Introducción
En mayo de 1538, el papa Paulo III logró que el emperador Carlos y Francisco I de Francia firmaran en Niza una tregua de diez años. El tratado, con el que se daba fin a la tercera de las guerras que enfrentaron a ambas Coronas durante los reinados de estos dos monarcas2, era un requisito indispensable para los propósitos del sumo pontífice y del propio Carlos V, que en febrero de ese mismo año habían constituido la Santa Liga, no solo con el objetivo de defender las tierras italianas del ataque del Imperio turco, sino también como un proyecto de cruzada que aspiraba incluso a la conquista de Constantinopla3. Las amistosas relaciones entre Francia y Solimán el Magnífico, que habían provocado este último enfrentamiento con el Imperio español, parecían ser entonces el único obstáculo de ese ambicioso proyecto, de manera que la Tregua de Niza se interpretó como un paso previo imprescindible para mantener esa pax christiana4 que implicaría a su vez el triunfo sobre el turco.
A la firma del tratado, que los dos reyes realizaron por separado, le sucedió un verdadero encuentro entre ambos, favorecido en este caso por Leonor de Austria (hermana de Carlos y esposa de Francisco), que tuvo lugar en Aigües Mortes en el mes de julio. A pesar de los recelos iniciales del emperador, aquellos días fueron -como señala Manuel Fernández Álvarez- no “de negociaciones, sino de fiestas y banquetes”5, de regalos y muestras de afecto; un verdadero respiro en medio de las hostilidades.
La noticia de estos acontecimientos debió llegar a Nueva España en enero de 1539, tal como consta en el “Testimonio de los acuerdos que tomó el ayuntamiento de la ciudad de Antequera [Oaxaca] para festejar la paz concertada entre España y Francia”, documento que comienza transcribiendo una carta del virrey Mendoza:
Muy virtuosos señores.- En los navíos que últimamente en este mes de enero llegaron a esta Nueva España, entre otras cosas me hizo su majestad saber el asiento concordia e amistad que entre él y el rey de Francia se asentó, y lo que después en la vista de entrambos pasó, de que tanto bien ha redundado a la cristiandad.6
En los meses siguientes, se desarrollaron fiestas “repentinas”7 que incluyeron danzas, juegos de cañas, toros y, por supuesto, representaciones de “moros y cristianos”8, tal como era propio de los fastos cortesanos peninsulares, sobre todo desde el siglo XV, cuando este tipo de festejos, en los que la ciudad agasajaba a sus reyes, adquirieron un importante papel social y político9, y cuando, como parte de estos, los espectáculos que recreaban enfrentamientos entre cristianos e infieles empezaron a contar con una trama argumental que reafirmaba a un tiempo la adhesión a la Corona y la defensa de la religión cristiana.
Las paces que -según el propio virrey- tanto bien habían “redundado a la cristiandad” fueron el pretexto para idear en las ciudades novohispanas argumentos propios de este tipo de escenificaciones que reavivaban el espíritu de cruzada, sobre los cuales tenemos información más o menos pormenorizada. Así, en el mes de febrero, en la citada ciudad oaxaqueña, el ayuntamiento organizó con este motivo “toros y juego de cañas y mandaron hacer en la plaza de Santa Catalina de esta ciudad una fortaleza de madera donde hubiese moros y cristianos que la combatiesen”10. Pocas semanas después, en la ciudad de México, el cabildo colaboró en los festejos organizados por “el virrey don Antonio de Mendoza y el marqués del Valle y la real audiencia y ciertos caballeros conquistadores”11, que acordaron recrear la conquista de Rodas, isla cuya toma por Solimán el Magnífico en 1522 había supuesto un duro golpe para los dominios cristianos en el Mediterráneo oriental12. En Tlaxcala, los nobles indígenas, que “quisieron primero ver lo que los españoles y los mexicanos hacían”, decidieron esperar a la solemne festividad del Corpus Christi para representar la conquista de Jerusalén. Guiados sin duda por los misioneros franciscanos, ofrecieron, como en la capital novohispana, un argumento proyectado hacia el futuro13, en esta ocasión vinculado al originario espíritu de cruzada que había movido las grandes expediciones a Tierra Santa entre 1099 y 1254, aunque en esta imaginaria cruzada sería el propio emperador Carlos V el encargado de emprender tan anhelado proyecto junto a su recién aliado, el rey de Francia, y a Fernando I de Hungría, miembro, como Carlos, de la Santa Liga14.
El presente trabajo se centra en estas dos últimas representaciones, La conquista de Rodas llevada a cabo en la ciudad de México y La conquista de Jerusalén puesta en escena en Tlaxcala, así como en los festejos que sirvieron de marco a estas. Observaremos cómo la elección de ambos temas, justificada por el contexto de nueva cruzada contra el turco, y el desarrollo de sus puestas en escena sirvieron (aunque de distinto modo) para mostrar en estas obras la proyección del poder político y religioso del Imperio español en la Nueva España y para exaltar a la élite dominante organizadora del evento. Asimismo, plantearemos de qué modo estos festejos, y específicamente las dos obras que nos ocupan, pudieron reflejar los conflictos de poder que marcaron la realidad novohispana en esos años de conformación del primer virreinato americano; conflictos que tuvieron como protagonistas al conquistador Hernán Cortés y al virrey Antonio de Mendoza, pero también a la única figura que podía dirimir entre ambos: el mismísimo emperador Carlos.
Los festejos de 1539 en México y Tlaxcala según las fuentes documentales
Las fiestas celebradas en la ciudad de México hacia el mes de marzo de 1539, en las que se representó La conquista de Rodas, fueron consignadas en las Actas del Cabildo de la ciudad15 e incluso en alguna fuente indígena como el Códice Aubin16, y descritas tanto por fray Bartolomé de las Casas en la Apologética historia sumaria17 como por Bernal Díaz del Castillo en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España18, donde señala además que, dada su importancia, “destas grandes fiestas hobo dos coronistas que lo escribieron segund y de la manera que pasó, y quiénes fueron los capitanes y gran maestre de Rodas, y aun lo enviaron a Castilla para que en el Real Consejo de Indias se viese”19.
A pesar de los intentos de Bartolomé de Las Casas por destacar el papel de un buen número de indígenas como músicos, artesanos en la elaboración de los decorados e incluso actores en la representación misma de La conquista de Rodas, los festejos fueron sobre todo una muestra de ostentación por parte de la élite española. Según Bernal Díaz, un caballero romano llamado Luis de León organizó juegos e invenciones, “como se solían hacer en Roma cuando entraban triunfando los cónsules y capitanes que habían vencido batallas”20; entre el selecto público reunido en la plaza del Zócalo en aquellos días había “muchas señoras, mujeres de conquistadores” que portaban “riquezas […] de carmesí y sedas y damascos y oro y plata y pedrería”21; se hicieron “dos solemnísimos banquetes” que tuvieron como anfitriones al marqués del Valle y al virrey Mendoza22; y no faltaron los juegos de cañas, toros, disfraces y muchas farsas23.
Por lo que se refiere en concreto a la puesta en escena de La conquista de Rodas, que tuvo como protagonista al propio Hernán Cortés, del testimonio de los cronistas se deduce que la palabra debió ceder casi íntegramente su papel a la espectacular puesta en escena: Bernal Díaz y Las Casas coinciden en referirse a la minuciosa construcción del decorado que configuraba la ciudad de Rodas en madera, “con sus torres e almenas y troneras, y cubos y cavas, y alrededor cercada”24, y en que, rodeando la isla daban vueltas “cuatro navíos con sus masteles y trinquetes y mesanas y velas”25 que “navegaron por la plaza como si fueran por agua, yendo por tierra”26. Aunque estos navíos mostraron su artillería, esta debió servir solo a una demostración del poderío cristiano, porque, si la memoria de Bernal no falla, en realidad lo que se representó no fue una hipotética conquista por parte de la armada española. La escena inició al parecer con la isla ya en poder de “cient comendadores” cristianos, recorriéndola “muchos dellos a caballo a la jineta, con sus lanzas y adargas [...] y otros a pie con sus arcabuces” liderados por el “Maestro de Rodas” (Hernán Cortés). Lo que se escenificó entonces fue el enfrentamiento entre estos y unos turcos que poco tenían que ver con el poderoso Solimán y que, en cambio, sí podrían equipararse a vulgares bandidos, fácilmente expulsados por los cristianos:
estaban [los turcos] en celada para hacer un salto y llevar ciertos pastores con sus ganados que pacían en una fuente [...]. Ya que se llevaban los turcos los ganados y pastores, salen los comendadores y tienen una batalla entre los unos y los otros, que les quitaron la presa del ganado, y vienen otros escuadrones de turcos por otra parte sobre Rodas y tienen otras batallas con los comendadores, y prendieron muchos de los turcos.27
Sobre los festejos que tuvieron lugar en Tlaxcala el día del Corpus Christi de ese año, la fuente principal (más detallada que las referidas a los de la capital) es la Historia de los indios de la Nueva España de fray Toribio de Benavente, Motolinía, quien incorpora, en el capítulo 15 de la primera parte de la obra, la relación de dichos festejos como una carta exenta dirigida por “un fraile” a su prelado fray Antonio de Ciudad Rodrigo28. Tanto si ese anónimo fraile fue en realidad el propio Motolinía como si la relación corrió a cargo de alguno de sus compañeros del convento franciscano de Tlaxcala, lo cierto es que este documento revela el papel esencial que desempeñaron los misioneros seráficos en el desarrollo de dichos festejos (y del resto de los organizados por esos años en la ciudad indígena).
La representación, siguiendo uno de los modelos habituales de las escenificaciones de “moros y cristianos” como eran los asaltos a castillos, fue concebida como simulacro de una gran batalla cuyo argumento pudo ser seguido por el numeroso público asistente gracias a la lectura de las cartas que los personajes principales se enviaban entre sí y a los parlamentos que los ángeles dirigieron a los ejércitos en sus intervenciones sobrenaturales. En el amplio escenario preparado en la plaza principal de la ciudad, se reunió un gran número de “señores y principales” tlaxcaltecas para representar al ejército español, capitaneado por don Antonio Pimentel, conde de Benavente (a quien Motolinía dedica su Historia), y al de Nueva España, capitaneado por el virrey don Antonio de Mendoza, poniendo cerco a una Jerusalén dominada por el Soldán (Hernán Cortés). En enfrentamientos sucesivos, el ejército español y el náhuatl combatieron a los “moros y judíos” que se habían apoderado de Tierra Santa, pero no lograron rendirlos hasta que se unió a ellos el emperador Carlos y el papa los apoyó con sus oraciones. La última ofensiva, en la que Carlos V dirigió al ejército español, encabezado por Santiago apóstol, y al náhuatl, con san Hipólito a la cabeza, supuso el triunfo definitivo sobre los moros que, instados por el arcángel San Miguel, mostraron su obediencia al emperador, se convirtieron a la nueva fe y pidieron el bautismo.
Finalizada esta impresionante puesta en escena con ese bautismo (real, por parte de un sacerdote) de “muchos Turcos o Indios adultos que de industria tenían para bautizar”, la procesión prosiguió recorriendo arcos triunfales y “capillas con sus altares y retablos”, situados en distintos puntos de la ciudad hasta llegar al patio del convento franciscano, en el que había “tres montañas contrahechas muy al natural con sus peñones, en las cuales se representaron tres autos muy buenos”: La tentación del Señor, La predicación de san Francisco a las aves y El sacrificio de Abraham. “Y con esto volvió la procesión a la Iglesia”29.
De acuerdo con los datos comentados, las puestas en escena de La conquista de Rodas y La conquista de Jerusalén pueden verse como claros ejemplos del traslado al contexto novohispano de la tradición de “moros y cristianos”, tal como esta se integra en el fasto cortesano. Un fasto que -como nos recuerda Joan Oleza- “busca perpetuarse en la memoria, instalarse en la fama, de ahí la importancia de la desmesura, las exigencias de la invención, el despilfarro de recursos”30. Dicho acontecimiento tiene lugar en la plaza Mayor de la ciudad, espacio público por excelencia, con una indudable finalidad lúdica, pero también como una forma de exaltación de la minoría dominante31, aunque, en un caso, dicha minoría la constituyan “conquistadores y burócratas” españoles y, en otro, la nobleza tlaxcalteca. Es esa élite la que asume los papeles principales en la representación y los encarna ataviada con los más lujosos trajes32. Y es asimismo la que traslada al conjunto de la población un mensaje de lealtad a la Corona33.
Ahora bien, en el contexto tlaxcalteca, necesariamente marcado por el proceso de evangelización de la población indígena emprendido por la orden franciscana, todos esos rasgos se subordinan a su vez a un propósito religioso que se hace más evidente desde el momento en que se decide trasladar la celebración del festejo al día del Corpus Christi. Esa elección no se debe solamente a la voluntad de “la hacer más solemne” que señala Motolinía34, sino también (y de manera especial) a la carga simbólica de una fiesta del calendario litúrgico específicamente destinada a reafirmar la fe católica que empezaba a adquirir singular relevancia también en el territorio novohispano.
En definitiva, nos encontramos ante dos grandes espectáculos, concebidos como parte de unos festejos más amplios con los que se pretende celebrar el mismo hecho histórico, que comparten los rasgos propios de la tradición de “moros y cristianos” y una temática aparentemente similar, pero que muestran asimismo marcadas diferencias respecto a sus organizadores, los actores y el público al que van dirigidos, y los propósitos esenciales de su puesta en escena ante ese público. Todas estas diferencias afectan a su vez la imagen que habrían proyectado ambas obras del Imperio español en relación con la propia realidad novohispana.
La exaltación del Imperio español en el contexto novohispano
Hemos señalado ya que las paces entre Carlos y el rey de Francia fueron interpretadas en Nueva España en estrecha vinculación con el espíritu de cruzada que alentó la política imperial en esas décadas. Imaginar una próxima conquista de Rodas o de Jerusalén fue un modo de mostrar el poder de ese imperio que, debido a la lucha contra el turco, se proyectaba también sobre el Mediterráneo. Al proponer como tema para su representación la conquista de Tierra Santa, los franciscanos de Tlaxcala recrearon una utopía que se había convertido en lugar común para el cristianismo desde que la ciudad de Jerusalén cayera por primera vez en poder del Imperio turco en el año 1078 y que tenía plena vigencia en el contexto político español de las primeras décadas del siglo XVI35. Sin embargo, imaginar a Carlos V “determinado de tomar a Jerusalén y a todos los otros lugares santos, o morir sobre esta demanda”36 excedía los objetivos de la Santa Liga y del propio emperador. Hay que recordar, en este sentido, que Carlos V fue ante todo un hombre de Estado que aunó la defensa del cristianismo y sus intereses políticos. Ello explica que su propósito no fuera tanto invadir el territorio turco como defender a los reinos cristianos de la amenaza enemiga, y también que, al decidirse a emprender ofensivas contra los infieles, no escogiera como objetivo Tierra Santa, sino lugares estratégicos para el dominio en el Mediterráneo como Túnez, Argel o la propia Constantinopla37.
Por estos motivos, resultaba más acorde con la política del emperador el tema abordado por los conquistadores españoles en los festejos de la capital novohispana: la pérdida de Rodas en 1522 había supuesto un marcado debilitamiento del poderío cristiano en el Mediterráneo oriental y la oportunidad para Solimán de iniciar la operación militar en Hungría, que había acabado con la derrota y muerte de Luis II en 1526. Con su recuperación, los Estados cristianos habrían logrado dominar de nuevo un importante espacio estratégico.
Rodas, sin embargo, no era solo uno de los más recientes enclaves del Mediterráneo arrebatado por los turcos. Era también una isla y, como tal, evocaba la configuración de la ciudad de México, rodeada por la laguna. En este sentido, los barcos que parecían navegar “a la vela por mitad de la plaza” en aquella representación debieron centrar la atención de actores y espectadores, españoles e indígenas, y evocar en ellos el triunfo todavía reciente sobre Tenochtitlan, de manera muy semejante a como lo hacían ya por entonces los trece bergantines utilizados en dicho asedio, que Cortés había definido como “la llave de toda la guerra”38 y que habían quedado en las atarazanas de la ciudad “ad perpetuam Rei memoriam, puestos por su orden”39. Los imponentes navíos construidos para la puesta en escena de 1539, con “su artillería y trompetería”40, simbolizaron el poder del imperio, también proyectado hacia el contexto novohispano; y quizá, como los bergantines verdaderos, sirvieron asimismo para advertir a la población indígena que cualquier intento de sublevación sería fácilmente sofocado, como había ocurrido en escena con la incursión turca.
En La conquista de Jerusalén, la alusión a la caída de Tenochtitlan es ya explícita, pero adquiere un significado muy diferente, vinculado al papel de la Nueva España, y en concreto de la población tlaxcalteca, en la conformación de ese imperio de la cristiandad que se muestra triunfante en escena41. Dicha alusión tiene lugar hacia el final de la representación, justo antes de que “el ejército de los Nahuales” emprenda el ataque final a Jerusalén, junto a los españoles, a las órdenes de Carlos V. Es en ese momento en el que un personaje celestial anima a estos nuevos cristianos a combatir para recuperar Tierra Santa: “Dios ha oído vuestra oración, y luego vendrá en vuestro favor el abogado y patrón de la Nueva España San Hipólito, en cuyo día los Españoles con vosotros los Tlaxcaltecas ganasteis a México”42.
Transformar a los indígenas en cruzados defensores de la “verdadera fe”43 confirmaba la idea de la rápida y probada conversión de estos al cristianismo (conseguida gracias a la labor franciscana)44. Además, la referencia explícita al ángel de la conquista de México y, en concreto, al fundamental papel asumido en ella por los tlaxcaltecas como aliados de los españoles45 reafirmaba esa condición de vasallos ejemplares de la Corona que les había valido en 1535 la obtención del título de “leal ciudad” y el escudo de armas correspondiente46.
Conscientes de que -como explica el propio Motolinía- esa merced aún no se había hecho “con otro ninguno de indios, sino con éste, que lo merece bien porque ayudaron mucho cuando se ganó toda la tierra, a don Hernando Cortés, por su Majestad”47, los señores y principales que hicieron el papel del ejército indígena lucieron ese escudo de armas, asimismo, en el alarde con el que salieron a escena (“Iba en la vanguardia Tlaxcallan [y] México; éstos iban muy lucidos y fueron muy mirados; llevaban el estandarte de las armas reales”)48. Ahora bien, aunque dicho privilegio les había sido concedido porque “ayudaron [...] a don Hernando Cortés, por su Majestad”, el estandarte que acompañó en ese alarde al de los tlaxcaltecas no fue el del marqués del Valle, sino “el de su Capitán General, que era don Antonio de Mendoza, visorrey de la Nueva España”49. En cuanto al conquistador, que en la puesta en escena de La conquista de Rodas había sido la figura esencial al interpretar en persona al líder de los cristianos, el Gran Maestro de los Caballeros de Rodas50, ahora entraba a formar parte de la trama (ya no como actor, sino como personaje)51 encabezando a los vencidos infieles. En este aspecto se ha centrado especialmente la atención de la crítica en torno a esta obra.
Los festejos en su propio contexto: conflictos de poder en los inicios del virreinato
La mayor parte de los investigadores que han abordado el papel (en apariencia sorprendente) de Cortés como “Gran Soldán de Babilonia, y tlatoani de Jerusalén”52 lo han interpretado como un agravio hacia el conquistador. Autores como Fernando Horcasitas, Othón Arróniz o Helia Gloria Betancourt han visto en ello la intención de los propios indígenas, que habrían mostrado así el rencor del vencido53; otros, como Adam Versényi o Berta Ares, apuntan hacia los franciscanos que organizaron el evento, quienes se habrían permitido tratar así a su antiguo protector y abogado y colocar como jefe de las tropas conquistadoras al virrey porque “su supervivencia política demandaba que se disociaran de Cortés y encontraran un medio de coexistencia con la autoridad secular del momento”54. No faltan, sin embargo, voces que valoran positivamente este papel de adalid de los infieles, siendo quizá la más destacada a este propósito la de Carmen Corona, quien lo interpretó como un velado homenaje al conquistador, ya que los franciscanos, apoyados por los tlaxcaltecas, le asignaron el único papel que estaba “en posición de equivalencia al del emperador cristiano. El símil entre las dos imágenes de poder evidenciaría el secreto deseo de los misioneros de que Cortés fuera la suprema autoridad en la Nueva España”55.
Si bien no es nuestro propósito valorar detenidamente estas propuestas críticas56, sí consideramos necesario apuntar que los argumentos aducidos en favor de una velada crítica a Cortés por parte de los indígenas resultan poco convincentes respecto a los tlaxcaltecas, quienes precisamente por entonces estaban ya forjando esa historia “deformada” de los hechos ocurridos a partir de la llegada de Cortés en 1519, que encubría las batallas iniciales contra los españoles, para insistir, en cambio, en la política de alianza posterior que permitió el triunfo sobre México- Tenochtitlan57; además, los indígenas debieron desarrollar estos festejos bajo la estricta supervisión de los misioneros. En cuanto a los franciscanos, su estrecha relación con el marqués del Valle, ampliamente documentada58, fue destacada por el propio Motolinía, quien dijo de él en su Historia que había “tanto que decir de sus proezas y ánimo invencible, que de sólo ello se podría hacer un gran libro”59.
Así pues, quizá sea más apropiado volver a la línea interpretativa abierta por Carmen Corona y, sin llegar a afirmar que los misioneros pudieron albergar deseos de la vuelta de Cortés al poder, sí considerar que su papel en la obra como Soldán moro pudo haberse propuesto a manera de homenaje, sobre todo si admitimos que, en las representaciones de “moros y cristianos” peninsulares, encabezar a los infieles era un honor reservado a caballeros importantes y que hay testimonio del paso de dicha costumbre a Nueva España60. Desde esta perspectiva, que incide en la equiparación en escena entre el conquistador y su rey, podrían entenderse de manera favorable las palabras con las que Cortés/Soldán admite su derrota en la obra:
como Dios del cielo me haya alumbrado, conozco que tú solo eres capitán de sus ejércitos: yo conozco que todo el mundo debe obedecer a Dios, y a ti que eres su capitán en la tierra. Por tanto en tus manos ponemos nuestras vidas, y te rogamos que te quieras llegar cerca de esta ciudad, para que nos des tu real palabra y nos concedas las vidas, recibiéndonos con tu continua clemencia por tus naturales vasallos. Tu siervo. -El Gran Soldán de Babilonia, y Tlatoani de Jerusalén.61
Esas palabras, que sin duda sirvieron al mensaje edificante que los frailes pretendieron trasmitir (reforzando la idea de superioridad del Dios cristiano), podrían haber remitido asimismo a la obediencia a la Corona demostrada reiteradamente por el conquistador, rubricada con esa firma, “Tu siervo”, que lo situaba finalmente como vasallo ejemplar de Carlos V.
Cabría admitir, entonces, que la intención de los frailes no habría sido desprestigiarlo, sino otorgarle un lugar significativo en una trama que mostraba en escena a las más importantes figuras del contexto novohispano. Sin embargo (o precisamente por este motivo), tampoco debemos pasar por alto un aspecto que surge en diversas aportaciones críticas sobre la cuestión: la posibilidad de entender el personaje de Cortés, y en general el desarrollo de esta obra, “a la luz del conflicto político latente durante esos años en la Nueva España, en el cual se dirimía la instauración efectiva de la jurisdicción real sobre aquellos territorios y sus gentes frente a las tendencias de tipo señorial de Cortés y, en general, de los conquistadores”62. Este conflicto tenía entonces como cabeza visible del poder real a Antonio de Mendoza, personaje destacado -como hemos visto- de la representación tlaxcalteca y figura clave en los festejos de la capital novohispana (aunque no interviniera en la puesta en escena de La conquista de Rodas).
Con el fin de observar cómo “estas fiestas y batallas teatrales también son ocasión y reflejo de festejos y combates personales” entre Cortés y Mendoza63, podríamos volver a la imagen más destacada por los cronistas respecto a La conquista de Rodas: la de los “cuatro navíos con sus masteles y trinquetes y mesanas y velas” que, a las órdenes del Maestro, Cortés, parecían navegar “por mitad de la plaza”, porque si bien hemos comentado que dicha imagen debió evocar al público asistente la propia toma de Tenochtitlan, también pudo asociarse a hechos más recientes, en concreto referidos a la actividad que ocupaba de manera obsesiva por entonces al marqués del Valle: sus expediciones por el mar del Sur.
En julio de 1530, Cortés había presentado al cabildo de Veracruz sus provisiones como capitán general de Nueva España y provincia del mar del Sur. Era este el único cargo político obtenido en su reciente viaje a España64, y el conquistador, que había mostrado su interés por explorar el Pacífico al menos desde 152265, estaba dispuesto a sacar el máximo partido a los derechos que le otorgaba la capitulación real para “descubrir, conquistar y poblar cualesquier isla, tierras y provincias que hay en el Mar del Sur de la Nueva España”66. En 1532 partió la primera de las cuatro armadas que organizaría alrededor de las costas de California67 y, en noviembre de 1535, cuando el virrey Mendoza hizo su entrada en la ciudad de México, él mismo se encontraba dirigiendo en persona la tercera de dichas exploraciones. A pesar de que, como las anteriores, la expedición fue un rotundo fracaso (y provocó nuevos pleitos con Nuño de Guzmán, gobernador entonces de Nueva Galicia)68, en 1538 se encontraba ya planeando un nuevo viaje, esta vez capitaneado por Francisco de Ulloa, que se iniciaría en julio de 1539.
El hecho de que en marzo de ese mismo año Cortés fuera mostrado en La conquista de Rodas dominando un amplio mar, con esas enormes naves bajo su mando, no debió pasar desapercibido al virrey. Aunque a inicios de 1538 parecía querer cooperar con el conquistador en sus descubrimientos69, por las fechas que nos ocupan Mendoza estaba también dispuesto a emprender exploraciones propias e incluso a limitar los poderes de Cortés en el Pacífico, haciendo uso de la cédula real que le había sido concedida a este propósito tras su nombramiento70. Precisamente en marzo de 1539, el virrey envió a fray Marcos de Niza (en este caso por tierra) a Cíbola (en el actual estado de Nuevo México) en busca de las míticas siete ciudades, lo que provocaría meses después un duro enfrentamiento con Cortés por los derechos de exploración de ambos71, pero las más ambiciosas de esas expediciones fueron las emprendidas en el Pacífico, iniciadas en 1540, cuando ya había logrado apartar definitivamente a Cortés de la carrera marítima. En este sentido, como explica Alberto Santacruz, la “progresiva monopolización que impulsará el virrey del Pacífico tendrá un punto de inflexión en agosto de 1539 -un mes después de comenzado el viaje de Ulloa-, cuando Mendoza ordena que se hagan registros de todos los navíos que salgan de los puertos del mar del Sur”72.
La confiscación de uno de los barcos de Ulloa y la paralización del astillero que Cortés tenía en Tehuantepec por orden del virrey supusieron una hostilidad definitivamente manifiesta, pero no fueron la única causa de una rivalidad que hubiera surgido de cualquier modo entre dos figuras tan destacadas de la sociedad novohispana y que, de hecho, había dado ya diversas muestras desde la llegada misma del virrey, primero por algunas cuestiones protocolarias73 y, más tarde, por temas de mayor calado, como el cálculo de los vasallos que correspondían al marquesado74. A esta rivalidad alude Bernal Díaz al referirse en concreto a la celebración de la tregua entre los reyes europeos, ya que -como ha apuntado Arbolay-, “establece un paralelo con la tregua local entre el líder de la conquista y el virrey de la Nueva España”75:
vino nueva a México que el cristianísimo emperador nuestro señor, de gloriosa memoria, fue a Francia y el rey de Francia, don Francisco, le hizo gran rescibimiento en un puerto que se dice Aguas Muertas, donde se hicieron las paces y se abrazaron los reyes con grande amor [...]. En esta sazón habían hecho amistades el marqués del Valle y el virrey don Antonio de Mendoza, que estaban algo amordazados sobre el contar de los vasallos del marquesado y sobre que el virrey favoreció mucho a Nuño de Guzmán para que no pagase la cantidad de pesos oro que debía a Cortés desde el tiempo que fue el Nuño de Guzmán presidente en México. Y acordaron de hacer grandes fiestas y regocijos.76
Los banquetes que ofrecieron tanto Cortés como Mendoza en esos festejos (descritos con detalle por el propio Bernal)77, donde los dos anfitriones intentaron destacar en lujo y abundancia, debieron simbolizar de algún modo esa pugna entre ambos que acabó dando la primacía al virrey y, por tanto, reafirmando su autoridad como cabeza visible de la Nueva España78.
En cuanto a la representación tlaxcalteca, la ya citada participación del personaje del virrey Mendoza encabezando las tropas novohispanas y al servicio del monarca, enfrentado al Soldán/Cortés, quizá pudo haberse interpretado asimismo como un signo del cambio de los tiempos: definitivamente, el poder virreinal se había impuesto al de los viejos conquistadores; y ello había sido posible gracias la política de Carlos V, quien había ido restringiendo los cargos y privilegios otorgados a dichos conquistadores en favor de las estructuras propias del imperio.
A modo de conclusión
A lo largo de estas páginas hemos observado cómo la Tregua de Niza entre Carlos V y Francisco I fue celebrada en la Nueva España con festejos que trasladaron al conjunto de la población un mensaje de lealtad a su rey, al tiempo que ensalzaban a la élite dominante. Tanto la puesta en escena de La conquista de Rodas en la capital novohispana, a cargo de los caballeros españoles (con Hernán Cortés a la cabeza), como la de La conquista de Jerusalén, llevada a cabo en Tlaxcala por parte de la nobleza indígena (bajo la atenta tutela de los misioneros franciscanos), recrearon temas propios de la tradición de “moros y cristianos”, vinculados al espíritu de cruzada propio de estos, con el fin de mostrar el poder del Imperio español en el Mediterráneo. Cada una, a su modo, proyectó también sus argumentos hacia el contexto novohispano surgido a partir de esa otra gloriosa cruzada que había sido la conquista de Tenochtitlan, generadora de los privilegios de los que gozaban tanto los caballeros conquistadores como sus aliados indígenas.
Ahora bien, el papel asumido por algunos personajes reales en estas representaciones, y de forma especial el de Soldán moro atribuido a Cortés en la obra tlaxcalteca, sugiere también la posibilidad de aproximarnos a estos festejos como reflejo de conflictos internos en el seno de la élite novohispana, y en concreto de los que enfrentaron al conquistador con Antonio de Mendoza. El triunfo en esta pugna le correspondería claramente al virrey. Por ello, la imagen de Hernán Cortés que se mostró en la puesta en escena de La conquista de Jerusalén, enfrentado a todo un imperio con el propio monarca a la cabeza (asistido a su vez por Mendoza), fue de algún modo premonitoria de lo que acabaría sucediéndole al marqués del Valle en los años siguientes79.
Una última reflexión. En la representación tlaxcalteca, el personaje de Cortés/Soldán moro se humillaba ante Carlos V admitiendo su derrota (“yo conozco que todo el mundo debe obedecer a Dios, y a ti que eres su capitán en la tierra”). Sus palabras, sin embargo, no cancelaban las cualidades heroicas de quien se había mostrado como digno contrincante del mismísimo Carlos V, había vencido al ejército de Mendoza y se convertía ahora de nuevo en perfecto vasallo, en “siervo” de la Corona española. Quizá ficción y realidad se confundían de nuevo para dar cuenta de la complejidad de ese entramado social y político que había dado origen al primer virreinato americano.