1. Introducción
En la descripción impresa de la Nueva geografía de Colombia, escrita en 1901 por Francisco Javier Vergara y Velasco, llamaba la atención sobre la manera absurda como se destinaba la renta de los caminos en su propia composición. Incluso mencionaba la urgencia de promover leyes para invertir en ellos y la obligación de los Gobiernos de publicar las cuentas de dichas inversiones «para saber a qué atenerse (...) como que los dueños de arrias con frecuencia exageran el mal estado de los caminos para aumentar los fletes»1. Una observación que contrasta con varias perspectivas sobre el estudio de las vías de comunicación en Colombia, las cuales han permitido encontrar asuntos predominantes como la infraestructura, las técnicas, la economía, la producción agrícola, la red de mercados, los medios de transporte, la comunicación espacial de los individuos, el desarrollo exportador, los discursos sobre el aislamiento y la precariedad de las vías. Esto es, mediante argumentos reiterativos sobre la incomunicación, desconociendo, como bien lo ha señalado Felipe Gutiérrez, que la «comunicación se mide más bien por una red de intereses que busca la manera que sea para mantenerse en contacto»2. De ahí la importancia de analizar el aumento de contratos para conservar las vías de comunicación y las condiciones finales de su construcción.
En este contexto, la construcción de vías de comunicación en el periodo de 1857 a 1886 hizo parte del escenario de organización administrativa y sus formas de articulación social3. La influencia del modelo republicano o radical que a partir de 1850 fomentó una visión liberal para asegurar la neutralidad moral del Estado y la protección de la autonomía individual, generó «un intenso activismo e intervencionismo estatal que contrastaba (...) de la tan común defensa del dejar hacer, dejar pasar propiciado por una significativa porción de la élite de la época»4. A este grupo pertenecían sectores tradicionales de abogados y burócratas considerados como funcionarios superiores capaces de promulgar y ejecutar leyes. Desde allí, las clases altas consideraron de mayor importancia los estudios sobre «liderazgo político (...), administración pública (...), jurisprudencia, arte y humanidades», y manifestaron el poco beneficio de las «actividades prácticas como las ciencias naturales (...), la tecnología (...) y la ingeniería»5.
Hacia 1850, los radicales con mayor influencia en la política del Estado abandonaron poco a poco la idea de la doctrina del «laissez-faire» con relación a la construcción de carreteras y ferrovías bajo el control de asociaciones privadas, y asignaron cierta competencia al Gobierno nacional. Esto hizo parte del estímulo por el comercio exportador de materias primas y la necesidad de conectar los poblados con arterias fluviales, principalmente con el río Magdalena. Las autoridades políticas argumentaron que la construcción de caminos y ferrovías serían atribuidas a compañías privadas con la participación financiera estatal; sin embargo, los recursos económicos de dichas sociedades no fueron suficientes para emprender obras tan descomunales, por eso fue necesaria la participación de compañías extranjeras para iniciar estos proyectos viales. En muchos casos, para contratar la construcción de caminos no se dispuso de ingenieros competentes, debido a ello, gran parte de las vías fueron hechas por «concesionarios privados», quienes dirigían las obras directamente para evitar emplear ingenieros expertos6.
Las concesiones dieron lugar a que los empresarios intervinieran en el proyecto de construcción en el Estado y en la elaboración de leyes y propuestas viales para su propio beneficio7. La concesión de contratos en situaciones específicas, la exclusividad del Gobierno en la construcción y financiación de las vías terrestres, las concesiones otorgadas a particulares para la construcción de ferrocarriles y para mejorar el transporte fluvial, estuvieron condicionadas a la desorganización legislativa, al deterioro de las vías y a la construcción de vías insignificantes. Esta situación, que se prolongó incluso hasta el siglo XX, afrontó varias dificultades por el «incumplimiento, corrupción y mal manejo de los recursos (...) la mala definición de los términos de los contratos, el cálculo inadecuado de los costos (...) y los beneficios excesivos a los constructores»8.
Una forma de justificar la existencia del ramo sobre vías en el Estado de Boyacá, al momento de construir, mantener y reparar los caminos, se manifestó en la proximidad entre las instituciones públicas y su vinculación con un conjunto de mecanismos jurídicos, así como una compleja y prolífica promulgación de normas que evidenciaban la organización del Estado. Asuntos para entender el espacio geográfico9, no solo como puntos conectados físicamente, sino a través de intereses y discursos normativos orientados por la necesidad de legitimar sus actuaciones10. Para respaldar estas acciones y nutrir el discurso jurídico en torno a la construcción de caminos, se utilizó el concepto de soberanía y de Estado nacional. Estas ideas permearon el crecimiento del comercio mundial, las inversiones en infraestructura -entre ellas, los caminos- y los productos primarios del centro en la periferia, mediante el plan de transformación social hacia la modernidad11.
En medio de estas condiciones de notable influencia política e intelectual surgió el Estado Soberano de Boyacá, el 15 de junio de 1857. Gracias a la ley expedida en virtud del artículo 12 del Acto adicional a la Constitución de 1853 del 27 de febrero, el Estado comenzó a regirse con su propia Carta Constitucional legislando en diversos asuntos administrativos12. Con este propósito, el ramo de caminos formó parte de la Secretaría de Hacienda del Estado, luego se integró al Departamento de Fomento de la Sección de Gobierno de la Secretaría General13. En su organización se distinguieron tres reconocidos sistemas: la contrata o concesión de privilegios, encargada a un particular a quien se pagaba el valor estipulado en el contrato; la Administración, que de manera directa y con recursos propios se responsabilizaba de los trabajos y, por último, la empresa, encargada a particulares, quienes a cambio de la ejecución de la obra recibían el producto de las rentas para su usufructo14.
La evolución del proceso de la contratación de caminos durante el radicalismo liberal permitió cierta libertad contractual, equivalente a los contratos y obligaciones efectuados entre empresarios privados. Sobresalen aquellas normativas que regularizaron la incorporación de la caducidad administrativa como un medio diferenciado para disolver algunos contratos del Estado15. Estas condiciones, presentes durante la celebración de contratos con los particulares, se convirtieron en un acto privado, basado en el acuerdo de voluntades con el contratante y fundamentado en el derecho privado y el derecho común16.
La contratación entre el Estado y el particular supuso, para el Estado de Boyacá, la facultad de construir, efectuar mantenimiento y reparar los caminos. El poder legislativo se encargaba de entregar un título habilitante, ley o decreto legislativo, que autorizaba al poder ejecutivo para contratar directamente o por intermedio de sus secretarios las futuras licitaciones, con el fin de formalizar los contratos de obra o la concesión de privilegios17. A diferencia del sistema de administración, en el cual no intervenían particulares, pues la administración exclusiva y directamente se encargaba de efectuar las obras. Para su cumplimiento no era necesaria la ejecución contractual, sino un decreto del presidente del Estado que ordenara los detalles técnicos de las vías, la vinculación de obreros, directores, inspectores, maestros, operarios de canteras, albañiles, tesoreros, entre otros. A su vez, la asignación de los recursos dependía del Fondo de la Administración General de Hacienda y del Fondo de Salinas18. No obstante, muchas veces los contratos ejecutados durante un periodo de gobierno podían ser rescindidos en la siguiente administración19.
Por su parte, los legisladores de la periferia se apoyaron en el principio de legalidad y en el proceso de codificación, adoptando un pensamiento jurídico para determinar las instituciones y normativas destinadas a dar solución a los problemas locales20, como fundamento para ejecutar sus acciones administrativas21. Este fue el caso de la Ley 8 de 1881, expedida durante el gobierno de José Eusebio Otálora22 y relativa al fomento de mejoras materiales. Con dicha ley se pretendía intervenir en el desarrollo industrial y comercial del Estado a través de la construcción de varias vías de comunicación. El poder ejecutivo se encargaría de celebrar contratos, adjudicar privilegios o ejecutarlos directamente a través de su administración, trasferir títulos sobre tierras baldías mediante subasta pública y estipular préstamos para la inversión de dichas obras23.
El fomento de mejoras materiales terminó constituyéndose en un proceso recurrente de expedición de normas para alcanzar las pretensiones políticas y sociales de grupos locales, satisfacer sus intereses, legitimar el poder político y modernizar el territorio24. Con esta idea, la ley -y los contratos- no fueron cumplidos después de promulgarse o pactarse, debido a que no atendían al desarrollo de la costumbre, la realidad económica y las disposiciones sociales25.
En este trabajo se indaga por tres elementos que influyeron en el proceso de adjudicación de contratos durante la construcción de las vías de comunicación en el Estado de Boyacá durante los años 1857 y 1886. El primer elemento lo constituye la relación Estado-particular y la adjudicación de contratos. El segundo, las redes políticas que giraron alrededor de dichas adjudicaciones. Por último, los intereses económicos y el incumplimiento de los contratos.
A partir del análisis histórico de diarios oficiales, informes administrativos y el Fondo Notarial de Boyacá se estudió la prolífica producción de contratos para abrir vías de comunicación, respaldados por la legislación y por las relaciones de dependencia entre los grupos de políticos y comerciantes. Las fuentes mencionadas fueron localizados en la Biblioteca Nacional de Colombia (BNC-Bogotá), la Academia Boyacense de Historia (ABH-Tunja) y el Archivo Histórico Regional de Boyacá (AHRB-Tunja).
2. Contratos y contratistas: la relación Estado-particular
Cuando comenzaron los contratos con los ingenieros extranjeros para la apertura o mantenimiento de vías de comunicación durante la segunda mitad del siglo XIX, se dispuso que estas obras fueran realizadas por entidades particulares con subvenciones del Estado. La Ley 27 de 1909, que -a diferencia de lo sucedido con el sistema de financiamiento de los ferrocarriles negó las concesiones para la construcción de carreteras, otorgó al Gobierno exclusividad directa para disponer y financiar las obras26, a la vez que encargó de estas a ingenieros colombianos. Un asunto para tomar en cuenta es que, iniciando el siglo XX, aún se continuaba relegando la función de los profesionales locales a labores elementales y secundarias, al comisionarlos en la construcción y apertura de caminos o puentes provisionales. Algunos se convirtieron en «toderos» y sobrellevaron el antagonismo, según Abelardo Ramos, con los «amateur locales (...) comerciantes, terratenientes, oficiales militares que siguieron dirigiendo muchos de los proyectos menores, confiando en el sentido común y las rutinas tradicionales»27.
Los contratistas nacionales encontraron en las instituciones del Estado ciertas garantías para encargarse de las obras viales mediante concesiones otorgadas en «circunstancias especiales»28, es decir, a través de la expedición de títulos habilitantes a cargo de la Asamblea Legislativa. Era la evidencia de una relación de interdependencia para otorgar contratos a empresarios y comerciantes muy cercanos a las autoridades políticas. Cada contrato de obra incluía una serie de privilegios y concesiones mediante licitaciones que consistían en reiteradas disposiciones para construir, reparar o mantener las vías. En el caso del Estado de Boyacá, el presidente o el secretario actuaban como representantes legales para contratar con un particular o con una empresa por medio de escrituras públicas. En el transcurso de las obras, el poder ejecutivo estaba autorizado para adoptar tanto el contrato de obra pública como el de concesión de privilegios, puntualizados en los mencionados instrumentos notariales y regulados por el Código Civil29, como eran el cumplimiento, las garantías otorgadas y las condiciones extraordinarias.
Los contratos de obra, luego de ser aprobados por la Asamblea Legislativa, registraban los detalles técnicos, el valor establecido y las obligaciones contraídas por los contratistas. El contrato de concesión de privilegio30 incluía a los particulares en el abastecimiento de servicios públicos como una forma de desregular la función estatal31. Por su parte, el sistema de administración fue un medio directo debido a la inexistencia de contratos y al aumento de decretos ejecutivos, teniendo en cuenta la ley habilitante decretada por la Asamblea Legislativa. Esta ley condicionaba el modo de contraprestación entre el concedente y el concesionario, estableciendo las tarifas y derechos para cobrar peajes, el tiempo del privilegio y la cesión de terrenos baldíos.
El cobro de peajes y los ingresos generados por las obras se convirtieron en un método utilizado por los contratistas o concesionarios para garantizar la restitución de los recursos invertidos durante la ejecución del contrato. Sobre este tema, como lo señala Luis Dávila, en el caso de que el Estado otorgante aportara recursos del presupuesto para la construcción de las obras, este únicamente lograba reintegrarlos después de que el concesionario recuperara el total de la inversión realizada32. Así, las prácticas, los contratos y contratistas fueron enmarcados por la relación Estado-particular, a partir de una variedad de disposiciones vinculadas a tres etapas de contratación. La fase precontractual o convocatoria para contratar, la licitación y la concesión del contrato o privilegio.
Una vez establecido el sistema de contratación, hubo varios medios de participación de diferentes proponentes, como particulares, sociedades mercantiles y corporaciones municipales, reunidos alrededor de la destinación de recursos, el malgasto de estos, la ausencia de proponentes, el endeudamiento y el incumplimiento durante los procesos de apertura de las vías.
En el caso del proyecto para comunicar Boyacá y Casanare, en 1868 se intentó reparar el camino de San Ignacio, luego de dos años de monopolio sobre el usufructo de los peajes a cargo de Joaquín Reyes. Mediante licitación pública se otorgó la concesión a Maximiliano Vargas y Javier Albarracín, una adjudicación que explicaba la importancia del Casanare como región desde donde se enviaban casi 6000 reses hacia Cundinamarca, Santander y Boyacá, además de recuas cargadas con sal desde las salinas de Mongua y Gámeza. Al tratarse de un trayecto de exportación de artículos intercambiados por sal y ganado, así como de importación de mercaderías de la región venezolana de Ciudad Bolívar, varios negociantes consideraban que el único recurso para conservar la vía era entregarlo a las autoridades administrativas33. De esta manera se evitaría lo sucedido con el camino de Cubugón en el departamento del Norte, donde después de la fracasada Ley 30 de octubre de 185834, pasaron varios años sin licitarlo, hasta que en 1864 se adjudicó el contrato a Francisco B. Quintero, cuyas cláusulas no fueron cumplidas, debido a que el contratista recibió la adjudicación, pero no el auxilio acordado. Por tanto, varios proponentes preferían contribuir en lugar de reparar, dado el constante incumplimiento de los contratos y el abandono de las obras35.
Con la Ley de 11 de mayo de 1869, el poder ejecutivo aprobó un crédito por la suma de 20 000 pesos para continuar con las obras de fomento hacia los Llanos36. Con este propósito, la Legislatura Provincial de Casanare emitió unas cuantas ordenanzas que conferían exenciones para evitar lo sucedido en 1855, cuando el gobernador de Casanare celebró un contrato por valor de 2100 pesos con Antonio Gómez y Januario Rubiano para culminar el camino de Burisí, en el departamento del Nordeste. Este contrato fue considerado por la Legislatura desproporcionado y oneroso, así que prefirió remunerar a los empresarios por la cantidad de 800 pesos, suma jamás liquidada, lo que condujo al endeudamiento sobre las cuantías pactadas. En medio del incumplimiento de obligaciones contractuales entre el Estado y los contratistas, finalmente se otorgó un plazo de seis meses para terminar la vía y el Estado se comprometió a cancelar una multa por interrupción del contrato. Lo que no sucedió con el camino de Guateque hasta Burisí, a cargo de los contratistas con el Estado Rafael Niño y Gabriel Reyes. Sobre sus obras nunca se conoció información, salvo varios reclamos de los viajeros y comerciantes por ser una trocha atascada, que retardaba la conexión con otras vías que atravesaban el sudeste con los negociantes de ganado37.
En relación con la asignación de exenciones especiales para abrir caminos está el caso de la construcción del camino del Cravo, cuyo contrato también fue adjudicado a Rafael Niño, con el objeto de construir un camino, algunos puentes y otras obras que finalmente fueron entregadas iniciando el año 1860. Gracias a este contrato, el contratista adquirió un privilegio por 30 años; sin embargo, en los informes entregados al presidente del Estado se mencionaba el incumplimiento de Niño, considerando que la vía aún se encontraba en pésimas condiciones, con puentes improvisados y andamiajes desproporcionados. Por este hecho, el Gobierno exigió modificar el contrato con la finalidad de reducir la recaudación del peaje o definitivamente liquidar el privilegio38.
Otro caso de incumplimiento de obligaciones sucedió en el departamento de Tundama. En esta región siempre existió el interés por reconstruir el camino del Progreso para comunicar la capital del Estado con el departamento de Casanare, por la vía de Zetaquira y Miraflores. El cabildo de Miraflores intentó contratar en 1860 la apertura de un trayecto que lo conectara con Zetaquira. Para ello, mediante el Decreto Legislativo que modificó la Ley de 23 de agosto de 1863 sobre caminos, cedió las obras al coronel Pedro Rueda, más un depósito de 3000 pesos como empréstito del gobierno. Si bien Rueda manifestó entregarlo en poco tiempo y con las condiciones para facilitar el tránsito y la conexión con el Meta y el exterior, también pretendió imponer una cláusula para evitar ser obligado a construir puentes sobre los ríos y quebradas que atravesaran el camino. Pese a las exigencias, años más tarde poco se sabía sobre la empresa, tampoco los adelantos exploratorios, el estado de la obra y el dinero invertido39.
Otro intento para conectar Boyacá con los territorios del Llano se efectuó en 1881, con el contrato entre el Gobierno y el contratista extranjero Simón B. O'Leary. Para construir el camino de Oriente entre Sogamoso y el río Meta, se le concedieron 25 000 hectáreas de terrenos baldíos, una vez garantizada la construcción y el cumplimiento del tiempo estipulado40. Para continuar con el trayecto del mencionado camino, un año más tarde se contrató al extranjero Frank Wiedemam para explorar cuatro vías: Monguí, Labranzagrande, Sisbaca y Pajarito. Esta última era la más conveniente, debido a que, junto a Chámeza y Charte, permitía la conexión con el Cusiana41; sin embargo, no está claro el destino de estos dos contratistas extranjeros. Aprovechando la Ley 21 de 1882, Deláscar García, representando al Estado, y Proto Fonseca, formalizaron otro contrato para trazar una vía de comunicación entre Labranzagrande y Paya. El privilegio fue concedido a Fonseca para que con fondos personales terminara y entregara la obra en un plazo de 5 años; a cambio, se le otorgó el monopolio por 20 años para recaudar el valor neto de los peajes, respaldado por una fianza personal. No está muy claro si las obras fueron abandonadas por parte de los contratistas extranjeros o si el desistimiento ocurrió debido a un posible conflicto manipulado por los empresarios locales, puesto que Fonseca tenía un «interés particular» en las obras iniciadas desde 1876 en Labranzagrande, lugar del cual era vecino42.
Otro empresario local, de nombre Martín Rodríguez, contrató con el Estado la reconstrucción del camino entre la salina de Chámeza y el distrito de Puebloviejo en el departamento de Sugamuxi. Rodríguez debía mantener el camino durante dos años, obligación por la cual recibía una contraprestación representada en una indemnización por 8 000 pesos otorgados por la ley de fomento sobre composición de vías, con la libertad para traspasarlo a otros individuos o empresas. Para asegurar su ejecución, presentó como respaldo la suma de 5000 pesos, garantizados por su fiador Manuel Monroy. La participación de Monroy durante la ejecución del contrato permite comprender «la posición y el rol que desempeña un actor determinado dentro de una red específica»43, teniendo en cuenta su oficio como administrador principal de Hacienda del Estado durante la década de 1860. Monroy, a su vez, en 1876 fue fiador junto con la viuda Josefa Vargas de la liquidada casa comercial Grau, Tejada y Calderón, antiguos contratistas de la línea de correos desde Bogotá a Cúcuta, cuyo principal propietario era Arístides Calderón. Además, en 1878, durante el gobierno de Antonio Roldán, fue elegido administrador de las salinas de Chita y Muneque44.
Esta relación entre el Estado y contratistas privados locales se enfocó principalmente en reducidos y limitados trazados de caminos y en exploraciones ambiciosas a territorios vecinos que no llegaron a consolidarse. Además, manifiesta cómo el dominio de pequeños contratos con particulares fue no solo apoyado por la legislación, sino además otorgado para tareas básicas y provisionales. Los contratistas directos fueron los tradicionales propietarios de terrenos circundantes a las vías de comunicación, al igual que comerciantes y políticos regionales cercanos al Gobierno estatal.
3. Redes políticas durante la adjudicación de contratos
Hacia 1881, cuando el negocio de las vías de comunicación estaba en pleno auge, varias afirmaciones alusivas a los adversarios políticos pretendían encubrir los beneficios económicos que diferentes funcionarios obtenían de sus negocios personales. Como ejemplo, el presidente del Estado de Boyacá, José Eusebio Otálora, advertía que el ataque de sus oponentes a las medidas y gestiones logrados durante su administración correspondía a una rivalidad por sus propuestas modernistas. Señalaba cómo la celebración de contratos para construir varios puentes de hierro ocasionó férreas afirmaciones sobre la carencia de recursos del erario para comenzar a construir obras tan descomunales. A su modo de ver, eran opiniones resultantes de un engaño conspirador para influir en las decisiones de los votantes en elecciones futuras45.
No obstante, en el decenio de 1860, como vecino de Guateque, Otálora adquirió unos cuantos terrenos en Garagoa y Pachavita y algunas casas situadas en Tunja. Las transacciones entre su círculo de amistades ayudaron a que sus posesiones rurales se convirtieran en el centro donde confluyeron varios caminos. Con apoyo de José María Cortés, agente principal de bienes desamortizados, adquirió terrenos expropiados a comunidades religiosas, para más adelante convertirlos en bienes desamortizados con el fin de ser rematados en venta pública, con consentimiento de la Junta Suprema Directiva del Crédito Nacional. Cortés también lo representó en varias peticiones al Gobierno nacional, por los despojos ocasionados por los grupos rebeldes durante la guerra de 187846, así como en la venta de las minas de esmeraldas de Muzo y Coscuez. Igualmente, fue facultado para contratar a nombre del Estado con empresas extranjeras a fin de adquirir préstamos para las obras del ferrocarril, iniciadas con la Compañía Constructora de Obras de Hierro de Boyacá, ubicada en Samacá. Con esa finalidad, hipotecó las minas de Muzo, el ferrocarril y las ganancias de las rentas e impuestos de propiedad del Estado de Boyacá47. Esta búsqueda de recursos para invertir en el Estado destaca las «limitadas posibilidades económicas del país (...) y la demasiada dependencia de las costosas tecnologías de naciones más avanzadas»48.
En medio de su notable interés por las obras públicas, Otálora autorizó al reconocido ingeniero Manuel Peña para cobrar al Gobierno nacional las deudas y créditos pendientes a favor del Estado de Boyacá. Asimismo, prestar al Banco Nacional o algún banco o sociedad de comercio el total de 50 000 pesos con garantía hipotecaria y sobre las ganancias derivadas del arriendo de las minas de esmeraldas. Este asunto reiteradamente recaía en las transferencias que hacía la nación al Estado a través de la Ley 27 de 14 de mayo de 1873, basándose en los títulos de deuda pública o de tierras baldías pertenecientes a Boyacá. Los rendimientos le correspondían por el arrendamiento de las minas y salinas emplazadas en su territorio, cedidas por la Ley 36 de 1880 en el Congreso Nacional49.
Con este propósito, se estableció el Banco de Boyacá, una sociedad anónima para respaldar a sus accionistas, entre los cuales se encontraban Otálora50 y otros contratistas de proyectos viales con el Estado. Como se observa en la Tabla 1, los socios fueron en su mayoría los mismos funcionarios públicos y contratistas en la construcción de obras públicas. Su actividad permaneció ligada a su contexto regional y local, y la mayoría de ellos concentraron sus actividades en Tunja, la capital del Estado. El único extranjero, Basilio Angueyra, fue incluido como socio al demostrar su adaptación y cercanía con los círculos tradicionales, que terminaron controlando la totalidad de los contratos sobre las vías de comunicación en el Estado de Boyacá.
Tabla 1 Principales accionistas del Banco de Boyacá, 1881.
Narciso García Medina (Tunja) | José Vargas (Tunja) | Publio Machado (Tunja) | Peregrino y Francisco Umaña (Tunja) | Ceferino Mateus (Tunja) | Luis F. Fajardo (Chiquinquirá) | Eladio Dulcey (Sotaquirá) |
Manuel Colmenares (Tunja) | Lustano Gómez (Tunja) | Pablo Flórez (Tunja) | Martín David Rodríguez* (Tunja) | Vicente Rojas (Tunja) | José Camargo (Chiquinquirá) | Demetrio Parra (Viracachá) |
Benito Luque García (Tunja) | Ángel Flórez (Tunja) | Luis Flórez (Tunja) | Carlos Calderón Reyes* (Tunja) | Manuel Caicedo (Tunja) | Juan Borda (Chiquinquirá) | Cayetano Camacho* (Samacá) |
Francisco Corsi* (Tunja) | Ricardo Vargas V. (Tunja) | Enrique Álvarez B. (Tunja) | José E. Otálora* (Tunja) | Bonifacio Torres (Tunja) | Primitivo Nieto (Santa Rosa) | Rafael Durán (Samacá) |
Ramón Ruiz Quintero (Tunja) | Miguel Hernández (Tunja) | Manuel Galán* (Tunja) | Basilio Angueyra* (Tunja) | Nepomuceno Camacho* (Tunja) | Rafael Morales (Sogamoso) | |
José Domingo y Jesús Mariño* Tunja) | Hipólito Machado* (Tunja) | Bernardo Gutiérrez (Tunja) | Cayetano Vásquez (Tunja) | Pedro Gaitán (Chiquinquirá) | Martín Guería (Sáchica) | |
Carlos Torres (Tunja) | Leopoldo Franco (Tunja) | Manuel Fajardo (Tunja) | Miguel Motta (Tunja) | Eladio Fajardo (Chiquinquirá) | Domingo Medina (Labranza-grande) |
* Funcionarios públicos y contratistas del Estado.
Fuente: elaboración propia con base en «Banco de Boyacá», Tunja 1881, AHRB. Fondo Notaría 1, leg. 280, n. 298, ff. 432v-449v.
Como una prolongación del periodo colonial, las rentas y el método de cobranza «se arrendaban o licitaban públicamente, y el rentista o rematador debía presentar una fianza que garantizaría su manejo, es decir, debía ser una persona con solvencia económica y vinculado a influyentes redes sociales y políticas»51. En el caso del Estado de Boyacá, una red de funcionarios públicos y contratistas se vincularon a una red mayor perteneciente al negocio de los caminos, los bancos, las rentas, las fianzas y los correos. En la Ilustración 1 se muestra como los reconocidos contratistas extranjeros Charles Brown y Francisco y Basilio Angueyra terminaron vinculándose con funcionarios públicos y contratistas locales, a pesar de las oposiciones señaladas por los ingenieros nacionales52. Los nodos principales presentes en esta dinámica sobre adjudicación de contratos se concentraron en las autoridades políticas, presidentes del Estado, secretarios generales, administradores de Hacienda, entre otros. A su vez, algunas conexiones fueron definidas a partir del contacto entre los ingenieros nacionales y los extranjeros; la manera más segura para obtener los contratos e ingresar a las regiones. Esto demuestra una aproximación sobre la participación estratégica del Estado de Boyacá en la elección53, expedición de normativas y asignación de contratos.
Sobre el importante negocio de los caminos y los estrechos lazos entre reconocidos políticos y contratistas de obras públicas locales, sobresale el caso de Francisco Franco Amaya, un vecino de Girardot (Estado de Cundinamarca) pero residente en Tunja, quien en 1884 fue nombrado administrador de la salina de Chámeza. Basándose en el artículo 1403 del Código Fiscal de la Unión, hipotecó, como garantía de 1500 pesos, una propiedad rural y una casa situada en Tunja cuyo propietario era Hipólito Machado54, un reconocido agente y administrador principal de Hacienda en varios departamentos entre 1860 y 188255. Machado tenía facultades para la administración de la deuda pública, los contratos sobre vías y obras públicas, la adjudicación de minas, los préstamos a favor del Estado, el manejo de las contribuciones y gastos en el presupuesto nacional56. Además, fue contratista para el saneamiento y usufructo del acueducto público de Tunja con apoyo de Belisario Ayala, tesorero del distrito57. Esta red de apoyo sirvió para que los contratistas y empresarios locales continuaran incursionando en otras actividades económicas.
Otro argumento para construir caminos fue la utilidad recibida al enlazar varios territorios para distribuir y usufructuar el transporte de los correos, un sistema monopólico cuya administración dependía tanto del Estado como de la nación, de acuerdo con el artículo 4 de la Constitución de Boyacá58. Mediante la figura de contratos, que articuladamente ofrecían el servicio oficial y particular, el correo precisaba para su funcionamiento de los itinerarios y trayectos planeados por el Gobierno nacional. Este garantizaba el estado de las vías para su fácil desplazamiento evitando las dificultades permanentes de los recorridos, como sucedió con el proyecto para anexar la región del Casanare al Estado de Boyacá59.
Otro contratista del Estado para la apertura de caminos y el monopolio de correos fue Arístides Calderón Tejada, quien, junto con el administrador general de Correos Nacionales, formalizó un contrato para conducir correspondencias, impresos y encomiendas. Para ello, hipotecó por 5000 pesos su hacienda Huerta Grande y un predio urbano en Soatá, cuyo propietario era su padre Arístides Calderón Reyes. La familia Calderón fue una generación de políticos y contratistas para la construcción de caminos por la vía central del norte, un ramal que conectaba a Boyacá con Santander y comunicaba la carretera del sur con Capitanejo, lo que les permitió monopolizar la renta de correos mediante fianzas familiares60.
Así, la zona que incluía Soatá, la salina de Chita y el Cocuy, fue un espacio de control de la familia Calderón para adquirir contratos con el Estado, pues también se hizo cargo de los correos transversales con el respaldo de otros contratistas como Arquímedes Calderón y Martín David Rodríguez, encargado del contrato en la salina de Chámeza. Un asunto similar que implicaba a los correos transversales fue el contrato para transportar correspondencia entre Tunja y Sogamoso celebrado entre Miguel Cortés, administrador principal de Hacienda Nacional, y Manuel Galán. En este caso, «ninguno de los dos fue considerado como agente del gobierno, sino como particulares ejecutores de contratos»61.
Como puede verse, la red de contratistas vinculada con el Estado fue organizada a partir de las dinámicas moldeadas por varios proyectos económicos. En el caso de la construcción de vías, el tipo de materiales, los cálculos matemáticos, la falta de acuerdos entre las regiones y la «competencia e intrigas»62 entre extranjeros y nacionales, llevaron a murmuraciones que sospechosamente se expandieron en relación con la honestidad a la hora de celebrar contratos de obras públicas.
Sin embargo, los vínculos entre algunos contratistas nacionales y extranjeros iban más allá de estos pleitos. Este fue el caso del mencionado ingeniero Abelardo Ramos, constructor de los puentes sobre el río Chicamocha, en los sitios León y Capitanejo63, quien cedió el contrato de dichas obras «a quien quiera tomarlos por su cuenta». Para ello, garantizó al nuevo contratista, aparte de lo que debía el tesoro del Estado, todas las sumas y pagos relacionados con las materias primas que debían transportarse desde el puerto de Honda, además de 2000 pesos «como retribución por su cuenta a quien lo reemplazara en el uso de sus derechos»64. Con este propósito, ofertó públicamente la transferencia de comisiones e incentivos, una mínima parte de la cantidad que englobaba el valor de los perjuicios reconocidos durante la ejecución de los contratos. Estas obligaciones, según los valores calculados por el jefe de obras públicas Basilio Angueyra65, pudieron ser las causantes de la quiebra de Ramos, pues parte de los auxilios prometidos por los Estados de Boyacá y de Santander aparentemente nunca fueron desembolsados.
Al parecer, las cuestiones políticas llevaron a acusar a Ramos de ser un hombre codicioso y lucrado de los recursos del Estado para sus intereses personales, pues este fue culpado de transferir los contratos con el fin de deshacerse de los compromisos adquiridos y quedarse con el monto de 20 850 pesos. Una cuantiosa suma, pues solamente en los cimientos del puente Gutiérrez había invertido 1176,18 pesos, según los cálculos presentados por Francisco M. Angueyra, el nuevo encargado de la obra66.
El detrimento de las utilidades y los contratos firmados inició cuando se estableció de forma ambiciosa la ferrería en Boyacá67. El secretario del Estado, Antonio Roldán, y Abelardo Ramos, representante de Charles Otto Brown y Levi D. York, ciudadanos estadounidenses y apoderados de la compañía constructora de obras de hierro de Boyacá desde 1877, firmaron un contrato para reactivar los yacimientos de hierro en Samacá y establecer un taller para producir anualmente 2000 toneladas de hierro laminado. Ramos y York fueron autorizados por el Estado para ceder a la compañía de obras de hierro de Boyacá los compromisos adquiridos en los contratos firmados en 1878 para construir el puente de Soto en el sitio de Capitanejo y suministrar los materiales para el puente Gutiérrez, ambos sobre el río Chicamocha. Según su representante Francisco Corsi, Brown pretendía terminar las obras antes de que llegara el invierno y, para ello, se comprometió a erigir, por su cuenta y riesgo, los soportes para instalar el puente de hierro concertado por su apoderado Abelardo Ramos en 1878, y a transportar, sin compensación, los materiales situados en el paso del Cacaotal68. Además, debía recibir del Gobierno el valor de 12 800 pesos.
El puente de Capitanejo había sido contratado por la suma de 10 350 pesos, mientras que los materiales del puente de Gutiérrez fueron estipulados por un valor de 10 500. El total, supuestamente, fue cobrado por Ramos durante el tiempo acordado con el gobierno. Si bien, este último confirmó el pago de dichas obligaciones, al contratista se le inculpó del incumplimiento del montaje del puente de Capitanejo y de la entrega de los materiales del puente Gutiérrez. Según Ramos, el retardo de los materiales era el resultado de las malas vías de comunicación, el riguroso invierno y del comisionista de Barranquilla, quien aparentemente suspendió sin ninguna justificación y por varios meses la remisión de las cargas: «el cargamento, que constaba de 590 cargas, subió tardía y trabajosamente, en canoas mal construidas del río Lebrija hasta Puerto-Botijas, donde también, por escasez de mulas 'sufrió' demoras considerables»69.
Por su parte, Brown advirtió la superación de los obstáculos al manifestar que los cimientos y terraplenes se hallaban terminados para sostener las estructuras de hierro, pues dicha estabilidad se verificaba con la resistencia a las impetuosas aguas del río Chicamocha; sin embargo, los créditos acumulados durante el tiempo transcurrido revelaron pérdidas por 3500 pesos durante la instalación de los cimientos iniciales, aumentando el valor a 34 850, que luego ascendió a 37 150 pesos al sumar una deuda del gobierno70. Por esta razón, en 1881 el presidente José Otálora autorizó a Cortés & Suárez, de Bogotá, para cobrar a Abelardo Ramos las sumas adeudadas al fondo de la Ferrería de Samacá. También, por los perjuicios causados y el valor invertido por el Gobierno al encargarse del transporte del material hasta el puente de Gutiérrez. El presidente puntualizó que las obras se efectuarían mediante el control estatal, para lo cual era necesario contratar un director y un vigilante responsable de las cuentas, dadas las obligaciones contraídas y los gastos originados, los cuales dependían del presupuesto asignado para las obras del Estado71.
El jefe departamental del Norte, José María Pinto, descalificó estas explicaciones, advirtiendo la lamentable situación de El Paso de León, un puente malogrado por los constantes incumplimientos del ingeniero Brown y por la indiferencia del secretario general Antonio Roldán, quien aceptó y firmó el contrato con fundamentos dudosos. Por su parte, el presidente José Otálora se defendía señalando que durante su administración comunicó honrada y sinceramente cada uno de los proyectos planeados y ejecutados a los habitantes de Boyacá, cuyas necesidades dependían de dichos puentes, dado el intercambio comercial entre el norte de Boyacá y Santander con los mercados de Cúcuta y Venezuela. En 1878, el Gobierno remedió prontamente el perjuicio ocasionado por la huida repentina del ingeniero Brown, delegando la continuidad de las obras al ingeniero Francisco Angueyra y varios mecánicos estadunidenses, quienes aparentemente habían solucionado la dificultad con «el caudal de sus conocimientos matemáticos»72; sin embargo, las ovaciones al experimentado ingeniero fueron interrumpidas con el desplome del puente Gutiérrez ocasionado por una fuerte corriente de agua que desarmó las estructuras que sostenían las armazones de hierro y causó el hundimiento. Las disputas entre las inclinaciones políticas y la habilidad del Gobierno ante la rivalidad de sus oponentes no fueron capaces de predecir el aumento excesivo del caudal del río Chicamocha, originado aparentemente por un invierno extraordinario, como lo informó Arístocles Gaona mediante la correspondencia enviada a José E. Otálora73.
En definitiva, las rivalidades fueron observadas en la forma como los contratistas nacionales adjuntos a las administraciones estatales pretendieron perpetuar las obras públicas bajo el dominio del Estado para, supuestamente, impedir la contratación de extranjeros. La mayoría de las veces, el deterioro de las obras era imputado a errores de ingeniería de los contratistas extranjeros, mientras que el fracaso en las construcciones de los nacionales era atribuido más a «elementos naturales (...) que a deficiencias técnicas»74.
4. Los intereses económicos y el incumplimiento de las obras
Las controversias causadas al materializar las obras públicas del Estado explican las reiteradas licitaciones y adjudicaciones de contratos. Con el avance de la legislación sobre construcción y mantenimiento de los caminos en Boyacá, se advirtió la tendencia a dictar leyes para favorecer las dinámicas propias de los contratistas y la realidad social que los rodeaba, con base en discursos legitimadores de un «poder político» poco efectivo75. Esta percepción dejaba clara la figura de «quitarle a la ley su papel totalizador»76, debido a los constantes ajustes realizados a los contratos por los intereses de los contratistas. Tantas leyes finalmente sucumbían al ser eludidas por sus destinatarios en medio de aspectos relacionados con la costumbre, la realidad económica, las disposiciones sociales y los conflictos entre contratistas nacionales y extranjeros.
La frecuente producción de normas, su sucesiva especialización y los discursos permanentes sobre la importancia de los caminos, intentaban legitimar el «poder político que se relacionaba con ideas sustitutivas [con] la continua promulgación de discursos jurídicos-políticos que pretendían imponer caminos con la mera expedición de palabras (...) o discursos clientelistas»77. Así, las pretensiones de obtener resultados materiales a partir de la expedición de normativas para ajustar las licitaciones y adjudicaciones de contratos hicieron parte de la influencia simbólica, política e intelectual enmarcada en la corriente del republicanismo político, representado en el autogobierno, activismo e intervencionismo estatal. Con base en ello, la adjudicación y la licitación fueron formas capaces de asegurar las condiciones de una vida pública activa78.
En la década de 1860, la estrategia estatal para construir caminos y líneas férreas partió de la idea de entregar licencias a sociedades particulares con un apoyo financiero gubernamental. A pesar de ello, el capital económico de los empresarios nacionales era insuficiente, aun cuando el Gobierno nacional comenzó a participar como empresario una década después. La situación no prosperó, al contrario, gran parte de los planes para construir los ferrocarriles fueron asignados a empresas de origen británico y norteamericano79.
En el caso de la construcción de caminos, el escenario exteriorizó el ingreso de varias sociedades privadas a regiones distantes como el Casanare. A partir de ese momento, aprovecharon un importante circuito económico al incorporar itinerarios, provisiones, roles, relaciones sociales, posadas, condiciones climáticas y transformación del paisaje, con el fin de explotar los suelos y pastos para la cría y transporte del ganado80. Una realidad contrastada con la «imagen de un Estado de derecho actuante y una creencia en que la majestad del derecho puede sobreponerse sobre las dificultades del mundo cotidiano»81.
Durante los años 1859 a 1868 se tramitaron seis actos legislativos para reparar el Camino del Progreso, pero luego de adjudicar una cuantiosa cantidad de dinero, el Estado demostró la inutilidad de las obras. Adicionalmente, las propuestas de los interesados exponían la sagaz divergencia por las preferencias sobre determinados caminos, cuyas rutas ofrecían más beneficios para transportar ganado. Evidentemente, eran los negociantes residentes en las extendidas y productivas planicies de Sogamoso, Socha, Corrales y Socotá, quienes fomentaban estos lugares como centros para aclimatar y engordar el ganado introducido desde Casanare, para luego ser distribuido a Santander, Cundinamarca y Tolima, conectando así el interior con Venezuela y el Caribe. Se entiende, entonces, la solicitud de los pobladores de Socotá para iniciar la apertura de un camino hasta el distrito de Moreno, teniendo en cuenta las exenciones citadas en el artículo 3 del Decreto de 19 de diciembre de 186382.
Gran parte del tiempo, los contratos caducaban por negligencia de las partes, lo que promovía la apertura de otras licitaciones, que prometían a cambio los terrenos baldíos localizados junto a las vías, situación que valorizaba aún más las tierras83. En 1873, al caducar el privilegio otorgado a Ricardo Chaparro, Juan Avella y Elías Plazas para construir el camino de Toquilla, se llamó nuevamente a licitación, de acuerdo con lo establecido en la cláusula 11 del artículo 1.° del Decreto Legislativo de 16 de diciembre de 1866. El camino debía construirse en 4 años, cuyo privilegio al finalizar las obras incluía las facultades para recibir por 30 años el cobro del peaje y 8000 hectáreas de baldíos. Finalizado el privilegio, se cedería este al Estado totalmente disponible; en caso contrario, se le expropiarían al contratista los terrenos baldíos y se precisaría reconstruir y entregar de nuevo el camino84. El Estado proporcionaría, por adelantado, la cantidad de 1000 pesos perteneciente al fondo de salinas, como estímulo para agilizar la entrega del camino.
Otra forma de incorporar las extensas tierras de los Llanos fue a través de la cesión de territorios nacionales. En el caso del territorio de San Martín, su transferencia fue el resultado del interés de comunicar la capital del país con puntos o afluentes del río Meta. Entonces, el Congreso de Colombia dictó la Ley 11 de 1874, que destinaba la suma de 2000 pesos y facilitaba la composición de trayectos, pensando en una línea del ferrocarril para conectar con varios afluentes localizados en Casanare a fin de introducir la navegación a vapor. También, con el propósito de repartir tierras baldías, como sucedió con la promesa de entregar 40 000 hectáreas a quien construyera una vía para comunicar el Estado de Santander con Arauca.
En otros casos, las discusiones sobre el regular estado de conservación y la calidad de los suelos fueron los argumentos de los vecinos para no licitar sobre algunos caminos; además, reprocharon la falta de garantías para su construcción. Como sucedió con el camino de El Progreso, donde la administración municipal autorizó su reparación en medio del supuesto desinterés de los vecinos y de los negociantes del departamento del Centro. Una incoherencia, si se compara con el aumento de solicitudes a la Asamblea que reflejaban la exclusividad para asignar licencias, pues en Siachoque varios particulares ya habían solicitado la concesión del mencionado camino. Finalmente, el distrito decidió encargarse directamente del proyecto, tomando en cuenta que ya había sido rechazado en años anteriores. Lo presentó a la Asamblea y esta le otorgó el monopolio por 15 años, además de 800 pesos, un valor que escasamente cubría la compra de herramientas. Dicha situación llevó a que el distrito, después de comparar los costos y beneficios de la vía, solicitara al Gobierno una solución tangible en relación con la asignación de recursos85.
En el caso de las vías hacia el río Magdalena, Roque Morales -en un pliego dirigido al secretario del Estado- ofreció «a quien quisiera contratar» la construcción de una vía para comunicar Boyacá con Cundinamarca cruzando el territorio de norte a sur, en la parte del río Magdalena donde confluían los ríos Fusagasugá y Rioseco en límites con Boyacá, Ubaté, Chiquinquirá, Chocontá, Machetá, el Valle de Tenza y Tunja. Con ello, estimuló la contratación para la construcción de la vía atendiendo lo ordenado en el artículo 1.° de la Ley de 28 de enero de 1873 y los fundamentos determinados por la Asamblea Legislativa del Estado. No obstante, la construcción de la mencionada vía dependía totalmente de las contrataciones y obras relacionadas con las rutas trazadas para el Ferrocarril del Norte, así como de la contribución del Estado de Cundinamarca con los fondos de las salinas86.
Una situación similar a la ocurrida con las obras del camino de Occidente, una vía para conectar Chiquinquirá con Puerto Niño en el río Magdalena. Inicialmente, estas fueron adjudicadas a Basilio Angueyra, luego se contrató a Jacobo Wiesner, a quien el Gobierno nacional le entregó la primera cuota decretada por la Ley 10 de 1882, con pagarés sobre las salinas. Además, le adjudicó el monopolio por 30 años para construirlo, explotarlo y establecer hospedajes y prados, con propiedad exclusiva del Estado. Le autorizó la construcción de un desembarcadero para el ingreso de los vapores y una línea de telégrafo desde este punto hasta Chiquinquirá, calculadas en 240 000 pesos. De esta suma, el Estado aportaba 140 000; 100 000 pesos, parte del dinero adjudicado por la Unión, y 40 000 en terrenos baldíos ubicados en toda la extensión del camino, con títulos y derechos sobre tierras fraccionadas de casi 10 000 hectáreas cada una87.
Para terminar, conviene señalar el contrato para abrir de nuevo la vía en los límites entre Tunja y Cundinamarca, incluyendo el Puente de Boyacá y Ventaquemada, firmado por José Vargas, secretario general del Estado y Enrique Morales, apoderado de Abelardo Ramos y Andrés Arroyo. Mediante el nuevo contrato, el Estado destacaba el mejor momento para que Boyacá iniciara la Carretera del Sur, cediendo lo necesario para obtener exitosos resultados, incluyendo los terrenos aledaños a la vía88. Con el paso de los años, la carretera continuaba siendo parte de la «repetida emanación de órdenes»89 y de las continuas diferencias entre contratistas extranjeros y nacionales, dado que el presidente del Estado derogó el Decreto 399 de 10 de septiembre de 1880, rescindió anteriores contratos y procedió a contratar con Basilio Angueyra. El nuevo contrato modificó el otorgado el 4 de septiembre de 1878 y su reformatorio de 2 de enero de 1879, y aclaró que Angueyra ofrecía mejores condiciones al continuar la obra a nombre del Estado, pero con sus propios medios económicos, además de incluir la construcción del «monumento conmemorativo de la Batalla de Boyacá»90.
Debido a los pocos adelantos en la construcción de la vía entre Tunja y el Puente de Boyacá, en 1884 Francisco Mendoza, secretario de Hacienda, determinó que la sociedad Mariño & Escovar sería la nueva encargada de continuar con las obras, a la que se le pagaría con libranzas a través de la firma de comisionistas Francisco Groot de Bogotá. Mariño & Escovar se comprometieron a reconstruir el tramo del camino que faltaba, pero solo después de las interrupciones por la guerra de 188591, la cual podía ocasionar serios perjuicios a los términos pactados para su construcción, si caducaba el privilegio y se convertían las obras en propiedad exclusiva del Estado, asunto que no hallaban conveniente.
5. Consideraciones finales
En el Estado Soberano de Boyacá el tema de las vías de comunicación fue una preocupación constante de los comerciantes, empresarios y autoridades políticas. La construcción de las obras viales estuvo supeditada a la frecuente expedición de leyes y decretos introducidos como instrumentos moldeados en discursos y reflexiones de los legisladores, para buscar privilegios y obtener ventajas económicas en el territorio y en las provincias donde mantenían posesiones y riquezas. Esto se vio reflejado en el aumento y proliferación de contratos y contratistas, en las prolongadas disposiciones, licitaciones, adjudicaciones y prórrogas, cuyos proponentes terminaron siendo muy cercanos a las instituciones locales y regionales.
La legislación incluía diferentes condiciones de contratación para construir, mantener o reparar las vías del Estado; se observaba a través de estas un sistema de conexiones entre los puntos económicos más importantes, desde el centro avanzado hasta los Estados vecinos. Las regulaciones, que incluían desde las especificaciones técnicas hasta el tipo de mano de obra que debía ser vinculada, habilitaron la aprobación de contratos que contenían el establecimiento de peajes, las tarifas por cobrar, la duración de los privilegios y la adjudicación o repartición de tierras baldías. De esa manera, la constante emisión de normas inició con el fomento a las mejoras materiales, el otorgamiento de generosos recursos, el endeudamiento de los interesados, la demora y rescisión de las obras y la terminación de los contratos sin finalización de estas obras. Estas razones llevaron a elaborar nuevos contratos y a pactar nuevas cantidades para invertir, lo cual dejó entrever una red muy cercana a las autoridades políticas, conformada por funcionarios y contratistas frecuentes, quienes recibían la mayor parte de los contratos.
La relación entre las clases tradicionales de legisladores y funcionarios públicos influyó en las decisiones sobre las directrices para adjudicar contratos a particulares muy cercanos al Gobierno, quienes poco conocían sobre ingeniería, se acomodaban a sus habituales métodos de construcción y aprovechaban los recursos naturales de sus regiones. Este procedimiento para contratar entre locales resultó ser más influyente que la competencia entre los ingenieros nacionales y extranjeros por «tomar» un contrato. Con todo, la extendida influencia de los locales en la aceptación de algunos extranjeros en la ejecución de las obras pudo deberse más a su reconocida experiencia.
El panorama que queda de la idea de «tomar los contratos por su cuenta» es el de una reproducción de normas sobre los caminos en Boyacá, las cuales finalmente fueron promulgadas pero no materializadas, debido a las constantes oposiciones y rivalidades entre los contratistas locales con los ingenieros nacionales y extranjeros, cuando las vías conectaban con otros Estados y territorios vecinos. La proliferación de regulaciones se constituyó en una dimensión jurídica92 que buscaba respaldar a unos contratistas en detrimento de otros, muy por encima de los intereses de la población y de la realidad económica del Estado. Situación que dio paso a sucesivas habilidades prácticas que determinaron la organización vial del espacio, así como la relación de dependencia con grupos de políticos, comerciantes y empresarios de caminos con características muy locales.