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Estudios de Filosofía

Print version ISSN 0121-3628

Estud.filos  no.43 Medellín Jan./June 2011

 

La ambigüedad de la existencia en Merleau-Ponty*

The Ambiguity of Existence in Merleau-Ponty

Por: Eduardo álvarez González

Departamento de Filosofía

Universidad Autónoma de Madrid

Madrid, España

eduardo.alvarez@uam.es

Fecha de recepción: 18 de diciembre de 2010

Fecha de aprobación: 2 de mayo de 2011


Resumen: Trata acerca del nuevo sentido que asigna Merleau-Ponty a la existencia humana, que al tiempo que reconoce su pertenencia al mundo de acuerdo con la noción heideggeriana del ser-en-el-mundo y según un enfoque que se opone al intelectualismo racionalista, no renuncia sin embargo a una filosofía del sujeto inspirada en el último Husserl. Eso le lleva a interpretar el viejo principio cartesiano del cogito como existencia y a atribuir a esta noción una ambigüedad: la que se corresponde con la doble y simultánea consideración de pertenencia al mundo y distinción respecto de él. Ese proyecto filosófico se elabora a través de una manera nueva de describir la experiencia en la línea de una concepción fenomenológica que atribuye al cuerpo el papel trascendental que el idealismo clásico asignaba a la conciencia.

Palabras clave: Merleau-Ponty, existencia, ambigüedad, cogito, subjetividad, cuerpo, fenomenología.

Abstract: The actual piece deals with the new sense conferred to Human Existence by Merleau-Ponty, that as it simultaneously recognizes its belonging to the world according to the heideggerian notion of being-in-the-world and from a viewpoint that opposes Rationalist Intellectualism, nevertheless does not renounce a Philosophy of the Subject inspired in the later Husserl. This approach leads Merleau-Ponty to interpret the Cartesian Principle of cogito as Existence, and to attribute to this notion an ambiguity: that which corresponds to the double and simultaneous consideration of belonging to the world and being differentiated from it. This philosophical project is elaborated through a new way of describing experience in the line of a Phenomenological Conception which attributes to the Body the transcendental role that Classical Idealism assigned to Conscience.

Keywords: Merleau-Ponty, Existence, Ambiguity, cogito, Subjectivity, Body, Phenomenology.


1.La fenomenología, la fe perceptiva y el discurso de la filosofía.

Desde sus primeros textos, toda la obra de Merleau-Ponty convierte el problema filosófico del sujeto en uno de los ejes de su pensamiento. De ello se ocupa ya en La estructura del comportamiento (1942), donde se plantea como objetivo “comprender las relaciones de la conciencia con la naturaleza” (Ponty-Merleau, 1967: 1). Pero es sobre todo en la Fenomenología de la percepción[1] (Ponty-Merleau, 1945) donde aborda una forma nueva y original de entender la  subjetividad. En efecto, ya desde sus primeras páginas se plantea una nueva noción del sujeto en el marco de una nueva reflexión sobre el auténtico significado de la fenomenología, atendiendo sobre todo a los últimos trabajos de Husserl. Aún es preciso preguntarse —escribe Merleau-Ponty en 1945— qué es la fenomenología, pues hay que evitar los malentendidos que acompañan a esta tradición de pensamiento. Porque si bien es cierto que la fenomenología es el estudio de las esencias, se trata también de una filosofía que resitúa las esencias dentro de la existencia y que cree que sólo a partir de su facticidad puede comprenderse al hombre y al mundo. Es una filosofía para la cual el mundo siempre “está ahí” ya antes de toda reflexión, y cuyo esfuerzo total estriba en volver a encontrar este contacto originario con él para finalmente otorgarle un estatuto filosófico (Merleau-Ponty [Avant-Propos], 1945: I; Cabanes: 7). En ese sentido, su tarea es la descripción del mundo, el cual nos es siempre ya dado, con antelación desde luego a que el pensamiento y sus operaciones reflexivas puedan volver luego sobre él, para lo cual habrán de apoyarse necesariamente en aquel saber previo cuya naturaleza hay que dilucidar.

Por lo tanto, el cogito no debe entenderse como la autoposesión inmediata del sujeto pensante, ya que esa certeza de sí no se produce en la esfera de un pensamiento autónomo que se basta a sí mismo, al modo cartesiano, sino que es inseparable del mundo percibido y de ningún modo anterior a la vivencia de formar parte de él (Ibíd.: VII-VIII; Cabanes: 13. Los corchetes son míos). El pensamiento, pues, forma parte de los hechos mundanos, de modo que el sujeto no es anterior al mundo ni se conoce más que como parte de él. Y, a partir de esta lógica antiidealista, Merleau-Ponty trata de aproximar a Husserl a su propia concepción cuando destaca que el verdadero sentido de la reducción fenomenológica sólo puede entenderse a partir del concepto de existencia, ya que ésta entraña esa distancia que nos permite romper la familiaridad con el mundo en la que estamos habitualmente instalados (“la actitud natural”, según la denominación de Husserl) para hacernos capaces de verlo “con asombro” —según el término empleado por Fink para caracterizar la reducción-, mostrándonos así “el surgir inmotivado del mundo” (Ibíd.). Pues el asombro implica reconocerlo como extraño y como algo hacia lo que trascenderse saliendo fuera de sí. Y esta interpretación no idealista de la reducción se basa en que la mayor enseñanza de ésta es la imposibilidad de que sea completa: sólo para un espíritu absoluto habría una reducción acabada.

Por otra parte, no hay que separar las esencias de la existencia. Hay aquí —nos dice Merleau-Ponty— un malentendido acerca de la noción de las “esencias” en Husserl y del sentido de la reducción eidética, pues en realidad toda reducción es, a la vez que trascendental, necesariamente eidética, porque:a

No podemos someter a la mirada filosófica nuestra percepción del mundo (...) sin pasar del hecho de nuestra existencia a la naturaleza de la misma, del Dasein al Wesen (Ibíd.: IX; Cabanes: 14).

Pero, según esto, la esencia no es el objetivo, sino el medio, puesto que lo que hay que comprender es nuestro empeño efectivo en el mundo, para lo cual hay que hacerlo vehicular en el concepto. Nuestra existencia tiene necesidad del campo de la idealidad para conocer y conquistar su facticidad.

Sin embargo, nos parece que Merleau-Ponty da un paso decisivo más allá de Husserl, reinterpretando el significado del cogito y de la reducción fenomenológica, ya que ahora el pensamiento se revela él mismo también como un hecho del mundo, siendo este último comprendido como el medio natural y el campo de todos mis pensamientos y de todas mis percepciones, antes de ser entendido como objeto, pues éste sí implicaría ya un movimiento de constitución por parte del sujeto. Se trata de reconocer el mundo como esa realidad pre-objetiva cuya imperiosa unidad prescribe su meta al conocimiento. Y la facticidad del cogito es precisamente lo que me da la certeza de mi existencia, de modo que no cabría hablar ahí de un ego puro.[2] La realidad, por lo tanto, está por describir, no por construir o constituir por una conciencia trascendental ante la cual supuestamente las cosas se desplegarían como fenómenos en los que aprehender cierta hylé de acuerdo con una Sinn-gebung u operación activa de donación de sentido. Y todos los actos presuponen un trasfondo, que es la percepción del mundo (Ibíd.: VI; Cabanes: 11). El mundo es aquello a lo que nuestra vida entera nos remite. Volver a las cosas mismas es volver a este mundo antes del conocimiento (en el sentido del conocimiento conceptual) y antes de las abstracciones de la ciencia. Pero este movimiento de vuelta no es un retorno idealista a la conciencia, pues —en contra de Descartes y de Kant- no se puede desgajar al sujeto de su existencia. Ahora bien, a pesar de todo esto, Merleau-Ponty se aferra al enfoque fenomenológico cuando indica que el mundo, en efecto, está siempre ahí previamente a cualquier análisis que yo pueda hacer del mismo, pero sólo en cuanto es algo para mí, es decir, en cuanto vivido como fenómeno, en cuanto percibido. Se muestra ahí la noción husserliana del mundo vivido o mundo de vida (Lebenswelt), el cual se entiende ahora como lo originalmente experimentado en la percepción de un yo “encarnado”: el mundo de vida como mundo de la percepción. En este sentido, la fenomenología de la percepción atiende a las cosas mismas tal como éstas pueden tener algún significado para mí, o sea, en su originario hacérseme presentes, según lo cual la “comprensión” fenomenológica consistiría en captar de nuevo la intención total de una percepción (y, más allá, podría hablarse luego en ese sentido de la comprensión de una doctrina, o de un acontecimiento histórico, por ejemplo). Pero éste es precisamente el principal punto de dificultad de este pensamiento, que lucha por desprenderse del idealismo, pero lo hace con el lastre de un método que proviene precisamente de esa tradición que trata de superar. Por eso, la pertenencia del pensamiento al mundo no se traduce en el reconocimiento del carácter secundario del yo, sino que éste emerge paradójicamente como un cierto absoluto, interpretado como existencia. Así, en términos que recuerdan vivamente el estilo sartreano de El ser y la nada, que había aparecido dos años antes, escribe Merleau-Ponty:

Yo no soy un «ser viviente», ni siquiera un «hombre» o «una conciencia», con todos los caracteres que la zoología, la anatomía social o la psicología inductiva reconocen a estos productos de la naturaleza o de la historia: yo soy la fuente absoluta, mi existencia no procede de mis antecedentes, de mi entorno físico y social, es ella la que va hacia éstos y los sostiene, pues soy yo quien hace ser para mí (y por lo tanto ser en el único sentido que la palabra pueda tener para mí) esta tradición que decido reanudar o este horizonte cuya distancia respecto de mí se hundiría (...) si yo no estuviera ahí para recorrerla con la mirada (Ibíd.: III; Cabanes: 8-9).

Pero, ¿cómo se puede superar el idealismo filosófico si mi existencia es entendida como la de un yo que se anticipa de algún modo a su condición vital, humana y consciente, a su medio físico y social y a todos los productos de la naturaleza y de la historia, constituyéndose así por sí mismo en la fuente absoluta que hace que todo sea para él? He aquí —como decía- el problema fundamental que afecta a toda la filosofía de Merleau-Ponty, que es el problema mismo de la fenomenología llevado ahora a su máxima tensión por este empeño antiidealista del que antes hablábamos: yo, que pienso y siento, soy, como todo lo demás, parte inseparable del mundo y producto de los procesos naturales y sociales que se me imponen y me constituyen como cuerpo y como consciencia; y, sin embargo, una vez surgida ésta, sólo puedo entenderme ya como centro de ese mismo mundo que causalmente me ha constituido, pero que redescubro como horizonte de todo cuanto pueda ser y tener sentido, pues sólo para mí puede ya tener algún significado el hablar del ser o del sentido. ésta es la cuestión en la que, bajo la influencia del último Husserl y en particular de la noción del mundo de vida, se debate perpetuamente Merleau-Ponty. Pues el conocimiento que llego a tener de mí mismo como un producto del medio físico y social lo alcanzo a través de la reflexión y, sobre todo, de la reflexión de la ciencia, que me revela de modo abrumador mi pertenencia a la naturaleza y mi condición social e histórica, al tiempo que me descubre mi contingencia y mi insuperable finitud. Pero, para la filosofía entendida en clave fenomenológica, la reflexión -tanto la que yo pueda hacer habitualmente o de manera “natural” a partir de mis experiencias cotidianas, como también la reflexión científica- es una operación secundaria de la conciencia, la cual ante todo se tiene a sí misma como existencia en cuyo horizonte se presentan los fenómenos.

Ahora bien, si la conciencia es existencia, eso quiere decir que pertenece a ese mismo mundo frente al cual mantiene al mismo tiempo la distancia que le permite experimentarlo. Aun cuando soy-en-el-mundo, éste lo redescubro en mí como el horizonte permanente de todas mis cogitationes y como una dimensión respecto de la cual no ceso de situarme. Mi existencia no se reduce a mi conciencia de existir, sino que envuelve también mi encarnación en una naturaleza y mi necesaria pertenencia a una situación histórica. Por eso no soy algo interior separado del mundo externo, sino que ese exterior que está ahí para mí me contiene también a mí mismo. El significado de la reducción, en cuanto asombro, indica entonces que la verdadera filosofía, entendida como fenomenología, consistiría en aprender de nuevo a ver el mundo en una meditación infinita que no sabe de antemano adónde se dirige (Ibíd.: XVI; Cabanes: 20).

Pero aprender de nuevo a ver el mundo exige superar los prejuicios clásicos acerca de la percepción que se hallan en la actitud natural y que se prolongan en la ciencia y en la filosofía tradicional, sobre todo en el atomismo empirista y en el intelectualismo de corte cartesiano. Y, en particular, el arraigado prejuicio que opone de manera irreductible el mundo objetivo externo al mundo subjetivo de los “hechos psíquicos”. En contra del empirismo atomista, Merleau-Ponty se sirve de la psicología de la Gestalt para mostrar que las sensaciones e imágenes en las que supuestamente debería empezar y terminar todo el conocimiento jamás aparecen sino en un horizonte de sentido. De modo que la significación de lo percibido, lejos de ser el resultado de una asociación, es presupuesta por el contrario en todas las asociaciones, ya que una impresión nunca puede de por sí asociarse a otra. La unidad de la cosa en la percepción no se construye por asociación, porque percibir no es experimentar una multitud de impresiones, ni siquiera completándolas con los recuerdos que aquéllas incitan, sino ver cómo surge a partir de una constelación de datos un sentido inmanente (Ibíd.: XX; Cabanes: 35 y ss.). Por otro lado, en contra del intelectualismo, señala que hay un nivel de significación en la percepción que precede al juicio. Aquél cree que todo existe como cosa o como conciencia, sin que haya ningún medio contextual que las envuelva a ambas. Y, según eso, las cosas tienen un lugar, mientras que la percepción no está en ninguna parte, de tal manera que la percepción se reduce al pensamiento de percibir (Ibíd.: 34 y ss.; Cabanes: 48 y ss.).

Pero la crítica a esas posiciones clásicas significa que el sentir (la captación de cualidades y objetos sensibles) se convierte de nuevo en problema. Pues, en cuanto comunicación viva con el mundo, el sentir reviste a la cualidad captada de un valor vital, de modo que no es sólo representación, sino que en su origen es captada con una significación que implica siempre una referencia al cuerpo. En la concepción tradicional, sin embargo, el sentir —en el sentido indicado- se entendía desligado de la afectividad y la motricidad, de tal manera que el cuerpo viviente dejaba de ser mi cuerpo, dejaba de ser la expresión visible de un ego concreto, para convertirse en un objeto entre los demás:

De esta forma, mientras que el cuerpo viviente se convertía en un exterior sin interior, la subjetividad se convertía en un interior sin exterior, en un espectador imparcial (Ibíd.: 68; Cabanes: 77).

Frente a eso, el primer acto filosófico ha de consistir en volver al mundo vivido, retrocediendo más acá del mundo objetivo y de la separación de sujeto y objeto, pues sólo desde aquél podremos devolver a la cosa su auténtica fisonomía propia, encontrando los fenómenos en el estrato de experiencia viviente en el que originalmente se presentan. Y eso equivale a despertar de nuevo la percepción. Con el término “percepción” Merleau-Ponty se refiere, por lo tanto, a una captación que se atiene a la experiencia viviente, la cual es anterior a toda representación de la conciencia, pues en ésta aquella percepción ya ha sido interpretada según la lógica de sujeto y objeto. Retroceder al mundo vivido, cuya guía no ha de abandonar la percepción, significa por lo tanto remontarse al momento mismo que antecede a la división de sujeto y objeto. La fenomenología se propone describir la experiencia del mundo vivido, no la del mundo “exterior” o físico (el mundo objetivo), ni tampoco la del mundo “interior” (el mundo subjetivo o psíquico). Por eso, el centro de esta filosofía no será una subjetividad trascendental autónoma, concebida al margen de toda situación, sino la existencia, que no es transparente para sí misma ni opera a través de la pura intelección.

En Lo visible y lo invisible (Merleau-Ponty, 1964a) Merleau-Ponty utiliza reiteradamente la expresión “fe perceptiva” para referirse a ese saber indiferenciado que precede a cualquier otro y que se sostiene en lo más originalmente vivido en la experiencia. Esa fe perceptiva nos impone el convencimiento de vivir en un mundo que es único y sensible, y que se nos revela como una totalidad confusa en la que se hallan todas las cosas y todos los cuerpos. Ese saber del mundo y de mí como parte de él es anterior a la ciencia y a la razón en general, con la cual podemos sin embargo llevar a cabo posteriormente una reflexión que elabora construcciones objetivadoras a partir de aquella experiencia viva. Y en este nuevo nivel podemos reflexionar sobre la verdad y ensanchar “el mundo de lo invisible”, donde crece también el ámbito de nuestra subjetividad pensante. Por eso, surge a menudo en este plano de lo invisible la impresión de que cada hombre vive encerrado en un islote incomunicado, impresión ilusoria que vence el propio esfuerzo del pensamiento reflexivo mediante la búsqueda de la objetividad en la ciencia y a través de la comunicación en el lenguaje. Pero lo que Merleau-Ponty señala es que antes de construir el mundo de la reflexión en el que cada uno está tentado de encerrarse con sus pensamientos, ya en el propio terreno de la fe perceptiva, se nos impone la conciencia de formar parte de un único mundo común de carácter sensible, que es un mundo vivido y no pensado. Y que es en ese mundo común vivido que antecede a toda reflexión donde todos los mundos particulares se comunican, de modo que cada uno de ellos se da a su titular como una variante del mundo único (Merleau-Ponty, 1964a: 27). Con este giro materialista, y apelando a dicha fe perceptiva, Merleau-Ponty recupera y renueva el concepto del “mundo de vida”, que Husserl emplea en La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental para denunciar las pretensiones de la ciencia moderna de fundar la ontología. Por eso, repitiendo a su manera aquella crítica, insiste en que la ciencia no sólo presupone la fe perceptiva, sino que además no puede resolver las dificultades ontológicas que ésta plantea. No es el lenguaje de la ciencia, sino un lenguaje que sólo la filosofía puede promover el único que puede arrojar cierta luz sobre la oscuridad de la fe perceptiva. Pues ésta, en efecto, entraña en nosotros el convencimiento de ser parte de un único mundo común y sensible que envuelve a todas las cosas y a todos los cuerpos, pero se trata de un saber silencioso y no enunciado. Y lo extraño del mismo es que, si tratamos de articular esa fe en tesis o en enunciados, penetramos en un laberinto de dificultades y contradicciones. Por eso, si el mundo es lo que vemos, o sea, lo visible, ocurre sin embargo que hemos de aprender a verlo desde el fondo de su silencio, el cual es traicionado por los discursos que sustituyen dicho silencio por palabras o proposiciones que lo objetivan y nos lo ocultan. Esto último precisamente es lo que hace la ciencia. La filosofía, por su parte, ha de asumir la tarea de comprender lo que nos entrega la fe perceptiva aclarando el significado de ese primer contacto con el ser, pero sin traicionar el silencio que anida en él. Lo que quiere la filosofía, en definitiva, no es encontrar un sustituto verbal del mundo que vemos, no es transformarlo en cosa dicha, sino “conducir a la expresión a las cosas mismas desde el fondo de su silencio” (Ibíd.: 18).

He aquí el imperativo de la fenomenología de ir a las cosas mismas, reinterpretado a partir de la consideración de que las cosas se me hacen presentes como parte de la totalidad confusa del mundo sensible vivido, cuya realidad es el contenido de la fe perceptiva. La tarea de hacer explícito este saber exige establecer distinciones y determinaciones que lo articulen y aclaren aquella totalidad confusa, pero no a base de sustituirla por conceptos que ocupen su lugar, sino arrojando luz sobre la misma, de modo que la desoculte. En ese sentido, la filosofía es precisamente el perpetuo esfuerzo por interrogar y traducir en palabras cierto silencio que se encuentra en el ser. Para llevarlo a cabo, cuenta con que la experiencia de la cosa es un contacto con ésta que, sin embargo, comporta cierta distancia. Y, en ese esfuerzo, el filósofo trata de expresar el contacto originario con el ser traduciendo en palabras cierto silencio que hay en él y que él escucha (Ibíd.: 166).

Es evidente que esta discusión ontológica, que se desarrolla a todo lo largo de Lo visible y lo invisible, con su apelación al silencio y a la desocultación, así como la desconfianza que encontramos en dicho texto ante ciertas categorías del pensamiento que nos cerrarían esa investigación en vez de abrirla, contiene una clara resonancia heideggeriana. También aquí asoma la tentación de renunciar a la tradición filosófica moderna para sumergirnos en una disquisición que se abra camino mediante un lenguaje que abjure de la razón discursiva. Sin embargo, aunque esta discusión se desenvuelve en un terreno límite y a pesar de la atención que sin duda presta al pensamiento de Heidegger, nos parece que Merleau-Ponty no cae en dicha tentación y nunca abandona el noble afán de dar razón de todo cuanto la percepción nos entrega envuelto en la oscuridad. él no cae en la mística ni piensa que la filosofía deba concluir en el silencio, pues la filosofía es para él justamente un discurso, sólo que su lenguaje debe ajustarse a la realidad vivida y ser fiel a ella, y no construir un mundo de conceptos alternativo, como hacen tanto el subjetivismo —que afirma la realidad separada del sujeto y de los “hechos de conciencia”- como el objetivismo —que sostiene la verdad previa de los “hechos exteriores”, aceptados como primera verdad, tal como hace, por ejemplo, el “pensamiento objetivo” de la física, cuando pretende pensar el ser a partir de las partículas elementales, consideradas en analogía con los objetos externos-: para Merleau-Ponty, el ser-sujeto y el ser-objeto no constituyen una alternativa, ya que son el uno para el otro. Pero lo que no aparece inmediatamente, lo invisible, está también presente ya de algún modo en la percepción, aunque el lenguaje no sepa expresarlo sin objetivarlo. Se trata, por lo tanto —diríamos nosotros, siguiendo a Adorno-, de desarrollar un lenguaje que diga —contra Wittgenstein- aquello de lo que no se puede hablar, en vez de callarse y en vez de esperar —contra Heidegger- que un nuevo dios venga a salvarnos: la filosofía —dice Adorno- es precisamente el esfuerzo por expresar lo no idéntico y por señalar la mediación en toda identidad, pero eso nos conduce interminablemente a negar lo que acabamos de decir, porque toda proposición supone una identificación. A esto mismo, por cierto, se había referido ya Hegel en la Fenomenología del espíritu con su teoría de la proposición especulativa, entendida como aquel juicio infinito que trata de expresar al mismo tiempo la identidad y la diferencia que arraigan en el ser, lo cual exige una razón especulativa que supere el plano del entendimiento. Pero Merleau-Ponty aborda la cuestión en otros términos, que son tributarios de su formación fenomenológica. Por eso —nos dice-, tenemos que aprender a ver de nuevo y comprender cómo se hallan intrincados entre sí lo visible y lo invisible. Y ésa es la tarea de la filosofía, cuya reflexión y cuyo discurso tienen que aclarar lo que ya se encuentra in nuce y en silencio en la fe perceptiva.

La presencia perceptiva del mundo, antes de la afirmación y la negación, antes de todo juicio objetivador de esto o aquello, antes de cualquier conocimiento analizable en términos lógicos y antes también de cualquier opinión, es nuestra experiencia originaria de estar ocupando el mundo con nuestro cuerpo. ésta es nuestra apertura inicial al mundo, que la filosofía ha de explicar. Pero la fe perceptiva contiene ya, aunque inexpresada, una antinomia —que la ciencia no puede aclarar-, o, mejor dicho, ella misma es esta antinomia, a saber: tengo la convicción de que la cosa existe por sí misma y al mismo tiempo la de que ella es para mí. La solución que ofrece la reflexión fenomenológica consiste en identificar el ser de la cosa con su aparición. Pero Merleau-Ponty critica la interpretación idealista de esta solución, que es la que apela a un yo constituyente, pues el esfuerzo de la reflexión por encontrar en mí las operaciones constitutivas del mundo que experimento (o sea, por proponer el pensamiento del mundo como anterior al mundo) es siempre tributario de algo previo: de la presencia ya dada del mundo, de la cual saca aquel esfuerzo toda su energía. No se trata, por lo tanto, de sustituir la percepción de la cosa por la reflexión pensante que pretende fundarla, sino de elaborar una especie de sobre-reflexión que sepa lo que ella misma introduce para no perder de vista ni a la cosa ni a la percepción, y que sepa expresar cómo en ellas se produce nuestro contacto mudo con las cosas, cuando éstas no se han convertido aún en cosas dichas.

2. El sentido trascendental del cuerpo y la ambigüedad de la existencia.

La subjetividad en la filosofía de Merleau-Ponty es un existente, un ser mundano constituido por lo irreflejo u opaco de nuestra corporeidad. Y lo que él denomina con intención crítica “el pensamiento objetivo” es la posición que presupone, por el contrario, la separación original de sujeto y objeto, según la cual el ser se presenta siempre como objeto a un sujeto desencarnado. Frente a ello, destaca que el objeto es en realidad secundario respecto de lo que encontramos en el corazón mismo de nuestra experiencia primordial y sólo se constituye a partir de ésta, en la cual sólo virtualmente se apunta a la distinción de sujeto y objeto, pues en esa experiencia el ser se presenta como el aparecer de los fenómenos, en los cuales hay tanto un en-sí como también un para nosotros, pero como dos momentos de una única realidad. Por ese motivo, con antelación a la consideración abstracta de una subjetividad separada como conciencia pensante, hay ya un contexto en el que el cuerpo es sujeto y el sujeto es cuerpo. Aunque, propiamente, lo que Merleau-Ponty sostiene es que esas caracterizaciones de sujeto y objeto no son las más apropiadas para comprender la experiencia viva, porque en ésta lo que predomina es la unidad de ambos y no su separación, que corresponde más bien a un pensamiento abstractivo. Y para reafirmar su posición se detiene en el examen de la fisiología mecanicista, que ve el cuerpo como objeto, para mostrar su inconsistencia con nuestra experiencia viva (Merleau-Ponty [Avant-Propos], 1945: 87; Cabanes: 92 y ss.). Ello le conduce a su definición del yo existente como ser-en-el-mundo (être-au-monde, que traduce la fórmula heideggeriana “in-der-Welt-sein”) en tanto cuerpo, pues su existencia significa que posee o tiene un mundo al cual pertenece, de modo que dicho yo no es tanto el que tiene una conciencia que se representa objetos, cuanto ante todo el que tiene un sentido práctico de la situación en la que se encuentra como cuerpo. Si, pese a todo, a diferencia de Heidegger, Merleau-Ponty no renuncia en la Fenomenología de la percepción al uso de términos como “sujeto”, “yo”, “conciencia” o “cogito”, tan centrales en el discurso filosófico de la modernidad, ello se debe a que su pensamiento no representa tanto una ruptura con ésta cuanto más bien una reformulación de aquellos conceptos en una dirección que le aproxima al materialismo y también a la dialéctica. De ésta le separa, sin embargo, su devoción por Husserl, cuya noción del ego puro es abandonada y sustituida por la de un yo encarnado o un cuerpo-yo. En Lo visible y lo invisible, en cambio, sí se aprecia una evolución en la terminología, que le aproxima en cierto modo a Heidegger, aunque —como hemos dicho- no llega a romper su vínculo con la modernidad, sino que le lleva más bien a repensar algunas de sus categorías tradicionales.

En cualquier caso, el cuerpo no es la exterioridad sin interior, constituida por partes extra partes, como pretende la tradición cartesiana, sino el anclaje del viviente en un medio:

El cuerpo es el vehículo del ser-en-el-mundo, y tener un cuerpo es para un viviente unirse a un medio definido, confundirse con ciertos proyectos y comprometerse continuamente con ellos (Ibíd.: 97; Cabanes: 100).

Tener conciencia del cuerpo no significa -frente a Husserl y Sartre- que haya un yo anterior que pueda distanciarse de él en virtud de esa supuesta anterioridad. Por el contrario, ello se explica porque el cogito acompaña siempre a mi existencia, en cuanto ésta es caracterizada como el modo de ser de un cuerpo que es siempre conciencia, o sea, de un yo corporeizado o encarnado. Por eso, en cierto modo, desempeña la función que el idealismo asignaba al sujeto trascendental, sólo que ahora éste sólo a través del mundo llega a saber de sí mismo:

Si es cierto que tengo conciencia de mi cuerpo a través del mundo y que mi cuerpo es, en el centro del mundo, el término inadvertido hacia el cual todos los objetos vuelven su rostro, es verdad por la misma razón que mi cuerpo es el quicio del mundo: (…) en ese sentido, tengo conciencia del mundo por medio de mi cuerpo (Ibíd.: 97; Cabanes: 101).

Esto es sin duda una paradoja, pero resulta inevitable cuando, como hace Merleau-Ponty, se adopta una posición antiidealista al tiempo que se mantiene el punto de vista fenomenológico de la filosofía trascendental: al dirigirme al entorno, estrello mis intenciones perceptivas y mis intenciones prácticas en unos objetos que se me revelan como exteriores y anteriores a las mismas, y que, no obstante, no existen para mí más que en cuanto suscitan en mí unos pensamientos o unas voluntades. Pero este yo que piensa y quiere no es distinto del propio cuerpo que, de este modo, a través de su enredamiento con las cosas, llega a saber de sí mismo y a descubrirse como aquél que despliega y da cohesión a sus experiencias. Por eso, no puedo observar mi cuerpo como si se tratara de un objeto más. Merleau-Ponty repite así la argumentación desarrollada por Sartre en El ser y la nada, sólo que ahora el cuerpo ocupa en cierto modo el lugar del Para-sí sartreano: no puedo ver la mirada de mi ojo ni sentir mi mano tocando, porque mi cuerpo no es objeto alguno, sino el medio de nuestra comunicación con todos los objetos. El mundo mismo tampoco se presenta como una suma de objetos, sino como el horizonte de nuestra experiencia. Y la permanencia del cuerpo no es como la de los objetos, sino que es esa permanencia absoluta que sirve de fondo a la permanencia relativa de los objetos eclipsables, cuya presencia o ausencia son variaciones en el interior de un “campo de presencia primordial” (Ibíd.). Es decir, según Merleau-Ponty, tengo conciencia de mi cuerpo, pero no como objeto, puesto que es precisamente con mi cuerpo con el que me dirijo a los objetos para verlos y tocarlos; en ese sentido la experiencia del cuerpo es pre-objetiva. Esto quiere decir que la conciencia-que-tengo-del-cuerpo equivale al cuerpo-que-se-hace-consciente de modo prerreflexivo, noción que se pone en el lugar de lo que la psicología clásica denomina “sujeto”. Así pues, el cuerpo no es el objeto para un “yo pienso”, sino que yo soy mi cuerpo. O, quizás, lo más correcto sea decir que el cuerpo propio es aquello que precede en mí a la distinción de sujeto y objeto, los cuales están ya, sin embargo, prefigurados en él.

Precisamente porque el propio cuerpo no es objeto para mí, nunca se me hace presente como un aglomerado de órganos yuxtapuestos en el espacio:

Mi cuerpo no es una suma de órganos yuxtapuestos, sino un sistema sinérgico cuyas funciones todas se recogen y vinculan en el movimiento general del ser-en-el-mundo, en cuanto figura estable de la existencia (Ibíd.: 270; Cabanes: 241).

Esta vivencia del propio cuerpo como una unidad explica que en el individuo normal las diversas experiencias (la táctil, la visual, la motriz, etc.) se presenten como componentes de un único comportamiento que da forma a sus diversos contenidos (los contenidos de la sensibilidad, de la motricidad, etc.), en cuanto que la conciencia que los acompaña no es algo descomponible en cada una de aquellas manifestaciones, sino más bien “un tejido de intenciones” (Ibíd.: 141; Cabanes: 138). El análisis de Merleau-Ponty se apoya —como hemos visto- en la psicología de la Gestalt para pronunciarse en contra de la fisiología mecanicista del empirismo —que busca explicaciones causales en el cuerpo como objeto- y de la psicología intelectualista —que apela a una especie de alma o conciencia descorporeizada, o bien a un pensamiento anterior a la vivencia original del mundo, o a una razón anterior a los hechos-. Pues considera que el medio contextual en el que es posible describir la dialéctica forma-contenido de la experiencia es la existencia, que perpetuamente reconsidera los hechos y el azar mediante una razón que no es anterior a ese medio. Y, por eso mismo, considera que la distinción entre sujeto empírico y sujeto trascendental no resuelve la dificultad de explicar mi experiencia, sino que más bien la camufla, pues es ahora, en el presente vivo, donde hay que efectuar la síntesis de la experiencia.

Pues, en realidad, el sujeto que piensa es el mismo que siente, que experimenta el mundo a través del cuerpo y se mueve en él. De modo que la conciencia no puede definirse como la facultad de las representaciones, como si formar éstas fuera la única operación posible para ella, pues en tal caso el cuerpo se limitaría entonces a ejecutar el movimiento copiándolo a partir de la representación que se da la conciencia a sí misma y según una fórmula de movimiento que de ella recibe (Ibíd.: 163; Cabanes: 156). La motricidad, la sensibilidad o el pensamiento son momentos interconectados de una totalidad que no se puede analizar en términos de un pensamiento causal. Y ese sujeto único viviente es el que puede ponerse a la altura de lo actual y establecer una conexión interna entre los diversos ámbitos de su experiencia. Para investigar el asunto, Merleau-Ponty examina casos patológicos, en los que se presenta la vivencia de un aspecto de la experiencia desvirtuado o separado de los demás, y, mediante lo que él denomina el “análisis existencial” —con el que pretende ofrecer el fundamento fenomenológico de la psicología de la Gestalt-, muestra a través de aquel examen de las perturbaciones provocadas por la enfermedad que la vida de la conciencia es una totalidad que proyecta intencionalmente la situación en que nos hallamos alrededor de nosotros como un “arco intencional” que une entre sí la sensibilidad, la inteligencia y la motricidad (Ibíd.: 158; Cabanes: 153). Es decir: vivo la unidad del sujeto y la unidad intersensorial de la cosa; no los pienso, como hacen el análisis reflexivo y la ciencia (Ibíd.: 276; Cabanes: 253). Por lo tanto, mi cuerpo determina la textura común de todos los objetos y es lo que da un sentido a todos ellos, incluidos los objetos culturales.

Por otro lado, la cosa se me aparece, en cuanto correlato de mi existencia y constituida por ella, como “la presa que mi cuerpo hace ahí”. Y, en este sentido derivado de la fenomenología de Husserl, la cosa nunca puede ser en-sí de modo efectivo. A pesar de lo cual, sin embargo, subsiste en ella un momento de alteridad inextinguible. Por eso, señala Merleau-Ponty que la percepción que tenemos de ella es la consumación por nuestra parte de una intención extraña —que proviene de la cosa-, un acoplamiento o comunicación de nuestro cuerpo con ella (Ibíd.: 370; Cabanes: 334). De este modo, pretende refutar el idealismo racionalista y el realismo, pues lo dado no sería la cosa, ni la idea que la suplanta, sino la experiencia de la cosa, cuya percepción es antes que nada una vivencia. Ahora bien, la pluralidad y el contraste de mis experiencias, los muchos escorzos en que se me presentan las cosas, no son lo más originario ni rompen mi vivencia primordial de que hay un mundo del cual sé al mismo tiempo que sé de mí en él, con antelación a toda experiencia concreta.

El sistema de mi experiencia no se despliega, por lo tanto, del modo que describe el intelectualismo racionalista, no es un espacio geométrico que remita a un sujeto no situado, sino que ese sistema de experiencia es vivido por mí desde cierto punto de vista; yo soy parte de él y no su espectador. Y esta inherencia a un punto de vista explica mi finitud, pero también mi apertura, puesto que mi situación -en tanto soy cuerpo- es lo que me limita, pero también lo que me comunica con todas las cosas. En ese sentido, mi cuerpo es mi poder general de habitar todos los medios del mundo, la clave de todas las trasposiciones y de todas las equivalencias que lo mantienen constante (Ibíd.: 359; Cabanes: 325), o sea, el auténtico sujeto de la experiencia que tengo del mundo, el cual, por su parte, es para mí una unidad abierta e indefinida en la que estoy situado y que se revela una y otra vez inagotable a todas las intenciones que proyecto sobre él. El mundo no es un objeto, ni tampoco la suma de todos los objetos, sino más bien el campo de nuestra experiencia. Pero en la medida en que dicho campo es inagotable, el mundo nunca está por completo constituido, lo cual excluye un sujeto constituyente como algo ya dado. A esa unidad abierta del mundo debe corresponder más bien una unidad abierta e indefinida de la subjetividad, que se revela a sí misma sólo en cuanto va alumbrando la experiencia de ese mundo del cual también ella forma parte. ésta es siempre la cuestión en Merleau-Ponty, porque la subjetividad es parte del mundo y sin embargo se muestra como la tarea indefinida de constituir aquello que la constituye a ella. Se trata en realidad de un proceso dialéctico, en el que la experiencia del mundo es la totalidad que se diferencia en la oposición yo-mundo, cuyos momentos mantienen entre sí una relación recíproca y móvil de actividad-pasividad.

Así pues, el sujeto para Merleau-Ponty sería un fondo sedimentado de vivencias (el “sustrato de habitualidades” del que habla Husserl en las Meditaciones cartesianas), con experiencias y pensamientos adquiridos que configuran ese fondo disponible, el cual expresa en cada momento la energía de nuestra conciencia presente y se nutre a cada momento de la vivencia actual. De modo que las nuevas experiencias me ofrecen un sentido que yo les devuelvo. El sujeto se comprende, en definitiva, como ser-en-el-mundo cuyo vehículo es el cuerpo. Pero “vehículo” no debe entenderse aquí como el instrumento del que me sirvo y que es distinto de mí, sino como el ámbito y cauce de mi comunicación con ese mundo al que pertenezco y me constituye al tiempo que enfrento en mi experiencia. A partir de esa centralidad del cuerpo, la crítica del intelectualismo es un motivo constante en la obra de Merleau-Ponty con el que se opone al idealismo de tipo kantiano, que atribuye al pensamiento la facultad de hacer la síntesis de la experiencia. Yo actúo en el mundo a través del cuerpo, de modo que el espacio y el tiempo no son para mí ni una suma de puntos yuxtapuestos ni una sucesión infinita de instantes sucesivos; no son la condición de una infinidad de relaciones cuya síntesis a priori operaría mi conciencia, porque yo mismo soy espacio y tiempo: es decir, son el cuerpo y su motricidad lo que nos da el sentido del espacio y del tiempo, porque “el cuerpo es nuestro medio general de tener un mundo” (Ibíd.: 171; Cabanes: 164).

De modo que el cuerpo es el que lleva a cabo la síntesis y el que se despliega en su acción como espacio, tiempo, motricidad, hábitos, etc., con antelación a lo que puede hacer luego cuando él mismo se constituye como sujeto pensante y forja representaciones. Mi cuerpo es la cosa para la que hay cosas, el campo de todas ellas, el trascendental de las cosas. A partir de ahí, se trata entonces de repensar nuestra experiencia, porque la cosa y el mundo me son dados con mi cuerpo en una conexión viva.

La comprensión de todas las funciones biológicas (percepción, motricidad, sexualidad) como expresivas —al igual que el cuerpo mismo- de la existencia personal en su totalidad entraña la idea de una comunicación del cuerpo y el espíritu. La vida humana es una totalidad de funciones solidarias entre sí, desde la sexualidad a la motricidad y la inteligencia. Pero esta consideración, que parece insistir en la condición natural del hombre, es incompleta si no se atiende a su realidad histórica, que está asociada al modo de ser del sujeto:

Todo lo que somos, lo somos sobre la base de una situación de hecho que hacemos nuestra y transformamos sin cesar por una especie de escape que nunca es una libertad incondicionada (Ibíd.: 199; Cabanes: 187).

Es el cuerpo lo que determina nuestra situación y constituye la estructura envarada de la existencia, a la cual pertenece también el poder de rebasar aquel confinamiento. La existencia es, por lo tanto, el movimiento permanente por el que el hombre asume una situación de hecho y la prosigue por su cuenta prestándole un sentido con el que la trasciende y se trasciende; es la operación mediante la cual los hechos son asumidos, de modo que aquello que no tenía sentido toma un sentido.

He aquí el modo original en que Merleau-Ponty renueva la fenomenología, sin renunciar —alejándose de Heidegger- a la noción de la subjetividad que se desprende de la filosofía del cogito, pero integrando esa noción en el concepto más comprehensivo de la existencia, entendida en una dirección que le aproxima al psicoanálisis y al materialismo histórico. Pero estos últimos, a su vez, los reinterpreta en la línea de una filosofía existencial, para reivindicar el carácter primario de esa totalidad que él llama “existencia”: ésta es, en efecto, el fenómeno central, respecto del cual tanto el cuerpo —que sería su expresión o signo- como el espíritu —que sería lo expresado o la significación, que vuelve en la reflexión con su impulso trascendente- no son sino momentos, que se convierten en abstracciones si son separados. De modo que todas las funciones humanas, en tanto existenciales, son al mismo tiempo tanto biológicas como espirituales: la sexualidad, la motricidad o el pensamiento revisten siempre esa equivocidad que define todo lo humano. En particular, el pensamiento y el lenguaje serían manifestaciones de la actividad fundamental por la que el hombre se proyecta hacia el mundo del cual forma parte. Porque para Merleau-Ponty el hombre no ha de ser concebido como conciencia, sino como existencia, que es la manera como designa a la totalidad sujeto-objeto, aunque él rehúsa esta terminología. Por eso señala que la palabra, o el lenguaje en general, representa el exceso de nuestra existencia en relación con el ser natural. Ese exceso crea un mundo lingüístico y un mundo cultural cuando su expresión hace volver al ser el impulso que tendía más allá de él. Dicho de otro modo: a partir de la realidad objetiva, nuestra subjetividad significa un exceso que trasciende esa realidad con un impulso que, una vez expresado, se convierte de nuevo en realidad objetiva, la cual será rebasada de nuevo para generar una nueva objetividad..., y así sucesivamente.

En contra de la dualidad de sujeto y objeto, ya sea en la formulación cartesiana del alma y el cuerpo, o bien en la kantiana del sujeto como condición trascendental del objeto, pero también en contra de la formulación de Husserl, que distingue un ego puro, o de Sartre, que opone el Para-sí al En-sí, Merleau-Ponty muestra cómo la experiencia del yo-cuerpo supone en realidad un modo de existencia más ambiguo. Sartre se da cuenta de esa ambigüedad en relación con el propio cuerpo, pero la resuelve sin abandonar el dualismo al distinguir entre el cuerpo-para-sí y el cuerpo-para-otro, siendo el primero la conciencia que toma cuerpo y el segundo el cuerpo como objeto. Sin embargo, Merleau-Ponty también dirige su crítica en contra de la dialéctica hegeliana, en la que —según él entiende- el pensamiento queda “enbalsamado”. La unidad de la existencia es confusa, pues ni el cuerpo es una suma de partes sin interior, ni tampoco la conciencia es presencia transparente a sí misma. En cuanto dicha unidad confusa es la ambigüedad del cuerpo-yo, escribe Merleau-Ponty a propósito de éste:

Es siempre distinto de lo que él es, es siempre sexualidad a la par que libertad, está enraizado en la naturaleza en el mismo instante en que se transforma por la cultura, nunca cerrado en sí y nunca rebasado (...). No tengo otro medio de conocer el cuerpo humano más que el de vivirlo, esto es, recogiendo por mi cuenta el drama que lo atraviesa y confundiéndome con él. Así pues, soy mi cuerpo (...) y, recíprocamente, mi cuerpo es como un sujeto natural, como un bosquejo provisional de mi ser total (Ibíd.: 231; Cabanes: 215).

Lo que quiere decir Merleau-Ponty es, por una parte, que el sujeto sería trascendental en el sentido de que se encuentra consigo en toda experiencia, sin ser construido por ésta ni ser tampoco anterior a ella; y esto significa para él que toda experiencia humana comporta un polo de subjetividad. Pero también que, siendo como soy sujeto en situación, sólo puedo realizar mi ipseidad siendo efectivamente cuerpo y, por lo tanto —y a través de él- siendo mundo. La paradoja de la subjetividad significa que el yo que experimenta el mundo y está, por lo tanto, frente a él, forma parte al mismo tiempo de ese mundo frente al cual se sitúa: estoy frente a aquello que al mismo tiempo soy. Pero ante esa paradoja Merleau-Ponty sigue el camino de Husserl en vez de asumir un enfoque consecuentemente dialéctico que prescinda del yo trascendental, si bien éste es reinterpretado por él como el cuerpo-sujeto, condición de todo cuanto aparece en mi experiencia y puede tener un sentido para mí. Por eso, Merleau-Ponty renuncia a hablar de sujeto y de objeto, que la dialéctica —según él- convierte en “ideas” embalsamadas y manejables, y pretende reencontrar mi subjetividad más acá de la noción diferenciada de sujeto, así como reencontrar el objeto en estado naciente más acá de la idea de objeto, pues de lo que se trata es de comprender su génesis en mi experiencia viva, la cual está marcada por el carácter ambiguo de todo lo humano. Y el término que emplea para expresar aquella dualidad en su estado naciente que remite a la unidad de la vida es el de “existencia”. Sin embargo, hay que decir que la dialéctica no dice otra cosa, si bien rehúsa el recurso a esa ambigüedad con la que Merleau-Ponty se limita a describir la dualidad presente en la unidad confusa de la experiencia. Y no renuncia además a explicarla mediante conceptos, a saber: he de atender a mi experiencia como totalidad concreta, tan sólo a partir de la cual, y como momentos derivados respecto de la unidad que conforman, puedo distinguir reflexivamente dichos momentos. Lo que ocurre es que el pensamiento que vuelve sobre ello en un plano más elevado de explicación no tiene por qué renunciar a determinar ese proceso, para lo cual no puede dejar de usar las ideas de sujeto y objeto, cuya realidad sin embargo es comprendida mediante otra idea referida a la totalidad que comprende a aquéllos y dejando claro que aunque el plano de la idealidad se entremezcla con el de la realidad que trata de comprender es en rigor posterior a ésta y dependiente de ella.

Lo primero, o sea, lo dado, no es el objeto, sino mi experiencia que constituye objetos; no es la subjetividad, sino el saberme en relación con las cosas: lo dado es la experiencia del mundo para mí, que me reconozco como ser-en-el-mundo. De este modo, con ese saber antepredicativo, recuperamos la noción husserliana del mundo de vida, sólo que ésta revela ahora una bilateralidad, o —como antes decíamos- una ambigüedad, que parece acompañar a todas nuestras vivencias y ser característica de todo lo humano, a saber: la distinción entre un en-sí y un para-nosotros como momentos apuntados en el todo unitario de la vivencia, que posteriormente la reflexión analizará y determinará como objeto y sujeto.

3.La estructura temporal e intersubjetiva de la existencia.

Según Merleau-Ponty —que en este punto se atiene a la noción sartreana del cogito prerreflexivo-, es en mi relación con las cosas donde me conozco, y sólo después, mediante la reflexión, puedo volver sobre mí y alcanzar la percepción interior. Ello es así porque la intencionalidad original —en el sentido de la fenomenología- no proviene de un ego autónomo, que se poseyera a sí mismo como pensamiento independiente antes de su relación con las cosas —que es precisamente lo que significa el cogito cartesiano-, sino que se confunde con el modo en que nuestro cuerpo se proyecta originalmente sobre las cosas. Pero esa intencionalidad original, que —a diferencia del enfoque idealista de Sartre- se confunde con la proyección del propio cuerpo, va definiendo un Para-sí conforme su actividad se diferencia de aquello sobre lo que se proyecta.

Merleau-Ponty dedica bastantes páginas a la crítica de lo que él llama “la interpretación eternitaria del cogito” para oponerla a su propia concepción, que pese a todo no renuncia a esta noción, tan cargada de resabios idealistas. Pero este cogito que nos propone, en cuanto sujeto situado en su mundo, no puede escapar a la finitud ni al tiempo. Ni se  posee a sí mismo antes de proyectarse sobre las cosas —contra Descartes-, ni se limita a acompañar a las representaciones que él mismo constituye según una lógica intemporal —contra Kant-, ni es la pura negatividad que genera el mundo a partir del ser en sí —contra Sartre-. Pero tampoco es un yo puro que pueda distinguirse del propio cuerpo —contra Husserl-. El cogito es el movimiento de trascendencia en que consiste mi ser, trascendencia que me lleva a un tipo especial de contacto con el mundo, a saber: el que me permite estar en contacto conmigo mismo al tiempo que trato con las cosas.

Ese movimiento de trascendencia en que consiste mi subjetividad se confunde con la temporalidad. En relación con ésta, hay que decir que el análisis de Merleau-Ponty sigue muy de cerca los planteamientos de Husserl y de Sartre. En efecto, con palabras de este último, señala que el tiempo es la expresión de aquella trascendencia; no es un proceso real que yo me limitaría a registrar, sino que nace de mi relación con las cosas, ya que todas las experiencias, en cuanto nuestras, se disponen según un antes y un después. Ya nuestra remisión al espacio es temporal, pues las cosas coexisten en el espacio porque están presentes al mismo sujeto perceptor y envueltas en una misma onda temporal. Sin embargo, la célebre metáfora que habla de un tiempo que pasa o transcurre del pasado hacia el presente y el futuro es en realidad muy confusa:

Si considero este mundo en sí mismo, no hay más que un solo ser indivisible y que no cambia. El cambio supone cierto lugar en que me sitúo y desde donde veo desfilar cosas; no hay acontecimientos sin alguien a quien advienen y cuya perspectiva finita funda la singularidad de los mismos. El tiempo supone un punto de vista. No es, pues, como una corriente, no es una sustancia que fluye (Ibíd.: 470; Cabanes: 419).

Así habla el fenomenólogo, cuyo lastre idealista le lleva a decir que “no hay acontecimientos sin alguien a quien advienen”.

Así pues, encontramos una relación tan íntima entre el tiempo y la subjetividad que hemos de afirmar que el sujeto es temporal no por un azar de la constitución humana, sino en virtud de una necesidad interior. Y precisamente porque —según se dice- el tiempo nace de esa relación conmigo, o sea, con un punto de vista unitario, su unidad debe comprenderse como anterior a sus partes: el tiempo como impulso indiviso y como transición es anterior a la multiplicidad sucesiva de sus partes y es también lo que hace a ésta posible. Por eso se dice que esas “partes” se implican entre sí: el presente vivido encierra en su espesura un pasado y un futuro; el futuro es un pasado por venir; el pasado es un futuro ya acaecido; etc. Pues, anterior a esas “partes” del tiempo como multiplicidad sucesiva, tiene que haber un tiempo verdadero, un tiempo en estado naciente, que no es una síntesis de lo múltiple —contra Kant- ni un objeto de nuestro saber, sino la propia subjetividad en cuanto vida que se despliega (Ibíd.: 474; Cabanes: 422). Por el contrario, el tiempo objetivado en pasado, presente y futuro se convierte paradójicamente en algo estático. Por lo tanto, antes de toda objetivación hay que buscar el tiempo verdadero en su estado naciente como una dimensión de nuestro ser. Y, como fenomenólogo, dice Merleau-Ponty que todo me remite al campo de presencia como a la experiencia originaria en la que aparecen el tiempo y sus dimensiones. Mi presente se sobrepasa hacia un futuro y hacia un pasado próximos y “los toca” allí donde están (Ibíd.: 478; Cabanes: 426). Así pues, no hay más que un solo tiempo que se confirma a sí mismo, pero de modo que el paso del presente a otro presente no lo pienso, no soy su espectador, sino que lo efectúo, estoy ya en el presente que va a venir, soy yo mismo el tiempo que permanece y no fluye ni cambia. Porque —como indica Merleau-Ponty siguiendo a Sartre- el pasado no es pasado, ni el futuro es futuro más que cuando una subjetividad viene a romper la plenitud del ser-en-sí trascendiéndose e introduciendo el no-ser en ella (Ibíd.: 481; Cabanes: 428).

Pero esto constituye también una gran paradoja. Porque si la subjetividad es temporalidad —en tanto que presente que se trasciende- y hace surgir el tiempo en su relación con las cosas que aparecen sucesivamente en su campo de presencia, no cabe decir que esté en realidad dentro del tiempo. Y, sin embargo, decimos que ese sujeto, en cuanto situado, ha de pertenecer él mismo a un presente, tener un pasado, etc. Esta tensión en la relación entre yo y tiempo le llevó a Husserl a destacar en el ego puro un protopresente o presente intemporal, en cuanto campo de toda presencia, desde el cual el yo se distiende en el tiempo. Merleau-Ponty no acepta esa noción de un yo puro, aunque sí mantiene en cierto modo la paradoja, por cuanto cree que no cabe afirmar que la subjetividad sea temporal en sentido propio, pues aunque está siempre situada —y pertenece a un lugar y a una época- no pertenece a ningún momento del tiempo originario, ya que éste es promovido por la propia subjetividad. Pues bien, sobre esta cuestión hemos de decir que la paradoja es, en realidad, inevitable una vez se adopta el enfoque fenomenológico: la temporalidad es entonces la forma de ser del sujeto, pero él mismo no es temporal en el sentido empírico de la palabra. O, dicho de otro modo: el tiempo vivido no puede contener a mi vida. Pero esa temporalidad que es el modo de ser de la conciencia es el tiempo originario del que habla el fenomenólogo, un tiempo cuya continuidad es la de la propia conciencia, la cual no cambia ni fluye, sino que consiste en el continuo hacerse presente a un mundo que nunca se nos muestra íntegramente de una sola vez, sino paso a paso, como el inagotable aparecer de acontecimientos sucesivos. Por eso escribe Merleau-Ponty que la temporalidad originaria no es una yuxtaposición de momentos, sino el poder de la subjetividad que los mantiene conjuntamente alejándolos uno de otro y confundiéndose así con la cohesión de una vida (Ibíd.: 483; Cabanes: 430). De tal manera que, en ese sentido, la subjetividad no está en el tiempo, sino que vive el tiempo, pues éste es el modo de ser a la vez múltiple e indiviso de las vivencias.

Así pues, la temporalidad ilumina a la subjetividad. Porque ésta para Merleau-Ponty, como para Husserl, es un poder indiviso que se constituye perpetuamente a sí mismo en la síntesis de sus propias vivencias. La unidad continua del tiempo —que es la de la propia conciencia- es el aspecto que ya resaltó Bergson, para quien el tiempo auténtico no es el tiempo espacializado que se divide en lugares, sino la duración en cuanto presente conservado que perdura. Por su parte, Merleau-Ponty replica, en primer lugar, que la crítica de Bergson tiene sentido si la espacialización que denuncia se refiere al espacio geométrico, pero se pierde el sentido de esa crítica si atendemos a la espacialidad originaria, que es anterior al espacio objetivado, ya que aquel espacio primordial es en realidad la forma abstracta de nuestra presencia en el mundo. Y, por otro lado, Bergson habría desatendido a la dimensión de negación o de no-ser del tiempo al resaltar lo que perdura en la duración; y, frente a ello, Merleau-Ponty señala que la unidad continua del tiempo no significa que desaparezca la ruptura que genera los diversos momentos. Pues, en efecto, el tiempo es lo que perdura de modo continuo en la duración, pero también el ék-stasis o negación, que expresa el sentido de ruptura o trascendencia de la subjetividad. Porque la conciencia es la unidad de su continuo hacerse presente a la diversidad del acontecer que comparece ante ella. Pero esa unidad de lo diverso es la estructura viva —y dialéctica, añadiríamos nosotros- del tiempo. Por lo tanto, decir que el sujeto es temporalidad significa para Merleau-Ponty que deja de ser contradictorio el ponerse a sí mismo en las diversas experiencias, pues eso precisamente expresa la esencia del tiempo vivo, el cual es también a la vez la “afección de sí por sí”. De ese modo, la temporalidad expresa tanto el afectar como el ser afectado de la conciencia, tanto su actividad como su pasividad. Pero ésta es una concepción dialéctica, en cuanto entiende que mi subjetividad no puede entenderse al margen de la objetividad, ni puedo tampoco vivir ésta más que interpretada subjetivamente. Por eso, si se asume la identidad diferenciada de sujeto y objeto, la concepción de la libertad como la espontaneidad de un sujeto cuya acción se determinara en un reducto donde no impera objetividad alguna sería una completa mistificación. Del mismo modo, no hay realidad humana que sea puramente objetiva, pues dicha realidad —si es humana- siempre contendrá un momento de actividad subjetiva o —como prefiere decir Merleau-Ponty- un significado existencial.

La naturaleza es eso que me encuentro y respecto de lo que tomo posición sin dominarlo nunca del todo. Pero la naturaleza no sólo me rodea, sino que está también en el centro de la subjetividad y, por eso, nunca llego del todo a captarme o identificarme conmigo mismo: lo que soy es al mismo tiempo aquello a lo cual estoy enfrentado, sin poder cerrar nunca esa distancia conmigo. Este modo de ser que consiste en estar situado también frente a sí mismo, sin alcanzarse nunca del todo, es justamente lo que expresa la temporalidad como estructura esencial del yo, y lo que ahora repensamos a la hora de definir nuestra condición natural. Pues ese dislocamiento respecto de la naturaleza significa que soy algo ya dado cuya comprensión se encuentra necesaria y fatalmente en ella, al menos en una gran medida; pero, aun siendo algo dado en la naturaleza, estoy dado también a mí mismo. Eso es lo que explica que nunca pueda comprenderme del todo, ya que nunca formo una sola cosa conmigo mismo (Ibíd.: 399; Cabanes: 358), y explica por lo tanto la falta de transparencia u opacidad que reina en el corazón de mi subjetividad.

Pero Merleau-Ponty analiza la cuestión del yo también desde la perspectiva de la relación intersubjetiva y del mundo cultural, que no es un mundo ajeno al mundo natural, sino que es este mismo mundo en el cual ha penetrado una subjetividad impersonal o anónima. Y esta perspectiva exige replantear la cuestión del sujeto en un nuevo plano de consideración que ha de tener en cuenta la realidad intersubjetiva:

En el objeto cultural experimento la presencia próxima del otro bajo un velo de anonimato (Ibíd.: 400; Cabanes: 360).

En realidad, siempre me encuentro de antemano en un mundo intersubjetivo, y es el intelectualismo racionalista el que, por el contrario, elabora la idea de que ese mundo se constituye a partir de la realidad subsistente de las subjetividades separadas y privadas. Hegel ya había superado este enfoque cartesiano, porque aunque presenta la intersubjetividad como el resultado de una lucha entre las autoconciencias, en rigor lo que nos dice es que éstas están ya vinculadas en el elemento de la vida, pero que sólo acceden a saberlo conscientemente cuando se captan como parte del espíritu. Merleau-Ponty, por su parte, seguirá otra vía para superar el enfoque del intelectualismo racionalista: mostrando —en el modo en que lo hace la fenomenología- el significado intersubjetivo de nuestra experiencia a través del modo en que un cuerpo experimenta su interconexión con los demás. Desde mi vivencia, en cuanto tengo un cuerpo y un mundo natural, puedo encontrar en este mundo otros comportamientos con los que el mío se entrelaza. Pues es verdad —según veíamos- que, en cuanto mi existencia se encuentra ya en acción, se sabe dada a sí misma, lo cual significa —como atestigua el cogito- que hay un fondo de sí mismo que acompaña a los propios actos y se renueva con ellos. Pero ocurre también que mis propios actos me rebasan hasta perder yo en ellos contacto conmigo mismo, en la medida en que me comprometen en un mundo —enajenándome en él- que me trasciende y del que no me reconozco autor. El problema, por lo tanto, es cómo conciliar el testimonio del cogito (a saber: que el yo está dado a sí mismo) con la experiencia insuperable de estar rebasado por los propios actos, en los que me reconozco, pero que comprendo a la vez como actos que en cierto modo no me pertenecen, sino que me enajenan en cuanto entran en el curso de un mundo natural y social, cuya dinámica se me impone con la lógica de una realidad objetiva. En toda situación estoy de algún modo dado a mí mismo, y esto, que nunca me es disimulado, es un componente de aquélla. Pero este poder fundamental que tengo de ser el sujeto de todas mis experiencias, que es lo que constituye mi libertad, no es algo distinto de mi inserción en el mundo (Ibíd.: 413; Cabanes: 371). Es decir: mi subjetividad es esa tonalidad que acompaña siempre a mi trato con las cosas en las que estoy empeñado, que, al tiempo que me distancia de la situación que me domina, me permite entenderme como capaz de escapar de la opacidad que me envuelve para recomenzar algo en ella. Ahora bien, ese medio que me lleva, que me constituye y que yo contribuyo a renovar es también y de manera fundamental el de mi vida con los otros.

La cuestión del alter ego se plantea siempre como una dificultad en la fenomenología, pues si el yo es el centro ante el que comparece todo lo demás con el rasgo de la alteridad, el yo de los otros se convierte necesariamente en un problema. Husserl trata de resolverlo mediante la comprensión del carácter intersubjetivo de la conciencia, pero su planteamiento no logra liberarse nunca de aquella paradoja, en cuanto supone que es posible llevar a cabo una reducción última que alcance la esfera de lo que es propio del yo monádico. Sartre, por su parte, reconoce en este punto la importancia de comprender la relación con el otro en términos de reciprocidad. Sin embargo, en El ser y la nada, dicha reciprocidad no se plantea nunca en términos simétricos, sino que el prójimo aparece allí en el contexto de la experiencia que yo tengo de mí mismo: como aquél que enfrenta al Para-sí a la experiencia de verse como ser-para-otro, es decir, como aquél que aparece —amenazadoramente- ante el sujeto arrebatándole el centro del mundo en el que inicialmente estaba colocado para hacerle experimentar su propia objetividad. En cierto modo, lo que hace Sartre es conducir el enfoque fenomenológico de la filosofía del cogito hasta sus últimas consecuencias ontológicas, especialmente si no hay un Dios ante quien las perspectivas del ego y del alter ego, mi visión del otro y la visión del otro sobre mí, queden igualadas. No queda entonces otra visión última que la del Para-sí, a la cual ha de subordinarse entonces la experiencia del otro. Pero Merleau-Ponty no puede aceptar esa posición y busca un nuevo fundamento de la intersubjetividad en la realidad de un exterior común a mí y a los otros que rompa con la perspectiva solipsista del ego cogito cartesiano o del Para-sí hegemónico sartreano. A diferencia del enfoque sartreano, el ser-para-sí y el ser-para-otro no son dos perspectivas yuxtapuestas e irreconciliables entre sí —hasta el punto de suponer esta segunda una amenaza para la primera-, pues ambas remiten a un intermundo que define la situación de cada uno. Por lo tanto, aunque la existencia siempre tiene de modo irreductible un tono de subjetividad que acompaña a todas las experiencias, es también ese modo de ser en la realidad exterior de un mundo común que nos envuelve y en el que se recortan unos frente a otros nuestros cuerpos.

Si Sartre considera que la mirada del otro me convierte en objeto, ello se debe a que subsiste en él un vestigio del intelectualismo cartesiano, que entiende “la visión” como “el pensamiento de ver”, siendo así que todo pensar convierte en objeto aquello en lo que recae. Mi mirada no convierte al otro en objeto para mí más que si me reduzco a mi pura naturaleza pensante, a sujeto puro, es decir, sólo si mi mirada es inhumana. Pero Merleau-Ponty reivindica aquí al Husserl de Ideas II, para quien la mirada nos pone en contacto con un mundo visible. En efecto, la mirada es expresiva de una existencia y sostenida por un aparato cognoscente que es mi cuerpo. Ni mi comportamiento ni el del otro pueden entenderse entre sí a partir de la escisión abstracta de sujeto y objeto —contra Sartre-, aunque tampoco aquí resulta de ayuda el enfoque que basa el descubrimiento del alter ego en una analogía a partir del yo —en contra de la posición de Husserl en las Meditaciones cartesianas-. Porque —según Merleau-Ponty- yo soy para mí desde el primer momento también objeto, o, dicho en sus propios términos: siempre me encuentro ya situado como ser-en-el-mundo y viviendo mi cuerpo, con una cierta opacidad para mí mismo y en conexión con otros cuerpos (Ibíd.: 404; Cabanes: 364).

4. La dialéctica de pasividad y actividad.

La reconsideración de la dialéctica está siempre supuesta en la obra de Merleau-Ponty, aunque de manera explícita se ocupa del tema en Sentido y sinsentido y en Lo visible y lo invisible. Sus interlocutores principales en esta discusión son Hegel y Marx, pero también —y sobre todo- el Sartre de El ser y la nada, cuya concepción de lo negativo se convirtió en el blanco central de su crítica. En cualquier caso, según Merleau-Ponty, la cuestión de la negatividad juega un papel ya incluso en la percepción, pues lo que se hace presente en ella emerge efímeramente de un fondo total a la manera de una pseudo-positividad destinada a desaparecer para que sobre su negación otra cosa se haga positivamente presente en la percepción (Merleau-Ponty, 1964a: 79). Ahora bien, en su concepción sobre este asunto, la negación que promueve ese cambio en la percepción se debe siempre a la conciencia: a la relación que ésta establece con el mundo. Rechazando, pues, el planteamiento de la dialéctica hegeliana, no hay para Merleau-Ponty una negatividad que arraigue en el ser e impulse su devenir. No es el ser el que al mismo tiempo es y no es, sino que, al igual que sostiene Sartre y mucho antes Kant, es la conciencia la que introduce la negación. Sin embargo, Merleau-Ponty se desmarca del enfoque sartreano al afirmar que esa negación que la conciencia es no me separa del ser de la cosa por un abismo infranqueable, porque en realidad “soy en la cosa” cuando ésta se me hace presente sensiblemente. Es decir, no soy una nada irremediablemente separada del ser-en-sí, sino que soy positivamente mi cuerpo y mi situación, en los que ciertamente hay un momento de negación —en cuanto no soy esto o lo otro-, pero también un ser positivo. Y eso que positivamente soy y en lo que me apoyo -en la percepción o en la acción- para llegar al mundo se me revela como opaco a mis propios ojos y como algo que vería con más claridad una mirada exterior. Así pues, en contra de la tesis sartreana de la conciencia que es puramente para sí, Merleau-Ponty sostiene que la totalidad de lo que soy supera lo que soy para mí mismo (Ibíd.: 88). Por eso, rechaza el sentido absoluto de la negación sartreana y denomina “filosofía de lo negativo” o “negativismo” a esa posición, que se mantiene firme en la antítesis del ser y el no-ser, entre los cuales no reconoce intersección alguna. Para Sartre —viene a decir Merleau-Ponty-, esa pasividad que soy por tener un cuerpo y estar en situación, y que se me revela al acusar la mirada ajena, queda en cierto modo rebasada en cuanto es reinterpretada como puesta por mí, puesto que soy yo quien consiento en ello. Pero, para Merleau-Ponty, ni mi cuerpo ni tampoco la verdad del otro que llega ante mí, ni las cosas en general, pueden reducirse nunca a la estructura del Para-sí. La existencia del otro no se funda en mi vergüenza, sino que constituye la verdad de ésta. Pero mi pasividad no sólo viene dada por la existencia del prójimo, irreductible a la mía, sino que tiene un arraigo más general, en cuanto soy parte del mundo que me constituye, aunque yo también lo tome a mi cargo y reanude su curso a través de mí. Lo que hace una filosofía de la reflexión, como la de Sartre, es confundir las estructuras reflexivas (el poder volver sobre mí mismo desde las cosas para regresar a ellas y considerarlas de nuevo desde lo que soy) con el primer contacto originario con el mundo. Por eso, en esa filosofía que hace de lo negativo un absoluto, las cosas se me presentan ya en la perspectiva de lo que no soy yo, de lo que se encuentra el Para-sí previamente dado, porque la reflexión se ha puesto por delante de la experiencia original del mundo vivido. Pero, más allá del negativismo sartreano y de la tendencia de la filosofía de la reflexión a considerar al cogito separadamente —dice Merleau-Ponty-, cabe otra filosofía que capte aquel contacto originario con el ser entendiendo su ambigüedad, en la que se mezclan lo positivo y lo negativo (Ibíd.: 105).

En definitiva, Merleau-Ponty rechaza la abstracta oposición sartreana entre el ser y la nada: ni la conciencia es nada sin más, ni tampoco el ser de las cosas es pura positividad. A éstas les pertenece la negación en tanto se me hacen presentes, del mismo modo que la conciencia no es sólo la actividad nihilizadora, sino que arraiga en el ser en cuanto se confunde con el propio cuerpo. Ni la conciencia es pura visión, ni el ser es la superficie vista, pues aquélla contiene opacidad y éste contiene profundidad. La filosofía de Sartre, en cambio, se instala en la visión pura, o sea, en una relación entre un puro vidente y un ser visto. Se trata de un dualismo ontológico, contra el cual señala Merleau-Ponty que sí hay mediación entre el ser y la nada, y esa mediación es lo que hay como algo, como mundo. Es decir, no trata a la nada como una especie de esencia, no fija la negación en su negatividad, sino que considera la dialéctica del ser y el no-ser como la mejor manera de dar cuenta de nuestra experiencia del mundo. Sin embargo, esta dialéctica que Merleau-Ponty reclama no ha de desconectarse nunca de su contexto antepredicativo, en el cual ya se delinea una distinción entre un en-sí y un para-nosotros, antes de que la reflexión los convierta en los términos lógicos de objeto y sujeto. Este salto es el que da la dialéctica hegeliana, que —según esta crítica- se dejaría llevar por el movimiento lógico de los conceptos, que terminaría por suplantar al movimiento mismo de la experiencia, en el cual, por el contrario, nunca acaban de desmarcarse entre sí sujeto u objeto alguno, sino que siempre domina la ambigüedad de un todo confuso.

Es decir, la reflexión origina idealizaciones que luego el lenguaje fija como significaciones disponibles. Y ésta es la base de toda filosofía de la reflexión. Merleau-Ponty combate esta actitud con la ayuda de la noción del mundo vivido de Husserl, en la que se fundaría esta nueva idea de la filosofía, entendida como el afán por encontrar el sentido originario de nuestra vida muda antes de toda idealización y de su fijación como significado disponible. Esa anticipación se traduce en la interrogación filosófica por aquel sentido original que la intuición cree poseer de antemano y que el lenguaje vivo de la filosofía trata de formular en un discurso que nunca puede estar sostenido por una lógica preestablecida. En cuanto “embalsamada”, aquella dialéctica perdería de hecho su carácter dialéctico, y sus categorías (sujeto, objeto, etc.) falsificarían lo que ella es, a saber: el originario movimiento de una experiencia que se elabora desde el mundo vivido y una y otra vez vuelve a él (Merleau-Ponty, Notes de travail: 229).

Parece repetirse aquí en cierto modo la crítica nietzscheana que encuentra la vida por debajo de toda construcción conceptual. Pero Merleau-Ponty no renuncia a la filosofía ni tampoco a la dialéctica, aunque entendida de otra manera: la filosofía es para él interrogación que se anticipa al mundo, del que se posesiona de antemano al tiempo que lo reconoce en su consistencia independiente; y es también el discurso que expresa esa dialéctica sin reconciliación, interminable y nunca cerrada, de la relación conciencia-mundo, a la cual denominamos “experiencia”. Pero es también fenomenología, en cuanto su pretensión última es atenerse a lo dado en la experiencia, o —como leemos en las Notas de trabajo- hallar el logos del Lebenswelt (Merleau-Ponty, Notes de travail: 221). Y lo que en ella se presenta del modo más inmediato es lo visible, la experiencia más actual. Pero ésta me incluye también a mí como el que ve, pues yo no soy un vidente puro, sino que pertenezco a aquello que veo, en lo cual se contiene siempre un momento de subjetividad. Lo visible, por otra parte, no es la pura facticidad, sino que precede a la distinción abstracta entre hecho y esencia. En este sentido, no habría ni intuición de esencias, entendida como el salto desde los hechos a una realidad ideal separada; ni tampoco inductividad pura, que implicaría un camino que desde los hechos condujera progresivamente y de modo continuo hasta las esencias. Pues entre hechos y esencias hay —según esta comprensión dialéctica que parece asumir Merleau-Ponty- al mismo tiempo distinción y mediación. De modo que la idealidad no se puede separar abstractamente de la facticidad. En el mundo, que contiene también a la conciencia que lo considera, la facticidad y la idealidad se dan de manera indivisa, constituyendo así el medio indeciso en el que nos hallamos en cuanto vivientes, el medio de nuestra vida, tan sólo desde la cual nos proponemos conocer y podemos incluso —a través de las operaciones del conocimiento- separar lo ideal de lo fáctico.

Y es que el materialismo —aunque Merleau-Ponty no aceptaría este término para calificar a su pensamiento- no impide reconocer el plano de la idealidad, con el que logramos desprendemos de nuestro enredamiento en los hechos para alejarnos de su inmediatez —de la que, sin embargo, esa idealidad procede- y poder comprenderla así en un nuevo nivel. Pero eso no debe inducirnos a creer ilusoriamente que ese plano de lo ideal -en el que la reflexión se recrea y hasta puede llegar a perderse- es fundamento de lo real. Entre la pura idealidad y la mera existencia fáctica, la filosofía implica una distancia con el ser —la apertura de la subjetividad- que al mismo tiempo es contacto con el mismo. Porque la subjetividad es mundo, pero comporta siempre la posibilidad de la negación (aunque esa negatividad no llegue a ser nunca la nada de Sartre). Pues bien, esa proximidad y distancia es el lenguaje, en el cual se contiene nuestra vida y la de las cosas, o mejor: nuestra vida con las cosas, o la vida de las cosas para mí. Y el filósofo sabe que eso vivido se articula como lenguaje (el logos del mundo vivido), de modo que el lenguaje que la filosofía misma es presta forma a aquella articulación originaria que se halla en nuestra vida con las cosas para dar voz al sentido mudo que se encuentra en el silencio del mundo. Un espectador puro sería todo lenguaje, pues la palabra sería entonces el sustituto del mundo. Por otro lado, la pura fusión con las cosas no nos arrancaría del silencio. Entre uno y otro caso, la filosofía es para Merleau-Ponty —según nos dice- la conversión del silencio en un discurso que siempre vuelve a él.

Como ya había escrito Ortega, la filosofía no termina en el silencio, sino que es el esfuerzo renovado por dar forma discursiva a lo presuntamente inefable. Ahora bien, en vez de decir —como Ortega- que lo que hay es la relación recíproca del yo y su circunstancia, Merleau-Ponty prefiere —sobre todo en sus últimos años- eludir los términos de la filosofía del sujeto y sustituirlos por otros con los cuales dar expresión a su ontología: “lo visible”, “lo invisible”, “la carne” (la chair), el entrelazo, la reversibilidad o el quiasmo (le chiasme).

Lo que hay, pues, no son cosas idénticas a sí mismas que, posteriormente, se ofrecerían al vidente, y tampoco hay un vidente vacío al principio que, después, se abriría a ellas, sino algo a lo que sólo sabemos acercarnos palpándolo con la mirada, cosas que no alcanzamos a ver «en su pura desnudez» porque la mirada misma las envuelve y viste con su carne (Ibíd.: 173).

Es decir, en la medida en que el contacto originario con el mundo significa la co-pertenencia mutua de la subjetividad y del objeto —aunque éste no se distinga aún como tal, diferenciado-, Merleau-Ponty comprende esa relación primordial según la lógica del sentido del tacto, hasta el punto de entender la vista —que es el sentido privilegiado por la tradición idealista- como una especie de tacto que suprime la distancia del mirar, de tal modo que ver sería palpar con la mirada y, si es así, el que mira no es ajeno al mundo visible, sino que se siente “tocado” por él y lo modifica mientras es él mismo modificado. En efecto, en cuanto al tocar no sólo capto las cosas, sino que a la vez me siento tocado por ellas, a partir de ese modelo, ocurre que lo visible no es sólo el correlato de mi visión, sino que también contiene a ésta. Lo visible es la conjunción del cuerpo-vidente y las cosas, pues éstas se dan a aquél, quien a su vez se busca y encuentra entre ellas. Y, sin embargo, la visión es también lo que trasciende ese límite, en cuanto se hace capaz de captar lo visible como lo que se desoculta desde lo invisible.

Así pues, por una parte, no podemos eludir esa extraña dialéctica —que prefigura en el mundo vivido lo que luego la reflexión convierte en la dialéctica de sujeto y objeto- de que mi mirada, que envuelve a las cosas, no las oculta, sino que velándolas las revela. Pues esa totalidad confusa que me contiene entre las cosas y frente a ellas es el punto de partida inexcusable al que siempre regresamos, aunque la reflexión me tiente a creer en mi propia autonomía. Pero esa dialéctica se cruza con la dialéctica de lo visible y lo invisible. Pues bien, en cuanto a la primera dialéctica, se explica porque nuestro cuerpo es un ser de dos hojas: algo entre las cosas, pero también el que las ve y toca mientras se siente tocado por ellas. No es meramente una cosa entre las cosas, porque tiene “un adentro”. Y esa doble pertenencia a lo que preferimos denominar “el orden del sujeto” y “el orden del objeto” nos revela relaciones totalmente insospechadas entre ambos órdenes. Pues —diríamos nosotros- el cuerpo es objeto siendo sujeto y sujeto siendo objeto. O podemos decir, empleando los términos de Merleau-Ponty, que en el cuerpo mi actividad es idénticamente pasividad, pues el cuerpo sentido y el cuerpo sintiente son como el reverso y el anverso, como dos momentos de un único movimiento (Ibíd.: 182). Y, precisamente, a esa reversibilidad de sentirme tocado mientras toco, de ser visible mientras veo, es a lo que se refiere el concepto de carne (chair), con el que Merleau-Ponty designa algo para lo que —según señala- no existe nombre en la filosofía tradicional: la carne no es materia, ni es espíritu, ni es sustancia, sino que designa el hecho de que mi cuerpo es pasivo-activo (Merleau-Ponty, Notes de travail: 324).

Según Merleau-Ponty, para comprender esta ontología hay que renunciar a la bifurcación que opone una conciencia-de a un objeto. Y la carne es justamente el concepto que se anticipa a dicha bifurcación y el que trata de expresar aquella reversibilidad haciéndola arraigar en el cuerpo, entendido como la unidad sinérgica, pre-reflexiva y pre-objetiva en la que está sostenida y subtendida mi conciencia. Esa reversibilidad, sin embargo, apunta más bien —según nos parece- al lado de la pasividad, pues viene a decir que soy visible mientras veo, o tangible mientras toco. Y tiene además un carácter inminente, pues nunca está realizada de hecho: nunca se alcanza la identidad acabada del ver y el ser-visto, lo cual acarrearía la pérdida del momento del sujeto; esa reversibilidad no es identidad actual de vidente y visible, sino una identidad siempre fallida. Por eso, Merleau-Ponty dice que persiste una distancia en la unidad de esos momentos que se cruzan y conforman un todo reversible. Y a ese cruce en el que se entrelazan el momento de actividad y el de pasividad lo designa “quiasmo” (chiasme): el quiasmo, en efecto, se refiere a ese entrelazamiento entre yo y el mundo, o entre yo y el otro, que hace que un mismo ser nos envuelva. Así pues, la carne es aquello que se revela de mí -como mi pasividad- mientras veo, y esa revelación se produce por una especie de cruce o quiasmo, que me presenta la reversibilidad de mi ser sensible: soy visible mientras veo o tangible mientras toco, porque mi cuerpo es pasivo-activo, es masa y a la vez gesto. La carne implica el quiasmo del cuerpo-que-siente y el cuerpo-que-es-sentido, en tanto el primero se revela como el segundo y a la inversa. La cuestión aquí es que Merleau-Ponty se empeña en superar el dualismo del ver y el ser-visto, que Sartre cree insalvable.

Pero existe también aquella otra dialéctica que opone lo visible a lo invisible, en el sentido de que la experiencia visible del mundo en general —que, según hemos visto, me contiene también a mí en cuanto vidente- es al mismo tiempo exploración de una realidad invisible, de un mundo de ideas, las cuales no pueden desprenderse, sin embargo, de las apariencias sensibles. Lo invisible no es lo contrario de lo visible, sino que está en esto último como un hueco o como un pliegue, del mismo modo que está el sentido ya prefigurado en las cosas, o lo trascendente en lo inmanente, o el lenguaje en el mundo del silencio. Por eso, puede afirmar Merleau-Ponty que el sentido es invisible, pero está en lo visible del mismo modo que las esencias en los hechos percibidos (Merleau-Ponty, Notes de travail: 269 y 289). Y toda reducción fenomenológica nos ha de llevar a ver o intuir en el fenómeno lo invisible que hay en él, siendo por lo tanto, al mismo tiempo, reducción eidética.

Referencias

* Este artículo está vinculado al proyecto de investigación Influencias de las éticas griegas en las corrientes actuales de la filosofía europea y latinoamericana. La entidad financiadora es el Centro de Estudios de América Latina (Convocatoria de ayudas para Proyectos de Investigación UAM-Grupo Santander para la cooperación con América Latina. Entidades participantes: UAM (España), Universidad de Buenos Aires (Argentina), UNAM (México), Universidad de Sao Paulo (Brasil), Universidad Nacional de Colombia (Colombia), Universidad de Antioquia (Colombia) y Pontificia Universidad Católica de Perú (Perú).

[1]  Las citas toman como base la traducción de Jem Cabanes, Barcelona, Península, 1975, con algunas modificaciones; por eso, citaré el original en francés y, a continuación, la página correspondiente de la edición española.

[2]  Sin embargo, a decir verdad, Merleau-Ponty considera que la reducción fenomenológica no cesó nunca de ser para Husserl una posibilidad enigmática, y que a partir de Ideas II la reflexión husserliana elude ya la idea de un encuentro del sujeto puro con las cosas puras (Vide, Merleau-Ponty, 1964b: 197-199).

Bibliografía

1. Merleau-Ponty, M (1975) Fenomenología de la percepción, Barcelona, Península.        [ Links ]

2. Merleau-Ponty, M. (1945) Phénoménologie de la perception, Paris, Gallimard.        [ Links ]

3. Merleau-Ponty, M. (1964a) Le visible et l’invisible, Paris, éditions Gallimard.        [ Links ]

4. Merleau-Ponty, M. (1964b) Signos, Trad. Caridad Martínez y Gabriel Oliver, Barcelona, Seix Barral.        [ Links ]

5. Merleau-Ponty, M. (1967) Structure du comportement, Paris, P.U.F.        [ Links ]

 

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