Introducción
Las páginas que siguen se ocupan de la entrada episcopal, una fiesta clave que en el Antiguo Régimen hispánico celebraban las ciudades episcopales cuando un nuevo mitrado llegaba a su sede. Así, el objetivo de este trabajo es reconstruir la manera en que se fue estableciendo un ceremonial para la entrada de los obispos en la Puebla de los Ángeles entre 1640 y 1774, y de qué manera este se expresó como una fiesta de bienvenida al pastor de la ciudad; así, funcionó como una exaltación y un reconocimiento del mitrado como el (nuevo) señor y pastor de la república cristiana, al tiempo que como una expresión pública de la centralidad del obispo y su catedral en la ciudad. Con ello se buscaba ofrecer siempre una imagen de unidad en la ciudad y sus corporaciones seculares y eclesiásticas, a pesar de que la organización de la entrada episcopal no siempre estuvo exenta de conflictos.
En ese sentido, se argumenta que durante los siglos XVII y XVIII la entrada episcopal en Puebla hizo evidente la importancia de la urbe como ámbito cristiano por excelencia y, en consecuencia, funcionó como un ritual público que exaltó la figura del obispo como la cabeza de la civitas cristiana, al tiempo que la ciudad misma se constituía en escenario para mostrarse como un dominio privilegiado de la cristiandad. Esto es especialmente relevante en ciudades que no llegaron a ser capitales de reino, pues, a diferencia de otras urbes como México, Lima o Guadalajara, Puebla no fue asiento de un virrey o de una audiencia, lo que les dio una centralidad especial a sus cabildos, catedralicio y secular, verdaderos protagonistas de estas fiestas, con el obispo mismo y actores principales de ellas.
Así, estas líneas reconstruyen los pasos del ceremonial y la fiesta, a fin de contribuir a identificar la tipología general de la entrada episcopal en las ciudades episcopales novohispanas, sabiendo que el esquema propuesto con el caso poblano no está exento de variaciones, no solo según la ciudad episcopal, sino de acuerdo con el momento de la recepción episcopal. De hecho, este artículo también revela que en Puebla cada entrada episcopal fue un momento propicio para que el cabildo civil, el cabildo catedral e incluso el virrey expresaran posturas en ocasiones encontradas y aun resolvieran conflictos en torno a la preeminencia del obispo en el entramado festivo y simbólico de la sociedad local, discutieran los límites de la participación de la ciudad en los festejos religiosos y fijaran sus posiciones sobre la preeminencia de la autoridad real o episcopal.
En ese sentido, estas líneas también subrayan que la entrada episcopal fue una fiesta lo suficientemente flexible como para permitir adecuaciones en el tiempo. El ejemplo de Puebla es especialmente interesante porque, como se ha dicho, llegó a ser la segunda ciudad en importancia de la Nueva España y se consolidó incluso como la urbe más significativa en el comercio atlántico del mundo hispánico a mediados del siglo XVII. Toda vez que la ciudad no fue capital virreinal, la máxima autoridad con asiento en ella fue el obispo, quien superaba en preeminencia aun a las autoridades civiles representadas por el cabildo civil y sus regidores. Como bien mostró Arístides Medina Rubio, la autoridad episcopal descansaba no solo en su autoridad moral, sino en su capacidad económica: desde la década de 1760, la recaudación decimal de la diócesis de Puebla era la mayor de todo el reino2.
Gracias a estas ventajas, Puebla se consolidó como una de las grandes urbes americanas del periodo y constituye un mirador privilegiado para apreciar el devenir histórico de una ciudad episcopal. De hecho, los trabajos de Francisco Javier Cervantes Bello, Jesús Joel Peña Espinosa, Frances Ramos y Montserrat Galí han mostrado, desde diferentes enfoques y perspectivas, la relevancia de Puebla durante el régimen virreinal3. Vista en conjunto, de esta historiografía se desprende la preeminencia del obispo en la Puebla de los Ángeles, la importancia de la jerarquía eclesiástica en el gobierno episcopal y la significación de la ciudad de Puebla como ámbito cristiano por excelencia, donde se representaba, real y simbólicamente, la presencia cristiana en las Indias. En este conjunto, el obispo es fundamental como la autoridad central de Puebla, ciudad episcopal principalísima del entramado novohispano e incluso americano.
A esta reflexión historiográfica local hay que añadir que la entrada episcopal no es un tema desconocido por la historiografía. Se trata de una ceremonia que se inserta en el cruce de los estudios sobre fiestas y rituales en la ciudad, y aquellos que prestan especial atención a las catedrales como centros simbólicos de las urbes americanas. Como ha subrayado Annick Lempérière, el ritual urbano era el momento en el cual se hacía evidente la cultura político-religiosa unificada del Antiguo Régimen hispánico, que entendía a la ciudad como la unión cristiana y civilizada de las corporaciones urbanas, esto es, como la corporación por excelencia constituida, a su vez, por un conjunto de corporaciones, cada una de ellas formada por distintos estamentos, y dotada de fueros y privilegios particulares y diferentes entre sí, que asignaban a cada cuerpo un espacio social único en el entramado urbano4. Vista así, la ciudad novohispana era la mejor expresión de la república cristiana, que ya en el siglo XVII podía considerarse firmemente constituida en el mundo hispánico.
A través de la fiesta, la ciudad se convertía en un escenario para representar a la cristiandad5. Este modelo de urbe y de mundo se expresaba ritualmente en las calles, haciendo de la ciudad un teatro y de la catedral, un eje que permitía desarrollar una pedagogía pública del orden corporativo de la sociedad local y hacía evidente la cristiandad de sus corporaciones. En suma, la entrada episcopal era una de varias ceremonias que daban centralidad a la presencia episcopal, y se expresaba mediante de la fiesta, entendida como el conjunto de ceremonias que incluían procesiones, celebraciones litúrgicas y espectáculos, y ofrecían, de acuerdo con Nelly Sigaut, un “fenómeno estético integral” que hacía visible la concepción que los habitantes de la ciudad tenían de sí mismos, de sus cuerpos y de sus autoridades6.
Además de la entrada episcopal, las fiestas que hacían evidente la importancia de la catedral y del obispo en la ciudad episcopal eran precisamente la consagración de las catedrales y, por supuesto, las honras fúnebres de los mitrados, momentos que han recibido atención en los últimos años y que demuestran que, en el marco de acontecimientos tan espectaculares como el cortejo fúnebre, se escenificaba la organización social de la ciudad y se dejaba ver el lugar de cada estamento en el conjunto urbano7.
Algo similar ocurría con la entrada episcopal. La llegada del obispo a su sede cobró especial importancia en el mundo católico en el siglo XVI, cuando la Reforma protestante cuestionó la preeminencia del obispo, entre otros aspectos del catolicismo8. Además de enfatizar el culto a los santos y de fomentar la fiesta de Corpus Christi, la Iglesia católica moderna concedió centralidad al obispo para reforzar la doctrina de la sucesión apostólica, así como para afianzar al clero secular en una Iglesia indiana que se había construido desde los años de la evangelización fundante con una fuerte preponderancia del clero regular.
A partir del siglo XVII, la consolidación de la Iglesia secular en la Nueva España dio paso a una creciente importancia de los obispos, quienes asumieron el papel de cabezas no solo de sus diócesis, sino del conjunto de la Iglesia indiana. De hecho, a partir de figuras como el obispo de Puebla Juan de Palafox y Mendoza (1640-1649) y el arzobispo de México Francisco de Aguiar y Seijas (1682-1698), se estableció la figura episcopal como la principal autoridad de las sedes novohispanas, y se afianzaron dos mecanismos de gobierno pastoral que hicieron evidente la autoridad episcopal: la secularización de doctrinas y la visita pastoral9. El proceso de fortalecimiento episcopal se afianzó a lo largo del siglo XVIII, cuando la presencia reformista de arzobispos como Manuel Rubio y Salinas y, más tarde, Francisco de Lorenzana y Buitrón afianzó la autoridad del obispo como la máxima autoridad de la arquidiócesis en México10.
Así, la preeminencia episcopal se expresó por medio de una tipología de la entrada episcopal que se consolidó hacia mediados del siglo XVII, y que era común a ámbitos católicos tan distantes como Otranto en la península itálica y Charcas en el Alto Perú. A reserva de que se detallará más adelante, vale la pena adelantar que este proceso estaba conformado por seis pasos básicos: el obispo avisaba de su llegada a las autoridades civiles y eclesiásticas unos días antes de su arribo; el día de su entrada, una comitiva de ambos cabildos salía a recibir al mitrado a un punto específico fuera de la ciudad, usualmente establecido ya por la costumbre; el obispo entraba acompañado a la ciudad, y ahí se le unía el cabildo catedral en pleno; se hacía una procesión por las principales calles de la ciudad con el obispo sobre una mula, en calles que habían sido previamente adornadas para ello; al llegar y entrar a catedral, el obispo cantaba un Te Deum laudamus, siendo este su primer gran acto público. La ceremonia concluía cuando el obispo se dirigía a su palacio episcopal acompañado por una comitiva.
Además de estos pasos, o más bien después de ellos, se hacía una verbena que podía durar varios días y que incluía iluminaciones nocturnas, cohetes y juegos en la plaza pública, además de corridas de toros en las ciudades que podían costearlas, por ejemplo, Charcas y la misma Puebla11. Como se ve, la historiografía ha revisado algunos ejemplos de entradas episcopales y ha revelado la importancia de la fiesta del nuevo obispo, pero falta profundizar en temáticas como la tipología general de la entrada episcopal en el mundo hispánico, los conflictos entre las corporaciones urbanas y virreinales por la llegada del mitrado, e incluso la revisión de varias entradas episcopales en la misma ciudad, lo que nos permite enfatizar, como hacemos aquí, la transformación en el tiempo de la entrada episcopal.
Para alcanzar estos objetivos, el artículo está dividido en tres apartados. En el primero se repasan las entradas de los obispos Gutierre Bernardo de Quirós en 1627 y Juan de Palafox y Mendoza en 1640, para reconstruir cómo se estableció el ceremonial de la entrada episcopal en Puebla a mediados del siglo XVII y ofrecer una tipología de esta. En el segundo apartado se analiza el primer gran conflicto local en torno a la llegada del obispo: la consulta de 1656 sobre el uso o no del palio por el ordinario, a propósito de la entrada de Diego Osorio de Escobar y Llamas. Por último, se reconstruyen los nuevos acuerdos y las ceremonias de la entrada episcopal de Victoriano López Gonzalo en 1773, para mostrar que, durante los años de las reformas borbónicas, el cabildo catedralicio impulsó una creciente importancia de los cuerpos eclesiásticos en la recepción episcopal, en detrimento del tradicional papel del cabildo secular. En uno y otro caso, empero, se mantuvo la importancia de mostrar a la ciudad como el escenario ideal de la armonía de la república cristiana en Indias, y el valor compartido de hacer evidente el papel del mitrado como cabeza y señor de esa república cristiana.
El establecimiento de una costumbre
El 27 de junio de 1640 el cabildo civil de Puebla se enteró de que había llegado a Veracruz el nuevo obispo de Puebla, don Juan de Palafox y Mendoza. Supieron de ello por una carta que el nuevo mitrado envió a “la ciudad”, en la cual “daba raçon de su benida”, al tiempo que informaba que había desembarcado con cabal salud12. Los regidores respondieron de inmediato anunciando la felicidad de la ciudad por su arribo. A partir de entonces, las autoridades de la Angelópolis empezaron la preparación de la recepción episcopal. El asunto cobró especial significado porque en aquellos días el cabildo se mostró interesado en fijar el ceremonial previsto para el caso y ampliar la fiesta pública al conjunto urbano, haciendo evidente la alegría y el gozo de la ciudad a través de elementos como las luminarias y los cohetes.
El único antecedente que se consideró fue la entrada de Gutierre Bernardo de Quirós en 1627, el caso más sólido para tomar ejemplos. Según consta en las actas del cabildo eclesiástico, la recepción de Quirós siguió un acuerdo diseñado para la ocasión: una comisión de ambos cabildos encontró al mitrado en el pueblo de San Jerónimo, en la salida a Tlaxcala, y, después de comer juntos, llegaron al barrio de Santa Ana, ya en la ciudad episcopal, donde el cabildo eclesiástico “en cuerpo” y el cabildo civil con sus maceros se reunieron con el mitrado. El obispo llegó hasta el convento de la Santísima Trinidad, acompañado por los regidores, y ahí el cabildo -que había regresado previamente a la catedral- lo encontró en procesión, seguido de las religiones de la ciudad. Desde ahí Quirós se dirigió a su sede, donde había un arco triunfal efímero que no parece haberse replicado en ocasiones posteriores13.
A partir de este ejemplo y de los acuerdos de 1640, los regidores poblanos fincaron un modelo de recepción episcopal que se ajustó a la normativa eclesial, retomó algunos elementos previos y estableció una serie de acuerdos que fijaron una práctica común para la recepción episcopal que perduró hasta fines del siglo XVIII. De hecho, podemos considerar 1640 como uno de los momentos clave para fijar la costumbre de la entrada episcopal en la diócesis.
El primer elemento público de la entrada episcopal ocurrió el 28 de junio, cuando el deán de catedral tomó posesión del obispado a nombre del nuevo mitrado14. Por acuerdo del cabildo, se iluminaron las casas del ayuntamiento, y se ordenó que los vecinos principales pusieran “en sus casas fuegos y luminarias […] en señal de gusto y regocijo”15. El 17 de julio, una comisión de canónigos visitó el cabildo civil para acordar la manera de recibir a Palafox. Los eclesiásticos recordaron que el ceremonial establecía que la ciudad debía salir “a caballo a el campo donde se le da la bienvenida a su señoría, y de allí se viene hasta la puerta de la ciudad, que será en el convento de la Santísima Trinidad”16.
Se acordó, entonces, que algunos representantes del ayuntamiento saldrían a caballo hasta Amozoc, la población de entrada a la ciudad desde el camino de Veracruz, a donde también llegaría un grupo de canónigos para recibir al mitrado. Desde ahí caminarían en grupo hasta “la puerta de la ciudad”, la cual no podría ser más que simbólica; se determinó que aquella “puerta” fuera el convento de la Santísima Trinidad, monasterio de religiosas concepcionistas a una calle de la plaza Mayor. Así se hizo. Al llegar al convento de la Santísima Trinidad, el obispo se vistió de pontifical, se subió a una mula y se dirigió a la catedral. El obispo anduvo bajo un palio cargado por los regidores. La procesión fue acompañada por el cabildo catedral y varias religiones. Al entrar a la catedral, todavía en construcción, el obispo cantó un Te Deum y después se dirigió al palacio episcopal, acompañado por ambos cabildos17.
Con el traslado del obispo a su residencia concluyó la entrada episcopal propiamente dicha, pero la fiesta se extendió varios días más, dando paso a un ritual público más amplio. Esta fiesta pública, acordada por los dos cabildos, tenía tres componentes básicos: la iluminación de la catedral, las casas reales y las casas de los vecinos notables con “fuegos y luminarias”; los fuegos artificiales o “cohetes” los tres días siguientes, y la exhibición gratuita de corridas de toros. En 1640, las luces y los fuegos de artificio tuvieron como eje “la plaça pública”, pues en ella se dispararon “fuegos de castillos, cohetes, rruedas y otras invensiones en señal de fiesta y regocijo”, pagados por el cabildo secular. Salvo en contadas ocasiones, las corridas de toros eran patrocinadas por los canónigos18.
En conjunto, pues, la entrada de Juan de Palafox y Mendoza en 1640 estableció el modelo de entrada episcopal en Puebla. A pesar de que Pilar Latasa encuentra una creciente participación indígena en la procesión de entrada del mitrado en el Alto Perú y esta condición no la hallamos en Puebla, el modelo angelopolitano puede ser útil para plantear los seis momentos claves del ritual: el aviso del obispo a las corporaciones de la ciudad episcopal de que ha llegado a la diócesis; el día propiamente de la entrada, la recepción del obispo en un punto fuera de la urbe; la procesión del obispo con ambos cabildos hasta “las puertas de la ciudad”, que se fijaron simbólicamente en el convento de la Santísima Trinidad; la entrada en mula desde ahí hasta la catedral, mientras sonaban las campanas de los templos; el canto del Te Deum y, finalmente, el retiro del obispo al palacio episcopal.
Después de la entrada propiamente dicha, se hacía una fiesta de al menos tres días que consistía en tres grandes momentos: la iluminación y limpieza de las principales calles, la presencia de los cohetes o fuegos de artificio -un aspecto especialmente importante en los reinos americanos- y la celebración de corridas de toros19. En ella se subrayaba la fidelidad y la lealtad de la urbe a su pastor, la fe de la ciudad cristiana y, por supuesto, se escenificaba el orden estamental e ideal de la ciudad.
Más allá de las descripciones, la fiesta en torno a la entrada episcopal satisfacía diferentes necesidades que es preciso destacar: daba centralidad al obispo y a la catedral, no solamente por la misma presencia del ordinario, sino porque hacía de la catedral el centro ritual y festivo de la ciudad, enfatizando la característica de ciudad episcopal; integraba un amplio ritual sonoro a los festejos y construía nuevos modelos visuales al hacer de la ciudad un teatro efímero que daba espacio y contenido a la fiesta. Aquel teatro urbano también servía para subrayar la autoridad religiosa y aun política del obispo, haciéndolo parte fundamental del orden y la armonía del reino.
Al no ser capital, este aspecto tenía sus particularidades en Puebla: para que este efecto se lograra, la organización y el mando de la recepción y la fiesta eran asumidos por los dos cabildos, destacándose así la preeminencia de ambas corporaciones como las máximas cabezas de esta civitas christiana. Finalmente, la fiesta representaba y hacía evidente la jerarquía de las corporaciones urbanas y una pedagogía del orden estamental. Para enfatizar este elemento en un aspecto conocido, Juan Pedro Viqueira ha destacado que las corridas de toros eran la materialización del orden estamental de la ciudad, pues en el caso de la ciudad de México eran presididas por el virrey, los oidores, el ayuntamiento y los clérigos, dejando claro así a la ciudad en pleno (y en fiesta) que, si bien todos eran miembros de una misma urbe, no todos compartían la misma función dentro del cuerpo social20. Con sus fiestas y sus fastos, pues, la entrada episcopal reforzaba el orden y hacía pública la autoridad de la ciudad episcopal.
El problema del palio
Después del complejo episcopado de Juan de Palafox y Mendoza, en 1656 Diego Osorio de Escobar y Llamas, inquisidor y vicario general de Toledo, fue nombrado su sucesor. En sus primeras interacciones con las corporaciones angelopolitanas, el nuevo mitrado siguió los lineamientos generales: el 19 de junio de aquel 1656 escribió al cabildo civil de Puebla desde Segura de la Frontera (hoy ciudad de Tepeaca), para informar que estaba próximo a llegar a la ciudad, pero que antes pasaría por Tlaxcala, sede primigenia de la diócesis. El ayuntamiento envió a dos diputados para darle la bienvenida21. El 23 de junio, el cabildo tomó posesión del obispado a nombre de Escobar y Llamas, acto que se celebró con la iluminación de las casas reales y de la misma catedral.
A partir de entonces, los recibimientos y acuerdos siguieron también la costumbre: se estableció que el día de la entrada episcopal se iluminarían las casas del cabildo y las principales casas de los vecinos, sobre todo las que estaban entre el convento de la Santísima Trinidad y la catedral. Como entraría a mediodía -tal como había hecho Palafox-, se ordenó también, “como es costumbre, que se cuelguen y entapicen las calles por donde ha de ser esta entrada y que se limpien, para que estén en la decencia que requiere semejante acto”22. Una vez trasladado el obispo a su palacio, empezaría la fiesta habitual. Para ello, el cabildo dispuso que
de sus propios mande hacer los cohetes necesarios, con media docena de ruedas, y otra media de montantes, y un castillo, o árbol, lo que más bien estuviere, y bien conviene, para que se queme la noche del recibimiento y todo lo que esto costare según el concierto que hiciere, con el artífice de estos fuegos lo pague el Mayordomo de propios.23
Del mismo modo, se determinó lidiar por tres días en la plaza pública, con la advertencia de que se buscaran “los toros que sean buenos, para el regocijo de la gente”24. La entrada se verificó el 23 de julio de 1656, por lo que los dos cabildos de la ciudad convinieron actuar siguiendo el modelo establecido con la llegada de Palafox: representantes de ambos cuerpos encontrarían a Escobar y Llamas en Amozoc, y de ahí vendrían en procesión hasta llegar al convento de la Santísima Trinidad. Con estos acuerdos, sin embargo, surgió una duda por parte de los regidores angelopolitanos: ¿el obispo debía ser recibido bajo palio o no? El tema era importante por tres cuestiones. Primero, era menester definir si el palio del ayuntamiento -símbolo por excelencia del poder real en el mundo hispánico, incluso más que la corona- podía usarse en la recepción y persona del obispo, en buena medida al ser considerado una de las máximas autoridades de la civitas.
En segundo lugar, era fundamental fijar la costumbre para estas ceremonias, pues había contradicción con la consuetudo practicada hasta entonces: Gutierre Bernardo de Quirós no entró bajo palio en 1627, pero sí lo hizo Palafox en 1640. Finalmente, había que definir hasta dónde llegaba el papel simbólico que la ciudad podía asumir en las entradas episcopales, pues el palio era uno de sus símbolos más importantes, y representaba al cabildo cuando asistía a ceremonias en cuerpo de ciudad. La consulta fue enviada al virrey duque de Albuquerque, quien asumió la cuestión y respondió al cabildo de Puebla el 20 de julio25.
Tras consultar con el Real Acuerdo, el virrey decidió que se recibiera a Escobar y Llamas sin palio, pues el mismo rey había señalado ya que los obispos no debían recibir este reconocimiento de parte de las corporaciones civiles, además de que en la arquidiócesis de México los arzobispos eran recibidos sin el palio del Ayuntamiento de México26. En el mandamiento formal de la ciudad de Puebla, el duque de Albuquerque estableció que el obispo Escobar y Llamas debía entrar “de Pontifical en público y previniendo el recibimiento que esta Ciudad ha acostumbrado hacer a los Señores Obispos”, pero sin palio, pues este representaba la autoridad del rey.
Según el parecer del Real Acuerdo, era menester “que entienda [la ciudad] que solo la persona de mi Virrey puede entrar debajo de Palio, porque representa la mía y no Prelado ninguno ni otra persona de ningún estado ni preeminencia ni calidad”27. La decisión era clara: el palio estaba reservado al virrey, pues solo él era la personificación del rey en las Indias. Al recibirlo el 20 de julio, el cabildo respondió al virrey señalándole que seguiría sus instrucciones y que Diego Osorio de Escobar y Llamas sería recibido sin palio. Así también lo informó al cabildo eclesiástico y al mismo obispo28. El mitrado agradeció la comunicación. Los canónigos no respondieron.
Tres días después, pasado el mediodía, Diego Osorio de Escobar y Llamas entró a la Puebla de los Ángeles, “conforme al uso y costumbre que ha tenido la dicha ciudad”. Los regidores y varios vecinos principales invitados para la ocasión salieron a caballo a recibir al obispo y lo encontraron en Amozoc. Ya entonces habían llegado los canónigos, que sin embargo se despedían del mitrado para regresar a la catedral y preparar la procesión que saldría de allí cuando la comitiva llegara al convento de la Santísima Trinidad. En efecto, el cabildo secular, presidido por su alcalde mayor, avanzó con los alcaldes ordinarios y los regidores “hasta llegar a la puerta del convento de Monjas de la Santísima Trinidad”, donde estaba puesto el pontifical. Mientras el obispo se revestía, llegó hasta el convento la procesión del cabildo catedralicio y las religiones de la ciudad -como había ocurrido en 1627 en la entrada de Gutierre Bernardo de Quirós-. Los canónigos estaban “revestidos” y portaban cruz alta y clero.
Una vez que el obispo “se puso en su mula revestido de Pontifical”, “los clérigos con sus sobrepellices sacaron un Palio y se puso debajo de el dicho Señor Obispo”. El alcalde mayor mandó entonces que la ciudad se detuviera y no siguiera la procesión, “para obviar inconvenientes”, y se dirigieran “a estas Casas Reales de su Ayuntamiento”29. El virrey reconoció la actitud del ayuntamiento y, a pesar del desaguisado, autorizó que las fiestas tuvieran lugar como ya se había acordado.
El conflicto ocurrido en 1656 a propósito de la entrada de Diego Osorio Escobar y Llamas ilustra bien cómo la entrada episcopal podía ser lo suficientemente flexible como para adecuarse a cada ocasión, y cómo podía mostrar en el escenario de la ciudad los conflictos que subyacían al régimen de cristiandad instaurado en la monarquía de los Austrias, bajo el cobijo del patronato real. Como ha señalado Alejandro Cañeque, el siglo XVII vivió una creciente conflictividad entre el virrey y los obispos debido al problema jurisdiccional que establecía el modelo de la república cristiana, pero también porque a lo largo de aquella centuria la Iglesia católica novohispana diseñó un ideal de obispo muy similar al del virrey, por lo que el conflicto no se hizo esperar30.
Visto así, el enfrentamiento de Puebla en 1656 revela al menos tres elementos que destacar: que la entrada episcopal era un festejo del obispo, pero también podía ser utilizado por las autoridades seculares para subrayar los límites del poder episcopal; la autonomía de los cuerpos eclesiásticos frente a los acuerdos tomados incluso por el virrey; y, finalmente, que el enfrentamiento entre ambas potestades no solo ocurría en la ciudad de México, sino también en otros obispados novohispanos, como la Puebla de los Ángeles. En última instancia, la decisión de continuar con la fiesta por la llegada del obispo Escobar y Llamas muestra no el fin del conflicto, sino su soterramiento en aras de la armonía que debía existir en el corazón de la ciudad, entre sus corporaciones seculares y eclesiásticas: por último, deja ver que también el ritual privilegiaba la exhibición y exaltación pública de la unidad y el consenso antes que la expresión del conflicto.
La preeminencia de los canónigos
Las entradas episcopales que siguieron a la llegada de Diego Osorio Escobar y Llamas no parecen registrar mayores novedades. En 1769 la ciudad recordó que, cuando los obispos venían “de mar en fuera”, debían escribir a ambos cabildos para informar de su llegada, y después de que los dos cuerpos hubieran acordado los preparativos y la fecha con antelación, los obispos eran recibidos “en parage en cercanías de esta ciudad”. La ciudad los recibía con mazas y los acompañaba a “las puertas de la ciudad”, donde el mitrado se revestía de pontifical y reencontraba a su cabildo, que esta vez encabezaba una procesión con las religiones de la ciudad. Desde ahí el obispo iba en mula hasta su catedral31.
Este modelo se siguió en 1743 con el arzobispo obispo Domingo Pantaleón Álvarez de Abreu y en 1765 con Francisco Fabián y Fuero. De hecho, parece que en este último caso la entrada fue bastante deslucida: nada se dice de ella, por ejemplo, en las actas de cabildo del capítulo catedralicio, y el ayuntamiento solo registró que encontró al obispo “hasta cuasi los umbrales de esta ciudad, defecto en que no incurriría la acreditada cortesía de Su Ilustrísima si sus comisarios se lo hubieran advertido a tiempo”. A pesar de ello, los regidores acompañaron a Fuero por la ciudad, se detuvieron en el convento de la Santísima Trinidad, y de ahí el obispo siguió “hasta palacio, sin haberse reclamado esa falta” y acompañado por los dos cabildos32. Como puede colegirse, entre mediados del siglo XVII y mediados del siglo XVIII, la entrada episcopal en Puebla siguió el modelo establecido en 1656, cuando se determinó que el obispo entrara sin el uso de palio, como ya hemos visto.
Los acuerdos, sin embargo, fueron cuestionados de nueva cuenta en 1773 y 1774, a propósito de la entrada del obispo Victoriano López Gonzalo, antiguo secretario particular de Francisco Fabián y Fuero y su sucesor en la mitra angelopolitana. El debate tuvo orígenes más bien prácticos: como Gonzalo era canónigo de la catedral, ya vivía en la ciudad al ser preconizado y su entrada, y aun su presencia, no tendría como primer escenario el puerto de Veracruz. Esto produjo dos cambios importantes: una gran cantidad de correspondencia entre el obispo y el cabildo catedralicio -del cual el nuevo obispo había formado parte-, así como una nueva disposición en la entrada episcopal, pues se debió llegar a acuerdos entre ambos cabildos. Asimismo, hubo que dar espacio a nuevas ceremonias, como el juramento al patronato por parte del mitrado. En ese sentido, los cambios ocurridos en 1773-1774 dan cuenta de que los acuerdos que sustentaban las llegadas de los mitrados eran lo suficientemente flexibles como para integrar las nuevas realidades al ceremonial y la fiesta.
La primera carta de Victoriano López Gonzalo al cabildo catedral está fechada el 4 de septiembre de 1773 y en ella informa de su preconización33. El cabildo festejó el ascenso de uno de los suyos con una solemne misa de acción de gracias y cantando un Te Deum, “con la mayor solemnidad”. Asimismo, se invitó a los conventos a que repicaran sus campanas e iluminaran los templos en señal de alegría34. El siguiente momento en esta muy dilatada entrada episcopal fue el juramento de respeto al patronato, una medida relativamente nueva que encontramos por primera vez en Puebla y que, a decir de José María Vázquez García Peñuela, surgió en los reinos hispánicos después de 1768, cuando el regalismo exacerbado había dado paso a la teoría del vicariato regio35. Cumpliendo con la nueva exigencia, López Gonzalo presentó este juramento el 4 de octubre de 1773 ante el gobernador de la ciudad, Joseph María Zevallos. De pie y tacto pectore, el nuevo obispo juró “no contravenir en tiempo alguno el Real Patronato, y que le cumplirá y guardará en todo y por todo como en él se contiene”36.
Al informar a su cabildo que había prestado el juramento, Victoriano pidió tomar posesión de la diócesis mientras llegaban sus bulas. Se trataba de una formalidad producto del patronato: el obispo gobernaba la diócesis, para la cual había sido presentado por el rey, incluso antes de recibir sus bulas, lo que al menos en la Nueva España ocurría como norma. Siguiendo pues la costumbre, el cabildo aceptó entregar el gobierno de la diócesis a López Gonzalo, pero después de varios acuerdos se estableció que se haría formalmente en febrero, como sucedió a través del deán37. En consecuencia, no hay registros de que se haya realizado una entrada episcopal propiamente dicha en 1773.
Después de varios meses, el 30 de enero de 1774, López Gonzalo informó que había recibido ya las bulas que lo instituían obispo. De inmediato, los canónigos celebraron la noticia “con repique de esquilas”, destacando el aspecto sonoro de la autoridad episcopal38. Como ahora sí el obispo podía ser consagrado, se abrió la posibilidad de que al fin se pudiera celebrar la entrada episcopal, o al menos eso parecía a los capítulos poblanos. López Gonzalo fue consagrado por el arzobispo Alonso Núñez de Haro y Peralta en el convento grande de San Francisco de México el 6 de marzo de 1774, con la presencia de representantes de los dos cabildos angelopolitanos. En un acto de pública humildad, tras recibir las felicitaciones de rigor, López Gonzalo anunció que regresaría a Puebla esa misma noche”, por escusar “bullicio y ruidoso aplauso del vecindario”39. De nueva cuenta, esta decisión de López Gonzalo, muy acorde con el modelo eclesial del obispo austero promovido por las reformas civiles y eclesiásticas del reformismo borbónico, parecía cancelar la posibilidad de hacer una entrada episcopal en forma. Empero, a pesar de las reticencias, el 15 de marzo de 1774 se celebró lo más parecido a una entrada episcopal, pero limitada solamente a la catedral.
Según el testimonio de los canónigos poblanos, aquel día a las nueve de la mañana el obispo López Gonzalo entró a la catedral con el deán y el cabildo catedralicio, la capilla catedralicia, los capellanes de coro y el acompañamiento familiar del obispo; y, “según costumbre y rito”, se cantó el Te Deum y una misa de acción de gracias con la mayor solemnidad”40. A este ceremonial asistieron los conventos de ambos sexos y el cabildo civil “en cuerpo de ciudad”. Inmediatamente, tocaron las esquilas a rebato y desde esa noche la catedral fue iluminada. Los regidores poblanos dieron testimonio de que el obispo iba “vestido de seda color nacar” y pudieron percatarse de que, en un altar portátil, del lado del perdón, López Gonzalo “hizo breve oración a dicha Santa Cruz, que se la dio a besar uno de los Prebendados”41.
Así, la entrada de Victoriano López Gonzalo a Puebla no solo rompió con el modelo establecido por la costumbre, sino que se expresó como un rechazo al boato ceremonial desarrollado en torno a la entrada episcopal. Digno alumno de Fabián y Fuero, todo indica que el mismo Victoriano fue quien evitó hacer una entrada festiva, lo cual exigió otros acuerdos, que se expresaron mediante nuevas y renovadas ceremonias. En primer lugar, el recato y la humildad de la entrada episcopal de López Gonzalo fueron en sí mismos un mensaje que enfatizaba la austeridad y la reforma de costumbres como norma del gobierno diocesano. Sin duda, una de las mejores ocasiones para expresar esto de manera pública y aun pedagógica era a través de la reformulación de la entrada episcopal. En segundo lugar, destaca la preeminencia que adquirió el cabildo catedralicio en la organización de la entrada y la posición secundaria que se concedió al cabildo secular en la organización de los festejos.
Es posible que ello fuera una muestra del rechazo clerical a la nueva obligación de prestar juramento al patronato, como también que expresara rencillas abiertas desde tiempo atrás. Sea como fuere, lo cierto es que los episodios que constituyen la entrada episcopal de Victoriano López Gonzalo entre 1773 y 1774 revelan la flexibilidad de los acuerdos que hacían posible la entrada episcopal a la Puebla de los Ángeles, la difícil negociación entre los cuerpos de la ciudad para recibir al mitrado y la importancia que la recepción del obispo tenía para subrayar la preeminencia del mitrado en la ciudad y la unidad de civitas christiana en torno a su obispo.
Conclusiones
Como deja ver el caso de Puebla de los Ángeles, la entrada del obispo fue uno de los rituales públicos más importantes de las ciudades episcopales en Nueva España, y en general en todas las Indias y aun el mundo hispánico. A través del acuerdo entre las autoridades seculares y eclesiásticas, la entrada episcopal se convirtió en una fiesta que celebró la preeminencia del mitrado como cabeza de la república cristiana y enfatizó el lugar privilegiado de la ciudad como civitas christiana. Al combinar el cumplimiento de los ritos ceremoniales de entrada del nuevo obispo con la fiesta pública, la entrada episcopal de los siglos XVII y XVIII fortaleció la figura episcopal y enfatizó el ideal de unidad y consenso que debía reinar entre las corporaciones urbanas, que trabajaban juntas para recibir a la cabeza de la ciudad. Esto es especialmente importante en ciudades episcopales como Puebla, pues al no ser capital del reino no había virrey u oidores que hicieran sombra a la autoridad del mitrado. Este aspecto daba especial importancia a la figura episcopal en la Angelópolis y hacía de los dos cabildos, el eclesiástico y el secular, las máximas autoridades en la preparación de la entrada de los obispos y las fiestas asociadas a ella.
Hay finalmente tres elementos importantes que destacar. En primer lugar, que la ciudad fue el escenario público desde el cual se expresó la exaltación del obispo y la cristiandad de la urbe; como ocurre en otras fiestas del mundo hispánico, las luminarias, los cohetes, la limpieza y aun el ritual sonoro fueron aspectos fundamentales para abrir el tiempo festivo que determinaba la celebración de las ocasiones festivas. En segundo lugar, se ha podido constatar que el ceremonial de la entrada episcopal se fijó en Puebla entre 1627 y 1656, a propósito de los acuerdos entre ambos cabildos y aun la determinación virreinal en torno al palio.
El debate sobre este último revela las dificultades y los conflictos para definir el uso de los símbolos reales en las Indias y la preeminencia que podía tener el virrey para determinar el curso de los rituales públicos, verdaderos espacios de pedagogía cívica en el Antiguo Régimen novohispano. Por último, la entrada de Victoriano López Gonzalo en 1773 pone de relieve una gran transformación de la entrada episcopal, acorde con los nuevos ideales de los años del reformismo borbónico. En aquella ocasión, el antiguo canónigo de Puebla evitó el boato de la entrada, dio preeminencia al cabildo eclesiástico sobre el cabildo civil y, sin embargo, hizo partícipes a los regidores de la posesión y la consagración del obispo. Con estas medidas, es visible la transformación, así como la adecuación de este ritual en el tiempo y la pervivencia de su principal ideal: destacar a la cabeza de la ciudad cristiana en las Indias.