"Es esta autosatisfacción general, que se incorpora en nuestro interés por el bienestar de los otros y por el ethos de nuestra comunidad, que es el sentido último de la integridad -una vida entera más que fragmentos conflictivos de meros deseos personales satisfechos-".
(Solomon, 2006, p. 119)
El tema del presente trabajo es la espiritualidad en un mundo secularizado. Se propone que la teoría de la integridad emocional de Robert Solomon, hace explícita una forma de espiritualidad independiente de la fe religiosa, una espiritualidad afectiva. Esta es una buena herramienta para comprender el lugar que puede dársele a la espiritualidad en un mundo pluralmente religioso y en el que convivimos con distintas formas de ateísmo y de agnosticismo, tanto por su independencia de cualquier religiosidad particular, como por el robusto sentido ético que tiene. Ser espiritual supone ser responsable con la propia vida.
LA ESPIRITUALIDAD AFECTIVA
La espiritualidad para no creyentes de Robert Solomon, es una espiritualidad afectiva. Ser espiritual, en este sentido, es ser un agente capaz de tener las tres emociones ampliamente reconocidas como espirituales: la felicidad, la gratitud y el amor.
La concepción de las emociones que Solomon tiene en mente es la que contemporáneamente se conoce como cognitivista (Deigh, 2010; Maiese, 2014; Scarantino, 2016)1. Según esta, las emociones en general tienen la estructura de los juicios de valor, en los que un objeto se presenta valorado de alguna forma. Dicho brevemente, para Solomon las emociones son intencionales, perspectivas y valorativas. Esto quiere decir, que son estados mentales que tienen contenido -que se dirigen a un objeto-, que ese contenido está configurado parcialmente desde la perspectiva de un sujeto, y que la correlación entre el objeto intencional y la perspectiva subjetiva es una valoración. Un ejemplo puede ayudar a ilustrar esta idea. Para una niña, tener una emoción como la tristeza se puede entender perfectamente como experimentar un estado mental valorativo sobre un objeto particular. El objeto intencional puede ser un gato pequeño, por ejemplo. Para entender la tristeza de la niña por un gatico es preciso entender ese objeto intencional desde la perspectiva de ella: el gatico en cuanto compañero de juegos, como mascota, como regalo de su padre o como fuente de sus alegrías. Ahora bien, para que la emoción de tristeza tenga lugar, es preciso explicitar que el gatico se perdió o se murió, y en este sentido la niña perdió algo importante para ella, esa es su valoración. La concurrencia de los tres elementos -el objeto, la perspectiva subjetiva y la correlación valorativa- es la tristeza.
Decir que las emociones son algún tipo de juicio valorativo es moneda corriente en la actualidad. Sin embargo, hay un rasgo distintivo de la concepción cognitivista de las emociones de Solomon: que entiende los juicios emocionales como estrategias. Una breve comparación con otras teorías puede ayudarnos a entender este punto.
Muchas teorías cognitivistas de las emociones sostuvieron que si las emociones son juicios, entonces son actitudes proposicionales y, en este sentido, según la tesis de Brentano, son fenómenos privativamente mentales, queriendo decir con ello que no son fenómenos corporales (Kenny, 2003; Bedford, 1957). Una teoría así resulta incompatible con los conocimientos médicos, biológicos y etológicos que tenemos en la actualidad. Por eso, en los últimos años muchos autores han desarrollado importantes esfuerzos para argumentar que las emociones son estados judicativos, pero de naturaleza corpórea (Döring, 2003; Goldie, 2000; Helm, 2009; Prinz, 2006; Vendrell, 2009). En los casos más dramáticos, se defiende incluso que las emociones son juicios con localización exacta en el sistema nervioso (Tooby y Cosmides, 2000).
Solomon no se alinea con este tipo de teorías, pues sostiene que el cuerpo relevante para la afectividad no es la entidad biológica (Körper) que se estudia en biología o en medicina, sino el cuerpo en tanto situado en la trama de la vida (Leib). Así pues, al sostener que las emociones son corporales, debemos entender que están articuladas en la trama de la vida de las personas, y que no se pueden entender ni como estados mentales incorpóreos ni como estados fisiológicos de un organismo vivo, sino sobre todo, como las formas valorativas características que posicionan a un sujeto en el mundo, de modo que de una vez le dan su posición perspectiva y lo proyectan al mundo que se abre ante él como posibilidad de acción. De acuerdo con esto, las emociones son estrategias para desarrollar la vida y enfrentar el mundo. El objeto, la perspectiva y la valoración, se articulan de modo que dotan a un agente de una posición en la vida y desde esa posición, lo abren al desarrollo de su proyecto vital. En este sentido, es que las emociones son estrategias, no estados mentales ni estados corporales. Si pensamos así el ejemplo de la niña que perdió a su gatico, lo que vemos es que la tristeza de la niña es la explicitación de su valoración de que ha perdido algo importante, y a la vez, su posicionamiento ante lo que viene por delante, pues esa tristeza se convierte en su razón para actuar de esta o aquella manera, y para reclamar tal tipo de trato o tal otro de parte de los demás. La emoción le da una posición a la niña y desde ella se mueve en el mundo.
Al igual que Solomon, distintas concepciones de las emociones, tanto cognitivistas como naturalistas, evidenciaron que las emociones tienen una conexión estrecha con las formas de actuar de las personas (Frijda 1993; Lazarus y Lazarus, 2000). Sin embargo, con frecuencia insistieron en que las emociones son preparaciones para la acción más o menos programadas biológicamente, y en este sentido por fuera del alcance del control voluntario. Al tratar las emociones como estrategias, Solomon quiere destacar que tenemos distintas formas de control voluntario sobre ellas, que no somos sus esclavos. Las personas pueden utilizar emociones para transformar su manera de afrontar el mundo. En consecuencia, las emociones no son pasiones o padecimientos, sino algo más parecido a las acciones, algo que podemos agenciar voluntariamente (Solomon, 1976). Si esto es así, el último rasgo que Solomon le reconoce a las emociones es que son fuente de responsabilidad para el sujeto. Así como una persona es responsable por sus acciones, en la medida en que son voluntarias, así también una persona es responsable por sus emociones, en la medida en que puede utilizarlas como estrategias intencionadas para enfrentar el mundo.
En síntesis, para Solomon las emociones son estados intencionales, perspectivos y valorativos, que obtienen su significado de la vida cotidiana de las personas, y que tienen como finalidad ayudar a forjar las formas de vida de aquellas. Pueden hacer esto porque, aunque son involuntarias en muchos casos, con práctica pueden llegar a estar bajo nuestro control voluntario y, por eso, terminan siendo responsabilidad nuestra. ¿Qué impacto tiene esta concepción abiertamente existencialista de las emociones en nuestra comprensión de la espiritualidad?
LA FELICIDAD, LA GRATITUD Y EL AMOR
Las emociones que constituyen la espiritualidad son muy especiales. Como todas las emociones, son estrategias intencionales, perspectivas y valorativas, que están en nuestras manos para proyectarnos en la vida y de las que somos responsables. La felicidad, la gratitud y el amor pueden usarse como instancias reflexivas y críticas respecto de nuestras vidas entendidas como un todo. Este valor es el que las hace propiamente espirituales (Bishop, 2012; Weidler, 2012).
Cuando se afirma que las emociones espirituales tienen por objeto la vida en su conjunto, se les reconoce la notable propiedad de poder asumir como propios, objetos complejos que involucran estados emocionales, situaciones personales, ideales de vida y todo el conjunto de azares que impactan nuestra cotidianidad. Ciertamente, no es este el paradigma sicológico de lo que es una emoción. Antes bien, tal vez muchos teóricos rechazarían abiertamente llamar emoción a un estado mental de semejante envergadura. El estereotipo sicológico de un estado emocional suele ser simple, instantáneo y causado por un suceso externo concreto. Solomon no se amedrenta con este tipo de reacciones, pues tiene claro que, siendo esos estados impulsivos, fenómenos sicológicos genuinos, ellos no agotan el espectro de la afectividad humana. A decir verdad, Solomon busca darle lugar a esas emociones intensas e instantáneas en el flujo de la vida, y logra hacerlo reconociendo que en esa trama ellas desempeñan papeles distintos.
Cuando pensamos en las emociones como orientadas a objetos complejos, reconocemos que las emociones intensas y momentáneas no son por ello simples o irreflexivas. Antes bien, descubrimos que la intensidad de una sensación no es otra cosa que una densidad valorativa múltiplemente causada. Cuando las pensamos en la trama de la vida, incluso las emociones más sensacionales son altamente cognitivas, pues dependen de nuestras creencias, nuestros valores, nuestras expectativas, nuestra experiencia, nuestra corporalidad y de la manera en que nos posicionamos ante lo que nos sucede, por ejemplo (Mulligan, 2010).
Ahora bien, las emociones son espirituales no por ser complejas o sensacionales. Lo son por el papel que desempeñan en la vida cotidiana o, lo que es lo mismo, por la contribución que hacen en la construcción del sentido de la vida de las personas. Como toda emoción, las emociones espirituales nos dan un lugar en el mundo y nos proyectan al porvenir. Para hacer esto, como se ha dicho, deben estar dirigidas a un objeto emocional valorado desde una perspectiva personal.
Las tres emociones espirituales tienen como objetos intencionales otros estados emocionales, por eso se las llama metaemociones. Pero son diferentes entre ellas. La felicidad es un juicio de valor sobre la propia vida que se ha vivido. La gratitud es un juicio de valor sobre la valoración actual que tiene uno de su vida. El amor es un juicio de valor sobre la relación que puede tener su propia vida con el mundo, ahora y en adelante. Así entendidas, las emociones espirituales tienen la función de instancias reflexivas y críticas para toda persona. Logran desempeñar su papel precisamente porque su objeto intencional es complejo: para la felicidad su objeto es la vida; para la gratitud su objeto es la vida ya valorada; y para el amor su objeto es la vida por venir, valorada desde un presente concreto cada vez.
Esta referencia explícita a la vida, propia de las emociones espirituales, es a la vida en su conjunto, no a episodios concretos en ella. Por eso las tres pueden ser instancias reflexivas y críticas. La felicidad no es solo sensación o estado de ánimo, podemos aprovecharla también como pregunta: ¿Somos felices? Esta pregunta, es claro, no se refiere a la sensación de placer y ni siquiera al estado sicológico de alegría. Como señalaba paradójicamente Aristóteles, solo los muertos pueden ser felices. La ventaja de los muertos sobre los vivos es que pueden ya contemplar su vida íntegramente. Los vivos nunca tienen su vida a la mano, pues tienen siempre vida por delante. Si solo los muertos pueden ser felices es porque la felicidad demanda la consideración valorativa de la vida en su conjunto.
Ante la pregunta por si nuestra vida es feliz, estamos siempre abiertos a que lo sea o no. Curiosamente, sea cual sea nuestra respuesta, se cumple una condición: ser felices está en nuestras manos; en la medida en que la felicidad es un juicio que hacemos y no un azar. Que juzguemos afectivamente que nuestra vida es feliz, depende de cómo valoremos lo que nos ha pasado y lo que ha sido de nuestra vida. No quiere decir ello que no podamos juzgarnos infelices, sino que, incluso si esto es lo que nos pasa, tenemos vida por delante para procurarnos la felicidad.
Ahora bien, aunque las tres emociones espirituales se refieren al conjunto de la vida, no por ello son idénticas. La felicidad es esa emoción que nos permite dar una valoración de conjunto a nuestra vida y es la emoción cardinal de la ética en la medida en que pone nuestra vida en perspectiva y nos abre a que la tomemos bajo nuestra responsabilidad. Por eso dijimos que ser felices es nuestra responsabilidad, no en el sentido coercitivo de que sea nuestra obligación, sino en el sentido existencial de que siempre está en nuestras manos poder serlo2.
La segunda emoción propia de la espiritualidad es la gratitud. Para Solomon esta es la más espiritual de las emociones, pues en ella se hace explícita nuestra actitud ante la manera en que valoramos nuestra vida. Si la felicidad es la valoración ante la vida, la gratitud es lo que sentimos frente al hecho de que siempre podemos ser felices, por eso es una metaemoción de tercer orden, por decirlo así.
La gratitud es la emoción espiritual por excelencia porque ayuda a considerar la vida desde el presente inmediato, sí, pero proyectada al futuro. En este sentido no es una emoción que nos ayude a entendernos solo en el presente, sino siempre como seres que trascienden su propio presente hacia el futuro posible y que tienen el sentido de esa trascendencia en sus propias manos. La consciencia de que podemos forjar nuestra propia felicidad, de que nunca estamos necesariamente condenados a una vida miserable, es el hecho básico que constituye la gratitud. Somos seres que siempre pueden ser felices, y por eso agradecemos.
Uno de los mayores obstáculos que tiene la espiritualidad es la soberbia, particularmente la creencia en que todo lo que constituye nuestra felicidad es mérito nuestro. La gratitud nos hace espirituales no solo por su sentido de trascendencia, sino también porque nos ayuda a reconocernos precarios y afortunados. La riqueza de nuestra vida siempre viene determinada por decisiones voluntarias y por muchos otros factores externos a nuestra voluntad. El presente desde el cual nos valoramos y desde el cual nos proyectamos es fruto por igual de la voluntad y del azar, por eso la gratitud presupone la felicidad y la humildad, la felicidad de la que somos responsables y el reconocimiento humilde de que somos felices por lo que hemos decidido y por azares que se nos atravesaron. La soberbia es la incapacidad para entender que la felicidad es una posibilidad para nosotros, pero que no hay felicidad sin la concurrencia de la fortuna. La humildad y la felicidad son las genuinas bases de la espiritualidad.
La última de las emociones espirituales, y en un sentido la más grande de todas, es el amor. Si la felicidad es la emoción del conjunto de la vida y la gratitud es la de la trascendencia de la vida, el amor es la emoción de la trascendencia en la vida misma. Solomon considera que la gratitud por poder tener una vida feliz impone también un grado de responsabilidad. Podemos comprometernos con la búsqueda de nuestra felicidad, y en este sentido ser espiritual es asumir responsablemente la construcción del sentido de nuestras propias vidas. La dificultad reposa en que no por ser agradecido, se está de inmediato comprometido con la construcción del sentido de la propia vida. Hace falta un impulso que pase de la gratitud a la construcción de la vida: ese impulso es el amor.
Así caracterizado, el amor involucra la felicidad y la gratitud. Para amar hay que pensar la vida en su conjunto, considerar las posibilidades de trascender el presente y comprometerse con trascender la vida en la vida misma. Si el amor es la encarnación de la gratitud, es porque la espiritualidad es el amor a la vida.
Dicho esto, se aprecia ya con claridad por qué la espiritualidad afectiva de Solomon es una espiritualidad escéptica, para no creyentes. La felicidad y la gratitud toman cuerpo en el amor a la propia vida. El fin de la espiritualidad es la construcción del sentido de la vida de la persona y se cumple en la vida misma. El único sentido de trascendencia involucrado en la espiritualidad afectiva, es el de que cada persona puede trascender su condición presente en su vida futura. La espiritualidad es mundana y vital, ética y motivadora, evaluadora de la vida vivida y motor de la vida por vivir.
Solomon tiene claro entonces que podemos ser espirituales sin creer en Dios, pues el único compromiso que tiene la espiritualidad es con nuestras propias vidas. Ahora bien, el análisis solomoniano de la espiritualidad brinda herramientas para comprender la espiritualidad del teísta. Para este último, la felicidad, la gratitud y el amor son emociones decisivas para ser espiritual, pero él las proyecta a una trascendencia que no se cumple en la vida misma sino más allá todavía, en Dios. La felicidad se dirige a la propia vida, la gratitud es por la vida en tanto dádiva recibida de algo distinto de nosotros mismos, y el amor se dirige a la fuente de nuestra vida y, por tanto, de nuestra felicidad. Dado que esa fuente trasciende la vida misma, el amor no es amor a la vida, sino a esa trascendencia supravital que es Dios. Se aprecia entonces, que la espiritualidad afectiva rige por igual para el teísta y para el ateo, y es la clave de la construcción del sentido vital de cada persona. La espiritualidad del no creyente asienta el sentido vital en la vida misma, el creyente lo pone en una trascendencia supravital.
LA INTEGRIDAD EMOCIONAL Y LA ESPIRITUALIDAD COMO RESPONSABILIDAD CON LA VIDA
Por lo anteriormente dicho, puede darse la impresión de que ser espiritual consiste en el cultivo de tres grandes y especiales emociones: la felicidad, la gratitud y el amor. Sin embargo, la vida apasionada no es tan simple, de hecho ninguna vida lo es. El flujo de la cotidianidad en el que se nos va yendo la vida está tejido de las más diversas y heterogéneas emociones. Nuestro trato cotidiano con los objetos, los hechos, las personas y las situaciones está constituido por un número muy grande de valoraciones instantáneas o duraderas, algunas muy cambiantes y algunas más estables. Esto quiere decir que la vida misma está articulada por un sinnúmero de emociones distintas. Si la espiritualidad es el amor por la vida, entonces ser espiritual obliga a considerar toda nuestra riqueza emocional y no solo al cultivo de las tres metaemociones de las que se ha venido hablando.
La espiritualidad afectiva se enmarca en una teoría de la integridad emocional. Según esta, los seres humanos somos capaces de un sinfín de emociones. Lo que imprime el sello a la vida de cada quien es ese rico repertorio de valoraciones afectivas que realiza. Sostiene Solomon (2007): "La integridad implica riqueza y profundidad más que simplicidad" (p. 362). Aunque muchos pasemos por situaciones semejantes, la valoración afectiva de ellas no es homogénea, por eso nuestras identidades vitales se forjan no solo por lo que nos pasa, sino por cómo asumimos afectivamente lo que nos pasa.
La tesis de Solomon en este punto, es que un ser humano es capaz de una amplia riqueza afectiva, que la vida humana no se desarrolla entre el blanco de la felicidad y el negro de la tristeza, pero que tampoco es una escala de grises que pueda trazarse mezclando y variando las intensidades de tonalidades afectivas. Solomon piensa la vida como un flujo multicolor de emociones, irreductibles a dos colores o a mezclas de solo algunos de ellos que sean básicos o primarios. Se parece más al arcoíris que a la tabla periódica de los elementos.
La tesis de la integridad emocional es que una vida plenamente vivida es multicolor. Tiene rojas furias, alegrías amarillas, distintos momentos azules y, por supuesto, verdes repelencias. La vida apasionada es la vida colorida, no solo una vida de muchos colores, sino también una vida de los mismos colores en distintas tonalidades y con variadas intensidades. Lo opuesto a la integridad emocional es la vida monotonal y monocromática.
Estas consideraciones nos obligan a repensar la espiritualidad. Si ser espiritual es amar la propia vida, la responsabilidad que nos impone la espiritualidad es la de potenciar nuestra vida y esto quiere decir enriquecer cada vez más los colores, las tonalidades y las intensidades de nuestras emociones cotidianas. La espiritualidad no es cosa de tres emociones, sino de todas las emociones de que somos capaces. El compromiso amoroso con nuestra propia vida no es uno de simplificación y empobrecimiento, sino uno de complejización y enriquecimiento afectivo.
Al insistir en la rica y compleja potencia afectiva de nuestra vida, buscamos marcar un agudo contraste entre la teoría de la integridad emocional de Solomon y algunas otras éticas afectivas, como el eudemonismo (Nussbaum, 2001), las teorías de la inteligencia emocional (Goleman, 2008) o incluso posiciones naturalistas exageradamente medicalizadas.
Muchas teorías de la afectividad privilegian esta o aquella emoción. Los publicistas nos venden la alegría como el telos de la vida, a costa de la tristeza y la nostalgia, por ejemplo; otros les vendieron a los jóvenes la tristeza como la actitud vital central. Algunas personas censuran la ira, otras el miedo, unas más el terror y algunas incluso el asco. La integridad emocional riñe con todas estas ideas por igual. La vida humana es potencia afectiva, cada mutilación es empobrecimiento. La vida apasionada no es una vida sin tristezas, pero tampoco puede carecer de alegrías. "Una vida feliz con integridad emocional no es una vida sin conflictos, sino una vida en la que gestionamos sabiamente nuestros conflictos emocionales en conjunción con nuestros valores más profundos" (Solomon, 2007, p. 363). El hombre feliz debe poder sentir asco y rabia, pero también compasión y amor. Una vida más plena es una vida emocionalmente más rica, más colorida.
Tras estas consideraciones podemos ya terminar insistiendo en dos tesis. La primera es que la espiritualidad es el amor a la vida. Esto quiere decir que ser espiritual es tener una actitud afectiva frente a la vida, que nos impone una responsabilidad. Esa responsabilidad es con la propia vida y no es otra que la de potenciar la propia vida. Una persona espiritual es aquella que busca su felicidad, que es agradecida por tener la libertad para ser feliz y que se esfuerza amorosa y apasionadamente por ser feliz, por tener una vida apasionada. En este sentido, la espiritualidad no margina emociones, sino que las integra al todo de la vida. Los placeres, los dolores, los amores, los odios, las rabias, los ascos, la culpa, la compasión, la simpatía, la congratulación y la envidia, son todas ellas parte de la espiritualidad. Cercenar una emoción es empobrecer el espíritu.
La segunda y última idea en que queremos insistir, es que la teoría de la espiritualidad afectiva es una buena alternativa para comprender la espiritualidad en un mundo secularizado, pues no hace depender las metaemociones de la fe religiosa sino de una actitud de búsqueda de integridad emocional, es decir, del imperativo de procurarse una vida emocionalmente rica. El referente de las emociones espirituales no es Dios sino la vida misma. No es necesario ser creyente para ser espiritual, basta tener aprecio por la propia vida, ser humilde y reconocer que hemos recibido regalos y que sepamos amorosamente enfrentar la vida y el mundo. En eso consistiría la espiritualidad del no creyente, una espiritualidad que merece reconocerse y promoverse en un mundo secularizado.