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Tabula Rasa

Print version ISSN 1794-2489

Tabula Rasa  no.45 Bogotá Jan./Mar. 2023  Epub Aug 16, 2022

https://doi.org/10.25058/20112742.n45.11 

Artículos de Investigación

RACISMO, BLANQUIDAD Y PRIVILEGIOS RACIALES COMO CATEGORÍAS EN DISPUTA DURANTE LA COYUNTURA DEL PARO NACIONAL 2021, COLOMBIA 1

Racism, Whiteness, and Racial Privileges as Categories Contested During the Conjuncture of the 2021 National Strike in Colombia

Racismo, branquitude e privilégios raciais como categorias em disputa durante a conjuntura da greve nacional 2021, Colômbia

Verónica Cortés1 

1https://orcid.org/0000-0002-8639-7103 Estudiante de doctorado en Humanidades con énfasis en estudios culturales y crítica poscolonial de UAM-X. Universidad Autónoma Metropolitana de México Cveronicacs.4@gmail.com


Resumen

Este artículo explora de manera multiacentual el racismo, la blanquidad y los privilegios raciales como categorías en disputa durante la coyuntura del paro nacional 2021. Al mismo tiempo, se problematiza el racismo como categoría analítica necesaria pero insuficiente para abordar las experiencias de los privilegios raciales, en cuanto ventajas que conllevan la desigualdad, en una determinada coyuntura. Por ello, propone una mirada desde la blanquidad como una estructura configuradora de las formaciones sociales a partir de una (re)lectura de lo sucedido con la Minga Indígena y los habitantes de Ciudad Jardín, así como también del abuso racializado de la fuerza estatal en Siloé (dos barrios de la ciudad de Cali, Colombia). Con esto, la apuesta entonces es por visibilizar cómo la blanquidad y los privilegios raciales comprenden una suerte de no desigualdades estructurales para unos sujetos en menoscabo de otros.

Palabras clave blanquidad; blancura; clase social; privilegios raciales; racismo; Siloé; Ciudad Jardín, Cali

Abstract

This article explores multiple dimensions of racism, whiteness, and racial privilege as categories contested during the conjuncture of the national strike in 2021 in Colombia. In doing this, the article problematizes racism as an analytical category, since it turns out insufficient to address the experiences of racial privilege, as advantages that bring about inequality. Thus, it proposes to address whiteness as shaping social formations. This is done by drawing from a (re)reading of the clashes between the Indigenous minga and the residents of Ciudad Jardín, and the State’s racialized abuses in Siloé, which are two neighborhoods in the city of Cali, Colombia. This intends to visibilize how whiteness and racial privileges make up some sort of structural non-inequalities for some subjects at the expense of others.

Keywords whiteness; white; social class; racial privileges; racism; Siloé; Ciudad Jardín; Cali (Colombia)

Resumo

Este artigo estuda de maneira multiacentual o racismo, a branquidade e os privilégios raciais como categorias em disputa durante a conjuntura da greve nacional 2021, problematizando como o racismo, como categoria analítica, é necessário, mas insuficiente para abordar as experiências dos privilégios raciais, como vantagens que garantem a desigualdade, em uma determinada conjuntura. Por tanto, propõe um olhar desde a branquidade como uma estrutura configuradora das formações sociais a partir de uma (re)leitura do acontecido com a minga indígena e os habitantes de Ciudad Jardín, assim como também do abuso racializado da força estatal em Siloé (dois bairros da cidade de Cali, Colômbia). Assim, o que se propõe é visibilizar como a branquitude e os privilégios raciais compreendem uma espécie de não desigualdades estruturais para uns sujeitos em detrimento de outros.

Palavras-chave branquitude; brancura; classe social; privilégios raciais; racismo; Siloé; Ciudad Jardín; Cali

Introducción

En este artículo pretendo hacer una aproximación en clave de racismo, blanquidad y privilegios raciales sobre lo que sucedió entre los habitantes del barrio Ciudad Jardín y la Minga Indígena y el abuso racializado de la fuerza estatal en el barrio Siloé porque hacen parte de una coyuntura de movilización social que, si bien dejó al descubierto cómo opera el racismo, también expuso cómo operan las dinámicas de la blanquidad. Me interesa entonces exponer no solo la manera en la que las relaciones de clase y raza se entrecruzan histórica y culturalmente sino, de igual modo, me parece potente visibilizar cómo la experiencia racial resulta siendo una modalidad a través de la cual las relaciones de clase son vividas y experimentadas. En este orden de ideas, apuesto por una reflexión alrededor de la blanquidad como una lectura teórica y metodológica que permite acercarse a nuevas formas de comprensión de las coyunturas que nos configuran.

Para ello, desarrollaré una aproximación a lo sucedido a partir de unas primeras consideraciones sobre la raza para traer a la discusión cómo opera y cómo se disputa en el terreno de las jerarquías raciales. Luego, me interesa poner en tensión analíticamente el racismo como una lectura necesaria pero insuficiente para pensar, intervenir y para (des)articular unos lugares subordinados epistémica y políticamente que se quedan cortos para disputar los privilegios raciales como una forma de dominación. Así, propongo entonces una lectura contextual (Grossberg, 2009) como una estrategia de encuadre para hacer un análisis en clave de privilegios raciales de esta coyuntura en donde confluyen múltiples tensiones, fuerzas y corrientes que determinan las singularidades que configuran nuestro presente.

Finalmente, apuesto por la problematización de la blanquidad no como un fenómeno único en marcha a través del tiempo inalterado, sino que son múltiples blanquidades y privilegios raciales que surgen en circunstancias históricas específicas que no se comprenden aisladas de los contextos que las producen. Con esto quiero decir que, si bien me interesan las especificidades de estos casos, no se trata de particularizar lo universal ni universalizar lo particular, sino que mi objetivo es posicionarme desde una relación contextual que permita visibilizar las aristas y los hilos que tensionan y sujetan otra forma de leer nuestra coyuntura. No es en cualquier mundo ni en cualquier momento que estas expresiones del privilegio racial se hacen evidentes y por eso, me interesa releer de manera poscolonial, posicional y móvil unos hechos que aunque no son monolíticos, tampoco tienen una única forma de ser interpretados en aras de intervenir y comprender mejor cómo opera la raza, la blanquidad y los privilegios raciales en esta coyuntura particular en donde se disputa todavía la historicidad, el sentido y un sinnúmero de relaciones de poder.

Una folk category: la raza

Estoy sobredeterminado desde el exterior.

Frantz Fanon (1968, p.115)

El punto de partida para hacer una lectura articulada y multiacentual de los hechos ocurridos durante las movilizaciones en Cali es la raza. Stuart Hall dijo que para hablar de raza «uno debería empezar, entonces, desde el trabajo histórico concreto que [tanto la raza como] el racismo cumple[n] bajo ciertas condiciones históricas» (1980, p.337), ya que «el racismo [y la raza] no [son] una característica fundamental de las sociedades humanas sino un fenómeno que es específicamente histórico» (1980, p.336). En este sentido, las discriminaciones raciales y el racismo comprenden una estructura de discurso que ha trabajado enfáticamente en expulsar simbólica y materialmente al otro. La diferencia racializada históricamente ha organizado «la conducta cotidiana, así como las distintas prácticas de los grupos entre sí» (Hall, 2019, p.71) y por eso, propongo una lectura contextual, historizada y sin garantías, a lo más halliano del término, sobre lo que significa pensar en clave de discriminación racial, privilegios raciales y blanquidades empezando por exponer los distintos matices e implicaciones materiales que supone la raza como palabra pero también como categoría analítica.

Lúcidamente, Trouillot (2011) enfatizó sobre la importancia de distinguir las palabras de los conceptos. Una misma palabra puede referir a múltiples conceptos y un único concepto puede expresarse en múltiples palabras. Una cosa son las categorías sociales que usamos para nombrar el mundo, las que responden al sentido común y al uso social y otra, más bien distinta, son los conceptos analíticos como lupas o entradas teóricas mediante las cuales podemos disputar, tensionar y comprender las diferentes coyunturas. En ese orden de ideas, la raza como una categoría popular o como una folk category, es útil para comprender sus interpretaciones y usos, pero equívoca o mejor, insuficiente como categoría científica. Es decir, si bien es una categoría social incómoda ya no produce escozor como categoría analítica porque es la garantía de la episteme; el lugar analítico común que concibe la raza como un «significante que posibilita, en un momento y formación social dada, cierto ordenamiento e inteligibilidad del mundo» (Restrepo, 2022), enfatizando así, de manera protagónica, las múltiples expresiones del racismo y discriminaciones sobre la población marginalizada, sin hacer el suficiente énfasis en que, dada esta experiencia colonial, la noción de raza también produjo unos efectos que no se encarnan únicamente en la experiencia vivida de los subalternos. Todo lo contrario: también hay unos efectos de esta matriz de poder sobre el colonizador y eso supone la configuración de una superioridad que sigue operando mediante una estructura de la blanquidad que ha estratificado racialmente las formaciones sociales y también ha hecho del atributo de la no racialización una virtud.

En este orden de ideas, el fundamento biológico de todo tipo de pensamiento racial ha sido cuestionado desde la primera mitad del siglo pasado. Los procesos de marcación de diferencias a partir de diacríticos biologizados que apelan a los discursos expertos, así como la etnización y racialización de la fuerza de trabajo —como operación fundamental de la constitución del sistema mundo— y las emergentes identidades raciales dominantes e inferiores son expresiones que hacen parte de una dimensión ideológica y del sistema de ideas y de representaciones del colonialismo europeo ( Fanon, 1968 Césaire, 2006), lo cual resulta siendo interesante porque como constitutivo de este presente colonial no es un asunto superado, que ya fue ni que ya pasó sino todo lo contrario: hay un puente entre el pasado colonial y la modernidad contemporánea en Colombia en tanto el anclaje colonial no desaparece en la construcción de los Estados-nación ni en el país independiente, sino que está latente como expansión que habita y se adapta dependiendo de las geografías y mediante diversos mecanismos de control, explotación y dominio.

De este modo, la raza es entonces la experiencia básica de la dominación colonial y se produce como un arma de conquista en el nuevo orden de dominación social que produjo nuevas identidades sociales y raciales que se establecieron como instrumentos de clasificación de la población a partir del color y de los rasgos fenotípicos de los colonizados —características emblemáticas de la categoría racial—. En este sentido, este criterio fue útil para la distribución de la población mundial en tanto atendió a los rangos, lugares y a los roles en la estructura de poder de la nueva sociedad. Esta es la razón por la cual enmarco esta discusión en la consolidación del dominio colonial europeo: porque como cúspide central del pensamiento racial «es otrificador, alterofílico y alterofóbico simultáneamente» (Segato, 2007, p.138) y, además, desarrolló una tecnología militar para la conquista y el usufructo de poblaciones y territorios, así como también instauró una ideología colonial que, con el paso del tiempo, ha venido desarrollando unos mecanismos por imposición que legitimaron el dominio y también la consolidación del discurso salvacionista y civilizatorio de superioridad —blanca— natural.

Esbozos del racismo como una categoría indispensable —pero insuficiente—

Las narrativas históricas producen

necesariamente silencios que son ellos

mismos significativos.

Michel-Rolph Trouillot (2011, P.1)

Cali es una ciudad pluriétnica, pluriracial y enclasada en donde la presencia indígena y afro es importante y bastante significativa. Por una parte, el 15 % de la población afrodescendiente está ubicada en esta ciudad y hacia la región del sur del Valle del Cauca y sus municipios, la presencia afro es del 35 % de la población: es decir, más de millón y medio de personas aproximadamente. Esto quiere decir que la tercera parte de Cali corresponde a personas negras que viven en su mayoría en el suroriente de la ciudad y en las zonas de la ladera que son las más precarias (Urrea, 2011). Por otra parte, la población indígena no tiene la misma concentración poblacional en la ciudad aun cuando la Alcaldía reconozca en ella seis cabildos indígenas y cuando seis municipios del norte del Cauca también sean indígenas, particularmente de población nasa. En este sentido, Cali resulta siendo entonces la ciudad en la que hay mayor interacción entre estos municipios en términos de intercambio de bienes, movilizaciones, uso de servicios, entretenimiento, educación y salud (Urrea, 2020).

Ahora bien, tanto Puerto Resistencia, como el Distrito de Aguablanca o incluso Siloé representaron los lugares más importantes y simbólicos de las manifestaciones y no por coincidencia comprenden poblaciones mayoritariamente afro en donde, por una diferencia del 3 % hay más mujeres que hombres. Según el Diagnóstico Sociodemográfico de Cali y 10 municipios del Pacífico nariñense de 2018, esta población afrocolombiana tiene mayor conglomerado de jefatura femenina en la conformación del patrón histórico de la configuración de la conyugalidad; así como también hay una notoria brecha de desigualdad en la posibilidad de acceder a determinadas posiciones en el mercado laboral en tanto «se manifiesta que los empleadores toman sus decisiones de contratación sobre la base de características observables de los individuos; dado que ellos consideran que la educación de las minorías étnicas es inferior, esas características son asignadas a los miembros del grupo en general, lo cual induce a los empresarios a no contratarlos para evitar pérdidas en el proceso productivo» (Urrea & Viáfara, 2007, p.57).

En este orden de ideas, la discriminación en este contexto es indivisible de marcadores como raza, etnia y género (Loury, 1998, p.117). Por ejemplo, la comuna 20 donde está ubicado Siloé hay

a) una mayor mortalidad infantil para menores de 1 y 5 años; b) sobremortalidad masculina especialmente en las edades 10-14 a 25-29 años, ante todo por causas violentas; c) sobremortalidad femenina en las edades 10-14 a 25-29 años (mayor mortalidad materna); d) en general una sobremortalidad en las demás edades que reflejan menores condiciones de vida y una menor cobertura de atención en salud que el conjunto de la población caleña y especialmente respecto a la población sin autorreconocimiento étnico. Lo anterior se corrobora con significativas menores coberturas en salud para mujeres y hombres afrocolombianos-as. (Urrea & Viáfara, 2007, p.57)

Así pues, la variable étnico-racial juega un papel muy evidente en las dinámicas de segregación residencial socioespacial de Cali porque «es una ciudad profundamente segregada espacialmente, es decir, la población negra pobre habita en el oriente y la élite blanca en sectores exclusivos de la ciudad» (Urrea, 2004). A esta conclusión se llegó mediante la realización de un mapa que reconstruyó a escala las comunas contemplando el tono de piel de los habitantes de Cali y variables como bienes y servicios públicos, salud, mercado laboral y seguridad. Los resultados obtenidos evidenciaron que «las zonas de colores de piel más claro tienen mejor provisión de bienes y servicios, mientras que, en los sectores de pieles más oscuras, incluyendo zonas de ladera como la comuna 20, hay altos índices de desempleo e inseguridad, menores valores del precio de tierra, entre otros factores negativos» (Urrea, 2013, p.12).

Ahora, la letalidad de la pandemia del Covid-19 también tuvo un impacto más que significativo en la ciudad y en su población más vulnerable. En un estudio realizado para la Alcaldía de Cali, Urrea (2011 argumenta que se hizo un mapa para

ubicar por barrios a las personas contagiadas y fallecidas por el virus desde marzo a agosto de 2020; contrastado con la cartografía de vulnerabilidad de Cali por el Sisbén y el Censo de 2018, […] y encontramos que el contagio fue disperso, pero las muertes se concentraron en los barrios del oriente de la ciudad y de ladera, el 85 % de las muertes están en estas zonas con alta concentración de población negra. (2020, p.15)

Teniendo en cuenta estos factores considero a Siloé como una representación de la barriada de la ciudad de Cali. Empezó siendo un barrio de invasión creado por desplazados de la violencia y un gran número de migrantes afrodescendientes provenientes del suroccidente del país y del norte del Valle del Cauca debido a los acelerados procesos de despojo de la tierra producto de la época de la violencia de los años setenta en Colombia. Entonces, el foco de abuso de la fuerza estatal que sucedió precisamente en Siloé, como uno de los epicentros del estallido social, puede también ser leído en clave racial en tanto la Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento (CODHE), realizó un informe preliminar de análisis étnico-racial del uso excesivo de la fuerza por parte de agentes del Estado durante estas movilizaciones, demostrando así que, debido a las articulaciones históricas y a las dinámicas estructurales que han producido geosocioespacialmente este lugar, la violencia tuvo color. Esto no quiere decir que los agentes de las instituciones estatales estaban agrediendo y violentando exclusivamente quienes tuvieran los colores de piel más oscuros, sino que la concentración de la violencia se dio justamente en este terreno empobrecido, precarizado y racializado. Muchos de los actos violentos y de represión policial se dieron lugar en Cali y no en vano el 86 % de las muertes las puso Siloé (Ojulari, 2021). Si bien no existen datos específicamente étnico-raciales de las personas asesinadas; estas, en su gran mayoría eran hombres, jóvenes adultos de estrato 1-2 que fueron víctimas del racismo estructural, del perfilamiento racial y de la criminalización de las zonas afrodescendientes de Cali (Ojulari, 2021, p.3).

En este sentido, este escenario barrial de Cali es sociodemográficamente clave en este contexto para problematizar y cuestionar la manera en cómo al tener ciertas marcaciones de raza y clase en contextos puntuales, determinados cuerpos se convierten en sujetos matables, prescindibles, en los condenados de la tierra (Fanon, 1968). Más allá del esencialismo y de las necesarias correspondencias, las muertes no se producen exclusivamente sobre negros por ser negros: se producen en un contexto y en una coyuntura particular porque hay un entramado histórico de desigualdades que recae sobre gente negra sistemáticamente empobrecida y precarizada que es víctima del racismo estructural y que, ante un momento de convulsión y estallido social, se movilizan por fuera de la representación social de la invisibilidad en la que están producidos. En este orden de ideas, las muertes no ocurren solo sobre cuerpos negros en espacios al azar, sino que ocurren en territorios geoespacialmente abandonados por el Estado y sobre cuerpos configurados bajos diferentes formas de necropoder que articulan un cúmulo de desigualdades y deshumanizaciones que se alimentan por la (re)producción de la subalternización de marcaciones raciales y de clase que, como diacríticos corporales y sociales, configuran una necesaria correspondencia entre inferioridad, barbarie, explotación y realidades mortíferas.

Esta administración de la diferencia entre entidades poblacionales y sobre todo la configuración sobre la ocupación de los cuerpos en el espacio como escenario de relaciones de poder —en tanto existe una distribución inequitativa del territorio siendo este no solo fragmentado sino también segregado— hace parte de una disputa que supuso el despliegue de unas fronteras que se regularon por el lenguaje de la fuerza y la exclusividad pura. Es decir, desde la ocupación colonial el espacio fue la materia prima de la soberanía, pero también de la violencia y el poder de la muerte en esa distribución del espacio es una constante en tanto

allí se nace en cualquier parte, de cualquier manera. Se muere en cualquier parte, de cualquier cosa. Es un mundo sin intervalos, los hombres están unos sobre otros, las casuchas unas sobre otras. La ciudad del colonizado es una ciudad hambrienta, hambrienta de pan, de carne, de zapatos, de carbón, de luz. La ciudad del colonizado es una ciudad agachada, una ciudad de rodillas, una ciudad revolcada en el fango. (Fanon, 1968, p.49)

En este sentido, este andamiaje que he venido tejiendo deja expuesta la relación entre la ocupación colonial y el urbanismo característico del mundo contemporáneo que tiene todavía una profunda conexión porque sigue produciendo enclaves periféricos para las poblaciones subordinadas al servicio del poder. Esto conlleva a la proliferación de espacios de violencia, zonas de conflicto, geografía de extracción de recursos, tecnologías de destrucción y violencia transpolítica que (in)visibiliza cómo las clases altas, que en su mayoría son blancas —no en términos estadísticos sino ideológicos— ocupan mejores suelos a diferencia de los sectores subalternizados y racializados que ocupan, no por coincidencia, los suelos menos aptos para vivir.

Nombrando lo innombrable: la blanquidad

Desde la parte más negra de mi alma,

a través de la zona sombreada,

me sube ese deseo de ser de golpe blanco.

Frantz Fanon (1968, p.79)

Yo estaba leyendo cuando recibí una llamada de mi mamá. Tenía catorce mensajes: 8 videos, 2 fotos y 4 audios. Abrí el chat: Pero ¿¡qué estoy viendo!? La «gente de bien»[2], claro. Camionetas blancas, camisas blancas, gente blanca y armas negras, muy negras. El 9 de mayo la «gente de bien» de Ciudad Jardín[3] sale a exigir a los manifestantes y a la minga indígena que llevaba poco tiempo de sumarse a la movilización que se fueran, que dejaran de bloquear la vía porque querían «un barrio en paz y libre de violencia». La forma de exigirlo fue bastante particular: salieron con armas de fuego a disparar sin pensarlo para defenderse de las pancartas y los machetes que los hacían sentirse en sumo peligro. Se escondían detrás de sus camionetas blancas, ¡pum, pum, pum! Corrían de lado a lado, ¡pum, pum, pum! Sus conciencias blancas los protegían, ¡pum, pum, pum! ¿Qué es eso? ¿uniformados? ¿la policía los está acompañando?[4] ¡Pum, pum, pum! Indígenas y sus machetes. Manifestantes con piedras. Cae herida Daniela Soto, lideresa indígena. Dos tiros en el abdomen: ¡pum, pum!

Hacer una lectura de este suceso en clave de privilegios raciales y blanquidad es fundamental porque devela múltiples aristas que se escapan de la lectura del racismo. Como ya lo he mencionado, el racismo permite comprender cómo operan fronteras simbólicas que instauran y naturalizan un «sistema de oposiciones binarias jerarquizadas, en donde uno de los extremos es inferiorizado, un sujeto siempre inadecuado que debe ser tutelado, [en tanto] anomalía salvaje y desviada» (Hall, 2019, p.81); sin embargo, esto no es suficiente analíticamente porque deja de lado «al otro que se presenta como el representante de la moral, la civilización, como la encarnación misma de la humanidad» (Hall, 2019, p.81). Es decir, pasa por alto que esa desventaja que produce también configura en su contra parte, una serie de ventajas y prorrogas estructurales. En este orden de ideas, desde el racismo pueden leerse estos sucesos no solo en las reacciones de la sociedad civil y de las figuras políticas que justificaron y legitimaron este enfrentamiento, sino también puede verse expreso en las razones estructurales por las cuales ciertos cuerpos ocupan ciertos espacios territoriales, en la manera en la que se ha distribuido la riqueza y en la forma en la que se ha racializado la geografía y la clase social.

Ahora, si la lectura se hace desde la blanquidad y los privilegios raciales la discusión es otra. Ya no se trata solamente de cuestionar una desigualdad si no mejor aún, se trata de poner el lente sobre un robusto registro de dinámicas históricas que, a modo de no desigualdades, han privilegiado a un grupo poblacional en menoscabo de otro. Entonces, los privilegios, como este otro lado de los efectos de la discriminación, configuran y atraviesan la médula espinal de nuestros campos sociales desde un lugar de intersección y posicionalidad. Inspirada en la metáfora de Crenshaw (1989) sobre el cruce de caminos y los puntos de intersección en una matriz de dominación (Collins, 1990); resalto que nunca se trata de un privilegio, sino que los privilegios son funciones de múltiples variables que comprenden raza, género, clase social, orientación sexual, identidad de género, religión, nacionalidad, nivel de educación, etc. Y en este sentido, la posición en esa matriz de factores determinantes del privilegio puede ser de ventaja/desventaja o de igualdad/desigualdad según las articulaciones que estén en juego. En este caso, aunque el énfasis que propongo es sobre el privilegio racial, este no está desarticulado de variables privilegiadas como clase o género. No es lo mismo, por ejemplo, ser hombre profesor caleño blanco heterosexual que hombre profesor caleño blanco homosexual, que hombre profesor caleño negro heterosexual que hombre técnico caleño blanco heterosexual o que hombre técnico caleño negro homosexual. Hay un juego de marcaciones que a modo de diacríticos corporales y sociales, son fundamentales para hacer comprensiones densas sobre las articulaciones en juego en las coyunturas, porque no solo posicionan a los sujetos en una matriz de opresión sino también de no opresión, de privilegio.

Pensar entonces la blanquidad requiere contextualismo radical. Es necesario problematizar la naturalización de la experiencia y no experiencia universal del privilegio y el poder, cuestionando así su autenticidad en tanto es transversal, relativo y está en permanente fluidez y construcción. En este sentido, es imperante poner el punto de partida en reconocer que la blanquidad como estructura no opera sobre una posición fija y monolítica de sujeto sino que son múltiples las identidades que se desprenden de ella ya que ser blanco resulta siendo contextual en geografías en donde imperó el mestizaje; por ende, es necesario reconocer que también hay múltiples y diversas maneras en las que este paradigma racial e identitario está anclado a contextos locales —que aunque específicos, no pierden de vista ese toque nacionalista en escenarios globales (Twine & Gallagher, 2008)— en aras de hacer análisis y comprensiones más críticas, más vigentes y más dicientes para situarnos en nuestras coyunturas.

Dicho esto, me parece interesante retomar las tres premisas que usa Stuart Hall para el estudio de la raza y el racismo, pero para estudiar la blanquidad y los privilegios raciales en tanto permite hacer una aproximación contextual y compleja sobre las formas en las que este emerge y opera. Primero, la premisa materialista propone que «el análisis de las estructuras políticas e ideológicas deben ser aterrizadas en sus condiciones materiales de existencia» (1980, p.322) eso quiere decir que, la blanquidad, como puridad inamovible es múltiple y no solo tiene distintas y coyunturales formas de operar en el mundo, sino que, además, tiene diferentes formas de articularse con las condiciones materiales de existencia en donde emerge. Segundo; la premisa histórica, en este caso, refiere a que la blanquidad y los privilegios raciales son producto de unas condiciones de emergencia históricas y concretas que deben ser tenidas en cuenta para su compresión en los distintos campos sociales, ya que no se trata de un análisis en términos de abstracción sino mejor, en un estudio concreto e historizado que se pregunte no por la blanquidad sino por las blanquidades en diferentes momentos históricos y diferentes coyunturas. Y tercero, la premisa estructural que tiene que ver con la noción de articulación de Althusser, que propone establecer relaciones de conexión y efectividad entre distintos niveles de todo tipo de cosas que, con antelación no se consideraban posibles, pero que analíticamente permiten tener un registro más amplio de comprensión de aquello sobre lo que se posa la mirada investigativa.

En este orden de ideas, estas premisas a modo de inspiración del estilo de trabajo halliano son una potente estrategia metodológica y teórica para, por un lado, no caer en reduccionismos ni en garantías epistémicas que aplanan las complejidades y las continuidades históricas que configuran la blanquidad contemporánea en tanto la problematiza y la configura de una manera muy particular y específica y, por el otro lado, permite el cuestionamiento de una serie de prácticas, de discursos y de figuraciones visuales que han habitado el privilegio de la blancura sin ningún tipo de reparo y que, de repente, se ven expuestas en tanto se ponen en peligro, en riesgo.

Quiero decir entonces que, a partir de estas premisas, estudiar la blanquidad y los privilegios raciales implica unas cuestiones que versan más sobre la historización, el contextualismo y la articulación en tanto no se trata de una estructura que emerge de la nada y opera en la estratosfera, sino que está encarnada; es visceral, mundana y transversal y por eso, si bien se trata de rastrear y visibilizar los puentes a veces imperceptibles de la pervivencia colonial en el presente, pero también se trata de buscar formas otras de inventar, de nombrar, de intervenir y de okupar el discurso (Rufer & de la Peza, 2015), de hackear la narrativa como estrategia en contra de la voluntad de colonización, porque si «¿sabías que se puede fabricar toda clase de explosivos usando artículos del hogar?»[5] (Fincher, 1999).

Ahora, como he venido comentando, hay una articulación fundamental que no puede pasar desapercibida en la estructura de la blanquidad y es el lugar de la clase social. Esta articulación es potente y muy diciente para elaborar una (re)lectura de esto que sucedió en Cali y sobre todo con los integrantes de la Minga Indígena, porque demuestra cómo la población del mundo se divide en inferiores y superiores, irracionales y racionales, primitivos y civilizados, tradicionales y modernos (Quijano, 2000), en el sujeto moral que comprende la «gente de bien» versus los «vándalos». La raza no es un epifenómeno de la clase y la clase no está desligada de la raza «ni mucho menos [existe] una unidad del sujeto de raza garantizada en un a priori de la unidad del sujeto de clase» (Restrepo, 2022) ya que no se trata de necesarias correspondencias sino de no necesarias correspondencias entre racialidades, identidades y económicas, políticas e ideológicas. Con esto no quiero decir que todos los manifestantes de Ciudad Jardín eran blancos ergo ricos, sino que me parece interesante cómo se pone en tensión cuando indígena no es ergo «guardián ambiental» sino cuando es indígena ergo autoridad cívica ocupada de los asuntos de la política nacional.

Lo cierto hasta aquí es que la blanquidad se ha configurado en los imaginarios sociales y también teóricos como lo innombrable. Las lecturas sobre problemáticas raciales se abordan desde un encuadre que atañe a los negros y a las discriminaciones raciales, pero poco se habla de este otro lado, de la blanquidad como estructura, como ethos incrustado, como un paradigma que se ha venido (re)actualizando y mutado en el tiempo sin perder un ápice de fuerza. En este sentido, la blancura no solo como obsesión y como fantasía que define el régimen colonial sino también como una marcación constitutiva de la organización de las relaciones sociales, económicas y culturales en el marco de estructuras sociales racializadas tiene un componente performático que se hizo expreso durante el altercado en Ciudad Jardín: camionetas blancas, camisas blancas, flores blancas, gente blanca y su narrativa blanca de la paz que legitimó un discurso de blanco como necesaria correspondencia a «gente de bien». Hay unas formaciones sociodemográficas de la blancura en el país que ha racializado el uso de la fuerza pública. No se trata de una dicotomía racial de blanco versus negro sino de blanco versus todo aquello que no comprende lo blanco.

Ni blanquitud o blancura: blanquidad

Entonces, como no podía ennegrecer nada más,

como no podía negrificar el mundo,

ella intentó, en su cuerpo y en su pensamiento,

blanquearse.

Frantz Fanon (1968, p.68).

Pero, y entonces, ¿qué es la blanquidad, o mejor blanquitud o blancura? ¿cómo opera? ¿son lo mismo? ¿cómo se entienden? La blanquitud y la blancura son co-constitutivas aunque con diferencias políticas y teóricas interesantes. En términos epistémicos la preocupación por la blanquitud ha sido abordada desde el sentido más próximo que propone la obra de Bolívar Echeverría (2007) en dos modalidades: la primera tiene que ver con cómo la modernidad capitalista no solo requiere un ethos capitalista, sino que, además, se nutre de las imágenes de la blanquitud; es decir, de rasgos étnicos y culturales contemporáneos que gestan una imagen, una condición física de rasgos étnico-raciales. Y la segunda modalidad atañe a la blanquitud como un habitus que se hace manifiesto en el comportamiento, en la apariencia, en si unas características físicas denotan blancura, pero también; en unos atributos demostrables que expresan eurocentrismo, características morales propias y esfuerzos por marcadores socioeconómicos que comprendan «la blanquitud como resultado de hacer cuerpo el capitalismo y su demanda» (Echeverría, 2007, p.34). De esta manera, la blanquitud resulta siendo entonces

todo el conjunto de rasgos visibles que acompañan a la productividad, desde la apariencia física de su cuerpo y su entorno, limpia y ordenada, hasta la propiedad de su lenguaje, la positividad discreta de su actitud y su mirada y la mesura y compostura de sus gestos y movimientos. (Echeverría, 2007, p.59)

Esto es interesante para el análisis porque en el marco de esta coyuntura, la blanquitud tal y como la propone Bolívar Echeverría no es extrapolable en cualquier contexto pero se vio expresada en aquellas prácticas y discursos de sujetos racializados y no racializados como negros, quienes en lugar de rechazar categóricamente los operativos desmesurados por parte de la fuerza pública y el uso de equipos tácticos y letales con movimiento de guerra para dispersar y atacar la población civil —negra y empobrecida—, se preocuparon mejor por el cuidado del espacio público, por la limitación de acceso en las vías principales y por la afectación sobre las libertades que comprometieron el bienestar material. Fue más importante defender los procesos de acumulación capitalista y los valores morales que demuestran cultura y eurocentrismo que defender la vida misma de la población que estaba siendo directamente afectada. Esto demuestra entonces cómo este no es un asunto exclusivo que concierne al racismo de una gente que menosprecia/invisibiliza racialmente a otra, sino que la verdadera discusión versa sobre el lugar del privilegio que habilita que una gente pueda menospreciar/visibilizar a otra y jerarquizar el espacio público por encima de esta vida racializada.

La marcha del silencio —con camisas blancas— y el cubrir los murales de manifestación —con pintura blanca— más un montón de discursos de «#SíPeroNoAsí» tiene muchas formas de leerse, entre esas, blancas. Y es que hay una lectura particular que tiene que ver con los ideales capitalistas, individualistas, racistas, liberales y modernos que incluso, tienen unas maneras más bien correctas y menos salvajes de exigir derechos fundamentales. Lo que molesta no es la otredad per se sino la otredad cuando se sale del imaginario colectivo de la representación del indígena. Pero si los indígenas son los guardianes de la tierra que nos iluminan con su sabiduría ancestral, ¿qué hace la Guardia Indígena habilitando corredores humanitarios y en primera línea como policía cívica durante el paro nacional? ¡No tiene sentido! ¿Cómo así? Pues justamente es ese desplazamiento en la representación de lo que se ha estereotipado como otredad que genera no solo malestar, prácticas discriminatorias y racismo, sino que también alimenta el deseo de reafirmación en los privilegios: no señores, no se confundan. Ustedes no son como nosotros. Ni son blancos, ni tienen plata y tampoco hacen parte del lado de la historia sino de la cultura, así que «por favor, si son tan amables, se regresan a su hábitat» como tuiteó en su momento la exvicepresidenta Marta Lucía Ramírez. En este caso lo que se disputa entonces son los límites de la representación de lo indígena. No los estamos pensando como los otros del proyecto Estado-nación, para nada; los estamos pensando como unos otros que hacen parte siempre y cuando, léase bien, no se salgan de los procesos de producción de sentido que los configuran como guardianes del medio ambiente.

La blanquidad en este sentido es una retórica estratégica (Nakayama & Krizek, 1995). Es un producto de formación discursiva que se ha ido configurando históricamente, no bajo una verdadera esencia, sino bajo construcciones históricamente contingentes que invisibilizan que esa posición central del poder obtura unos privilegios a razón de una lectura racial. Por eso, para leer de manera contextual las urgencias políticas que nos demandan nuestras coyunturas considero que esta noción de blanquitud que propone Bolívar Echeverría es insuficiente y se agota rápido en tanto expone con menor énfasis, en sus propios términos, el racismo étnico de la blancura y sobredimensiona la ética civilizatoria moderna que ha encarnado cuerpos no blancos para hacerlos participes de la blanquitud[6]. Esto quiere decir que tal espíritu capitalista moderno no solo desconoce los efectos de las empresas de ocupación colonial —además de las diferentes formas de colonialidad que construyen la clasificación racial como la piedra angular de un patrón de poder que coopta todas las dimensiones y ámbitos materiales y subjetividades de la existencia individual y colectiva (Garzón, 2020)— sino que además, no hace suficiente énfasis en los efectos materiales que producen y organizan el mundo cuando la blanquitud es un ethos independiente del color de la piel.

Ahora, si la blanquitud es un habitus que se asume, se interioriza, que se performa y que lleva a la gente a la calle a marchar a favor de unos ideales morales de recato y cultura; la blancura, por su parte, es un tema referente al tono de la piel. Acentúo esta marcación porque es imprescindible considerar que el tono de la piel, como el signo exterior más visible de la raza, es un determinante en las desigualdades y en los privilegios raciales. La blancura comprende un énfasis importante sobre el color de la piel como un marcador de la raza en donde el cuerpo mismo significa, es leído, comunica y hace parte de una ontología que ha sido inventada como un objeto producido por un régimen discursivo que habilita/limita y determina condiciones materiales de existencia de unas poblaciones en menoscabo de otras (Segato, 2007). El color de la piel es la superficie del cuerpo que está expuesta al escrutinio de la mirada y, en el proceso de epidermización que planteó Stuart Hall (2019), es un proceso que implica «la inscripción de la diferencia racial en la piel» (Hall, 2019, p.67) en tanto hay unas obviedades, como diacríticos difícilmente móviles, que constituyen la mirada y que constatan los significantes de un código invisible que describe la diferencia mediante un cuerpo no blanco.

En este sentido la raza es una construcción que opera, entre muchas otras vertientes, a través del color de la piel. Blanco, de la raíz latina albor, alboris: blancura, de la raíz germánica blank: brillante (Garzón, 2020), del color que tiene la nieve, la luz solar, la leche, del color de la inteligencia, de la gente de bien, de la cultura, la inocencia, del poder, de la modernidad, de las buenas intenciones, de las buenas costumbres; el color de los derechos, de los privilegios; el color de la vida, de Dios, de la moral, de la raza «caucásica», del nombre del amo, de la advocación mariana inspirada en la Virgen blanca, casta, pura y bella, del que ha perdido el color de la cara. La blancura es un medio etnográfico colonizador de los imaginarios y de las prácticas de los sujetos (Cortés, 2021).

Por eso, leer lo que sucedió entre los habitantes de Ciudad Jardín y la Minga Indígena no puede ser esencialista ni reduccionista: la gente de bien[7] defendiéndose de indígenas peligrosos, como si fuese una exclusiva lucha de clases y una disputa por el capital cuando resulta que la clase y la raza no están des-articuladas, des-relacionadas ni des-constituidas, sino que ambas matrices y jerarquizaciones sociales hacen parte del mismo momento de emergencia: el colonialismo (Curiel, 2007). Esto no va entonces exclusivamente sobre las formas en las que se legitima la violencia de una clase social más alta para protegerse del «salvajismo y la ignorancia del irremediablemente otro» (Mbembe, 2016), de los casi «enemigos de la nación ante los que no es posible ningún tipo de entendimiento» (Mbembe, 2016) porque estamos en un contexto multicutural y sus efectos. Aquí se versa sobre las formas en las que se legitima la violencia de una clase social más alta,—-y más blanca en términos de blancura y blanquidad— en tanto está habilitada y respaldada por su capital racial y su articulación con múltiples privilegios. Es más, los privilegios raciales están tan invisibilizados que incluso es capaz de resignificar la violencia a tal punto de que esta deja de ser violencia, porque la ejercen blancos con una posición de clase, y se convierte en legítima defensa, evidentemente.

Esta acentuación sobre cómo pueden operar los privilegios raciales es importante porque es una lectura poco usual y poco entrenada pero con grandes y considerables efectos sobre la materialidad. Por ejemplo, la legitimación que hizo el entonces presidente de Colombia, Iván Duque, en su alocución presidencial fue un llamado a los integrantes de CRIC[8] para que «retornen a sus resguardos y eviten confrontaciones violentas con la ciudadanía» (Serna Duque, 2021) —porque como los indígenas no son ciudadanos, claramente—[9]. Esto deja visible sobre la mesa un racismo subyacente que legitiman las élites, pero también expresa estrategias instrumentalizadas de reproducción de distinción de clase, cultura y modernidad a través del cuerpo y el color de la piel en tanto la superioridad racial sigue siendo un sedimento de (re)clasificación identitaria, económica, política y social, que ha sido la base de los sistemas de dominación coloniales y nacionales.

Ahora bien, creo que para hacer lecturas coyunturales e historizadas cada vez más próximas a las urgencias de nuestro presente desde la teoría crítica de los estudios de la blanquidad o desde los whiteness studies es importantísimo tener en cuenta que la blanquidad opera y emerge de manera contextual y por ello, apostar por categorías analíticas como blanquitud y/o blancura como lentes monolíticos para interpretar momentos particulares sin cuestionar sus propios alcances puede ser una apuesta inocente. Hay formaciones sociales y momentos históricos en donde la blanquitud[10] da con claves precisas para determinadas compresiones; así como también, puede ser, que el meollo para desmontar las discusiones que atañen a procesos de articulación de diferencia y desigualdad se den en el terreno de la blancura. No es una fórmula, tampoco es una necesaria correspondencia y en muchas oportunidades tampoco se trata de un binarismo excluyente sino todo lo contrario: es una articulación que no trabaja con sistemas y/o dispositivos aislados o jerarquizados, sino que inclina la balanza hacia las necesidades y urgencias que los contextos y las coyunturas mismas demandan.

Blanquitud es una categoría analítica que para esta (re)lectura dice, sí, pero no mayor cosa. No es extrapolable a cualquier contexto y por eso, es potente su articulación con la blancura en tanto el color de la piel y el fenotipo como un marcador racial, no son una exterioridad de la ética civilizatoria moderna y capitalista de la blanquitud, como habitus y también como performance. En este sentido, considero que la discusión que proponen estos momentos particulares en esta coyuntura se inscribe en la tercera ola de estudios sobre la blanquidad (Sovik, 2004) ya que hay una problematización permanente por las formas en las que emerge y opera la experiencia universal del(los) privilegio(s) y el poder así como también hay un cuestionamiento constante sobre el papel que juega la blanquidad en la determinación de las categorías raciales y en su imbricada y profunda articulación entre ideales sobre la nación, la clase y el género.

Así pues, como lo he venido tejiendo, me inclino por el uso de blanquidad ante la dicotomía entre blanquitud y blancura porque me interesa como elección epistemológica construir una categoría que, sin importar quien se inscriba como blanco o blanco-mestizo o mestizo, configure una articulación entre discursos y prácticas en torno a lo blanco. Entonces, esta apuesta teórico/metodológica que propongo da cuenta de una categoría social de identidad (Owen, 2007) que comprende unas disposiciones que van ligadas al color de la piel y que atiende a unas aspiraciones, a unas formas de leer el mundo, a unas materialidades y experiencias que tienen que ver con una interiorización de un ethos capitalista y de liberalismo moderno[11], en articulación con una expresión de la blanquitud en la piel; es decir, en correlación con la idealización del fenotipo blanco como ideal de prestigio, belleza e insignia de la superioridad social.

Hay una obsesión moderna por la blancura, es innegable. Desde la época de las monarquías católicas ibéricas los cargos más importantes en el gobierno y la iglesia estaban reservados para descendientes de linajes católicos y, en la América colonial, el acceso a los privilegios políticos, económicos y jurídicos destinados para españoles y criollos pasaban, principalmente, por el linaje, pero también por el fenotipo. El régimen colonial estaba impregnado de innumerables prácticas de blanqueamiento que distinguían a los euroamericanos del resto de la población. Hay una genealogía que, a grandes rasgos, demuestra que esta marcación ha sido constitutiva en la organización de las relaciones sociales, económicas y culturales en el marco de estructuras sociales racializadas (Doane, 2003) así como también ha sido un determinante para la distribución inequitativa de recursos y para la organización material con afectaciones en múltiples campos.

En este orden de ideas, el estudio de la blanquidad pone sobre la agenda epistémica y también política una tensión sobre la correlación entre el color de la piel y las condiciones socioeconómicas, no a modo de necesarias correspondencias, sino a modo de problematización y visibilización de que el color de piel sí es, en efecto, un atajo efectivo para ubicar a las personas en la jerarquía social. No en vano, por ejemplo, «las personas indígenas o con tonos de piel oscuros tienen seis veces más probabilidad de vivir en pobreza, y una probabilidad casi ocho veces menor de alcanzar la educación superior que las personas no-indígenas (de pieles claras)» (Solís, Lorenzo & Güémez, 2019). Con esto me interesa visibilizar una suerte de articulaciones que se obturan en los estudios de la raza: sabemos que hay unas desigualdades, las hacemos explicitas, las nombramos, pero ¿cómo nombramos las no desigualdades? ¿por qué no cuestionamos los privilegios? O mejor aún ¿vemos los privilegios raciales?

La otra cara del racismo: los privilegios raciales como experiencias de no (des)igualdades

La posición que se tiene desde la blanquidad,

ese andar por la vida con la tranquilidad

de que su color de piel hace match con el color de la piel

de quien domina el mundo.

Reni Eddo- Lodge (2021, p.33)

El privilegio blanco se manifiesta en todos y en nadie en particular, sentencia Eddo- Lodge (2021) en un ensayo revelador sobre privilegios raciales. Los whiteness studies se han dedicado a estudiar el cúmulo de ventajas implícitas y/o sistémicas que tienen las personas blancas en relación con las personas no blancas. Sin embargo, más allá de reducirlo a una ventaja, considero que los privilegios raciales en nuestro contexto se operativizan mediante experiencias de no (des)igualdades. Me explico. Por un lado, estos privilegios se configuran como la normalización de una experiencia de no desigualdad para los privilegiados y, por el otro, se producen también como una no experiencia de igualdad para los no-privilegiados. Esto quiere decir que cuando se normaliza una no desigualdad hay una serie de habilitaciones estructurales que la hacen posible como una experiencia que favorece a quienes en sus vivencias están, precisamente, atravesadas por no desigualdades de raza, género, clase, etc. Sin embargo, cuando los privilegios se producen como no experiencias de igualdad suponen vivencias que están atravesadas por una carencia, por una falencia, por un faltante en contraposición con quienes no lo experimentan. En este sentido, el privilegio es una experiencia de no privilegio que debe ser nombrado y visibilizado en sus dos exponentes: los privilegiados y los no-privilegiados.

Si soy hombre heterosexual blanco de mediana edad, habitante de un sector de élite en Cali, por ejemplo, puede que configure experiencias de no desigualdad debido a mi condición hegemónica de género, de raza y de clase social. Incluso, también puede que crea que estas experiencias son universales y que, en efecto, son extrapolables a todas las experiencias de los hombres caleños. Sin embargo, si soy hombre heterosexual negro de edad avanzada, habitante de un sector de la ladera oriente de Cali, como Siloé o el Distrito de Aguablanca, puede que configure experiencias de no desigualdad debido a mi condición de género, pero de no igualdad debido a mi condición subalterna de raza y de clase social. Con esto quiero ejemplificar cómo los privilegios son interseccionales y multiacentuados y cómo se disputan en una matriz con múltiples variables que, a modo de entramados, hacen aún más complejos los análisis y las aproximaciones metodológicas y teóricas a las coyunturas presentes.

Ahora, hay una metáfora que me parece potente también para pensar este asunto de los privilegios y es aquella que se usa para entender cómo funcionan los tipos de capital en la teoría bourdiana. Hay entonces una carrera: 50 kilómetros, unos individuos que deben llegar a la meta, salvo que muchos de esos corredores no empiezan en el mismo lugar: unos tienen un capital económico más elevado y por ello comienzan en el kilómetro 10, otros tienen un capital cultural más sólido y empiezan en el kilómetro 25, pero resulta que hay corredores sin capitales y arrancan desde el lugar de partida, kilómetro cero. En teoría todos están corriendo, sí: pero no todos están corriendo ni la misma carrera ni de la misma forma. Mientras unos corren 25 kilómetros bajo experiencias de no desigualdad, otros, en su defecto, correrán los 50 kilómetros completos estando en una experiencia de no igualdad. Así que aquí pasa más o menos lo mismo: los privilegios raciales también forman parte de un capital racial que, aunque no se visibiliza con mucho reconocimiento, se disputa en un terreno concreto, que habilita y limita las formas de configuración de los campos sociales y que también, se (re)produce como estructura que legitima cuántos kilómetros se correrán en la carrera.

La no experiencia de igualdad en laderas como Siloé comprende que la mayoría de la población negra de este barrio se vea en condiciones de menoscabo en tanto hay una distribución inequitativa, entre muchas otras cosas, de los recursos destinados para el sector, hay una deficiente estructura del sistema de transportes, sumado a la segregación residencial, la mala calidad de las viviendas, no hay buena cobertura de sistema de salud, etc. Esto implica que, debido a unas articulaciones históricas y a unas dinámicas estructurales para estas personas la carrera comienza, por lo mucho, en el kilómetro cero en contraposición, por supuesto, de quienes configuran sus experiencias a partir de no desigualdades tales como habitar en «un paradigma de vecindario norteamericano de baja intensidad en donde proliferan las áreas verdes privadas y los valores paisajísticos» (Alcaldía de Cali, 2020, p.14), como es el caso de Ciudad Jardín, por ejemplo; en donde hay una fuerte presencia de servicios de recreación, deporte e instituciones educativas de todos los niveles, gran riqueza hídrica, menores índices de contaminación atmosférica y ruido, mayores humedales en adecuadas condiciones, gran concentración y diversidad de flora y fauna y mínimas tasas de analfabetismo, hambre y pobreza.

En este sentido, los privilegios raciales como experiencias de no (des)igualdades suponen ser leídos bajo articulaciones interseccionales y coyunturales que no se pueden separar de inequidades históricas que operan en el terreno de lo (in)visible. Y digo in-visible porque coquetean y operan constantemente bajo la idea de in-consciente, de no-conciencia, de in-voluntario, cuando lo que realmente están haciendo es obturar la no-culpa y la no-responsabilidad que supone la reproducción de esta incrustación de poder sobre la normalidad racial. Ahora, aunque pocas veces estas experiencias de no desigualdad son señaladas —porque hay énfasis político, teórico y metodológico que enfatiza con mayor ahínco las no experiencias de igualdad— resulta siendo fundamental que se visibilicen en tanto han tenido una serie de (re)actualizaciones y disputas a lo largo del tiempo para desplazarse de manera fluctuante entre los distintos tipos de marcación y clasificación social.

Para autoras como Houria Bouteldja (2017) los privilegios de la blancura se construyen sobre un sistema de opresión no solo imperialista, sino también capitalista, patriarcal y occidental que nubla a los blancos sobre los efectos de su privilegio racial en el mundo. La feminista norteamericana Peggy McIntosh también postula elementos centrales para pensar el privilegio racial ya que apuesta por el privilegio blanco como «un paquete invisible de activos inmerecidos» (1989, p.47). Su conocida metáfora de la blancura entendida como una maleta cargada de materiales está en juego en el campo de sujetos sin importar circunstancias sociales, políticas y/o económicas. Esto quiere decir que no se trata de anular el resto de desigualdades de las matrices de opresión que condicionan a los sujetos en distintas posiciones de los campos sociales, ni tampoco tiene que ver con la pretensión de que la marcación racial sea la única válida en la jerarquización y la clasificación social, sino todo lo contrario; es una discusión sobre darle un lugar visible al capital racial y los privilegios raciales como un tipo de marcación que produce no (des)igualdad, ventaja estructural, un plus que hace match para una gente que tiene el color de la piel de quienes dominan el mundo (Eddo-Lodge, 2021).

En este orden de ideas, y si los privilegios raciales actúan positivamente de manera sistemática en las personas con mayor blancura porque su aspecto y su comportamiento está relacionado con la blanquidad, propongo entonces revisar los privilegios raciales como un asunto potente en tanto no se trata de ir detrás de un privilegio, sino que son múltiples los que se posan sobre distintas prácticas, subjetividades y legitimidades en cualquier campo social. Entonces, se trata justamente de asir y develar aquellas condiciones estructurales que habilitan los privilegios raciales no como si los blancos tuviesen una vida repleta de lujos, fácil y no estuvieran atravesados también por opresiones estructurales. Lo que quiero decir es que, «si eres blanco es casi seguro que tu raza, de algún modo, ha tenido un impacto positivo en tu trayectoria vital» (Eddo-Lodge, 2021, p.101) o mejor aún, no ha tenido un impacto negativo en ella.

Ahora bien, justo en esta coyuntura en donde el escenario de la movilización social en Cali es protagonista, los privilegios raciales se ven expresos cuando se ponen en riesgo. Por ejemplo; una vez la Minga Indígena pone en tensión cuáles son los cuerpos que están habilitados para representar y ocupar escenarios de poder y de la política nacional, se hace evidente que ese lugar está reservado para un tipo de sujeto particular con un capital racial determinado y entonces, se disputa, se defiende. De esta manera, el fetiche monopolizador y aspiracional de la blancura asume legítimamente ciertas prácticas y ciertos espacios que para no-blancos es más difícil acceder porque incluso tienen que demostrar, con un esfuerzo agregado, cualidades propensas a la duda aun cuando se encuentren en el mismo registro social. Esta particularidad sobre el capital racial comprende unas no desigualdades que son adquiridas sin esfuerzo y sin ser el resultado de talentos específicos porque, además, con bastante frecuencia se argumenta que no existe una consciencia racial —por parte de quien se beneficia— sobre este tipo de experiencias (Balcázar, Berardi & Ritzler, 2011).

Así las cosas, una de las maneras en las que operaron los privilegios raciales durante el paro nacional en el caso de Siloé comienza con el entramado de dinámicas que históricamente han configurado este espacio en donde unas vidas resultan siendo prescindibles y matables dado a que hay unas condiciones postcoloniales que las siguen produciendo en la marginalización de sus necesidades, en la periferia geoespacial de los territorios y bajo un prejuicio y una criminalización tanto por su condición de raza como de clase. En este sentido, hay una línea delgadísima entre derechos y privilegios, sin embargo; es necesario revisar con detenimiento que, si bien el paro fue nacional, no tuvo a Cali ni a las laderas o a los barrios más empobrecidos —y con mayor concentración de personas negras— como epicentros del estallido social por coincidencia. Todo lo contario: estos fueron síntomas convulsos, focos estratégicos de movilización política y social debido a las innumerables articulaciones de desigualdad socioeconómica y discriminaciones raciales y por eso, aunque el lente analítico está sobre Cali como ciudad, no hay una experiencia universal de la protesta, sino que esta está permeada por un montón de experiencias de no (des)igualdades que se interseccionan con trayectorias vitales, posiciones de clase, condiciones de género, etc.

Sí hay distintos registros sobre la experiencia de la protesta en Cali. No se puede negar que hay matices diferentes sobre la vivencia de la manifestación y tampoco se puede pasar por alto que uno de los marcadores que hacen posible esa diferencia es el capital racial como un diacrítico indivisible de la experiencia social. En este orden de ideas, la no experiencia de igualdad racializó la violencia policial que, a su vez, obedeció a un régimen político que hace parte de un esquema de hacer morir y dejar vivir convirtiendo así a los cuerpos racializados en una mercancía más, «susceptible de ser desechada, contribuyendo a aniquilar la integridad moral de las poblaciones. Las personas ya no se conciben como seres irremplazables, inimitables e indivisibles, sino que son reducidas a un conjunto de fuerzas de producción fácilmente sustituibles» ( Mbembe, 2006, p.15).

Por último, lo que me interesa problematizar en esta discusión es la articulación que hace posible una praxis «política de gestión de vidas hacia la muerte, donde se debilitan pluridimensionalmente existencias racializadas para su exhibición a las violencias que configuran la cotidianidad» (Santana, 2021) y, en este caso particular de Cali, ha quedado expuesto cómo la violencia y el racismo ha sido estructural y sistemático para producir sujetos racializados condenados a no experiencias de igualdad en tanto ocupan territorios precarios bajo escasos capitales sociales que degradan los modos de ganarse la vida. Esto resulta siendo interesante porque, aunque parece inocente que los líderes empresariales no contraten gente negra porque no cuentan con la preparación requerida, lo que está detrás verdaderamente es que la gente blanca tendrá entonces más oportunidades, por ejemplo, para solidificar un capital económico mediante una experiencia de no desigualdad. En este sentido, estoy lejos de proponer que las personas blancas o los y las representantes de la blanquidad no estén bajo alguna matriz de dominación, no va sobre eso. El punto importante de la conversación es que esa marcación o posición interseccional en la matriz de opresión/privilegios configura una experiencia otra de no igualdad que, evidentemente, no es la racial.

Conclusiones

Escribo fuera del privilegio blanco,

pero en muchos sentidos también disfruto de él.

He recibido educación universitaria,

no tengo discapacidades y hablo y escribo

de forma muy parecida a la de aquellos que critico.

Camino y me muevo como ellos,

y en parte es por eso por lo que se me toma en serio.

Reni Eddo- Lodge (2021, p.46)

La blanquidad no es un hecho biológico. Es sinónimo de la humanidad y es parte fundamental de la construcción geopolítica de América Latina en el marco del sistema mundo moderno colonial. La necesidad de clasificar la población no solo por cuestiones de identidades raciales como blanco y negro sino también por identidades geopolíticas como Norte y Sur o por instituciones como la esclavitud, el mestizaje, la colonia y el Estado-nación solo fueron posibles por una empresa de expansión capitalista e imperialista que nutre la visceral manera en la que opera y emerge la blanquidad.

En América latina la blanquidad y el blanqueamiento se pensaron desde la «limpieza de sangre» y desde un mestizaje que solo tenía posibilidades «hacía arriba» hacia la mejora. Aunque se presente, cuando se presenta, como la norma y como lo neutral, la blanquidad siempre está articulada con otros dispositivos de dominación que la posicionan también en la esfera de representación del mundo, en lo simbólico, en el lenguaje, en partida de aquel juego de producción «de dicotomías como alma/sin alma, civilizado/bárbaro, humano/no humano y zonas de existencia y zonas de no existencia» (Garzón, 2018, p.7). En este orden de ideas, es poseedora absoluta de un poder discursivo que habilita la posibilidad de nombrar, de representar al otro y su existencia.

Son muchas las complejidades y los matices que supone hacer una lectura del racismo y la blanquidad de dos de los sucesos ocurridos en Cali durante el marco de la movilización social. Por eso, considero pertinente partir de esa bella y potente premisa derrideana que afirma que pensamos sobre paradigmas que nos preceden y nos constituyen; esto quiere decir que, el pensamiento bajo borradura, tiene como principio que en «el pensamiento intelectual rara vez hay paradigmas completamente nuevos, que nadie haya pensado alguna vez» ( Hall, 2007, p.275) y por eso, esta fue una propuesta sobre una (re)lectura contextual de unos acontecimientos particulares que permiten ver la otra cara del racismo: la de los privilegios raciales y la blanquidad como estructura.

El racismo es muy útil como base analítica de problematización de unas prácticas cuya especificidad refieren a la naturalización de la jerarquización, la segregación y la separación de la diferencia; empero, hay unas discusiones que también deben darse en el campo de batalla de la visibilización de unas prórrogas estructurales a modo de no desigualdades que se han otorgado a una población a razón de su blancura. Me refiero a que operar en clave de la blanquidad como una estructura de discurso y de representación para leer las coyunturas actuales, implica revisar y problematizar permanentemente un lugar que no ha sido problematizado porque no hace parte de la otredad y porque no está marcado ni signado sino todo lo contrario; hace parte de los grupos dominantes de producción de sentido que ha cooptado los imaginarios, las prácticas de significación, la estética, las ideologías, etc.

Pensar en esta clave resulta siendo entonces una irrupción directa en la inocencia racial que (des)conoce que, así como hay discriminaciones estructurales basadas en componentes étnico-raciales, también hay unos privilegios que, a modo de experiencias de no (des)igualdad se posan sobre unas poblaciones por su condición de piel y también de blanquidad. En este orden de ideas, sí hay una apuesta política, que espero se lea entre estas líneas, por visibilizar el privilegio blanco en el proyecto de un Estado-nación que ha puesto directamente sobre la mesa la hegemonización de una serie de perfiles y trayectorias sociales que han encarnado en sectores no estigmatizados, así como también me parece imperante discutir sobre aquellos «fenómenos con alcances estructurales que atraviesan nuestras acciones y pensamientos cotidianos de formas que pueden incluso pasar desapercibidas para nosotros mismos » (Restrepo, 2004, p.19).

Esta aproximación que propuse a partir del estudio y, sobre todo, de una (re)lectura de dos de los sucesos ocurridos en Cali durante la coyuntura de movilización, es interesante porque articula tanto la blanquidad como los privilegios blancos a una condición de materialidad, de contextualismo radical; a condiciones sociales que develan cómo se configura su sistema de operancia, su modus operandi y sus efectos en contextos que no han sido leídos de ese modo. En este orden de ideas, es una apuesta teórico/metodológica interesante no solo porque es una invitación a (re)leer las coyunturas desde otra cara sino también porque da con algunas luces sobre cómo opera el privilegio racial y la blanquidad en una dimensión específica en tanto no son sustancias etéreas ni abstractas, sino que son producto de condiciones históricas y coyunturales puntuales.

Ahora bien, las ideas que he venido tejiendo en este texto desembocan, finalmente, en dos vertientes: la primera es en cómo se ha configurado Siloé como un espacio geográfico determinado a partir de una superiorización e inferiorización de la diferencia racial que opera como no experiencias de igualdad y como un epicentro de la colonialidad misma y la segunda, tiene que ver con cómo ciertos sujetos llevan a cabo unas agencias a partir de unos privilegios que tácitamente asumen que poseen debido a su capital racial, económico y social.

En este sentido, lo que me interesa resaltar es primero; si bien la existencia de un racismo que se expresa en cómo se subordina un grupo poblacional, por supuesto, pero también me interesa enfatizar unos privilegios raciales que atañen a cómo ciertos sujetos tienen ciertas experiencias de no desigualdad en términos de ocupación del espacio, del trato policial y de la «legítima defensa». Con esto no quiero decir, nueva y enfáticamente que, el privilegio racial exime a los representantes de la blancura de las matrices de opresión y las dinámicas de desigualdad; sino que me refiero a que, aún entre población con las mismas condiciones sociales, existen pequeñas pero significativas prórrogas que, a modo de contrato social implícito, ordenan el mundo. Entonces, los privilegios raciales resultan siendo una experiencia que galvaniza no solo la existencia de los sectores subalternizados sino también la de los sectores y clases dominantes en tanto son indetectados y, su forma de operar tiene más posibilidades de ser leída en clave de prácticas raciales discriminatorias e incluso de racismo que de lo que verdaderamente son: experiencias de no desigualdad.

Está claro entonces hasta aquí que esta discusión que propongo sobre blanquidad, privilegios raciales y racismo se remonta a los efectos de la consolidación del dominio colonial. Aquí se instauró el discurso salvacionista y civilizatorio que se impuso mediante el genocidio y la sujeción que ha instrumentalizado categorías raciales tales como el racismo y la blanquidad hasta nuestro presente. Así pues, volver a la cúspide central sobre la cual está sedimentado el pensamiento racial implica problematizar cómo se ha configurado y perpetuado lo negro —con el prejuicio hacia lo urbano— y lo indígena —con el prejuicio hacia lo rural— como otredad en un sistema estructural de discriminación y experiencias de no (des)igualdad que ha jerarquizado y justificado la explotación con base en las características físicas y étnicas como principio de racialización.

Quise entonces con este texto poner en tensión cómo el racismo y sobre todo los privilegios raciales operan, en clave halliana, como un significante flotante: siempre pueden afirmarse como otra cosa. Aunque el racismo se concibe como negativo, como despreciable en general, las formas de racismo no se reconocen como tal, sino que se desplazan. Lo mismo pasa con los privilegios raciales; no se reconocen como experiencias de no (des)igualdades históricas, sociales, psicológicas, económicas, culturales y políticas del racismo para personas reconocidas como blancas por un sistema segregacionista, sino que son posición y condición de «clase social». No es racismo, sino incapacidad política; no es privilegio, sino meritocracia; no es racismo, sino resentimiento; no es privilegio, sino talento. En este sentido, el privilegio racial y el racismo también son dis-narrados: se relatan como otra cosa en tanto están constituidos por múltiples, contextuales y coyunturales discursos que —aunque en determinados momentos y formaciones sociales surja uno dominante y se consolide con más fuerza—, no tienen una única forma de emerger, operar y afectar la materialidad de los campos sociales.

Finalmente esta apuesta, tan académica como política, es la presentación de dos sucesos leídos en claves aparentemente distantes pero co-constituidas. Se nutren, se necesitan para existir y para operar. Es una balanza que se disputa permanentemente el desequilibrio y la inclinación para producir efectos en el mundo y por eso me resulta clave disputar la puridad y las interpretaciones reduccionistas de los acontecimientos en las coyunturas sociales, porque no se trata de sobreponer clase social sobre raza o género sino todo lo contrario; es leer las voluntades de dominio, como resultado de la marca colonial, en medio de una articulación compleja que contemple las variables producto del mismo contexto. Sin duda hay maneras de nombrar el mundo que lo silencian. Nadie dice «mira mami: ¡es un blanco! Ese blanco me asustó» (Fanon, 1968) porque el sentido común es lo que está en juego y con él, las formas ordinarias de ser humano y de estandarizada legitimidad que produce lo otro. Escribo fuera del privilegio blanco, sí, pero en muchos sentidos también disfruto de él. He recibido educación universitaria, no tengo discapacidades y hablo y escribo de forma muy parecida a la de aquellos que critico y en parte, es por eso que considero imperante formas otras de narrar nuestras coyunturas. Por eso me interesa no solo hackear la narrativa sino visibilizar una manera otra de acercarnos a mejores comprensiones para las urgencias que vivimos porque en definitiva no, la blanquidad nos produce y no puede existir sin un proyecto para aniquilarnos.

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1Este artículo es producto de la investigación doctoral sobre blanquidad y los privilegios raciales desde el contextualismo radical.

2Es una expresión clasista que refiere y autodenomina a unos sujetos y sectores privilegiados económicamente con ideología paramilitar que se consideran moralmente superiores por sus tipos de capital. En ocasiones su riqueza es de dudosa procedencia, relacionada en varios casos con el narcotráfico. Por lo general son sujetos blancos, defensores de la tradición, la moral y las buenas costumbres, además de ser acomodados, aspiracionistas, arribistas, clasistas y racistas.

3La urbanización de Ciudad Jardín fue concebida desde 1960 como una zona residencial para personas con capitales económicos altos y medios, pertenecientes a un sistema de estratificación social alto (5) y muy alto (6). Se «ubicó en territorios de la antigua Hacienda Cañasgordas, terrenos que, aunque divididos, seguían perteneciendo en su mayoría a las élites tradicionales y a las nuevas clases dirigentes de la ciudad». (Velasco, 2013, p.58). En este orden de ideas, a la fecha hace parte de la comuna 22 que es la zona con mayor desarrollo de la ciudad, caracterizada por ser la sede de las cuatro universidades privadas más importantes de la ciudad y, por ende, también es la zona de mayor valorización de Cali, habitada por gente con altos cargos no solo en la ciudad sino también en el Valle del Cauca, convirtiéndolo incluso en uno de los sectores más caros y exclusivos de Colombia (Velasco, 2013).

4Caracol Radio Cali (9 de mayo de 2021) https://twitter.com/Caracol_Cali/status/1391509411139657728

5Diálogo de la película The fight club de David Fincher, 1999.

6Centrándose en la blanquitud del mundo ilustrado europeo pasando por alto que, genealógicamente, en América Latina, no se puede obviar la configuración del sistema mundo moderno sobre el siglo XVI que constituyó un pensamiento hegemónico que dividió al mundo en centro y periferia dando paso a las identidades racializadas (Castro-Gómez, 2005).

7Como sujeto moral.

8Consejo Regional Indígena del Cauca.

9Desde la promulgación de la Constitución de 1991 las comunidades étnico-raciales son reconocidas como ciudadanos nacionales.

10Propuesta por Echeverría.

11Que favorece la acumulación del capital, el ascenso social y el prestigio, bajo una modalidad de privilegio profundamente colonialista.

Recibido: 30 de Mayo de 2022; Aprobado: 16 de Agosto de 2022

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