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Memoria y Sociedad

Print version ISSN 0122-5197

Mem. Soc. vol.16 no.32 Bogotá Jan./June 2012

 

¿Se puede escribir historia a partir de imágenes? El historiador y las fuentes icónicas

Can we write history from images? On historians and iconic sources

Pode se escrever história a partir de imagens? O historiador e as fontes icônicas

Tomás Pérez Vejo

Profesor-investigador de la Escuela Nacional de Antropología e Historia de México (INAH) y del Instituto de Filosofía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas de España (CSIC). Doctor en Historia, Universidad Complutense de Madrid, España. Correo electrónico: tomas_perez@inah.gob.mx

El artículo se desprende del proyecto de investigación teórico-metodológico sobre "Usos políticos de las imágenes" de la Escuela Nacional de Antropología e Historia de México (INAH).

Fecha de recepción: 30 mayo 2011, Fecha de evaluación: 29 diciembre 2011, Fecha de aprobación: 31 enero 2012


Cómo citar este artículo

Pérez Vejo, Tomás. "¿Se puede escribir historia a partir de imágenes? El historiador y las fuentes icónicas". Memoria y sociedad 16, no. 32 (2012): 17-30.


Resumen

El presente artículo presenta una análisis de los problemas, teóricos y metodológicos, planteados por el uso como documento histórico, así como algunas propuestas, teóricas y metodológicas, para enfrentarse a las fuentes icónicas en la escritura de la historia.

Palabras clave autor: Imágenes, fuentes, historia, metodología, investigación.

Palabras clave descriptor: Iconografía, historia, iconos, metodología en investigación.


Abstract

This paper presents an analysis of the theoretical and methodological problems that arise from the use of images as historical documents, as well as some proposals, both theoretical and methodological, to deal with iconic sources in the writing of history.

Key Words author: Images, sources, history, methodology, research.

Key Words plus: Iconography, history, icons, research methodology.


Resumo

O artigo apresenta análise dos problemas teóricos e metodológicos esboçados pelo uso do ícone como documento histórico, assim como algumas propostas teóricas e metodológicas, para fazer face às fontes icônicas na escritura da historia.

Palavras chave: Imagens, fontes, história, metodologia, pesquisa.

Palabras descriptivas: Iconografia, história, ícones, metodologia de pesquisa.


Introducción

Los viejos manuales escolares dividían el pasado de la humanidad en Prehistoria, antes del nacimiento de la escritura, e Historia, desde la invención de los primeros alfabetos. Daban así por supuesto que, en sentido estricto, solo se podía hacer historia a partir de documentos escritos y que las demás fuentes, icónicas o de otro tipo, o no eran demasiado fiables o, en todo caso, daban una información cualitativamente diferente de la proporcionada por la escritura. Idea que, aunque en general de manera no explícita, sigue vigente en muchos historiadores actuales para quienes las imágenes siguen siendo documentos de carácter secundario cuando no claramente marginales, meras ilustraciones de lo que los textos escritos dicen o, en el mejor de los casos, objetos de estudio que necesitan ser explicados pero no fuentes históricas propiamente dichas. Esto ha llegado a ser tan extendido que no es arriesgado afirmar que en la historia como disciplina científica sigue habiendo un problema con las imágenes y que incluso cuando son utilizadas cumplan un papel más ilustrativo que como fuente primaria de investigación sobre el pasado.

Se podría objetar que el uso de las imágenes como documento histórico tiene una larga tradición, desde muy pronto los historiadores se dieron cuenta de que había cosas que los textos escritos y la imágenes decían, y que ya desde los mismos orígenes de la historia como disciplina académica los documentos icónicos fueron utilizados, con mayor o menor pericia, por historiadores y eruditos. Algunos estudios clásicos, como los de Burckhardt sobre la cultura del Renacimiento o los de Huizinga sobre el final de la Edad Media1, por poner dos ejemplos señeros, descansan, en gran parte, en la lectura e interpretación de las imágenes artísticas legadas por ambos periodos. Esta tradición que cristalizó en las primeras décadas del siglo xx en torno al Instituto Warburg y su apuesta metodológica por la utilización, en palabras de una de sus discípulas más destacadas, Frances Yates, de "los testimonios visualescomo documentos históricos"2 y que ha conocido un nuevo auge a partir de los años ochenta del siglo pasado. Recuérdense, entre una larga lista, el influyente Art and History: Images and their Meanings, publicado en 1988 pero que recoge las memorias de un congreso de 1985; la obra de Simon Schama, en la que las imágenes son utilizadas con objetivos tan dispares como la reconstrucción de la cultura holandesa del siglo xvii o la evolución de la idea de paisaje en la cultura occidental, o el reciente Visto y no visto de Peter Burke, subtitulado de manera explícita: "El uso de la imagen como documento histórico"3.

Con estos antecedentes, y otros muchos que se podrían traer a colación, afirmar que la tradición historiográfica de Occidente tiene un conflicto con el uso de las imágenes puede ser excesivo. Una sólida tradición historiográfica avala el uso de las imágenes como fuentes históricas y cualquier reflexión al respecto puede tener un cierto aire de gratuidad. Tendría sentido, si acaso, reflexionar sobre nuevas metodologías o enfoques en el uso de las fuentes icónicas pero no sobre la bondad de estas; ampliamente demostrada y admitida por la comunidad académica.

Sin embargo, la hipótesis de este artículo es que el uso de las imágenes como fuente histórica está lejos de haberse resuelto satisfactoriamente, por consiguiente, sigue arrastrando una serie de prevenciones y prejuicios que dificultan en gran manera su utilización. En líneas generales, las investigaciones históricas basadas en imágenes continúan ocupando un lugar marginal y secundario con respecto a las basadas en otras fuentes y que su integración con el acervo común del saber histórico es todavía difícil y problemática.

La pregunta sobre si se puede hacer historia a partir de las imágenes no solo es pertinente sino necesaria y, posiblemente, imprescindible. En particular para ese número creciente de historiadores que trabajan a partir de imágenes, cuyos métodos y objetivos se encuentran cada vez más alejados de los estudios de historia del arte tradicionales, en los que frecuentemente y de manera sin duda errónea se les tiende a incluir, y cuyas aportaciones teóricas y metodológicas, revolucionarias en algunos casos, tienen un difícil encaje en una historiografía para la que el documento escrito continúa siendo la fuente fundamental, cuando no exclusiva, del conocimiento sobre el pasado.

Respecto a esto último una precisión importante, obvia pero necesaria, no es lo mismo hacer historia de las imágenes que historia a partir de las imágenes, aunque ambos conceptos tiendan a solaparse y hasta confundirse; no es lo mismo hacer historia del grabado a buril o de la pintura al óleo, no digamos ya del grabado y la pintura entendidos como formas de expresión artística, que utilizar las imágenes de grabados y cuadros como fuentes de información histórica. Por ejemplo, la proliferación en los últimos años de historiadores del cine o de la fotografía no significa, al menos necesariamente, que haya habido un cambio respecto al uso de la imagen como documento histórico. Se puede hacer, y se hace, historia del cine sin que la imagen sea el documento principal sino solo el objeto de estudio, explicado tanto a partir de fuentes icónicas como de otro tipo. Las primeras no ocupan de manera obligatoria el lugar más importante y se puede, y por supuesto se hace, estudiar el cine a partir de su consideración como una forma de expresión artística, "séptimo arte", sin que el papel de las imágenes cinematográficas sea particularmente relevante, así, como se explica con detalle más adelante, la conversión de una imagen en obra de arte puede ser la forma más eficaz de esterilizarla como documento histórico.

1. El problema de las imágenes como documentos históricos

Las imágenes han arrastrado y siguen arrastrando, a pesar de esa especie de revival reciente al que acabo de hacer referencia y de la afirmación retórica de que una imagen dice más que mil palabras, toda una serie de lastres en su utilización como fuentes históricas. El primero tiene que ver con la propia tradición occidental, una tradición que hunde sus raíces en la cultura del libro,en la idea de que la fuente del conocimiento es la palabra escrita, no la imagen. Somos herederos de una civilización, la judeo-cristiano-occidental, en cuyo principio hay un texto escrito, un libro. La Biblia contiene palabras, no imágenes. Son aquellas y no estas las depositarias del saber. Tal como nos recuerda un temprano texto del siglo ix, el Libri Carolini, "El Señor, descendiendo del monte Sinaí, dio a Moisés la ley, no pintada sino escrita, y entregó en tablas de piedra no imágenes sino caracteres de escritura. Y el mismo Moisés enseñó el origen del mundo no pintando, sino escribiendo"4. Ya desde sus orígenes la cultura occidental pone a la imagen en lugar secundario con respecto al texto escrito. Si el mismo Dios prefiere el texto escrito al pintado, ¿por qué los hombres habrían de hacer algo diferente?

Es cierto que, a diferencia de lo ocurrido en Bizancio, en Occidente no hubo, o los hubo de forma muy marginal, conflictos iconoclastas, una afirmación que de todos modos habría que matizar; recuérdese las prevenciones frente a las imágenes religiosas de la Reforma protestante5. Sin embargo, en sentido estricto, a diferencia de lo que ocurre con las otras dos grandes religiones del libro, la judía y la musulmana, con su rechazo radical a las imágenes, en Occidente no hubo destrucciones de imágenes. En parte, posiblemente, porque la tradición icónica judía tuvo que enfrentarse al peso de una tradición pagana fuertemente unida a la imagen que acabó produciendo una especiede acomodo entre ambas corrientes, pero también sobre todo, importante para lo que aquí nos interesa, por la poca valoración de la imagen y su significado, y por el carácter secundario que las élites intelectuales de Occidente han dado tradicionalmente a la imagen con respecto a la palabra escrita. Estamos ante una cultura fundamentalmente logocéntrica en la que el conocimiento se expresa mediante palabras fijadas en textos escritos.

Es posible, incluso paradójicamente, que si no hubo querella de las imágenes en la Europa medieval no fuera por su aceptación sino por su subordinación, por su carácter menor y, desde la perspectiva de los eruditos, intrascendente. Aún no se ha insistido suficiente en que la célebre carta del papa Gregorio Magno, que zanja casi de manera definitiva el problema iconoclasta en la parte occidental del antiguo Imperio romano, lo hace a partir de un desprecio absoluto hacia las imágenes. Se acepta que se deben conservar porque permiten a los necios acercarse a las Escrituras, esto significa, paralelamente, que la verdad auténtica no se encuentra en las pinturas sino en los textos escritos. Las imágenes son adecuadas para la masa de los indoctos, literalmente para los idiotas, pero no para los que quieran llegar a los sentidos ocultos, a la auténtica realidad de las cosas.

Algo no demasiado alejado del desprecio con el que, todavía en nuestros días, las élites intelectuales de Occidente juzgan la cultura popular de masas, una cultura fundamentalmente icónica. Recuérdese a este respecto que en la larga polémica sobre la consideración del arte de masas como Arte -con mayúsculas-, que se extendió durante todo el siglo xx y que todavía sigue en parte viva, el argumento fundamental de los que niegan al arte de masas la consideración de Arte, de MacDonald a Greenberg6, por no referirnos al propio Adorno, es su carácter superficial, dirigido a los sentidos y no al intelecto. El sentido profundo de las cosas, el saber auténtico, está en el texto escrito, no en la imagen.

Esta es la tradición en la que los historiadores hemos sido formados. Pero no solo hemos sido educados en la supeditación de la imagen al texto escrito, que significa ya una clara valoración menor de lo icónico, sino también en la consideración de la imagen como expresión de un saber inferior y subordinado, algo cualitativamente distinto. Una pesada herencia de la que resulta difícil substraerse y en la que la imagen aparece siempre como una forma imperfecta y menor de comunicación, cuya auténtica comprensión, ¡incluso de ella misma!, solo es posible a través de la escritura. No deja de ser llamativo que hasta los iconólogos del Instituto Warburg, una institución sin duda emblemática en el estudio de las imágenes, utilicen las imágenes en muchos casos como el enigma a explicar a través de los textos escritos y no, a pesar de la citada afirmación de Yates, como documentos históricos para la explicación de una época. Por citar un ejemplo particularmente revelador, en el conocido estudio de Klibansky, Panofsky y Saxl, Saturno y la melancolía7, el espléndido grabado de Durero que da origen al trabajo no se usa como fuente, sino que esta se explica a partir de textos escritos, aunque para ello haya que remontarse hasta los presocráticos. Y no estamos hablando de una obra menor respecto al trabajo con imágenes sino de uno de los libros centrales de Panofsky, quien marcó toda una época de los estudios iconológicos en el mundo académico.

A esta tradición se añadió, a partir del Renacimiento, y ya de forma mucho más clara a partir del siglo xviii, la conversión de una parte importante de las imágenes, especialmente de la mayoría de las que el pasado había conservado hasta ese momento, en obras de arte. El museo fue, desde sus orígenes, el principal lugar de conservación de imágenes, pero no de todas, solo de aquellas que eran arte. De esta forma, la función estética desplazó a todos los demás usos que las imágenes habían tenido hasta ese momento. Así, la construcción de las imágenes del pasado como obras de arte tuvo un efecto devastador para su uso como documento histórico. Elevadas a la categoría de expresión del espíritu, se convirtieron en objetos sagrados, especie de vírgenes vestales dedicadas a Dios, y como todo lo dedicado a la divinidad (Bacon dixit), estériles. Por consiguiente, la imagen artística devenía en un objeto intemporal, ahistórico, cuya utilización como fuente histórica se convertía en imposible, cuando no en sacrílega. La obra de arte se alzaba fuera de la historia, en una especie de vacío semiótico cuyo único sentido y significado tenía que ver con el propio concepto de arte.

El resultado ha sido que a lo largo de los dos últimos siglos los historiadores del arte han hecho historia del Arte, en singular y con mayúscula, no historia de las artes, en plural y con minúscula8, ni, menos todavía, historia de las imágenes o a partir de las imágenes. Y como afirma Félix de Azua, "el Arte y las artes son dos cosas enteramente diferentes. Tan diferentes entre sí como el Tiempo y los relojes. El tiempo no es el singular de los relojes, sino algo enteramente distinto y quizás ajeno a la existencia misma de los relojes"9. La historia del Arte no ha hecho historia a partir de las imágenes, ni siquiera de las imágenes, sino historia de un concepto filosófico, aparecido en el Renacimiento pero que no llegará a su configuración plena hasta finales del siglo xviii o, incluso, bien entrado el xix, el cual tiene una clara filiación platónica: la idea de que las diferentes formas de expresión artística son reducibles a un único Arte, que a su vez es solo la sombra de la idea de arte. Su objeto de estudio no han sido las imágenes sino algo así como la historia del espíritu humano plasmada en las obras de arte. Para nadie es desconocido que una historia del Arte basada en estas premisas solo es posible si se acepta lo estético como un valor objetivo, o dicho en palabras de Jan Mukarovski, una de las figuras más notables del Círculo de Praga, "sólo la hipótesis del valor estético objetivo da un sentido a la evolución histórica del arte". Una hipótesis realmente arriesgada, y que una historia cultural de la "invención" del arte pondría necesariamente en cuarentena, pero sobre la que no quiero detenerme aquí.

Este universalismo del Arte como concepto, que aparece perfectamente expresado, por ejemplo,en la obra de Winckelmann, tomó un giro inesperado en la segunda década del siglo xviii de la mano de Herder, quien predicó, al fin y al cabo era un pastor protestante, la idea no de un arte universal sino de un arte expresión del alma de un pueblo, una raza o una civilización. Es decir, no existía el arte en abstracto, sino el arte alemán, colombiano o zulú. Los historiadores del Arte se vieron así convertidos, en dura pugna con los antropólogos culturales, en los guardianes e interpretes del alma de sus naciones, expresada a través de su arte. Las imágenes no servían para hacer historia sino metafísica identitaria.

El resultado, en ambos casos (las ideas del arte universal o nacional), ha sido que la disciplina académica que más podría haber impulsado el uso de las imágenes como fuente histórica no solo no lo ha hecho sino que incluso lo ha vuelto imposible. La historia del Arte estudia la evolución del espíritu humano o de los diferentes pueblos y naciones en que, pareciera que de manera natural, aquel se divide. Una elección comprensible, pudiendo estudiar el tiempo quien quiere ser relojero, pero que ha impedido ver que los relojes pueden decir y explicar muchas cosas sobre el pasado de la humanidad.

Esta es, nos guste o no, la tradición historiográfica en la que nos insertamos y de la cual debemos partir. Una tradición historiográfica en la que la imagen ha tenido un carácter subordinado y menor y en la que, incluso en aquellas ramas de la historia en las que la imagen tiene, por necesidad, un peso determinante, caso de la historia del Arte, a la que acabo de hacer referencia, la fuente última de conocimiento sigue siendo el texto escrito y la imagen el objeto susceptible de explicación o de veneración estética, que para el caso vienen a ser lo mismo.

2. La reivindicación de la imagen como fuente histórica

Frente a esta tradición sólidamente asentada, la reivindicación de la imagen como documento histórico debería partir no de una simple enumeración de sus virtudes como fuente de información sobre el pasado -parece evidente que hay aspectos sobre los que las imágenes dan una información mucho más fiable que los textos escritos y otros que incluso solo ellas pueden explicar-, sino de la reconsideración de algunos presupuestos básicos de la propia historia como disciplina académica.

El primero tiene que ver con el propio concepto de fuente. La metáfora de los documentos como fuentes, o mejor, según Jackobson, la metonimia, ya que para los historiadores el documento no se nos presenta "como una fuente" sino que es "una fuente"10, tiene más implicaciones de las que parece. No hay metáforas inocentes. Remite a la idea de que hay un lugar en que la verdad histórica brota incontaminada, lo que, salvando las distancias, viene a ser la verdad pura de las escrituras frente a la grosera aproximación de las imágenes de los textos altomedievales a los que se hacía referencia más arriba. Además hace referencia, de manera más difusa, a que la historia tiene un sentido, camina en una dirección, desde un lugar de nacimiento a la desembocadura del río. Un mundo casi celeste en el que las imágenes, ya lo había dicho Platón refiriéndose a los artistas, no tienen cabida.

Pero la metáfora o metonimia de las fuentes son absolutamente falsas. Ni los historiadores tenemos fuentes donde encontrar la verdad, ni la historia, a pesar de que Goethe la viese cabalgar en Valmy, camina hacia ningún lado preciso y determinado. Ninguna sociedad deja documentos escritos en que se cuente la verdad de lo que fue, entre otros motivos, porque ninguna sociedad sabe realmente lo que es. Ellas tienen un imaginario sobre sí mismas, a veces hasta una ideología, pero eso es todo. Ninguna deja el documento de lo que fue porque nunca lo tuvo. Lo que tenemos son vestigios de un pasado que intentamos reconstruir, y explicar, a partir de los restos que de manera aleatoria el paso del tiempo nos ha ido dejando. No la verdad cristalina de la fuente, sino el agua turbia del río; los vestigios con los que intentamos explicar un pasado tan oscuro para nosotros como para los propios contemporáneos, incluso posiblemente menos para nosotros que al menos tenemos la ventaja de saber el resultado.

Este concepto de vestigio tiene una larga historia, uno de los primeros en utilizarlo fue el historiador holandés Gustaaf Renier11, quien hace ya más de 50 años propuso sustituir el concepto de fuentes por el de vestigios, entendiendo por estos manuscritos, libros impresos, edificios, mobiliario, paisajes y diferentes tipos de imágenes (pinturas, estatuas, grabados, fotografías, etc.), todos ellos al mismo nivel y con la misma capacidad de servir de fuentes para describir, entender y explicar el pasado. Esta sustitución tiene profundas implicaciones metodológicas. El nuevo paradigma historiográfico no sería la búsqueda del arcano de la verdad encerrado en documentos escritos sino el seguir pistas aparentemente insignificantes que, convenientemente interrogadas, pueden llevarnos a explicar procesos centrales del devenir histórico. Es lo que el historiador italiano Carlo Ginzburg, en su ya más que archicitado artículo "Psicopatología de la vida cotidiana"12, donde compara el método de Sherlock Holmes con el de Freud, propone como una alternativa epistemológica de carácter intuitivo al razonamiento. Esta alternativa epistemológica plantea muchos problemas en los que no quiero entrar aquí, pero que supone, y esto es lo que me interesa, poner a las imágenes al mismo nivel que cualquier otro tipo de vestigio. Los historiadores no tendríamos fuentes donde leer una verdad definida y articulada sino vestigios de un pasado con los que intentaríamos construirla e imaginarla.

El segundo aspecto al que me quiero referir tiene que ver con el problema del carácter comunicativo de las imágenes. Hace ya también casi cincuenta años Umberto Eco afirmó en La estructura ausente que "Ver a toda la cultura sub specie communicationis no quiere decir que la cultura sea sólo comunicación sino que esta puede comprenderse mejor si se examina desde el punto de vista de la comunicación"13. Lo mismo, y quizás de forma ampliada, puede decirse de las imágenes. Las imágenes, obviamente, no son solo comunicación, hay componentes estéticos, técnicos, emotivos, etc., pero quizás la mejor forma de comprenderlas, lo que les da sentido y explica su creación, sea su carácter comunicativo, es el hecho de que toda imagen cuenta, unas veces de manera voluntaria y otras involuntaria, una historia. Es un mensaje en el tiempo, un texto que fue compuesto para ser leído. Esta no es una interpretación nuestra, ya en los orígenes del mundo moderno Alberti, en su tratado De pictura, destaca precisamente este carácter de la pintura como un medio que permite hablar al pasado:

Este arte tiene en sí una fuerza tan divina que no sólo hace lo que la amistad, la cual nos represente en vivo las personas que están distantes, sino que nos pone delante de los ojos aun aquellos que ha mucho tiempo que murieron, causando su vista tanta complaciencia (sic) al pintor como marabilla (sic) a quién lo mira14.

Afirmación que Facundo Tomás pone en relación con la hecha por San Agustín mil años antes de que "la escritura [...] fue inventada para permitirnos [...] hablar con los muertos"15. Tanto la escritura como las imágenes tendrían entre sus funciones la de permitir hablar al pasado, dejar hablar a los muertos.

Sin embargo, el carácter comunicativo de las imágenes, su función de texto escrito, no ha sido el centro de preocupación de los historiadores16. La idea de leer imágenes, a pesar de que ha estado presente de una u otra forma en la tradición occidental, desde la repetida afirmación del papa Gregorio Magno en el siglo vi de "se colocan imágenes en las iglesias para que los que no son capaces de leer lo que se pone en los libros lo 'lean' contemplando las paredes", hasta la no menos citada en los últimos años declaración de Roland Barthes de "Leo textos, imágenes, ciudades, etc."17, ha tenido siempre en su contra el carácter impreciso de su lectura. Un texto escrito tiene, al margen de las discusiones filológicas, un significado preciso y un código que es identificable casi de forma automática, todos sabemos si un texto está escrito en árabe o en inglés, incluso si desconocemos ambos idiomas. Esto hace que sea descifrable de forma relativamente unívoca, si sabemos inglés o árabe por supuesto18. El texto icónico, por el contrario, usa un código no identificable de forma automática y, sobre todo, de carácter polisémico. No disponemos, en la mayoría de los casos, de un código para su lectura e incluso si lo tuviésemos el nivel de polisemia sería extremadamente alto. Esto no quiere decir, por supuesto, que en los textos escritos el significado sea exactamente unívoco, algo que posiblemente solo se puede afirmar de lenguajes rígidamente codificados como las matemáticas, pero sí que su nivel de polisemia es mucho menor que el de los textos icónicos, hasta el punto de que, a pesar de la facilidad con la que los estructuralistas hablan de las imágenes como texto, siempre cabe la duda de si esta afirmación es poco más que una simple metáfora. Finalmente, no solo los posestructuralistas más radicales han negado la pretensión estructuralista de la existencia de "un" significado, también algunos de los seguidores del método iconográfico clásico fueron conscientes desde fechas muy tempranas de que no se podía hablar de "significado" sino de "significados". Algo nada extraño en el caso de estos últimos si consideramos que la polisemia es una característica intrínseca de las imágenes, entre otras cosas, porque la mayoría de ellas están "escritas," cómo mínimo, con formas y con colores, dos planos de significación distintos y diferenciados.

No obstante, la polisemia no es el principal problema de la utilización de las imágenes como fuente o vestigio, finalmente, puede ser considerada tanto como una carencia o como una virtud. La principal dificultad tiene que ver con la pérdida de vigencia comunicativa, algo común a todo vestigio del pasado. Las dificultades de lectura de cualquier tipo de texto aumentan a medida que nos alejamos en el tiempo, pero en el caso de las imágenes, a diferencia de lo que ocurre con los textos escritos, el desconocimiento del código no se evidencia de manera automática. Todos creemos conocer el código con el que las imágenes están escritas, entre otras cosas, porque se presentan a sí mismas, no como una convención sino como un reflejo de la realidad. Una de las escasas excepciones sería el arte no figurativo, de ahí esa extraña zozobra que parece invadir al público de una exposición de pintura abstracta, que le lleva a preguntarse obsesivamente sobre que significa determinado cuadro, una pregunta que raramente ese mismo público se haría en una exposición de pintura barroca, a pesar de que la dificultad para "leer" un cuadro barroco sea posiblemente muy superior al de uno abstracto. Se podría decir que de manera "natural" identificamos un texto escrito como conocido o desconocido y que de manera también "natural" identificamos todo texto icónico como conocido, parte de un lenguaje universal.

 Un ejemplo explicará mejor lo que estoy diciendo. Un historiador enfrentado a un texto medieval escrito en latín sabe que bien estudia latín para descifrar el texto, bien recurre a un traductor. El mismo historiador enfrentado a una imagen del medioevo se considerará capaz de interpretarla sin necesidad de hacer un curso sobre lectura de imágenes en el mundo medieval ni, mucho menos, de pedir que alguien le traduzca el texto. Las imágenes, se supone, están escritas en un lenguaje natural y, por lo tanto, no necesitan ser traducidas. El problema se agrava por el hecho de que los lenguajes icónicos varían con una rapidez incluso mayor que la de los textos escritos. Cualquier hispanohablante de un nivel cultural medio es capaz de leer, sin demasiados problemas, un texto del siglo xvii, por ejemplo El Quijote o una poesía de Quevedo. Tendría, por el contrario, serias dificultades para interpretar, incluso para saber qué tiene que interpretar, y aquí estriba la principales dificultades, la refinada alegoría en imágenes que puede encerrar una simple vanitas barroca del mismo periodo. Es decir, el problema es el inverso al que el sentido común tiende a pensar: son las imágenes del pasado las que ofrecen mayor dificultad de lectura que los textos impresos, no al contrario.

El uso de las imágenes como vestigio plantea, por lo tanto y previo a cualquier otra consideración, el problema de una paciente reconstrucción arqueológica del lenguaje en que fueron "escritas". Todo ello sin olvidar que lo que para nosotros es un erudito trabajo de reconstrucción filológica, en el momento de su creación, fue leído de forma automática. Por complejo que pueda parecernos un discurso en imágenes, no debemos considerar que siempre fue así. Los niños chinos hablan chino sin necesidad de estudiar chino, aunque nosotros necesitemos toda una vida para hacerlo. Salvando las distancias, los hombres del Barroco leían imágenes barrocas sin necesidad de estudiar iconología barroca, cosa que, por cierto, uno puede dudar leyendo a algunos iconólogos seguidores de Panofsky.

Esta reconstrucción del código con el que la imagen fue "escrita" es una tarea difícil y compleja, pero necesaria. Para lograrlo, paradójicamente, el texto escrito se convierte, a su vez, en vestigio imprescindible de un idioma muerto, pero no a la manera de los iconógrafos que buscan establecer una relación casual entre un determinado texto y una determinada imagen, sino desde una perspectiva que nos permita reconstruir un código general. No se trata de reconstruir lo que una imagen concreta dice o creemos que dice, con el riesgo de arbitrariedad que esto conlleva, sino de reconstruir el lenguaje general con el que esa imagen está escrita de manera que podamos contrastar su lectura con otras imágenes contemporáneas. Para ello es preciso considerar la utilidad de poner en relación objetos culturales contemporáneos al margen de sus relaciones intencionadas e incluso de la propia voluntad de sus autores, cada uno de nosotros sabe mucho más de lo que cree saber y dice mucho más de lo que cree decir. No se trata de encontrar el texto que explique la imagen, manteniendo la habitual relación de subordinación de la imagen con respecto al texto escrito, sino de los textos, y el plural es intencionado, que nos ayuden a reconstruir el código en el que la imagen fue "escrita". Aunque quizás desde el punto de vista del historiador, el objetivo debiera ser incluso más ambicioso. Se trataría no solo de reconstruir el código sino, sobre todo, de reconstruir la mirada de los creadores de las imágenes y del público para el que fue pintado19. Reconstruir eso que el historiador del arte inglés Michael Baxandall ha llamado con toda precisión "el ojo de la época"20. Una mirada cambiante de un periodo histórico a otro, de unos grupos sociales a otros y de una cultura a otra, pero capaz de expresar, y entender, incluso aspectos no conscientes del imaginario colectivo. Y en este sentido quizás Clifford Geertz tiene razón cuando afirma que el lector de imágenes debe de dejar de considerar "los signos meros instrumentos de comunicación, un código que debe ser descifrado, y considerarlos modos de pensamiento, locuciones que deben ser interpretadas"21.

Esta idea de reconstrucción y aprendizaje del lenguaje en el que las imágenes fueron escritas plantea dos problemas relacionados: la no naturalidad de la lectura, es decir, las imágenes no están escritas en un lenguaje universal sino en lenguajes diferenciados que es necesario aprender, y la posibilidad de que en algunos casos el lenguaje en el que las imágenes fueran escritas sea en la práctica imposible de reconstruir y, por lo tanto, en un momento concreto, sea un ejercicio estéril para el conocimiento histórico. El primer problema debe de ponernos en guardia tanto respecto a lecturas apresuradas y no contrastadas como el uso de fórmulas estereotipadas tipo este objeto, forma o color significa esto. No se traduce un texto de un idioma desconocido utilizando solo un diccionario, tampoco una imagen. El segundo con el hecho de que la progresiva lejanía en el tiempo o el espacio dificulta las posibilidades de lectura hasta volverlas incluso, hipotéticamente, imposibles. Sería el caso, por poner un ejemplo, de los vestigios icónicos del arte parietal paleolítico. Pocas dudas caben en estos momentos de que estamos ante un sofisticado discurso en imágenes, igualmente, todavía hay menos vacilaciones que las primeras y naïf aproximaciones de los que vieron en las pinturas de las cuevas franco-cantábricas coloristas representaciones de ceremonias de magia22 como las muchas más sofisticadas interpretaciones estructuralistas de Leroi-Gourhan23 son imposibles de validar y, como consecuencia, de usar como fuentes de información histórica. Sin llegar a estos casos extremos, habría que ser extremadamente cuidadoso en la lectura de cualquier imagen, tan cuidadoso al menos como lo somos en la de un texto escrito, evitando confundir intuiciones y opiniones con el conocimiento real del código con el que la imagen fue escrita. El riesgo, en caso contrario, es el del conocido caso del investigador Neil Macintosh quien a su vuelta a un yacimiento australiano, acompañado por un aborigen que conocía el significado de las imágenes representadas, se dio cuenta que sus primeras interpretaciones, hechas sin ayuda del intérprete, eran completamente erróneas24.

La última consideración tiene que ver, a diferencia de las anteriores, no con la ausencia de una tradición sino con la presencia de una tradición historiográfica sobre el uso de las imágenes, fuertemente arraigada y de consecuencias incluso más nocivas que las ausencias anteriores, que ha tendido, con una cierta ingenuidad, a considerar las imágenes como reflejo de la realidad. Finalmente, y hechas todas las salvedades en torno al mayor o menor rigor metodológico en el uso de las fuentes icónicas o a la mayor o menor sofisticación interpretativa, la idea de partida ha sido, casi siempre, que las imágenes reflejan la sociedad en que fueron creadas y los pensamientos de los hombres que las hicieron posibles, una especie de espejo en el tiempo. Una tradición historiográfica cuyos logros, desde la larga tradición del Instituto Warburg hasta las aproximaciones semióticas más recientes, no pueden ser desvalorados, pues ella encuentra fundamento en la propia voluntad de la imagen como testimonio ocular, como reflejo de la realidad. Es lo que Gombrich llamó "el principio del testigo ocular", esa idea de que las imágenes nos permiten ver lo que habríamos visto en el caso de haber estado allí. Algo muy obvio en el caso de la fotografía pero presente también en otras formas de comunicación visual. Recuérdese la explícita afirmación del pintor flamenco Jan Van Eyck en su conocido cuadro El matrimonio Arnolfini, "Jan Van Eyck estuvo aquí". El pintor había estado allí y testificaba que lo representado en el cuadro era lo que realmente había ocurrido. Sin embargo, es muy posible que en el caso de haber estado allí habríamos visto algo bastante diferente, al igual que tampoco veríamos lo mismo que vio el autor de una fotografía de mediados del siglo xix.

Habría que plantearse la posibilidad de que en muchos casos, si no en todos, las imágenes, además de reflejo de una realidad, sean también, y quizás de manera prioritaria, una sofisticada forma de construcción de realidad, un poderoso instrumento de producción y control de imaginarios colectivos. La imagen puede no informar, o informar de forma marginal, de la realidad. En principio de lo que nos está informando es de la forma en que una determinada realidad fue vista y de cómo esa realidad fue construida hasta convertirse en real25, la mirada no es una realidad objetiva sino una construcción cultural e incluso de la forma como alguien, el autor o el comitente, quiso que fuera vista. La imagen es tanto constructora de realidad como su reflejo. Hoy sabemos, por ejemplo, que El matrimonio Arnolfini no es una foto de boda, el relato visual de un episodio del que el pintor fue testigo, a pesar de la explícita afirmación del pintor de que "estuvo allí", sino una compleja alegoría matrimonial que ilustra, de manera minuciosa, el sentido y significado del matrimonio en la sociedad europea de la época y que, sobre todo, adoctrinaba a los contemporáneos sobre como debía de ser el matrimonio ideal. No parece necesario precisar que ser y deber ser no son exactamente lo mismo y que el detallista retrato de Van Eyck puede ser un vestigio excelente para reconstruir el imaginario sobre el matrimonio en los inicios del mundo moderno pero pésimo para saber cómo eran los matrimonios reales. Tampoco una foto de boda de nuestros días muestra lo que ocurrió sino una realidad tan construida como la del matrimonio de los Arnolfini. La imagen fotográfica es solo la narración de lo que novios, familiares y fotógrafos quieren transmitir a la posteridad, de ahí ese fenómeno de que las fotos de boda de un determinado grupo sociocultural sean prácticamente intercambiables. Están mostrando lo que la ceremonia de boda debe ser, no lo que realmente es.

3. Imágenes e historia

Pasemos ya, para concluir, a la utilidad del uso de las imágenes como fuente o vestigio histórico. Hay una utilidad obvia, pero a la que no me voy a referir aquí, que tiene que ver con el hecho de que las imágenes pueden, en algunos casos, ofrecer información sobre aspectos de la realidad que los textos pasan por alto. La obra de Philippe Ariès sobre los niños en las sociedades europeas del Antiguo Régimen26, que parte básicamente de documentos icónicos, es una buena prueba del descubrimiento de una realidad cultural, la invención de la infancia, sobre la que otro tipo de documentos son prácticamente mudos. Cultura material, vida cotidiana, vida familiar, comportamientos sociales, entre otros, son otros múltiples aspectos en los que el uso de las imágenes parecen prácticamente imprescindibles. En ellas aparecen aspectos que por ser cotidianos raramente están en los textos escritos pero que son de indudable interés histórico. Nadie cuenta lo obvio, pero la imagen tiende a representarlo

Sin embargo, no me interesa este aspecto, que, por otro lado, ha sido detalladamente analizado por otros autores, véase en particular el ya citado trabajo de Peter Burke, Visto y no visto, en el cual aparece una primera bibliografía que puede servir de introducción al tema. Me interesa más otro problema de un mayor calado historiográfico. Los hombres viven en universos físicos, pero también, y no en menor medida, en universos simbólicos, construcciones mentales que les permiten dotar de sentido al mundo en que habitan. En última instancia para las múltiples generaciones que se han sucedido sobre la tierra han sido más reales las representaciones simbólicas que se han hecho del mundo y de la sociedades en las que vivieron que el mundo y las sociedades "reales" que los historiadores intentamos reconstruir. El mundo vivido no es tanto una realidad tangible como su representación, una imagen mental.

Esta representación del mundo no tiene porque ser, y no lo es la mayoría de las veces ni para la mayoría de las personas, un discurso racional sino que descansa en algo previo que podríamos definir como un imaginario colectivo. El concepto de imaginario es, posiblemente, uno de los que más problemas plantea en estos momentos en el campo de las humanidades y las ciencias sociales. Para no entrar en un complejo debate, que se saldría completamente de los objetivos de este artículo, aquí se entiende el término imaginario como una forma de ver el mundo, generalmente, a diferencia de la ideología, ni explícita, ni ordenada, que mediatiza la manera en que una sociedad se imagina a sí misma y al mundo que la rodea y que se plasma en una sucesión de imágenes mentales más que en discursos articulados27.

Y es aquí donde entran en juego las imágenes. Un imaginario, entendido como la ordenación de las representaciones que una sociedad tiene de sí misma y de las demás, se construye con imágenes mentales, pero en su reconstrucción histórica el testimonio de las representaciones visuales, las mentales por definición no se conservan, es central y, posiblemente, imprescindible. Esto sitúa a las imágenes en el centro del debate historiográfico, así se constituyen en vestigios no solo de la forma en la que una sociedad se vio así misma, sino también, y quizás sobre todo, de la manera en que determinadas imágenes fueron construidas hasta ser capaces de interpretar y dar sentido a una determinada realidad colectiva.

Pintores, fotógrafos, grabadores, entre otros, toda una pléyade de creadores de imágenes nos dejaron en sus obras, no la imagen de como una sociedad era, sino las representaciones que esa sociedad hizo de sí misma y con la que construyó sus imaginarios sociales; no la sociedad que fue sino la que los individuos vivieron. Aquí las imágenes del pasado se convierten en una fuente, o vestigio, absolutamente preciosa e imprescindible. Nos sirven, no para reconstruir la realidad, sino para reconstruir el universo mental en que los hombres de una determinada época vivieron. La imagen, tanto visual como escrita, no refleja la realidad, es el material con el que la realidad fue construida.

Un error de la historiografía ha sido considerar las imágenes reflejo de realidad. Algo difícil de mantener, ni siquiera cuando se da una voluntad explícita de reflejar el mundo tal como es. Por poner dos ejemplos, ni las pinturas de la escuela holandesa, con sus minuciosas descripciones de la vida cotidiana, ni la colección de fotografías titulada Espejo de los alemanes de August Sander de 1929, cuyo objetivo declarado fue hacer un retrato de Alemania en sus individuos típicos, son el reflejo de ninguna realidad sino del imaginario colectivo que las sociedades holandesas y alemanas, en un momento histórico determinado, crearon sobre sí mismas.

La conclusión sobre las posibilidades del uso de las imágenes como documento histórica resulta, desde esta perspectiva, bastante extraña. Si queremos saber cómo una sociedad "era" es muy posible que el vestigio más apropiado no sean las imágenes sino otro tipo de documentos; pero si queremos saber cómo una sociedad se veía a sí misma y al mundo que la rodeaba, la trama en que articulaba sus creencias colectivas, las mentalidades que permitían funcionar y legitimar determinadas estructuras sociales y políticas, las identidades colectivas que hacían a los individuos sentirse miembros de una comunidad política o social y, en definitiva, el cúmulo de ideas preconcebidas y prejuicios morales a partir de los que toda sociedad se articula, las imágenes se convierten en un vestigio imprescindible y en muchos casos único.

Uno de los errores de la historia como disciplina académica, herencia de la voluntad de desencantamiento del mundo de la tradición ilustrada, ha sido considerar que los hombres viven una realidad objetiva; el mundo como es y no en una realidad imaginaria, el mundo como es percibido. Como consecuencia, la tarea del historiador ha consistido, de manera general, en descubrir esa realidad oculta tras el velo de las apariencias, separar la ideología de la realidad, sin entender que el mundo vivido es el imaginado, no el real. Las representaciones no son neutras, determinan una forma de ver y de imaginar. Es preciso sustituir la idea, de claras resonancias positivistas, de un mundo que está ahí, como realidad tangible, a la espera de ser descubierto, por la de un proceso mediante el cual el mundo es imaginado, en sentido estricto "dotado de imágenes", hasta convertirse en real.

Pero las imágenes no se limitan a reflejar una visión estática de la sociedad, nos muestran también el cambio, las pugnas que permiten a un determinado imaginario social imponerse sobre otro; un conflicto que se dirime también, en gran parte, en el campo de las imágenes. Ya a finales del siglo xviii, Jaucourt, autor del artículo "Pintura" en la Enciclopedia escribió, "en todas las épocas, los que han gobernado han utilizado siempre la pintura y la escultura para inspirar al pueblo los pensamientos apropiados". En todas las épocas, y no solo los gobernantes, se han utilizado las imágenes, y no solo la pintura y la escultura, para construir y afianzar imaginarios políticos que permitan legitimar, o cuestionar, la sociedad existente. El fundamento último de toda lucha política es la lucha por el control de los imaginarios colectivos, por la producción, difusión y consumo de imágenes. En este sentido, las imágenes son el vestigio, no solo de las sociedades del pasado, sino también de la forma en que estas cambiaron y de los avatares que permitieron o impidieron estos cambios. Podemos seguir a través de ellas la forma en que se construyeron categorías biológicas como categorías sociales, desde los niños a las mujeres; como determinados grupos sociales, por ejemplo los campesinos o los indígenas, fueron utilizados como reflejo idealizado de un mundo que nunca existió; como el pueblo pasa, en los inicios del siglo xix, de una masa desarrapada y abyecta a ciudadanos conscientes políticamente; como la nación se convirtió en una realidad capaz de explicar y legitimar las acciones individuales y colectivas, entre otros. Todo un universo de imágenes capaces de contarnos, si sabemos leerlas, la forma en que las sociedades se fueron construyendo a sí mismas y se imaginaron. Este quizás sea el gran reto de los historiadores en el momento actual, no contar cómo fueron las sociedades del pasado, sino cómo se imaginaron que eran. Objetivo para el que las fuentes icónicas no solo son necesarias sino imprescindibles.


Pie de Página

1Jacob Burckhardt, La cultura del Renacimiento en Italia (Madrid: Akal, 2004), primera edición alemana de 1860, y Johan Huizinga, El otoño de la Edad Media (Madrid: Torre de Goyanes, 2006), primera edición holandesa de 1919.
2Frances A. Yates, Shakespeare's Last Plays: A New Approach (London: Routledge and Kegan Paul, 1975), 4.
3Robert I. Rotberg y Theodore K. Rabb, ed., Art and History: Images and Their Meanings (Cambridge, Cambridge University Press, 1988); Simon Schama, The embarrassment of Riches: An Interpretation of Duch Culture in the Golden Age (New York: A.A. Knopf, 1987); Simon Schama, Landscape and Memory (New York: A.A. Knopf, 1995), y Peter Burke, Visto y no visto. El uso de la imagen como documento histórico (Barcelona: Crítica, 2001).
4Citado en Facundo Tomás, Escrito pintado (Dialéctica entre escritura e imágenes en la conformación del pensamiento europeo) (Madrid: Visor, 1998), 109. A continuación el texto carolingio encadena una serie de ejemplos que mostrarían la superioridad del texto escrito sobre la pintura: Josué "confió a la memoria de la posteridad escribiendo, no pintando"; Samuel "predijo no con imágenes, sino con caracteres de escritura"; Jeremías y Malaquías "manifestaron los hechos no a través de la pintura sino de la escritura"; Daniel vio "no en números coloreados sino en libros el número de años que el pueblo de Dios debería permanecer en la cautividad babilónica"; David "no dijo pintado, sino escrito: no en las paredes ni en los retablos, sino en los libros", y Lucas dijo: "Como está escrito en el libro de los sermones del profeta Isaías. Escrito, dijo, no pintado, y en el libro, no en ninguna materia. Y el mismo Señor y redentor nuestro [...] pone ejemplos de las Escrituras, no de las pinturas".
5Una iconoclasia que no afectó para nada al uso de las imágenes como arma política. En la guerra de imágenes librada entre protestantes y católicos, la utilización por los primeros de grabados y pinturas en los que se mostraban los errores y perversiones de los seguidores del Papa fue, al menos, igual de intenso del que hizo la Contrarreforma en contra de ellos.
6Véanse Dwight Macdonald, Against the American Grain (New York: Random House, 1962) y Clement Greenberg, La pintura moderna y otros ensayos (Madrid: Siruela, 2006).
7Raymond Kiblanky; Erwin Panofsky y Fritz Saxl, Saturno y la melancolía (Madrid: Alianza Editorial, 2006).
8Esto al margen, por supuesto, de que después sus temas de investigación concretos sean las miniaturas carolingias, el grabado decimonónico o el cine. Sin embargo, lo que han investigado a través de estas formas de expresión ha sido la evolución del Arte, con mayúscula. Otra cosa distinta es que nadie sea capaz de definir qué es exactamente eso que llamamos Arte.
9Félix de Azua, Diccionario de las Artes (Barcelona: Planeta, 1995), 44.
10Sobre la distinción entre metáfora y metonimia véase el artículo clásico de Román Jakobson y Morris Halle, "Dos aspectos del lenguaje y dos tipos de trastornos afásicos", en Fundamentos del lenguaje, ed. Román Jakobson y Morris Halle (Madrid: Ayuso, 1973).
11Gustaaf Johannes Renier, History, Its Purpose and Method (Macon: Mercer University Press, 1982). La primera edición es de1950.
12En español fue publicado en Carlo Ginzburg, Mitos y emblemas: morfología e historia (Barcelona: Gedisa, 1994).
13Umberto Eco, La estructura ausente (Barcelona: Lumen, 1986), 37.
14La cita esta tomada de la traducción al español de Rejón de Silva del siglo xviii. León Batista Alberti, De pictura, en El tratado de pintura por Leonardo De Vinci y los tres libros que sobre el mismo arte escribió León Bautista Alberti, ed. y trad. Diego Antonio Rejón de Silva (Madrid: Imprenta Real, 1784), 220.
15Citado en Tomás, Escrito, pintado, 164.
16Sobre el carácter comunicativo de las imágenes en un caso concreto, el de la pintura de historia académica del siglo xix, véase Tomás Pérez Vejo, "Pintura de historia e imaginario nacional: el pasado en imágenes", Historia y Grafía 8, no. 16 (2001): 73-110.
17Burke, Visto y no visto, 44.
18Una afirmación que, en sentido estricto habría que matizar, aborda toda una larga tradición hermenéutica, por no referirnos a la kábala judía, nos habla de las dificultades que la interpretación de los textos escritos plantea, pero que para el objetivo de este artículo puede darse por válida.
19Para algunos ejemplos de decoficación de la mirada véanse Norman Bryson, Visión and Painting: The Logic of the Gaze (New Haven: Yale University Press, 1983) y Stephen Kern, Eyes of Love: The Gaze in English and French Culture, 1840-1900 (New York: New York University Press, 1996).
20Para un ejemplo de la forma como este autor ha reconstruido la mirada de dos épocas distintas véanse Michael Baxandall, Painting and Experience in Fifteenth Century Italy; A Primer in the Social History of Pictorial Style (Oxford: Clarendon Press, 1972) y Michael Baxandall, The Limewood Sculptors of Renaissance Germany (New Haven: Yale University Press, 1980).
21Clifford Geertz, Local Knowledge: Further Essays in Interpretive Anthropology (New York: Basic Books 1983), 120. Un ejemplo interesante, por lo novedoso, aunque probablemente no demasiado útil por la falta de precisión metodológica, de "lectura" de imágenes es el de Alberto Manguel, Leer imágenes (Madrid: Alianza Editorial, 2002).
22Henri, Breuil, Quatre Cents Siècles d'art parietal: les cavernes ornées de l'age du Renne (Montignac: Centre d'etudes et de documentation prehistoriques, 1952).
23André Leroi-Gourhan, L'art parietal, langage de la Prehistoire(Paris: Jerome Millon, 1992).
24Neil W.G. Macintosh, "Beswick Cave, two Decades later: a Repraisal", en Form in Indigenous Art, dir. Peter Ucko (London: Duckworth, 1977).
25Estaríamos ante un nuevo enfoque del viejo problema de la mímesis, que ha recorrido como un fantasma toda la historia de Occidente, este no sería otro que el de cómo representar la imagen visible del mundo. La novedad vendría del hecho de aceptar que en esta representación se está ya construyendo una forma de ver y de mirar. Sobre el concepto de mímesis véase Valeriano Bozal, Mímesis: las imágenes y las cosas (Madrid: Visor, 1987).
26Philippe Aries, L'enfant et la vie familiale sous l'Ancien Régime (Paris: Plon, 1960).
27Definición de imaginario no demasiado alejada de la de Baczko, quien lo define como la manera en que una sociedad ordena las representaciones que se da a sí misma. Para el concepto de imaginario en este autor véase Bronislaw Baczko, Les imaginaires sociaux. Memoires et espoirs collectifs (Paris: Payot, 1984).


Bibliografía

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