Introducción
A comienzos del siglo XIX, los territorios españoles experimentaron cambios diametrales en su conformación política. Años de conflicto en la península ibérica detonaron rebeliones en diferentes colonias de la América española, lo que dio como resultado las modernas naciones independientes. En México, el movimiento de independencia comenzó oficialmente en 1810 y concluyó once años después, en 1821, cuando inició un largo proceso de consolidación del sistema republicano.
Al declararse autónomo de España, México adoptó elementos de la Constitución de Cádiz en sus subsecuentes cartas magnas y otras leyes para consolidar un Estado nación fundado en el liberalismo, la representación, la soberanía popular y el concepto de ciudadanía, el cual tuvo como objetivo reconocer en igualdad social y legal a aquellos que el Antiguo Régimen tenía en un concepto de excepción, como los indígenas. El naciente marco legal mexicano facultó a los individuos con derechos para protegerse a sí mismos y obligaciones fiscales para apoyar al Estado desde una perspectiva individual. Así, la creación de la nueva nación requería la incorporación de individuos al sistema político, lo cual significó el inicio de un proceso de homogeneización cultural y la desarticulación de derechos colectivos, entre ellos, el de la tenencia de la propiedad. Desde la época colonial, las comunidades indígenas organizaban sus propiedades, tributos, cajas de comunidad y servicios con base en la colectividad. A comienzos del siglo XIX, la nueva clase política mexicana percibió esta forma de administrar bienes, tierras y beneficios sociales como anacrónica.
Políticos e intelectuales decimonónicos definieron a las poblaciones autóctonas como un obstáculo para consolidar a México como una nación encaminada al progreso y la modernidad. Personajes como Manuel Abad y Queipo, José María Luis Mora, Carlos María de Bustamante, José Joaquín Fernández de Lizardi, entre otros, escribieron vastos documentos en los que explicaron lo que ellos veían como las pocas virtudes e innumerables vicios de las sociedades indígenas mexicanas, los cuales asociaron a su naturaleza social colectiva. Al mismo tiempo, avizoraban el peligro que corría la futura nación si no se incluía a estos grupos de manera efectiva y se “erradicaba su ignorancia”.
Varias son las fuentes primarias y los estudios secundarios que han explorado la posición que la élite intelectual y política decimonónica tuvo acerca de los sujetos y las comunidades indígenas. Sin embargo, poco conocemos sobre lo que los miembros de estas poblaciones opinaron y experimentaron ante esta transición política y social. La historiografía tradicional ha privilegiado el estudio de estas sociedades durante las primeras décadas del siglo XIX, considerando a sus representantes como miembros anónimos que apoyaron y participaron en los movimientos independentistas, pero siempre como parte de un colectivo en masa, en rebeliones, como miembros de milicias o sujetos de una leva forzada.
El presente ensayo revisa la posición de algunos pensadores nahuas de la Ciudad de México con respecto a los eventos que sucedieron en la Península, su entusiasmo por la Constitución de 1812 y su desilusión con el Gobierno independiente mexicano en su intento por absorber a sus comunidades dentro de las normas jurídicas y cívicas que ponderaban al individuo. Si bien el tema es complejo y los escritos indígenas varían en cuanto a contenido, realidades y regiones, el presente análisis utilizará breves obras, dos panfletos y cartas escritos por dos letrados indígenas, Juan de Dios Rodríguez Puebla y Pedro Patiño Ixtolinque, y un autor anónimo, todos ellos provenientes y residentes de la Ciudad de México. Las obras escritas por Rodríguez Puebla, publicadas en 1820, exploran ideas como el contrato social, la soberanía popular, la justicia y la equidad, y el derecho a la propiedad. Los trabajos de estos tres autores confirman su adhesión a las ideas liberales expresadas en la Constitución de 1812, en particular, aquellas que garantizaban el derecho a la propiedad. Por otro lado, los documentos de Patiño Ixtolinque y el autor anónimo de 1827, aunque breves, presentan un ejemplo de cómo, en la práctica, una ley basada en estos principios produjo, desde la perspectiva de estos autores, efectos negativos para las parcialidades indígenas de la Ciudad de México.
Intelectuales nahuas en la Ciudad de México y la Constitución española de 1812
En las primeras décadas del siglo XIX, algunas de las escuelas diseñadas durante la época colonial para proveer educación a la población indígena continuaban activas en la Ciudad de México y el centro del país. La vida escolar e intelectual en la capital del país ofrecía, aunque limitadas, ciertas oportunidades a indígenas pertenecientes a los estratos más privilegiados. El más prolífico de estos colegios fue el jesuita de San Gregorio, en la capital, el cual continuó con sus actividades hasta la segunda mitad del siglo XIX. Los estudiantes que ingresaban a esta institución eran de procedencia indígena y buscaban adquirir conocimientos elementales de jurisprudencia, además de consolidar una carrera como representantes legales en sus comunidades de origen. Después de obtener su educación en alguna de estas instituciones educativas, algunos decidían regresar a sus comunidades para ocupar posiciones en el clero o instituciones civiles locales, mientras que otros, en menor número, buscaron continuar con sus estudios de nivel superior en el Colegio de San Ildefonso, en la Real y Pontificia Universidad de México o en el Real e Ilustre Colegio de Abogados.
Poca es la evidencia documental para saber cuántos egresados del colegio obtuvieron sus grados en Derecho expedidos por el Real e Ilustre Colegio de Abogados, dado que los trámites de ingreso y egreso eran sumamente complicados, además de costosos2. De igual manera, los documentos de la Real y Pontificia Universidad aportan poco acerca de la identidad étnica de los egresados, lo que hace difícil identificar y saber cuántos estudiantes indígenas obtuvieron títulos universitarios a comienzos del siglo XIX3. Sin embargo, las fuentes sí revelan que algunos egresados de San Gregorio se integraron al campo de las leyes, la esfera política de la época, al ámbito de las artes, la lucha armada o la vida institucional del México independiente.
Varios de estos graduados produjeron diversos documentos que dan testimonio de sus actividades, como es el caso de Faustino Galicia Chimalpopoca, formado en San Gregorio, quien se incorporó a la esfera política del México independiente, apoyó la causa de Maximiliano de Habsburgo durante la intervención francesa en la segunda mitad del siglo XIX, se dedicó a copiar manuscritos indígenas, al estudio de su idioma materno, el náhuatl, y a fungir como representante legal de comunidades ante los cambios de tenencia de propiedad que se suscitaron a comienzos del siglo XIX. Otro de ellos fue Juan de Dios Rodríguez Puebla, hijo de aguadores indígenas de la capital mexicana quien, junto con su hermano, recibió educación en el colegio; después de graduado se desempeñó como diputado, y fue también miembro del Congreso, eventual rector de su alma máter y representante legal de comunidades.
Otra de las instituciones que tuvieron como misión aceptar entre sus pupilos a jóvenes indígenas fue la Real Academia de San Carlos de las Nobles Artes de la Nueva España. Uno de sus estudiantes, Pedro Patiño Ixtolinque, obtuvo su título de escultor de oficio, y durante la época de la guerra de Independencia se unió a la guerrilla liderada por Vicente Guerrero, para después incorporarse a la vida política de la capital.
La Ciudad de México fue un importante centro intelectual, en el que estos indígenas recibieron una educación comprensiva que les permitió tener un amplio conocimiento acerca de posiciones filosóficas y políticas en boga. Además, se mantenían informados sobre eventos internacionales y relacionados con la Península. Por ello, al momento de la invasión napoleónica a España en 1808, varios de ellos tuvieron razones para expresar su indignación y repudio a la ocupación extranjera, y celebrar la formación de las Cortes de Cádiz y sus resoluciones.
En 1810, las Cortes reconocieron la igualdad legal y de representación de los americanos como ciudadanos españoles, exceptuando a aquellos de ascendencia africana4. En estos debates, los americanos exigieron también su independencia económica, el control de las industrias domésticas y entablar el libre intercambio comercial con las Filipinas españolas5. Estas demandas fueron reconocidas por las Cortes y se incorporaron a la Constitución de 1812, lo que representó un hito en la administración y el gobierno coloniales españoles. Incluyente en sus principios, varios conceptos reconocidos en la carta gaditana sirvieron como base sólida para la creación de un marco legal para los futuros Gobiernos independientes mexicanos. Baste mencionar que los Sentimientos de la nación de José María Morelos y Pavón, de 1813, la Constitución de Apatzingán de 1814, el Plan de Iguala de 1821 y la Constitución mexicana de 1824 tomaron como base los conceptos de igualdad y de ciudadanía de la carta gaditana e incluso los extendieron a los habitantes de las Américas sin exclusión alguna6.
La promulgación de la Constitución de 1812 tuvo un recibimiento entusiasta en algunos círculos españoles, al igual que en las Américas. En México, algunos miembros de la clase indígena, específicamente los autores nahuas de la capital que este trabajo explora, fueron optimistas, pues vislumbraban en esta carta magna una oportunidad para obtener equidad jurídica y cívica, además del reconocimiento como habitantes originarios del país y legítimos dueños del territorio.
Entusiasmo por el nuevo orden: el Indio Constitucional
Rodríguez Puebla estudió latín en el Colegio de San Gregorio; después, en 1817, continuó con teología y filosofía en el Colegio de San Ildefonso, para finalmente graduarse en jurisprudencia en 18247. En 1820, cuando aún era un estudiante de veintidós años en San Gregorio, escribió dos panfletos políticos usando el seudónimo de Indio Constitucional, aludiendo a la Constitución española de 1812. En ellos, el autor expresó su entusiasmo por la carta magna y su reconocimiento a los derechos ciudadanos de los nativos americanos. Para Rodríguez Puebla, la Constitución representaba una oportunidad para sanar los estragos que la colonización había causado en la población indígena de México.
Cuando publicó el primero de sus panfletos, sin título específico, la Nueva España llevaba cerca de una década de luchas intestinas que comenzaron después de la revuelta liderada por el cura Miguel Hidalgo y Costilla en 1810. En España, el Trienio Liberal (1820-1823) se había instaurado después del sexenio absolutista de Fernando VII, quien, al regresar al trono español después de su exilio forzado en Francia, decidió ignorar las Cortes y la Constitución.
Para cuando este panfleto salió a la luz, no era inminente que la Nueva España reclamara su independencia de la madre patria. Por el contrario, numerosos intelectuales y políticos consideraban viable el mantenerse vinculados a España y restablecer un gobierno colaborativo en ambos lados del Atlántico. Así, el panfleto publicado por Rodríguez Puebla celebra la instauración del gobierno liberal, el reconocimiento de la Constitución gaditana y, por lo tanto, la igualdad jurídica y cívica de los ciudadanos españoles extendida a los indígenas americanos.
En su primer opúsculo, el Indio Constitucional expuso una serie de ideas políticas y filosóficas prevalentes del mundo ilustrado. Inició su narrativa describiendo la situación lamentable e inestable en la que se encontraba España después de que Fernando VII se negara a reconocer las Cortes y la Constitución de 1812, para posteriormente celebrar que el monarca desistiera de sus aspiraciones absolutistas: “Alegraos, Indios de la América Septentrional, llenaos de regocijo al ver concluidas las espantosas revoluciones de la península, restablecido el augusto Congreso nacional, y jurado por segunda vez el Código de nuestra legislación”8.
De acuerdo con Rodríguez Puebla, que el monarca español reconociera la carta gaditana facilitaba el establecimiento de lineamientos políticos que incorporaran a los habitantes originarios dentro de un marco legal y cívico en igualdad con sus contrapartes no indígenas. Más aún, su esperanza residía en que este nuevo régimen, al reconocer su calidad de ciudadanos españoles en igualdad de derechos, pudiera promover la reorganización y regulación de las propiedades colectivas indígenas, así como el uso de sus fondos económicos.
En 1820, cuando este primer opúsculo vio la luz, Rodríguez Puebla se presenta versado y conocedor de corrientes intelectuales propias de la Ilustración europea. Así, desde una posición deísta, el Indio Constitucional se refiere a Dios como “el árbitro del universo”, como apertura de un análisis histórico acerca del desarrollo de los indígenas americanos dentro del sistema colonial:
El Arbitrio del universo colocó nuestra patria bajo las influencias de un benigno cielo, para que os produjera abundantes frutos y preciosos metales, pero de nada nos sirven esas riquezas: la tiranía las arrancó de vuestras manos, os dejó sepultados en la indigencia, agobiados por el peso de las contribuciones, con las manos atadas para que no cultivéis los cuanto podía la industria.9
Desafiante de las teorías raciales y de superioridad étnica que en ese entonces se popularizaban en el mundo occidental, el Indio Constitucional apeló al deísmo y al concepto de libre albedrío para demostrar que las lamentables condiciones sociales y económicas en las cuales se encontraban los indígenas americanos no eran resultado de su “inferior naturaleza”, “incapacidad intelectual” o “deficiencia racial”, sino de un complejo entramado institucional colonialista enfocado en la extracción y explotación de los nativos de las Américas.
Aunque breve, este fragmento también denuncia el mal gobierno del Antiguo Régimen y los efectos que las reformas borbónicas tuvieron en las arcas de las comunidades, cuyos fondos fueron utilizados para solventar las campañas militares de la Corona contra Francia e Inglaterra, a mediados del siglo XVIII. El Indio Constitucional se remitió a la visita de José de Gálvez a la Nueva España en 1765, la cual creó la Real Ordenanza de Intendentes de 177610 con el propósito de tener un control estricto de las tierras y su producción, especialmente de aquellas pertenecientes a las comunidades indígenas, sus fondos económicos y cajas de comunidad.
Como parte de esta política administrativa, Gálvez estableció la Contaduría General de Propios y Arbitrios, la cual tuvo injerencia en la creación de reglamentos que afectaban a los bienes indígenas. El reglamento de la Contaduría requería información específica acerca de lo recaudado por las comunidades, con el propósito de “eliminar gastos excesivos”11. Con estas reformas, las autoridades coloniales tenían la jurisdicción de controlar los gastos y los ingresos de estos fondos comunitarios12. Adicionalmente, las comunidades debían cubrir el 2 % de los “gastos de los auxiliares de intendentes, tesoreros principales, y subalternos recientemente nombrados por las autoridades coloniales”13. Sin duda, estos lineamientos incrementaron los gastos de las comunidades indígenas, que se vieron obligadas a sostener económicamente un sistema tributario que poco las beneficiaba.
El 17 de agosto de 1780, el rey Carlos III expidió una real cédula en la que solicitaba a los vasallos americanos su contribución para solventar los gastos que generaba el conflicto con Inglaterra14. Así, la Corona recaudó de las comunidades indígenas una considerable suma de sus fondos a manera de “donativo”, lo cual creó un déficit económico en las arcas que servían para cubrir algunos servicios básicos de estas comunidades, como lo eran la educación, la asistencia a la población en tiempos de catástrofes naturales o hambruna, y el funcionamiento de hospitales e incluso de teatros. Por ende, la Corona consideró a estas comunidades como empresas comunales y a los sujetos indígenas como contribuyentes, lo que resultó en la reducción de su capacidad semiautónoma y los dejó a merced de catástrofes naturales o eventualidades que debían cubrirse con estos fondos económicos15. Esta falta de recursos también mermó actividades remuneradas y sumió a estos grupos a un estado de “indigencia”, privándolos de generar su propio sustento.
En esta primera publicación, Rodríguez Puebla presenta una evaluación histórica del desarrollo indígena en la Nueva España, desde el esplendor precolombino hasta el despojo de sus tierras y la paupérrima situación generalizada de sus habitantes como resultado del sistema colonial: “Juzgad, indios desventurados, juzgad por nuestros antepasados, por sus monumentos que os quedan, y decidme si en las artes, o en las ciencias habéis adelantado más que ellos”16. Para el autor, las condiciones de los indígenas bajo el yugo español eran indignantes, con un limitado acceso a la educación, trabajando de manera casi autómata para sobrevivir, en tanto que los frutos de esa labor terminaban en manos de un hacendado. Este era el resultado no de una naturaleza inferior de los nativos, sino de un proceso de abuso y explotación sistemáticos que habían reducido su capacidad de razonar, “la potencia más noble de todas las que os dio el Autor de la naturaleza”17. El Indio Constitucional identificó su indigeneidad, asumiéndose como directo descendiente de las sociedades precolombinas y elaborando un discurso identitario independiente del de las élites criollas decimonónicas18.
Asimismo, argumentó que la única forma de salir de esa oscuridad en la que el sistema colonial mantenía a los “indios” era a través de la educación, no solo para instruirse, sino para conocer el sistema político al cual pertenecían y actuar apropiadamente. El hecho de que la Constitución española hubiera reconocido como ciudadanos españoles a los nativos americanos era un avance en el sistema de gobierno representativo que terminaba de tajo con uno sustentado en la exclusión. Para Rodríguez Puebla, la carta gaditana representaba el fin del fanatismo, no religioso, sino el de la ceguera cívica que impedía que los indígenas entraran a la esfera política en plena igualdad. Como apuntó Laura Ibarra García, los principios incluidos en la Carta Magna española estaban inspirados en conceptos jurídicos del derecho natural, el constitucionalismo liberal y la religión:
Según la visión católica, los miembros de la comunidad cristiana gozan por el hecho de estar bautizados de un estatus de igualdad, ante Dios son hermanos y sus lazos deben regularse por el amor fraternal. El Estado debe proteger a la Iglesia, pero también reconocer los derechos de los que gozan sus miembros.19
Esta igualdad ante la ley divina debía extenderse al ámbito social y jurídico, por lo cual los preceptos de la doctrina cristiana sirvieron como sólidos fundamentos que no se reñían con los políticos, filosóficos o aquellos del derecho natural. De este modo, Rodríguez consideró que esta Constitución, al proveer a los indígenas americanos de igualdad en el plano cívico, reconocía su agencia, y por ende les devolvía el control sobre sus propiedades y su producción afectadas por las reformas borbónicas.
Los Gobiernos independientes mexicanos de las primeras décadas del siglo XIX, honrando los principios de la carta gaditana, adoptaron preceptos políticos y jurídicos con los cuales se sostenía la nueva ciudadanía: igualdad y propiedad. Después de 1820, la clase política mexicana intentó crear un nuevo Estado nación inclusivo donde los ciudadanos, aquellos con identidad católica, un modo honesto de vivir y miembros respetables de la sociedad, pudieran integrarse, participar en el nuevo sistema político y tener derecho al sistema de justicia. Sin embargo, en la práctica, estos conceptos resultaron problemáticos debido a la pluralidad étnica de la población mexicana, y a la distribución y la tenencia de la propiedad heredada del sistema colonial español. Las comunidades indígenas fueron las entidades que resultaron afectadas por el hecho de que la persona jurídica del “indio” hubiera quedado suprimida20.
Con base en estos lineamientos, el concepto de propiedad del siglo XIX, basado en el iusnaturalismo proveniente de las corrientes francesas del siglo XVIII, se consideró natural, sagrado e inviolable21. Así, los escritos de Rodríguez Puebla y otros intelectuales nahuas de la Ciudad de México anteriores a la época independiente definieron la propiedad como una condición esencial de los individuos para ejercer sus derechos políticos en igualdad jurídica.
Las teorías liberales de las cuales era conocedor Rodríguez Puebla, y seguramente otros egresados del Colegio de San Gregorio22, consideraban la individualidad como el pináculo de las libertades políticas, pero en un contexto colectivo. Así, los hombres, a pesar de su esencia individual, conservaban su naturaleza gregaria, elemental para construir sociedades. Esta individualidad podía ser ejercida y defendida únicamente por medio de la obtención y tenencia de propiedad, la cual prevenía el absolutismo y garantizaba a los individuos la libertad económica para participar en igualdad ante la ley y en la toma de decisiones de la comunidad. En otras palabras, la propiedad aseguraba no solo la independencia económica del individuo, sino que reflejaba sus virtudes cívicas, las cuales le permitían integrarse a la sociedad como miembro responsable de un colectivo.
Esta construcción política encontró eco en los panfletos de Rodríguez Puebla, quien se aproximó a la tenencia de la propiedad desde una perspectiva comunal. Para Rodríguez Puebla, el marco constitucional español reflejaba el perfeccionamiento del sistema político que garantizaba igualdad de oportunidades a sus miembros y, para los “indios”, la oportunidad de recuperar sus derechos: “ha venido el tiempo de la justicia […] se han caído las cadenas que os oprimían, y habéis pasado a ser libres ciudadanos. La Constitución de la Monarquía Española […] os a restablecido en la posesión de vuestros derechos”23.
En un segundo panfleto, publicado en la Ciudad de México el 30 de julio de 1820, Rodríguez Puebla, usando su anterior pseudónimo, analizó la importancia de defender la Constitución y el Gobierno liberal español, reconociendo como protectores de la religión, el rey y la razón, y héroes defensores de la legalidad, de la carta magna y del buen gobierno representativo, a Rafael de Riego, Felipe Arco Agüero, Facundo Quiroga, el general Luis Roberto de Lacy y Juan Díaz Porlier24. Similar al discurso criollo que se fraguaba a la par de estas transformaciones políticas, Rodríguez Puebla visualizó una continuidad histórica entre estos próceres españoles y la responsabilidad de los indígenas americanos de defender la Constitución y formar parte de esta lucha. Sin duda, este segundo panfleto presenta un entusiasmo constitucionalista y el deseo de practicar una ciudadanía participativa con base en la igualdad de derechos.
Este segundo panfleto es el último publicado por Rodríguez Puebla, ya que en 1826 ocupó la posición de ministro de la segunda sala del Supremo Tribunal de Justicia de Durango y poco tiempo después fue senador por el estado de México25. Ya en sus cargos oficiales, siguió escribiendo, especialmente cuando estuvo a cargo del rectorado de su alma máter, San Gregorio, en 1829, y en esos escritos se puede notar que su posición política varió muy poco en comparación con los documentos más tempranos.
Un representante legal de los indígenas y su desilusión ante el nuevo Gobierno en Ciudad de México: la destrucción de las parcialidades indígenas
El primer Gobierno representativo e independiente mexicano no resultó ser lo que algunos grupos insurgentes esperaban. La primera Junta Provisional Gubernativa quedó conformada por miembros de la élite colonial española a la cual se trataba de remover del poder.
Agustín de Iturbide justificó su gobierno con base en el Plan de Iguala de 1821 y el Congreso Constituyente de 1822, para dar continuidad al proyecto de igualdad y ciudadanía estipulado en la carta española de 1812. Sin embargo, la teoría y la práctica se contrapusieron una vez más en el caso mexicano. Ante una economía afectada por los conflictos armados, la clase política decimonónica concluyó que existían dos vías por las cuales la nación podría reponerse económicamente y consolidarse como independiente: la minería y la agricultura26. Desde esta perspectiva, un obstáculo para implementar una política de tenencia de la tierra individual era la propiedad colectiva en manos de corporaciones, como las indígenas, consideradas símbolo del atraso que debía ser destruido.
Ya desde el siglo XVII, Alexander von Humboldt, en su Ensayo político de la Nueva España (1808), calificó a la “raza indígena” como “indolente, mediocre y miserable”. Los mismos pensadores, intelectuales y políticos mexicanos no ofrecieron una descripción más optimista; por el contrario, los argumentos abundaron para detallar no solo el atraso económico, intelectual y moral de estas comunidades, sino también las posibles soluciones para terminar con sus vicios morales y su incapacidad de adaptarse a la nueva sociedad mexicana.
La explicación histórica de Rodríguez Puebla sobre la marginación que los indígenas habían sufrido como resultado de la conquista-colonización contrastaba con argumentos expuestos por algunos intelectuales de la época, quienes opinaban lo contrario. Por ejemplo, José María Luis Mora consideraba que el “atraso” de los pueblos indígenas se debía, en efecto, en parte a la carencia de tenencia de tierra, no porque estos hubieran sido despojados de sus propiedades, sino porque “les faltaba poder y voluntad […] [pues] estaban acostumbrados a recibirlo todo de los que gobernaban”27. Incluso en 1833, años después de que apareciera el opúsculo del Indio Constitucional, Mora criticó la posición de Rodríguez Puebla, cuando este fungió como director, de desaprobar las reformas que despojarían al colegio de la administración indígena28.
Conforme la instauración del sistema independiente se cimentaba, varias fueron las regulaciones aprobadas que atentaban contra las comunidades indígenas. En el caso particular de la Ciudad de México, las leyes del Congreso se centraron en reformar la propiedad de la tierra de las llamadas parcialidades. Estas propiedades de dominio indígena se caracterizaban por ser colectivas y tener una forma de administración instaurada por los españoles en el siglo XVI para controlar el territorio, a sus habitantes y el tributo. Durante la época colonial, las parcialidades administraron la recaudación de artículos manufacturados, agrícolas, animales, labor y bienes colectivos, como las cajas de comunidad.
El 22 de febrero de 1822, la Junta General Gubernativa del Primer Imperio prohibió que los indígenas siguieran pagando tributo para sostener tanto al Hospital de Naturales como al Juzgado General de Indios, pues al abolirse las castas la función de estas entidades perdía razón de existir29. El 27 de noviembre de 1824 el Congreso General Constituyente mexicano aprobó el decreto “Sobre los bienes de las llamadas parcialidades de San Juan y Santiago”. Para ese año, la condición de estas entidades era por demás caótica, pues las nuevas legislaciones no habían logrado aprobar una ley específica al respecto, más allá de sugerir que se llevara a cabo un reparto agrario y que las propiedades, sin especificar cuáles, “se entregaran a los pueblos que las componían, como propiedad que les pertenece”30, para lo cual el Gobierno nombraría una junta de siete individuos encargados de aprobar un reglamento y dar solución a la repartición de estos territorios. Como bien señaló Andrés Lira, el nuevo Gobierno independiente no expidió leyes que solucionaran los problemas de las “instituciones extinguidas”, sino que delegó esta responsabilidad en los ayuntamientos y en otras instancias del Gobierno local.
Así, en noviembre de 1824, el recién creado Distrito Federal, con sus nuevas autoridades, distribución territorial y tributaria, tuvo el reto de llevar a cabo este repartimiento. Debido a la ambigüedad legal con la que se escribió la Ley de 1824, este procedimiento llevó años de negociación con las comunidades31 y los repartos comenzaron en 1827, lo cual desencadenó protestas. Ante tales conflictos, las comunidades decidieron nombrar a un apoderado legal para, en colectivo, expresar sus demandas ante las autoridades correspondientes. En noviembre de 1827 Pedro Patiño Ixtolinque, quien para ese entonces contaba con experiencia administrativa, pues había formado parte del cabildo de la ciudad, aparece en los documentos como el apoderado legal de “las extintas parcialidades”. Dicha petición comienza:
Hemos sabido con bastante sentimiento nuestro que los bienes que pertenecen a los pueblos que antes se llamaron de las parcialidades de San Juan y Santiago se van a repartir en determinadas personas, poseyendo lo restante a disposición del muy Ilustrísimo Ayuntamiento de esta capital.32
Patiño Ixtolinque escribió esta petición a las cámaras de gobierno para solicitar que se suspendiera la Ley del 26 de noviembre de 1824. Después de tres años, estas tierras comunales, denunciaba Ixtolinque, habían terminado en manos de particulares no pertenecientes a las comunidades indígenas, lo que dejaba un beneficio nulo a los propietarios originarios:
El repartimiento en suertes a los particulares va a producir que no se atiendan los objetos de utilidad común a los pueblos, como son fiestas religiosas, dotación de escuelas, y amigas de primeras letras, socorros en las epidemias, y escaseces de alimentos y otros igualmente sagrados.33
Dichos propietarios expresaban su descontento con el nuevo sistema de administración y la forma en que paulatinamente despojaba de sus tierras a las comunidades indígenas, sumiéndolas en una profunda pobreza.
Interesante es señalar que Patiño Ixtolinque, cuando ocupó una posición en el cabildo del ayuntamiento, fue de los precursores de esta ley de repartimiento de las propiedades de las parcialidades: “He creído necesario hacer esta advertencia para que no se entienda que me opongo al cumplimiento de una ley en que he tenido mucha parte, sino a la inteligencia que se ha querido dar”34. Sin embargo, como también menciona en este documento, su objetivo era proveer a los indígenas de las parcialidades con propiedad individual para que así desarrollaran cierta independencia económica. Sin embargo, la queja expresada en este documento también incluye lo que Ixtolinque interpretó como “contrario al espíritu de la ley”, refiriéndose a que esta distribuía las propiedades de las parcialidades.
De acuerdo con Ixtolinque, el gran error de dicha ley era que condicionaba la repartición de tierras únicamente a aquellos que estuvieran dispuestos a labrarlas. Esto, desde la perspectiva del apoderado, condenaba a los individuos al fracaso, ya que estas tierras eran para pastar y no para labrar, lo que obligaría a los miembros de las parcialidades a cambiar las actividades económicas a las cuales se habían dedicado por generaciones. Como consecuencia, y debido también a la ignorancia en habilidades para llevar a cabo otras actividades, ello obligaría a los dueños a arrendar los terrenos a externos, en lugar de trabajar la tierra ellos mismos, lo cual culminaría en “quitarles [a los indígenas de las parcialidades] el amor y el estímulo al trabajo con notorio prejuicio de ellos mismos y de la sociedad entera que se resiente de que haya brazos inútiles e improductivos”35.
En ese mismo texto, Patiño Ixtolinque advertía que los terrenos dedicados a la pastura eran necesarios para mantener al ganado que requería una ciudad populosa como la de México, y llegaba a la conclusión de que, al convertir las parcialidades en tierras de labor, no solo se reduciría el abasto de carne en la capital, sino que se dejaría sin abasto de “otros pastos” al resto de los ejidos de la ciudad, los cuales dependían de este producto y de la tierra de pastoreo que ofrecían las parcialidades a las comunidades vecinas. Esta Ley de 1824 era para Patiño Ixtolinque una flagrante violación a la naturaleza de la concepción de las parcialidades, las cuales habían sido “adquiridas en virtud de las mercedes hechas sucesivamente por el gobierno para atender a las necesidades particulares de aquellos [que las habitaban]”36.
Patiño Ixtolinque expresa en esta petición su descontento ante una ley de distribución de propiedad que, si bien él mismo contribuyó a su diseño, obligaba a los indígenas a adoptar la agricultura como modo productivo de estas tierras. En suma, en el caso particular de las parcialidades de la Ciudad de México, su repartición, a pesar de tener un lineamiento legal, en la práctica, la condición de convertir a sus originales dueños en agricultores alejaba a estos de la posibilidad de trabajarlas directamente para rentarlas o venderlas a externos.
El accidentado proceso de individualización de las parcialidades generó descontento en algunos, por lo cual en febrero de 1829 un autor anónimo publicó un opúsculo titulado Los indios quieren ser libres y lo serán con justicia. Volved al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. El autor del texto, E. A. D.37, se identificó como indígena y expuso los agravios sufridos por las comunidades a partir del repartimiento de las parcialidades y cómo este fallido intento había reforzado los lazos de esclavitud y atraso que sujetaban a sus contemporáneos.
El escrito, similar al de Rodríguez Puebla, comienza con un relato histórico de los trescientos años de colonización europea, a la que describe como “cruel, inhumana e indigna”, y le recuerda al lector que las condiciones paupérrimas de esta comunidad eran el resultado de los estragos de la dominación extranjera. El autor identifica a los gobiernos coloniales como tiranos que privaron a los indios de la felicidad, al “despojarlos de su cara tierra, de la que no hemos dudado ser reintegrados en toda su plenitud”38. El documento prosigue argumentando que la discriminación debido al color de piel, la ignorancia y la miseria hace que las leyes no favorezcan las peticiones de estos: “Los indios se hallan en el más doloroso abatimiento y degradación. El color, la ignorancia y la miseria nuestra, nos coloca a una distancia infinita de los que no lo son”39. El autor continúa criticando la ley de repartición de parcialidades como un experimento fallido: “Circunscriptos en el círculo que forma un radio de seiscientas varas que señala la ley a sus pueblos, no tienen propiedad individual”40. En obvia alusión a la cédula de 1687, publicada en Madrid, en la cual se asignaba a los pueblos de indios una superficie de 600 varas, este fragmento critica la Ley de 1827, la cual no pudo remover los vestigios coloniales de propiedad que agraviaban a los indios.
A raíz de lo que acabó siendo un caótico reparto de las propiedades de las extintas parcialidades, el autor argumentó que ciertas prácticas antirrepresentativas se hacían presentes en los pueblos de indios como consecuencia de la ignorancia que existía entre la población acerca de las regulaciones para el correcto repartimiento, pues nadie había tomado la responsabilidad de informar de estos cambios legales a los afectados41. De este modo, se afirmaba que los indios habían participado activamente en el movimiento que daría luz a la nueva nación independiente y que no habían sido compensados con el reconocimiento de sus derechos. Aun en estas condiciones, el autor enfatizó que las transformaciones políticas que favorecerían a los indios “no apelar[í]an al bárbaro arbitrio de las revoluciones”42. Si bien no podemos decir que existió un consenso entre las comunidades referente a la decisión de apelar al marco legal para solucionar esta situación, lo cierto es que no hay documentación que dé cuenta de rebeliones indígenas relacionadas con esta problemática durante las primeras décadas del siglo XIX en la Ciudad de México.
Sin embargo, numerosos expedientes resguardados en el Archivo Histórico de Notarías de la Ciudad de México revelan que este reglamento y su implementación generaron descontento entre algunos indígenas en la capital. Después de la expedición de la Ley de 1824, varias comunidades, a través de sus líderes, buscaron representación legal entre otros indígenas letrados para que fungieran como sus defensores legales. Así, en varias de estas peticiones burocráticas, dirigidas al ayuntamiento de la ciudad, aparecen como representantes legales “de las extinguidas parcialidades” Juan de Dios Rodríguez Puebla, Francisco de Mendoza y Moctezuma (también graduado del Colegio de San Gregorio) y Faustino Galicia Chimalpopoca, para que apelaran a su favor y detuvieran el proceso de distribución del reglamento de 182443.
Estudios secundarios, como los de Ferrer Muñoz y Lira, demuestran que el reparto de estas propiedades resultó desastroso, por diversas razones. Líderes locales buscaron aprovecharse de la situación ejerciendo prácticas corruptas en el reparto de tierras, con lo que relegaron a la mayoría de la población a una marginalidad exacerbada. Especuladores e individuos externos a la comunidad adquirieron propiedades y expulsaron a los indígenas que habitaban en ellas. En otros casos, estos individuos externos se apoderaron de tierras con recursos naturales, como arroyos o lagos, que eran de vital importancia para llevar a cabo las actividades económicas en las parcialidades. Son numerosos los casos en los cuales los portavoces de las “extinguidas parcialidades” buscaron representantes legales para peticionar ante las autoridades locales su derecho a permanecer en sus tierras colectivas, o a tener acceso a espacios de pastoreo o cuerpos de agua que les habían pertenecido por siglos y que, después de su repartición, habían quedado en manos de particulares.
Los detalles en estos documentos reflejan la desarticulación de una unidad fundamental de la economía colonial y la forma en que ciertos condicionamientos en el reparto de tierras puso a los legítimos dueños y ocupantes de las parcialidades, a mediano y largo plazo, en una situación precaria o forzados a tomar decisiones perjudiciales para su interés, sofocando y obligando a comunidades enteras a depender de un particular o de elementos externos para continuar con sus actividades económicas y subsistir mínimamente. No obstante, más allá de lo anecdótico, el repartimiento de las propiedades de las “extintas parcialidades” funciona como ejemplo que ilustra la franca desilusión que estos letrados y algunos representantes indígenas de la Ciudad de México tuvieron ante el nuevo Gobierno independiente mexicano, el cual consideraron que respetaría los principios de la Constitución española acerca de la propiedad de la manera en que ellos la entendían.
Consideraciones finales
En general, la historiografía ha explorado la experiencia de los indígenas mexicanos decimonónicos en los albores de la Independencia como miembros anónimos. Existen estudios detallados, como los de Andrés Lira o Manuel Ferrer Muñoz, que evalúan los procesos de distribución de la propiedad implementados en la capital en 1824 y las consecuencias que tuvieron en las comunidades. Sin embargo, pocos han incorporado las voces de los afectados y su postura ante las trasformaciones que modificaron sus comunidades y sus derechos colectivos.
En el presente trabajo se exploró, a través de breves obras, tres voces que contribuyen a entender la forma en que estos indígenas adoptaron ideales del liberalismo decimonónico. Este breve análisis ofrece una pequeña muestra de cómo algunos indígenas de la capital que gozaban de privilegios intelectuales interpretaron la transición de las comunidades autóctonas de la Ciudad de México durante la consolidación del régimen independiente, usando como ejemplo la Ley de 1824 de repartición de las “extinguidas parcialidades”.
En vista de la formación académica de Juan de Dios Rodríguez Puebla como filósofo y abogado, no es de sorprender que sus dos panfletos, aunque compactos, exploren complejas ideas relacionadas con la Ilustración, tales como la autonomía, el deísmo y el derecho a la propiedad. A lo largo de su carrera, Rodríguez Puebla demostró su convencimiento de que las administraciones del México independiente pusieran en práctica estos principios una vez consolidado el sistema republicano liberal.
En el caso de Pedro Patiño Ixtolinque, su formación como escultor en la Real Academia de las Tres Nobles Artes de San Carlos de la Ciudad de México, su participación en la guerrilla liderada por Vicente Guerrero y su activo involucramiento en el ayuntamiento de la ciudad revelan no solo sus amplios conocimientos académicos, sino también su convicción de que los ideales liberales de la época mejorarían la condición de los indígenas en la Ciudad de México. Al igual que otros contemporáneos suyos pertenecientes a la élite política, Pedro Patiño Ixtolinque compartía la idea expresada por Juan de Dios Rodríguez acerca del derecho a la propiedad que tenían las comunidades indígenas, ya que esta era una condición que les permitiría un avance cívico. No es de sorprender que él mismo haya contribuido a articular el reglamento de repartición de tierras de 1824, al cual posteriormente se opuso. Sin embargo, como lamenta en su carta, el hecho de que las autoridades condicionaran la distribución de estas tierras a sus originales dueños a cambio de transformar sus actividades económicas fallaba en su propósito. De acuerdo con los propios argumentos expresados por Ixtolinque, el que los indígenas de las parcialidades fueran condicionados a obtener su tierra los enajenaba de la virtud del trabajo.
De manera similar a las élites políticas de la época, tanto Rodríguez Puebla como Patiño Ixtolinque, e incluso el autor anónimo, versados en las corrientes científicas, políticas y filosóficas de la Ilustración, dilucidaron e interpretaron conceptos políticos de participación ciudadana, incluidos en la Constitución española de 1812, la cual garantizaba igualdad social a los indígenas. No obstante, después de la Independencia de México, la formación de estructuras legales e institucionales, el alcance de las promesas hechas por la Constitución y posteriormente por las leyes de 1824, que adoptaron partes de la carta magna gaditana, se pusieron en práctica de manera accidentada en el reconocimiento de los derechos ciudadanos indígenas con la implementación de la ley repartición de las parcialidades.
El principio cívico de ser reconocidos como ciudadanos brindó a los indígenas una oportunidad histórica. Empero, en la práctica, esta igualdad solo era posible con la participación política activa. En este caso, el derecho a la tenencia de propiedad, ese “divino derecho”, como lo calificaron otros intelectuales indígenas, fue el elemento que dotaba a estos sujetos con cierta equidad y posibilidad de negociación frente al nuevo sistema político. Tal reconocimiento implicaba admitir que ellos eran los legítimos y originales dueños del territorio nacional.
Con la destrucción de la propiedad colectiva por la Ley de 1824, las parcialidades indígenas de la Ciudad de México sufrieron su desarticulación. Para 1827, la distribución de estas tierras comunales a individuos fue un proceso difícil, debido a la falta de claridad en los lineamientos de la Ley de 1824 y a la rapacidad de los especuladores y oportunistas dentro y fuera de las comunidades. Más aún, la situación se tornó complicada, pues, al descomponer las parcialidades, las contribuciones colectivas que mantenían en función hospitales, escuelas de primeras letras y fondos en caso de epidemias o sequías se tornaban inciertas, lo que redujo el poder económico, adquisitivo y de participación de los miembros de estas comunidades.
Sin estas tierras, la igualdad predicada por la Constitución española y posteriormente por la mexicana de 1827 quedaba prácticamente anulada. Los escritos revisados en este estudio demuestran el cambio de opinión de estos indígenas: de ser entusiastas de los procesos representativos desde la Península hasta las Américas a la gran desilusión frente a la puesta en práctica de ciertas leyes por el nuevo sistema político mexicano, el cual continuó perpetuando la desigualdad y la marginalización. El principio de la propiedad como derecho inalienable y primordial para la participación política y, por lo tanto, para la libertad e igualdad ante la ley, no fue respetado por las administraciones del México independiente.
Contrariamente a sus contrapartes decimonónicos no indígenas, estos nahuas intelectuales no comulgaron con los argumentos de inferioridad racial para explicar su condición marginalizada, sino que se valieron de pruebas históricas para clamar su derecho a la propiedad, a la felicidad, y a que su condición indígena fuera respetada y considerada por las nuevas leyes. Sin embargo, en los escritos de Patiño Ixtolinque se percibe cómo el autor hace una clara diferenciación entre el sector letrado indígena, del cual él mismo fue representante, y el grueso de la población que habitaba y trabajaba las parcialidades. Si bien sus afirmaciones responden a los drásticos cambios que el reglamento de repartición requería de los habitantes de las parcialidades, también advierten la forma en que Ixtolinque percibía su poca capacidad para ajustarse a las transformaciones.
Si bien estos autores no representan un “sentimiento indígena” colectivo, sí aportan algunas pautas para abordar el estudio de las élites indígenas intelectuales, o al menos algunos de sus representantes en la Ciudad de México, y cómo adoptaron principios liberales de la época.
Defensores del concepto de una soberanía colectiva que les permitiera conservar sus propiedades para bien de sus comunidades, Juan Rodríguez Puebla, un autor anónimo y Pedro Patiño Ixtolinque porfiaron por defender estos derechos por la vía institucional y no por la armada. En escritos posteriores, estos intelectuales indígenas mostraron cómo en las décadas subsecuentes continuaron defendiendo su derecho a la propiedad, a la educación, a la representación política, a la equidad y al respeto a su condición indígena. Poco a poco, con el transcurrir de los años, estos escritos se tornaron de entusiastas en pesimistas, y expresaron una gran desazón ante un sistema que los había excluido y puesto en los márgenes de la soberanía colectiva, negándoles su derecho a la tierra, por el que tanto habían luchado.