Hoy en día, al menos en América Latina, es clara la tendencia de la arqueología hacia lo público, en sentido amplio. Así, muchos de los esfuerzos se vuelcan a buscar y aplicar metodologías colaborativas, y a desarrollar políticas públicas que sean más inclusivas con las comunidades relacionadas, en términos generales, con lo que -en ocasiones ambiguamente- se denomina patrimonio (Baird 2017; Breglia 2006; Endere 2009; Endere et al. 2009; Gnecco y Hernández 2010b; Gnecco y Ayala 2010a; Graham, Ashworth y Tunbridge 2005, 2000; Lumley 2005; Smith y Jackson 2006). Estas políticas también pretenden considerar la enorme variedad de tipos de relaciones que las comunidades locales, en especial las indígenas, tienen con la noción de patrimonio y el uso de lo que se estima patrimonial (Benavides, Ayala y Ugalde 2023; Bezerra 2012; Reyes y Archila 2014; Silva 2000; Smith 2009, 2007, 2006, 2004). Estos esfuerzos abarcan varios ámbitos del espectro del trabajo arqueológico, desde las actividades de campo hasta la exposición de los hallazgos y nuevos conocimientos en espacios culturales, principalmente museos.
Algunos de los trabajos más representativos se han desarrollado con sociedades indígenas (Arthur y Ayala 2020; Ayala 2014, 2008; Ayala, Avendaño y Cárdenas 2003; Ayala et al. 2022; Breglia 2008; Cabral 2017, 2013; Eremites 2003; Gil 2010; Gnecco y Hernández 2010b; Green, Green y Neves 2010; Hernández et al. 2009; Jácome y Wai Wai 2020; Jofré 2012, 2003; Kalazich 2015; Londoño 2010, 2002; Machado 2017; Machado, Tschucambang y Fonseca 2020; Montenegro 2014; Paillalef 2010; Paredes 2015; Pastana 2011; Robrahn-González 2006; Silva y Gomes 2015; Silva, Bespalez y Forte 2011; Silva et al. 2010, Tschucambang 2015; Tuki y Arthur 2020; Urdaneta 1991, 1988; Vasco 2010; Wai Wai 2017), y también existen ejemplos de investigaciones con grupos particulares (Cavalcante 2010; Funari, Vieira y Tamanini 2008; Herrera, Gómez y De Schrimpff 2001), feministas y LGBTIQ+ (Isasmendi 2022; Machado y Kaingang 2020; Ugalde 2019), urbanas (Escandón-Moreno 2023) y barriales, entre otros. Estos estudios han sido diseñados desde la arqueología, la museología y el patrimonio y, en cada uno, la colaboración es entendida y practicada desde diferentes perspectivas teórico-metodológicas y supone distintos niveles de involucramiento por parte de las comunidades.
Sin embargo, no en todos los países estas tendencias se han desarrollado a la vez o con una intensidad similar. Cada contexto social y político ha determinado en gran medida un panorama que luce distinto en la actualidad. En el caso de Suramérica, por ejemplo, se observa una marcada diferencia en la aplicación de metodologías colaborativas entre países, siendo Chile, Bolivia, Argentina y Brasil donde con mayor frecuencia se encuentran trabajos que incluyen dichas metodologías (véase la extensa lista de referencias mencionada por Ayala y Cabral 2024 en prensa ).
En la actualidad, en América Latina, muchos proyectos arqueológicos buscan ser colaborativos, en cuanto a sus metodologías, y decoloniales en su enfoque. Pero ¿qué significa esto en términos prácticos?, ¿con quiénes colaboran lxs arqueólogxs en sus proyectos?*, ¿en estas dinámicas investigativas ocurren realmente procesos colaborativos, en los que las comunidades tengan voz y voto en decisiones concretas? Si es así, ¿estas intervenciones de los grupos son sustanciales, se refieren por ejemplo a la definición de objetivos y metodologías de los proyectos? Quizás la principal pregunta es ¿lxs miembros de las comunidades consideradas beneficiarias quieren realmente esta colaboración y se sienten efectivamente integradxs en los proyectos, sean estos de campo, laboratorio o en museos?
Estamos convencidas de la validez de las metodologías colaborativas en la arqueología y de su valor de retroalimentación en función de un conocimiento mejor informado, así como de las obvias implicaciones sociales positivas y las consecuencias que, en muchos casos, ha tenido la arqueología para las luchas de reivindicación identitaria indígena y para la restitución de territorios ancestrales (p. ej. Urdaneta 1991, 1988; Vasco 2010). La intención del presente dosier es, después de al menos dos décadas de que se formulara la necesidad de enfoques colaborativos, presentar y discutir algunos esfuerzos recientes en el desarrollo de metodologías colaborativas desde Suramérica, sus resultados y perspectivas.
En la siguiente sección se presentará el estado del arte, con ejemplos puntuales, de lo que se consideran las arqueologías colaborativas y otros conceptos asociados. A continuación, se trazarán algunas ideas que hemos desarrollado recientemente en torno al tratamiento del patrimonio arqueológico y su relación con las comunidades, desde una perspectiva comparativa entre museos de Europa y Suramérica. Finalmente, introduciremos los artículos que conforman este dosier y cerraremos con una sucinta reflexión acerca de la situación actual de la problemática discutida aquí.
Las metodologías colaborativas en arqueología
Lo que se quiere decir con arqueologías colaborativas incluye un espectro amplio de enfoques teóricos y metodológicos sobre el tipo de arqueología que se practica, para alcanzar el propósito de una experiencia descolonizada, significativa y crítica (Ayala y Cabral 2024 en prensa ; Londoño 2021). Esta tendencia se inscribe en programas de investigación de arqueología pública con diversos énfasis, tales como valoración y protección del patrimonio arqueológico (Moi y Morales 2010), educación y divulgación para públicos variados como los escolares, o de museos y administración y manejo de los sitios patrimoniales (Endere 2009), entre otros. Asimismo, es una práctica que considera metodologías de investigación y formas de recolección de información no tradicionales en arqueología como la etnografía, las entrevistas y las cartografías participativas (Ayala 2008; Babidge et al. 2019; Castañeda 2009, 2008; Green, Green y Neves 2010; Kalazich 2015; véase también Novillo y Palacios 2024 en este número).
Por otra parte, en la literatura se encuentran varias denominaciones que corresponden a formas de hacer arqueología con metodologías colaborativas o que suponen la participación estrecha de comunidades locales en la producción del conocimiento sobre el pasado. Entre ellas, la arqueología indígena, con un papel predominante en América Latina, parte de la premisa sobre la necesidad de conseguir que la arqueología se practique con, para y por las sociedades indígenas mismas (Gnecco y Ayala 2010a; Londoño 2002). La denominada arqueología participativa, relativamente común en las tierras bajas de Brasil y Bolivia, como mencionan Ayala y Cabral 2024 (en prensa) , ha sido principalmente desarrollada con comunidades indígenas (p. ej. Cabral 2013; Eremites 2001; Jaimes 2020).
Uno de los propósitos de la implementación de metodologías colaborativas en la arqueología es, sin duda, la búsqueda de una práctica descolonizada que establezca relaciones más horizontales con los grupos y que estimule que lxs arqueólogxs no actúen como las únicas autoridades conocedoras del pasado y que, de esta manera, se dé paso a una verdadera coproducción de conocimiento. Lo anterior implica el involucramiento de las comunidades en el diseño, desarrollo y divulgación de las investigaciones. Una arqueología orientada así amplía el espectro de perspectivas sobre el pasado y permite interpretarlo desde visiones del mundo y ontologías indígenas, es decir, no occidentales (p. ej. Herrera y Lane 2006; Londoño 2002; Machado 2017; Machado, Tschucambang y Fonseca 2020; Marconetto, Gardenal y Barría 2017; Valle et al. 2018). Esta práctica, además, supone que las comunidades indígenas desempeñen un papel protagónico en la toma de decisiones relacionadas con el pasado, incluyendo la divulgación a través de los museos, donde cada vez son más frecuentes las cocuradurías, con consecuencias drásticas para la arqueología tradicional, como la eliminación de los rangos cronológicos por ser incompatibles con los conceptos indígenas relativos al tiempo, la creación y el espíritu de los materiales (Burtenshaw et al. 2022).
Liebmann (2008) examina el papel de los estudios poscoloniales en la arqueología y distingue tres aspectos en que estos se articulan con esta disciplina: la interpretación de episodios de colonización y colonialismo en el pasado por medio del registro arqueológico, el papel histórico de la arqueología en la construcción y deconstrucción de discursos coloniales, y la metodología como apoyo a la descolonización de la disciplina y como marco de referencia para la práctica ética de la arqueología contemporánea. Por su parte, Rizvi (2008) subraya la importancia de descolonizar los métodos de la arqueología para conseguir la democratización de la práctica, proceso que no socava la validez científica de la investigación, sino que supone la aplicación de una metodología rigurosa que sea social y políticamente comprometida y que resalte la relevancia y conexión del pasado con el presente. La consideración de la crítica poscolonial en contextos arqueológicos permite el uso de nuevas estrategias, entre las que se encuentran la investigación colaborativa basada en la comunidad y varias formas de arqueología pública.
Pero ¿qué significa exactamente descolonizar las metodologías? Rizvi (2008) concibe el proceso de descolonización como la deconstrucción de los sistemas de poder que encierran las metodologías arqueológicas (todas ellas derivadas de la historia colonial), para hacerlas transparentes. Así, Rizvi (2008) aboga por reformar la metodología a través de una descolonización y democratización activa de nuestra práctica. Esta práctica es denominada por esta autora como arqueología basada en la comunidad. Para Rizvi (2006), una arqueología basada en la comunidad implica un involucramiento activo con las preocupaciones de la comunidad que puede incluir la valoración del patrimonio, la identidad y, en muchos casos, desarrollos económicos como el turismo. Los llamados contemporáneos de la arqueología para la descolonización, por parte de comunidades indígenas de diversos lugares del mundo (Australia, Nueva Zelandia, Norteamérica), se han fundamentado, en parte, en la crítica poscolonial para proponer argumentos y reforzar los procesos de descolonización de producción del conocimiento arqueológico (Rizvi 2008).
En el caso de Norteamérica, los planteamientos de Atalay (2012) han puesto énfasis en la necesidad de implementar metodologías participativas en la arqueología contemporánea. Esta autora promueve el uso de la investigación participativa basada en la comunidad (CBPR, por su sigla en inglés), para practicar una investigación con, para y por los indígenas y los grupos locales. Atalay se pregunta cómo la arqueología y ella misma -siendo una indígena anishinabe y una arqueóloga- se pueden beneficiar con la investigación CBPR. Su esperanza es encontrar una metodología mediante la cual la ciencia arqueológica y el conocimiento comunitario trabajen juntos y se complementen usando prácticas sostenibles a largo plazo, y en que el proceso beneficie a las colectividades en sus esfuerzos por recuperar y estrechar sus conexiones con su patrimonio cultural. En opinión de esta autora, la arqueología indígena en la actualidad trata de resolver tensiones entre las comunidades indígenas y lxs arqueólogxs, movilizando la disciplina hacia una práctica descolonizada (Atalay 2010, 2008b, 2008a, 2007, 2006; Jackson y Smith 2005, Nicholas 2003; Smith y Jackson 2006; Smith y Wobst 2005).
Sin embargo, es importante mencionar que, en ocasiones, los términos colaborativo y comunidad pueden resultar ambiguos (véase Acuto 2024 en este número). Finalmente, ¿cuál sería el sentido del concepto de colaboración en arqueología? En opinión de Atalay (2008a), no es práctico o útil desarrollar una sola definición de colaboración en un contexto arqueológico. Lxs arqueólogxs usan el término de diferentes maneras y las prácticas implicadas en una colaboración arqueológica varían en un espectro grande. Colwell-Chanthaphonh y Ferguson (2008) se refieren a este espectro como continuum colaborativo. Notan que cada proyecto es único en su ubicación en ese continuo colaborativo. La investigación CBPR está incluida en ese continuum colaborativo y sus críticas también (p. ej. La Salle 2010). De manera que Atalay, por ejemplo, llama la atención sobre el hecho de que arqueología indígena y colaboración no son sinónimos, la primera con frecuencia se basa en metodologías relacionadas con la comunidad, pero es mucho más que esto. Esta involucra la integración de conceptos indígenas y conocimiento cultural para mejorar la forma en que lxs arqueólogxs interpretan los materiales arqueológicos (Atalay 2006; Nicholas 2008). La arqueología indígena examina formas de hacer las prácticas arqueológicas más relevantes para los grupos locales y sus descendientes (p. ej. Atalay 2007; Nicholas 2008). También se propone integrar las formas indígenas de producir conocimiento con los acercamientos occidentales a la investigación arqueológica para mejorar las prácticas de investigación (Atalay 2008b, 2008a, 2007, 2006; Silliman 2008).
Los museos y las metodologías colaborativas
Un espacio fundamental en el desarrollo de metodologías colaborativas es, por excelencia, el de los museos, ya que estos son parte de los principales espacios llamados a la difusión cultural. La nueva definición del museo emitida por el International Council of Museums (ICOM) en el 2022, luego de una asamblea extraordinaria en Praga, le da un espacio central a la participación de las comunidades en los diferentes ámbitos del quehacer de los museos:
Un museo es una institución sin ánimo de lucro, permanente y al servicio de la sociedad, que investiga, colecciona, conserva, interpreta y exhibe el patrimonio material e inmaterial. Abiertos al público, accesibles e inclusivos, los museos fomentan la diversidad y la sostenibilidad. Con la participación de las comunidades, los museos operan y comunican ética y profesionalmente, ofreciendo experiencias variadas para la educación, el disfrute, la reflexión y el intercambio de conocimientos. (ICOM 2022)
A la luz de esta definición, nos parece importante plantear las preguntas: ¿de quién y para quién es el patrimonio?, como interrogantes base para abordar el tema de las comunidades y las diversidades que ocupan un espacio central en esta misma definición. Si bien, obviamente, este concepto no se restringe a los museos arqueológicos, dirigiremos la discusión a este ámbito que es el que nos ocupa, no solo por el tema del dosier, sino por ser el espacio en el que se desarrollan nuestras propias trayectorias profesionales. Y quisiéramos abordar estas preguntas contrastando algunas tendencias generales que observamos en museos de Europa y el noroccidente suramericano, espacios que por nuestras dedicaciones laborales conocemos con cierta profundidad. Para el caso de los museos europeos nos centraremos en aquellos que se autodenominan museos de arte del mundo, que son los que mayoritariamente albergan colecciones arqueológicas de las Américas.
Aunque enfocamos la discusión en el tema de los museos, es importante mencionar que existen otros ámbitos relevantes cuando se intenta responder las preguntas de quién y para quién es el patrimonio. Uno de estos es el de la arqueología y la educación, tanto desde la misma formación universitaria de lxs arqueólogxs, como desde la transmisión del conocimiento sobre el pasado a poblaciones escolares de diversos niveles. En el ámbito de la educación también se promueven ideas nuevas sobre el pasado y su apropiación por parte de las comunidades. Como se mencionó en la sección anterior, la discusión sobre la descolonización de la producción del conocimiento arqueológico es un tema tratado ampliamente en la literatura arqueológica contemporánea, que además forma parte de nuestra propia experiencia profesional.
La premisa de partida es que creemos notar una tendencia en la que los museos del sur están orientándose más hacia la pregunta de para quién es el patrimonio y cómo incluir a estas personas o grupos en los discursos y las prácticas museológicas -es decir, pensando en políticas de inclusión-, mientras los del norte se enfrentan a las preguntas de quién es y por qué está donde está dicho patrimonio (y cómo justificarlo). Pero, tanto en el norte como en el sur, la noción de comunidad gravita en el centro de las reflexiones.
Una tendencia que nos parece más o menos generalizada en los museos europeos -aunque con grandes diferencias entre unos y otros- es un énfasis en la investigación de procedencia, como un esfuerzo de ejercicio decolonial (Tisa-Francini 2022). Es por esto que vemos aquí un enfoque en la cuestión sobre de quién es el patrimonio, alrededor de la cual existen posiciones variables. Las menos abiertas al debate de la procedencia se escudan en sostener que el patrimonio es de la humanidad y no de uno u otro país o comunidad, y con ello, se aferran a su supuesta legitimidad por custodiarlo y preservarlo (avalado por las legislaciones vigentes en sus países). El viejo argumento de la falta de infraestructura y recursos en los países de origen aún se oye esporádicamente como un eco lejano, pero que cada vez se toma menos en serio en ámbitos académicos. Por otro lado, son cada vez más frecuentes las posiciones que tienden a reconocer la pertenencia de los bienes culturales, entre ellos los arqueológicos, a los grupos que los produjeron o a sus descendientes. Por supuesto, resulta más difícil identificar a tales sucesores, entre más antiguos sean dichos bienes, es decir, mientras más arqueológicos los objetos, más difícil la adscripción a un colectivo. Es por esto que la investigación sobre procedencia conduce a procesos de restitución, generalmente cuando es posible la adscripción de un bien cultural a una comunidad, y cuando, además, se haya reconocido la importancia simbólica del o los objetos para esta. Y estos procesos, largos y engorrosos, suelen estar precedidos por reclamos desde los gobiernos que amparan a las comunidades para las cuales estos objetos constituyen importantes componentes de su cosmovisión.
Ejemplos alentadores, a nuestro criterio, son las iniciativas de restitución motivadas desde los propios museos europeos, previa investigación de procedencia conjunta con los grupos respectivos. El ejemplo más paradigmático en este contexto es el de los así llamados Bronces de Benín. El reino de Benín estaba localizado en la actual Nigeria. Desde el siglo XV fue parte de redes comerciales con el norte global. Durante la época colonial, en 1897, su capital Benín City fue atacada por las tropas coloniales británicas, quienes saquearon y quemaron el palacio real. Se calcula que entre 3 000 y 5 000 objetos fueron robados del palacio. Por medio de comerciantes internacionales de arte terminaron en colecciones públicas y privadas del mundo, bajo la denominación “Bronces de Benín”. En el 2018, el presidente francés Emmanuel Macron comisionó un informe sobre el contexto y las modalidades de la restitución de patrimonio cultural africano de los museos públicos y colecciones francesas. Este informe abrió el debate internacional y el camino hacia la restitución, iniciada por Francia, y que han seguido museos en Reino Unido, Estados Unidos, Alemania, Austria y Suiza (Sarr y Savoy 2018).
En el caso de Suramérica, los enfoques y desafíos son diferentes, aunque el tema de las procedencias parece estar ganando algo de espacio, claro está, con las características propias de las problemáticas locales sobre procedencia, más relacionadas con los temas de huaquerismo y coleccionismo como práctica colonial establecida en el continente, en algunos casos, desde el siglo XVI, la cual fue legitimada por varios estados nacionales nacientes en el siglo XIX (Botero 2006, 1996). Es importante que también aquí se hagan transparentes las formas en que se iniciaron las colecciones, públicas y privadas, que hoy están en los museos arqueológicos, y que se propicie una discusión académica crítica al respecto. Algunos casos relativamente recientes sobre restitución de objetos arqueológicos suramericanos incluyen el de la devolución de algunas de las piezas de Machu Picchu trasladadas a la Universidad de Yale a inicios del siglo XX, las cuales fueron devueltas al Gobierno peruano después de un largo proceso, así como el emblemático reclamo del “Ekeko” que fuera extraído a mediados del siglo XIX por el arqueólogo suizo Johann Jakob von Tschudi, de manera probadamente ilegal, y que en un acto muy político, en el 2014, fue recuperado por Bolivia y trasladado de regreso en manos del entonces presidente de ese país, Evo Morales (Historisches Museum (2) - Cooperaxion (bern-kolonial.ch). Otro caso es el reclamo de Colombia del llamado “tesoro quimbaya”, que es emblemático y suscita argumentos nacionalistas. El conjunto de 122 objetos de orfebrería saqueados de una tumba en el municipio de Filandia en 1893, fue entregado por el Gobierno del presidente colombiano Carlos Holguín como un gesto de agradecimiento a los reyes de España después de su intervención como mediadores en un litigio fronterizo con Venezuela. Este tesoro se encuentra actualmente en el Museo de América en Madrid. Esporádicamente, políticos y periodistas renuevan la discusión e insisten en una reclamación ante del Gobierno de España, pero este debate no ha involucrado a las comunidades indígenas. Recientemente, en mayo del 2024, el Gobierno de Colombia hizo por primera vez la reclamación oficial del tesoro a España. Entre los aspectos no debatidos se encuentra la noción de continuidad histórica entre las poblaciones indígenas actuales y las prehispánicas, y su identificación simbólica o real con los objetos contenidos en las colecciones de museos extranjeros y de Colombia.
Pero, el desafío principal en los museos arqueológicos de nuestro continente, consideramos, es alcanzar la pluralidad en torno al patrimonio cultural; pensar para quiénes existen finalmente los museos y cómo conseguir que dejen de ser excluyentes. Los museos arqueológicos de orden nacional siguen siendo espacios que, más que invitar, producen recelo o distancia, ya que no propician el sentimiento de pertenencia. El pasado y su materialidad se ven, con frecuencia, como entidades desvinculadas de las problemáticas de la vida actual.
Una ilustración respecto a esa desvinculación se puede encontrar en los resultados del estudio del público del Museo del Oro de Bogotá realizado por una de nosotras (Archila y Barona 2007), los cuales dejan en evidencia una admiración por la belleza estética de los objetos del pasado y una valoración de esas sociedades por lo que produjeron. Sin embargo, cuando se indaga sobre si los visitantes encuentran relación entre estos objetos o grupos sociales y su vida actual como colombianos, no la encuentran. Es decir, existe una disociación entre lo que fueron esas sociedades y las del presente. La mayoría de las personas no sienten un vínculo directo, étnico o social con estas sociedades, pero sí manifiestan admiración y respeto. Este punto, en parte, se relaciona con el uso del pasado prehispánico para establecer el sentido de nacionalidad e identidad colombianas -y de otros países de la región de manera similar- en el siglo XIX (Puebla 2015). En los discursos del guion del Museo del Oro del momento en que fue realizado el estudio -hace un poco más de una década- se continuaba manteniendo el concepto construido de esa identidad, es decir, la idea general sobre la nación y la identidad de lxs colombianxs como descendientes de un pasado prehispánico glorioso que no se relaciona con las poblaciones indígenas, campesinas y urbanas contemporáneas. En algunas respuestas de lxs visitantes fue notoria la connotación del oro como metal representativo de riqueza y poder, lo cual es un punto inseparable de la percepción del público sobre el patrimonio representado en los objetos de orfebrería. Más complicada se vuelve la relación identitaria cuando al componente indígena de ese otro “musealizado”, se le añade el del género no-normativo, como hemos tematizado en un estudio reciente (Ugalde y Benavides 2023).
Aunque en varios países de Suramérica los llamados museos comunitarios y los museos de sitio tienen importancia para las comunidades locales, sus gentes y sus emprendimientos de desarrollo económico gracias a pequeñas industrias de turismo cultural (véase McEwan, Hudson y Silva 1993; Stothert 2006; Weinstein 2006), aquí nos interesa, sobre todo, analizar críticamente los contenidos y discursos de museos de orden nacional. Para ello, hay que plantearse preguntas tales como quiénes van a los museos arqueológicos hoy en día, quiénes construyeron los discursos que se presentan en ellos y con qué trasfondos y, cuando hablamos de inclusión, a quiénes habría que incluir y de qué maneras; en otras palabras, quiénes realmente constituyen las comunidades que tanto ocupan el centro de la discusión en torno al patrimonio. Y, precisamente, al hablar de diversidad y comunidades, debe ampliarse la visión de que la única referencia posible son las sociedades indígenas, a otras colectividades como mujeres, grupos LGBTIQ+ y otras, que también tienen derecho a configurar los discursos sobre su pasado y sus patrimonios (Ugalde y Benavides 2018).
En este contexto, nos parece que lxs arqueólogxs hemos aprovechado poco del potencial que se encuentra en la propia naturaleza de nuestro “objeto de estudio”, es decir, en el material arqueológico mismo. Como ejemplo concreto deseamos mencionar el trabajo de una de nosotras, que luego de incursionar en el reanálisis de materiales arqueológicos desde una perspectiva de género, ha planteado nuevas lecturas sobre las relaciones de género en el pasado (Ugalde 2019). Una exposición provocativa e innovadora en el Museo Nacional del Ecuador (Ugalde y Benavides 2023), fruto de este estudio, ha sido apropiada por un sector del colectivo LGBTIQ+ en ese país como parte de su legitimación histórica. La permanencia de una muestra de esta exposición en la exhibición permanente del Museo Nacional es alentadora en términos de inclusión de este colectivo.
En síntesis, mientras para el caso de los museos europeos pareciera que su principal problema -por muy buenas intenciones que guarden sus políticas públicas- es su lejanía de las comunidades cuyos patrimonios ellos resguardan, ese nos parece precisamente el punto fuerte en los museos locales, que tienen su potencia en la identificación con esos objetos que, directa o indirectamente, se pueden considerar como el patrimonio propio. Y aunque los museos pudieran plantear temas que en primera instancia resulten incómodos, si llegamos a reconocer que la incomodidad proviene de la imposición colonial que se ha arraigado en América Latina, por ejemplo, en la forma de rechazo al pasado indígena o a la diversidad sexo-genérica, será más fácil desnaturalizar estas concepciones hegemónicas que no tienen por qué dominar la identidad y limitar la autodeterminación. Así, desde una perspectiva optimista, vemos que, procurando una inclusión de las comunidades desde dentro, las políticas públicas de inclusión pueden adquirir más fuerza, porque la potencia viene del propio material.
A modo de cierre: algunas contribuciones recientes sobre metodologías colaborativas en arqueología
Las contribuciones del dosier son una muestra de la amplitud de la problemática en torno a las aproximaciones colaborativas en la arqueología, así como de la variedad de caminos por los que se buscan dichas aproximaciones. Dejan ver también que, aunque se haya regado mucha tinta sobre el tema, son en la práctica más bien pocos los casos concretos que logran aterrizar metodologías efectivamente colaborativas. El clamor expresado en una de las ilustraciones por una arqueología activista en la segunda década del siglo XXI es sorprendente, pues desde hace más de medio siglo, la disciplina, tanto en el norte como en el sur global, de la mano de las arqueologías marxista y social, entre otras, ha reiterado la importancia de su carácter activista. Este hecho deja en evidencia las limitaciones y dificultades en el momento de compatibilizar la teoría con la práctica. Pero, a la vez, las contribuciones dejan ver elementos de autorreflexión y madurez, legados del recorrido comprometido en busca de una disciplina más plural.
El artículo de Silva (2024 en este número) inicia planteando su posicionalidad como arqueólogo “no tradicional” por desenvolverse profesionalmente en un espacio liminal entre la praxis arqueológica y el ámbito educativo, y cómo esto lo sitúa en un lugar marginal de los campos disciplinarios. De la mano de la noción de borderland(la frontera) de Gloria Anzaldúa (1987), postula la potencia de ese no-lugar para el desarrollo creativo en el quehacer de la disciplina. Los preceptos de una educación crítica, dialógica y, en último término, liberadora de Paulo Freire (2014) acompañan las metodologías que se practican y se van modificando sobre la marcha, en conjunto con las comunidades y en armonía con sus estructuras sociales. Sobre la base de sus experiencias en la región del río Solimoes Medio (estado de Amazonas, Brasil), Silva nos presenta el concepto de arqueología parienta. Su trabajo pone énfasis en la importancia de las redes familiares en las comunidades y su forma de vincularse con la materialidad. En sus observaciones, el entendimiento de parentesco no se relaciona directamente con la consanguinidad, sino con una suerte de compadrazgo, en que el apoyo mutuo es la base de la relación. En medio de estas redes, los restos materiales de distintos tiempos, incluyendo los arqueológicos, se entremezclan con la memoria histórica más reciente, por ejemplo, en alusión a la época del auge de la explotación del caucho. Silva resalta la convivencia con el material arqueológico en los grupos, en los que se activan diversos espacios en torno a la interpretación y la preservación de los bienes patrimoniales; en las escuelas, lxs niñxs y profesorxs hacen curaduría, y después guardan los materiales en sus casas. De esta manera, se involucran las familias y se establecen colecciones parentales; los objetos arqueológicos se vuelven parientes en las comunidades.
Por su parte, Ayala et al. (2024 en este número) reflexiona sobre la definición y aplicación de metodologías colaborativas en proyectos arqueológicos en el territorio indígena atacameño lickanantay en Antofagasta, norte de Chile. El tema particular estudiado en este contexto es la historia del coleccionismo y la patrimonialización de cuerpos indígenas. Una de las intenciones del trabajo es que la aplicación de metodologías colaborativas contribuya de forma significativa a los procesos políticos y sociales del pueblo atacameño, teniendo en cuenta sus demandas por el respeto a sus ancestros extraídos de enterramientos y enviados a distintas instituciones, dentro y fuera de Chile. El trabajo destaca el papel de las arqueologías colaborativas e indígenas en la generación de un conocimiento derivado del trabajo conjunto que incorpora las creencias y perspectivas locales y posibilita el beneficio comunitario. Por otra parte, la investigación de Ayala y colaboradores examina las discusiones alrededor de la devolución, repatriación o reentierro de cuerpos humanos en sus lugares de origen. Los argumentos de lxs autorxs, además, cuestionan la participación y el poder de decisión de la institución del museo, lo cual deja en evidencia la persistencia de relaciones coloniales de negación de lo indígena; todo desde una mirada reflexiva de la práctica misma y el trabajo con las comunidades.
La problemática de combinar y armonizar los saberes locales con las políticas públicas es también abordada en la contribución de Novillo y Palacios (2024 en este número) . Mediante el estudio de caso del cantón Sígsig en la provincia del Azuay, Ecuador, lxs autorxs confrontan y analizan el entramado de instituciones y documentos oficiales relacionados con el patrimonio arqueológico, y su frecuente desvinculación de las comunidades, es decir, su carencia de uso social. Resaltan la tendencia institucional a abordar la administración de los sitios arqueológicos en función del turismo, elemento que también es prioritario para los grupos, ya que lo ven como una potencial fuente de ingresos. Como herramienta metodológica, lxs autorxs encuentran en el uso de cartografías participativas una buena opción para integrar activamente a las comunidades y sus interpretaciones del patrimonio, e insisten en la importancia de la conformación de redes académicas críticas, dispuestas a buscar mayores acercamientos y participación de la sociedad local.
El trabajo de Acuto (2024 en este número) propone reconsiderar las denominadas arqueologías colaborativas desde la perspectiva de una arqueología activista que verdaderamente redunde en beneficios para las comunidades involucradas. Su posición respecto a las primeras es crítica y reflexiona alrededor de la ambigüedad del término colaborativas y cuestiona que este tipo de arqueologías, en ocasiones, obvien la consulta de colectivos territoriales indígenas, al priorizar la que se lleva a cabo con individuos particulares dentro de las comunidades. El texto es ilustrado con dos casos argentinos sobre producción intercultural de conocimiento.
En síntesis, consideramos que, en las últimas décadas, en la arqueología suramericana se han producido avances significativos en términos de reflexión y praxis arqueológica que abren efectivamente el camino hacia una visión más plural sobre el pasado y el ejercicio de su interpretación, tanto en el trabajo de campo como en los museos. Los artículos de este dosier, con ejemplos muy recientes de metodologías colaborativas, dan muestra de estos avances, pero a la vez señalan las limitaciones y dificultades que se mantienen como desafíos sobre los cuales debemos continuar trabajando.