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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.59 no.145 Bogotá Jan./Apr. 2011

 

FENOMENOLOGÍA DEL ENTRECRUCE DEL CUERPO Y EL MUNDO EN MERLEAU-PONTY

Phenomenology of the Intersection between Body and World in Merleau-Ponty

 

ROBERTO ANDRÉS GONZÁLEZ
Universidad Autónoma del Estado de México
rushlogo@yahoo.com.mx

GABRIEL JIMÉNEZ TAVIRA
Universidad Autónoma del Estado de México
gaber2016@hotmail.com

Artículo recibido: 12 de abril de 2010; aceptado: 1 de mayo de 2010.


Resumen

Este artículo se propone abordar el fenómeno de la alteridad humana a partir de la obra de Maurice Merleau-Ponty. Cabe mencionar que el tema fue asignatura pendiente en la fenomenología de Husserl. Una de las estrategias que implementa Merleau-Ponty para establecer la "normalidad" en la interacción entre los hombres consiste en redimensionar el concepto de cuerpo y el de percepción. En rigor, se diría que el cuerpo no es independiente del mundo, sino que, por medio de la percepción, el cuerpo y el mundo permanecen entrecruzados.

Palabras clave: M. Merleau-Ponty, alteridad, cuerpo, percepción.


Abstract

The objective of this paper is to address the phenomenon of alterity in the philosophy of Maurice Merleau-Ponty, a problem that remained unsolved in Husserl's phenomenology. One of the strategies implemented by Merleau-Ponty in order to establish "normality" in the interaction among human beings is to re-contextualize the concepts of body and perception. Strictly speaking, it could then be said that body and world intersect and remain connected through perception.

Key words: M. Merleau-Ponty, alterity, body, perception.


Introducción

El artículo que aquí se presenta hace alusión a una serie de investigaciones que buscan rastrear algunos aportes importantes de Maurice Merleau-Ponty al pensamiento filosófico contemporáneo. Uno de nuestros intereses consiste en subrayar que su pensamiento, si bien posee un corte fenomenológico, también roza los umbrales de una cierta ontología; ámbito al que nuestro autor concedió primacía, debido a la necesidad de plantear desde las bases los problemas filosóficos. Merleau-Ponty, junto con Sartre y Gabriel Marcel, ha contribuido de manera significativa al desarrollo de la fenomenología en Francia.

Podría decirse que Merleau-Ponty, a su manera, quiso fundar también una filosofía radical, que optase por vincular las diferentes dimensiones del hombre en un discurso filosófico convincente, con lo cual llevó la fenomenología a los límites de la ontología. El papel preponderante que aquí otorgamos a Merleau-Ponty viene dado por su contribución especial al ámbito de la ciencia al puntualizar los efectos de su equívoca consideración del hombre y anunciar lo que, en términos de Michel Henri, se llamará "la nueva barbarie". Aclaramos que no se trata aquí de vislumbrar este resultado, sino de sumergirnos en uno de los planteamientos que propone para restablecer el papel fundamental del cuerpo en la intelección del ser del hombre, precisamente para solucionar el problema en el que se sitúa la pérdida de su misma apropiación. Dicho planteamiento tiene que ver de manera directa con los fecundos aportes de Edmund Husserl, a quien el francés debe el suelo sobre el que cimentó toda su filosofía, pues de él extrajo el rico bagaje de terminologías empleadas en un discurso que encarna los problemas de manera primordial. Situados aquí, intentamos mostrar la puntual intervención de los conceptos que fueron acuñados para mostrar un discurso elemental en la comprensión del hombre de hoy. Dichos conceptos representan para el filósofo francés el eje de una nueva ontología necesaria para focalizar los problemas que han cambiado radicalmente las expectativas antropológicas del hombre.

Ante la necesidad de situarnos en el discurso del autor, hemos elegido tres puntos fundamentales para la comprensión ontológica del ser del hombre que Merleau-Ponty invoca para completar la serie de investigaciones que ya habían sido planteadas desde la Fenomenología de la percepción (1945), a saber: el cuerpo, la unidad fáctica del hombre y la alteridad intersubjetiva. Estos tres conceptos, en primera instancia, no permanecen atados en el discurso formal del autor; no obstante, por su sentido, podemos descubrirlos como íntimamente ligados entre sí. Es así como nuestro trabajo se encuentra estructurado en tres apartados, cada uno enfocado en uno de los tres conceptos referidos: I) cuerpo y percepción; II) la unidad ontológica del hombre, y III) la alteridad intersubjetiva.

En el mismo sentido, la manera de abordar estos temas filosóficos llevó a Merleau-Ponty hacia una imbricación de los diferentes ámbitos de la filosofía, desde la epistemología hasta la ontología, así como la antropología y la psicología. Este ambicioso objetivo estuvo ligado intrínsecamente al método fenomenológico de Husserl; por eso fue posible el traslado de un ámbito a otro, y de esa manera el problema del cuerpo suscitó el problema de la unidad del hombre, así como el de la comunicabilidad intersubjetiva. El tema del dualismo, que nos ha llegado por medio de la ciencia, ha sido el gran motivo para dedicarle un espacio a la unidad del hombre y sus relaciones. Repensar el planteamiento de Merleau-Ponty en la actualidad responde al hecho de que en el presente, como en ningún otro tiempo, urge redimensionar y recobrar el estado olvidado del ser del hombre. En nuestro intento, queremos mostrar cómo, a partir de un estudio profundo del concepto de cuerpo (humano), podemos situarnos en un campo fértil para vincular la naturaleza humana con otras naturalezas, y pensar ahí la unidad y la alteridad del hombre con otros hombres.

I

Podría decirse que en Maurice Merleau-Ponty se resalta lo urgente que es, para nuestro tiempo, aprender a ver los problemas que encara la filosofía desde el interior del hombre, ya que, desde ahí, estos vienen a puntualizar los más grandes enigmas que la naturaleza nos ha planteado. En respuesta a este empeño, el autor francés señala que sólo a partir de un estudio profundo del cuerpo se podrían llegar a desenredar muchas de nuestras preguntas, puesto que se trata -dice- de abordar el problema humano sin salirse de él. En esto consiste la mirada profunda del quehacer filosófico. Por este motivo, el punto de partida es un estudio pormenorizado de la percepción, a la que el cuerpo asiste desde sus entrañas. La percepción ocupa un lugar privilegiado en el pensamiento de Merleau-Ponty, pues constituye el punto axial de nuestras múltiples referencias a la realidad (en el exterior) y, a partir de ella, al interior de nuestro ser. Con esta noción de percepción, con la que se invaden los ámbitos fenomenológicos y ontológicos simultáneamente, Merleau-Ponty va a establecer algunas importantes consecuencias. En primer término, la percepción adquiere una connotación epistemológica, en torno a la cual gira el problema de la verdad del subjetivismo y el objetivismo, categorías que es imposible asumir sin más debido a las implicaciones corporales con que se ven condicionadas, ya que "la percepción no es una ciencia del mundo [...] sino el trasfondo sobre el que se destacan todos los actos y que todos los actos presuponen" (Merleau-Ponty 2000a 10). En este claro, la fenomenología encuentra su verdadero significado dentro de nosotros, y las denominaciones sujeto-objeto evidencian no ser más que referencias explícitas de un único fenómeno que puede ser situado en el mundo. Con la percepción fundimos estos términos en una experiencia que encarna toda vinculación con el mundo, al que nuestro cuerpo pertenece, naturalmente. La otra connotación a la que aquí se alude, como puede verse, se refiere a una acepción ontológica, a la que hemos accedido precisamente por el acto de la percepción. No hay manera de saber qué es lo que ha hecho posible este salto si no lo hemos encarnado personalmente, así que una percepción es también una revelación: la revelación del ser. Por la percepción se revela el ser, se descubre frente a nosotros y nos dice que, en virtud del ejercicio de la percepción, el hombre no puede desligarse nunca del ser.

Los indicios de una fenomenología del cuerpo son la clave de aquella trasposición de términos que desde La estructura del comportamiento (1942) vienen a reducirse a un único principio: la percepción o Gestalt, ya que "a las filosofías subjetivistas les faltaba pensar la Gestalt como unidad de lo interior y de lo exterior, de la naturaleza y de la idea" (Merleau-Ponty 1976 292). Lo esencial, entonces, consiste en reunir al sujeto y al objeto a través del cuerpo en un acto de percepción, pues todo comportamiento humano está de algún modo comprometido desde dentro. El racionalismo cartesiano y su legado contemporáneo consideraban imposible este paso, pues todo acto humano siempre estaría mediado por el espíritu, ya que todo se encuentra vinculado a él. De modo que la actualidad del pensar será la actualidad del ser. A esto lo llamamos un radical subjetivismo, que desde inicios de la modernidad ha dejado marcada su huella. Maine de Biran intentó sobrepasar este límite incrustando en la posibilidad del yo la posibilidad del cuerpo, pero siempre en calidad de subalterno. No reconoce en él ninguna condición de autoconciencia, pues este es allí sólo la base donde el yo cimenta sus potencias (cf. Merleau-Ponty 2000b). Contrapuesto o quizá paralelo a esto, un cierto materialismo mecanicista invadía el terreno de las ciencias naturales haciendo del cuerpo humano un conglomerado de órganos, dividiendo al hombre por fin entre lo que es y lo que tiene. Este dualismo que habita los espacios de la realidad actual no es sino el mismo que Descartes había comenzado a tratar y que hoy se lee a través de los conceptos que circulan en la cultura de Occidente. Este resultado no parece ser completamente inofensivo. Quizá sea el terreno sobre el que se sembraron la crisis y los grandes equívocos de nuestro tiempo. Desde esta circunstancia espiritual se justifica el intento de Merleau-Ponty de volver a plantear los problemas en su estado original. Sartre mismo quiso marcar este camino: vemos que en El ser y la nada proponía una superación del dualismo; no obstante, en breve sería víctima de su propio comienzo, ya que el nihilismo fue resultado de un desdoblamiento mal planteado, pues la dialéctica del en-sí y el para-sí estaba dañada desde Hegel. La percepción es, pues, desde el punto de vista de Merleau-Ponty, el ámbito que ambiciona reconciliar este dualismo e integrar por fin los postulados que condicionaban al hombre. Por eso, nuestro autor opta por hacer una lectura del mundo (volviendo a las cosas mismas), al que considera necesario volver a mirar, pues de esta percepción depende nuestra propia comprensión.

El razonamiento es válido, siempre y cuando pensemos una vez más el estatuto epistemológico del sujeto al que tendríamos que reunir con su oponente: el objeto; pero seguir esta terminología dualista es una falta de sentido, pues, en sí mismos, estos términos llevan implícita una incomunicación. Ya Cassirer en la Filosofía de las formas simbólicas había advertido que cuando se aborda el problema de la relación entre alma y cuerpo de una manera sustancial siempre se desemboca en un callejón sin salida: "entre aquello que es el cuerpo y lo que es el alma, ambos como sustancias metafísicas, no existe ninguna mediación posible" (Cassirer 2003 117). Pensar la unión del hombre de una manera sustancial consiste en cosificar causalmente esta relación, lo que desemboca en una relación incomprensible o, en el mejor de los casos, en una yuxtaposición del ser del hombre.

Sin embargo, Merleau-Ponty ha intentado apartarse de este modotradicional de abordar el problema. Él se sitúa en el horizonte de un lenguaje comprometido con una nueva ontología, por así decirlo, del sujeto encarnado. El paso fue dado cuando el camino epistemológico que la percepción abría nos llevó al corazón de una ontología de la experiencia. Sin duda, esta sería la clave que induciría al autor de la Fenomenología de la percepción a involucrar con todas sus consecuencias un cuerpo que condicionara todas nuestras percepciones. Pero Merleau-Ponty no ha querido tomar partido contra el sujeto para moverlo hacia un lugar incierto, sino que lo ha colocado en su verdadero sitio. El problema ahora consistiría en saber cómo es posible esto y qué consecuencias suscita.

Hemos mostrado lo importante que es considerar el verdadero sentido de la percepción; en ella, el sujeto se sitúa en un cuerpo, con lo que resulta imposible negar la intervención del mundo como lugar de toda percepción, dado que en el acto nos planta en su medio. Ser cuerpo es ser-del-mundo (etre-au-monde), argumento ontológico cuyo peso es irrefutable, pues las diferentes investigaciones psicofisiológicas de la motricidad nos revelan este secreto. En adelante es fácil sospechar que, a partir de un estudio profundo del esquema corporal y la motricidad en general, Merleau-Ponty deduce importantes nociones en un plano profundamente filosófico, pues estas experiencias suceden en el espacio y en el tiempo vividos por el sujeto, como una intencionalidad operante, noción que ha trascendido la psicología descriptiva de Brentano y la fenomenología subjetiva de Husserl. El cuerpo humano es, visto desde los ojos de Merleau-Ponty, un "donador de sentido", dado que "todo lo que comunica con él conforma un espacio significativo tan real, que todo se actualiza en su presencia, pues adquiere cierto sentido, relieve, valor, expresividad" (Teo Ramírez 93).

La percepción revela, es decir, permite que el ser se ilumine y dote con ello de sentido todo nuestro entorno. Se diría que el mundo se llena de sentido en virtud de una actividad perceptiva orquestada por nuestro cuerpo. Esta revelación de sentido no sería posible si la percepción no estuviera ligada al mundo como una totalidad, ya que somos como una continuación del mundo. Bajo esas condiciones, la percepción está encarnada en el corazón mismo del mundo, y, en el momento en que el hombre se prolonga a la realidad, realiza un quiasmo (cuerpo -X- mundo), pues lo que percibe es también percibido (cf. Merleau-Ponty 2000a). Descartes había ignorado esto en la Dióptrica. De manera que estamos atados por todos lados al mundo, pues ver es también ser visto (cf. id. 333): así, por medio del quiasmo estamos expuestos a la realidad. Esta noción ocupa un lugar fundamental en el pensamiento de Merleau-Ponty, tanto que se ha llegado a identificar esta filosofía como la filosofía del quiasmo (Teo Ramírez 100). Estamos situados aquí en una de las afirmaciones ontológicas esenciales para poder dar paso al siguiente punto que ocupa nuestro objetivo, a saber, la unidad del cuerpo en la complexión del ser del hombre, que será nuestro punto focal y la clave para ingresar al tema de la alteridad.

II

El esbozo que hemos realizado hasta aquí del pensamiento filosófico de Merleau-Ponty es, sin duda, bastante limitado como para creer que hemos tocado fondo. Nada más lejos todavía de sus intenciones originales. Es, sin embargo, un tanto absurdo querer abordar todo el abanico de implicaciones teóricas de una vez; no obstante, debemos atrevernos a decir unas cuantas líneas en torno al ser del hombre, pues este constituye el meollo de la presente preocupación. En este sentido, resulta fundamental recordar que Merleau-Ponty se abre paso en la filosofía a través de un contexto de yuxtaposición. El hombre se encuentra fragmentado; cada filosofía propone una tesis para explicar la esencia de la existencia. Se diría que ahora ya no se trata de dislocar más el ser del hombre, sino de integrarlo en sus partes. Precisamente, a este anhelo nuestro autor le hace frente a través del concurso del concepto de percepción.

En efecto, con las tesis anteriormente expuestas acerca de la percepción del cuerpo en el mundo, cuyos resultados muestran un mundo totalmente inaccesible al pensamiento racionalista y lo bastante alejado del mecanicismo cientificista, podemos reconstruir ya un nuevo escenario para englobar al hombre. Hemos mencionado, aunque de una forma escueta, que de una fenomenología podemos acceder naturalmente a una ontología en la medida en que la percepción es verdaderamente una experiencia corporal; pero, indudablemente, queda un hueco que es necesario llenar, dado que la condición del sujeto ha quedado suplantada por la del cuerpo. ¿Es posible esto? Sí, asegura Merleau-Ponty, y para sustentarlo resultan fundamentales las nociones aludidas, a saber: la intencionalidad y el quiasmo.

En la posibilidad de superar el dualismo cuerpo-alma, ser-en-sí y ser-para-sí, representado por el subjetivismo, Merleau-Ponty se ve forzado a confrontar nuevamente los fallos que han heredado tanto la psicología conductista como la fisiología, al referirse continuamente al hombre según alguna de las denominaciones que dichas disciplinas representan. Al parecer, el mismo Husserl fue víctima de este fallo, pues en las Meditaciones cartesianas divide el estudio del cuerpo en dos modalidades de ser: como cuerpo-objeto (Körper) y como cuerpo para-mí (Leib) (cf. Husserl 150). Husserl ha exigido una clara distinción de ambos, y nos ha recordado que, en el caso del segundo término, este siempre será posible en tanto se refiera al sujeto. Husserl no se libró nunca del sujeto que tanto reprochó al subjetivismo, siempre quedó anclado a él.

Por su parte, Merleau-Ponty recurre, siempre que puede, al modelo de la percepción en función de que dicho término adquiera un sentido profundamente metafísico. El punto básico es, pues, ingresar al problema del cuerpo como problema verdaderamente humano sin el cual es imposible pensar al hombre en su integridad. La alternativa está del lado de lo que hemos llamado la estructura ontológica del hombre, que puntualiza toda una gama de dimensiones entre las que destacan la reversibilidad o quiasma. En ella, el cuerpo reconstruye el lugar del sujeto en un acto de experiencia vivencial. De esta manera:

Podríamos decir que después del quiasmo cuerpo-mundo, está el quiasmo cuerpo-conciencia; hacemos una X de contacto al percibirnos y al percibirnos en una misma región: la carne. Toda conciencia es siempre una experiencia, pues, ser una conciencia o más bien una experiencia es comunicar interiormente con el mundo, el cuerpo y los otros. (Merleau-Ponty 2000a 113)

La conciencia identificada por Husserl con el mundo de la vida (Lebenswelt) es planteada en términos de una conciencia corporal, lo que indica de algún modo que estamos pisando un nuevo terreno filosófico: el de la unidad ontológica del hombre por la percepción carnal. A este respecto, Emmanuel Lévinas, contemporáneo de Merleau-Ponty, también afirma que finalmente el cogito ha sido integrado a las potencias del cuerpo justo cuando dice:

Esta pertenencia a la carne del yo pienso no sería una metáfora: la percepción de las cosas en su objetividad implica noemáticamente [...] un movimiento de los órganos de los sentidos, incluso de las manos y de las piernas y de todo el cuerpo: todo lo que llamará vida del cuerpo en cuanto cuerpo propio, en calidad de carne encarnando el pensamiento. (Lévinas 111)

Lévinas reconoce que en Merleau-Ponty se despeja la vía para volver a plantear de nuevo el problema clásico de las relaciones del alma y el cuerpo, tan trillado en el Medioevo y olvidado después, cuando el pensamiento estuvo enfocado en los asuntos de la praxis. Merleau-Ponty cree que la unidad del hombre se ha dislocado pero sólo artificialmente. El hecho es que la unidad del hombre es algo que existe de suyo; el cuerpo no es una máquina y el concepto de alma no precisa pensarse de forma meta-corpórea. Esta unidad que dibuja el autor podría pensarse como una ontología de la carnalidad, en el sentido de que por esta el hombre queda instalado en el mundo desde la integración ontológica de su ser. Cabe mencionar que la viabilidad de este camino se estructura en virtud de la supresión o aventajamiento de los postulados derivados del pensamiento subjetivo, cuyo efecto ha monopolizado el pensamiento occidental. Merleau-Ponty exige un nuevo lenguaje que permita comunicar los misterios de la percepción, ya que, para él, no es suficiente aquel lenguaje que se anticipa a la percepción, es necesario un lenguaje primordial, que asista de manera especial el acontecimiento del ser. Este lenguaje ambiguo, como lo llama, nos permite expresar el ser a la luz de una reflexividad inmanente; no es un discurso, sino una comunicación en las entrañas del ser. Lejos de desviar los problemas que hemos venido refiriendo, con la consideración de este lenguaje nos acercamos aún más a la solución de nuestro problema, ya que, ante la posibilidad del quiasmo, nuestro lenguaje será como la expresión de una X de contacto, como forma de sensibilidad reflexiva, que siente y que es sentida. Es una especie de saber autorrealizable de la percepción, donde lo que toca es también tocado. Ante este posible lenguaje de ambigüedad, la experiencia de la percepción se consagra a toda la experiencia del hombre. El cuerpo y el alma, tal y como se han estudiado aisladamente, no son más que puros conceptos exteriores, aislados por el entendimiento discursivo.

No obstante, en el fondo no hay sino la más pura unidad: la del hombre. En su intento de poder establecer un contacto con la filosofía clásica, Merleau-Ponty se ha atrevido a replantear el problema decimonónico de la unidad ontológica del hombre estudiando las relaciones del alma y el cuerpo a la luz de los hasta entonces más recientes estudios realizados en psicología y fisiología. Supuso que el equívoco más importante de esas disciplinas era haber dado por hecho un mecanismo en el que cuerpo y alma conformaban una disposición de relaciones condicionadas causalmente, con lo que caían en un asociacionismo y un mecanicismo radicales. A este dualismo científico, que naciera a finales del siglo XIX y principios del XX, Merleau-Ponty le opuso un nuevo contexto que borraría los conflictos ahí suscitados. Nos referimos al terreno explorado por los iniciadores de la Gestalt, entre ellos Köhler y Koffka (cf. Merleau-Ponty 1976), quienes exploraron el terreno de la percepción, dieron a esta un nuevo sentido y crearon a su vez un nuevo terreno enderezado para reivindicar el pensamiento de la nueva ciencia. Este panorama motivó algunas correcciones a la escuela por parte de Merleau-Ponty, quien puntualizó que la noción de estructura que la percepción indicaba no sólo se refería a una integración de contenidos percibidos, sino que ella misma debía ser incluida. Este nuevo cambio propiciaba los elementos para una nueva interpretación de las relaciones inmanentes del alma y el cuerpo, donde la percepción nos revelaba, con cierto misterio, que el cuerpo representaba su pasado y su presente vital. La vida, desde el punto de vista de nuestro autor, no es simple objeto para una conciencia; ella se explica a sí misma desde la corporeidad (cf. Merleau-Ponty 1969 138). Por esta razón, Merleau-Ponty es radical cuando dice que "ahora es el cuerpo humano (y no la 'conciencia') quien debe aparecer como el que percibe la naturaleza, cuyo habitante es también él" (Merleau-Ponty 2000a 128). Muy cerca de llevar el mundo de la vida (Lebenswelt) husserliano hacia los poderes del cuerpo, Merleau-Ponty va a dar un paso más al considerar la percepción quiasmática como vínculo y entrelazo del alma y el cuerpo: lo llama el quiasmo entre lo visible y lo invisible. Dos lados que forman una amalgama con la existencia.

El cuerpo, como puede apreciarse, es un sistema de equivalencias entre el percibir y lo percibido, entre el reverso y el anverso de un cuerpo que siente y es sentido. Por eso cuando la mano izquierda toca la derecha conforman una unidad de dominios significativos. Esto se puede reafirmar en la siguiente cita:

Definir al espíritu como el otro lado del cuerpo [...] "el otro lado" quiere decir que el cuerpo, en tanto que tiene ese otro lado, no es descriptible en términos objetivos, en términos de en sí -que ese otro lado es realmente el otro lado del cuerpo, se desborda en él (überschreiten), se le superpone, está escondido en él- y al mismo tiempo lo necesita, concluye en él, está anclado a él. Hay un cuerpo del espíritu y un espíritu del cuerpo y un quiasmo entre ambos. (Merleau-Ponty 1973 311)

La complicación que sugiere esta lectura, por su aparente y cándida oscuridad, demuestra que el terreno en el que fue planteada la unicidad del ser del hombre desborda el uso corriente de los términos haciendo del lenguaje un vehículo de expresión existencial. El quiasmo en el terreno de la carne1 puede en buen grado justificar una ontología de la inmanencia, donde el espíritu no sea más que la coronación de una experiencia corporal completamente significativa y donde el cuerpo alcance su más alto grado de expresividad. De manera que el otro lado del cuerpo será descubierto como experiencia vivencial en estado naciente. Este mismo resultado es recurrente en las diferentes obras del autor. Si en La estructura del comportamiento lo plantea sin resolverlo, en la Fenomenología de la percepción los titubeos son ya menores, hasta que por fin, en El ojo y el espíritu y Lo visible y lo invisible, se dan muestras convincentes de que dicho lenguaje, por oscuro que parezca, busca la mayor fidelidad al fenómeno de la percepción. Por eso invita, con previa anticipación, a una fe perceptiva sobre la cual se pueda apuntalar todo escrutinio fenomenológico. Los reparos que suscitan estas razones sólo se justifican dentro de una mentalidad subjetivista que parte a priori de un cogito del que siempre tendrá sus referencias, sus disposiciones y hasta sus normas. El cogito cartesiano resulta insostenible ante una experiencia vital, porque el estremecimiento perceptivo, que ha invadido la totalidad del individuo, cuando se hace reflexivo, ya ha perdido su vitalidad.

En este punto, consideramos que se podría por fin llevar a cabo una superación del dualismo y, con él, del ultraje milenario de la corporeidad humana que llama, como lo hacen algunos antropólogos cristianos, al hombre un espíritu (sujeto) encarnado. Resuelta así la unicidad del hombre, abordaremos ahora una de sus consecuencias más importantes: la capacidad espontánea y natural de conectar las relaciones interpersonales con el problema de la alteridad.

III

Así como nuestro cuerpo asegura nuestra unidad, asegura también nuestra comunicabilidad con otros cuerpos. La situación encarnada del hombre, tal y como la hemos definido, nos guiará en el planteamiento del otro, el Otro con mayúsculas. No obstante, para alcanzar una comprensión un tanto más acertada en torno a este asunto, consideramos necesario el esbozo de las diferencias más relevantes del pensamiento entre Merleau-Ponty y dos de sus coterráneos: Descartes y Jean Paul Sartre. Ellos representan los baluartes, moderno y contemporáneo, de la imagen dislocada del ser del hombre, en cuanto que, por medio de un razonamiento dualista, deducen la imposibilidad dialógica del otro a partir de un poder de objetivación inmanente a la conciencia.

Descartes fue el primer filósofo dualista de la modernidad y el primero en explorar el potencial de una razón omnipotente, la cual condujo hacia el solipsismo. Esta sobrevaloración de la razón traía implícitamente una suerte de negación del otro. La suficiencia de este cogito hacía prescindible el concurso del otro en la empresa del conocimiento. En estas condiciones, "la otra subjetividad es una conjetura inferida por la observación de los otros y sus cuerpos, con capacidades análogas en el lenguaje y su uso en el diálogo y la conversación" (Boburg 20). A partir de ello, el cogito supone que esos cuerpos permanecen ligados a una conciencia, al presentar habilidades tan peculiares, de manera que se procede por analogía. De mis atributos y cualidades deduzco las del otro; son cuerpos a imagen y semejanza del mío y de esta semejanza deduzco las otras. Desde el mismo acto del conocimiento estoy confinando al otro a un razonamiento deductivo, pues la subjetividad racionalista convierte en objeto todo lo que piensa, incluso el que es considerado hipotéticamente por él como un sujeto. No hay, pues, desde el inicio un contexto sano de proyección, pues mientras se disponga del cogito, este va a determinar las condiciones sobre las cuales es pensable el otro. La potencialidad epistémica del cogito constituye también su límite en el ámbito de la intersubjetividad.

Algo parecido acontece en el razonamiento sartreano. En efecto, Sartre, al igual que Descartes, elabora su dialéctica del para-sí y del para-otro en un ambiente racional, debido a que, en el momento de estar frente al otro, o para-otro, se establece una dinámica de exclusión nihilista. La conciencia, según Sartre, es una conciencia naturalmente nihilista, que, en el momento de proyectar la mirada sobre el otro, lo elimina, lo niega, lo reduce a objeto entre los objetos; pero el problema del otro es el resultado fracasado del primer intento sartreano que presenta la dinámica de oposición entre el en-sí y el para-sí. Aunque el planteamiento inicial surja con buenas intenciones, "en Sartre, el problema es indagar si hay en la realidad cotidiana una relación original con el otro que pueda ser constantemente apuntada" (Boburg 177). Pero las buenas intenciones terminan ahí donde la siguiente línea es la continuación de un mismo dualismo envolvente. En Sartre, la pérdida del otro se consuma desde el inicio, como advertimos en el apartado anterior, pues resultaba contradictorio con su sistema postular una dinámica diferente a la que de hecho siguió, ya que, si el hombre está escindido y negado en el interior, qué otra cosa cabría esperar del exterior.

En Sartre, pues, hay una dialéctica de la incomunicación; el para-sí es fundamento de toda negatividad y de toda relación. Cuando el surgimiento del prójimo lo alcanza, queda como petrificado en su totalidad, debido, sobre todo, a que también ese prójimo presenta las mismas características del otro. La actitud normal que surge ante este imprevisto del otro convierte el primer intento de relación en huida, cuyo sentimiento de alienación, más allá de radicalizar mi pérdida ensí, busca frente a frente tomar actitudes de represalia. Y aquí, según Sartre, queda marcado el origen de las relaciones concretas con el prójimo. En efecto, la dialéctica de la relación nace en plena conciencia de mi objetivación por parte del otro, que se aventaja sobre mí, es decir, conoce el secreto de mi existencia cuando me mira. El acto de mirar es el acto de la objetivación, y por ese mismo acto puedo volverme sobre el prójimo para objetivarlo (cf. Sartre 388). Pero esa relación puede ser de dos maneras: de renuncia a sí y entrega al otro, o de completa represalia, como rechazo absoluto del otro en la indiferencia y el odio. En el primero de los casos, finalmente se ha renunciado a conservar la identidad como para-sí y se ha asumido la condición de para-otro. En realidad, la condición de para-otro es generalizada, es parte fundamental de la ontología de las relaciones sartreanas. Ser para-otro es el equivalente a la absoluta pérdida de sí o del para-sí. Por lo que, en la perspectiva de Sartre, el primero de los casos es una especie de actitud cobarde, y entonces es necesario radicalizar las formas de objetivación hasta que el otro ceda en su intento. La actitud secundaria y natural de esta dialéctica lleva al odio y a la indiferencia. Es finalmente una dialéctica del desgaste, que obliga a Sartre a buscar una última solución en un sentido muy distinto y débil: "si nos atenemos al sentido de la existencia -dice el autor de La náusea- en su forma gramatical, esta revela una experiencia real del Mit-sein, ser-con, en cuanto este se refiere al nosotros" (Sartre 436). En realidad, esta forma del Mitsein como condición plural del yo, ese nosotros como sujeto, es un recurso dudoso y poco metafísico debido principalmente a esa forma de poner el yo en relación con ese nosotros-conciencia, como él lo llama, a partir de una deducción gramatical poco comprometida con la actitud existencial. Sartre se rehúsa a establecer la relación con el prójimo en un ámbito comprometido, dado que sus principios ontológicos se lo impiden rotundamente. En esta última parte de las relaciones, al no haber un suelo ontológico establecido, se hace preferible retornar a los repliegues del solipsismo como única garantía metafísica del existencialismo sartreano.

Merleau-Ponty va a cuestionar constantemente a Sartre esta imposibilidad, lo mismo que a Descartes, pues uno de los desaciertos de la filosofía de ellos fue haber partido de una visión dualista del hombre. El ingrediente racional que llevaba a cabo esta imagen de la filosofía era, a su vez, su propio límite; ambos filósofos se ven atrapados por los escollos de la razón. Esta, en la forma de conciencia, de pensamiento, puso las condiciones y los criterios; es decir, se puso a sí misma como la condición sine qua non de toda posible afirmación del otro. Y de aquí el contraste y la necesidad por explorar en el campo perceptivo la unidad, ya que la percepción mantiene la referencia a esta relación fundamental. En Sartre había indicios de la percepción, pero su defecto fue preñarla de razón al atribuirla a un sujeto de cierta racionalidad nihilista.

Por el contrario, nosotros buscamos las relaciones con el prójimo en otra perspectiva, siguiendo las argumentaciones de la filosofía profesada por Merleau-Ponty. En efecto, como parafrasea Ravagnan: "el hombre tiene un cuerpo para ser, para conocer y para ser conocido" (178). A la luz de las potencias del cuerpo y de las afirmaciones hasta ahora hechas acerca de la encarnación del sujeto, se puede remontar el problema del solipsismo planteado por las filosofías del cogito.

Contra el caso Descartes, podemos leer el acontecimiento del otro como una irrupción de él ante mí, pues no deduzco a una persona a partir de un cuerpo, sino que esta se impone en toda su grandeza en la constitución de su cuerpo. Antes de cualquier razonamiento previo, el sujeto al que denomino otro se manifiesta en un acto simultáneo y directo, debido a su cuerpo, pero a su cuerpo presencial. Según la percepción espontánea o directa, el otro se me presenta en su comportamiento (cf. Merleau-Ponty 2000a 360). Y se da primariamente en forma anónima, como un alguien anónimo (cf. Boburg 108). Esta forma, sin embargo, es referida de acuerdo con lo que anteriormente hemos dicho respecto de las relaciones que mantiene el cuerpo con el mundo; el entrelazo y la constitución de la carnalidad son ahora la forma predilecta de encontrar al sujeto corpóreo en relaciones permanentes con otros sujetos corpóreos, debido a que ambos participan de un mismo ser anónimo, o de una misma carnalidad. El ser anónimo del otro no es su exclusión, sino la condición de toda presencia suya en el mundo y ante mí. En ese sentido, estamos en condiciones de promover la otredad desde la mismidad, en el sentido originario que el mundo imprime a nuestros cuerpos como prolongaciones de un mismo ser. De este modo se puede concluir que yo habito al otro y él me habita a mí. Si nos percatamos de lo dicho hasta ahora, nos damos cuenta de que estas razones imprimen toda su fuerza contra las tesis sartreanas, porque hemos tomado como punto de partida la unidad del sujeto encarnado, y esto nos ha servido para rastrear la presencia del otro en conceptos que hemos utilizado para proclamar sus dimensiones, tales como la intencionalidad y sobre todo la reversibilidad. El acicate de la alteridad ha nacido en los centros de radio del mundo, y Merleau-Ponty lo explicita en la siguiente cita:

Experimento mi cuerpo como poder de ciertas conductas y de cierto mundo, no estoy dado a mí mismo más que como una cierta presa en el mundo; pues bien, es precisamente mi cuerpo el que percibe el cuerpo del otro y encuentra en él como una prolongación milagrosa de sus propias intenciones, una manera familiar de tratar con el mundo; [...] como las partes de mi cuerpo forman conjuntamente un sistema, el cuerpo del otro y el mío son un único todo, el anverso y el reverso de un único fenómeno, y la existencia anónima, de la que mi cuerpo es, en cada momento, el vestigio, habita en adelante estos dos cuerpos a la vez. (Merleau-Ponty 2000a 365)

En ese sentido, el otro es pensado como un centro de acción humana, y en su comportamiento y sus gestos nos pone al tanto con el mundo y su sentido; ya nada es indiferente, pues ejerce sobre nosotros toda su potencia significativa. Hay, pues, un sentido que se anuncia en el comportamiento del otro y que me es accesible, de manera que hay en nosotros la ejecución de potencias operatorias dispuestas a ser percibidas y compartidas. Estamos pisando el terreno de la intencionalidad, pues la acción motriz de nuestro cuerpo no sólo lo pone en condiciones de apuntar a un mundo, de dirigirse a él en forma indiferente; hay en el cuerpo esa intencionalidad de apuntar siempre al otro, de mostrar el bagaje de estructuras dispuestas a ser compartidas por él. Las modalidades de la acción motriz y la situación postural -gestual- son revitalizadas en el acto significativo del otro.

No hay duda, pues, de que en el cuerpo se establece el punto de comunicación con el prójimo, y aquí la palabra sagrada adquiere un significado real cuando el prójimo es realmente el más próximo. Y esta proximidad del otro la establece nuestra situación carnal en el mundo. Nuestro paso por el mundo destella nuevas presencias significativas ante las cuales adquiero el compromiso de estar situado intencional y significativamente.

El caso conflictivo de las relaciones con el prójimo, en la perspectiva de Sartre, es reducido a una abstracción ontológica que Simone de Beauvoir no logra justificar en su obra Jean Paul Sartre versus Merleau-Ponty (1969). Merleau-Ponty ha removido los cimientos del seudosartrismo, como lo llama. Sabe que incluso cuando hay el límite impuesto por una conciencia, esta misma confirma su presencia al negarla; el conflicto se consolida en una afirmación de lo negado. Pero, desde aquí, el sujeto que niega lo hace desde una misma perspectiva vivencial, pues al que se empeña en negar lo pone ante sí como otro igual, con la misma intención negadora; esta dialéctica, aparte de confirmar la disyunción, asegura la otra cara del juego; no sólo confirma que hay otro, sino que además concibe al otro como yo, es decir, se trata de una negación de iguales. Esta idea la manifiesta Merleau-Ponty en los siguientes términos: "de la misma manera también mi conciencia del otro como enemigo encierra la afirmación del otro como igual" (Merleau-Ponty 2000b 116). Aquí se está poniendo al otro en la misma condición que el yo; pero esta afirmación no es suficiente, hace falta romper el paralelismo y establecer el eje de la alteridad desde la percepción. Es verdad que aquí se busca el contacto pre-reflexivo con el otro, donde mi cuerpo pone a disposición un cúmulo de experiencias significativas ante aquel a quien le resulto familiar. La intencionalidad de nuestro cuerpo -operante- adquiere un nuevo sentido, o quizá el único al que está destinado, cuando apunta hacia el corazón de la otredad. Según eso, todas las disposiciones de nuestro cuerpo y sus comportamientos adquieren el carácter de verdadera humanidad a condición de estar apuntando y efectuando la acción para el otro. Consecuentemente, el alter ego se da en la reciprocidad, y no sólo en el ámbito natural o corporal, sino también en el cultural.

Como conclusión y para cerrar nuestra reflexión acerca de la comunicación con el otro (alteridad intersubjetiva), ponemos el problema en términos de un análisis perceptivo. Ya indicamos el alcance de la intencionalidad operante para traducir un hecho de inédita trascendencia como lo es el de la intercorporeidad a partir del comportamiento. Ahora queremos enfatizar las consecuencias que sobre este tema se pueden sacar a partir de la reversibilidad quiasmática. Esta manera de acceder al problema tuvo lugar en la obra póstuma de nuestro autor y no hay dificultades para admitir que es posible, a partir del cuerpo, lograr una original comunicación con los demás sin anotaciones previas de racionalidad. De lo que se trata es de llegar a los límites de la carnalidad y ver en ella el despliegue de las inclinaciones hacia los demás, para corroborar que, si le es posible a la naturaleza del cuerpo, en sus estructuras internas y manifiestas, realizar su ser-del-mundo (etre-au-monde), le es posible también garantizar su ser-con-los-demás.

El camino está ya trazado. Lo que hemos mencionado en los apartados anteriores bien puede ser tomado como punto de partida de las consecuencias que justo ahora tratamos de bosquejar. Lejos de hacer deducciones o construcciones puras de teoría, queremos confirmar un hecho natural, tan natural como nuestra existencia fáctica. Pero no se quiera pensar que buscamos oportunamente en unas investigaciones dadas la solución a todos los problemas que se le asemejen; por el contrario, queremos radicalizar todas nuestras posibilidades, es decir, buscamos en el fondo los ingredientes para una correcta interpretación de la alteridad, y la noción de quiasmo será para nosotros una noción redentora, porque llevará nuestras afirmaciones más allá del campo del dualismo, del que se ha tratado de huir.

Lo que buscamos es una confirmación del otro como ser de disposiciones quiasmáticas, como ser de dos caras, al igual que yo, desplegado hacia el mundo y hacia los demás, ininterrumpidamente. Las dos perspectivas rechazadas del racionalismo dejan de tener sentido ante esta nueva visión. Incluso la fórmula yo-otro es rechazada por Merleau-Ponty, dado que siguen siendo los términos impuestos al lenguaje por el racionalismo. En realidad, es un problema occidental, y lo dice el autor en una nota de trabajo de noviembre de 1959. Porque de lo que se trata es de percibir el fenómeno en su situación vital, ahí donde se desenvuelve en toda su riqueza. Por tal motivo, habrá que considerar al cuerpo en sus dos lados potenciales, tal y como se presentan a la percepción del otro, pues, como lo dice el autor, "percibir una parte de mi cuerpo es también percibirla como 'visible', o ser para otro" (Merleau-Ponty 1973 296). Tiene que haber un halo de visibilidad en mi cuerpo, tanto para mí como para los demás; a esto Merleau-Ponty lo denomina "telepatía", ya que piensa que sentir el cuerpo propio, es también sentir un aspecto para los demás. Quiere decir esto que hay en nuestra percepción la disposición para ser invadidos por la percepción de alguien más, y lo mismo acontece al otro. Si recordamos, todo quiasmo es en sí mismo reciprocidad, pues esta reciprocidad posibilita la gravitación de presencias en el ámbito de la alteridad. Hay un Ineinander, es decir, un caso general de acoplamiento entre un ser visible y tangible para mí, como este mismo ser visible y tangible para otro.

En otra nota de noviembre del mismo año, Merleau-Ponty asegura que no es un atajo resolver la cuestión del otro en los términos de la reversibilidad. Antes bien, se trata de una transformación del problema. Ya no se parte de la razón, ni se profieren elementos distinguidos racionalmente, sino que se trata de poner en escena la percepción, en torno a lo visible y a lo sensible, para obtener una nueva idea de la subjetividad desde la carnalidad de nuestro cuerpo. Aquí ya no hay síntesis ni deducciones, lo que hay es un contacto con el ser a través de sus estructuras, "modulaciones o relieves del ser del otro por cuanto está preso en un circuito que lo une al mundo, como nosotros, y por ello mismo, está incluido en otro circuito que lo une con nosotros -y este mundo nos es común, es intermundo-" (Merleau-Ponty 1973 323). Somos anverso y reverso de un mismo ser universal. La alteridad no es un hecho entre los hechos, es completamente un acontecimiento, el más grande de los acontecimientos del mundo, donde mi lugar está ya reservado en la existencia del otro, del completamente Otro, con mayúsculas. Yo-Otro no es en verdad un problema racional sino existencial, una situación de vida. Yo-Otro no son sino dos términos de un mismo hecho, dos lados de un mismo ser compartido. El otro es para como yo para él, estamos dados, acoplados el uno al otro en las regiones de la carne bajo la más estricta y radical ambigüedad. Nuestras percepciones, nuestros cuerpos en el mundo, nuestra carnalidad compartida son en verdad los bocetos de una filosofía que busca en lo profundo de los fenómenos la epifanía de la verdad para establecerse como un oasis en el desierto. La racionalidad occidental había puesto al pensamiento desde tiempos inmemorables una pauta de lectura que fuera capaz de perpetuar la incomparable grandeza de un hombre cuya existencia es la de un espíritu encarnado. En ese sentido, cuerpo, unidad y alteridad serán siempre puntos de partida para una radical superación de la crisis de la que conviene desligarnos.


1 Noción que ha adquirido un rango fundamental en la filosofía de Merleau-Ponty, y que, según él, aún no tiene un nombre apropiado para emplearla en el leguaje corriente; hace falta pensarla en un sentido universal de ambigüedad, terreno común ante el que se borran todas las diferencias entre el espíritu y la materia.


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