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Nómadas

Print version ISSN 0121-7550

Nómadas  no.33 Bogotá July/Dec. 2010

 

Hacia una historia política de la escritura*

Towards a political history of writing

Rafael Gómez Pardo*

* Licenciado y Magíster en Filosofía Latinoamericana. Director del proyecto de experomentación pedagógica con lectura y escritura. Escuela de Pedagogía, Universidad Central, Bogotá (Colombia). E-mail: r_filosofia@hotmail.com

{original recibido: 26/04/2010 · aceptado: 29/08/2010}


En el artículo se presentan algunos de los temas más recurrentes que se pueden abordar en el proyecto de una historia política de la escritura, retomando los planteamientos de Roger Chartier y Michel Foucault. Se define de manera propedéutica el significado y el alcance de este proyecto, y su importancia para los estudios sobre los usos de la escritura en la historia occidental, teniendo en cuenta que en ésta se sedimentan y reproducen poderes, y en su ordenamiento social, emergen nuevos sujetos (el autor, por ejemplo).

Palabras clave: escritura, historia política, autoridad, libro, oralidad.

Neste artigo apresentam-se alguns dos temas mais recorrentes que se pode abordar no projeto de uma história política da escrita, as ideias de Roger Chartier e Michel Foucault. Define de maneira propedêutica o significado e o alcance deste projeto, e sua importância para os estudos sobre os usos da escrita na história ocidental, levando em conta que nesta sedimentam-se e reproduzem poderes, e em sua ordem social, emergem novos sujeitos (o autor, por exemplo).

Palavras chave: escrita, história política, autoridade, livro, oralidade.

This article shows some of the most common issues studied by the project of a political history of writing, following Roger Chartier and Michael Foucault’s thought. The meaning and scope of the project as well as its significance for the investigation about the uses of writing in the western history are defined in a propedeutic manner taking into account that powers are settled and reproduced in this history and some new subjects (e.g. the author), arises in its social organization.

Key words: writing, political history, authority, book, orality.


Alguien escribe en mí, mueve mi mano, escoge una palabra, se detiene, duda entre el mar azul y el monte verde. Con un ardor helado contempla lo que escribo. Todo lo quema, fuego justiciero. Pero este juez también es víctima y al condenarme, se condena.
Octavio Paz

INTRODUCCIÓN

No es mi propósito desarrollar una exhaustiva historia política de la escritura, sino mostrar algunos temas recurrentes (que nos ofrece la misma historia pasada y reciente), acerca de su posibilidad y el significado que este proyecto puede tener en una posible investigación más ambiciosa y detenida. El proyecto, sin duda, tendrá que enfrentarse con algunos obstáculos inevitables que no se han mencionado aquí, relativos tanto a la metodología como al mismo carácter legitimador o deslegitimador al que se enfrenta o en el que se encuentra toda escritura. El ejercicio aparentemente inocente de la escritura no es algo que se encuentre allende de todo poder, en cambio, reproduce y recrea un orden de cosas. Como diría Foucault, la escritura se define por la función en la que queda atrapada dentro de un orden1 en el que funciona, tratando de afianzarse, de reproducirse, de pagar la deuda con la tradición, para sentirse algún día con derecho a hablar en nombre propio, y convertirse, así, en "sentido", en esa batalla general en la que se intentan arrancar, dentro del orden del discurso posible, fragmentos de un saber enmohecido en los textos escolares y en otros discursos. ¿Cómo sucede todo ello? ¿Cómo se sedimentan poderes en la escritura? ¿Cómo es posible que un texto literario, un libro, o un manuscrito, y junto con él, la alfabetización, el control de la censura o la crítica literaria segreguen y produzcan en el dominio de la escritura una forma del poder? Esta es la tarea en la que deseo introducirme, quizá, también, como otro ejercicio de la escritura... sobre la escritura. Un ejercicio aproximado...

EL LIBRO Y LOS MANUSCRITOS

En cierta época, la escritura no estaba en el centro de la producción y la difusión de la sociedad, ni tenía para todos ese valor reverencial y fetichista característico de la sociedad moderna, y en especial, de la institución universitaria. Con excepción del "libro autoridad", la Biblia, al cual, sin embargo, sólo se tenía acceso por la función intermediaria de un sacerdote o de alguien capacitado para sondear los misterios de la fe, el dominio de lo público estaba controlado por la cierta oralidad: juglares, recitadores, historiadores, predicadores eran los sujetos que hacía posible perpetuar la verdad de ese orden. Esa cultura "analfabeta" como lo afirma José María Diez Borque (1985: 12), poseía una "percepción sinfónica", con un sistema de mantenimiento en la memoria distinto, acaso más fugaz, más presente, y una capacidad de interpretación que no conocemos bien o infravaloramos; pensemos, por ejemplo, a diferencia de la referencialidad escrita, en un tipo de referencias perceptivas (colores, tamaños, relaciones, formas, etcétera) que, en sí, no son precisamente empobrecedoras.

Al convertirse el libro en la escritura2 por excelencia, empieza a ejercer su imperialismo y monopolio sobre todas las otras formas de escritura o lenguajes que se vinculaban con lo cotidiano: e scritura sobre la piedra, escritura en el aire, la escritura de los gestos, la naturaleza como texto o la escritura de Dios, etcétera. El libro pasó a ser con la imprenta, acaso de manera no súbita ni prevista del todo, de manera sólo aproximada, el objeto que comunica, la escritura que vincula la ignorancia con el conocimiento, y éste, con las nuevas tradiciones de las ciencias. En la actualidad, el libro no es el objeto por excelencia que mantiene la escritura encerrada en su dominio. Tiene que compartir este monopolio con las nuevas tecnologías de la comunicación social, sucitando toda clase de problemas en torno al concepto canónico de obra, autor, etcétera (Chartier, 1999).

La escritura de los manuscritos sería considerada un tanto equívocamente como la "prehistoria del libro" y de todo aquello que el impreso sedimentaría en un espacio inédito y distinto: los derechos de autor, el autor, las bibliotecas públicas, la alfabetización, etcétera. Si bien el libro moderno haría reinar un nuevo tipo de sujeto: el autor sobre el imperio de las palabras y las cosas, de igual manera, aquel orden en el que el libro se inscribe y le confiere su lugar como un objeto de la imaginación, con algún poder sobre la verdad, tendrá un efecto de reflejo: el autor deberá rendir cuentas frente a un mecanismo de control externo como la Inquisición, y, más adelante, frente a un mecanismo interno de control como la crítica literaria, y por último, el mercado. Las editoriales, los publicistas, se disputan la escritura como una mercancía que hay que poner en circulación, en el juego de la oferta y la demanda.

EL UNIVERSO ORAL

No se trata de pensar que la escritura del libro remplazó la oralidad de la Edad Media. Quizás el fenómeno es aún más complejo. Tanto lo oral como lo escrito coexisten en todas las épocas y se codeterminan de maneras complejas y disímiles. La oralidad de la Edad Media no se constituye a partir de la escritura grafofonética3, se constituye a partir de una escritura desligada del objeto "libro". Las cosas hablan, la naturaleza es la escritura de dios, etcétera. Antes de que el libro ejerciera el monopolio sobre todos aquellos otros objetos que hablaban, que eran a su modo escritura, antes de crearse ese nuevo "analfabetismo gestual" que surge con el libro, la escritura sobre las piedras, el discurso gestual establecían vínculos inevitables. Los ejemplos son elocuentes: desde el horóscopo de nacimiento del niño imperial, hasta los carnavales celebrados bajo el signo de Dionisios, una y otra vez prohibidos por la Iglesia y una y otra vez practicados por la muchedumbre. La decoración de la iglesia benedictina de Ciudad Rodrigo, de estilo gótico, regentada por monjes, y en cuyo recinto está prohibida la entrada a las mujeres, tiene una silletería en cuyo respaldo están esculpidas escenas que podrían ser definidas como absolutamente lascivas (Jacobelli, 1991).

Este sincretismo de la sociedad medieval expresaba la escritura del mundo cristiano. En sus catedrales, al lado de la iconografía de las esculturas, de las pinturas, de las vidrieras, organizadas en ciclos didácticos y místicos, que aportaban un simbolismo cósmico, toda una imaginería profana, tramada en complejas y heterogéneas formas, como son las alusiones a la fauna y a la flora de cada país. Las plantas más humildes de los campos, como el trébol, la hiedra retorcida, los tiernos brotes de la vid, las hojas de roble o de la encina se encaraman por los arcos y las agujas del oficio gótico, con vehemencia y entusiasmo, como si la creación se hubiera interesado en la obra de las catedrales. Así mismo, esporádicas alusiones a los signos zodiacales, representaciones de seres fantásticos, monstruos en lo alto de las balaustradas, y otras veces agachados, condenados a servir como gárgolas para arrojar a los lejos, por su boca, el agua de las lluvias recogida en los tejados. Todo hablaba, todo se "escribía" (esto es, se recreaba) en el desorden universal de las cosas naturales o de los objetos edificados por las manos de los hombres. Pero, ¿cuál era el lugar que ocupaban los manuscritos medievales en esa suerte de "sociedad oral"? Más que vehículo de comunicación, fueron objetos artísticos, adornados con una técnica exquisita que los convirtió en signos de clase. La aparición de la letra carolingia, visigótica, gótica, corre paralela al fenómeno de la arquitectura.

La letra gótica comienza a mostrarse en la segunda mitad del siglo XII, domina sin rival en los países de escritura latina en las centurias XIII y XIV, resiste al renacimiento humanístico del siglo XV y perdura en el siglo XVI; sin embargo, la imprenta, que en sus comienzos va a utilizar este tipo de letra, le va a dar un golpe mortal a esta artesanía de la escritura, a la escritura de los manuscritos, detrás de la cual no hay una máquina, una prensa con caracteres móviles, ni un autor. Al demoler la imprenta esa exclusividad, todo ese esmero, esa paciencia, carecerá de su antigua significación. La fabricación en serie, "impersonal", democrática, desplazará la misma significación del "libro" y el ejercicio de la escritura, y con ello, el papel del sujeto: aparece el lector como alquien desligado de los oficios religiosos, y con él, el "intérprete", el exegeta, el comentarista. Como dice José María Diez: "[...] la gradual posibilidad de difusión masiva alterará el sistema de relaciones con lo escrito" (1985: 9) en una creciente disminución de sus valores reverenciales, frente a un aumento de un nuevo tipo de alfabetización.

Los manuscritos, en suma, no fueron los antecedentes históricos de los libros modernos, sino su negación mas rotunda4; significaron un punto tangencial dentro del orden medieval, el cual, mientras tuvo su momento de vigencia, asignó a la escritura como al los "sujetos" funciones diferentes. El libro significaría el desplazamiento de una posición tangencial dentro de la sociedad medieval, a una divulgación masiva de la escritura; de ser una técnica "privada", paciente, con el carisma religioso de la obediencia y el culto a lo infinito, se desplazaría al dominio "anónimo" de lo público. Nosotros escribimos porque las cosas ya no hablan por sí mismas. No dicen nada. El universo ya no es escritura. La escritura ya no recrea en las piedras de las catedrales el habla de dios, de un hado, del destino, sino que "crea" un mundo, produce o fabrica un universo. El libro aparece como el espacio donde el mundo secular se piensa a sí mismo, y se funda un nuevo orden "oral". Este ya no se encuentra vinculado con la escritura como recreación de un sentido que se puede reinventar hasta lo infinito. Aparece en un orden de cosas que rige no sólo la escritura actual (dependiente en primera instancia del libro) sino la oralidad presente, propias de la escolaridad, de la academia, del saber-poder de la ciencia. Como afirma Walter Ong, ligado a todo ello, "el libro y el estatuto que en él alcanzó la escritura también transformó la conciencia humana" (1987: 81)5. El libro "es el instrumento de un poder temible y temido" (Chartier, 2009: 25). Calibán piensa que el poder de Próspero proviene de sus libros. Y en efecto, la ciencia escrita en éstos puede tener el poder de someter la naturaleza y a los hombres. El que sabe exhibe como prueba irrefutable la posesión de un libro, y se vale de él cuando lo cita. Práctica pedagógica que aún sobrecoge a muchos y que tiene un antecedente en la vieja polémica entre católicos y protestantes. Si es peligroso leer nuevas ideas más aún es divulgarlas.

EL AUTOR Y LA POLÍTICA DE LA ESCRITURA

Un aspecto marginal, que los historiadores de la literatura suelen pasar por alto, es que también hay historia de aquello que concebimos hoy como autor, como "derechos de autor" que un sujeto puede pretender tener sobre un discurso o libro. El libro pone a disposición nuevos poderes y peligros (Chartier, 2009). Se precisa que nos preguntemos, para desarrollar una historia política de la escritura, desde qué momento histórico, y bajo qué condiciones de posibilidad, un sujeto adquirió ese estatuto, con respecto, no sólo al mercado de los libros, sino a aquello que convencionalmente agrupamos bajo el término literatura. Esos derechos de autor son un elemento de una inmensa red de relaciones de prácticas sociales que defienden el espacio, homogéneo o heterogéneo, en el que lo "literario" emerge como discurso o escritura, espacio del cual cabría señalarse su dispersión así como su discontinuidad.

El problema de los "derechos del autor" se ha articulado de manera directa con toda una corriente hermenéutica y de crítica literaria, la cual pretende encontrar, tras los pasos de la escritura, la intencionalidad consciente o inconsciente de un sujeto originario, o el carácter de verdad que él dejó tras de sí. Por ende, se entiende la labor crítica como el detectar qué era "lo que el autor quería decir en el libro", aquello que lo "movió a escribirlo" y (acaso) lo que a la postre, en vista de una serie de circunstancias que actúan como variables, resultó diciendo. "Este tipo de crítica se encuentra presa en una moral del estado civil", como afirma Michel Foucault (1979: 29), en la cual se trata de encontrar al autor, de preguntarle por su obra, para hacerlo responsable (cuando se le puede hacer culpable), si es preciso inmiscuyéndose en su vida privada, y a la luz de aquellas revelaciones, entender "lo que dijo" como si esto no pudiera estar regido por leyes que se le escapan. Este tipo de crítica se empeña en sacar sus conclusiones del "autor", pequeño propietario del sentido.

Pero si el autor es un evento social que se constituye ligado a una política de la escritura dentro de un orden de cosas, la pregunta "¿qué es una autor?" tiene otro sentido (Foucault, 1987a: 4-5). ¿Cómo se individualizó el autor en una cultura como la nuestra, qué estatutos se le dió, a partir de qué momento y con referencia a qué literatura, a qué prácticas judiciales? ¿A partir de qué momento, por ejemplo, comenzaron a hacerse investigaciones de autenticidad de las fuentes y de atribución, y con ello, en qué sistema de cosas quedó atrapada la escritura? ¿En qué momento se empezó a contar la vida, ya no de héroes y dioses, sino de autores? ¿Cómo se instauró esa categoría fundamental de la crítica: el hombre y la obra? ¿En qué momento se dejó de referir la escritura a una autoridad, y se comenzó a hablar en nombre propio? ¿No fue éste el momento en el que surgió la novela, como una escritura sin dios? Tales preguntas sólo tienen sentido si tenemos en cuenta que el estatuto de autor no ha regido los discursos desde siempre, y que ese estatuto se ha metamorfoseado desde su aparición, tanto a lo largo del ejercicio y del control de la escritura, como en relación con un conjunto de prácticas sociales alternas.

El hecho de poder decir: esto fue escrito por "fulano de tal" nos prescribe de manera tácita una forma de abordar los discursos. Indica que el discurso no es una palabra normal, cotidiana, que flota entre todas las demás; indica que el discurso no desaparece una vez que se dijo (o que fue escrito); indica acaso que aspira a una determinada posterioridad y que está dispuesto a pagar el precio por ésta; indica que hay cierta tradición con respecto a la cual el discurso se aparta o la continúa, cierto lenguaje especializado que el discurso recrea y que le sirve como el ámbito propio en el que se despliega; indica, además de todo ello, que se nos ha asignado el papel del lectores, acaso de aprendices, de estudiantes, y que con ello estamos dispuestos a interiorizar algunas tecnologías y dispositivos con el fin de hacernos maleables al libro y a su orden; indica que en nuestra actitud se distinguen ciertas maneras reverenciales de dirigirnos a los "autores" (seguir lar normas para citar a pie de página, por ejemplo), símbolos de una tradición histórica, administradores del "sentido de las cosas", imprescindibles para entrar en el juego del control sobre lo que se dice. Y esto no se hace siempre del mismo modo, aún y en una misma época, ni con todos los libros. Desde el adolescente que lee durante la secundaria Así habló Zaratustra para la elaboración de un trabajo con argumentos, nudo, desenlace, hasta la lectura actual de las Sagradas Escrituras, donde el texto mismo nos exige que seamos otra cosa que "lectores", se nos asigna una función (política) correlativa a la del autor del texto, según la manera como el autor se coloca frente a nosotros, según el tipo de autoridad que se intenta legitimar, instaurar, reproducir.

De esta manera, podríamos elaborar una compleja taxonomía que nos dejara ver cómo aquello que se reúne bajo el significante lector abarca una serie de sujetos distintos, con funciones diferentes frente al texto, tanto como lo puede ser aquello que agrupamos bajo el significante autor, pues no es lo mismo ser autor de la creación, del Principito o del Manifiesto comunista. Acaso hubo un tiempo en que los textos que hoy llamamos literarios eran recibidos, puestos en circulación, valorados, sin que planteara la cuestión de su autor; acaso su anonimato o su antigüedad era una garantía de algo que ya no se intenta legitimar; acaso los discursos comienzan a tener realmente autor no en el momento en el que se inventa la imprenta, sino cuando fue necesario castigar a alguien, es decir, en la medida en que un discurso podía transgredir una verdad. La escritura es una política en tanto que le hace cosas a los hombres. La oralidad de Galileo, vinculada a lo escrito por él en un libro que hoy llamamos científico, pero cuya narrativa era más cercana a la literatura (puesto que estaba construido con diálogos), fue capaz (dentro del universo del significado) de sacar al sol de su orbita tradicional y luego devolverlo al lugar que le habían asignado las autoridades de la Iglesia.

Yo, Galileo Galilei, hijo del difunto Vicenzo Galilei, de Florencia, de setenta años de edad, siendo citado personalmente a juicio y arrodillado ante vosotros, los eminentes y reverendos cardenales
[...] teniendo ante mí lo Sagrados Evangelios, que toco con mis propias manos, juro que siempre he creído y con ayuda de Dios, creeré en lo futuro, todos los artículos de la Sagrada Iglesia católica y apostólica de Roma que sostiene, enseña y predica [...]. Por haber recibido orden de este Santo Oficio de abandonar para siempre la opinión falsa que sostiene que el sol es el centro e inmóvil, siendo prohibido el mantener, defender o enseñar de ningún modo dicha falsa doctrina; y puesto que después de habérseme indicado que dicha doctrina es repugnante a la Sagrada Escritura, he escrito y publicado un libro en el que trato de la misma condenada doctrina y aduzco razones con gran fuerza en apoyo de la misma, sin dar ninguna solución; por eso he sido juzgado como sospechoso de herejía, esto es, que yo sostengo que el sol es el centro del mundo e inmóvil, y que la tierra no es el centro y es móvil, deseo apartar de las mentes de vuestras eminencias y de todos los católicos cristianos esta vehemente sospecha, justamente abrigaba contra mí; así mismo, si supiese de algún hereje o de alguien sospechoso de herejías, lo denunciaré a este Santo Oficio o al inquisidor y ordinario del lugar en que puede encontrarme (cit. Roussell, 1983: 39).

Este texto de Galileo es un escrito que pretende anular el estatuto de verdad de otro, donde el autor se desdice, o mejor, donde la escritura se vuelve contra sí misma y se corrige desde una exigencia externa. Si se comparan mutuamente, se descubriría el acento desmesuradamente enfático de este último y el tono dubitativo, no del todo decidido del primero. En efecto, el libro de Galileo, publicado en 1632, como muchos otros de la época, no estaba escrito en primera persona; era un libro de diálogos sobre los sistemas de Copérnico y Ptolomeo, titulado Dialogo sopra i dei massimi sistemi del mondo. Que un libro de diálogos, donde los personajes toman distintas posiciones y no llegan necesariamente a un acuerdo, pudiera ser causa de imputarle a Galileo lo que decían, fue algo que no inquietó mucho a los inquisidores. De todas maneras, Gaileo era autor de todo ello. Sin embargo, si aceptamos que la Inquisición sabía que lo amenazador no era sólo la persona de Galileo sino lo escrito, era necesario desmentirlo. Lo escrito, al margen de los textos sagrados, podía producir toda clase de herejías. Se puede observar que en la sentencia de la Inquisición no se alude directamente a la posición de Galileo como autor, frente al problema de si la tierra se mueve y está en el centro, sino que se dice: "[...] incluye varias proposiciones contrarias al verdadero sentido y autoridad de las Sagradas Escrituras". Pero, ¿de qué maneras las incluye? ¿A nombre propio? ¿En boca de alguien que él no es? ¿Como ficciones? ¿Como meras posibilidades? No importa. De ello se desprende también cierta ambivalencia: ¿cómo puede jurar Galileo que siempre había creído en la doctrina de la Iglesia y al mismo tiempo afirmar que con razón él era sospechoso de herejía? De cualquier forma, la Inquisición afirma que la suerte de Galileo será ejemplo para que los demás se abstengan de delincuencias de ese género, y en lo que se refiere a Italia, esta afirmación se cumplió.

Hay una tradición del control del discurso en la cultura de Occidente que se remonta a Sócrates, cuando el discurso no era escritura sino mera habla. El mismo Descartes, tratando de salvaguardarse del peligro en el que cayeron Galileo y otros, no publicó en vida algunas de sus obras. En la actualidad esa política está más ligada a la ampliación de un mercado, a una demanda que no proviene de una verdad sagrada (defendible o vulnerable), sino a la posibilidad de ampliar un orden de cosas, llámese disciplinar, escolar, académico o de mercado. Un orden en el que se trata de disponer más y "mejor" de todo, en un sentido cuantitativo, cartesiano. En este nuevo orden se le otroga al "autor" la responsabilidad de unos discursos, que en cierto modo van más allá del orden de su libertad. El "fundamento en Dios" como sujeto- autor (de la creación), y a la par, autoridad sobre los hombres, será desplazado en la modernidad a los distintos sujetos (individuos) portadores del discurso, creadores de un mundo propio, personal; una vez que el estatuto de esa "autoridad divina" sea desplazado, otros discursos reorganizarán el sentido de la autoridad, incluso de los textos sagrados, dentro de un nuevo orden. La escritura es producida por el poder y produce poder. La emergencia de los discursos de la ciencia moderna logrará insturar una nueva forma de la verdad, y consiguientemente, un nuevo estatuto de autoridad. Vemos con claridad una ruptura respecto a cómo y a quién hay que referir los discursos. Hay que referirlos al autor, pero éste tiene que justificar, como decíamos, a quién se dirige, en qué verdad se apoya. La necesidad de justificar por qué se escribe se hará patente en muchos escritos. Un ejemplo claro de ello lo encontramos en la novela de Nathaniel Hawthorne, La letra escarlata (1972 [1850]). El autor, refiriéndose a sus ancestros, dice:

[...] es indudable, sin embargo, que cualquiera de estos severos y sombríos puritanos hubiese considerado que sus pecados estaban suficientemente castigados, al contrastar que, después de tantos años, el viejo tronco del árbol de la familia, envuelto por tanto musgo venerable, ha producido en su rama más alta un haragán como yo. Ninguna aspiración que haya yo sentido alguna vez sería por ellos considerada laudable; el éxito –si mi vida, más allá de los límites domésticos, fuese alguna vez engalanada por él– lo considerarían desprovisto de mérito alguno, si no decididamente vergonzoso. ¿Qué es él?, pregunta una de las grises sombras de mis antepasados a la otra. ¡Un escritor de libros de cuentos! ¿Qué clase de ocupación es esa? ¿Qué manera de glorificar a Dios, o de ser útil a la humanidad durante su paso por la vida? ¡Hubiera dado lo mismo que fuese violinista! (17).

"La crítica moderna utiliza esquemas análogos a la exégesis cristiana" (Foucault, 1987a: 9), cuando quería probar el valor de un texto para la santidad del autor o por esta última; ahora se trata de descubrir en el autor, no su santidad, sino el sentido de su proyecto y su responsabilidad sobre éste, los poderes y aquellos otros discursos con los cuales se conecta, las posibilidades de "hacer decir" algo en un contexto en particular, o de instaurar nuevas prácticas igualmente singulares. Emerge el nuevo sujeto-autoridad, el autor. Su autoridad se apoya en lo que escribe, pero esto se apoya a su vez en la autoridad de la ciencia, de la ley, etcétera. Incluso se trata ahora de que el autor imponga la autor-ía de su autoridad en el prólogo: tarde o temprano impondrá su ley sobre todos aquellos simulacros, comentarios, que suscite su obra. Impondrá una marca que dé a todos los comentarios cierto valor constante:

Yo soy el autor: mirad mi rostro y mi perfil; esto es a lo que deben parecerse todas esas figuras calcadas que van a circular con mi nombre; aquellas que se apartan no valdrán nada; y es por su grado de parecido como podréis juzgar el valor de las demás. Yo soy el nombre, la ley, el alma, el secreto, el equilibrio de todos esos dobles míos. Así se escribe el prólogo (Foucault, 1986: 7-8).

Tal era precisamente el proyecto de una hermenéutica universal de Schleiermacher, en el que se explicita el paradigma hermenéutico de la modernidad. Schleiermacher "restringe la tarea hermenéutica al hacer comprensible lo que los autores han querido decir, hablando o en texto" (Gadamer, 1988: 239). Lo que se trata de comprender no es tanto la literalidad de las palabras y su sentido objetivo, sino la individualidad del hablante o del autor, privilegiando la interpretación sicológica sobre la gramatical o cualquier otra. Sin embargo, ni los discursos ni los sujetos se encuentran allende las prácticas sociales desde las cuales se despliegan configurando el orden de su posibilidad. Los autores son autores en un orden que les da ese estatuto; su autoridad está restringida, afectada por muchas otras fuerzas. Los discursos establecen un tejido de poderes cuyas fuerzas se cruzan mutuamente, dibujando muchas formas disímiles. Ejercen, a la par que otras prácticas sociales, el control o la exclusión sobre campos específicos. Ello no es del todo nuevo. En lo que respecta, por ejemplo, al orden teológico y moral, ya Dante había condenado en la Divina comedia a Sócrates y a Virgilio, entre otros, al cuarto círculo del infierno. La escritura se convierte en un universo semántico donde hay un paraíso y un infierno para muchos autores. No sólo se condena en ésta a los "autores paganos", sino a sus escritos. Tenemos desde entonces una correspondencia esencial entre obra y autor, y a la vez, una correspondencia problemática, afectada por muchas otras fuerzas, sobre todo cuando se trata de atribuir responsabilidad, de juzgar una obra. La escritura está inserta en ese juego de verdad-poder que se ejerce en múltiples direcciones. También los discursos judiciales, teológicos, etcétera, han querido ejercer un control, saltando los campos específicos en los que se mueven sus objetos. La escritura se vuelve sobre sí misma y se fiscaliza. Esta rivalidad entre los discursos, dentro de las posibilidades que abrió la hermenéutica de Schleiermacher en el siglo XIX, es el correlato de la rivalidad entre los autores. Las prácticas pedagógicas, las empresas editoriales, cada una a su modo, tienen un papel que desempeñar en este complejo entramado de control, el cual, aunque no sea siempre evidente, no por ello es menos efectivo.

Desde hace tiempo esa forma de vigilancia ante la posible transgresión de un discurso, ha pasado a ser, por un extraño complejo histórico y cultural que habría que describir, un proceso relativamente "no represivo" (no represivo no quiere decir de "no control"); se trata más bien de estimular a que se escriba sobre todo y en todos los contextos. Que la escritura no calle nada. Que se convierta, por ejemplo, en el cuerpo vigilado del aprendizaje (parcial, previa, etcétera), en el momento de control más revelante sobre un proceso de calidad (acreditación), exponiendo en su inmutabilidad y de manera trasparente la positivades de lo sucedido (expediente). Desde el siglo XIX vivimos en una sociedad del "discurso" en la cual se trata de hacer pública por medio de la publicación la vida "íntima" de los sujetos: en preescribir que todo se diga para ser divulgado de todas las formas. En allanar toda forma de privacidad tanto de los sujetos como de las naciones. La libertad de decir lo que se quiera es también la libertad de divulgar lo que se quiera. De ahí que puedan interesar tanto los asuntos privados de una personalidad (más cuando son bochornosos), aunque no tengan ninguna relación con su obra. El preescribir que todo se diga para ser divulgado de todas las formas posibles, sin restriciones, es un imperativo que estará ligado a las exigencias de publicidad de la existencia humana en la sociedad de consumo, y más aún si se trata de una personalidad. Como afirma Rodrígez Monegal, "las condiciones para la literatura hoy por hoy son aquellas que han hecho posible en la sociedad capitalista la conversión de la obra literaria en mercancía" (cit. Perus, 1982: 82-83). Ello supone el surgimiento de una industria editorial, así como la existencia, real o potencial, de un "amplio público lector", esto es, de un mercado literario y de una producción variada y sostenida capaz de alimentarlo, lo cual implica al mismo tiempo, si no exactamente, la profesionalización del escritor, al menos una suerte de especialización de ciertos productores como escritores. En cuanto a la crítica literaria, afirma Monegal, surge como actividad específica (calificada) encargada de normar, en aparente contradicción con la pluralidad de escrituras, y reproducir, en conjunto con las prácticas pedagógicas, un determinado estatuto del habla y del uso de la lengua, y, así mismo, en reproducir, en función de las necesidades de reproducción ampliada, el "valor" supuestamente inherente, universal, de los objetos en circulación.

ALGUNAS CONCLUSIONES

No todas las épocas han entendido de la misma manera lo peligroso: aquello sería capaz de abrir una fisura y desplazar el viejo orden, imponiendo uno nuevo. La historia de cómo una época ha construido un tabú sobre lo otro, sobre aquello que le resulta intolerable y que no puede asimilar sin desintegrarse, sin abrir fisuras en su orden, a través del control sobre la escritura o de la escritura como política, es una tarea aún por hacer. Considero que la obra de Chartier y del mismo Foucault nos ofrecen algunas "indicaciones" para que ello sea posible. Dentro de toda escritura hay una política que aún no se ha pensado sino de manera fragmentada. Lo que llamamos un tanto equívocamente literatura, y el mismo ejercicio de la escritura, no es sino un espacio reducido en el que se ha librado esa batalla, y en la que se ha hecho patente este miedo a la alteridad, espacio ocupado por un número de discursos yuxtapuestos, paralelos y heterogéneos, alrededor de un conglomerado de prácticas sociales. ¿Por qué es tan necesario o peligroso escribir, publicar, incluso cuando parece ser una actividad inofensiva? ¿Porqué es hoy tan necesario hacerlo y muy peligroso "guardar silencio"? La escritura le hace muchas cosas a los hombres (política) pero también "no escribir" deja en la invisibilidad muchos procesos que son problemáticos para el ordenamiento de la sociedad actual y de sus instituciones. Ambas posibilidades (escribir o no escribir) son sospechosas e igualmente problemáticas. La escritura de un texto científico, por ejemplo, se constituye como nueva tecnología para crear nuevas prácticas, y con éstas, nuevos sujetos. Piaget o Freud pudieron "crear" nuestra infancia u ordenarla. La escritura del psicoanálisis, por ejemplo, constituyó la posibilidad, no de descifrar por fin el misterio de la naturaleza humana, como si fuera una esencia inmutable, sino, en tanto que escritura, en tanto tecnología, saber y poder, configuró las condiciones de posibilidad en las cuales lograron emerger nuevas subjetividades, acordes con nuevas formaciones de la verdad, de la autoridad y la legitimación. La autoridad de la Inquisición cedió ante la autoridad de la ciencia, y en muchos casos, de las ciencias humanas, entendidas como "ingenierías de lo humano" (políticas).

En el proyecto de una historia política de la escritura puede la escritura volverse contra sí misma, y cuestionarse, interrogando su propio estatuto de verdad. Hoy en día la función de autoridad se constituye y se desplaza de muchas maneras, dependiendo de sí y del espacio desde el cual el discurso trata de alcanzar su estatuto. Es más: un mismo espacio puede albergar en su seno distintos discursos cuya legitimidad se deriva de hacer funcionar un modelo de autoridad distinto. ¿De qué manera estas funciones específicas pueden estar en determinado caso interrelacionadas, dependiendo unas de otras, formando jerarquías verticales, horizontales, autovalidándose mutuamente o invalidándose? Ejemplos de ello abundan: algunos discursos judiciales se validan a partir de discursos psiquiátricos, algunos discursos pedagógicos se validan a partir de discursos sicológicos, algunos discursos filosóficos y científicos se validan a partir de discursos metodológicos, etcétera. Además, el espacio en el que los discursos son encerrados, clasificados, divulgados, excluidos, no es el mismo para cada disciplina, saber o época. Las relaciones se caracterizan por su isomorfía. Una historia política de la escritura trataría de pensar este juego de relaciones isomórficas, tanto desde una perspectiva diacrónica (histórica) como sincrónica. Todo aquello que la escritura le hace a los hombres, lo sepan estos o no, será objeto de su descripción e interpretación. Tendría que pensarse de qué manera se ha constituido históricamente una determinada función de autoridad, al margen de otras prácticas sociales que participan de su construcción. ¿Cómo ésta se diluye cuando el concepto canónico de obra que nos rige desde el siglo XVIII desaparece o tiende a desaparecer con el texto electrónico? ¿Cómo emergen nuevas formas de ejercer una autoridad sobre la escritura (o con la escritura), las cuales, por ejemplo, rigen el espacio propio de la escolaridad o de la academia? Porque es en ese intrincado espacio donde nosotros, los individuos, construimos nuestras opciones, nuestras posibilidades de ser. La escritura es también la posibilidad de pensar aquello que nos hace ser lo que somos a diario, no sólo como un efecto del poder, sino como un uso de éste. Escribimos para hacer cosas con las palabras y estas nos hacen ser lo que somos. La reflexión acerca de la escritura es también una reflexión acerca de la constitución de una subjetividad o de muchas subjetividades, cada una con su propio estatuto. Todo ello merece ser pensado, descrito e interpretado en un estudio más exhaustivo y detenido que dé cuenta de las relaciones entre los poderes históricos y las prácticas de la escritura en una sociedad.

NOTAS

1. Quizás sea preciso aclarar que las relaciones de poder no están en posición de exterioridad respecto a los discursos: "[...] no están en posición de superestructura [...] están presentes allí donde desempeñan un papel directamente productor" (Foucault, 1976: 124).

2. Utilizaré en término escritura, en cursiva: escritura, como cualquier marca semiótica, huella o signo a la cual se le atribuye un significado, por ejemplo, la escritura de la piedra en la arquitectura, etcétera. Y la acepción de escritura en el proyecto de una "historia política de la escritura", como la escritura "grafo-fonética, esto es, la que traduce los fonemas en grafías (alfabeto), el habla en una lengua". Walter Ong (1987: 94) considera que éste es el verdadero significado del término. Sin embargo, creo importante manejar varias acepciones, puesto que así evitamos calificar tendenciosamente una cultura como "oral", y otra como "alfabética", cuando la oralidad atravieza en distintas prácticas a cada época. Por otro lado, no considero que sea del todo acertado considerar que la relación es sólo inherente al habla y a la escritura. Los antiguos jerogríficos egipcios, sin poderse considerar como escritura, establecen relaciónes de predicación, a partir de los cuales, es posible contar una historia cuando son interpretados.

3. Walter Ong hace una observación interesante sobre la oralidad en las culturas antiguas: "Una persona escolarizada de nuestros días por lo general supone que los escritos tienen mayor fuerza que las palabras. Las culturas más antiguas que conocían la escritura pero no la habían interiorizado de modo tan completo, a menudo consideraban exactamente lo contrario" (1987: 97).

4. Afirma Chartier: "[...] el libro impreso sigue dependiendo en gran medida del manuscrito: imita de él su compaginación, su escritura, su apariencia y, sobre todo, se considera algo que debe terminarse a mano: la mano del iluminador que pinta iniciales adornadas o historiadas y miniaturas, la mano del corrector, o enmendador, que añade signos de puntuación, rúbricas y títulos" (1955: 250). Sin embargo, en esta nota es obvio que Chartier refuerce no tanto el libro impreso como el originales del libro y su parentesco con los manuscritos.

5. A este respecto es importante destacar la investigación de Walter Ong, en la que muestra cómo la escritura reestructura la conciencia. Dice: "[...] los procesos de pensamiento en los seres humanos escolarizados no se originan en poderes meramente naturales, sino que estos poderes son estructurados, directa o indirectamente, por las tecnologías de la escritura. Los estados de conciencia muy interiorizados en los cuales el individuo no está tan sumergido inconscientemente en las estructuras comunitarias, son estados que, al parecer, la conciencia nunca alcanzaría sin la escritura. La influencia recíproca entre la oralidad con la que nacen todos los seres humanos y la tecnología de la escritura, con la que nadie nace, afecta las profundidades de la psique. Ontogenética y filogenéticamente, la palabra oral es la primera que ilumina la conciencia con lenguaje articulado, la primera que separa el sujeto del predicado y luego los relaciona el uno con el otro. La escritura introduce división y enajenación, pero también una mayor unidad. Intensifica el sentido del yo y propicia más acción recíproca consciente entre las personas" (1987: 81-82, 172-173).


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