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Estudios de Filosofía

Print version ISSN 0121-3628

Estud.filos  no.44 Medellín July/Dec. 2011

 

El conjuro de las imágenes: Aby Warburg y la historiografía del alma humana*

The spell of the images: Aby Warburg and the historiography of human soul

Por: María del Rosario Acosta López

Departamento de Filosofía

Universidad de los Andes

Bogotá, Colombia

E-mail: maacosta@uniandes.edu.co

Fecha de recepción: 15 de mayo de 2011

Fecha de aprobación: 2 de octubre de 2011


Resumen: El artículo se propone abordar el pensamiento de Aby Warburg acerca de la relación entre imagen, historia e historiografía del arte, a través del trabajo que realiza el autor en su texto “Profecía pagana en palabras e imágenes en la época de Lutero” (recogido en la compilación de textos El renacimiento del paganismo [Die Erneuerung der heidnischen Antike] (1932)). Se trata de mostrar cómo en este texto los distintos niveles y las “polaridades” que se ponen en movimiento para el análisis de la imagen como “símbolo”, coinciden con aquellos niveles y polaridades que para Warburg describen, a la vez, tanto el movimiento de la historia como el de cierta “condición” humana atemporal. De este modo, el artículo busca desentrañar la complejidad de las relaciones involucradas en aquella “ciencia” de la historia de las imágenes que Warburg habría querido inaugurar y poner en práctica, tanto en sus ensayos sobre el paganismo, como, en general, en sus reflexiones y trabajos empíricos posteriores, tales como El ritual de la serpiente y el proyecto Mnemosyne.

Palabras clave: Warburg, símbolo, polaridad, historiografía del arte

Abstract: This paper adresses Aby Warburg’s reflections on the relationship between image, history and historiography. The point of departure and main point of analysis is his text on Luther and Pagan Prophecy (published as part of the volume on The Renewal of Pagan Antiquity) [Die Erneuerung der heidnischen Antike] (1932)). The main objective of the paper is to show all the layers and “polarities” put into play in Warburg’s analysis of the image as symbol. It will be shown how all this layers coincide, at the same time, with the movement of history as described by Warburg, and even with the movement of certain “atemporal” human condition present in Warburg’s thinking. Therefore, the paper is interested in showing the complexities involved in Warburg’s project of a “new science” of the history of the images; a project that Warburg would have simultaneously projected and practiced, not only in his earlier theoretical essays, but also in his more empirical later texts such as The Serpent Ritual and the Mnemosyne project.

Key words: Warburg, symbol, polarity, art historiography


Pues ¿quién puede decir que satisface siempre sus necesidades fundamentales de manera pura, completa, correcta y sin tacha; o que junto con la actividad y los logros más serios, como la fe y la esperanza, no busca consuelo también en la superstición y la ilusión, la frivolidad y el prejuicio?

Goethe, “Materialien zur Geschichte der Farbenlehre”[1]

Introducción

Al comienzo de su texto “Profecía pagana en palabras e imágenes en la época de Lutero”, Aby Warburg nos aclara que su intención al escribir sobre Martín Lutero es reconstruir una versión distinta de la historia del Renacimiento. Esto significa, en el caso de Warburg, que la reconstrucción de dicha historia del Renacimiento se llevará a cabo en y a través de sus imágenes. Con ello, inevitablemente, lo que resultará será una historia de la imagen en y a través del Renacimiento. Lutero no sólo fungirá así como un personaje histórico enigmático, que a los ojos de Warburg se debate entre el mundo de la magia y el de la razón, el mundo del augurio y el de la teleología, descomponiendo con ello la lectura tradicional, quizás excesivamente racionalista, del gestor de la Reforma Protestante. Aparecerá además a lo largo del texto como una metáfora para hablar tanto de las polaridades características de estos comienzos de la llamada época moderna, como de aquellas polaridades que constituyen también, para Warburg, a la imagen en tanto símbolo. De este modo, el objetivo principal expuesto por el autor al comienzo del ensayo podría reformularse en otros términos: Warburg escoge a Lutero como ícono y símbolo de las polaridades propias de una historia aún no escrita del Renacimiento; esto es, de una historia aún no escrita de la imagen en el Renacimiento.

Pero si quisiéramos proceder realmente “a la manera de Warburg”, habría que  intentar seguir el texto en sus múltiples niveles y dimensiones, y desglosar aún más estos propósitos. El resultado de este trabajo podría ser, entre otros posibles, algo como esto:

(i) Se trata para Warburg de una historia aún no escrita, porque se trata también de una manera distinta de hacer historia, esto es, de una invención renovada de la memoria, de los modos de hacer y conservar la memoria, para los que el tema de Lutero, como se verá, no es accidental;

(ii) No es accidental porque el ícono que Lutero es o representa, no es el del comienzo de la Modernidad como historia de la razón, sino el del profeta-ilustrado que se sabe en medio de dos mundos  aún no reconciliados; es decir, Lutero juega aquí, para Warburg, el papel de una figura icónica que encarna las polaridades constitutivas de un modo (¿el único modo?) de hacer historia;

(iii) Es el único modo de hacer historia, porque lo que está en juego es una “ciencia” de las imágenes. Las imágenes aparecen aquí, como en toda la obra de Warburg, como símbolos que solo pueden “consultarse” como el nigromante consulta a los muertos: como intervalos entre la vida y la muerte, entre la conciencia y la inconciencia, donde el ser humano construye su “morada” a partir de una vida póstuma que está representada por aquella que Warburg llamará la pervivencia del paganismo;

(iv) Las polaridades entonces no son solo las de la historia, sino las de la imagen como símbolo: las huellas (los engramas, dirá Warburg en otras ocasiones) sobre las que se construye una lectura de la historia occidental, y con ello, una memoria en imágenes, a través de las imágenes, de dicha historia. Con esto, sin embargo, no hemos hecho otra cosa que volver al punto (i) del recorrido.

Podría seguirse descomponiendo de esta manera, en múltiples vértices, el objetivo del texto de Warburg, porque el tema en el trabajo de Aby Warburg nunca es una excusa: forma y contenido coinciden, porque es la forma misma lo que está siendo puesto en cuestión, precisamente por medio de aquello que está siendo tematizado. En el caso concreto del texto sobre la profecía pagana en la época de Lutero, el hecho de que la presencia del paganismo en las discusiones que dan origen a la Modernidad (a la historia de la libertad de pensamiento en occidente) vaya de la mano, como lo mostrará Warburg, de una supervivencia de las artes adivinatorias, no es solo el intento por recordarnos las dos caras del ser humano moderno (como también Warburg recuerda –volviendo tácitamente a Nietzsche– las dos caras de la Antigüedad). Hay allí también un recurso a la profecía como eje central de una historia (y de una manera de hacer historia) que, como Warburg nos dice desde el principio, está por escribirse. Lutero y Warburg no son, pues, sino dos momentos de un mismo intento; como también lo son, para Warburg, Durero y Lutero: el intento de un quedarse en lo simbólico, entre la magia y la lógica, como aquel ilustrado del fragmento de Goethe que Warburg trae a colación al final de su ensayo, y que se sabe tan cercano a la razón como a la superstición.[2]

Por eso, también, sólo es posible avanzar en círculo: de la pregunta por qué es esta historia que está por construirse, a la pregunta por la polaridad que da lugar a la necesidad de construir una historia aún no escrita; y de allí a la pregunta por la imagen que se encarga de cargar con esa polaridad (de traérnosla de vuelta), para finalmente, como en un movimiento de retorno, volver nuevamente a la pregunta por cómo esa polaridad es el movimiento mismo de esa historia en construcción. Intentaré entonces proponer algunos ejes sobre los que pueda girar el trabajo que lleva a cabo Warburg en su texto sobre las imágenes en la época de Lutero, para con ello iluminar a la vez este modo de hacer historia, esta nueva “ciencia” aún no escrita de las imágenes, que Warburg quiso no solo inaugurar sino poner en práctica a través de sus textos.[3]

1. El historiador como nigromante: la fuerza de las imágenes

Las imágenes y las palabras están concebidas como una ayuda para los que me sigan en el intento de ganar para sí cierta claridad, y poder con ello resistir a la tensión trágica entre la magia instintiva y la lógica discursiva. Son las confesiones de un esquizoide (incurable), depositadas en los archivos de los médicos del alma.

Warburg. Nota 7 a los apuntes para El ritual de la serpiente[4]

 

Podrían proponerse dos imágenes para entender qué significa enfrentarse, como lector, a los textos de Warburg:

· Podría ser, como él mismo lo sugiere, como entrar a un laboratorio donde todo está en proceso de ser aún descubierto. Todo hace parte de un intento por poner a prueba, a partir de distintos experimentos, una metodología que no parece poder ser descrita o determinada de antemano. Y, sin embargo, nada está allí por casualidad ni ha sido propuesto arbitrariamente: todo hace parte de un plan que, no obstante, sólo puede llegar a concretarse una vez sus resultados hayan sido confrontados rigurosamente.

· …Podría pensarse también que leer a Warburg es como imaginar un recorrido por su biblioteca: es imposible orientarse con criterios ya conocidos de antemano, pues todo lo que vemos presenta entre sí conexiones que no alcanzamos a dilucidar. Y cuando por fin creemos haber comenzado a trazar un hilo conductor, Warburg interviene de nuevo para cambiar otra vez todo de orden. Se nos obliga entonces a volver a empezar, a recorrer los mismos senderos a partir de nuevas posibles conexiones, que serán una y otra vez alteradas sin descanso.

 

Cualquiera de las imágenes que se escojan, describen en todo caso esa sensación que no parece dejarnos cuando, de la mano de Warburg, nos adentramos en sus textos: se trata de la experiencia de estar entrando con él en un territorio que aún no ha sido recorrido. De reconstruir con él la experiencia de fundar, en el proceso mismo de llevarla a cabo, una ciencia que hiciera justicia por fin a las imágenes: esos “lugares” en la historia donde,  para Warburg, gracias a la capacidad simbólica del ser humano, sus secretos más íntimos quedan encriptados (escondidos y conservados) en formas accesibles a la memoria histórica. Es precisamente porque Warburg entendió la fuerza de estas imágenes, porque descubrió en ellas el poder de almacenar, sin resolverlas, las contradicciones más profundas del alma humana, que no se contentó con ninguna de las “ciencias” ya fundadas hasta entonces. Ni una historia del arte formalista o “estetizante”, preocupada exclusivamente por evoluciones estilísticas; ni una historia de la cultura, para la que las imágenes se presentan sólo como curiosidades, o, a lo sumo, como herramientas de trabajo (como medios para un fin ulterior). La imagen, sea o no obra de arte (porque, ¿quién determina que lo sea?), debe ser tanto el punto de partida como el de llegada: no se trata de ir “más allᔠde las imágenes, sino de entender cómo éstas traen consigo ya una manera de hacer hablar a la historia otros lenguajes; y con ello, una manera de hacer hablar a las voces que no han sido escuchadas.

No es pues casual que Warburg admirara tanto a Cassirer, que se sintiera tan identificado con su proyecto de las “formas simbólicas”, y que Cassirer, a su vez, reconociera que su proyecto habría sido puesto en práctica en la estructura misma de la Biblioteca Warburg (cf. Cassirer, 1975: 159). Ya en Cassirer se encuentra claramente desarrollada la idea de comprender la imagen en su relación intrínseca entre forma y contenido: como expresión sensible de fuerzas espirituales que, no obstante, sólo pueden ser tales precisamente gracias a esa expresión (es decir, que no pueden prescindir de su forma ni elevarse por encima de ella a “conceptualizaciones” más refinadas): “Todos los signos e imágenes se introducen entre nosotros y los objetos; pero con ello no sólo designan negativamente la distancia a la que el objeto se sitúa para nosotros, sino que crean también la única mediación adecuada posible, y el medio a cuyo través cualquier ser espiritual se nos hace concebible e inteligible” (Cassirer, 1975: 164. Las cursivas son mías).

El contenido sensible, aclara Cassirer más adelante, no debe arrojarse como se arroja una “cáscara vacía”, pues sólo allí subsiste aquello que podemos llamar “sustancialidad del espíritu”: pues subsiste justamente como un afirmarse en “dicho medio resistente” (Cassirer, 1975: 186). Por lo mismo, insiste en su respuesta a Wogau: “La filosofía de las formas simbólicas reconoce que todo aquello que designamos en algún sentido como ‘espiritual’, ha de hallar finalmente su realización concreta en algo sensible, que sólo puede aparecer en éste y con éste” (Cassirer, 1975: 196). 

De la misma manera, habría que insistir en que la búsqueda de una ciencia aún por escribir, aún por construir, en el caso de Warburg, no es aquella que, más allá de lo formal, deja a las imágenes de lado en su configuración sensible para reducirlas a meras cáscaras de las que interesa únicamente su “contenido”. Hay más bien en Warburg, como lo describe Agamben, una “iconolátrica atención a la fuerza de las imágenes” (Agamben, 2005: 159). No se trata de un abandono de la historia del arte, de la historia general de las imágenes, sino de la puesta en práctica, si se quiere, de la “auténtica tarea de la historia del arte” (Warburg, 2008: 446), a la luz del amplio espectro de una “ciencia de la cultura que investiga los estilos” (Warburg, 2008: 446). Se trata, nos dice Warburg al final del texto, de una “ciencia cultural de la historia de la imagen” (Warburg, 2008: 490).

Esta “ciencia”, no obstante, es una de la que el mismo Warburg se siente aún alejado. La presenta así como una especie de meta que otros deberían buscar alcanzar: “Nuestro objetivo es que la historia del arte y la ciencia de la religión […] se encuentren, y que unas mentes lúcidas y eruditas a las que sea dado llegar más lejos que a nosotros puedan reunirse en torno a una misma mesa de trabajo” (Warburg, 2008: 490). Sería una ciencia, entonces, a la que su trabajo estaría contribuyendo apenas de manera “preliminar”, y que aparece en sus escritos más bien siempre como aquello que está aún por escribirse y por determinarse. Así es como comienza justamente su texto sobre el paganismo en la época de Lutero, invocando esta ausencia:

El manual del que todavía carecemos dedicado a la ‘Esclavitud del hombre moderno supersticioso’ debería ir precedido de una investigación científica, que tampoco ha sido escrita, sobre ‘El renacimiento del mundo espiritual de la Antigüedad en la era de la Reforma alemana’. Nuestra ponencia […] podría servir de introducción provisional a su estudio. (Warburg, 2008: 446 [598]. (Las cursivas son mías).

Quedan claras no obstante, por la cita, las dimensiones del proyecto que Warburg tenía en mente: una reconstrucción de una historia aún no escrita de la humanidad moderna, desde el punto de vista de la relación ilustración-superstición, de la que tendría que hacer parte fundamental un estudio detallado sobre la pervivencia de la Antigüedad en uno de los ejes claves de la aparición de lo moderno: la Reforma alemana. Y la Antigüedad, lo sabemos gracias a los primeros textos de Warburg sobre Botticelli, pervive en las imágenes; o, más específicamente aún, en la búsqueda de imágenes, es decir, en el intento de configurar sensiblemente fuerzas en tensión.

Dicho proyecto, por tanto, dicha “ciencia sin nombre”, que aparece mencionada una y otra vez en los textos de Warburg,[5] no puede en todo caso desprenderse del terreno que  ha sido trazado ya para ella por la imagen, y que unos años más tarde, como lo describe Gombrich, Warburg delimitaría con mucha más seguridad bajo el nombre de “iconología”: “La iconología del intervalo: el material histórico del arte hacia una psicología evolucionista de la oscilación entre la proyección de causas como imágenes y como signos” (Warburg. Publicación, VII, 1929; citado en Gombrich, 1992: 237). Se trata, pues, de una ampliación de la iconografía, esto es, de la historia del arte, hacia una “iconología” o “ciencia de las imágenes”, es decir, hacia el terreno más abarcador de la historia de la cultura que, sin abandonar nunca el intervalo abierto por la imagen, lo interpreta a la luz de la evolución de una “psicología colectiva” (Warburg, 2008: 463 [618]). Es pues deber del historiador, dice Warburg, atender a estos rastros que han sido hasta ahora dejados de lado por el investigador de la cultura “con una sonrisa de superioridad, cegándose así a la fuente profunda que éstos constituyen para la comprensión de una psicología popular” (Warburg, 2008: 463 [618]). 

  

Escribir la historia de occidente debe pasar, pues, necesariamente, por un recorrido por la historia de sus imágenes: por el arte y la religión, que son para Warburg los mecanismos por medio de los cuales el ser humano, desde sus expresiones más primitivas, busca transformar sus temores más recónditos en formas externas.[6] Recorrer esta historia es como “vagar por un momento por las misteriosas criptas en donde encontramos a los transformadores que convierten los impulsos más íntimos del alma en formas duraderas” (Warburg. Cuaderno de notas, 1927; citado en Gombrich, 1992: 242).

Pero la imagen no sólo transforma: no sólo expresa o comunica. En su conversión a “formas duraderas” lo que se perpetúa también es la decisión mediante la cual una cultura logra enfrentarse a su destino: “No esperábamos encontrar allí la solución al enigma del espíritu humano; sólo una formulación nueva de la eterna cuestión de por qué el destino envía a todos los hombres creadores al mundo de la inquietud perpetua, en el que se les permite elegir dónde formar su personalidad: en el infierno, en el purgatorio, o en el paraíso” (Warburg, Cuadernos de notas, 1927; citado en Gombrich, 1992: 242).

Hay un riesgo, pues, en el trabajo del historiador. Porque éste interroga a las imágenes como esas “misteriosas criptas” que guardan los temores que otros supieron conjurar. El historiador destapa aquello que había permanecido oculto, y con ello –Warburg sí que lo sabía– se enfrenta a los riesgos de quien se atreve a mirar al abismo a los ojos. Por eso su labor, dice Warburg, es como la de un nigromante: consulta a las imágenes como se consulta a los muertos, arriesgándose a perderse ante esos “peligrosos temblores” que vienen de “las regiones del pasado”, con la difícil tarea de traerlos de vuelta: “un aspecto esencial de su papel mnémico: él ha de resonar para que salgan a la superficie nuevas zonas desde las capas ocultas de hechos olvidados” (cf. Warburg. Seminario de Hamburgo 1926-27; citado en Gombrich, 1992: 239). En su difícil mediación entre los vivos y los muertos, el historiador debe lograr “enseñar a otros a ver” sin caer de vuelta en las profundidades que interroga. Así habla Warburg de Nietzsche, quien nos “enseñó a ver a Dionisios” (cf. Gombrich, 1992: 181); pero sobre todo de Burckhardt, quien, a diferencia de Nietzsche:

Aunque experimentó los extremos de la oscilación, nunca se rindió a ellos por completo y sin ningún tipo de reservas. Notó cuán peligrosa era su profesión, y que estaba abocado a venirse abajo, pero no cedió al romanticismo. […] Burckhardt fue un nigromante con los ojos bien abiertos. Conjuró a los espectros que le amenazaban peligrosamente. Los esquivó levantando una torre de observación […] fue y sigue siendo un adalid de la ilustración. (Warburg. Seminario de Hamburgo 1926-27; citado en Gombrich, 1992: 239)

“La cuestión –dice Warburg en otro lugar– es qué tipo de vidente puede soportar los traumas de la vocación”; se trata de saber “cómo reaccionar al sentimiento de la presencia de Dios en la tierra”  (Cuadernos de notas, 1927; citado en Gombrich, 1992: 240). El historiador, como el artista, debe poder, a la vez que los despierta, saber “conjurar” a los espectros que interroga. Debe poder, como Burckhardt, erigir esa torre, esa ciencia sin nombre, que –como sabemos– también salvó a Warburg del abismo en el que, como Nietzsche, no había resistido a la tentación de caer.

2.      La cabeza bifronte de Jano: el campo de batalla del alma humana

Toda la humanidad es eternamente y en todos los tiempos

esquizofrénica.

Warburg. Nota 6 a los apuntes para El ritual de la serpiente

(Citado en Gombrich, 1992: 211)

 

Con el problema historiográfico al que se enfrenta Warburg, comienzan a hacerse visibles, a la vez, los múltiples niveles que se abren con sus preguntas. Porque en el camino de la iconografía a la iconología, atravesado por la irrupción novedosa de una “psicología de la expresión”, se hace evidente un problema ulterior: el carácter bipolar de la imagen, la imagen como lugar de intervalo entre tensiones o polaridades ya no sólo estilísticas, sino psíquicas o antropológicas, que buscan resolverse en y por medio de la expresión. Así, como lo señala Agamben, de Warburg podría decirse –como decía Kraus del artista– que “supo transformar la solución en un enigma”: el historiador que abre los secretos encriptados, destapa y altera los conjuros, y convierte esos lugares de la solución (o resolución) que son las imágenes, en los enigmas que es necesario volver a interrogar. De esta manera, continúa Agamben, “la interpretación de un problema histórico se convierte al mismo tiempo en un diagnóstico del ser humano occidental en su lucha por sanar las propias contradicciones y encontrar, entre lo viejo y lo nuevo, su propia morada vital” (Agamben, 2005: 166). El problema histórico es con Warburg, a la vez, un problema ético que abrirá y determinará desde el principio la pregunta por el papel del símbolo como dicha morada vital[7].

Pero antes de determinar ese papel casi terapéutico que Warburg le atribuirá a lo simbólico, es necesario entender en qué sentido lo simbólico es siempre el resultado de una decisión ética que, para Warburg, atraviesa la historia de la conciencia humana. Una decisión ética que muestra, a la vez, cómo el tema de la pervivencia del paganismo o de la “continuidad de la herencia pagana”,[8] no es una escogencia arbitraria, sino igualmente ética (¿también política?) por parte del historiador.

Algo de esto ya comienza a quedar claro en el caso de los primeros textos de Warburg sobre el paganismo en el renacimiento italiano. Allí muestra Warburg, a través de sus trabajos sobre Botticelli, que la pregunta que motiva su investigación es tal vez, antes que nada, una pregunta también filosófica: la eterna tensión entre palabra e imagen, entre concepto (pensamiento) e individuo, que determina las polaridades heredadas de la Antigüedad, y ante la que quizás ya los antiguos supieron responder estilísticamente, de la misma manera que logra hacerlo magistralmente, gracias a ello, un pintor como Botticelli. En estas primeras reflexiones, aunque sea evidente ya un intento por desprenderse paulatinamente de la tradición historiográfica que lo precede, y por traducir problemas estilísticos, poco a poco, a problemas de la “psicología del estilo”, Warburg se mueve aún, no obstante, sobre todo en el ámbito de lo estilístico-formal. Las polaridades son, pues, aún casi únicamente problemas de “forma”, aunque en ellas ya pueda entreverse la inquietud histórica-antropológica posterior.

Por el contrario, ya en el caso de un texto más maduro como el del paganismo en la época de Lutero, Warburg parece ser mucho más consciente de su metodología, y de las decisiones que lo han conducido a escoger, en este caso, la pervivencia del paganismo en la forma de la astrología. “La astrología, dice Gombrich, suministró a Warburg el ejemplo más elocuente de la bipolaridad de la imagen” (1992: 188). Y el mismo Warburg nos señala el camino desde esta bipolaridad de la imagen a la pregunta histórico-antropológica de fondo: el tema de la astrología en el Renacimiento nos introduce en un mundo de polaridades “irreconciliables para el científico de hoy en día”: “el astrólogo de la época de la Reforma mezclaba estos extremos –la abstracción matemática y la devoción religiosa– […] como si fuera el punto desde el cual regresar a un estado originario e intensamente vibrante del alma humana” (Warburg, 2008: 447 [599]). Como vuelve a asegurarlo nuevamente más adelante en el texto:

Dos fuerzas espirituales se han hermanado indiscutiblemente en la astrología, dos fuerzas tan radicalmente heterogéneas que por lógica solo hubieran podido desafiarse la una a la otra: la matemática, la herramienta más precisa del pensamiento abstracto, y el miedo a los demonios, la forma más primigenia de la causalidad religiosa. Aunque la astrología concibe de manera clara y armónica el universo como un sobrio sistema lineal […] sin embargo, delante de sus tablas matemáticas es animada por una superstición pagana y, aunque maneja los nombres astrales como si fueran cifras, éstas son para él demonios a los que profesa temor. (Warburg, 2008: 458)

Esta especial combinación de la lógica y la magia, del tiempo histórico-cronológico con el tiempo mítico-atemporal[9], justo en medio del surgimiento de la conciencia moderna occidental, es la presentación –la explicitación– en la historia (aquella que ahora Warburg está interesado en relatar) del “carácter jánico del sentimiento histórico como un sorprendente rasgo sobreentendido de la polaridad trágica en el desarrollo del moderno Homo non sapiens” (Warburg, 2008: 506).

Para el momento de escritura de este texto –lo señala Gombrich– Warburg ya estaba convencido de que las polaridades o tensiones presentes en la renovación de la pregunta por el paganismo no eran, simplemente, el encuentro en un momento histórico determinado de épocas o herencias históricas distintas, sino más bien “concretizaciones de un conflicto perenne que se desarrolló y sigue desarrollándose en el campo de batalla del alma humana” (Gombrich, 1992: 197). Ese conflicto es el que le permite a Warburg pensar siempre el proceso de “ilustración”, la lucha del ser humano por liberarse cada vez con más fuerza de la sujeción a la “superstición”, como un proceso que nunca puede desligarse del todo de una pervivencia de lo mágico, de lo mítico, incluso de lo supersticioso en el relato moderno del triunfo de la razón.

La decisión por estudiar la pervivencia del paganismo, pasa entonces por la responsabilidad que tiene el historiador de traer de vuelta el recuerdo de esa otra cara que, bien interrogadas, traen las imágenes consigo: las dos caras de la Antigüedad, Apolo y Dionisios, son más bien las dos caras de lo humano, que no solo sobreviven en la conformación del mundo moderno y lo determinan, describiendo un proceso que Warburg llama trágico, sino que deben determinar también el movimiento mismo de la historia que se escribe, que se construye: que nos obliga a confrontarnos con la esquizofrenia del científico [del ser humano en general] contemporáneo (incapaz de hacer compatibles el mundo de la magia con el de la lógica), al obligarnos a repensar el proceso mediante el cual el suelo sobre el que emerge la razón es el suelo que comparte con el temor supersticioso.

La polaridad trágica, que Warburg vuelve a traer, ejemplificada en la figura del Laocoonte en su texto posterior sobre El ritual de la serpiente, no es pues exclusiva de la Antigüedad; es más bien un diagnóstico antropológico que apunta a una especie de “fondo común” que une los distintos momentos históricos particulares: un fondo común trágico que explica el fenómeno de la pervivencia del paganismo, más que de su “renacimiento” en determinada época. No se trata ni de evolución ni de progreso únicamente, sino de un proceso histórico paralelo en el que se describe la continuidad atemporal [zeitlos] de lo que Warburg llamará en otro lugar la “condición primordial del ser humano, en cuya domesticación, abolición y sustitución está empeñada la sociedad moderna” (Warburg, 2004: 64-65)[10]. En El ritual de la serpiente quedará mucho más claro, además, cómo de esta perspectiva de lo “atemporal” en cierta condición humana surgirá además en el trabajo posterior de Warburg un diagnóstico pesimista de las consecuencias que pueden resultar de un “exceso” de ilustración, o de un abandono completo de lo simbólico, o de lo que Warburg llamará allí la “distancia metafórica”. Este “exceso” va de la mano, a los ojos de Warburg, tanto del intento contemporáneo por suprimir la cara que se hace evidente en la pervivencia del paganismo, como de la historiografía (exclusivamente lineal-evolutiva) que busca esa supresión, y a la que Warburg se opone desde el principio con su nueva –y aún por fundar– ciencia de la cultura. Esta ciencia tendrá que ser, entonces, por decirlo de alguna manera, multitemporal: tendrá que combinar distintas dimensiones del tiempo, tanto cronológico, como mítico, para dar cuenta a la vez de lo histórico-moderno y de lo atemporal.

Es en este contexto que se entiende también la aclaración “metodológica” al comienzo del texto sobre el paganismo en la época de Lutero:

La época en la que la lógica y la magia, como el tropo y la metáfora –en palabras de Jean Paul– ‘florecían injertadas en un mismo tronco’, es realmente intemporal. En la presentación científico-cultural de esta polaridad, residen valores epistemológicos hasta hoy infravalorados que permiten una crítica constructiva ulterior, y más profunda, de nuestra historiografía, la cual aún funciona con una doctrina de la evolución histórica exclusivamente ligada a una concepción cronológica. (Warburg, 2008: 447 [599])

Así: una nueva manera de hacer historia saca a la luz una polaridad que, a su vez, obliga a hacer historia de una nueva manera: tal es el círculo (hermenéutico, no vicioso (cf. Agamben, 2005: 178)) en el que se mueve la ciencia de Warburg. No es suficiente con una concepción lineal de la historia (cf. también Warburg, 2008: 452), pues ésta debe construirse en un diálogo permanente con esos momentos “inherentemente atemporales”, derivados de las mismas polaridades descritas por la imagen, que explican la irrupción permanente, a lo largo de la historia, de ese “impulso irrefrenable, primitivo y totémico” (Warburg, 2008: 506), “impulso primigenio que lleva al hombre a buscar una causalidad mítica” (Warburg, 2008: 481). Sólo así se entiende cómo esto podía ocurrir, y quizás –yendo un poco más allá de las conclusiones a las que llega Warburg en el texto–  debía ocurrir “en la misma época y en el mismo lugar en el que había estallado el fragor apasionado de la batalla decisiva por la libre conciencia del pensamiento alemán” (Warburg, 2008: 506).

Esto coincide también con una descripción posterior por parte de Warburg de su modo de proceder “científico”, mucho más “asentada” ya tras sus múltiples experimentos:

Nuestro intento por comprender los procesos de evolución estilística en su necesidad psicológica [consisten en] señalar la función de la memoria colectiva como fuerza formativa del surgimiento de estilos sirviéndose de la civilización pagana de la antigüedad como una constante. Las variaciones en la manera de plasmar, vistas en el espejo de la época, ponen de manifiesto las tendencias selectivas conscientes e inconscientes del momento y, de este modo, sacan a la luz la psique colectiva […] atestiguando, con su perpetuo ir y venir de la concreción a la abstracción y viceversa, las luchas que el hombre tiene que librar para lograr la serenidad [Sophrosyne]. (Warburg 1928; citado en Gombrich, 1992: 252)[11].

La relación variable entre magia y lógica, que compone esa polaridad sobre la que se mueve la historia, y sobre la que, por consiguiente, es necesario construir esa ciencia histórica de las imágenes, es también el relato de las posibles relaciones –de tensión, de reconciliación, de esquizofrenia o de dominio de una sobre la otra– sobre las que el ser humano decide construir su historia. El paso de la magia a la lógica, la creación de un intervalo que logre dinamizar el diálogo entre ambas, no queda de ningún modo garantizado. Warburg utiliza, como clave para hacer aún más visible este problema, el ejemplo de las diferencias de un Melanchton frente a un Lutero: el primero, afirma Warburg, en su insistencia sobre la creencia en una astrología que pone a la magia por encima de la “razón” histórica, quedará atrapado en el temor a los mitos (cf. Warburg, 2008: 489), mientras el segundo logrará, como Durero en su Melancolía, potenciar su espíritu religioso, a la vez, como espíritu de liberación. Las imágenes, pues, poseen el poder de extraviarnos o de iluminarnos (cf. Gombrich, 1992: 188): la garantía parece estar dada por la posibilidad de entrar y permanecer en el espacio abierto por el símbolo. 

3. En el umbral de las metáforas: el símbolo como morada

El ingenio imágico [bildliche] puede animar el cuerpo o encarnar el espíritu. … Cuando el ser humano aún florecía con el mundo como de un mismo tronco, aún no era doble este tropo … así como la escritura con imágenes apareció primero que la alfabética, así también en el lenguaje la metáfora que señala relaciones, más que objetos, aparece como la primera palabra. Así, darle alma y cuerpo al tropo eran procesos simultáneos, porque el yo y el mundo todavía estaban unidos. Por ello todo lenguaje es un diccionario de metáforas empalidecidas.

Jean Paul, “La doble rama del ingenio imágico”

Vorschule der Ästhetik

(Citado en Warburg, 2008: 505)

Ya lo escribía Warburg en uno de sus Cuadernos de notas en 1927: la imagen nos proporciona el lugar donde podemos contemplar cómo los seres humanos creativos eligen entre el infierno, el cielo o el purgatorio (cf. Gombrich, 1992: 242). La historia de la imagen es también la historia de “las decisiones éticas que definen la posición de los individuos y de una época con respecto a la herencia del pasado” (Agamben, 2005: 166). Cómo decida asumirse esa herencia, qué tanto queda el ser humano “esclavizado” a la superstición (ésa es la historia de la que el estudio de Warburg sería sólo una introducción preliminar. Cf. Warburg, 2008: 446), o cómo logre establecer una relación de equilibrio entre su tendencia primigenia a la magia y su necesidad lógica de abstracción: ésas son las cuestiones que se abren con la pregunta por el símbolo, y que crean un hilo conductor desde las primeras reflexiones de Warburg sobre la pintura renacentista, pasando por la astrología de la Reforma, hasta el ritual de la serpiente de los indios Pueblo. Quizás solo retrospectivamente haya descubierto Warburg que lo que buscaba, desde un principio, era ese lugar intermedio, entre el cielo y el infierno, que nos salva de perder toda distancia metafórica con el mundo (cf. Warburg. Cuadernos de notas, 1927; citado en Gombrich, 1992: 247). 

   

Si la lógica, explica Warburg, crea un espacio de pensamiento [Denkraum] claro, definido, entre el ser humano y los objetos; la magia, por el contrario, tiende a destruir por completo este espacio, “aglutinando hombre y objeto a través del vínculo –ideal o práctico– de la superstición” (Warburg, 2008: 447). Tales son las polaridades que describen el camino de la imagen, como expresión y resolución de las oscilaciones propias del alma humana [Seelenschwingung]. Son aquellas que Warburg a veces define también, como se veía, como los ires y venires de la abstracción a lo concreto (cf. Warburg 1928; citado en Gombrich, 1992: 252), de la contemplación a la práctica (cf. Warburg 1926; citado en Gombrich, 1992: 245), y viceversa.

El símbolo aparece en Warburg entonces como el lugar donde la imagen deviene, además, conjuro: donde nuestras relaciones con el mundo no quedan completamente reducidas a conceptos vacíos, a meras abstracciones, a “metáforas que se han olvidado ya  que lo son”, como diría Nietzsche en una referencia también a Jean Paul; pero tampoco desaparecen a la luz de una continuidad absoluta y, por lo tanto, supersticiosa, con el mundo circundante. De un lado parece quedar, entonces, la esquizofrenia del ser humano moderno, del europeo contemporáneo, tal y como lo describirá Warburg más adelante en El ritual de la serpiente. Del otro, el mundo de la magia, de la superstición, carente por completo de una apertura metafórica entre el pensamiento y la realidad. Y entre ambos, “la experiencia liberadora de poder establecer una relación encarnecida entre el ser humano y el mundo circundante” (Warburg, 2004: 11. Las cursivas son mías), el espacio del símbolo.

“Entre el hombre salvaje y el hombre que piensa, está el hombre de las interconexiones simbólicas” (Warburg, 2004: 27). El símbolo entonces es la expresión y el conjuro de las polaridades trágicas: no se trata ni de una resolución dialéctica, ni del espacio abierto por la contradicción. Se trata más bien de la posibilidad de oscilar entre la una y la otra; es pues, más bien, un espacio de juego, de diálogo permanente, que Warburg llama “Denkraum”, y que los traductores del texto de Gombrich traducen en ocasiones, muy equivocadamente, con el término “desapego” (cf. Gombrich, 1992: 215). Porque no se trata de “desapegarse” del mundo, sino de abrir un “espacio de pensamiento” entre lo abstracto y lo concreto, que establezca un lazo de comunicación, un vínculo entre ambos: “se trata de establecer un vínculo entre las fuerzas naturales y el hombre, es decir, un sýmbolon, el elemento de conjunción” (Warburg, 2004: 37).

Nos encontramos aparentemente en un terreno muy similar al que habría preparado Vischer con su teoría del símbolo, lectura y referencia recurrente por parte de Warburg. Entre la imagen y el contenido (podríamos pensar, en términos de Warburg, entre la lógica y la magia, entre la abstracción y lo más concreto) no hay nunca una relación que se agote, que se “resuelva”: hay por el contrario siempre una “inconcordancia” [Unangemessenheit] (Vischer, 2009: 202) que describe la “inagotabilidad” de lo múltiple en la unidad. Es el juego o el diálogo permanente, la oscilación entre polaridades, que Warburg quiere entender también en el caso de lo simbólico. Aquel que entiende que este movimiento es inagotable, que no puede resolverse ni en la confusión o transubstanciación de ambos elementos (lo que Vischer en su ensayo sobre el símbolo llama “lo religioso”), ni en la creencia en una voluntad externa que les imprime movimiento (lo mítico en Vischer, y quizás la fe de Lutero en el caso de Warburg), sino que debe quedarse en el movimiento mismo de lo metafórico, de la creencia poética[12], se encuentra ya en el espacio abierto por lo simbólico. Lo simbólico, dice Vischer, es por tanto “lo mítico para la libre conciencia formada” [“symbolisch ist das Mythische für das gebildet freie Bewusstsein” (Vischer, 2009: 210)]. Lo simbólico, nos dice a su vez Warburg, es el “instrumento de orientación” en aquel espacio de pensamiento entre la magia y la lógica (cf. Warburg, 2004: 27). Es la “distancia metafórica” en la que, como lo describe Gombrich –en clara concordancia con la noción de “creencia poética” de Vischer–: “no creemos en la identidad, si bien a veces nos resulta difícil saber dónde acaba la metáfora y dónde empieza la descripción racional” (Gombrich, 1992: 237). Es la “falacia patética” (cf. Gombrich, 1992: 237) que marca también la historia de un progreso racional, de la magia hacia la lógica, pero que no puede abandonar el pathos, el espacio abierto por el símbolo, ni sacrificar completamente lo simbólico a la luz de un concepto erróneo de “ilustración”.

Así, hay un progreso (no necesariamente histórico, ni mucho menos lineal) en el camino de lo simbólico descrito por Warburg. Tal como lo recoge Gombrich: “El hombre llegó a ser realmente humano cuando se abstuvo de agarrar para dedicarse a contemplar. Necesitó dominar el impulso inmediato. Debía interponerse un intervalo de reflexión entre el estímulo y su respuesta natural” (Gombrich, 1992: 237).  Poco a poco, por consiguiente, se inicia la “conquista por un espacio de pensamiento reflexivo [Denkraum der Besonnenheit]” (Warburg, 2008: 490), que pasa por la “esterilización estética” del artista y es también asumida como tarea por el científico moderno “en el tiempo de Fausto”: por el astrólogo de la época de la Reforma. Atenas, nos dice Warburg, debe entonces ser reconquistada desde Alejandría (Warburg, 2008: 490). La historia del triunfo progresivo de la libertad del pensamiento, que comienza con la Reforma Luterana, no puede renunciar a esa reconquista ilustrada. Hay en Warburg, nos dice Gombrich, “una trágica conciencia de la amenaza que los poderes del miedo y la mentalidad mágica primitiva constituyen para el mundo de la razón y la reflexión” (Gombrich, 1992: 202).

Sin embargo, Warburg descubre –también progresivamente– que el símbolo, como “instrumento de orientación”, es la brújula que nos permite navegar entre las tormentas del alma. Abandonar el símbolo es abandonar nuestra morada, y renunciar con ello también a lo humano, tanto como renuncia a ello quien opta por el “complejo monstruoso” propio de la magia (cf. Warburg. Publicación, VII, 1929; citado en Gombrich: 236). Por eso lo vemos reconocer, en El ritual de la serpiente, las dudas frente a un proceso irrefrenable de “racionalización”: “No estamos seguros de afirmar que esta liberación de la visión mitológica verdaderamente ayude a dar una respuesta adecuada a los enigmas de la existencia” (Warburg, 2004: 63). El mismo Warburg que, en su texto sobre el paganismo en la época de Lutero, aboga por la necesidad progresiva de la liberación de la superstición por parte del ser humano moderno, se enfrenta también al otro extremo: al optimismo intelectual de los americanos, y a la excesiva (e ilusoria) confianza del europeo, quien cree haber logrado dominar, de manera definitiva, el mundo desde la lógica:

El rayo apresado dentro del cable y la electricidad encadenada han creado una cultura que aniquila el paganismo. Pero ¿qué es lo que se ofrece a cambio? [...] La cultura de la máquina destruye aquello que el conocimiento de la naturaleza, derivado del mito, había conquistado con grandes esfuerzos: el espacio de devoción [AndachtsraumΑ, que devino a su vez espacio de pensamiento [Denkraum] (Warburg, 2004: 66. Traducción modificada. Cf. Gombrich, 1992: 213)

Warburg anticipa las consecuencias nefastas de este ícaro moderno, a quien le hace falta la prudencia [Sophrosyne] que él tanto admiraba en Burckhardt[13]. En sus advertencias frente a ese Prometeo moderno, que elimina la distancia simbólica, resuenan en Warburg las palabras de Hölderlin:

 

Más pernicioso que la espada y el fuego

es el espíritu del hombre, semejante al de los dioses,

cuando no sabe callar su secreto

[…] ¡Fuera el que pone al descubierto

su alma y sus dioses! Temerario,

quiere expresar lo inexpresable

y derrama y prodiga su bien

como si fuera agua …

Y vivirá como él, y como él morirá

en el dolor y la locura

quien traicione lo divino, y alterándolo todo

ponga en manos de los hombres

lo que reina escondido.

(Hölderlin. Empédocles. Versos 167-185)

Referencias

* La autora se encuentra vinculada actualmente y es colíder del grupo de investigación “Estética y política”, reconocido por Colciencias y clasificado en categoría A1. El artículo es resultado de una de las líneas de investigación vinculadas al grupo y coordinada por el profesor Lisímaco Parra París

[1]  Citado por Warburg en “Profecía pagana en palabras e imágenes en la época de Lutero” (cf. Warburg, 2008: 490).

[2]  Parte de este fragmento ha sido escogido como epílogo del presente artículo. Traigo aquí a colación otra parte del mismo: “En realidad, la superstición recurre únicamente a medios falsos para satisfacer una necesidad verdadera y, por ello, ni es tan digna de condena como a veces se piensa, ni resulta extraña a los así llamados siglos ilustrados, ni a los hombres ilustrados” (Goethe citado en Warburg, 2008: 490). Como se verá en el transcurso del presente artículo, el interés de Warburg por “lo ilustrado” no puede pensarse desapegado completamente de todo aquello que, por principio, no sería en estricto sentido Ilustración: la historia del homo sapiens, recuerda Warburg, es la historia del homo non sapiens (cf. Warburg, 2008: 506). No hay dicotomía en Warburg entre lo racional y lo irracional, entre la lógica y la magia; tampoco se trata de una resolución dialéctica entre ambas: son más bien polaridades entre las que nos movemos en un recorrido pendular. No hay pues, para Warburg, ilustración sin superstición.

[3]  Una precisión antes de empezar: las citas harán referencia a las páginas de la versión del texto que está en español en Alianza, pero en algunos casos variaré la versión de acuerdo con la traducción al inglés (en cuyo caso, aparecerá también, entre corchetes, la página de la edición inglesa). 

[4]  Citado en Gombrich, 1992: 214.

[5] Esta idea de la “ciencia sin nombre” da el título al texto de Giorgio Agamben sobre Warburg: “Aby Warburg y la ciencia sin nombre”.

[6]  El hilo conductor lleva, hacia atrás, casi necesariamente de Warburg a Hegel. Para Hegel también –y creo que esto es lo que hace tan fuerte el lazo entre Warburg y Cassirer– no se trata de la pregunta por el arte como algo “opcional” para la filosofía, para la historia del Espíritu. El arte es un momento necesario del recorrido, pues es el lugar en el que el ser humano busca por primera vez (posteriormente en la religión, y finalmente en la filosofía) comprenderse por medio de su expresión en el mundo que lo rodea: el arte le quita al mundo su “extrañeza” (cf. Hegel, 1997: 27). Hay aquí también una cercanía estrecha, que no puedo trabajar con detalle aquí, entre Warburg y un teórico de la historia del arte como Wilhelm Worringer. Dice este último en Abstracción y Naturaleza: “el arte genuino ha satisfecho en todos los tiempos una profunda necesidad psíquica […] y sólo en este sentido la historia del arte adquiere una importancia casi equivalente a la de la historia de las religiones. La fórmula ‘el arte es un encuentro entre el ser humano y la naturaleza’ puede aceptarse si se considera también la metafísica como lo que en el fondo es: un encuentro entre el hombre y la naturaleza […] ese impulso más elevado que también lleva al hombre a crearse dioses” (Worringer, 1953: 27). 

[7]  Intentaré ocuparme de esto en la siguiente sección del presente artículo.

[8] La expresión es de Agamben (cf. 2005: 166), quien discute, con razón, el que el término alemán Nachleben haya sido siempre traducido como “renacimiento” o “renovación”. Coincido con la incomodidad de Agamben, y por eso he introducido aquí la noción de “pervivencia”, pues se trata en realidad de entender el proyecto de Warburg como un sacar a la luz aquello “atemporal” que permanece, subyace y determina las transformaciones de la conciencia histórica moderna. 

[9]  Que se refleja en toda la discusión que Warburg trae en el texto (nuevamente, no hay ninguna decisión casual aquí, no hay nada de arbitrario y sí mucho de intencional en el recuento de esta “anécdota” histórica) acerca del cambio de la fecha de nacimiento de Lutero: Warburg cuenta cómo algunos astrólogos de la época cambiaron deliberadamente los datos del nacimiento histórico de Lutero –hecho que Lutero mismo, relata Warburg, no se preocupó por desmentir–. De este modo, este cambio de un tiempo crono-lógico por uno mítico-astrológico explicaba lo que de otra manera parecía incomprensible: cómo un solo individuo podía haber impulsado un giro histórico-religioso de tal magnitud.

[10]  En El ritual de la serpiente queda mucho más claro algo que no está del todo presente en el texto del paganismo en la época de Lutero: un diagnóstico pesimista por parte de Warburg de las consecuencias que pueden resultar de un “exceso” de ilustración, o de un abandono completo de lo simbólico, de la “distancia metafórica”. Esto parece ir de la mano tanto del intento contemporáneo por suprimir la cara que se hace evidente en la pervivencia del paganismo, como de la historiografía (exclusivamente lineal-evolutiva) que busca esa supresión, y a la que Warburg se opone con su nueva –y aún por fundar– ciencia de la cultura (que tendrá que ser, entonces, multitemporal: tendrá que combinar distintas dimensiones del tiempo, cronológico y mítico).

[11]  Cf. también: “La civilización europea es el resultado de unas tendencias en conflicto, un proceso en el que no buscaríamos ni amigos ni enemigos, sino más bien los síntomas de las oscilaciones psicológicas [Seelenschwingung] que se balancean uniformemente entre los polos distantes de la práctica mágico-religiosa y la contemplación matemática, y viceversa” (Warburg 1926; citado en Gombrich, 1992: 245).

[12]  Aquí la descripción se acerca a la que hace Kant de la belleza en la Crítica del juicio: la región del “como si”, entender que la belleza es el juicio de los objetos que se acerca a ellos “como si” hubiese una voluntad que les imprime un fin, pero dicho fin es inapelable: conformidad a fin sin fin, dice Kant.

[13]  “…él poseyó algo que lo eleva por encima de nosotros y que nos sirve de ejemplo: la capacidad, dada su sophrosyne, de percibir los límites de su propia misión, quizá demasiado intensamente, pero, en cualquier caso, no de trascenderlos” (Warburg. Cuadernos de notas, 1927. Gombrich: 242).

 

Bibliografía

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8. WARBURG, A. (2004) El ritual de la serpiente. México, Sexto Piso.        [ Links ]

9. WORRINGER, W. (1953) [1908] Abstracción y naturaleza. México, Fondo de Cultura Económica.        [ Links ]

 

 

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