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Opinión Jurídica

Print version ISSN 1692-2530On-line version ISSN 2248-4078

Opin. jurid. vol.8 no.15 Medellín Jan./June 2009

 

DERECHO PRIVADO

El derecho de daños, la responsabilidad por producto y la protección de los consumidores

 

Law of torts, product liability, and protection of consumers

 

 

Rafael Roselló Manzano*

 


Resumen

El derecho de daños en general y en particular la responsabilidad civil que emana de daños causados por productos y servicios defectuosos son una parte importante de los sistemas modernos de protección al consumidor. En el presente trabajo se abordan las funciones y objetivos que debe cumplir la responsabilidad por productos y servicios defectuosos. A posteriori, y sobre la base de la evolución de los distintos Restatement of the Law of Torts norteamericanos, se exponen valoraciones sobre las formas de alcanzar una protección adecuada para el consumidor/víctima.

Palabras clave

Consumidor, responsabilidad por producto defectuoso, responsabilidad objetiva, responsabilidad por culpa, carga de la prueba.


Abstract

Law of torts, in general, and particularly civil liability resulting from torts caused by defective products and services are an important segment of modern consumer protection systems. This article tackles functions and objectives of liability due to defective products and services. Then, and based on the evolution of several American “Restatement of the Law of Torts,” some evaluations are made about the way to reach a proper protection for consumer/victim.

Key words

consumer, liability for defective products, objective liability, liability with fault, burden of proof.


 

INTRODUCCIÓN

Un reconocido magistrado del Tribunal Supremo español dijo alguna vez que “(...) en el derecho positivo lo que no es responsabilidad es mera estética jurídica” (Martínez- Calcerrada, 1999, p.70). Sin llegar a tanto, es innegable la evolución que ha alcanzado el derecho de daños, desde que los romanos hicieran notar que el no causar daño a los demás (neminem laedere) era uno de los presupuestos imprescindibles de la convivencia humana. Las normas sobre responsabilidad civil, y la jurisprudencia a ellas asociada, especialmente a partir del siglo XIX, son reflejo elocuente de las relaciones socioeconómicas y políticas que se han establecido en cada momento histórico.

En ellas se puede notar también una carga axiológica ineludible, reflejo, en las más afortunadas ocasiones, de corrientes e ideas filosóficas de avanzada. Así, al lado de la responsabilidad por culpa, criterio de imputación predominante en la codificación decimonónica, se fue desarrollando paulatinamente una tendencia a la responsabilidad objetiva, que, como es de sobra conocido, obedece al surgimiento de nuevas realidades como consecuencia del desarrollo industrial.

El maquinismo significó, en efecto, un punto de inflexión en la entidad de los daños, y en la forma y probabilidad de su producción, lo que llevó a que, desde ese entonces, el centro de atención no estuviera puesto en la responsabilidad del agente o la culpabilidad inherente a su actuar, sino más bien en la consecuencia lesiva y su necesaria indemnización, con el fin principal de resarcir a la víctima y protegerla. Surge así el principio pro damnato, o favor victimae, impulsando sobre todo a una intensa labor jurisprudencial que mediante el expediente de la negligencia presunta, la inversión de la carga de la prueba y el establecimiento de estándares de diligencia especialmente severos, tratan, no siempre con éxito, de cuasi-objetivar los preceptos del derecho civil codificado, que en su mayoría acogen la culpa como criterio de imputación.

A dicha actividad jurisprudencial la han acompañado esfuerzos legislativos, que en algunos casos aislados se remontan al siglo XIX (la alemana Ley del Reich sobre Responsabilidad Civil de 7 de junio de 1871 ya consagró como objetiva la responsabilidad por daños causados por empresas ferroviarias), pero que en su mayoría pertenecen a la segunda mitad del siglo XX. Dichas legislaciones se han desarrollado, en lo fundamental, en actividades lucrativas pero potencialmente dañosas, en las que se está obligado a indemnizar los daños producidos porque se perciben los beneficios (cuius commoda, eius incommoda) o en actividades objetivamente peligrosas, en las que muchas veces la producción del daño no depende solo del nivel de cuidado, sino del nivel de actividad (aviación, explotación de centrales nucleares).

No es sorprendente que el empuje de concepciones como la protección de la confianza, la idea del riesgo y los principios de justicia distributiva contribuyan esencialmente a la percepción que hoy se tiene de la responsabilidad civil como “garantía genérica de la plenitud personal” (López Jacoíste, 1994, p. 17) y, como consecuencia de esto, pieza indispensable para la protección de los consumidores y usuarios.

Si bien es cierto que un sistema de protección al consumidor es mucho más vasto que las normas de responsabilidad civil que lo conforman, la protección efectiva de los consumidores descansa, en lo fundamental, en normas eficaces de responsabilidad de los fabricantes de productos (concepto que en ocasiones se torna de difícil precisión en las condiciones de la economía actual), y los proveedores de servicios, y, por supuesto, en las garantías materiales de cumplimiento de aquellas normas. En materia terminológica, algunos autores prefieren utilizar el término “responsabilidad del empresario”, visto que el deber de indemnizar puede alcanzar también al que comercializa. Existen también limitaciones para lo que en español se ha llamado “responsabilidad de / por producto”, derivado sin dudas del inglés “product liability” pues en su definición literal no abarca los daños derivados de servicios y es obvio que los productos no son responsables de nada. Hechas estas salvedades, en este trabajo utilizaremos indistintamente los términos.

Es de sobra conocido que en las ya no tan nuevas condiciones de producción y comercialización masiva de bienes y servicios, signadas por la internacionalización y la tendencia a la concentración empresarial, se refuerza la debilidad de los consumidores, restringiendo, o cuando menos “transformando” su libertad de contratar. Por contraste, la escasa entidad de las transacciones que realizamos como consumidores en la vida diaria no nos impulsa a involucrarnos en una reclamación legal cuando estas resultan violatorias de nuestros derechos. Como se ha explicado gráficamente:

(...) la misma tradición judicial no parece estar pensada para la reclamación por pequeñas cantidades o insignificantes intereses. De minimis non curat praetor: los jueces no están para pequeñeces. Es por ello motivo de periódico (noticia) el que se demande por el importe de una lata de conserva, o por el cobro de gastos de correo por parte de un banco, o a causa del cálculo incorrecto de una prima de seguro, o por un recibo de la luz” (De Ángel Yagüez, 199, p. 636).

En el otro extremo se encuentran los sistemas que propician lo que se ha dado en llamar “litigation disease”, en donde las demandas proliferan de modo exorbitante y cuyo paradigma son los Estados Unidos, país en el que los costes anuales de los litigios por responsabilidad de producto oscilan entre los 80 y los 117 mil millones de dólares, según estimaciones realizadas en la última década del siglo pasado (McGee, 1996).

La responsabilidad de producto es así el punto de convergencia (y cuando sus normas son atinadas, de solución) de tensiones: por un lado las derivadas de la innegable necesidad de protección de los consumidores y usuarios, y por el otro, las que resultan de la necesidad de no frenar la iniciativa de los fabricantes para involucrarse en actividades que son socialmente deseables, y continuar la innovación tecnológica, piedra de toque del progreso humano. De hecho, la imposición de condenas millonarias a los fabricantes, que en el Common Law revisten en ocasiones la forma de punitive damages (Prosser, 1971), tiene repercusión directa en el incremento de los precios que pagan los consumidores por los bienes y servicios: los fabricantes distribuyen así entre los consumidores el precio de las primas que tienen que pagar por el correspondiente seguro de responsabilidad civil, que serán consecuentemente más altas cuanto más proclive al riesgo sea el asegurado, y cuanto más dado sea el órgano jurisdiccional a imponer altas condenas.

Por tanto, dichas condenas no siempre son una victoria para los consumidores: es preferible que reflejen el daño real sufrido y que los tribunales no cedan a la tentación de “castigar” al fabricante y hacer un escarmiento al resto, dado el coste social que este puede tener. Las normas de responsabilidad de producto cumplen así una función demarcatoria (Salvador, 1997), al trazar los límites de la libertad de actuación de los empresarios, límites que pueden comprender la obligación de abstenerse de realizar una determinada actividad, o bien la de realizarla tomando las correspondientes medidas de prevención.

Sin embargo, las ideas anteriores, que demuestran la necesidad de encontrar el siempre difícil equilibrio entre el interés social y el individual, no pueden llevar a la errónea conclusión de que los consumidores “prefieren no ser indemnizados” (Rubin, 1999, p.149) para que los precios de los productos no suban demasiado. Lo que hace a los consumidores merecer una protección especial es precisamente su posición de indefensión a la hora de negociar los términos de las transacciones que realizan en el mercado, la necesidad vital que tienen de determinados productos y servicios, y la asimetría en la información sobre los daños que puede causar éstos, lo que los hace más vulnerables y, a la misma vez, explica la necesidad y la justicia de poner a cargo de los fabricantes y vendedores la obligación de prevenir y controlar aquellos daños, y mitigarlos cuando se produzcan, puesto que están en mejor posición de hacerlo.

Por lo tanto, los consumidores y usuarios esperan de los sistemas de responsabilidad por producto esencialmente una cosa: que su funcionamiento garantice de manera efectiva el que solo los productos y servicios seguros lleguen al mercado y se mantengan en éste. Existe, pues, también, una función preventiva en los regímenes de responsabilidad de producto: sus normas contribuyen a la fijación de los costes de las medidas de prevención de los daños o, para decirlo de manera simple, el hecho de que los empresarios tengan que pagar por los costes de los daños que causan debe (al menos en teoría) disuadirlos para el futuro de causar daños cuyo coste es mayor que las medidas de prevención que deben tomar.

A esto ayuda que la reputación de las empresas también se ve afectada cuando sus productos o servicios dañan al consumidor, y esto se refleja en su valor de mercado, el cual baja debido a que es previsible que los consumidores reputen como “inseguros” los productos y servicios que la empresa oferta, y no los compren (Rubin, 1999 y Prince & Rubin, 2000). Un sistema eficiente de responsabilidad por producto debe, además, proporcionar los incentivos adecuados para que los fabricantes investiguen y adquieran información suficiente sobre los posibles riesgos de sus productos, una vez comercializados, y los retiren del mercado en caso de que haya evidencia de su peligrosidad.

Finalmente, y no por ello menos importante, las normas sobre responsabilidad por productos cumplen una función compensatoria: proveen a las víctimas (consumidores) de una vía para la indemnización de los daños y perjuicios sufridos. Es mediante la aplicación de estas normas que se decide la responsabilidad del fabricante o empresario, se valora el daño causado y se concede la correspondiente indemnización.

Como se ve, no es poco lo que se le pide a los sistemas de responsabilidad por productos o servicios defectuosos y a sus operadores, y en tanto sistemas, su funcionamiento y la consecución de sus objetivos viene dada por la conjunción de muchos factores. ¿Cómo se logra entonces una protección adecuada de los consumidores? Queda claro que se necesita de protección en dos momentos: antes de la ocurrencia del accidente (protección ex ante) y después de la ocurrencia del accidente (protección ex post).

La protección ex ante se alcanza estableciendo para el fabricante especiales deberes dentro del tráfico, elevando sus estándares de cuidado, y forzándolo así alcanzar niveles óptimos de seguridad en sus productos. El instrumento correcto para alcanzar este objetivo parece ser la responsabilidad objetiva (strict liability). Por su parte, la protección ex post requiere de vías que no hagan excesivamente gravosa al consumidor la reclamación, lo que debe traducirse en la vía judicial (y sin perjuicio de la existencia de medios alternativos de solución de conflictos) en procesos ágiles y en la aplicación de reglas con respecto a la carga de la prueba que lo favorezcan.

Sin embargo, vista la complejidad del objeto de regulación del sistema, y lo ambicioso de sus objetivos, la respuesta no puede ser uniforme en todos los casos, y en un grupo importante de ellos las construcciones doctrinales, legislativas y jurisprudenciales no son ni mucho menos unánimes. La llamada “ responsabilidad de producto” (product liability) tal y como hoy la conocemos, comienza su desarrollo vertiginoso en los Estados Unidos, a principios del siglo XX, y vive su época de mayor esplendor en los años 60 y 70 de ese siglo.

La sección 402A del Restatement of the Law (Second) of Torts, de 1965, y el entero Restatement of the Law (Third), dedicado en exclusiva a la responsabilidad por producto, en 1998, unido a una incesante actividad de los tribunales y la doctrina, hacen que cualquier exposición sobre la materia incluya obligadas referencias al caso norteamericano. En Europa, la regulación de la responsabilidad por producto tendría un hito en la Directiva del Consejo 85/374/CEE, de 25 de julio de 1985, que más allá del ámbito europeo, influiría a leyes como la japonesa (Seizobutsu Sekinin Ho, No. 85, 1994).

 

2. La protección ex ante: el criterio de imputación adecuado

En los Estados Unidos, el proceso mediante el cual la responsabilidad por productos defectuosos evolucionó en el plano académico y jurisprudencial desde la regla de responsabilidad basada en la eficacia relativa de los contratos hasta llegar a la responsabilidad objetiva del fabricante ha sido calificado justamente de revolución jurídica. A continuación, haremos un breve recuento de sus principales hitos y valoraremos el consiguiente cambio de los criterios de imputación.

2.1 De la ruptura con la “privity rule” a la responsabilidad objetiva

Como es conocido, uno de los hitos más importante en materia de responsabilidad de producto dentro del Common Law, fue la opinión del Justice Cardozo en el caso MacPherson v. Buick Motor Co. 111 N.E. 1050 [N.Y. 1916]. Como se ha resumido gráficamente “ la responsabilidad de producto era mucho más simple antes de la histórica opinión del Justice Cardozo en MacPherson v. Buick Motor Co: no existía” (Kysar, 2006, p. 11). Hasta ese momento, los tribunales seguían la privity rule, proveniente del famoso caso inglés Winterbottom v. Wright (10 M. & W. 109 (Exch, 1842), que en lo fundamental, establecía que el fabricante no podía ser responsable por los daños producidos a un consumidor con el cual no tenía una relación contractual directa.

En la práctica, con el desarrollo de las relaciones económicas y comerciales y la venta al detalle, ya en aquel entonces muy pocos productos se compraban directamente a su fabricante, lo que hacía a la privity rule a la vez obsoleta e injusta: garantizando la irresponsabilidad del fabricante, dejaba en una situación de indefensión al consumidor final. La importancia de MacPherson v. Buick Motor Co es clara: con el cambio en la fuente de la obligación, estableció que el deber de prevenir los daños previsibles causados por una conducta negligente no emana únicamente de un contrato, sino directamente de la ley, sin importar la existencia, extensión o características de las relaciones contractuales entre fabricante y consumidor.

A partir de entonces la evolución sería incesante. El siguiente paso sería otra decisión histórica, Henningsen v. Bloomfield Motors, Inc. (161 A.2d 69, N.J. 1960), que vino a reforzar lo planteado en Mac Pherson. El fallo es tan relevante, en primer lugar, porque concede una importancia capital a la ignorancia del consumidor respecto a las cualidades de seguridad que tiene el producto (en este caso un automóvil) y la imposibilidad de inspeccionarlo y determinar su aptitud para el uso. En segundo lugar, pone de manifiesto la influencia que sobre el consumidor ejercen las agresivas campañas y técnicas publicitarias (the importuning of colorful advertising), y la inequidad en la posición negociadora de éste en la industria automotriz.

En tales condiciones, la Corte consideró como lógico que la seguridad de los consumidores, en tanto elemento de justicia social, no podía ser abandonada a merced del funcionamiento del mercado. Así, Henningsen estableció la posibilidad de accionar contra el fabricante por daños causados por productos defectuosos, sobre la base de un deber general de garantía implícito. Como afirmara un autorizado comentarista, arquitecto principal del Restatement of the Law (Second) of Torts, en una frase que devendría famosa, la fecha de resolución de Henningsen es la fecha de la “caída de la ciudadela de la eficacia relativa de los contratos” (Prosser, 1960, p. 1099), que se había iniciado con el caso Mac Pherson, casi medio siglo antes.

El avance de la responsabilidad por producto estaría jalonado también por la actividad pro consumidor del Justice Traynor, de la Corte Suprema de California. Primero, en una opinión concurrente en el caso Escola v. Coca-Cola Bottling Co. 150 (P. 2d 436, Cal. 1944), donde expuso que la responsabilidad objetiva de los fabricantes debe reemplazar los estándares de negligencia en caso de daños causados por productos defectuosos, pues esta es la mejor manera de reducir los riesgos para la vida y la salud de los consumidores inherentes a los productos defectuosos que ponen en circulación.

La narración de los hechos es familiar: una camarera (demandante) al tomar una botella de Coca- Cola, se lesionó la mano al romperse aquélla en pedazos. Como la causa del estallido de la botella no estaba clara, la demandante basó su caso en la doctrina de la res ipsa loquitur (la cosa habla por sí misma). Traynor no estaba de acuerdo: en su opinión, la cosa no hablaba por sí misma, antes bien, no había seguridad acerca de quién o cómo se había causado el defecto. Sobre estas bases, su recomendación era clara: adoptar la responsabilidad estricta del fabricante, quien tendría el deber de explicar, fundamentado en lo que hoy se conoce como “información asimétrica”, cómo se produjo la falla en el producto.

Aunque su opinión no prevaleció en aquel momento, sí lo haría en Greenman v. Yuba Power Products, Inc. (377 P.2d 897, Cal. 1962). Hablando por la mayoría, y coronando un esfuerzo de dos décadas, Traynor tomó al toro por los cuernos cuando expresó en el fallo que a pesar de que en estos casos, la responsabilidad objetiva se ha basado frecuentemente en la teoría de que existen garantías expresas o implícitas de parte del fabricante hacia el demandante, el abandono del requerimiento de un contrato entre ellos, el reconocimiento de que la responsabilidad no se asume por acuerdo sino que viene impuesta por la ley, y el rechazo a permitir que el fabricante defina su propia responsabilidad por productos defectuosos, dejan claro que la responsabilidad no está regida por las garantías de las normas contractuales, sino por las normas de la responsabilidad objetiva (strict liability in tort).

La responsabilidad objetiva tenía (y tiene hoy) un sólido fundamento: asegurar que el costo de los daños provocados por un producto defectuoso fueran asumidos por los fabricantes que ponen dichos productos en el mercado, visto que las personas dañadas resultan indefensas e incapaces de protegerse a sí mismas. Sin embargo, y esto es importante, para Traynor no todos los consumidores merecían la protección de la responsabilidad objetiva, sino solo los que usaban el producto de la forma en que debía ser usado, es decir, de la forma prevista por el fabricante.

Como se ha planteado (Calnan, 2003), de esta forma se estaba produciendo el primer enfoque de la responsabilidad de producto desde la óptica de su uso por el consumidor y sus rasgos principales eran la selectividad (la responsabilidad objetiva, como se dijo, no beneficiaba a todos los consumidores), su integralidad (porque reconocía que los riesgos que comportan los productos no deben ser solo una preocupación de los fabricantes sino de los consumidores), y finalmente, su carácter determinante (no consideraba de manera incidental el uso correcto del producto por el consumidor, sino que lo convertía en un prerrequisito para imponer la responsabilidad objetiva).

2.2 La sección 402A. “Strict? liability for the consumer”. El test de las expectativas legítimas del consumidor

La decisión de Greenman abonó el camino para el nacimiento de la más citada de las secciones de todos los Restatement of the Law elaborados por el American Law Institute (ALI): la 402A del Restatement (Second) de 1965. Dicha sección plantea que “(e)l que venda cualquier producto en condiciones defectuosas, irrazonablemente peligroso para el usuario o consumidor (...) está sujeto a responsabilidad por daños físicos al consumidor o usuario final”. La sub-sección 2 enfatiza que la naturaleza de la responsabilidad es objetiva, y no depende de la relación contractual, estableciendo que la regla precedente se aplica incluso si el vendedor ha tomado todas las precauciones posibles en la preparación y venta de sus productos, y es irrelevante si el usuario o consumidor ha entrado en una relación contractual con el vendedor.

Se ha afirmado que la responsabilidad objetiva y el test de las expectativas legítimas del consumidor son las características principales de la famosa sección 402A (Conk, 2007). En cuanto a lo primero, y a pesar de que el texto intenta ser claro y categórico, se requiere que el demandante pruebe que el producto estaba en condiciones defectuosas. En palabras de Kysar (2006, p. 12), “in addition to duty, causation, and damages, product liability plaintiffs always have been required to make some showing of inadequacy with regard to the manufacturer's product, if not its conduct.”

Por otra parte, y como se explica en el comentario j) de la propia sección, el vendedor tiene la responsabilidad de informar a los usuarios y consumidores de los riesgos que conocía o debía conocer en el momento en que el producto es comercializado. El requerimiento de que el daño pueda ser razonablemente previsto, o susceptible de ser descubierto de acuerdo con el estado de los conocimientos científicos al momento de la comercialización, funciona como una importante limitación a la responsabilidad del fabricante (en esta misma línea, el artículo 7, inciso c) de la Directiva 85/374/CEE, que establece que el productor no será responsable si prueba que “en el momento en que el producto fue puesto en circulación, el estado de los conocimientos científicos y técnicos no permitía descubrir la existencia del defecto”).

El enfoque de la sección 402A pareció, pues, tímido a los ojos de los que propugnaban la necesidad de la llamada enterprise liability: lo que se podría traducir literalmente como “responsabilidad empresarial” resulta básicamente en un sistema en donde el fabricante es objetivamente responsable por todos los daños que el producto cause. En un sistema así, la responsabilidad no surge por el hecho de no poder garantizar que un producto es razonablemente seguro, sino por el solo hecho de distribuirlo comercialmente.

Se puede notar fácilmente que dicho sistema socava los incentivos que tienen los consumidores para evitar accidentes: si el fabricante tiene que compensar a los consumidores por todos los daños que el producto cause, el consumidor no evitará patrones de uso y consumo peligrosos y, por tanto, ineficientes; el fabricante se convierte, de hecho, en asegurador, en un sistema en donde los principales enemigos del seguro no pueden ser conjurados: la selección adversa y el riesgo moral.

Si bien los fabricantes pueden identificar mejor las precauciones de seguridad eficientes, los consumidores tienen la posibilidad de evaluar si usar o consumir un producto, y la manera en que lo harán. Aunque como veremos más adelante las aspiraciones de los partidarios de la enterprise liability parecieron sepultadas en 1998 por la promulgación del Restatement (Third) of Torts, Products Liability, la teoría pareció renacer sobre nuevas bases.

Dentro de la doctrina norteamericana, (Hanson & Kysar, 1999) han buscado una nueva justificación a la enterprise liability: la posibilidad que tienen los fabricantes, a través de la publicidad, de inducir a los consumidores a no tener en cuenta los riesgos que los productos poseen. Según estos autores, los fabricantes no solo están en la mejor posición para evaluar las precauciones de seguridad, sino para determinar los niveles socialmente eficientes en que los productos son usados y consumidos. Por su parte, los consumidores, aún disponiendo de la información necesaria, pueden ser inducidos a usarla de forma inadecuada por los fabricantes, a través de la publicidad, como demuestra la psicología cognitiva.

Aunque los argumentos en contra de la enterprise liability, al menos en el sistema de Common Law se mantienen todavía sobre bases firmes, y los tribunales se rehúsan a utilizarlos, la psicología cognitiva tiene mucho que decir en sede de responsabilidad por producto defectuoso, como explicaremos más adelante.

En lo que hace a las expectativas legítimas del consumidor (acogido en el ámbito europeo por la La Directiva del Consejo 85/374/CEE, en su artículo 6.1 b), parece que el test en sí mismo no es una derivación textual de la sección 402A, a la que aparece posterior e indisolublemente ligado. De hecho, parece que Prosser estaba pensando en que la tan mencionada sección se aplicara solo a los defectos de fabricación, y no a los defectos de diseño, sede esta última en donde encontró arraigo el test de las expectativas legítimas del consumidor (Kysar, 2006, p. 14).

Lo cierto es que la redacción de la sección no arroja por sí misma ninguna luz sobre conceptos cruciales como lo que ella misma llama defecto (“defectiveness”) y riesgo no razonable (“unreasonable danger”), aunque el comentario i) habla de un producto irrazonablemente peligroso, que es aquel que es peligroso más allá del punto en que pueda ser tenido en cuenta como tal por el consumidor ordinario que lo compra, asumiendo que dicho consumidor tiene unos niveles de conocimientos que reflejan el nivel de conocimiento colectivo.

Las expectativas del consumidor pueden estar influenciadas por diversos factores, algunos de ellos enunciados, aunque de manera insuficiente, en el artículo 6 de la Directiva del Consejo 85/374/CEE. Entre ellos se encuentra la longevidad del producto en el mercado, su apariencia, su marketing, las referencias de otros consumidores, y las experiencias anteriores con el producto. En todo caso, el uso que el consumidor ha hecho del producto en el pasado puede influir de manera decisiva la formación de dichas expectativas.

Lamentablemente, la sección 402A es imprecisa en ese sentido, y se aparta del legado de Traynor, reemplazando el consumer- use approach por un enfoque que pone énfasis en las cualidades del producto en sí mismo. Aunque algún intento se hace en el comentario h), exonerando de responsabilidad al vendedor cuando el daño surge como consecuencia de un manejo anormal del producto, o por una preparación incorrecta, o por consumo anormal, no existe suficiente precisión. Como se ha afirmado, la “anormalidad” puede ser interpretada de manera amplia, referida a todo uso que no sea el recomendado por el fabricante, o de manera restrictiva, refiriéndose solo a los usos no recomendados por el fabricante, pero que no sean normalmente practicados por los consumidores (Calnan, 2003).

Además de esta primera crítica, el test en sí mismo es susceptible de muchas otras: en primer lugar, deja fuera a los viandantes que pueden ser, y de hecho muchas veces son, víctimas de daños ocasionados por productos, aunque no sean de modo literal sus consumidores y, por lo tanto, no se hayan creado expectativas sobre el producto. También es difícil medir las expectativas que se crean los niños sobre los productos (si es que se crean alguna) y decidir si éstas deben ser tomadas en cuenta, dado el estadio de su desarrollo psicológico. Más aún, los consumidores promedio, visto el avance incesante de la tecnología, no estamos en condiciones de crearnos expectativas realistas acerca de un gran número de los productos que compramos: a lo sumo esperamos que funcionen adecuadamente y que no nos dañen, principalmente porque no podemos saber cuán seguros pueden ser idealmente los productos que consumimos.

Por contra, se requiere que las expectativas del consumidor sean, además “legítimas” o “razonables”. Si muchas veces no se sabe, en primer lugar, lo que el consumidor debe esperar, añade sin dudas una complejidad extra que dicha “legitimidad” sea decidida en cada caso por el órgano jurisdiccional. Por otra parte, allí donde el estándar de expectativas legítimas del consumidor sea elaborado por jueces profesionales (como sucede en los sistemas de tradición romano- germano- francesa), se corre el riesgo de que dichas expectativas reflejen el criterio de un grupo endogámico de funcionarios, y no el de la comunidad, aunque esta cuestión puede ser atenuada en las jurisdicciones en donde participan jueces legos, o con la implementación de medios alternativos de solución de conflictos.

En la misma línea de argumentos, se comprende fácilmente que el canon de las expectativas legítimas del consumidor hace que los fabricantes no sean responsables por los daños que ocasione el producto, siempre que pueda ser establecido que el consumidor podía esperar que esos daños ocurrieran, vale decir, que no fueran sorpresivos para él. Por lo tanto, en caso de consumidores que por sus características personales (experticia, educación o experiencia) deben conocer que determinados productos poseen un riesgo concreto, así como en los casos en que los riesgos del producto son obvios (como sucede con el tabaco, el alcohol y las armas de fuego), el test de las expectativas legítimas del consumidor está muy lejos de ser un instrumento que obre en su defensa.

Dadas todas estas insuficiencias, y las subjetividades de que estaba permeado el muchas veces inasible test de las expectativas legítimas del consumidor, era normal que los tribunales norteamericanos tendieran a concentrarse en el producto, cuya tangibilidad, objetividad y posibilidad de comparación con otros de su clase, representaban ventajas nada despreciables. Algunas jurisdicciones se fueron alejando del test de las expectativas legítimas del consumidor, y en ello jugó un papel fundamental un influyente artículo del Decano de la Universidad de Vanderbilt, y sucesor de Prosser como Torts Reporter del American Law Institute (ALI), John W. Wade. Su fin era elaborar una serie de “factores” costo- beneficio para ayudar a jueces y jurados en la determinación del siempre elusivo concepto de producto defectuoso.

Los siete “factores” de Wade (Wade, 1973), que fueron usados, a veces con variaciones o “refinados” por numerosas cortes, son:

1. La utilidad y lo atractivo del producto- su utilidad para el usuario y para la sociedad en general.
2. Los aspectos de seguridad del productola posibilidad de que cause un daño, y la probable gravedad del mismo.
3. La disponibilidad de un producto sustituto que resuelva las mismas necesidades y no sea tan inseguro.
4. La capacidad del fabricante de eliminar la característica insegura del producto, sin afectar su utilidad o sin hacerlo demasiado costoso como para mantener su utilidad.
5. La capacidad del usuario o consumidor de evitar el daño mediante el ejercicio del cuidado en el uso del producto.
6. La conciencia anticipada del usuario de los daños inherentes al producto y su evitabilidad, bien debido al conocimiento público general de las condiciones obvias del producto o, bien, debido a la existencia de instrucciones o advertencias adecuadas.
7. La factibilidad, de parte del fabricante, de distribuir la pérdida, bien estableciendo el precio del producto, o asegurándose.

Como se ve, aunque representa el primer paso hacia lo que es hoy la regulación del Restatement (Third), el factor 6 apunta a las expectativas legítimas del consumidor, y el factor 5 toma en cuenta el uso que se le da al producto.

2.3 El Restatement of the Law (Third) of Torts, Products Liability, de 1998: el enfoque funcional (functional approach) y el test de riesgoutilidad (risk- utility test).

La primera diferencia con su predecesor que puede ser observada en la redacción del Restatement (Third) es la diferenciación clara de los distintos defectos posibles, y sus requerimientos normativos, lo que se conoce como enfoque funcional (functional approach). Los productos defectuosos son aquellos en los que se ha producido un fallo en su fabricación, en su diseño o en sus advertencias. En el nuevo Restatement, los fabricantes son responsables por los daños causados por los defectos de los productos que se originen en la producción, y por el diseño y mercadeo irrazonablemente inseguro de productos. Como afirma claramente uno de los reporters “[d]espite 'strict liability' rhetoric in some scholarship and judicial opinions, manufacturers' liability for product design and marketing traditionally requires a finding of fault.” (Henderson & Rachlinski, 20o0, p. 241). La opinión del otro reporter tampoco deja lugar a dudas: “[w]ith the exception of manufacturing defects, Products Liability is based on fundamental concepts of negligence.” (Twerski, 2006, p. 20).

Visto que la responsabilidad objetiva se mantiene solamente para los defectos de fabricación, el problema emerge de nuevo en el tema del diseño, que es sin dudas el más espinoso. Se ha dicho con acierto que

[e]l concepto de defecto de diseño es bastante más difícil de delimitar que el de fabricación, pues cuando afirmamos que un producto ha sido diseñado defectuosamente, postulamos por hipótesis que toda la serie es defectuosa. A diferencia de lo que ocurre con el defecto de fabricación, donde siempre podemos comparar el producto defectuoso con el resto de los de su serie o modelo, en el defecto de diseño, todos los productos, sin excepción alguna, han sido mal ideados o proyectados, nos parecen irrazonablemente peligrosos y, por ello, juzgamos que son defectuosos (Salvador, Piñeiro & Rubí, 2006, p. 12).

El Restatement (Third) of Torts, § 2, b) ha regulado que para probar un defecto de diseño, el demandante debe pasar una rígida versión del Risk- Utility Test (llamado “micro- balancing”, frente a los elementos de Wade, que ha sido nombrados “macro- balancing”), probando que los riesgos previsibles de daño que el producto posee hubieran podido ser evitados o reducidos por la adopción de un diseño alternativo a un costo razonable en relación con la entidad de los daños.

Las principales objeciones se centran, en primer lugar, en el reto que constituye para los operadores jurídicos la evaluación en materia de ingeniería, diseño industrial y economía. Y más importante aún, si las normas de responsabilidad de producto tienen como objetivo la protección de un consumidor que tiene poco acceso a la información necesaria para demostrar la culpa del fabricante, la necesidad de probar que un diseño alternativo es viable constituye, de hecho, una carga pesada para él. El Restatement (Third) resuelve (o al menos trata de resolver) esta dificultad con la posibilidad que tiene el demandante de demostrar que, (independientemente de si pudo ser reemplazado por un diseño alternativo razonable), el producto, como fue fabricado y comercializado, tiene tan poca utilidad social y tan alto grado de peligrosidad, que constituye un diseño manifiestamente irracional.

El comentario g) de la sección 2, por su parte, no desdeña las expectativas del consumidor, disponiendo como elemento a tener en cuenta por los tribunales la naturaleza y la fuerza de las expectativas de los consumidores respecto al producto, incluyendo especialmente las que derivan de la presentación y marketing, y revelando así una preocupación lógica por la manipulación de que pueden ser objeto los consumidores por las técnicas publicitarias. Otra alternativa que sin dudas alivia la severidad del canon de riesgo- utilidad adoptado es la regulada en la sección 3, que prevé la posibilidad de aplicación de la regla res ipsa loquitur cuando el demandante demuestre que los daños son del tipo que ocurren de manera ordinaria en los casos de producto defectuoso, ya sea en casos de defecto de fabricación o de diseño.

Como se ve, en términos generales y a diferencia del Restatement (Second), que buscaba literalmente una revolución en el campo de la responsabilidad por producto, en el Restatement (Third) los reporters buscaban en primer lugar detener algunas tendencias jurisprudenciales a la responsabilidad empresarial, o responsabilidad absoluta, y con ello, arribar a un consenso que refleja la enorme ascendencia que tiene hoy en el derecho de daños norteamericano, el enfoque económico de coste- beneficio, camino que fue abierto por la conocida Fórmula de Hand.

Dicha fórmula, precursora del análisis económico del derecho, nació del fallo por el juez del Segundo Circuito de Apelaciones de Nueva York Learned Hand, en el caso United States v. Carroll Towing Co. (159 F.2d 169, 2d Cir., 1947), constituye todavía hoy la enunciación más famosa sobre el estándar de negligencia, y un ejemplo paradigmático de cómo un juez puede utilizar el análisis económico para precisar un concepto legal.

El deber de cuidado, según Hand, está en función de tres variables: (1) la probabilidad, P, de que ocurra el accidente, (2) la entidad o magnitud, L, del posible daño si el accidente ocurre, (3) el coste de las medidas de precaución, B, que podrían reducir el daño esperado.

Las partes potenciales de un litigio de responsabilidad civil deberían analizar en una función coste-beneficio estas variables antes de involucrarse en actividades que puedan resultar en accidentes, para determinar los niveles eficientes de cuidado. Cuando el costo monetario del accidente, L, multiplicado por la probabilidad de su ocurrencia, P, excede los costes de prevención, B, el accidente debe ser prevenido. Si los costes de prevención son mayores que la probabilidad de ocurrencia del daño, multiplicados por la gravedad del daño resultante, el accidente no debe ser prevenido.

El demandado será negligente cuando el gasto en prevención es menor que el daño previsto, tomando en cuenta su entidad y probabilidad, o lo que es lo mismo B<PL. Las principales implicaciones de la Fórmula de Hand, son dos: la primera es que, como se deduce, para el análisis económico del derecho, la culpa se define en función de las precauciones tomadas para minimizar el riesgo de ocurrencia del accidente, y la segunda, derivada de la primera, es que no es eficiente llevar la precaución más allá de ciertos límites: el demandado diligente es aquel que invierte en precauciones adecuadas un mínimo tal que la última unidad monetaria asignada a precaución ahorre la misma unidad monetaria en daños probables.

A pesar de que al Restatement (Third), se le ha otorgado el calificativo de gris, y no ha tenido una acogida tan masiva como la sección 402A del Restatement (Second), a pesar de que ha sido acusado de carecer del espíritu pro consumidor que caracterizó a aquella sección, lo cierto es que, restándole protagonismo al test de expectativas legítimas del consumidor, ha abierto la puerta a lo que antes era impensable: el fortalecimiento de la posición de los consumidores en procesos en donde el riesgo de los productos era obvio, y debía, por tanto, ser esperado por los consumidores, léase alcohol, tabaco y armas de fuego.

El Restatement (Third) sirvió de base para que los fabricantes se vieran obligados a optar por un diseño más seguro, incluso cuando los usuarios conocieran del riesgo que implicaban los productos, derivado de la idea de que los primeros poseen un conocimiento superior y una mayor capacidad para evitar dicho riesgo. Como se ha afirmado gráficamente “[a]llí donde los demandantes puedan centrar la atención en el fabricante del producto, les va bien. Cuando la atención cambia hacia el demandante y sus expectativas, que incluyen el conocimiento del daño, es a los demandados a quienes les va bien” (Conk, 2007, p. 852).

Se ha dicho también que el Restatement (Third) continúa la tendencia de su predecesor en el enfoque del producto en sí, prestando poca atención al uso que de él hacen los consumidores. De hecho, para determinar la existencia de los defectos de fabricación, es necesario comparar el producto con sus especificaciones de diseño y fabricación (y eventualmente con otros productos de la misma serie). En el resto de los casos (defectos de diseño o de advertencias) se deben sopesar los riesgos que el producto comporta y su utilidad. La crítica tiene razón, en parte. Y decimos esto porque en el comentario m de la sección 2, se aclara que la responsabilidad procede solo cuando el producto es usado de una manera que sería razonable de prever por el vendedor o distribuidor.

Hasta aquí, pareciera que el problema queda solucionado, sin embargo, más adelante en el propio comentario se afirma que la evidencia relacionada con el uso que del producto haga el consumidor constituye un aspecto, bien del concepto de defecto, bien de las cuestiones relacionadas con el nexo causal, o bien con la concurrencia de culpa por parte de la víctima, sin fijar criterios ciertos acerca de cuándo debe ser analizada en alguna de las anteriores variantes. Sin embargo, en el comentario p se afirma que la conducta del consumidor del producto después de la venta de este puede ser tan irracional, inusual, o excesivamente costosa de evitar, que el vendedor no tenga el deber de diseñar el producto teniéndola en cuenta, ni siquiera advertir contra ella.

2.4 Lo que la psicología cognitiva tiene que decir

Ya sea bajo el test de las expectativas legítimas del consumidor, o el de riesgo- utilidad, es necesario tener en cuenta que los consumidores, aún disponiendo de la información necesaria, pueden ser inducidos a usarla de forma inadecuada por los fabricantes, a través de la potenciación por estos últimos de las tendencias naturales del ser humano a realizar juicios sesgados o erróneos en determinadas circunstancias.

La psicología cognitiva concibe al individuo como un procesador de información, capaz de utilizar “atajos cognitivos” o heurísticos para tomar decisiones, resolver problemas y formular juicios acerca de la frecuencia de un evento o de la pertenencia de la inclusión de un ejemplar en una categoría. Dichos heurísticos funcionan bien en la mayoría de los casos, pero existen datos que pueden engañar a la percepción visual, la memoria y el juicio de las personas, lo que los lleva a tomar decisiones erróneas. Cuando estos datos son incluidos de manera repetida en el juicio de las personas, se habla de sesgos cognitivos (cognitive biases) lo que hace imposible afirmar que el consumidor siempre sea racional en sus decisiones.

De hecho, las decisiones erróneas pueden suceder, incluso, a pesar de que las personas traten de tomar decisiones racionales. Como afirman Tversky y Kahneman

[l]a gente se basa en un número limitado de principios heurísticos que convierten las tareas complejas de evaluar probabilidades y predecir valores en operaciones de juicio más simples. Generalmente estos heurísticos resultan de una gran utilidad, pero en algunas ocasiones conducen a errores graves y sistemáticos (Tversky & Kahneman, 1983, p. 169).

Heurísticos como el de la representatividad o el de accesibilidad se utilizan para evaluar probabilidades y predecir valores, actuando de forma tan poderosa sobre el razonamiento humano que no solo hacen que las personas, confiando en ellos, no consulten estudios científicos para corroborar sus creencias, sino que, aún consultándolos, desestiman sus resultados si estos son contrarios a sus juicios basados en dichos heurísticos.

Los fabricantes tratan de usar el sesgo cognitivo para manipular la percepción del riesgo que tienen los consumidores (subestimándolo o ignorándolo), impulsando a éstos, bien a comprar productos que de otra manera hubieran evitado comprar, bien a usar los productos de una manera más peligrosa que la usual. Dicho de otra forma, los fabricantes advierten a los consumidores del riesgo, y al mismo tiempo socavan los efectos de la advertencia. Los heurísticos y sesgos hacen que las personas desechen información objetiva sobre un producto y hagan prevalecer un juicio derivado de datos no relevantes. El hecho de distraer a los consumidores del riesgo real que los productos poseen tiene dos consecuencias que deben ser tomadas en cuenta por el legislador y los operadores jurídicos en un sistema de responsabilidad de producto.

La primera es que disminuye los esfuerzos del consumidor por tomar precauciones contra el daño, y la segunda es que atrae a consumidores de “alto riesgo” hacia productos que debieran evitar. Un bueno ejemplo lo constituyen los anuncios de tabaco, que atraen a los jóvenes a consumirlo construyendo una imagen sexual positiva para los individuos fumadores, aún cuando está demostrado que fumar en edades tempranas es sumamente dañino, y dificulta sobremanera la posibilidad de dejar de fumar más adelante. Entre otros elementos, se trata de que el individuo se convenza de que consumiendo un producto se hace semejante a una persona o grupo de personas que tienen características deseables para él, desestimando el riesgo inherente a dicho producto.

De acuerdo con la psicología, el riesgo es en gran parte un concepto construido que depende de un grupo de variables relevantes seleccionadas por el que lo analiza. En el canon de riesgo-utilidad regulado en el Third Restatement, é ste es evaluado solamente en relación con diseños alternativos, por lo que el grupo de variables relevantes queda confinado al daño esperado, a la funcionalidad del producto y a otras características físicas. De esta manera, la evaluación se acerca más a la forma en que los expertos toman las decisiones.

La psicología cognitiva ha demostrado que los individuos comunes tienen una conceptualización básica del riesgo más amplia que la de los expertos, debido a que refleja preocupaciones legítimas que son típicamente omitidas por evaluaciones hechas por expertos. Específicamente, los individuos que no son expertos, prestan especial atención a si un riesgo es controlable, voluntario, si les causa temor, si es amenazador para las futuras generaciones, entre otros aspectos. Como afirma Keating,

[l]a relevancia de un riesgo no es fundamentalmente un asunto cuantitativo, un asunto de probabilidades estadísticas, ni de magnitudes medidas cuantitativamente. La relevancia depende de la gravedad y de la notoriedad. Determinar la gravedad de un riesgo requiere juicios evaluativos y cualitativos- juicios sobre qué razones tenemos para temer a un tipo particular de daño, sobre cuánto empeora un daño el desenvolvimiento de una vida normal, sobre cuán difícil sea vivir con ese daño, entre otros. Determinar la notoriedad de un riesgo requiere no solo la evaluación de las probabilidades numéricas del riesgo, sino también una evaluación de cuán significativo es el riesgo en comparación con otros riesgos que una actividad posee, cuán esperado es, cuán injustificado es, entre otros aspectos. (Keating, 2006, p. 36).

Por todo esto, incluso asumiendo que las víctimas de dos tipos diferentes de daños sean las mismas, los individuos comunes tendrán más aversión a unas categorías de riesgos que a otras.

Las diferentes percepciones del riesgo que tienen los expertos y las personas comunes no pueden ser atribuidas, por tanto, a la ignorancia. Más bien, ambos tienen algo válido que aportar a las decisiones sobre la regulación del riesgo. Así, pues, allí donde se utilice, el canon de las expectativas legítimas del consumidor debe ser enriquecido con una visión multifacética de cómo el consumidor ordinario percibe un producto, teniendo en cuenta los aspectos anteriormente planteados, que escapan a una versión estricta del canon de riesgo-utilidad.

Las ciencias que estudian el comportamiento humano y la toma de decisiones, en especial la psicología cognitiva, potencian una visión del ser humano como un ser no estrictamente objetivo o lógico: tener en cuenta esa realidad es una necesidad en los sistemas de responsabilidad por productos y servicios defectuosos.

 

3. El uso y consumo se guros. El papel de los consumidores en la responsabilidad de producto

La virtual indefensión del consumidor, derivada de su imposibilidad de evitar los daños que los productos defectuosos causen, es una verdad a voces, reconocida mucho tiempo ha, como también lo es que por ello el fabricante está en el deber de proteger al consumidor de aquellos daños. Sin embargo, como se desprende de los mismos principios de justicia y equidad que soportan las afirmaciones anteriores, el sistema de responsabilidad debe propender a la estimulación de patrones seguros de uso y consumo, so pena de estimular la litigación temeraria, y llegar a resultados peligrosos y absurdos, como que el inhalar los vapores de la goma de pegar con el propósito de drogarse no es un uso inapropiado de dicha goma de pegar (Crowther v. Ross Chem. & Mfg. Co., 202 N.W.2d 577, 581, Mich. Ct. App., 1972).

Como quería Traynor, los beneficios de la responsabilidad objetiva no deben extenderse a todos los consumidores, antes bien a los que sean dañados mientras utilizan el producto para lo que fue diseñado y fabricado. Sin embargo, de nuevo la regulación no puede ser en blanco y negro. Los matices los pone de relieve Calnan (2003) al adelantar una clasificación de los tipos de uso que el consumidor puede dar a los productos, y el criterio de imputación y las cargas probatorias para cada uno.

Dicha clasificación, tal y como el autor la propone, incluiría a (i) los usos criminales e intencionalmente destructivos del producto, para los que no procedería ninguna indemnización, (ii) los usos descuidados, que tendrían que destruir una presunción de no responsabilidad del fabricante, (iii) los usos que, aunque no son los sobreentendidos, son comunes en los consumidores y por tanto previsibles, para los que sería necesario probar el defecto por los consumidores a través del testimonio de expertos, (iv) los usos previstos por el fabricante, que generan una presunción de responsabilidad de éste (Calnan, 2003).

En adición, (siempre según Calnan, 2003), los daños que resulten de la utilización de un producto que en su fabricación o diseño viole alguna norma de seguridad dará lugar a una responsabilidad absoluta del fabricante. A la correcta apreciación de la intervención de los consumidores en los accidentes contribuye, sin dudas, la noción de la culpa del perjudicado como causa de exención o reducción proporcional de la responsabilidad del fabricante.

De este tenor es el artículo 8.2 de la Directiva del Consejo 85/374/CEE cuando afirma que “La responsabilidad del productor podrá reducirse o anularse, considerando todas las circunstancias, cuando el daño sea causado conjuntamente por un defecto del producto y por culpa del perjudicado o de una persona de la que el perjudicado sea responsable”.

La actuación del perjudicado, ya sea que origine realmente un daño o bien intervenga en la relación causal como causa potencial de daños a sí mismo, puede interrumpir la relación causal. En el primer supuesto, y siempre que la culpa sea exclusiva del perjudicado, tenga entidad suficiente y no haya sido determinada por la actuación del agente principal, se interrumpirá el nexo causal. En el segundo caso, la víctima o perjudicado deberá probar que su actuación no lo ubica dentro del círculo de responsables potenciales. En caso contrario, se reducirá la responsabilidad del agente.

Nos hallamos ante casos en los que el resultado dañoso se debe principalmente a la víctima, y por consiguiente, la conducta del agente no es causa trascendente del efecto, que es producido de forma decisiva por la actuación del perjudicado, que se convierte en causa del daño originado. Cuando existe culpa exclusiva de la víctima, la causa eficiente del resultado es la conducta de esta, y el nexo causal se ha roto con respecto al demandado. La intervención de la víctima tiene, además, que revestir una entidad tal, que el demandado vea agravadas de forma desmedida las consecuencias normales de su actuar negligente, que se convierten para él en imprevisibles e inevitables, produciendo un resultado distinto al que normalmente se hubiera originado de no mediar intervención del perjudicado.

También la actuación de la víctima puede traer como consecuencia la exclusión de la imputación objetiva. Los criterios de imputación objetiva (Objektive Zurechnung), han tenido tratamiento canónico en la obra del penalista Günther Jakobs (Jakobs, 1996) y giran en torno a la asignación normativa de roles a determinadas personas, que se convierten así en portadoras de ese rol, que no es más que un estándar de comportamiento en determinados á mbitos de la sociedad.

La imputación objetiva persigue poner los daños a cargo de quienes se han desviado de las expectativas que suscita el hecho de ser portador del rol. Si fue la víctima, es ella quien debe pechar con el daño, lo mismo si fueron terceros, o si no fue nadie, en cuyo caso lo acontecido solo se puede explicar como casual. Existe, además, la concurrencia de culpas, que se da en casos en que “(...) sin concurrir la condición necesaria para poder hablar de competencia de la víctima, tanto el comportamiento de ésta, como el de la otra parte, han sido condición del daño, y en ambas puede establecerse un juicio de culpabilidad” (Díez-Picazo, 1999, p. 366 y 367). En estos casos, debe realizarse una gradación de la culpa de cada uno de los causantes del accidente, y proceder a la moderación proporcional del importe de la indemnización.

En todos estos casos, y en particular en lo que hace a la responsabilidad de producto, el control que tienen los consumidores sobre el uso de los productos justifica la limitación de la responsabilidad de los fabricantes.

 

4. La proteción ex post: problemas relativos a la carga de la prueba

Ya hemos dicho que la efectiva protección de los consumidores con posterioridad al accidente depende de una efectiva regulación de las cargas probatorias. Como afirma Fairén Guillén, las ideas relacionadas con la carga de la prueba parten del hecho de la falta de las mismas:

(...) cuando en un proceso, las partes no aportan 'espontáneamente' los elementos probatorios (no importa cuáles: el caso es que reconstruyan el supuesto de hecho acertadamente), la ley indica a cuál de ellas corresponde el “probar” cada hecho determinado, ya que, al final del proceso, el juez no puede sentenciar non liquet. (Fairén Guillén, 1992, p. 445).

Vista la obligación del juez de fallar, se le atribuye al problema de la carga de la prueba un carácter sancionador, en contra de las partes que no la aportaron y por lo tanto, no facilitaron la solución justa del proceso. La distribución de la carga de la prueba en materia civil se expresa de dos maneras. En primer lugar, puede contenerse en la ley material, en forma de atribuciones probatorias, que funcionan como cargas en el proceso. Si la ley material no contiene dichas atribuciones probatorias, es necesario acudir a los principios generales, de donde se desprende que corresponde al actor la carga de la prueba de los hechos que alega, constitutivos de su derecho y al demandado, la prueba de los hechos impeditivos de la producción de los efectos constitutivos, así como los extintivos y excluyentes de los mismos.

Sin embargo, la aplicación de este principio general puede acarrear situaciones de indefensión en el caso de los consumidores, lo que pone de manifiesto la necesidad de establecer criterios correctores, como el de normalidad, disponibilidad y facilidad probatoria. Hablamos de normalidad cuando, entre otras cosas, nos referimos a acontecimientos que tienen lugar conforme a un hábito, a una costumbre. La normalidad se establece a partir de un criterio de juicio, adoptados con arreglo a normas obtenidas a través de generalizaciones empíricas.

Si la probabilidad de que un hecho se desarrolle de acuerdo con determinados parámetros de normalidad es alta, corresponde a quien alegue que el hecho se ha producido fuera de esos parámetros probarlo. Expresión de lo antes dicho es la doctrina de la res ipsa loquitur. La regla constituye una presunción judicial cualificada, a favor del demandante, que no conoce o, bien, conoce insuficientemente cómo ocurrió un daño. Como define acertadamente la propuesta de Restatement (Third) of Torts: General Principles “[s]e puede inferir que el demandado ha sido negligente cuando el accidente que es causa del daño físico sufrido por el demandante, es el tipo de accidente que ordinariamente sucede por la negligencia del tipo de causante de daños del cual el demandado es miembro relevante”. Una vez que la doctrina es invocada con éxito, la carga de probar que el demandado fue negligente no recae en el demandante, sino que el primero debe probar que no lo ha sido.

Complementan lo anterior los criterios de disponibilidad y facilidad probatoria. En ambos casos se hace referencia a la posición probatoria de las partes. La disponibilidad consiste en el hecho de que una de las partes posee en exclusiva un medio idóneo de prueba para acreditar un hecho, de modo que la otra parte no puede de ninguna manera acceder a él. Por su parte, el criterio de facilidad es más amplio: hablamos aquí de que a una parte le es más fácil o cómoda la práctica de un medio de prueba, lo que implica dificultad para la parte contraria.

En la doctrina del Common Law se conoce como cheapest information provider, vale decir, la parte que puede aportar la prueba a menor coste. La aplicación de estos criterios tiene su justificación en el derecho fundamental a un proceso justo, para proteger a las partes de la indefensión que supone no contar con igualdad de armas en el proceso.

Como hemos visto, las situaciones en que a la víctima demandante le es extremadamente difícil acceder a las fuentes de prueba que, sin embargo, se encuentran a completa disposición del causante demandado son corrientes en los procesos de responsabilidad por productos y servicios defectuosos. En estos casos, y aplicando los criterios de disponibilidad y facilidad probatoria, se exige a la parte que dispone de los medios de prueba, o que puede producirla a menor coste, que la aporte al proceso.

Al decir de Llamas Pombo (2000), desde el punto de vista formal, la aplicación de estos principios se corresponde con el concepto de distribución dinámica de la carga de la prueba, que consiste en atribuir la carga de la prueba a aquella parte procesal que en cada fase del período probatorio se encuentre en mejor posición para producirla en el proceso.

Por otra parte, cuando se habla de carga de la prueba en sentido general, se incluyen dos aspectos separables: la determinación del grado de convicción necesario para que el juzgador satisfaga las distintas pretensiones de las partes, (carga de la persuasión) y la determinación de cuál de las partes ha de aportar al proceso las pruebas con vistas a que el órgano jurisdiccional alcance dicho grado de convicción (carga de la producción).

La distinción proviene fundamentalmente del Common Law, donde bajo el concepto genérico de carga de la prueba (burden of proof) se alude, por un lado, a la carga de persuadir al juzgador de la ocurrencia de un hecho alegado (burden of persuasión, legal burden, risk of non persuasión, probative burden); y, por el otro, a la carga de aportar prueba suficiente al proceso sobre un hecho (burden of production, production burden, evidential burden).

Sobre la carga de la persuasión, diremos que es una derivación lógica del hecho de que siempre que una persona o grupo de ellas deba decidir sobre la existencia o no de un hecho, existe la posibilidad de que albergue dudas sobre ese particular. La delimitación de la carga de la persuasión ofrece una frontera que, en caso de ser alcanzada, se considerará por el órgano jurisdiccional que el grado de persuasión necesario ha sido satisfecho (o no) y, por ende, se estimará (o no) la pretensión.

A fin de imponer criterios objetivos y uniformes para medir la fuerza de convicción requerida, los tribunales del sistema de Common Law han formulado diferentes tests. El test que se aplica en los procesos de responsabilidad civil es del de preponderancia de la prueba (preponderance of evidence). En este, la parte que soporta la carga de la persuasión, deberá convencer al juzgador en más de un 50% de la existencia o acaecimiento de un hecho o suceso, vale decir, deberá convencerlo de que es más probable la existencia o acaecimiento del hecho, que su no existencia o acaecimiento.

En lo que respecta a la carga de la producción, la parte debe demostrar que existe prueba en cantidad y entidad suficiente como para que el juzgador determine, sobre la base de ella, la existencia o acaecimiento de un hecho o suceso. La consecuencia más importante que de ello se sigue es que si la prueba no ha sido producida, o bien no ha sido producida satisfactoriamente, la parte que soportaba la carga obtendrá una decisión adversa del órgano jurisdiccional.

En los ordenamientos jurídicos en que la distinción carga de la producción-carga de la persuasión no se realiza,

(...) implícitamente se considera que sólo hay un nivel de confianza o convicción jurídicamente admisible en el juzgador acerca del acaecimiento de un cierto suceso. Este nivel sería el de la plena certeza, esto es, el correspondiente a una probabilidad de acaecimiento del 100%. No me cabe duda de que este supuesto implícito no refleja la realidad del funcionamiento de los sistemas jurídicos y, más aún, no es en absoluto deseable como objetivo” (Gómez Pomar, 2000, p. 5).

La fijación de un umbral de convicción para el juzgador no está al servicio exclusivo del consumidor, y puede ser en ocasiones un arma de doble filo, pero en cualquier caso, es claro que imponerle la necesidad de convencer totalmente al órgano jurisdiccional de los extremos que debe probar, ya sea en sede de responsabilidad por culpa o responsabilidad objetiva, es injusto, vistas las dificultades que normalmente confronta para acceder al material probatorio.

 

Conclusiones

Como afirma la Directiva 85/374/CEE, en su segundo considerando “(...) únicamente el criterio de la responsabilidad objetiva del productor permite resolver el problema, tan propio de una época de creciente tecnicismo como la nuestra, del justo reparto de los riesgos inherentes a la producción técnica moderna”. Coherentemente con ello, la citada directiva establece para el perjudicado en su artículo 4 el deber de probar el daño, el defecto y la relación causal entre el defecto y el daño. Sin embargo, no soy el único que considera que en un régimen de negligencia, haciendo especialmente severos los deberes del tráfico correspondientes al fabricante, y por lo tanto elevando sus estándares de diligencia, unido al establecimiento de la negligencia presunta, se pueden lograr similares resultados de protección efectiva del consumidor.

Al decir de Jansen (2003), entre responsabilidad objetiva y por culpa se está produciendo una fluida transición. La asociación de un régimen de responsabilidad objetiva con una mejor protección de los consumidores y usuarios no siempre es exacta, y la prueba fehaciente son las fallas señaladas en este sentido a la sección 402A del Restatement (Second), que pregonaba la “strict liability to the consumer” y a su implementación a través del test de las expectativas legítimas del consumidor, aunque debe tenerse presente que las falencias de la regulación eran imputables a dicho test y a las imprecisiones de los reporters, más que a la idea, correcta en abstracto, de la responsabilidad objetiva del fabricante.

A la hora de decidir si lo más adecuado es la implementación de un sistema de responsabilidad objetivo o por culpa, hay que tratar de alcanzar el equilibrio entre la necesaria responsabilidad de los fabricantes, y el fomento de patrones responsables de uso y consumo. No todos los usos que los consumidores hacen de los productos merecen igual protección, ni se puede hacer responsable al fabricante de manera estricta por todos los daños que el producto cause, pues el impacto que esto tendría en el coste social de los accidentes sería desastroso, y lejos de proteger al consumidor, iría en su detrimento. Tampoco las posibilidades de manipulación de los consumidores por parte de los fabricantes mediante las herramientas de la publicidad comercial, cada vez más agresiva, deben ser subestimadas.

La psicología cognitiva nos muestra que valiéndose de heurísticos y sesgos, alteran nuestra percepción del riesgo e influyen en nuestras preferencias y en la toma de nuestras decisiones como consumidores, lo que nos han hecho aún más vulnerables, y los sistemas de responsabilidad por producto defectuoso así como los operadores jurídicos deben ser sensibles a esto.

Ya sea en un régimen de responsabilidad por culpa, con inversión de la carga de la prueba y altos estándares de cuidado, o en un régimen de responsabilidad objetiva, con límites a la indemnización y causales de exoneración, el consumidor sigue estando en desventaja con respecto al fabricante en lo que a producción de evidencia se refiere. Urge en cada caso la aplicación de herramientas que alivien su carga probatoria, con lo que no se hace más que contribuir a la igualdad de las partes en el proceso.

En resumen, Justicia y Eficiencia es lo que esperan, y tienen derecho a esperar, los consumidores de los sistemas de responsabilidad civil por producto defectuoso. Es tarea de los legisladores y operadores del sistema proveerla y no defraudarlos.

 

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Recibido: marzo 10 de 2009 Aprobado: abril 2 de 2009

 

* Profesor de Derecho civil de la Facultad de Derecho, Universidad de la Habana. Juez de la Sala de lo Civil del Tribunal Provincial de Ciudad de la Habana. Licenciado en Derecho, Universidad de la Habana, (2004). Especialista en Derecho civil, Universidad de la Habana (2008), Estudios posgraduados en las Universidades de Castilla-La Mancha (2005) y Complutense de Madrid (2007). Correo electrónico: rosello@lex.uh.cu. eurocari@enet.cu.

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