Presentación
La fiesta hispanoamericana fue un conjunto de actos realizados en los lugares más visibles y de mayor carga simbólica de cada pueblo, villa o ciudad. Su propósito desde el siglo XVI fue organizar y afirmar jerarquías socioculturales mediante el “ver y ser visto”; un modelo que precedió, y por tanto tuvo injerencia, por ejemplo, en aquel de “impresionar para influenciar”, liderado por Francia desde fines del siglo XVIII2.
Lo funerario será una vía para seguir dicho mundo festivo. Tal enfoque histórico-cultural se estudia desde hace décadas para el contexto hispanoamericano, ya sea en cuanto a la ostentación ceremonial barroca como signo de poder, la estratificación así dada entre grupos privilegiados y ordinarios, o a la devoción secularizada, luego adaptada con fines nacionalistas3. En esta ocasión abordaremos el caso de Chiapas como un territorio que, al haber estado repartido en los siglos XVI-XIX entre el Virreinato de Nueva España y la Capitanía General de Guatemala, se relacionó menos con otras regiones de México, y además puede servir como conexión con procesos centroamericanos.
Fuentes documentales locales (municipales y diocesanas), del Archivo de Indias, decretos nacionales, comunicados judiciales y relatos de viajeros permiten un análisis de larga duración sobre el luto como signo clave de la adustez festiva de antaño, en marcado contraste con la usual asociación actual de la fiesta como ocio, diversión, regocijo y broma. Chiapas muestra también la trascendencia mesoamericana como un legado que, a pesar de haber sido rechazado, fue retomado parcialmente para nutrir la grandilocuencia del nuevo culto impuesto desde el siglo XVI. La sacralidad eclesiástica se impuso, aprovechando aspectos íntimos y colectivos del duelo, para reforzar controles moralizantes con repercusiones políticas y económicas. Por ello, la fiesta hispanoamericana se anticipó en aspectos de tradición que usualmente se atribuyen a nacionalismos de Europa y Estados Unidos a fines del siglo XVIII como: 1) la cohesión social real y simbólica por filiación grupal y estratificación comunitaria; 2) la legitimación de instituciones y relaciones interpersonales según estatus o grados de autoridad; 3) la inculcación de creencias, valores y pautas de comportamiento bajo segmentación étnica4.
La evolución de las honras fúnebres de Chiapas -especialmente en su vieja capital- no se sustrajo al deseo de ostentación como causa y efecto del ceremonial luctuoso; de modo que comparte sabidas diferencias entre exequias de privilegio y entierros ordinarios. Rastrearemos, sin embargo, tensiones sociales más profundas a partir de dos tipos de censura recurrentes y contrapuestas: festividades populares -particularmente indígenas- y excesos de individuos con mayor notoriedad y recursos.
Antes de proseguir, recordemos que la fiesta funeraria hispanoamericana fue un signo de diferenciación e innovación respecto a lo que Europa conocía, aun a principios del siglo XVI. Un acto memorable ocurrió en la Ciudad de México en 1559, cuando el cenotafio imperial y los extraordinarios efectos dedicados a la celebración póstuma a Carlos V (fallecido un año atrás) cumplieron el doble cometido de acercar la figura del desaparecido monarca a los reinos americanos y transmitir mensajes de poderío a Europa. La fascinación y la magnificencia que despertaron tales exequias -seguidas por otros homenajes al emperador en los meses siguientes en diversas partes del mundo- hicieron de la admiración un elemento clave en el “interés de propaganda” que implementó la Corona española para infundir respeto en sus dominios y entre los monarcas rivales5.
Por otro lado, la concurrencia en 1559 de más de 2 000 personas obligó al virrey don Luis de Velasco a organizar una procesión formada “así de los españoles como de los naturales [para poner] a cada uno en su lugar [conforme a riguroso] orden y concierto”6. De ahí que el Barroco hispanoamericano, moldeado como estilo literal y masivamente cautivante -destinado al adoctrinamiento y la sumisión de católicos-súbditos-, haya sido también marcador social de excepción. La emulación suscitada por el “lustre” de las obsequias novohispanas a Carlos V comenzó cinco años después con los lujosos funerales del propio organizador Velasco (1564), lo que motivó quizá la restricción de Felipe II al año siguiente sobre la celebración fúnebre exclusivamente a “Personas Reales”7. La vistosidad y el orden con que nació el fausto luctuoso en el espacio público hispanoamericano también reprodujeron evidentemente símbolos de privilegio y exclusión social del contexto medieval8. Su invocación severa de la muerte lo situó con la pena capital como sendos dispositivos colectivos de encanto y oprobio. La cuidadosa exposición de ambos eventos forjó así pautas y valores sociales entre el embeleso al virtuoso y la reprobación al criminal9.
Entierros de privilegio en Chiapas desde el siglo XVI
Las ceremonias fúnebres de Chiapas correspondieron básicamente a obispos desde el siglo XVI10. Tomás de Casillas fue el primero en ser sepultado “lleno de méritos” en la catedral en 1567, donde su cuerpo se halló “totalmente intacto” en 161411. Fray Domingo de Ara fue sepultado sin recibir consagración episcopal en el convento dominico de Copanaguastla en 1572, y en 1588 el también dominico Pedro de Feria pudo haber sido inhumado, bien en el convento de los de su orden, o bien en la catedral, conforme a su cargo diocesano12.
Los siguientes obispos dominicos fueron Andrés de Ubilla, quien falleció en Chiapas en 1602 sin poder concretar su promoción a Michoacán; Juan Tomás de Blanes, el primero en morir, en 1612, en visita episcopal en el próspero pueblo de San Bartolomé (hoy Venustiano Carranza), por lo que debió ser traslado a Ciudad Real13. A los anteriores les siguió el criollo agustino Juan de Zapata y Sandoval, fallecido como obispo de Guatemala en 1630, cuyo entierro de limosna se adjudicó a su “generosidad sin igual” con presos y otros pobres sin posibilidad de entierro, así como por haber sido “pobre de corazón y de espíritu y [que] deseaba morir pobre y se lo pedía a Dios muchas veces”14. Entre tanto, en Chiapas falleció hacia 1623 el primer obispo secular, Bernardino Salazar y Frías, supuestamente envenenado con el chocolate que bebió durante la liturgia en la catedral (como al parecer era costumbre generalizada)15. En 1636 murió el obispo franciscano Marcos Ramírez de Prado (cuyos bienes se ampararon tres años antes a favor de sus herederos); en 1666 hubo exequias con “honores correspondientes a [la] alta dignidad” del obispo Mauro Diego de Tovar y Valle Maldonado, de la orden de san Benedicto, y en 1680 se sepultó al obispo D. Marcos Bravo de la Serna Manrique en el pueblo de Chiapa (hoy Chiapa de Corzo)16.
Ya en el siglo XVIII, en 1706 se registró por primera vez en Chiapas una partida de defunción de obispo, que correspondió al dominico Francisco Núñez de la Vega, cuyo cuerpo embalsamado se inhumó en la catedral, salvo su corazón, que quedó depositado en la iglesia jesuita de la misma ciudad17. La tendencia de obsequias austeras comenzó en el obispado con la muerte de D. Jacinto Olivera y Pardo en 173318. Su sucesor, el mercedario Francisco Cubero y Ramírez de Arellano (acusado desde 1734 de ser “muy dado a lo grande”), fue sepultado en la catedral en 175219. Los dos obispos siguientes fallecieron en visita episcopal en el mencionado pueblo de San Bartolomé: en 1766 se sepultó ahí mismo al mercedario José Vidal de Moctezuma y Tovar , descendiente en séptimo grado del tlatoani Moctezuma; en 1768 el canónigo D. Miguel de Silieza y Velasco fue trasladado y sepultado embalsamado con gran solemnidad en su natal Guatemala20. Si bien se ha dicho que el obispo Juan Manuel García Vargas y Rivera también murió en San Bartolomé, en 1774, hay una detallada descripción de su agonía de días en la casa episcopal en Ciudad Real, donde falleció el 16 de diciembre de ese año, y por tanto su cuerpo fue exhibido “silenciosamente [ante una] multitud de fieles de cada uno de los barrios de la ciudad”. Acto seguido, fue sepultado en la catedral, “rodeado de prolijos cuidados y con constantes dobles de campanas en catedral, las iglesias de los conventos y las ermitas de los barrios”21.
Antes de proseguir con el momento culminante del culto funerario hispano e hispanoamericano tras las obsequias de Carlos III, veamos lo ocurrido en Chiapas en cuanto a festividades populares desde el siglo XVI.
Fiesta popular: gozos, dolores y condenas “del común”
La breve relación episcopal anterior resalta el ceremonial hispanoamericano como un modelo de imposición cultural exclusivista, cuyos considerables tiempos y costos recayeron principalmente en poblaciones indígenas22. Además de la mano de obra, cada vez más diversa y especializada, que implicó la organización de fiestas, debe recordarse que la parafernalia católica aprovechó formas del culto mesoamericano constantemente rechazadas23. Véase, por ejemplo, la descripción de fines del siglo XVI del dominico Torquemada sobre las fastuosas vestimentas e incansables danzas de los indios novohispanos, “en los cementerios de las iglesias durante ocho días consecutivos”, coincidentes con los ritos funerarios mayas con “músicos, cantores, danzantes, contorsionistas y saltimbancos”, que se relatan en los Cantares mayas de Dzitbalché casi siglo y medio atrás (cerca de 1440)24.
Si bien el clero encauzó prontamente la religiosidad mesoamericana, en el caso de Chiapas fueron encomenderos y vecinos españoles quienes impusieron a los naturales pesadas cargas para la realización de festividades desde 1528. Los pueblos más afectados fueron los de las montañas de Los Altos, más cercanos a Ciudad Real (hoy San Cristóbal de Las Casas). Así declararon los primeros dominicos al llegar por primera vez en 1545 a Zinacantán, “lugar populoso y grande [donde] halláronlos a todos muy tristes y afligidos por la gran opresión del incomportable tributo que pagaban al español”, a diferencia del recibimiento hecho por el encomendero del pueblo “deleitoso y ameno [y] tan grande” de Chiapa (hoy Chiapa de Corzo), con procesiones de niños, muchachos y adultos “con muchos sartales de flores, como rosarios y ramilletes muy curiosos en las manos”25. Los pueblos circundantes a Ciudad Real pidieron dispensa sobre fiestas desde 1660, pero en respuesta las autoridades les limitaron las de sus propios pueblos a tres: Corpus Christi, Cuaresma y la del respectivo santo patrón26. Asimismo, les prohibieron danzas y celebraciones calificadas de supersticiosas y demoníacas, castigadas entre 1665 y 1691 con multas, azotes públicos, penas de prisión y aun la supresión de cofradías implicadas, especialmente de indios27.
Lo anterior muestra que la represión de las festividades populares se adelantó en Chiapas casi un siglo al reformismo borbónico. En Madrid, solo en 1736 comenzó el ataque a un rito funerario llamado “moderno [por] la vanidad y la ostentación de banquetes y otros gastos ruinosos”, capaces de dejar a muchos “en la mayor miseria”, incluidos quienes, a pesar de señalar los excesos del ceremonial popular, en sus propios funerales recurrieron al lujo como marcador de poder28. Por otro lado, en Nueva España se definió la austeridad festiva hasta 1768 con la visita de José de Gálvez y su estricta regulación y fiscalización a favor de las arcas reales29. Ese mismo año, el arzobispado de Guatemala -del cual el obispado de Chiapas fue sufragáneo entre 1843 y 1837- determinó fiestas realizadas “silenciosamente, con pudor, modestia y circunspección”; por tanto, sin “músicas, danzas, juegos y otras demostraciones similares que reflejan las vanidades del mundo”30. La condena a “danzas obscenas” se intensificó en los años siguientes con más ataques a cofradías y aun la clausura de aquellas importantes que resistían en pueblos de indios. Si, por ejemplo, en 1797 se impuso al pueblo de Palenque el inicio de toda procesión “alrededor de la iglesia, por el cementerio”, cuatro años después sus habitantes fueron acusados por realizar ahí la “sacrílega” danza llamada Bobat31.
De tal modo, a fines del siglo XVIII se exaltaba un culto austero, sabio y razonado ligado al régimen borbónico, contrario a otro (des)calificado por popular y barroco -la ornamentación de ese estilo ya era criticada como vía de actos irracionales o perturbadores del orden público-32. Si Chiapas ya conocía gravosos tributos y vigilancias por fiestas desde el siglo XVI, aún estaban por llegar mayores extenuaciones y controles sociales con el auge ceremonial funerario del último tercio del siglo XVIII.
Fiesta ilustrada: esplendor de unos, persecuciones de otros
Se ha dicho que el ceremonial funerario austero en Chiapas se definió entre las muertes de los obispos Jacinto Olivera (1733) y Manuel García Vargas (1774). Cuatro años más tarde, el 14 de diciembre de 1778, falleció el rey Carlos III, quien determinó en su testamento el humilde entierro de su cuerpo sin embalsamar, como signo del recato y la sobriedad que promovían sus ministros reformistas33. No obstante, sus exequias durante 1779 fueron las más grandes realizadas en distintos puntos del Imperio español; en la Ciudad de México, además, siguieron las obsequias virreinales de Antonio María de Bucareli ese mismo año, Matías de Gálvez en 1784 y Bernardo de Gálvez en 1786. Tales eventos llevaron en 1794 a la reiteración de la Corona española de fastuosos entierros reservados a la monarquía desde 156534.
Lejos de un sentido austero, la festividad en Chiapas aumentó entre personajes de renombre, incluidos funcionarios reales encargados de aplicar políticas de sobriedad y contra el despilfarro. Al mismo tiempo, desde 1779 creció la vigilancia a velorios populares, especialmente aquellos de parvulitos o “angelitos”. Principales incriminados por el deficiente catolicismo mostrado por la feligresía chiapaneca a fines del siglo XVIII, los eclesiásticos aprovecharon la medida para eximir culpas, señalando a quienes causaban “daños gravísimos engendrados en dichas reuniones en casas particulares”35. En los pueblos de indios, además, se censuraron los guancos o visitas de santos, y se recurrió a argumentos similares a los esgrimidos en Guatemala desde 1690 contra los guachivales (festividades de cofradías de indios); es decir, el “apetito excesivo y brutal” de familias enteras entregadas a actos “incestuosos de gran interés para el demonio36.
La condena a la fiesta popular sirvió a las autoridades para captar cuantiosos recursos y prevenir además el potencial subversivo de reuniones masivas. De ahí la crítica a fiestas atentatorias contra el orden natural y social (por ejemplo, hombres disfrazados de mujeres), o que recurrieran a bebidas embriagantes (como en procesiones, carnavales y, especialmente, velorios y vigilias). Desde 1788, los curas condenaron el consumo de alcohol durante reuniones de ambos sexos -en particular, con gente joven-, sobre todo aquellas ocurridas “en las penumbras de la noche”37.
En el siglo siguiente, en 1812, se prohibieron máscaras en las procesiones de Viernes Santo en las villas de Comitán, Tuxtla y Chiapa. En Ciudad Real se denunciaron también actitudes piadosas “degenerad[as] en abuso”, como el caso de bocadillos clandestinos que corrompían el riguroso ayuno de ese día38. Tales situaciones coincidieron con los velorios descritos contemporáneamente por Fernández de Lizardi en la Ciudad de México; por ejemplo, con dolientes que extendían “el cadáver por el suelo […] entre cuatro velas”, y luego aprovechaban para beber chocolate, contar historias y cortejarse unos a otros39. En la vieja capital de Chiapas, en 1819, el secretario del obispado condenó vehementemente “los excesos criminales y los abusos [de] personas acomodadas” que contrataban trompetas, violines, guitarras y otros instrumentos con “alto grado de corrupción” durante velorios40. Si un año después todavía se celebraron con la debida solemnidad los funerales de doña María Antonia Velasco de Unquera (oficiados por el deán y todo el cabildo catedralicio), en 1822 volvió la crítica a la música provocadora de “inquietudes de conciencia” en velorios, y por ello se amenazó de excomunión a quienes cometieran tales “excesos criminales [atentatorios contra] las leyes del reino y opuestos a la misma racionalidad”41. Desde entonces, los curas quedaron encargados de vigilar el traslado de cadáveres “sin pompa alguna […] hacia la iglesia o la capilla más próxima”, con el fin de impedir la realización de velorios o reuniones en casas durante la noche (el documento subraya “per-note” [sic])42. Por otro lado, la instrucción de “sin pompa alguna” también aplicó para suicidas connotados que fueron dispensados para recibir santa sepultura”43. Tales situaciones en el caso de personas acomodadas ocurrieron, mientras que la mayoría social de la misma ciudad y el resto de Chiapas carecía de la más “pobre limosna” para adquirir un lienzo con qué inhumar a sus muertos y tenían incluso que improvisar entierros “en el monte”44.
Tras la federación de Chiapas a México en 1824, el culto funerario volvió a ser un tema relevante con el nuevo auge de la secularización. En 1834, en el pueblo de San Bartolomé -donde fallecieron varios obispos de siglos pasados-, se prohibió “la celebración pública de obsequias y pompas fúnebres […] para no entristecer las almas de los vecinos”45. La negativa secundó la interrupción de campanas por difuntos durante las oleadas de cólera en 1833-1835 en todo el país. Sin embargo -y aunque los católicos conservadores acusaron entonces un ataque liberal-, la medida aplicó en Nueva España desde el siglo XVIII, en parte para impulsar la austeridad del culto reformado y el higienismo urbano, así como para limitar la exhibición del duelo con el fin de contrarrestar el desánimo social que crecía ante malas cosechas, sequías y enfermedades. La percepción de la antigua función piadosa y catártica del ceremonial fúnebre, degradado a fuente de inmoralidad y contaminación, fue un cambio paulatino iniciado casi un siglo atrás. Así mismo, la secularización del México posterior a la Independencia fue una etapa más decisiva del proceso de reclusión de lo religioso a la esfera privada y la reconfiguración espacial por nuevos tipos de celebración pública46. De ahí el surgimiento de la idea decimonónica de “diversión” entre clases acomodadas y populares que se libraron cada vez más a gozos mundanos como bailes, funciones teatrales y corridas de toros, mientras que la antigua fiesta religiosa a la vez se moldeaba con fines nacionalistas47.
El viraje del luto como fiesta “mexicana”
Si bien los oficios “de limosna” o “caridad” figuraron desde el primer libro parroquial de defunciones de Ciudad Real (de 1655), dos siglos después aumentaron registros de entierro carentes de “oficios funerales”, otros ocurridos “en silencio” y otros más sin presencia de cura48. Solo en los años álgidos de secularización en México (1856-1865), los libros parroquiales de la ciudad -ya nombrada bajo la advocación de San Cristóbal- marcaron entierros “de limosna”, “humildes”, “llanos”, “entre llano y alto” y “altos”; pero incluso entonces los más importantes -dedicados especialmente a mujeres y niños- solo llegaron a ser “humildes” o “llanos”49. Por otro lado, en 1858 el párroco de la ciudad lamentaba que “solo los pobres” aún lloraban a sus muertos en los cementerios del centro urbano que el clero seguía defendiendo50.
Los homenajes fúnebres celebrados en Chiapas en la primera mitad del siglo XIX tuvieron la intención de mostrar la integración a México. Así ocurrió en 1836 con las obsequias a Miguel Barragán (presidente de México fallecido un año atrás) o con los diversos homenajes póstumos de 1848-1851 a Joaquín Miguel Gutiérrez (primer gobernador liberal estatal, muerto en combate en 1838)51. Tales eventos se inspiraron en los celebrados en la capital mexicana, incluido el insólito entierro en 1842 de la pierna amputada al general Santa-Anna tres años antes, en una ceremonia a la que se tildó de “herramienta de regulación política, de catarsis y de circo”, que contó aun así con la presencia de “las personas más ilustres de México”52.
Las festividades y los eventos del orden cívico decimonónico mexicano se sirvieron del esplendor eclesiástico colonial, tal como este se nutrió de la antigua espectacularidad mesoamericana. No obstante, desde 1852 los homenajes fúnebres a los “hijos predilectos” de Chiapas volvieron a miembros del clero53. Más tarde, en 1857, la Ley Orgánica del Registro del Estado Civil Mexicano reiteró la condena a “los bailes y diversiones nocturnas conocidas bajo el nombre de velorios”, determinando multas de 25 pesos o una semana de trabajos públicos. En Chiapas se secundó la negación “absoluta [de] diversiones tales como los bailes y los velorios54, mientras los extranjeros dejaban constancia de tales costumbres funerarias como “típicamente mexicanas”. En 1859 el francés Désiré Charnay -quien, a pesar de su espíritu laico, admitió haberse inclinado ante un cortejo fúnebre en la vieja capital de Chiapas- señaló los “escandalosos entierros” de niños que, amortajados entre flores, quedaban olvidados sobre mesas mientras los vivos se entregaban a “la dulce orgía”55. En 1861 el también francés Alfred de Valois se impresionó en Veracruz con el paso de numerosas mujeres que llevaban en la cabeza los ataúdes de sus hijos como si fueran figuras de cera cubiertas de flores y listones56.
Poco después, en 1867, el juez del registro civil de San Cristóbal comunicó al ayuntamiento la “aflicción [de] muchas personas” que por la Ley de Cementerios de 1857 no podían despedir dignamente a sus muertos57. Denunció “la lágrima” que causaba a estos la imposición de “cajón” (ataúd) y la prohibición de cargar cadáveres en hombros para usar una carroza municipal hacia el nuevo cementerio fuera de la ciudad. En 1872, el mismo juez acusó que
los conductores de los cadáveres se presentan ebrios [y] otras veces se presentan con puñales como si fueran a reñir con los muertos [de modo que] algunos cadáveres son conducidos envueltos en petate o mal abrigados, conducidos por un solo hombre, y el cadáver con la cabeza colgada y las pantorrillas descubiertas y también colgadas.
En 1873, se encargó a la policía vigilar ataúdes y traslados al cementerio, mientras el ayuntamiento mandaba construir otro “respetuoso vehículo [para conducir] los cadáveres de esta población al lugar respectivo”58. Aun así, la población siguió cargando sus propios muertos, mientras los fallecidos en el hospital fueron llevados por presos -generalmente indígenas- expuestos sin más a posibles contagios59.
Tales dilemas corrieron mientras crecían los costos de velorios y entierros. Si en 1858 se pagaron por ejemplo 12 reales por “remedios, velas y alcohol”, en unos funerales de cierto prestigio, para 1880 tan solo las velas costaron 100 pesos, más otros 35 pesos de pan y bebidas, oficios religiosos, el acompañamiento musical -que, por lo visto, continuó a pesar de las condenas de 1812-1822-, más lo dado “a los pobres”, que desde los siglos previos solían cerrar ciertos cortejos fúnebres60.
“Día de Muertos”: el revés de la antigua fiesta
Mientras las prácticas funerarias expresaron contrastantes grados de privilegio y ostentación entre la mayoría de la población, veamos ahora cómo la conmemoración de Todos Santos y Fieles Difuntos también fue medio de control y represión en Chiapas.
Instaurado los días 1.o y 2 de noviembre por la Iglesia primitiva -luego moldeado respectivamente por benedictinos y cluniacenses en los siglos VI y X en Europa-, este culto arribó a América desde el siglo XVI. Su máxima celebración se dio a seis años de la llegada de la Compañía de Jesús, con la recepción en 1578 de unas reliquias enviadas por el papa Gregorio XIII. Los actos en torno al Triunfo de los santos superaron lo entonces visto, sin faltar trompetas, chirimías, clarines y otros instrumentos tocados por indios músicos. Más allá del fin moralizador ideado por los jesuitas para “terminar la herejía”, la población general y especialmente los caciques invitados percibieron vínculos íntimos y familiares en tan singular devoción61. Por ello, el temprano júbilo de las autoridades, ante la rápida aceptación de las celebraciones de noviembre, dos siglos después se tornó en sospechas y reprobaciones similares a las de velorios y otras fiestas populares.
En 1729, si bien tales festividades se celebraron con “gran pompa” en Nueva España, en las calles no hubo procesiones y los actos religiosos se restringieron dentro de las iglesias. En Chiapas, todavía en 1756 se celebraron hasta tres misas diarias los días 1.o y 2 de noviembre, con el fin de que la Iglesia encauzara dichos actos para evitar desmanes. Diez años después se quiso prohibir el acceso a camposantos altamente concurridos en esas fechas, pero la medida no prosperó por la aflicción causada a los deudos y, sobre todo, por la molestia de los curas que entonces recibían los mayores ingresos oficiales y extraoficiales del año62. Siguió la real cédula de 1787 a favor de “cementerios comunes” fuera de los poblados para impulsar el urbanismo higienista e impedir desórdenes por velorios y visitas a cementerios en días de difuntos. En tales ocasiones se reforzaron argumentos de salud pública que iniciaron la transformación de espacios y servicios para la población viva, incluida la contemplación de la naturaleza o el ejercicio físico63.
Después de más de un siglo de tales embates -más al menos cincuenta años de guerras internas y externas-, el declive de la fiesta funeraria barroca y la reformulación festiva con miras a la unidad nacional fueron notorios tras el triunfo liberal mexicano en 187164. Entonces, la fuerza conmemorativa y de convocatoria de los primeros días de noviembre llevó a su mayor secularización y aun mexicanización. Desde 1850, el alemán Carl Sartorius relacionó dichas fiestas con costumbres paganas -“probablemente de origen tolteca”-, y quizá fue el primero en enfatizar que “ni el indio ni el mestizo conocen la plena amargura de la pena ni experimentan temor alguno ante la muerte”65. Veinte años después, el zócalo de la ciudad de México y cementerios capitalinos como el de San Fernando y el de Santa Paula se convirtieron en rendez-vous de una elegancia opuesta a la religiosidad previa. El público en general y destacados liberales se libraron así a venerar tibias, fémures y cráneos de cartón como una “dulce superchería” entre cementerios que rivalizaban por “el lujo [y] para ver cuál exhibía más velas, flores, retratos, listones y otras originalidades”66.
Los cementerios municipales canalizaron en efecto el nuevo sentido de “la fiesta” de difuntos. Lejos de la injerencia eclesiástica, a fines del siglo XIX tales días se transformaron en efímeros “lugares de recreo”, con sonidos mezclados de la misa, la “buena orquesta” y el rumor de transeúntes entre tumbas adornadas. Entre tanto, en 1871, el cementerio municipal -único lugar de inhumaciones de la aún capital de Chiapas desde 1868- tan solo pudo cerrar “simbólicamente” el portal, ya que carecía de barda perimetral y hasta los animales de pastoreo pasaban libremente67. Al año siguiente, mientras en la ciudad de México se celebraban las obsequias republicanas a Benito Juárez, en San Cristóbal volvía la queja contra panteoneros que envolvían mal y enterraban peor algunos cadáveres68. Para entonces, nuevas olas epidémicas obligaron a la rápida conducción y el velatorio de máximo tres horas en la capilla del cementerio, salvo casos excepcionales de traslado y entierro autorizados en fincas privadas alejadas de la ciudad69.
Con el cambio de siglo, la moda de exposiciones comerciales internacionales llevó al Gobierno mexicano a decretar el 1.o de noviembre como Día del Comercio, en “tendencia [con] los pueblos civilizados”70. Ecos de ese giro dado a la antigua festividad religiosa se percibieron en San Cristóbal en los días de muertos en 1905 y 1906, con la instalación de “garitas en el panteón” o puestos de vendimias autorizados principalmente a mujeres, a cambio del pago de entre 50 centavos y 4 pesos por “vara” solicitada para dichos puestos71.
Conclusiones
Este recuento de casi cuatro siglos en Chiapas -especialmente, su antigua capital- destaca el culto funerario como eficaz medio de persuasión en la creación de valores y relaciones de poder en épocas distintas. Así como el ceremonial mesoamericano fue utilizado desde el siglo XVI para afianzar el ritual litúrgico, a partir del siglo XIX este último sirvió en celebraciones de corte patriótico, que desde el siglo siguiente y hasta nuestros días aún tienen evidentes tintes comerciales y turísticos72.
Las festividades chiapanecas de los siglos XVI-XIX muestran también muy tempranas y continuas paradojas entre fomento y vigilancia afrontadas por las autoridades. En el caso concreto de ceremonias y prácticas luctuosas, los altos grados de popularidad alcanzados retaron el control eclesiástico y a la vez fisuraron políticas de austeridad impulsadas por el reformismo borbónico. Durante el siglo XVIII, la represión fue notoria en velorios y cada vez más en la otrora solemne conmemoración de Todos Santos y Fieles Difuntos. Sin embargo, a pesar de reproches y amenazas, las poblaciones urbanas y rurales siguieron practicando ambos eventos, y además agregaron espontáneos sesgos, macabros y pícaros, prontamente captados por viajeros extranjeros del siglo XIX. De ahí derivaron peculiares visiones “mexicanas” o actitudes de sanación colectiva -y aun de indiferencia- ante la muerte, como también de la “más desenfrenada alegría de vivir”73. El auge de los grabados de calaveritas tuvo lugar en la década de 1920, mientras en la década siguiente el cardenismo consolidó el ambiente aún característico de la “fiesta”, que continúa exacerbada en el México de hoy.