acto reflejo causado por un deseoinstintivo del escritor por rebajar el debate al nivel de África y la india. Y esto es comparable a la negativa de Conrad de dar un idioma a sus almas rudimentarias. El lenguaje es demasiado importante para esos tipos; ¡por eso vamos a darles dialectos!
En todo este asunto no sólo se ejerce, inevitablemente, una violencia sobre la imagen de gentes despreciadas sino sobre las palabras, las herramientas de una posible reparación. Consideren la expresión «lengua nativa» en la cita anterior. Sin duda, la única lengua nativa posible en Londres es el llamado inglés cockney.10 Pero nuestro escritor quiere significar algo más —algo apropiado para los sonidos que hacen los indios y los africanos.
Aunque el trabajo de reparación que necesita ser hecho pueda parecer demasiado desalentador, me parece que nunca es tarde para comenzar. Conrad vio y condenó la maldad de la explotación inconsciente del racismo en el que afilaba sus dientes de hierro. Pero las víctimas de la calumnia racista, que han tenido que vivir por siglos con la inhumanidad de que les ha hecho herederas, siempre han sabido mejor que cualquier visitante casual, incluso cuando viene cargado con los dones de un Conrad.
Pie de página
1Publicado originalmente en inglés en The Massachusetts Review 18(4):782-794, 1977. Los derechos de traducción fueron otorgados sobre la versión, ligeramente diferente, incluida en Hopes and impediments: selected essays, 19651987, una colección de ensayos de Achebe publicada en 1988. Traducción de Cristóbal Gnecco.
2Título en español de la novela de Achebe Things fall apart, publicada en 1958.
3Albert J. Guerard, introducción a Heart of darkness (Nueva York: New American Library, 1950), p. 9
4Joseph Conrad, Heart of darkness and The secret sharer (Nueva York: New American Library, 1950), p. 66; de aquí en adelante lo cito en el texto por número de página.
5Jonah Raskin, The mythology of imperialism (Nueva York: Random House, 1971), p. 143. Nota del traductor: la palabra que usa Conrad en este párrafo (y a la que alude Achebe a continuación) es nigger, una palabra derogatoria y agresiva usada en el mundo anglófono para referirse a la gente negra.
6Bernard C. Meyer, Joseph Conrad: a psychoanalytic biography (Princeton: Princeton University Press, 1967), p. 30.
7Ibid.
8Frank Willett, African art (Nueva York: Praeger, 1971), pp. 35-36.
9Christian Science Monitor, 25 de noviembre de 1974, p. 11.
10Nota del traductor: en este caso el término cockney refiere al tipo de inglés hablado por las personas de imperial pero fue extrañamente origen obrero que viven en East London.