Introducción
Las sociedades humanas son organismos en permanente construcción con divergentes configuraciones. Su esencia es dinámica, cambiante y siempre atenta a los vaivenes sociales, políticos y económicos que transforman constantemente su devenir, y en este proceso la fiesta es un componente fundamental de su reafirmación identitaria. Bajo la apariencia mutante de las sociedades, se revelan identidades que pugnan por permanecer inalterables y se oponen al cambio, y transmiten de generación en generación un conjunto de usos y costumbres que las singularizan e identifican el cuerpo social3.
El origen del comportamiento y de la identidad social se situó en el territorio. Por ello, en la época de la Ilustración, Raynal4, Robertson5 o Hipólito Unanue6 relacionaron clima, costumbres e identidad; y Hegel7 en su Volkgeist, su espíritu del pueblo, agrupó acontecimientos nacionales en unidades orgánicas inteligibles que tenían siempre como punto de referencia el territorio. También Hipólito Taine8 redujo las causas naturales históricas a tres fundamentos naturales: raza, medio y momento; y Ángel Ganivet, en su Idearium español, utilizó, en vez del Volkgeist hegeliano, el “espíritu del territorio”9. Un territorio, un momento, unas costumbres y unas festividades para afirmar ese espíritu identitario: “la sociedad es un producto humano. La sociedad es una realidad objetiva. El hombre es un producto social”10. Y qué mejor que estudiarlo a través de una de sus manifestaciones más visibles, la fiesta, en uno de sus momentos más significativos: las celebraciones después de una victoria, de una batalla, de un acontecimiento bélico durante la guerra de Independencia americana. Y en todas, un componente fundamental: las campanas que repicaban, que redoblaban, que tocaban a rebato, bandeo o tañidos, pero que estaban siempre presentes, dirigían las acciones colectivas y encaminaban a los grupos al espacio de celebración que ya todos conocían.
Este trabajo se inserta, por tanto, en el debate en torno al uso del imaginario y lo simbólico en el conflicto de independencia americano y se pregunta de qué manera los diferentes actores en pugna adoptaron patrones simbólicos fácilmente reconocibles entre la población para ganarse su apoyo y movilizarla a favor de su causa o en contra de la causa de los adversarios. En este contexto simbólico, el problema que plantea esta investigación es fundamental, ya que muestra que el símbolo, fundamento de la percepción del ser humano, permite significar el mundo de forma ambivalente, dotando de diferentes significaciones a un mismo símbolo, una capacidad específicamente humana11. El símbolo se convierte en lenguaje y este se encuentra necesariamente inserto en significaciones ideológicas con un contenido cultural, porque es social y dialéctico, y expresa, por tanto, intereses concretos de grupos específicos12.
Metodológicamente, se adopta un enfoque hermenéutico-interpretativo, a partir de la comprensión e interpretación de fuentes primarias vinculadas al desarrollo investigativo13. Se analizan las fuentes en busca de esa significación de los actos humanos que explica la resignificación simbólica de la campana en el conflicto de independencia peninsular y americano. Con ese propósito, se estudian los discursos analizando el sentido, en busca, como indicó Dilthey, de “comprender al autor mejor de lo que él mismo se comprendió”14. Por ello, se aborda el conjunto de las manifestaciones presentes en las fuentes como producto de una realidad en la cual la experiencia del autor forma parte de una construcción sociohistórica que es necesario develar15. Para este análisis hermenéutico interpretativo, se consideran fuentes primarias como las memorias del conde de Toreno, en el caso del conflicto de independencia contra Francia; las de Andrés García Camba y Jerónimo Espejo, para el análisis del conflicto de independencia en el Perú; además de fuentes hemerográficas, como El Argos de Buenos Aires, la Gaceta de Madrid y la Gaceta del Gobierno del Perú, y documentos del Archivo General de Indias (Cuba 709, 717 y 889A) y el catálogo Conde de Cartagena de la Real Academia de la Historia de España.
La originalidad de la investigación viene dada, además, por los escasos trabajos que han analizado cómo en las sociedades hispana y americana las campanas se erigían como un componente simbólico fundamental para estructurar, cohesionar y movilizar a las sociedades. Con excepción del artículo de Anne Staples, publicado en 1977, otro de José Luis Alonso Ponga de 1997, uno de David Carbajal de 2009 y otro más reciente de Joseba Louzao de 2018 (para la España contemporánea), no se encuentra ningún otro trabajo de relevancia sobre el tema. Además, las investigaciones de Staples y Carbajal se centran en la sacralización del espacio y del tiempo, vinculada a las campanas, y no en cómo durante la Independencia el espacio sacro se vio transformado en un espacio bélico y se utilizó la resignificación de las campanas para aglutinar a la sociedad en torno a una misma causa16.
Se plantea como hipótesis que en la victoria bélica se intuye un nuevo orden social que reafirma la nueva hegemonía de la identidad triunfante, al tiempo que se muestra el ocaso del antiguo grupo u orden social. Aunque en el cambio del Antiguo al nuevo Régimen las sociedades transforman los espacios festivos, no los modifican radicalmente, sino solo en los aspectos adecuados para que el nuevo grupo consolide su posición hegemónica. Una vez conseguida esta consolidación, se asientan las manifestaciones que, como la fiesta, incidirán en esta hegemonía y mostrarán, mezclando elementos nuevos y antiguos, que esta nace de la tradición, pero se sustenta en la construcción de señas identitarias que serán reencriptadas y rutinizadas para hacerlas reconocibles por todo el grupo social17, en contraste con otros conflictos bélicos en los cuales, en vez de reutilizar el símbolo, este fue prohibido. En Rusia o en los países balcánicos, los bolcheviques y los otomanos silenciaron las campanas por ser estas el símbolo visible del dominio sociopolítico de la Iglesia18. En las celebraciones bélicas se utilizarán símbolos reconocibles, pero que avalen los cambios y las permanencias que se darán a lo largo del proceso de independencia, mezclando lo real con lo imaginario para representar el poder y construir su identidad histórica19. Así, la ritualidad no solo avalaba la preeminencia de un poder lejano, sino que los representantes de este nuevo poder hacían visible su hegemonía en las ceremonias sagradas o profanas, metabolizando el mensaje del nuevo/viejo poder para mostrar visualmente los cambios políticos y que el público “se halle inteligenciado de tan interesante noticia”20.
De este modo, las fiestas fueron instrumentos de la memoria colectiva concebidos para servir a la reconstrucción constante de esa identidad nacional siempre cambiante, siempre necesitada de reafirmación y de consolidación. Los espacios públicos ocuparon un lugar clave para reproducir ese orden social que adquiría nuevos símbolos, los cuales se adueñaban de los espacios tradicionales de festejo para consolidar una nueva conciencia que no era más que la misma, del mismo grupo, con la misma lengua, con las mismas costumbres, espacios y religión, pero hegemonizada por una nueva élite21.
Todos estos actos tenían lugar en espacios claramente definidos, porque si lo celebrado era importante, igualmente lo era el lugar donde se hacía, de modo que el diseño de la ciudad y sus espacios de celebración eran válidos tanto para las expresiones festivas de la nueva como de la antigua élite22: el espacio público era la gran escena donde se legitimaba el poder de las viejas élites y donde las nuevas élites intentaban enlazar su nuevo poder con las viejas tradiciones. El espacio era, sin embargo, tanto el lugar de la legitimación como de la subversión del orden establecido. El espacio urbano tenía una jerarquización reconocida por todos los grupos, por lo que apropiarse de los lugares principales adquiría la connotación de una doble imposición, una doble victoria para el nuevo grupo: por una parte, establecía un mensaje nuevo, y por otra parte, adueñarse del espacio urbano más privilegiado permitía construir una representación de la nueva hegemonía reapropiada. En el espacio en el que antes se representaba al rey, después se representaría la victoria sobre este y habría de presentarse la imagen de unos próceres que simbolizaban un renovado cuerpo social23. Mucho importaba que los lenguajes, los gestos, los modos y las ceremonias se pareciesen, porque la sociedad debía reconocerse en esos signos que enlazaban lo antiguo con lo nuevo. Allí, cada cuerpo, cada clase, tenía un papel preciso en esta representación que era “el gran teatro del mundo”24.
José Bonaparte y las campanas que tocaron a muerto
En el Santander de 1808, tras los sucesos del 2 de mayo en Madrid y la violenta represión del general Murat, la situación era en extremo tensa: los franceses eran percibidos como una amenaza y cualquier situación, por irrelevante que pareciera, podría provocar un nuevo estallido social. Una leve riña entre un francés avecindado en la ciudad, Pablo Carreyron, y el padre de un niño al que este había reprendido atrajo a una multitud que, enardecida, pidió a gritos que se prendiese a los franceses. Era 26 de mayo, fiesta de la Ascensión, pero no fue por esta festividad que tocaron a rebato las campanas, sino porque el pueblo había tomado las calles y las campanas acompañaban los gritos de “Viva Fernando VII” y “Muera Napoleón” y el estruendo de los tambores tocando a generala. Las campanas se convirtieron en un elemento central de la protesta, y el obispo de Santander, que había dado orden de tocar a rebato, asumió la presidencia de la junta, encargada del gobierno de la ciudad y de resistir a la ocupación francesa. Los franceses, con razón, ya adivinaban que en el levantamiento del pueblo tenían una parte fundamental los clérigos, los frailes y, por supuesto, las campanas25.
Esas campanas también acompañaron al nuevo rey José, hermano de Napoleón, durante su entrada en Madrid, pero no como él hubiese deseado. Desde la frontera con Francia, a partir del 9 de julio de 1808, José fue recorriendo el territorio conquistado hasta llegar a Madrid. Tras cada jornada, descansaba en una localidad donde era recibido fríamente, sin celebraciones y sin el pueblo, sino solo por unas autoridades que hilvanaban torpes y rutinarios discursos motivados por la ocupación francesa. José quiso corresponderles y, afablemente, contestar en un torpe castellano, mezclado con acento y vocablos italianos, lo cual, en vez de lograr complicidad, mereció risas y burlas. El 20 de julio llegó a Madrid, a donde entró por Chamartín; a las seis y media de la tarde fue pasando por la puerta de Recoletos, la calle de Alcalá y la plaza Mayor hasta el palacio real. Aunque el ejército francés había ordenado colgar y adornar las casas, pocos vecinos atendieron el mandato. El nuevo rey transitó los lugares más emblemáticos de la capital de un imperio en clara decadencia con un nutrido cortejo de infantería y caballería, junto con jefes y oficiales del Estado Mayor francés y algunos españoles aliados a las fuerzas de ocupación. El silencio de la marcha solo fue interrumpido por algunos vivas de franceses establecidos en Madrid y el estruendo de artillería al paso de la comitiva. Apenas algún osado se atrevió a gritar “Viva Fernando VII”, lo que motivó un breve revuelo. Las campanas también estaban, como siempre, presentes, pero en esta ocasión no tañían a fiesta, sino que “doblaron á manera de día de difuntos”26.
Todo lo contrario sucedió en Madrid tras la victoria de Bailén el 19 de julio. Nuevamente, las tropas españolas ocuparon la capital y los 8 000 hombres que atravesaron la puerta de Atocha a las seis de la mañana del 13 de agosto fueron recibidos con un enorme júbilo. Este se transformó en incontenible frenesí el 23, cuando atravesó la misma puerta el general Francisco Javier Castaños con sus tropas de la reserva de Andalucía, que había triunfado en dicha batalla. Pasaron los soldados adornados con los despojos del enemigo, bajo un arco sencillo, pero majestuoso construido para la ocasión, erigido por la villa de Madrid junto a sus casas consistoriales. Numerosos festejos se dieron por la llegada del ejército y a todos se sobrepuso la proclamación de Fernando VII como el legítimo soberano, mientras que algunos, los más temerosos, o los más cabales, o los más sensatos, pedían que, en vez de tanto bullicio y de tanta fiesta, se preparase mejor el ejército y se persiguiese con mayor eficiencia y contundencia al enemigo27. De nada sirvió que el nuevo rey, para congraciarse con el pueblo, intentase acercarse a este impulsando la celebración de numerosas fiestas y recuperando festejos prohibidos. A tal efecto, desde 1811 promovió banquetes y saraos, y restableció los bailes de máscaras y las fiestas de toros, que habían sido prohibidos por el extremo recelo del antiguo gobierno. Los toros eran un espectáculo denostado fuera de España, donde se le tachaba de “feroz y bárbaro”, pero aun así José quiso restablecerlo para intentar conseguir el afecto del pueblo. Sin embargo, todo fue en vano. El propio Napoleón criticó esta actitud de su hermano: “Si mi hermano no puede apaciguar la España con 400 000 franceses ¿cómo presume conseguirlo por otra vía?” 28.
Y parecía que tenía razón, porque la guerra aún continuó cinco largos años más, y en todos los avances de los ejércitos españoles las victorias fueron celebradas con repiques de campanas, fiestas y convites. En algunos casos, incluso en exceso, como en Mondoñedo, provincia de Lugo, donde, tras entrar triunfante, el coronel de artillería José Worster se entregó con su ejército a todo tipo de fiestas y convites. El general francés Maurice Mathieu decidió entonces tomar Mondoñedo, aprovechando la circunstancia, se apoderó de nuevo de la ciudad y dispersó la división de Worster, pese a ser esta superior en número29. En otros casos, la ritualidad y los festejos reconocieron la hegemonía francesa: el 23 de enero de 1810 el mariscal Víctor entró en Córdoba y tras él llegó el rey José. Diputaciones de la ciudad lo recibieron y celebraron, y ese clero, que en otras partes había sido hostil, le agasajó y cantó un Te Deum, y se celebraron fiestas públicas por el triunfo francés, lo que causó la admiración de José, quien reconoció que había sido tratado en Córdoba mejor que en cualquier otra parte de España30. Con ese precedente, cuando el general francés Sebastiani entró en Murcia el 23 de abril de 1810, creyó que, dominado gran parte del territorio, la población celebraría a los franceses, no como un ejército de ocupación, sino de liberación. Pero se equivocaba. En Murcia, los vecinos principales huyeron antes de que Sebastiani tomase la ciudad y, desairado, el día 24 en la catedral tomó preso a un canónigo, interrumpió los divinos oficios y obligó al cabildo eclesiástico a que se le presentase en el palacio episcopal. Le recriminó no haberle cumplimentado en la iglesia e insultó a los canónigos ordenándoles que le entregaran todos los fondos en el plazo de dos horas. Cuando el cabildo le solicitó que al menos le diera cuatro horas, el general le respondió que “un conquistador no deshace lo que una vez manda”31.
De este modo, cuando los franceses fueron retirándose progresivamente del territorio, el alivio fue generalizado: el 11 de agosto de 1812 José salió de Madrid y un día más tarde entraron en la capital los aliados ingleses y varios jefes de guerrillas, entre ellos, Juan Martín, el Empecinado, y Juan Palarea. Las campanas comenzaron a repicar por toda la ciudad y al poco tiempo entró también, por la puerta de San Vicente, el comandante en jefe del ejército británico, lord Wellington. Una comisión del ayuntamiento salió a recibir al general inglés y lo llevó a la casa de la villa. Allí, desde el balcón principal, Wellington recibió junto al Empecinado la estruendosa aclamación de una multitud enfervorecida. Mientras tanto, las tropas también entraron en la capital en medio de vivas, pasando entre unas casas perfectamente engalanadas para la ocasión; en medio de la miseria que rodeaba al pueblo, se hicieron los mayores sacrificios para agasajar a unos libertadores que fueron aclamados durante varios días por unos vecinos que también festejaban entre ellos abrazándose por su recobrada independencia. En medio de las celebraciones fue proclamada la Constitución de Cádiz, con una numerosísima asistencia que pronunció en voz alta el juramento el día 14 como muestra no solo de su apego a la misma ley fundamental, sino también a la causa de la patria y de su independencia. Carlos María Isidro, nombrado gobernador de Madrid, juró la Constitución, junto con Miguel de Álava, en la parroquia de Santa María de la Almudena. Carlos pronunció un encendido discurso en apoyo de la Constitución que, según expuso públicamente, defendería aun a costa de su última gota de sangre32.
De igual modo, en la isla de San Fernando, el 24 de agosto de 1812, las tropas francesas levantaron el sitio después de más de dos años y medio. El repique general de las campanas, los cohetes, las luminarias y los festejos fueron acompañados por las manifestaciones de júbilo de la población; las Cortes suspendieron sus sesiones ese día. El 24 de diciembre llegó Wellington a Cádiz, donde fue recibido por la Regencia, las Cortes, los grandes de España que allí se encontraban y los vecinos. Se sucedieron los convites y bailes suntuosos a los que concurrió “lo más florido y bello de la población”. Enojada por haber sido relegada, parte de la población a la que no se tuvo en cuenta en los bailes organizados escribió una carta anónima a la condesa-duquesa de Benavente que presidía el festejo. En la carta se anunciaba que la cena estaba envenenada, lo que, lejos de provocar desasosiego, dio lugar a chanzas y bromas. Durante las celebraciones se hicieron honores solemnes con que fue distinguido lord Wellington, quien fue recibido en las Cortes y se le concedió asiento entre los mismos diputados. El 30 de diciembre, Wellington pronunció un discurso en castellano, sencillo pero enérgico, al que respondió el presidente de las Cortes, Francisco Císcar, en un tono ostentoso que él creyó propio de un momento de tanta solemnidad33.
Las campanas que redoblaron en la independencia de la Nueva Granada
El conflicto de independencia americano se dio entre avances y retrocesos, entre campanas que tocaron a rebato y otras que, doblando quedamente, tañeron a muerte.
Al sur del continente, la Junta de Buenos Aires tomó decisivamente la iniciativa de conseguir la independencia política con respecto al poder español. La primera junta, constituida el 25 de mayo de 1810, fue presidida por Cornelio Saavedra, y se compuso de militares, abogados y comerciantes, entre los que destacó Juan José Castelli, quien asumiría el mando de las tropas de la Junta en la guerra contra los ejércitos realistas34. El imparable avance de Castelli le llevó a pretender ocupar todo el Alto Perú y Lima, para lo que contó con el apoyo del intendente de La Paz, Domingo Tristán. El Miércoles Santo de 1811 Castelli hizo su entrada en La Paz: pública, solemnemente, entre las mayores aclamaciones, y seguida de fiestas, regocijos, bailes y borracheras que duraron toda la Semana Santa, para espanto de los muy católicos paceños y horror de los realistas que vieron todas las diversiones por la liberación de la ciudad como “impropias y ajenas a la santidad de esos días”. Algo, de cualquier modo, muy lógico, considerando que el secretario de Castelli, Bernardo de Monteagudo, había puesto en la diana a la Iglesia por considerarla contraria al partido de la independencia. Desde la entrada de Castelli hasta su salida, la ciudad fue teatro de escenas que sorprendieron a los seguidores del partido realista, al tiempo que el palacio episcopal se convirtió en la sede principal de festejos, celebraciones y saraos varios, a los cuales acudió la población para rendir obediencia a Castelli. Entre ellos, el propio Domingo Tristán, que asumió un destacado papel agasajando a Castelli, pese a ser Tristán el jefe superior, representante de la autoridad real35.
Al norte, cinco años más tarde, en 1816, en la Nueva Granada, tras las proclamación de independencia de la mayor parte de las provincias que conformaban el virreinato, la expedición de Pablo Morillo avanzaba en la reconquista de todo el territorio36. A principios de abril de 1816, ya se encontraban tomadas por las fuerzas realistas las provincias de Cartagena, Antioquia, Pamplona, Socorro y Tunja, y amenazaban a las de Cundinamarca, Neiva, Casanare y Popayán. En Pasto, tras la batalla de la cuchilla del Tambo, Juan de Sámano había ocupado aquellos territorios. Esto le serviría al propio general en jefe del ejército expedicionario, Pablo Morillo, para nombrar a Sámano como gobernador de Santafé y preparar el relevo del mando del virreinato al virrey Francisco de Montalvo para otorgárselo al propio Juan de Sámano, más conforme con la ideología absolutista de Morillo. Este viajaba, además, con órdenes para sustituir en sus responsabilidades a todos los que hubieran sido nombrados por el Consejo de Regencia, institución que había estado bajo el pernicioso influjo, según los absolutistas, de la malhadada Constitución de 1812:
además de que la plaza de Cartagena, con el gobernador que tiene no necesita de la presencia del virrey, me consta de que el general Montalvo no desea seguir en el destino que tiene, y no parece puede haber otro que lo reemplace mejor que D. Juan Sámano, nombrándolo virrey de la Nueva Granada. En ello ganan los intereses de S. M. porque Sámano es un buen soldado, virtuoso, inflexible, temido por los malos y alabado por los buenos.37
Sea como fuere, el ejército expedicionario siguió avanzando en su reconquista, y era recibido por los pueblos con el mismo fervor con el que parecían despreciar a los republicanos. En opinión del patriota Fernández Madrid, “la falta de sistema y energía en el gobierno; el defecto de orden y regularidad en todas las medidas; las continuas y escandalosas disputas políticas; la guerra civil; los malos sucesos ocasionados por tantas causas, y las seducciones de innumerables desafectos, españoles y americanos, combinados con los que tienen un interés decidido en haber resistencia a la libertad”38, habían dilapidado tan profundamente el apoyo popular que los pueblos se manifestaban enervados con tantos conflictos civiles como los que había causado la independencia, y recibían al ejército expedicionario con gran entusiasmo y repique de campanas.
El propio general Morillo fue avanzando al frente de su ejército y desde Bucaramanga llegó al Socorro, a Zipaquirá y entró finalmente en Santafé. Allí se reunió con los generales La Torre y Calzada, quienes, vencedores en la batalla de Cachirí el 22 de febrero de ese mismo año de 1816 ya esperaban a Morillo en la capital.
A la llegada de Morillo a Zipaquirá se organizó un gran baile, “en el cual a cada momento las damas mandaban parar la música para recitar versos en honor del jefe y de su ejército expedicionario”39. A Santafé llegó Morillo un día antes de lo previsto y dio órdenes al ejército para que lo siguiera a una legua de distancia, haciéndose acompañar solo por su guardia personal compuesta por su segundo, el almirante Pascual Enrile, su mayordomo y un ordenanza. Se atavió con un levitón que le cubría casi todo el cuerpo y parte de la cabeza, con la intención de no ser reconocido, y se puso un sombrero ancho de paja sin insignia que le ocultaba el rostro. Cuando los vieron llegar, algunos vecinos de la capital les preguntaron por el general Morillo, y este les contestó que el general venía por detrás.
La entrada a Bogotá y las calles de la ciudad habían sido engalanadas con arcos triunfales, banderas españolas y colgaduras. Morillo entró sin saludar, ocupó la casa destinada al general en jefe y se encerró en ella. Al poco tiempo, cuando los vecinos ya sabían que el general se encontraba allí, una comisión de notables acudió para cumplimentarlo. Morillo los recibió cortésmente, vestido de gran uniforme y les dijo con el rostro serio:
Señores, no se extrañen ustedes de mi proceder. Un general español no puede asociarse a la alegría fingida o verdadera, de una capital en cuyas calles temía yo que resbalase mi caballo en la sangre fresca aún de los soldados de S. M., que en ella hace pocos días cayeron a impulsos del plomo traidor de los insurgentes parapetados en vuestras casas.40
Morillo se negó a dar fiesta alguna en el cabildo de la ciudad, y a las señoras de la alta sociedad bogotana que acudieron en grupo a suplicar el perdón para sus deudos les hizo llegar una carta. En ella les informó que en la isla de Margarita, donde primero recaló la expedición tras salir de España, había cometido el error de perdonar y que estos perdonados, en cuanto el expedicionario abandonó la isla, volvieron a tomar las armas y, “más sanguinarios que nunca”, pasaron a cuchillo a los oficiales y soldados que allí había dejado Morillo. En la carta les explicaba que esos soldados acuchillados también tenían
madres, esposas e hijos que hoy maldecirán mil veces al general imprevisor que tuvo la candidez de creer en las promesas fementidas de aquellos miserables [...] Señoras, yo siento mucho el dolor que veo pintado en vuestros rostros [...], pero no puedo perdonar cuando no lo permite la salud de la patria.41
Solo exceptuó a algunos pocos sin responsabilidad en el levantamiento en contra de la dominación española y, tras recibir su juramento, les perdonó la vida y los dejó en libertad. Camilo Torres, Manuel Rodríguez Torices, Jorge Tadeo Lozano, José Joaquín Camacho, Miguel de Pombo y Francisco José de Caldas fueron involuntarios protagonistas del dramático festejo de su ejecución pública en la plazuela de San Francisco en octubre de 1816, mientras las campanas, siempre las campanas, tocaban a duelo42.
A ninguno de ellos les llegó el indulto emitido en Madrid con motivo de la boda del rey con la infanta de Portugal, María Isabel Francisca, y la de su hermano don Carlos con otra infanta de Portugal, María Francisca de Asís. El indulto, expedido el 20 de junio de 1817, fue publicado por la Gaceta de Madrid, en tanto que la ciudad de Cartagena se preparaba para el enlace real; las celebraciones quedaron fijadas los días 25, 26 y 27 de mayo de 1817. El día 25 por la noche se encendió una iluminación general en toda la ciudad, así como un árbol de fuego artificial en la esquina de la catedral. Los vecinos y los estantes adornaron sus balcones y ventanas y los dejaron iluminados. A la mañana siguiente concurrieron a la catedral todas las corporaciones y los habitantes del barrio para que pudiesen dar gracias a Dios por el enlace. Tras la visita a la catedral, todos pasaron a cumplimentar al virrey, quien recibió en nombre del rey los homenajes debidos. Por la noche se organizó un baile con refresco en palacio y otro general en la plaza de la Inquisición. Los actos continuaron con una velada que se prolongó hasta las doce de la noche y la población tuvo permiso para toda clase de “diversiones públicas honestas”, que se repitieron al día siguiente, también con baile general y velada, y concluyeron al tercer día con las mismas diversiones, bailes y refrescos en el palacio del virrey, de nuevo con una velada general43.
Mientras tanto, en la ciudad de Cartagena, a finales de 1816, los soldados del expedicionario acantonados en la plaza y los habitantes de la ciudad se preparaban para recibir la Navidad. Las autoridades creyeron conveniente velar porque la tradición, nexo fundamental entre la sociedad civil, el rey y la religión, se siguiese manteniendo. El gobernador de la plaza, Gabriel de Torres, recordó que en esos días se veneraba la venida del Salvador y, por tanto, “el más alto misterio de la religión de nuestros padres”, y que en sustitución de los villancicos y las pastorelas tradicionales se había impuesto la corrupción de las costumbres, profanándose la casa de Dios y la religión con muñecos “con el feo nombre de marijuanas que manejados con resortes hacen movimientos obscenos aún durante el tremendo sacrificio de la misa”44. Por ello, se impuso pena de prisión para los que tocaran instrumentos rústicos prohibidos, cantaran canciones profanas y manejaran muñecos obscenos. A mediados del siglo XX y no muy distante de Cartagena, en la localidad de Sabanalarga, las marijuanas aún ocupaban un lugar central en las fiestas de Pascua o Navidad; eran “muñecas de madera colgadas de la punta de un palo que al moverlas al son de los tambores producían ruidos para acompañar la mezcolanza de instrumentos”45.
En Cartagena, el gobernador y el virrey mantuvieron festejos que, como el carnaval, la población requería y demandaba como distracciones después de la dura etapa acontecida en los terribles años que habían precedido; sin embargo, reglamentaron todos los festejos por creer acreditado lo muy perjudicial que resultaría para el pueblo la costumbre que se había puesto de moda de “tirar huevos, arroz, grageas, confites y aguas de todas clases” desde el 20 de enero hasta los días de carnaval. Se impusieron multas a los que contravinieran la medida, con la advertencia de que se permitiría cualquier “diversión honesta a las personas de ambos sexos en los días de carnaval con tal de que lleven las caras descubiertas, sin máscaras ni lienzos”46.
A veces, las campanas ni tocaron a fiesta ni doblaron por los muertos; en vez de ello, intentaron mediar en los conflictos e imponer la paz, como la campana que suena en los combates pugilísticos después de algún round.
En 1818, Manuel Tacón, alcalde ordinario del pueblo de Tolú, ordenó al alcalde pedáneo de San José de Tolú Viejo, Florentino Flores, que apresara al indio Juan Bautista Rebolledo. Este, junto a otro vecino de la misma localidad, Manuel Carpintero, había intentado herir al capitán de San José de Tolú, Silverio Ribera, cuando hacía su ronda de cobro de tributos. El capitán hizo sonar su tambor para que los naturales acudieran al pago y, al tocar, escuchó con claridad a Rebolledo y Carpintero decir: “¡Estos escándalos de caja los causa el capitán de mierda!”, y salieron detrás de Ribera armados con machetes sin poder darle caza. Tras apresar a Juan Bautista Rebolledo, el alcalde Miguel Tacón se encontró con una multitud armada con machetes, palos, lanzas y piedras, comandada por Manuel Dolores Rebolledo, hermano del apresado Juan Bautista, quien le dijo a Tacón que tenía que entregarle a su hermano “por bien o por mal”, a lo que Tacón contestó que no lo entregaría “por bien, ni por mal”. En una primera escaramuza, Tacón y sus acompañantes lograron defenderse del ataque, pero, tras reorganizarse, Manuel Dolores se presentó de nuevo con más de doscientos indios armados con “lanzas, machetes, piedras y tizones encendidos llevados por mujeres que también iban y un indio viejo”. Tras la arremetida de la multitud que tiró la puerta y una ventana, Tacón soltó a Juan Bautista y la multitud se disolvió de momento. Sin embargo, al poco tiempo otro grupo de indios volvió a acometer al alcalde Tacón, comandados por Manuel Esteban Rebolledo y Juan de la Cruz Mendoza:
“¡¡Arrepechen […] acá pendejos ya es tiempo, arrepechen!!” y encontraron a Tacón escondido en la casa de María Concepción Sánchez. El cura, que había mediado con éxito en el anterior tumulto, también intentó apaciguar los ánimos en esta ocasión y mandó tocar las campanas para sacar el santísimo sacramento y aplacar los ánimos. Sin embargo, los asaltantes protestaron “qué campana ni qué carajo, que vayan a rezar las mujeres que nosotros vamos a buscar a Tacón”. Y al encontrar a Tacón lo sacaron a empellones “¡Aquí está este puñeta, acá muchachos! […] dale en esa mano con que castiga a los indios […] ¡Mátalo! ¡Ya está muerto!”.
De nada valieron en esta ocasión las campanas: al entrar en Tolú, el cuerpo de cien soldados enviados desde Cartagena encontró el cadáver de Tacón a las afueras del pueblo, amarrado por pies y manos y por la mitad del cuerpo a una caña gruesa: la cabeza se encontraba desfigurada por las cuchilladas y la lengua había sido arrancada de raíz. La mano derecha había sido cortada y solo pendía de la piel, en tanto que los ojos habían sido punzados, los muslos, cortados y los pies, rajados47.
Las campanas de Cartagena, al final de la dominación española en la Nueva Granada, se convirtieron en un elemento fundamental que fue contemplado incluso en las capitulaciones firmadas entre el ejército colombiano y el español. El 3 de octubre de 1821 iniciaron las negociaciones del tratado de capitulación que debía ser firmado entre el ejército patriota sitiador de la plaza de Cartagena y los realistas que aún defendían la ciudad. Las proposiciones de capitulación realizadas por Gabriel de Torres, gobernador comandante de la plaza, al jefe de las tropas sitiadoras por parte de la República de Colombia, general Mariano Montilla, constaron de dieciséis iniciativas que fueron aprobadas. La primera de las propuestas que consideraron los defensores estipuló que “El pueblo no será saqueado ni sus campanas tomadas por los sitiadores”, algo en lo que todos estuvieron de acuerdo48.
Desaparecido ya el poder español sobre el virreinato, era el momento de asentar una nueva/vieja ideología que asegurase la dominación simbólica de las nuevas/viejas élites. En la plaza Mayor, en honor de Santander, se celebró una ceremonia vistosa que pretendió no solo representar el nuevo poder constituido, sino vincularlo con un lejano pasado precolombino. El general Santander, presidente de la República, ofreció un gran baile con motivo de la unión entre Venezuela y la Nueva Granada. Los cohetes atrajeron a todos los que se habían reunido en el baile hacia el balcón principal del palacio. Pudieron presenciar cómo aparecía un carro triunfal, tirado por un joven encadenado, con manto real y corona de oro que representaba a Fernando VII. En el carro iba un joven indio con una diadema de cartón pintada con brillantes colores y adornada con plumas. El joven estaba ataviado con un manto escarlata y el cetro de los incas, y era escoltado por una tropa de indios armados con arcos y flechas que recitaban unos versos de una canción nacional que aludía a “Montezuma y al descubrimiento de la América del Sur”. Santander invitó al indio y a sus acompañantes a entrar al salón “donde bailaron la danza india de marri-marri, retirándose después”49.
Las campanas que tañeron la liberación del Perú
El desembarco del general San Martín en Paracas en 1820 y la proclamación de la independencia en Huaura el 27 de noviembre de ese año abrían Perú a la conquista de los ejércitos patriotas. Diferentes territorios al norte del virreinato fueron, progresivamente, declarando su independencia50. Sin embargo, la llegada de San Martín no solo fue vista con entusiasmo. Algunos peruanos recelaron de los supuestos libertadores rioplatenses, colombianos y chilenos ante el caos económico que había provocado el conflicto de independencia y terminaron por asimilarlos con ejércitos de ocupación51. La definitiva proclamación de independencia, realizada en Lima el 28 de julio de 1821, fue llevada a cabo pese a que una parte de la élite limeña parecía querer continuar defendiendo la causa realista. Bien por propio convencimiento, o bien porque percibían que San Martín era una amenaza al no obedecerle, la élite peruana no recibió de buen grado que el general “auxiliar” se proclamase jefe supremo y se diera a la tarea de engrandecer su fortuna particular “sobre la ruina de las fortunas del país y de la libertad peruana”. La conducta de San Martín fue comparada con la de los “jefes de hordas de bárbaros” que llegan al territorio, no para auxiliar a su población, sino para dominarla, saquear abiertamente sus tesorerías y escapar con los caudales para ir a disfrutar de una vida relajada y cómoda en Europa, dejando el Perú expuesto a la reconquista de los españoles.
Para el que fuera posteriormente presidente de la Argentina, Domingo Faustino Sarmiento, San Martín fue un “militar europeo, extraviado en un continente que nunca comprendió”52, y quizá por ello quiso hacerse emperador del Perú. En la plazuela de los Desamparados de Lima reunió a un grupo de “muchachos y gentuza pagada por él para que lo proclamasen Emperador”. Desde lo alto del tablado de música que fue erigido para la ocasión, se repitió el canto de un yaraví en el que acababa el estribillo gritando vivas al emperador San Martín. Este correspondió, como buen emperador, otorgando un empleo importante al que había compuesto la canción y pensiones vitalicias a las personas que cantaron, sus padres, entre otros, y ordenó que la canción fuese impresa y circulada. Bernardo de Monteagudo, auditor de guerra de San Martín, nombrado al frente de los ministerios de Guerra, Marina y, más tarde, también de los de Gobierno y Relaciones Exteriores, solicitó al Consejo de Estado que se coronase a San Martín. Entre tanto jolgorio, la exorbitante deuda que había adquirido todo el Perú, causada tanto por San Martín como por un Bolívar empeñado en que la nación entera se “anarquizase y envileciese […] para dominarla con este engaño y hacer de ella su propiedad”53, conllevaba la ruina: el tesoro exhausto, el comercio abatido, el crédito público vilipendiado y muerto, la dignidad ajada, los campos sin cultivo, la población sin aumento, los representantes políticos seducidos y la libertad de imprenta amenazada.
El pueblo, sin fe en el porvenir, gemía y lloraba con la situación presente. En medio de este caos, fue común que se publicasen bandos en los que se afirmaba la felicidad general que gozaban los territorios bajo la égida de San Martín y Bolívar, solo pretendiendo ocultar su dominación entre “repiques de campanas que vuelven sordas á las gentes”; pero el pueblo
oye sin conmoverse el sonido de las campanas que le anuncian el mayor de los acontecimientos, corre y llega á ver esas que llaman diversiones públicas por simple curiosidad, como mira un drama, como escucha una ópera -por distracción; porque no tiene otra cosa que hacer; porque ya en su pecho no queda fuego alguno; y si acaso le asalta alguna impresión, se desvanece con la última explosión de los fuegos artificiales.54
En las postrimerías de la dominación española en América, ante la división realista entre constitucionalistas y absolutistas, y después de que Fernando VII recobrase el poder absoluto y eliminara cualquier recuerdo del trienio liberal, se decretó que en los dominios de Su Majestad se procediese a jurar fidelidad al monarca absoluto. El gobernador intendente de Puno era un viejo conocido del rey, Tadeo Joaquín Gárate, que había sido uno de los 69 firmantes del llamado Manifiesto de los persas, documento elaborado en abril de 1814 en Madrid y que condenaba contundentemente la Constitución gaditana y la época de gobierno liberal. Siguiendo las órdenes previstas para la real jura, el domingo 21 de febrero de 1824 se reunió a las comunidades y a sus dirigentes y se iluminó la ciudad durante tres noches. Se construyó un carro triunfal en el que se sacó el busto de Fernando VII, y el cabildo salió de la casa consistorial a la iglesia matriz donde se dieron gracias al Todopoderoso por la restauración del rey y se cantó una misa solemne.
Tras la misa, salió el paseo en triunfo de la iglesia, donde se había preparado el carro triunfal adornado con tapices, franjas, rapacejos y flores delicadas y escogidas, y todo se acompañó de sonetos que hacían referencia a la restitución de la soberanía del rey. El busto de Fernando VII fue puesto en medio de un círculo, sobre un cojín púrpura, mientras dos leones de plata maciza sostenían la real corona y el cetro de oro puro con la espalda guarnecida de laurel. Todo fue cubierto por un pabellón construido sobre cuatro columnas y algunas de las hijas de las familias más importantes hicieron de ninfas tirando del carro mediante cintas. El carro hizo su recorrido entre los vivas y las aclamaciones de vecinos de todas clases, acompañado por un constante repique general de campanas y frecuentes descargas de artillería. Los bailes en la plaza y las aguas olorosas derramadas por las señoras se completaron con las monedas de plata que Tadeo Gárate fue arrojando al paso de la comitiva, “sin cesar en todo el paseo desde que se principió hasta el fin de su conclusión, expresando á voces altas viva el REY, viva el SOBERANO con el mayor júbilo y alegría”. La comitiva atravesó calles tapizadas y arcos triunfales hasta llegar a la iglesia de la parroquia de San Juan. Allí esperaba el real busto con “palio, capa pluvial y acompañamiento”.
Tras un solemne Te Deum, el busto regresó en su carro a la plaza mayor y fue puesto bajo dosel de terciopelo. Ante este, la tropa prestó juramento de fidelidad y se le hicieron los honores reales. Una gran guardia permaneció junto al busto hasta las diez de la noche, en medio de “aclamaciones, demostraciones de vecinos, niños, mujeres (especialmente la casta indígena) e iluminación de calles y plazas”. Con respecto de la jura, Gárate señaló que “no se há conducido menos por notoriedad el juez Real subdelegado oficiante, que de júbilo está ya poco menos que frenético, y no halla expresiones capaz de manifestar lo grandioso y heróico de tan famosa y deseada obra en los corazones de todo fiel vasallo á su Soberano”55.
Al poco tiempo, cuatro meses después, tenía lugar la gran victoria patriota de Junín (6 de agosto de 1824) que resultó ser el claro precedente de la victoria de Ayacucho. En el norte de Perú, en Trujillo, se asentaba el grueso del ejército patriota y su cuartel general, y por ello fue la ciudad que celebró de manera más intensa este decisivo triunfo.
La confirmación de la victoria del ejército libertador provocó el entusiasmo de todo el vecindario, de emigrados y de extranjeros: constantes repiques de campanas, salvas de artillería y fuegos artificiales se alternaron con los decididos e incesantes vivas de la multitud. Las calles fueron engalanadas con las banderas de Colombia y de Perú como testimonio de los “perpetuos e indisolubles lazos que unirán para siempre ambas repúblicas”, en tanto que monedas y joyas se arrojaron desde tiendas y ventanas para enardecer aún más al pueblo y elevar la felicidad hasta el paroxismo. Las calles se iluminaron con jeroglíficos que conmemoraban la fecha y la victoria, y se exhibieron retratos de héroes de Colombia adornados por trofeos militares: “el bello secso se adelantó en expresar su regocijo con danzas y música en casas particulares y saliendo de ellas al compaz de los instrumentos por la plaza mayor y las calles”. El prefecto organizó un festejo multitudinario, que consistió en un animado baile y un ambigú en el que brindó “por la salud de Simón Bolívar y la de los ínclitos bravos guerreros que bajo sus órdenes sepultaron en los campos de Junín a los opresores del Perú”. El jueves 19 de agosto por la noche el presidente de la Corte Superior de Justicia, el ciudadano Manuel Lorenzo Vidaurre, dio un espléndido banquete republicano en su casa y además un baile. En la mesa del comedor puso el retrato de Simón Bolívar flanqueado por las banderas de Colombia y Perú. Pidió a todos que tomasen un vaso de vino en la mano y dijo:
Señor ¡Pero qué oigo! ¡La voz de la victoria!!! Yo me agito, me inquieto, corro precipitado y grito: manes de los Incas, el Perú es libre, turbad por un momento vuestro sosiego, venid a dar gracias al inmortal Bolívar. Señor: así auguraba el prócsimo Domingo: el martes el suceso eccedió el pronóstico ¿Cuándo las grandes acciones de los semidioses pudieron sujetarse al miserable cálculo de los mortales? Providencia divina tú has de crear un hombre nuevo que forme el elojio de nuestro redentor. Un mérito sin igual necesita un talento sin igual para el aplauso… Vírgenes puras, castas esposas, sacerdotes santos, bravos militares, fieles ciudadanos, unid el corazón con el espíritu y en el delirio, en el estasis en el frenesí en el entusiasmo, en la locura de una gratitud inmensa prorrumpamos estas palabras: viva Bolívar, viva Bolívar y perezcamos todos porque Bolívar viva.
Enseguida, arrojó contra el suelo su copa, después de haber bebido, y dijo que la copa que había servido a ese brindis ya no podía tener otro destino. Durante más de diez minutos se vociferaron vivas en la sala y se dispuso que las fiestas y los convites seguirían el domingo: “en el pueblo habrá grandes fiestas con invitación del general Domingo Tristán, el coronel Hipólito Bouchar y el vicario Manuel Córdoba: allí haremos resonar las tumbas de los Incas que rodean aquel pueblo con las glorias del supremo Dictador y demás bravos vencedores de Junín”56.
Una vez recibida en Buenos Aires la noticia de la victoria de Junín, a finales de septiembre, el 1.o de octubre de 1824 se publicó un número extraordinario de El Argos de Buenos Aires. Repiques de campanas y grandes muestras de alegría por toda la ciudad acompañaron la noticia recibida del cuartel general libertador que afirmaba la terrible humillación del ejército español en las llanuras de Junín57, y otro tanto sucedió cuando en enero de 1825 tuvieron constancia del resultado de la batalla de Ayacucho. De nuevo en Buenos Aires, los repiques de campanas, las salvas, las músicas y los fuegos artificiales, los gritos y vivas, las iluminaciones y el “entusiasmo patriótico” estuvieron presentes en las celebraciones de la victoria más importante de todo el largo conflicto de independencia. La noticia del triunfo de Huamanguilla había llegado a conocerse en Buenos Aires a primera hora de la noche remitida desde Lima:
VIVA LA PATIA [sic]
(Dígase viva, viva, viva la Patria.)
El Ejército Libertador al mando del general Sucre ha derrotado completamente al ejército español el 9 del presente en los campos de Guamanguilla. El general La Serna que lo mandaba ha sido herido y se halla prisionero con los generales Valdez, Carratalá y demás oficiales y tropa […] el general Canterac que quedó mandando el campo después de haber sido herido el general La Serna, capituló con el general Sucre estipulado expresamente que la fortaleza del Callao se entregaría al Ejército Libertador.58
Finalizaba la dominación española en América y las tropas realistas abandonaban el territorio americano, mas no así las campanas que repicando y tañendo, doblando o resonando, permanecen aún para acompañar la simbología de los actos festivos y conmemorativos.
A modo de conclusión
La investigación defiende la hipótesis de que las significaciones atribuidas a las campanas variaban notoriamente, según se tratase de celebraciones religiosas o de festejos bélicos. Así, las festividades religiosas, de tabla, de gremios, de cofradías, de precepto, en las de corte o en las barriales, estaban constreñidas a un momento definido o a un precepto y sistema reconocidos y reconocibles. Sin embargo, las celebraciones después de una batalla no solían tener este carácter planificado; respondían más a una estudiada improvisación en la cual, eso sí, siempre quedaba claro el nuevo/viejo orden social. En este sentido, la celebración de la victoria, aunque cuidadosamente improvisada, también definía espacios públicos que eran espacios mentales colectivos ordenados por la lógica del grupo que los ocupaba. En estos espacios y en estas celebraciones, el grupo adoptaba una inteligencia distinta a la simple suma de los individuos que lo conformaban, y mostraba caracteres propios difícilmente visibles en las festividades más reglamentadas59. Sin embargo, se demuestra que esta celebración comparte con la celebración tabulada esa finalidad de cohesionar a la sociedad y la adscripción al grupo, así como de avalar a las instituciones o a las autoridades que debían situarse en la cúspide social, como también las doctrinas y los valores que habrían de guiar a un grupo social en el que las élites se encargarían de resignificar los símbolos que refrendarían su hegemonía.