1. Introducción
En el informe que entregó el general Pedro Briceño Méndez al Congreso de 1823, señalaba que la fuerza de artillería apenas comenzaba a crearse como consecuencia de los cambios en el campo de batalla contra los ejércitos realistas. El militar reconocía el descuido de su organización por el tipo de guerra que se daba, principalmente en encuentros con armas blancas y por las difíciles condiciones de su transporte. Pero, ante la necesidad de asediar plazas fuertes desde 1821 -como Cartagena y Puerto Cabello, entre otras- se empezó a reconocer su potencial, a tal punto que se informó en ese momento de la existencia de 2120 hombres y 400 obreros en la maestranza, distribuidos en 20 compañías de a 100 plazas con 5 oficiales cada una1.
Sin duda, en el siglo XIX la artillería fue una de las armas más complejas de organizar para los noveles Estados latinoamericanos, por ser el cuerpo armado más sofisticado de los ejércitos, en el sentido de que la formación de artilleros era un proceso que duraba años. Sus oficiales debían tener cierta formación académica, pues era necesario tener competencias matemáticas para un mejor servicio de los cañones. En efecto, a pesar de no existir academias militares, tempranamente los oficiales de artillería colombianos debían presentar exámenes para su ascenso de subteniente hasta capitán, como lo estableció el Decreto de 19 de julio de 1824 para el departamento del Magdalena, lo que después se hizo extensivo a todo el país2.
Evidentemente, la artillería fue una de las armas más técnicas y sofisticadas de los noveles Estados latinoamericanos y, por lo general, por la preparación que se exigía, contó con un número reducido de hombres frente a la infantería y la caballería. En una fecha tan avanzada como 1859, para el caso del ejército liberal del Norte en México a cargo de Santiago Vidaurre, su cuerpo de artillería solo constaba de 43 hombres (0.3 % del total de sus soldados) y, ante la urgencia de aumentar este cuerpo por las necesidades del campo de batalla, contempló la posibilidad de contratar 400 mercenarios norteamericanos dirigidos por un capitán, por estar «[...] persuadido de que no tenemos ni podemos tener artilleros ni oficiales de artillería»3. Un ejemplo claro de las dificultades existentes para constituir un cuerpo experto en el manejo y uso de los cañones y demás baterías de artillería que hacían cada vez más presencia en el teatro de operaciones del continente.
Este es un artículo seminal que describe el proceso de formación de la artillería y la manera como se gestó la experticia de sus oficiales y artilleros en la primera mitad del siglo XIX, en un periodo signado por la ausencia de academias o escuelas militares. Se sostiene que la falta de una educación formal para este tipo de cuerpo técnico del ejército, no fue óbice para la consolidación de un grupo de hombres expertos en la mezcla de químicos para explosivos y en el manejo apropiado de las bombardas, cañones y obuses presentes en el teatro de operaciones, gracias a la difusión de estos conocimientos por parte de los artilleros del imperio presentes en las fortalezas poco antes de las guerras de independencia, a la lectura de manuales y a la experiencia obtenida por años de servicio.
También se explora el lugar que tuvo el arma en cuestión en el ejército neogranadino, a partir de un ejercicio exploratorio de las funciones que desempeñó el tren de artillería durante las guerras civiles, para tener una primera aproximación que nos permita pensar en trabajos futuros en la manera como el arte de la guerra europeo de la primera mitad del siglo XIX fue adaptado a las condiciones locales. De esta manera se avanza en una etnografía de la guerra que nos posibilita ver más allá de la historia militar el uso concreto del armamento y las percepciones que los soldados y oficiales tenían sobre sus ingenios bélicos y de los teatros de operaciones4.
Para esta primera aproximación se consultaron diferentes fondos documentales impresos y manuscritos, en los cuales se destacan los informes de los secretarios de Guerra y Marina y algunos periódicos de los años 30 y 40. Lo anterior se complementó con la consulta del archivo del general Pedro Alcántara Herrán, que reposa en el Archivo General de la Nación en Bogotá y el Archivo Central del Cauca de Popayán.
2. En busca de la profesionalización militar
A inicios de los años 20, la Secretaría de Guerra y Marina comprendió la necesidad de organizar el arma de artillería para asediar diversas plazas fuertes realistas en la cuenca Circuncaribe y en el Pacífico. El proceso llevó a identificar la importancia de constituir una academia o colegio militar para formar ingenieros, oficiales del Estado Mayor y artilleros5. De hecho, esta idea no nació ex nihilo, pues algunos años antes de la crisis de la monarquía católica, Francisco José de Caldas propuso la creación de un cuerpo militar de ingenieros mineralógicos para el virreinato y redactó su plan de estudios y reglamento. Era una idea que buscaba fomentar la industria y la explotación de sus recursos regionales. En su proyecto detallaba artículo por artículo el reglamento que debía regir al Real Cuerpo Militar de Ingenieros Mineralógicos del Nuevo Reino de Granada, al cual se le debería entregar la dirección de todas las minas, salinas y fábricas de pólvora del territorio. Aunque esta idea no fue apoyada por las autoridades, fue parcialmente cristalizada en Antioquia bajo el gobierno dictatorial de don Juan del Corral, quien respaldó la creación de una escuela de ingenieros militares, además de encargar a Caldas del diseño y la construcción de fuertes en varios puntos estratégicos de la provincia. Casi contemporáneamente a la iniciativa del payanés, en 1811 Nariño fundó un cuerpo militar de ingenieros topógrafos y designó a Caldas como capitán y a Luciano D'Elhuyar como alférez6.
Se puede concluir que notables estadistas del periodo colom biano (1819-1831) y neogranadino (1832- 1855) se empeñaron en promover la formación de un profesional que combinara tanto la ingeniería como el arte de la guerra, para optimizar el recurso económico y humano del país; sin embargo, el proyecto nunca se cristalizó por la precariedad de la Hacienda pública, la cual debió atender los excesivos gastos militares de los años 20 y la política de austeridad que en la siguiente década promovieron las administraciones de Francisco de Paula Santander y José Ignacio Márquez7.
Uno de los primeros esfuerzos de constituir un colegio castrense fue por parte del secretario de Guerra y Marina, José Hilario López, en 1833, quien diseñó un currículo en el cual estaban materias como matemáticas, tácticas, administración, contabilidad, artillería, ingeniería, dibujo, topografía y lengua francesa, pero el Congreso no asignó presupuesto para su funcionamiento. Finalmente, en 1836, el Legislativo optó por una medida que buscó conciliar la formación técnico-militar y presupuestal, al decretar cursos militares en las universidades de primero, segundo y tercer distrito (Bogotá, Cartagena y Popayán, respectivamente). Con el objeto de atender de manera adecuada el contexto regional, por ejemplo, en Cartagena se ofrecerían estudios náuticos y fortificaciones8. Para 1838 estos cursos se dictaban a pesar de que los secretarios del ramo durante esos años consideraban pertinente fundar una universidad o colegio militar9.
Los primeros esfuerzos por constituir un cuerpo de oficiales profesionales vinieron de las administraciones de Pedro Alcántara Herrán (1841-1845) y Tomás Cipriano de Mosquera (1845 1849). Militares fogueados en la guerra de la Independencia y durante la guerra de los Supremos, ambos comprendieron la conveniencia de un ejército regular capaz de mantener el orden e inhibir las amenazas internas y externas10. El primero constituyó una escuela de artillería, de la cual no sabemos si entró a funcionar; el segundo, promovió la creación de un colegio militar por medio de la Ley de 10 de junio de 1847 y del Decreto de 20 de julio 1847. En su propuesta, Mosquera buscó conciliar la formación tanto de oficiales para el Estado Mayor y la artillería como de ingenieros capaces de emprender obras civiles11.
De esta manera, se inauguró el 2 de enero de 1848 el Colegio Militar, que tuvo corta existencia, pues dejó de funcionar como consecuencia del golpe del general Melo el 17 de abril de 1855. Durante su funcionamiento tuvo dos momentos que expresaron el debate existente desde antes de su creación o, mejor, la pugna entre la tendencia militarista y civilista -los que buscaban formar cadetes para el ejército y aquellos que deseaban ingenieros para atender las necesidades de infraestructura del país-. Durante la administración del general Mosquera, si bien se buscó conciliar las dos tendencias, tuvo mayor peso la idea de formar oficiales del ejército; luego, con la llegada del general José Hilario López a la presidencia (1849-1853), se fortaleció la profesionalización de ingenieros, al constituir nuevos cursos de matemáticas avanzadas y una mayor orientación hacia las obras civiles12.
A pesar de las tendencias, ¿qué importancia tuvo el Colegio Militar en la formación de oficiales para el ejército neogranadino? Responder la pregunta implica rastrear la actividad posterior de sus estudiantes. En la primera promoción (de enero de 1848) entraron 17 estudiantes becados por el Estado y 3 costeados por sus parientes: Pablo Emilio Durán, Emilio Escobar, Manuel García Herreros, Alejo Hinestroza, Isaac Arias Vargas, José María Arrubla, Joaquín Barriga, Sixto Barriga, José Cornelio Borda, Félix V. Caro, Celestino Castro, Antonio Merizalde, Ignacio Ortega, Rafael Pombo, Manuel Ponce de León, Miguel Pradilla, Alejandro Sarmiento «el Desbaratado», Celedonio Umaña, Juan Francisco Urrutia y Esteban Zamarra13. Otros estudiantes identificados, pertenecientes a la segunda cohorte son: Luis B. Olaya, Félix Collazos, Nicolás Caicedo, Felipe Fernández, Juan N. Santamaría y Juan Luis Roche, y una tercera cohorte constituida por Julio Rueda, Nicolás Quevedo, Andrés Quijano, Elías León, Indalecio Liévano, Fidel Pombo, Antonio Dussan, Manuel Peña, Alejandro González, Caupolicán Toledo, Bonall Fraser, Miguel Perdomo, Juan I. Leiva, Rafael Olarte, Ricardo Triana, Juan de la C. Calvo, Ulderico Weisner, Máximo Hernández, Manuel Rodríguez, José María Collazos, Timoteo Ricaurte, Tomás Barriga, Norberto Weisner, Nepomuceno González, Alejandro Fraser y Francisco J. González. Además, en 1852, existía un gran número de estudiantes externos, aproximadamente 3814.
Lo primero que se debe señalar en una revisión pano rámica de las cohortes es la presencia de vástagos pertenecientes a familias notables de las provincias y de la capital de la República, como en los casos de Pradilla, García Herreros o los Pombo. La familia Pombo estuvo vinculada a la alta burocracia estatal, pues Rafael y Fidel Pombo eran hijos de Lino de Pombo O'Donell, formado en matemáticas en Alcalá de Henares, considerado el primer ingeniero del país y quien además se desempeñó como secretario del Interior y Relaciones Exteriores y otros cargos centrales en la administración estatal15. También hacen presencia descendientes de familias militares acomodadas capitalinas como los Barriga16; de militares más modestos económicamente, pertenecientes a las provincias como los Collazos, que descienden del general Martiniano Collazos, dependiente de la pensión de retiro por sus servicios durante las guerras de independencia; otros como Santiago Fraser, inglés proveniente de la Legión Extranjera que se radicó en Salazar de las Palmas en Pamplona y se dedicó al cultivo de café exportado por Maracaibo17. Además, hay estudiantes que provienen de parentelas de comerciantes, como los Arrubla y Santamaría, con casas de comercio en Bogotá y en otras ciudades del país, o de médicos o abogados, como son los casos de Antonio Merizalde e Indalecio Liévano18.
La muestra de estudiantes matriculados permite afirmar que el Colegio no tuvo un impacto militar significativo. José María Arrubla sirvió con el grado de alférez dirigiendo unas baterías constitucionales durante la toma de Bogotá en diciembre de 185419. Durante la rebelión conservadora (1851), según el informe del secretario de Guerra y Marina de 1852, los alumnos del Colegio Militar fueron instructores y «llenaron este deber de un modo satisfactorio porque siendo jóvenes de maneras corteses y teniendo una instrucción fundamental, se hacían estimar a la vez que podían instruir [...]»; otros sirvieron en «[...] los cuerpos de línea y el resto formó una pequeña guardia en su colegio»20. Pero, en el mismo informe y en el de 1853 se indicó que varios estudiantes de 4.° grado, quienes habían visto cursos de matemáticas y obras civiles, a consecuencia de la guerra de 1851 suspendieron sus estudios, con lo que regresaron a sus provincias de origen a desempeñar actividades de agrimensura, composición de caminos y elaboración de mapas, actividades todas enmarcadas en intereses civiles21.
Lo anterior indica que el impacto que tuvo el Colegio Militar se dio más en el ámbito civil, pues permitió la capacitación de individuos con conocimientos de obras civiles, como Indalecio Liévano, quien solicitó al Congreso en 1858 una beca para continuar sus estudios de ingeniería en Europa, o Fidel Pombo Rebolledo, que ejerció la profesión de ingeniero. En general, la gran mayoría sirvió en la burocracia estatal en las diversas ramas del poder público, como Esteban Zamarra o Rafael Pombo, este último se destacó además como literato y diplomático22.
3. Los caminos alternos de una profesionalización del artillero
Por lo señalado, ¿se puede hablar de una formación profesional en los cuadros de oficiales del ejército neogranadino a mediados del siglo XIX? Sin duda alguna, por la pesquisa previa, se puede concluir que no. Por lo tanto, la formación militar, especialmente del arma de artillería, debió venir de otras fuentes23.
La profesión y la profesionalización, como lo ha señalado la sociología, es una categoría reciente que se puede datar a finales del siglo XVIII, gracias al proceso de especialización del trabajo y el deslinde de diversos campos de conocimiento. En el caso de la profesión militar, esta se fue cristalizando durante el siglo XIX en los países de la cuenca del Atlántico: inicialmente Prusia y luego Francia, y Estados Unidos e Inglaterra en los albores del siglo XX24. Es decir, la idea de profesión militar emergió a lo largo de la centuria decimonónica, cuando se regularizaron las instituciones educativas para formar oficiales preparados en el Estado Mayor (cartografía, planimetría, fortificaciones, artillería, táctica, entre otras)25.
En este orden de ideas, situar la profesionalización militar en la educación formal en nuestro continente oscurece la existencia de procesos profesionalizantes que pasan por la experticia, la responsabilidad y el corporativismo o espíritu de cuerpo, que se adquirieron gracias a que muchos oficiales hicieron de la vida castrense su sustento. De esta manera, adquirieron conocimiento en los procesos administrativos al servir en la Secretaría de Guerra, en las comandancias militares, en la intendencia o a cargo de unidades militares26.
Además, ante la falta de academias, varios militares asumieron la práctica autodidacta nutriéndose de la literatura disponible para la época. El general Mosquera, en sus viajes por Europa a inicio de los años 30, adquirió manuales militares con la idea de autoformarse27. También otros militares adquirieron libros castrenses, algunos incluso elaboraron sus propios textos o los tradujeron, haciéndole algunas adaptaciones con el propósito de adecuarlos a las necesidades nacionales. Lino de Pombo tradujo el manual de artillería de Guillaume Le Blond; el coronel cartagenero José María López redactó un manual de infantería, posiblemente reciclando diversos trabajos sobre el tema, y el coronel irlandés Santiago Fraser tradujo una parte del reglamento de infantería inglesa adaptado al contexto del país28. Los dos últimos ejemplos evidencian los esfuerzos de ciertos oficiales por ganar conocimientos teóricos en el denominado arte de la guerra. Sus traducciones señalan que no fueron receptores pasivos de las lecturas provenientes de ultramar, sino que fueron capaces de hacer sus propias adecuaciones al contexto de operaciones del país. José María Obando expresó tempranamente esta tendencia en su informe de secretario de Guerra y Marina (1831), donde hizo una etnografía de las armas presentes en el ejército regular y de la manera como se debían adecuar por la forma de guerra que se hacía en el país29.
Las reflexiones del informe del general Obando indican que la experticia profesional provino de los conocimientos cotidianos obtenidos en el servicio. Esto va de la mano con lo afirmado por historiadores militares como F. L. Taylor y Michel Mallet, quienes han afirmado que el arte de dirigir ejércitos y desarrollar tácticas en el campo de batalla no se aprendía en los manuales de arte clásico o en academias, sino al lado de un militar veterano30. Además, en el proceso se familiarizaban con ciertas formas de trato con los subalternos, lo que les permitía ganar autoridad y respeto, así como construir un marco de valores, modelado por ideales propios del ethos castrense como el heroísmo31.
La artillería no estuvo exenta de este proceso. Si bien no hubo formación de artilleros profesionales y no tenemos noticias exactas sobre qué pasó con la escuela de artillería propuesta por Herrán, así como el tipo de instrucción que se dio en la corta experiencia del Colegio Militar de Bogotá, existen indicios de la experticia ganada por parte de varios oficiales que sirvieron en esta arma por sus largos años de servicio32.
Desde los años 20, los informes y las revistas militares indican la presencia de unidades de artillería, importantes para el asedio de plazas fuertes ocupadas por los realistas. Al iniciar la década siguiente y una vez disuelta Colombia en tres realidades nacionales, una de las medidas imperiosas del Estado de la Nueva Granada fue organizar el ejército y las milicias por medio de la emisión de diversas leyes orgánicas y decretos, como la Ley del 2 de abril de 1832, la Ley de 10 de junio de 1833, la Ley adicional del 1.° de junio de 1834, la Ley adicional de 2 de junio de 1842, el Decreto de 20 de julio de 1842, el de 19 de mayo de 1845 y de 10 de mayo de 1847, entre otros33. En todas estas normas se contempló la artillería, cuya unidad básica -la brigada- se subdividía en 6 compañías de 100 plazas cada una; solo se cambió esta disposición a inicios de los años 40 con el batallón, constituido por 4 compañías, cada una con 20 cañones y 10 obuses, que, a su vez, se desprendían en baterías, compuestas por 4 cañones y 2 obuses dirigidos por 3 oficiales y 65 hombres de tropa: un pito, un tambor, un sargento 1.°, 6 sargentos 2.°, 3 cabos 1.° y 2.°, 6 polvoristas, 4 bombarderos y 20 artilleros de 1.a clase y 25 de 2.a clase. En la Ley Orgánica de 1842, la compañía estaba constituida por 64 individuos de tropa distribuidos así: un pífano, 2 tambores, un sargento 1.°, 5 sargentos 2.°, 4 cabos 1.° y 2.°, 4 bombarderos en las plazas fuertes, 20 artilleros de 1.a clase y 24 de 2.a clase. Esta misma organización se mantuvo en 1845 con 56 hombres: un pífano, 2 tambores, un sargento 1.°, 6 sargentos 2.°, 3 cabos 1.° y 2.°, 4 bombarderos de plazas fuertes, 12 artilleros de 1.a y 24 de 2.a. En la Ley Orgánica de 1847, el número volvió a subir a 64 hombres, con el aumento por un cabo más en ambos grados y la aparición nuevamente de los polvoristas, con 6 de ellos.
En la organización de la artillería se expresa la presencia de cierto personal especializado denominado «bombardero», artilleros de 1.a y 2.a clase y polvoristas. En síntesis, su acepción alude a un soldado especializado en el manejo de cañones y en las demás actividades presentes antes y después de disparar los ingenios bélicos, tales como transporte, montaje, elaboración de la pólvora, carga y disparo. El «bombardero», en su voz antigua, expresa el sinónimo de artillero; apareció de manera más o menos clara en el siglo XV, para hacer referencia a un oficial o soldado al servicio de las bombardas. Su actividad y conocimiento cobró relevancia en los siglos XVIII y XIX, para aludir a un experto en el manejo de morteros y pedreros, y posteriormente designó al artillero destinado al servicio de los obuses34. El «polvorista» se refería a un individuo con conocimientos en la elaboración de mixtos35 y artificios36. Era un experto en la producción de luz, calor y llama, aprovechados para el encendido de la pólvora y explosivos; así como también en la composición de cápsulas, cartuchos metálicos y demás aspectos de las armas de fuego37. Los «artilleros» eran genéricamente los expertos en las bocas de fuego, en los casos donde no se hace referencia a los polvoreros en las unidades de artillería. Posiblemente, ellos eran los encargados de este arte. Su designación de 1.a y 2.a clase, sin duda, hacía referencia al nivel de experticia y conocimiento que tenían en estos temas38.
Por lo señalado, ante la ausencia de academias y colegios militares durante la primera mitad del siglo XIX, ¿cómo Colombia y posteriormente la Nueva Granada contaron con un personal experto en los conocimientos básicos del manejo y mantenimiento de las baterías de artillería? En el caso del Virreinato de la Nueva Granada, las reformas militares borbónicas fortalecieron la presencia de batallones fijos y baterías de artillería en las fortalezas del Caribe como Cartagena y en otras plazas fuertes como Guayaquil, los cuales transmitieron el conocimiento del manejo de las bocas de fuego a las milicias de pardos, negros y libres de aquellas plazas. Así mismo, algunos artesanos vecinos de aquellas ciudades portuarias, como los polvoreros, dedicados a la pirotecnia -tan importante en las sociedades de piedad barroca para celebrar las fiestas católicas-, junto con los armeros terminaron siendo reclutados por los ejércitos en contienda durante las guerras de independencia para atender la maestranza39. Esto llevó a una difusión de saberes, de la que los artesanos sacaron provecho una vez volvieron a la vida civil; de hecho, en diversos momentos fueron contratados para el mantenimiento de las bocas de fuego40.
Por otra parte, la presencia de unidades navales fue, sin duda, otro espacio para el aprendizaje de todas las actividades y conocimientos técnicos que se debían tener para el manejo de los cañones, que para aquella época no había mucha diferencia entre la artillería naval y de tierra. La Nueva Granada, durante el periodo de estudio, contó con algunas unidades navales especialmente en el mar Caribe y en menor medida en el Pacífico. Por ejemplo, para 1840, existían dos goletas en el Atlántico, una contaba con 3 bocas de fuego y la otra con 5, junto con otros buques menores que servían de correos marítimos en los puertos del Caribe y para controlar el contrabando. En el Pacífico operaba la goleta Tequendama, la cual fue central en 1841 para evitar que el puerto de Buenaventura lo ocupasen los rebeldes41.
De igual manera, existen referencias de una escuela náutica en el Caribe en la Universidad del 2.° distrito, en Cartagena, constituida por la Ley de 29 de abril de 1836. Pero en el informe de 1838 del secretario de Guerra y Marina se afirmaba que sus resultados no eran nada halagadores, porque en ese momento existían 4 estudiantes pensionistas por los obstáculos puestos por la Junta de Hacienda, respecto a las fianzas que debían responder los alumnos con 6 años de servicio en el ejército42. Además, a consecuencia de la guerra de Los Supremos y el pronunciamiento de Cartagena a finales de 1840, las cátedras de dicha arma se suspendieron por el cierre de la Universidad. La escuela náutica reabrió con la Ley de 1.° de junio de 1847; para 1848 contaba con 7 alumnos internos que recibían instrucción de oficiales de marina, artillería e ingenieros43.
En resumen, si bien se careció de una educación formal estable para artilleros, sí existió personal con experticia en los saberes químicos para elaborar los mixtos y artificios, así como también individuos experimentados en los «caprichos» de las ánimas de los cañones y en cierto nivel de mantenimiento y reparación. Es esencial reconocer esto porque los cañones de la época, por lo general, tenían un ánima irregular, por lo que la bala del cañón tenía un recorrido sinuoso, no determinado por el cálculo matemático, sino por la experiencia del artillero con la boca de fuego. Es decir, el buen artillero era aquel individuo familiarizado con el ánima de sus cañones, él sabía por su experiencia el tipo de recorrido de la bala y, por lo tanto, la cantidad de pólvora necesaria y la posición en que debía ubicar el arma para poder dar en el objetivo. Igualmente consciente de las condiciones del artefacto, sabía cuántos disparos debía hacer para no comprometer el ánima por recalentamiento, especialmente en los manufacturados en el país44.
4. Los oficiales de artillería y el lugar de la artillería en el ejército neogranadino
Lo señalado no significa que no hubiese oficiales versados en los fundamentos teóricos de la artillería, la evidencia documental demuestra que varios oficiales sirvieron a lo largo de su vida entrenando y disciplinando artilleros. Estos son los derroteros de Ricardo Brun, alférez 2.° abanderado del medio batallón de artillería en Bogotá en 1847, un personaje que debía venir en servicio desde años atrás para tener uno de los puestos simbólicos de su cuerpo. En 1851 estaba aún en dicha unidad, sirviendo al gobierno liberal en la rebelión conservadora y posteriormente como capitán se comprometió con el golpe del general José María Melo, siendo uno de los encargados de las piezas de artillería en la batalla de Tíquiza (21 de mayo de 1854), donde derrotaron a las fuerzas constitucionales. Fue capturado en la toma de Bogotá (diciembre de 1854), pero logró fugarse a finales de enero o inicios de febrero de 1855, para volver a aparecer comprometido con los liberales en las guerras federales (1859-1862)45.
Otro caso es el del teniente coronel José María Rojas Pinzón, quien entró en servicio en los años 20. En febrero de 1841 fue comandante de un batallón de artillería durante la guerra de Los Supremos y permaneció en dicha arma hasta 1849, cuando pidió sus letras de retiro. Sirvió al gobierno liberal durante la rebelión conservadora a cargo de un batallón de infantería y posteriormente se comprometió a favor de la dictadura del general Melo; pero posteriormente desertó, murió en el campo constitucional en la batalla de Pamplona (28 de agosto de 1854).
También está el caso del cartagenero Ciriaco Galluzo, proveniente de la armada granadina, quien se radicó hacia los años 40 en el Pacífico en los distritos de Iscuadé, Micay y Raposo, para desempeñar actividades mercantiles; en este último sitio fue capitán de la 7.a compañía de artillería estacionada en el puerto de Buenaventura. A finales de 1853, estando radicado en Cali, se comprometió en las luchas políticas regionales y se unió a las fuerzas constitucionales en Ibagué, a consecuencia del golpe del general Melo. Allí fue encargado con Julio Arboleda de transportar el tren de artillería a La Mesa por el río Magdalena, para iniciar operaciones en la Sabana de Bogotá, pues se consideraba indispensable para combatir la caballería melista. Bajo el mando de José Hilario López, estuvo encargado de manejar la mejor culebrina del cuerpo, en la ocupación de la localidad de Bosa (22 de noviembre de 1854) y en el asedio a Bogotá el 3 de diciembre de 185446.
Similares derroteros tenemos en los casos de Pablo Durán, quien durante la guerra de Independencia se desempeñó en la artillería y ascendió al generalato a inicios de los años 50, Liborio Escallón, Tomás del Real, entre otros, que se caracterizaron por ser oficiales permanentes en la artillería tanto en tiempos de paz como de guerra47. Su servicio, por varios lustros, les dio cierta experticia y conocimiento en el manejo de las diversas bocas de cañón disponibles en los parques militares y, si bien hace falta un mayor estudio de sus hojas de servicio, que reposan en el Archivo General de la Nación en Bogotá, muchos de ellos empezaron en los niveles más bajos del escalafón militar y fueron ascendiendo. Así, en ese tiempo, ganaron cierto profesionalismo empírico y teórico, pues su arma los impelía a formarse en ciertos saberes básicos de matemática, geometría, química y fortificaciones. Además, para ascender debían presentar exámenes.
Por otra parte, y a pesar de que la vida militar no era atractiva, hay evidencias de reenganchamiento de soldados que optaban por continuar en el servicio, pues por sus habilidades adquiridas eran muy apetecidos en las unidades militares. En 1848, el secretario de Guerra y Marina informaba que los cabos 1.° de artillería -Cruz Escobar, Juan Nepomuceno Rojas, Tadeo Ducón, entre otros- se habían reenganchado nuevamente en el servicio militar, lo cual los hizo merecedores de un premio en dinero. Similares casos se registraron en 1849 con el sargento 1.° Marcos Ayo, el cabo 1.° Hilario Espitia y el soldado Luciano Arenas48. Estos hombres veteranos fueron vitales en los procesos de inserción de los nuevos reclutas en los saberes de los mixtos y los artificios, y los caprichos de las ánimas de las baterías, la distancia apropiada para encender la mecha, reconocer cuando se estaba recalentando, etc. Todo esto era un conocimiento dado por la experiencia a lo largo del tiempo.
Pero ¿cuál fue el lugar que tuvo la artillería durante las guerras civiles de la primera mitad del siglo XIX en Colombia? Desde los años 20, la necesidad de asediar las plazas fuertes realistas se consideró fundamental para concluir la expulsión hispana en el continente, ya que fue en aquellos sitios donde los últimos reductos realistas resistieron, como en las fortalezas del Callao en Perú y Veracruz en México. Pero como además existía la amenaza de una reconquista hispana con apoyo de la Santa Alianza, durante esos años fue indispensable mantener un pie de fuerza elevado para las necesidades financieras del país y pensar en construir fortificaciones especialmente en el Pacífico, como una estrategia de defensa ante una posible invasión española49. Si bien esta amenaza nunca se cristalizó, ocasionó que, durante esos años, se legitimara la necesidad de mantener la artillería, a pesar de la reducción significativa del ejército regular entre 1831 y 1832.
Su función en las guerras civiles es compleja de medir ante la ausencia de estudios propios de historia militar, aunque sin duda tuvo un lugar central en la defensa de las plazas fuertes y demás puntos artillados de la costa y del interior. Durante los levantamientos provinciales de 1831 contra el gobierno de facto del general Rafael Urdaneta, Cartagena fue asediada hasta finalmente caer en manos de los constitucionales. Lo mismo aconteció durante la guerra de los Supremos, cuando la ciudad se pronunció a favor del gobierno y fue sitiada por los rebeldes en septiembre de 1841. También hay referencias de su uso en algunos puntos estratégicos como en los pasos naturales del Juanambú en la provincia de Pasto y en las tomas de ciudades de Rionegro durante la rebelión conservadora de 1851, en Popayán, Cali y Bogotá en 1854. Durante las guerras federales (1859-1862) su uso fue muy extendido, como en el intento del ejército caucano por someter a Manizales, o durante el fallido intento conservador de tomarse el convento de San Agustín, convertido en plaza fuerte por los liberales el 24 y 26 de febrero de 186250.
Pero en general, salvo la ocupación de plazas fuertes o ciudades que habían sido atrincheradas, la artillería no fue decisiva en las guerras civiles. El general José María Obando informaba en 1831 sobre la necesidad de establecer escuelas prácticas para aplicar la teoría, porque sin esta: «[...] nuestros artilleros apenas arrastraran cañones»51. Una afirmación que debe ser sopesada, pero todo sugiere que, por el carácter de los encuentros directos en el campo de batalla, las bocas de cañón tuvieron un valor más disuasorio.
El 8 de enero de 1842, las guerrillas rebeldes ocuparon tanto por río como por tierra la localidad de Puerto Nacional sobre el río Magdalena y subyugaron la pequeña guarnición gubernamental que defendía este punto fluvial. En los informes de la época se señala que las fuerzas de desembarco rebeldes utilizaron los champanes con pequeños pedreros con los cuales empezaron a disparar inicialmente sobre la población para atemorizarla. En la campaña de pacificación por la rebelión en 1850 de algunas rancherías wayúu en La Guajira, el general Tomás Herrera usó piezas de artillería ligeras con el objeto de atemorizar la población insurrecta52.
Además, la topografía inhibió la formación de unidades compactas, salvo en algunas regiones, lo que hacía poco útil el uso de la artillería de mayor calibre, que por lo general se dejó emplazada en las fortalezas. El general Pedro Alcántara Herrán comprendió estas dificultades al mando del ejército expedicionario del sur, cuando ordenó a finales de julio de 1839 trasladar la columna de artillería de Cartagena al teatro de operaciones en la provincia de Pasto. El cuerpo en mención debió salir en el mes de agosto a bordo de un buque de la Armada Nacional a Portobelo y posteriormente cruzar el istmo hasta ciudad de Panamá. No sabemos exactamente en qué momento partió de la bahía de Panamá, pero sí que el 9 de septiembre fondeó la goleta «Estefanía» en el puerto de Buenaventura con dos compañías de artillería al mando del coronel Francisco Núñez, las cuales marcharon a Cali y se esperaba su llegada escalonadamente entre el 19 y el 22 de septiembre53. El 10 de octubre, el gobernador de Popayán informó de la presencia en la ciudad de dos compañías de artillería y una proveniente de Bogotá que continuarían la marcha al sur54. Finalmente, en los últimos días de noviembre, el general Herrán comunicaba la llegada de los artilleros al mando del coronel Francisco Núñez, y se quejaba de ser delicados para la marcha55.
En las cartas que envió Francisco Núñez al general Herrán, expone las penalidades del viaje. Mencionaba que el 17 de septiembre empezó su marcha hacia Cali, una semana después de fondear en el puerto de Buenaventura; como no había transporte disponible para el tren de artillería, tuvo que dejar dos cañones procedentes de Panamá a cargo del jefe político del Raposo por no poder llevarlos y, por lo tanto, solo podría formar una pequeña batería de posición. En Cali se hallaba desde el 28 de septiembre y aún el 9 de octubre permanecía ahí a la espera del resto del equipo, que debía pasar por el cañón del Dagua y transmontar la cordillera Occidental para llegar al valle del río Cauca. Todo esto era consecuencia de no haberse preparado debidamente la logística:
[...] para emprender la marcha, pero ni había fondos, ni autoridad, con quien entenderme, hasta que por fin conseguí que el juez parroquial embargase todas las mulas que había en el pueblo y con ellas puse en movimiento al cuerpo de mi mando, dejando todo el parque y veinte enfermos a cargo de un oficial para que fuese haciendo remesa a proporción de los recursos que pudiese conseguir56.
En resumen, Núñez se quejó de la falta de cooperación y diligencia de las autoridades para una pronta marcha, de la ausencia de un sistema logístico capaz de atender el transporte del tren de artillería y, además, de las pésimas condiciones de los caminos.
5. Conclusiones
Si bien con el auge de la historia social en los años 80 y 90 en Colombia se hicieron algunos estudios sobre el proceso de institucionalización de ciertos saberes y profesiones en el país, aún falta mucho por investigar en este campo, especialmente en el militar57. En este último ámbito, los pocos estudios existentes se han centrado en la educación formal, a pesar de que el siglo XIX fue el periodo en que en el mundo occidental se empezó a cristalizar esta profesión. Por lo señalado, supeditar las investigaciones de los procesos de profesionalización al ámbito formal es una vía heurística negativa, pues desconoce cómo esta se alimentó a partir de otros saberes y de otros caminos, por medio de los cuales diversos individuos ganaron experticia en un área de conocimiento.
En el caso de los oficiales del ejército regular neogranadino durante la primera mitad del siglo XIX, la evidencia empírica señala que, a pesar de no existir colegios o academias militares estables para formar cadetes en las diversas armas del ejército como la artillería, sí hubo expertos en el arma, gracias a la conjunción de los siguientes factores: la difusión de estos saberes por la presencia de batallones fijos en las plazas fuertes del área Circuncaribe y en el Pacífico a finales del siglo XVIII e inicios del XIX, que permitió a los artesanos que prestaban diversos servicios en el sistema de fortalezas establecido por el imperio español, adquirir conocimientos en la reparación y uso de los cañones, así como también en las mezclas químicas que se debían hacer según el calibre de las balas; también los años de servicio de los soldados en el arma de artillería, ya que varios de estos ascendieron a la oficialidad debido a sus conocimientos en el arte de la luz, el calor y la llama, y en los «caprichos» del ánima de las bocas de cañón; e igualmente, la difusión de manuales militares, que proliferaron durante las guerras de independencia y en las décadas siguientes, permitió a varios oficiales ilustrarse en temas más técnicos de la artillería como la trigonometría, lo que les posibilitó obtener un mayor profesionalismo. Otros factores también estuvieron presentes, como el Colegio Militar en Bogotá, fundado a mediados de la década del 40 del siglo XIX, que facilitó el acceso a las matemáticas, el cálculo y la trigonometría, así como también a la elaboración de planos y mapas. De todos modos, aún es necesario un estudio más detallado para saber en qué medida impactó la impartición de este tipo de clases en los artilleros.
Todo esto hizo posible la cristalización de una oficialidad con cierta experticia en la artillería que permitió la presencia de este tipo de arma en varios pasajes de las guerras civiles decimonónicas. No obstante, las condiciones geográficas y viales del país, así como la demanda de ciertos conocimientos técnicos, hicieron que su función en el campo de batalla fuese más bien marginal en la primera mitad del siglo XIX. A pesar de las dificultades, no se debe desconocer la importancia que tuvo dicha arma en el ejército neogranadino. Por tal razón, todavía se requiere hacer una investigación más detallada que nos permita identificar el peso que tuvo esta arma en los teatros de operaciones decimonónicos colombianos.