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Opinión Jurídica

Print version ISSN 1692-2530On-line version ISSN 2248-4078

Opin. jurid. vol.9 no.18 Medellín July/Dec. 2010

 

DERECHOS SOCIALES

Pobreza mundial, justicia y derechos humanos*

 

World poverty, justice, and Human Rights

 

 

Mauricio Andrés Gallo Callejas**

 

 


Resumen

En este escrito pregunto por el estatus normativo que, bajo nuestras creencias actuales, debemos dar a la situación de millones de personas condenadas a pasar una vida en condiciones de pobreza extrema alrededor de todo el planeta. Asunto frente al cual formulo las siguientes dos tesis: (i) la construcción de juicios normativos que nos permitan redescribir el sentido valorativo que estamos dando a su situación no sólo es posible, sino que es nuestro deber. Tal redescripción significa incluir su dolor y sufrimiento dentro de los asuntos de justicia política global que incumben a toda la comunidad de seres humanos. Y (ii) dicha redescripción, o lo que es igual, otorgar este nuevo estatus normativo a la pobreza mundial no nos exige ni proponer la creación de instituciones que, como la república mundial o principios globales de justicia distributiva, pongan en peligro el valor de los actuales Estados nación, ni mucho menos, justificar la violencia como herramienta de lucha política en búsqueda de la corrección moral de dichas instituciones.

Palabras clave

Triunfo de los derechos, justicia material, derechos sociales universales, justicia formal, exigencia institucional.
Abstract

In this article I make a question on the normative status which, based on our current beliefs, we should give to the situation of million people in the world doomed to live under extreme poor conditions. In relation to this topic, I pose the following two thesis: (i) construction of normative judgments which allow us re-describe the value we are giving to their condition is not only possible but also our duty. With re-description, I mean the inclusion of their griefand suffer as issues of global political justice which should involve all human beings; (ii) such a re-description, that is, giving this new normative status to world poverty does not demand from us either the creation of global principles of distributive justice –world republic– which risk value of current States or the justification of violence as political struggle tool in the search for moral correction of such institutions.

Key words

Victory of rights, material justice, world social rights, formal justice, institutional demand.

 

 

INTRODUCCIÓN

En las siguientes líneas, intentaré presentar una síntesis de mi trabajo acerca de una de las fuentes de dolor y sufrimiento humano que actualmente merecen, o tal vez sea mejor decir, exigen, la urgente atención del tipo de reflexión que únicamente nos puede ofrecer la filosofía. Me refiero al preocupante aumento que durante las dos últimas décadas y alrededor de todo el planeta, se viene presentando en el número de personas sumergidas en condiciones de pobreza extrema1. Para ello he construido este escrito de la siguiente forma. Inicio con (1) una explicación del problema que he intentado plantear en mis reflexiones. Son dos las razones que hacen necesaria tal explicación, ambas derivadas de una investigación de tipo exclusivamente teórico que no intenta hacerse la sorda frente a la dura disputa que se viene librando entre pensamiento moderno y posmoderno, o lo que resulta igual, entre filosofía como “conocimiento [...] de las estructuras externas y universales del ente” (Zabala, 2009, p. 26) y filosofía como “interpretación débil de una época” (p.26), filosofía como “terapia” (Rorty, 2005, p. 38).

Mientras la primera de tales razones apunta al hecho de que gracias a dicha contienda, cada vez parecen más reducidas nuestras posibilidades de defender de manera creíble el vínculo entre verdad y acción, entre teoría y praxis, asunto que por razones obvias pone en duda la utilidad de este tipo de reflexiones teóricas, la segunda apunta a que precisamente gracias a dicha duda, una declaración previa de cuál es el horizonte filosófico del que he partido, o de otra forma, de cuáles han sido mis presupuestos epistemológicos, prácticos y antropológicos, parece cada vez más necesaria para explicarle al lector qué es lo que puede esperar y exigir de este escrito, evitando así generar falsas expectativas.

Después de estas consideraciones que, reconozco, sólo tendrán algún valor para aquellos lectores interesados en dicha disputa, ofreceré (2) y (3) un intento para condensar las diferentes ideas que he defendido frente a dicho problema. El resultado de tal intento lo voy a presentar como mis dos tesis. Tesis que iré explicando desde su fuente, esto es, de acuerdo con las posiciones frente a las que discuten y en las que se apoyan. Para terminar (4) esgrimiré una idea final a manera de conclusión. Así que a lo primero paso de inmediato.

 

1. Explicación del problema teórico en el que me he concentrado

Ante el alto número de personas que en la mayoría de lugares habitados de nuestro planeta, condenadas a vivir en condiciones de pobreza extrema, están padeciendo lo que Rorty (2005) bellamente ha denominado sufrimiento innecesario, he formulado la siguiente pregunta: ¿estamos todos nosotros, la comunidad global de los seres humanos, enfrente de un problema de justicia?

Dentro de los múltiples y diversos sentidos que puede tener esta pregunta2, he optado por uno que remite de manera exclusiva a un problema normativo específico. La posición que asumamos frente a los pobres globales dependerá, en primer término, de los juicios normativos que construyamos para describirla. Que nos parezca indeseable, deseable o seamos indiferentes frente al sufrimiento que genera la pobreza extrema dependerá de los juicios normativos que en uno u otro sentido construyamos y defendamos. Por ello, me he concentrado en nuestras posibilidades de construir y defender juicios normativos que describan esa difícil situación que padecen millones de personas, como algo indeseable y que debe ser evitado.

Una explicación adecuada de este problema exige un doble esfuerzo. Por un lado, exige hacer una advertencia acerca del horizonte filosófico desde el que se está planteando. Por otra parte, exige un diagnóstico acerca de la descripción de la situación de los pobres del mundo dominante en Occidente. Con relación a lo primero, debo señalar que soy plenamente consciente de que si se continúa ilusionado con la idea de que los seres humanos contamos con criterios extralingüísticos de verificación de nuestras creencias normativas, si se continúa aferrado a la idea de que nuestros juicios normativos serán válidos sólo si corresponden con un universo independiente de nuestra voluntad, un universo que está ahí afuera y que debe ser descubierto o, en definitiva, si se continúa concibiendo el quehacer filosófico a la manera de la modernidad, el problema que intento plantear carecerá de sentido.

Pero debo advertir que he acudido a algunas ideas que no estoy muy seguro puedan ser enmarcadas dentro de tal concepción de la filosofía3. Parto de la idea de que nuestras creencias normativas no pueden ser justificadas acudiendo a criterios de verificación independientes de nuestro propio lenguaje. Creo que somos nosotros, los hombres, quienes creamos nuestra realidad normativa, y que por fuera de nosotros mismos, de nuestro lenguaje, no existe nada que podamos hacer, ni existe nadie a quien podamos acudir para justificar tales creencias. Sigo en estas ideas las enseñanzas de autores como Rorty (1991) quien insistía en que para el paso de un universo normativo a otro, sólo basta una simple redescripción. Su ejemplo, la contraposición entre una sociedad liberal en la que prácticas crueles como la tortura son consideradas detestables e inaceptables, y otra, una sociedad postotalitaria como la ofrecida por O´Brien, ese temible personaje de la novela de Goerge Orwell y para quien se ha llegado al “placer de la tortura por la tortura misma” (citado en Rorty, p.198); un paso para el que sólo basta una simple redescripción de la tortura, sólo basta que nuestro lenguaje cambie el sentido valorativo que le damos a dicha práctica.

Desde este horizonte, aunado ahora a un determinado diagnóstico acerca de la descripción que actualmente domina en Occidente, puedo señalar cuál es, entonces, el problema formulado: considero que es necesario pasar de un Occidente excluyente que está coincidiendo en ciertas creencias morales, creencias que nos invitan a movernos entre la justificación de la situación de miseria que padecen millones de personas y la indiferencia ante el dolor y el sufrimiento que tal situación les genera –este es mi diagnóstico4– a otro, un Occidente inclusivo con el que muchos de nosotros continuamos soñando. Para ello, se debe continuar lo que algunos filósofos han iniciado, esto es, una redescripción valorativamente negativa de dicho dolor y sufrimiento.

Redescripción que se hace necesaria porque comparto plenamente con Pogge (2005) la idea, según la cual, a pesar de que el pensamiento liberal5 nos ha permitido un enorme progreso moral en los últimos 220 años6, gracias a construir un mundo normativo que proscribe toda forma de crueldad, las sociedades occidentales desarrolladas aún tienen una deuda. Ese justificado y plausible rechazo de la crueldad, la violencia y el terrorismo debe ser ampliado de tal forma que incluya igualmente el rechazo por el sufrimiento y el dolor que generan el hambre, la enfermedad y la falta de oportunidades para disfrutar una vida mínimamente decente. Como se señalará unas líneas abajo, con ello no estoy sugiriendo que el hambre justifique la crueldad, la violencia o el terrorismo. No es ese el sentido de estas reflexiones. Estoy convencido de que afirmarlo implicaría un lamentable retroceso ético. Lo que reclaman estas palabras es que así como hemos desarrollado tal sentido de rechazo frente a la crueldad, estamos en mora de desarrollar un rechazo similar frente a la situación que padecen los pobres del mundo.

Plantear desde este horizonte y de esta forma, el problema de la pobreza mundial puede generar varias inquietudes. La primera de ellas tiene que ver, precisamente, con el papel que cumple la reflexión filosófica dentro de nuestra existencia. Algunos se preguntarán si al arrebatarle a la filosofía su carácter trascendente, si al sugerir que el sentido valorativo que demos a la situación de los pobres del mundo depende de nuestra voluntad, de eso que Tugendhat (1997) ha denominado el yo quiero que precede al tengo que, no nos estaremos cerrando las puertas a la posibilidad de vivir en un mundo más justo. Un mundo en el que las ideas nos sirvan para evitar extravíos, que la verdad nos sirva de guía para la acción y la reflexión como brújula de nuestra praxis.

Pero estoy convencido de que las cosas son de otra manera. Estoy convencido de que si alguna incomodidad debe producirnos este nuevo horizonte, nada tiene que ver con una posible apertura al caos o la anarquía del todo vale. Lo que resulta realmente incómodo de este adiós a toda estructura objetiva de justificación de nuestras creencias está en que se trata de una invitación para hacernos responsables por nuestros juicios normativos. Al aceptar que somos nosotros mismos los creadores de nuestro destino moral, al aceptar que el tipo de juicios que regirán nuestras conductas no dependen de otra cosa que de nuestra voluntad, no nos queda otra opción que tomarnos en serio nuestra autonomía. Y eso sí puede resultar bastante incómodo. Tomarnos en serio nuestra autonomía significa abandonar la posibilidad de escondernos en la voluntad de los dioses, en nuestra naturaleza humana o en nuestra razón “en negrita” (Tugendhat, 1997)7, para evitar hacernos responsables por las consecuencias que generan nuestras creencias. O para decirlo desde la dura sentencia de Darwin (citado en Pogge, 2005) significa reconocer que “si la miseria de nuestros pobres no tiene su origen en las leyes de la naturaleza, sino en nuestras propias instituciones, grande es nuestro pecado” (p. 93).

Y es por eso que he elegido dicho horizonte para abordar mis inquietudes acerca de este problema. Porque tal y como veo las cosas, esta invitación a asumir nuestra responsabilidad frente a nuestras creencias es el papel que debe cumplir hoy la reflexión filosófica. Creo que en éste, nuestro mundo actual, es esta la única forma de reivindicar el vínculo entre verdad y acción, de mirar la teoría como rectora de la praxis, o las ideas como brújula para evitar extravíos. Únicamente cuando gracias a nuestra propia reflexión nos tomemos en serio nuestra autonomía, sólo cuando aceptemos que el estatus normativo de la situación de los pobres del mundo depende de cómo queramos describirla, asumiremos nuestras propias responsabilidades frente al dolor y al sufrimiento que actualmente padecen millones de personas condenadas a la pobreza. Tal vez sea sólo por esta invitación que aún podemos decir que la reflexión filosófica se justifica, y que aún vale la pena seguir defendiendo una moral construida desde los derechos humanos. Para que, como dice Tugendhat (1997), evitemos que nuestras creencias coincidan en asuntos que hagan de nuestro mundo un lugar espantoso8.

Una segunda inquietud que puede surgir de esta forma de plantear el problema, tiene que ver con la utilidad de este tipo de reflexiones. Algunos que se sienten más cómodos con los diferentes enfoques de los realismos dirán, y por supuesto, con toda la razón: a pesar de ese rechazo normativo que hemos desarrollado frente a la guerra, la violencia y la crueldad, estas prácticas aún no han desaparecido. Por ejemplo, en las selvas colombianas se sigue cometiendo uno de los crímenes más atroces y espantosos de crueldad y de barbarie que ha conocido la humanidad, el secuestro. Y si esto es así, argumentarán, otra vez con toda la razón, que así como tal rechazo normativo no garantiza el fin de la crueldad, de la misma forma, aunque logremos dicha redescripción de la situación de los pobres globales, valorarla negativamente no garantiza que la pobreza desaparezca.

Para definir mi posición ante esta segunda inquietud, quiero poner como ejemplo el debate acerca de los derechos sociales librado entre un normativista, Luigui Ferrajoli y un ilustre representante del iusrealismo, el profesor Danilo Zolo. Si en algo están de acuerdo ambos teóricos, ello es en ofrecernos la siguiente invitación: “si queremos evitar aporías, debemos distinguir entre los distintos niveles a los que pertenecen, según su estatuto, los discursos desarrollados contextualmente en torno a un mismo argumento” (Ferrajoli, 2001, p. 153). Creo que ambos autores son conscientes de que describir la crueldad, la guerra, la barbarie o la situación de los pobres del mundo como normativamente indeseables no significa afirmar que estas prácticas no ocurran. Significa afirmar que no deben ocurrir. Ambos autores son conscientes de que se trata de dos niveles de discusión que parten de problemas y preocupaciones diferentes, ambas valiosas, pero diferentes. De allí que el lector debe tener claro de una vez por todas que para evitar caer en diálogos entre sordos, frente a los enfoques realistas y sus críticas a nuestro lenguaje normativo, he asumido la misma actitud de lejanía y distanciamiento que estos autores asumen uno frente al otro. Mientras Zolo señala que:

Prefiero no entrar en la clásica disputa entre el enfoque normativista y iusrealista (al que se encaminan mis preferencias teóricas). Bibliotecas enteras se han dedicado al asunto. En mi opinión, los dos enfoques son diferentes, porque parten de premisas filosóficas y epistemológicas muy lejanas el uno del otro. Por ello, la opción entre los dos corresponde a diferentes “visiones del mundo”, que pueden confrontarse de manera útil, pero no enzarzarse en una disputa dogmática entre verdad y error (Zolo, 2001, p. 95).

Su contraparte, el profesor Ferrajoli asentirá señalando que

Comparto, en Resumen, con Zolo, su opinión de que nuestras divergencias en el tema de los derechos sociales provienen, como él afirma, de una diferencia de perspectiva (...) Más exactamente, el iusrealismo, que lleva a Zolo (...) a negar la calidad de derechos de los derechos sociales privados de garantías, refleja un punto de vista descriptivo, de tipo sociológico o politológico. Que es un punto de vista no sólo legítimo, y en realidad, el único correcto para una teoría sociológica, sino también útil y fecundo para la ciencia jurídica: a condición de que no ignore, o peor, pretenda sustituir al punto de vista normativo que es, y no puede dejar de ser el propio de la teoría del derecho (Ferrajoli, 2001, p. 169).

Finalmente, sólo hace falta explicar a qué me refiero cuando hablo de una descripción valorativamente negativa de la situación de los pobres del mundo, en términos de justicia. Digamos primero que doy al vocablo justicia el uso que considero normal en la tradición normativista9, esto es, la justicia plantea el problema de la corrección de las normas que regulan la distribución de las cargas y las ventajas entre los individuos que pertenecen a una comunidad, así como la corrección de las normas que regulan la compensación o la retribución frente a determinadas acciones u omisiones de tales individuos (Alexy, 2006). En segundo término, digamos que doy igualmente a la idea de corrección los dos usos disponibles dentro de la tradición normativista y que conducen a la diferenciación entre justicia formal y justicia material10. Desde el primer uso, la idea de corrección apunta al respeto por las normas establecidas en los sistemas institucionales vigentes. Y a su vez, desde el segundo uso, el problema de la corrección apunta al debate moral por la validez de dichas normas.

Con base en tales usos, puedo decir entonces que una redescripción valorativamente negativa de la situación de los pobres globales en términos de justicia implica uno de estos dos tipos de afirmaciones diferentes. O bien, desde la justicia formal, afirmar que su estado de penumbra obedece a una violación de las normas establecidas que imponen los deberes de distribución o de compensación o, bien, desde la justicia material, que dicha situación obedece al hecho de que la manera en que están reguladas la distribución y la compensación no es correcta, es decir, que dichas normas son incorrectas.

En suma, el problema central de mis reflexiones giró en torno a nuestras posibilidades de construir y defender nuevos juicios normativos que permitan una redescripción de la situación de los pobres del mundo, de tal manera que la entendamos o bien como el resultado de la violación de las normas ya establecidas para la distribución o para la compensación –justicia formal– o, bien, como el resultado de la implementación de un sistema normativo incorrecto –justicia material– Hasta acá lo primero. Paso a lo segundo.

 

2. Primera tesis

Mi primera e incluso mi principal tesis ha sido la siguiente: la construcción de nuevos juicios normativos que nos permitan redescribir como un asunto de justicia material, el dolor y el sufrimiento que padecen millones de personas por cuenta de la pobreza extrema no sólo es posible, sino que es nuestro deber. Es posible –lo que dentro de este horizonte de sentido sólo puede entenderse como deseable– siempre y cuando con ello no renunciemos a las creencias que nos han permitido nuestro gran avance moral en los últimos 220 años. Son ellas (i) el rechazo de toda forma de crueldad y (ii) la aspiración de habitar un mundo pluralista, esto es, un mundo construido desde la diferencia. Y es nuestro deber, puesto que si queremos ser coherentes con tales creencias normativas, estamos en mora de hacerlo.

Mi propuesta para lograr dicha redescripción parte de la defensa de una idea de la justicia global, construida desde una versión doblemente minimalista de nuestros derechos básicos. Desde ella defiendo la existencia de determinados derechos sociales, a los que les doy el estatus de derechos morales y prepolíticos, cuya titularidad pertenece a todos los miembros de la comunidad universal de los seres humanos. Y esto de tal forma que dicha titularidad resulta independiente de cualquier tipo de membresía política, sea a los Estados nación, sea a la república mundial. Paso a mostrar la fuente de esta primera tesis, iniciando con las posiciones frente a quienes discuten.

El primer gran rival para la defensa de esta propuesta surge de la nada novedosa idea de reducir nuestros juicios de justicia únicamente a aquellos enunciados que puedan ser justificados desde el lenguaje de los derechos. Se trata de una idea nada novedosa puesto que, sin lugar a dudas, es esta nuestra concepción dominante dentro de las duras batallas que seguimos librando, en torno a cuál es el léxico más deseable para la construcción de nuestra realidad normativa. Tal reducción consiste en lo siguiente. Una vez se descarta todo tipo de estructuras eternas e independientes del tiempo y del espacio, se nos abre un mundo con infinitas posibilidades para la construcción de dicha realidad. Y es que aún si nos limitamos a lo que son las opciones disponibles en el pensamiento occidental, encontramos una gama tan amplia de posibilidades que incluiría el lenguaje del mayor beneficio para el mayor número –el utilitarismo11–; la voluntad de quien logre el control de los medios de coacción –los diferentes realismos12; la democracia13; la voluntad de nuestros dioses14; la voluntad de nuestro sabios –sea desde la naturaleza o desde la idea de razón “en negrita”15– o simplemente la tradición16.

Ante tal abundancia, actualmente asistimos a un amplio consenso para atarnos las manos de tal modo que lo real entendido como lo justo debe quedar reducido únicamente a aquello que podamos justificar desde los enunciados que, para decirlo desde el lenguaje altamente sofisticado de Alexy (1993) y Arango (2005), tienen la siguiente estructura:

(1) a tiene frente a b un derecho a G

O lo que es igual

(2) D ab G17

De manera que la corrección de juicios normativos del tipo “X es justo” queda reducida a la plausibilidad de enunciados como

(3) a tiene frente a b un derecho a X.

Y,

(4) b tiene que X frente a a.

Así como juicios normativos del tipo “Z es injusto” serán verdaderos únicamente si se justifican con enunciados del tipo

(5) a tiene un derecho a ¬Z 18 frente a b

Y,

(6) b tiene que ¬Z frente a a.

Que tal reducción no sea una tesis novedosa no significa que haya perdido su carácter polémico, máxime cuando en el mundo de hoy su defensa no es una tarea sencilla. Y es que gracias a lo que Rawls (1996) denominó el hecho del pluralismo, el lenguaje de los derechos no puede ser ya visto como una herramienta al servicio exclusivo de una visión privilegiada del mundo. Para decirlo en los términos de Wendy Brown, el hecho del pluralismo ha generado que los derechos sean hoy “significantes multiformes e irresueltos, carentes de una semiótica política inherente” (Brown, 2003, p. 82). Y es por ello que tratar de defender el triunfo de este lenguaje implica hoy librar una batalla en varios frentes, donde la masa amorfa de contendores que he querido denominar lecturas no pluralistas incluye las siguientes posturas:

Quienes (i) defienden una conexión excluyente entre derechos y determinadas concepciones morales, políticas, económicas o iusfilosóficas, bien sea, o porque creen encontrar en los derechos ese puente que une nuestro destino con universos normativos independientes del tiempo y del espacio (Nino,1984; Alexy, 2006); o bien, porque consideran que cuando tales universos se han perdido y los derechos dejan de ser el sustento del rebelde, predican su fin (Douzinas, 2008) o la pérdida de fe (los Critical legal studies).

Así como (ii) aquellos que siguen basando su ataque a los derechos desde tal conexión, en tanto afirman, es un lenguaje utilizado por el “enemigo” como instrumento ideológico de dominación política y de clase –tradición del marxismo–.

Y finalmente, (iii) aquellos denominados relativistas cuyo punto de partida está en que, al negar que tal conexión exista, o bien, sostienen que en un mundo que se ha fragmentado en múltiples sentidos de lo bueno “creer en los derechos es como creer en brujas o unicornios” (MacIntyre, citado en Arango, 2008, p. 25); o sencillamente, alertan sobre sus peligros en tanto se salen del mundo real y controlable de los hechos jurídicos –iuspositivismo–.

En contra de toda esta masa amorfa, he propuesto una lectura pluralista de los derechos. Lectura que caracterizo porque (i) entiende tal indeterminación como la consecuencia normal y deseable del hecho del pluralismo y (ii) rechaza la idea según la cual el resultado de este devenir del mundo en fábula sea que mediante su lenguaje pueda decirse cualquier cosa: pluralismo no es sinónimo de todo vale.

La primera de estas características nos aleja de la ingenua exigencia a los derechos –o del ingenuo reproche– para que con la entrada en su juego lingüístico baste –o deba bastar– para lograr nuestros objetivos frente a los pobres del mundo. Al contrario, sostengo que al tratarse de un lenguaje sobre el que existen serios desacuerdos filosóficos, políticos y dogmático-jurídicos, la postura que asumamos ante su dolor y sufrimiento queda condicionada a la manera en que respondamos a los siguientes problemas: (1) ¿son los derechos sociales y económicos verdaderos derechos? (2) ¿qué posiciones otorgan a sus titulares y qué tipo de deberes imponen a los obligados? –positivos o negativos– (3) ¿cuáles son las relaciones entre el ámbito moral y el ámbito institucional de su existencia? –aceptación o no de la idea de derechos prepolíticos– y (4) ¿quién es el titular de los deberes correlativos que se derivan de tales derechos? –interpretaciones interaccionales o institucionales–.

La combinación de respuestas posibles a estos problemas conduce a cuatro posiciones con valoraciones ampliamente diferentes acerca de los pobres del mundo. Son ellas: (i) el liberalismo nacionalista de corte libertarista, donde autores como Nozick (1990) o Narverson (2003) afirman que en tanto los derechos sociales no son derechos, el dolor y el sufrimiento de los pobres globales no es un problema ni de justicia formal ni de justicia material. (ii) El liberalismo nacionalista de corte no libertario, donde aparecen nada menos que Rawls (1999) y Habermas (2006), así como Miller (2004) y Chauvier (2001). Para todos ellos, gracias a la idea de dos esferas de justicia (Cortés, 2007), o del contrato en dos niveles (Nusbbaum, 2007), los pobres del mundo son un problema de justicia formal, pero exclusivamente en el interior de comunidades políticas cerradas y autosuficientes como los Estados nación. (iii) El globalismo moral, en donde autores como Singer (1972) y Nussbaum (2007) sostienen, a través de lo que he denominado el llamado a la solidaridad, que la situación de los pobres del mundo debe ser redescrita como un problema universal de justicia material. Y finalmente (iv) el globalismo institucional, donde autores como Beitz (1979) y Pogge (2005; 2008) vienen construyendo su propuesta para redescribir esta situación como un problema de justicia institucional global. Como resultará obvio, puedo anticipar que mientras las dos primeras posiciones son las otras rivales ante quienes debo defender mi primera tesis, las dos últimas son en quienes me apoyo.

Por su parte, el segundo rasgo de una lectura pluralista de los derechos permite plantear el asunto de la corrección de estas posiciones. Para asumir este, el gran reto que tenemos hoy quienes a pesar de dar la bienvenida al pluralismo, no hemos perdido la fe en los derechos, propongo dos cosas: por un lado, me ubico en el horizonte que Arango (2005; 2008) denomina un enfoque pragmático del derecho. Enfoque desde el cual se propone, además de una argumentación con elementos consecuencialistas, reemplazar la idea moderna de objetividad o corrección de nuestros juicios como correspondencia mente-mundo, por la idea de objetividad como coherencia, esto último tras las huellas de Putnam (2008). Y por el otro, sostengo que si queremos tener éxito en dicha defensa, debemos iniciar reconociendo que su triunfo es una restricción a nuestra libertad. Reducir nuestras infinitas posibilidades para la creación de nuestro universo normativo a los enunciados que nos ofrecen los derechos es un atarnos las manos, es, en palabras de Feyerabend (2001), una simplificación de nuestro rico mundo. Así las cosas, sostengo que entre el asunto de la corrección y el reconocimiento de esta característica de los derechos existe una conexión. Atarnos las manos para la construcción de nuestros juicios de justicia, abandonando entre las infinitas opciones, lenguajes como el utilitarismo, los diferentes realismos o la democracia, es limitar nuestra libertad y ello debe justificarse. Tal justificación implica la formulación de argumentos coherentes que expliquen cómo debemos entender tal abandono y por qué éste resulta deseable. En mi trabajo he ofrecido dos de tales argumentos, a los que he denominado criterios de corrección. El primero representa mi concepción doblemente minimalista de nuestros derechos básicos, y surge de las siguientes discusiones:

(i) partiendo de esa actitud de lejanía entre normativismo y realismo que ya advertí desde líneas atrás, me limito a sugerir, idea rectora, que de forma contraria al argumento realista de la equivalencia derechos-voluntad del más fuerte, el triunfo de los derechos se justifica en tanto evita que nuestra realidad normativa quede a disposición de los más fuertes, donde son los débiles quienes tienen todas las de perder. El lenguaje de los derechos es el lenguaje de los más débiles.

(ii) Al plantear las relaciones derechos–lenguaje de las mayorías, donde he asumido el reto de defender la idea de derechos básicos como límites a la democracia, como imposiciones objetivas del tipo DabG para la protección de los más débiles frente a la voluntad de las mayorías, pero, eso sí, evitando que ello implique sacrificar la democracia. Tal preocupación por la democracia obedece al hecho mismo del pluralismo: cuando dioses y sabios nos han abandonado en el proceso de creación de nuestras instituciones y todo queda al alcance de nuestra voluntad, nada más atractivo que aspirar a que cada uno de nosotros participe en dicho proceso de construcción. De allí que para lograr esta limitación de la democracia sin sacrificarla, propongo una idea de nuestros derechos básicos doblemente minimalista. Mediante ella voy más allá de la tradicional separación entre la justicia y las concepciones de la vida buena (Rawls, 1996; 2004; Alexy, 2006) –cuya fórmula es: la justicia no puede incluir todos los asuntos de la existencia humana–; para añadir la separación entre justicia y lo que he denominado el ámbito de decisión política –cuya fórmula sería: la justicia tampoco incluye la totalidad de los aspectos de que tienen que ver con los asuntos de la existencia humana que sí están incluidos–. Gracias a este doble minimalismo, sostengo que únicamente quedan por fuera del lenguaje de las mayorías, o lo que es igual, del ámbito de decisión política, aquellos asuntos de la máxima importancia, lo que, de acuerdo con mi idea rectora significa aquellos asuntos que otorgan a los seres humanos un valor moral diferente. Quedan excluidos del ámbito de decisión aquellos asuntos que puedan otorgar a dos seres humanos un valor moral diferente.

(iii) Desde las relaciones derechos-utilidad, desde donde señalo que dicha igualdad moral entre los hombres debe ser entendida como igualdad en derechos. Para los asuntos de la máxima importancia, y sólo para tales asuntos –parto de la idea de que la riqueza, primero debe ser generada para poder distribuirse– el lenguaje utilitario resulta inadecuado. Mi argumento es el siguiente: todos aquellos juicios normativos que en aras de la maximización del beneficio agregado o promedio justifican la vulneración del igual valor moral de las personas deben ser considerados incorrectos. Desde esta contraposición sostengo –bajo la idea de necesidades objetivas– que los derechos que garantizan el igual valor moral de todos los hijos de padres humanos no sólo son universales, sino asuntos previos a la distribución –asuntos de justicia compensatoria, y no distributiva– y no compensables entre sí.

En suma, y utilizando la conocida expresión de Garzón Valdez (2008), desde mi concepción doblemente minimalista, la idea de coto vedado tanto para la democracia como para el mercado queda reducida a aquellos asuntos de los que depende que los seres humanos, a pesar de nuestras diferencias, nos veamos como si tuviéramos el mismo valor moral.

Hasta acá la primera discusión. Como ya me había anticipado el objeto de la siguiente apunta a mi inclusión de los derechos sociales dentro de la lista que hace parte de esta concepción doblemente minimalista. La respuesta negativa de aquellos autores pertenecientes al nacionalismo libertario se deriva de una nefasta separación entre Justicia y Caridad, justificada desde una específica y en mi opinión incorrecta idea de lo que significa nuestra autonomía individual. Me refiero a su concepción de las personas como sujetos que llegamos al momento de la creación de nuestras instituciones políticas siendo libres, iguales e independientes. Es tal idea la que les permite a sus representantes (Nozick, 1994; Narverson, 2003) reducir los asuntos de la justicia a una concepción ultraminimalista, tanto en lo que tiene que ver con los sujetos de dicha justicia, como con sus contenidos. Frente a lo primero, sólo son sujetos de justicia un selecto grupo de individuos fuertes, autosuficientes y “que pueden cuidarse a sí mismos” (Tugendhat, 1997, p. 344). Frente a lo segundo, sólo tiene sentido hablar de derechos para referirse al binomio libertad negativa-propiedad, esto es, a la protección frente a todo tipo de impedimentos y de imposiciones externas, para que sus titulares puedan realizar plenamente su autonomía individual, sin más restricciones que las libertades de los otros.

Para refutar tales argumentos, sostengo que la idea del triunfo de los derechos como una restricción a nuestra libertad no funciona únicamente para su ámbito de existencia institucional. También opera para su ámbito moral. De esta forma, también los juicios que hagan alusión a los derechos morales requieren la misma justificación como garantía de los más débiles. De allí que la comunidad de plenos propietarios, la vieja idea de derechos naturales reducida al binomio libertad-propiedad, sea insostenible. Claro que a diferencia de otras posiciones, mi propuesta está bien lejos de renunciar a la idea de autonomía. La mía apunta a un simple pero importante cambio en el sitio que esta idea debe ocupar para la justificación de nuestras instituciones. La idea de hombres libres, iguales e independientes, o eso que Rorty (1991) denomina su utopía de una sociedad de ironistas liberales, donde cada individuo simplemente aspira a redescribirse a sí mismo, no puede ser pensada como una realidad que representa el punto de partida para la definición de nuestros asuntos de justicia. Por el contrario, debe ser pensada como un ideal, un punto de llegada que debe ser alcanzado mediante nuestras instituciones. Con dicho cambio resulta posible afirmar que éstas no sólo deben estar al servicio exclusivo de los individuos que han alcanzado la autonomía, sino que, de igual forma, deben garantizar a los débiles –niños, ancianos, discapacitados permanentes o temporales, desempleados, etc.– la posibilidad, sea de alcanzar dicho ideal de autonomía, sea de ser tratados como tales. Posibilidad que puede ser cubierta únicamente si se reconoce a los derechos sociales el estatus de verdaderos derechos.

Hasta acá la segunda discusión. Por último, mi primera tesis debe librar una no fácil batalla frente a las posiciones que hacen parte del liberalismo nacionalista de tipo no libertario. Su alto grado de dificultad está relacionado con el hecho de que entre mi concepción doblemente minimalista de los derechos y esta postura existen importantes coincidencias. Todas ellas justificadas por la preocupación común de habitar un mundo pluralista, para lo cual resulta necesario dejar un amplio margen de configuración de los asuntos que regulan nuestra vida en sociedad, a lo que he denominado el ámbito de decisión política. Básicamente son tres asuntos en torno a los cuales gira tal coincidencia: (i) el valor moral de los Estados-nación como el ámbito más deseable para el ejercicio de nuestra autonomía política; (ii) la idea según la cual los asuntos que giran en torno a la distribución de los bienes y ventajas deben quedar por fuera del ámbito de la justicia y deben hacer parte del ámbito de decisión; corolario de lo anterior, (iii) el estatus de ciudadano como un criterio moralmente valioso para la titularidad de ciertos derechos, aquellos cuya existencia depende, precisamente, del ámbito de decisión política. Estas ideas resultan importantes en las discusiones actuales sobre justicia global puesto que indican nuestro rechazo compartido, tanto por la idea de una República mundial, así como por la idea de una estructura básica global que incluya principios de justicia distributiva como el principio de diferencia formulado por Rawls (1996; 2004).

Pero la coincidencia entre mi propuesta y tales posturas finaliza en la manera en que entendemos los derechos sociales. Contrario a mi idea de derechos universales, Habermas (2006), Rawls (1999) y los demás nacionalistas acuden a la membresía a los Estados nación como criterio necesario para definir su titularidad. Como resultado de tal requisito, esta posición nos ofrece una concepción ultraminimalista de lo que Cortés (2007) denomina la esfera externa de la justicia, reducida únicamente a la protección frente al dolor y al sufrimiento que generan la guerra, el terrorismo y la barbarie. Tal reducción, por las razones que paso a explicar, convierte el asunto de la nacionalidad y de la ciudadanía en un criterio de exclusión injustificable que vulnera la igualdad moral de todos los individuos, de tal forma que hace de sus argumentos a favor de una sociedad mundial pluralista una defensa moralmente incorrecta, e incompatible con mi versión doblemente minimalista de nuestros derechos básicos.

Dentro de mi trabajo sostengo que esta concepción incorrecta de la justicia está construida desde dos ideas. En primer lugar, desde la creencia en que dentro de un mundo pluralista la única concepción plausible de los derechos es la que nos ofrecen los enfoques procedimentales de la justicia. Enfoques que –sigo a Nussbaum (2007)– en lugar de partir de un resultado determinado para evaluar la validez moral de cualquier institución, dirigen su atención al diseño de un procedimiento que modele los elementos clave de la equidad y la imparcialidad, en donde, si el diseño es el adecuado, los principios que surjan de él serán por definición justos. Desde tales enfoques, nuestros derechos se convierten en el corolario de dicho procedimiento o, lo que es igual, su existencia queda condicionada al ejercicio de nuestra autonomía política. De allí que, para decirlo en los términos de Rawls, si la existencia de los derechos sólo puede justificarse como el resultado de un consenso entrecruzado entre individuos que sostienen diferentes doctrinas comprehensivas, los problemas que pertenecen al ámbito de la justicia política sólo pueden determinarse de acuerdo con aquellos derechos que sean susceptibles de tal consenso entrecruzado.

Con base en esta concepción procedimentalista de los derechos, aparece la segunda razón que explica su ultraminimalismo. Los derechos sociales sólo son susceptibles de un consenso entrecruzado entre individuos pertenecientes a un mismo pueblo o Estado19 y que comparten una concepción liberal de la justicia. No ocurre lo mismo en el ámbito global, donde tal consenso se hace imposible entre individuos fuertemente separados en sus concepciones de lo justo por sus diferencias culturales, entre individuos que –siguiendo a Habermas (2006)– no cuentan con la misma solidaridad que se presenta entre conciudadanos, apoyada en las fuertes valoraciones y prácticas éticas de una cultura política y una forma de vida compartidas. De allí que su no inclusión dentro de los asuntos universales de justicia se convierta en una supuesta defensa del pluralismo. Para entender por qué ello es así, la clave está en la manera en que desde esta posición se entienden los derechos sociales. Ellos –al menos en Habermas (2006) está expreso– hacen parte de esos asuntos que atrás dejamos en el ámbito de decisión. Forzando un poco las cosas y hablando, otra vez, como lo hace Rawls, para esta postura, los derechos sociales en tanto asuntos de justicia distributiva, hacen parte del principio de la diferencia. Y es por ello que se trata de derechos cuya existencia depende del ejercicio de nuestra autonomía, en tanto su distribución debe ser decidida por los propios afectados, pues “de lo contrario la autonomía individual se vería limitada debido a medidas paternalistas” (Arango, 2005, p. 342).

Para justificar la incorrección moral de tales argumentos, hago dos cosas: (i) Acepto la invitación que nos hace Nussbaum (2007) de rememorar la idea de los derechos prepolíticos que una vez hicieron parte la tradición del derecho natural. Y (ii) propongo una concepción de los derechos sociales básicos como un asunto de justicia compensatoria y no de justicia distributiva. Para ambas cosas he acudido tanto al globalismo moral como al institucional, posiciones que, tal y como lo entiendo, coinciden en lo primero y nos abren dos vías diferentes para lo segundo. Veamos.

Con relación a lo primero, aunque también juega un papel importante en la propuesta de Pogge, para no extenderme más, voy a limitarme a Nussbaum (2007), quien nos ofrece una de las invitaciones que más eco ha tenido en la elaboración de mi primera tesis. Rememorar la idea de derechos prepolíticos de tal manera que se conviertan en el rostro de la esfera universal de la justicia. Gracias a este rememorar, la pregunta gira de nuevo en torno a cuáles derechos resultan necesarios para garantizar que las personas puedan disfrutar de una vida plenamente humana. Y en tanto se trata de una idea que es la misma para “cualquier hijo de padres humanos” (Nussbaum, 2007, p. 55), los derechos morales necesarios para alcanzarla se hacen universales. Los derechos que definen la esfera moral de la justicia tienen una existencia que resulta así, independiente de la pertenencia de sus titulares a comunidades políticas específicas donde hayan sido institucionalizados, o lo que es igual, tienen una existencia previa e independiente del ejercicio de la autonomía política de sus titulares. De allí que la membresía política sea irrelevante para su definición, y cuando se acude a ella para justificar dos esferas diferentes de la justicia, se establece un criterio moralmente arbitrario.

Y con relación a lo segundo, mi idea de derechos sociales básicos parte de concebirlos como asuntos de justicia compensatoria, como asuntos previos al principio de la diferencia rawlsiano, o, en palabras de Arango “como asuntos cuya garantía representa una etapa previa a la distribución de cargas y beneficios” (Arango, 2005, p. 337). Para decirlo desde mi separación entre la justicia y el ámbito de decisión, los derechos sociales básicos hacen parte del ámbito de la primera, son previos y limitan el ejercicio de nuestra autonomía dentro del segundo, puesto que su vulneración implica una afectación al igual valor moral de todos los seres humanos. Para justificar tal idea exploro las dos vías que señalé anteriormente, cuya diferencia apunta a la manera en que conciben la estructura de los derechos sociales, bien sea como derechos prestacionales, o bien como mandatos de autocontención.

La primera de estas vías es la que nos ofrece Nussbaum (2007). Vía que he denominado el llamado a la solidaridad. Su objetivo apunta a la inclusión de los deberes positivos de asistencia y benevolencia como parte de los deberes de justicia básica que no tienen por qué ser relegados a un momento posterior, sea de decisión política o de simple caridad. Según esta representante del feminismo liberal, mediante un proceso adecuado de educación de nuestros sentimientos morales, resulta posible el abandono de la creencia en la prevalencia de nuestros deberes negativos frente a los positivos, o lo que es igual, en que dañar es moralmente más grave que no ayudar. Tal y como entiendo las cosas, esta prevalencia es el resultado de concebir los asuntos de la justicia como un consenso justificable únicamente entre individuos imaginados como libres, iguales e independientes. Una vez abandonamos estas ficciones podremos dar el adiós a dos ideas que justifican lo que para ella es la inaceptable superioridad de los deberes negativos: (i) que los asuntos de justicia rigen exclusivamente para aquellos individuos que hipotéticamente podrían participar en su creación, la confusión entre quién crea los principios de justicia y para quién se crean. Y (ii) que el fin exclusivo de la cooperación social es obtener el beneficio mutuo, idea que nos obliga, para no cargar demasiado nuestras teorías de justicia, a dejar para momentos posteriores los asuntos de la benevolencia y la solidaridad.

Mi postura frente a esta invitación es la siguiente. Por más atractiva que pueda resultar la idea de un mundo construido desde la solidaridad y la filantropía, y que logre la inclusión en los asuntos de justicia de aquellos de quienes no podemos esperar ningún beneficio mutuo –además de los pobres del mundo, nuestra autora piensa en los discapacitados y en los animales no humanos–, tardará bastante en llegar el día, si es que llega, en que nuestras emociones morales sean educadas en dicho sentido. Pero son millones de personas quienes reclaman una solución inmediata. Y es acá donde el trabajo de Pogge se hace tan importante, pues nos muestra que para la inclusión de su dolor y sufrimiento no sólo es innecesario un cambio tan grande en nuestras creencias dominantes, sino que son ellas, precisamente, las que así nos lo imponen.

De manera que lejos de sugerir la incorrección de nuestras creencias normativas acerca del tipo de deberes que impone la justicia, la mirada crítica de Pogge, la mirada con espíritu lockeano20, se dirige a la manera en que estamos actuando con los pobres del mundo, en contra de tales creencias. Para decirlo en sus palabras, nuestra actuación es inherentemente reprochable. Ello con relación a varios prejuicios que tenemos frente a la pobreza, de los cuales me interesa resaltar los siguientes: (i) afirmamos que no estamos haciendo nada en su contra, en tanto actuamos moralmente bien cuando damos prioridad a nuestros compatriotas y a sus intereses, y (ii) “de hecho, no estamos perjudicando a los pobres globales” (Pogge, 200, p. 26).

En contra del primer prejuicio, al que denomina una escapatoria, este connotado alumno de Rawls nos propone la siguiente concepción universal de la justicia: los asuntos de la justicia están referidos a la evaluación de la forma en que las instituciones sociales tratan a las personas o grupos a quienes afecta y no sólo a quienes viven bajo ellas. Por ello no resulta moralmente posible ni excluir de tales asuntos a los intereses de los no participantes en un sistema institucional determinado, ni intentar valorar la justicia de cada sistema institucional por separado. Dentro de un mundo globalizado con mayores interconexiones institucionales, debemos aspirar a un criterio único de justicia, que sea aceptable universalmente.

Y en contra del segundo prejuicio propone una serie de refutaciones fácticas –las principales son el privilegio internacional sobre recursos y el privilegio internacional de préstamo?21– que le permiten mostrar la corresponsabilidad del orden institucional global en el aumento del número de personas que se hacen cada vez más pobres. Ambos esfuerzos justificados desde lo que denomino su jugada maestra, esto es, la inclusión de los derechos sociales prepolíticos como parte del deber negativo de no imponer un orden institucional injusto, o lo que es igual, un orden institucional bajo el cual los derechos humanos, de manera evitable, no puedan ser realizados. Califico esta propuesta como su jugada maestra, pues es la que nos abre el camino para nuestra redescripción, para sostener que nuestro mundo actual, egoísta y autointeresado, está construido en el nivel internacional con uno o varios sistemas normativos que resultan moralmente incorrectos en tanto atentan contra el igual valor moral de las personas. Y ello no porque esté dejando morir de hambre a los pobres del mundo –omisión en contra de un deber positivo–, sino porque los está matando de hambre –acción en contra de un deber negativo–. Final de la primera; paso ahora a la segunda tesis.

 

3. Segunda tesis

Mi segunda tesis apunta a nuestras posibilidades de redescribir la situación de los pobres globales como un asunto de justicia formal. Esto lo planteo desde la pregunta por las consecuencias institucionales que podemos derivar de la vulneración de los derechos sociales universales entendidos como prepolíticos. Parto del siguiente problema –al que denomino segundo criterio de corrección–: para una lectura pluralista sólo resulta defendible la idea de derechos prepolíticos si se les desvincula de los indeseables elementos que han hecho que la tradición del derecho natural no tenga hoy ningún presente. Con ello me refiero a dos asuntos que están estrechamente relacionados. (i) La manera en que esta tradición resuelve aquello que Arango (2005) denomina el problema ontológico con respecto a la existencia de los derechos subjetivos, y, (ii) el asunto de su exigibilidad institucional.

Para lo primero, sostengo que la posibilidad de defender la idea de derechos prepolíticos depende de romper definitivamente con la idea de derechos naturales. Idea que desde Hart (1955) podemos entender de la siguiente forma: son derechos naturales aquellos cuya existencia no depende ni de voluntad humana alguna que los cree o los otorgue, ni de la pertenencia de sus titulares a una comunidad determinada. Para lograr tal ruptura propongo, tras las huellas tanto de Tugendhat (1997) como de Arango (2005; 2008), el siguiente concepto de derechos humanos: derechos como razones para posiciones normativas de tipo moral, otorgadas voluntariamente por nosotros mismos en la medida en que nos queremos comprender moralmente, exigibles desde el juego de las emociones morales y cuya titularidad está restringida a aquellos que hacemos parte de la comunidad universal de los seres humanos.

Y con relación a sus consecuencias institucionales, parto de la invitación que a nombre del pluralismo nos hace Nussbaum (2007) para que diferenciemos entre los ámbitos de la justificación y de la implementación, entre persuasión y coacción, entre asuntos morales y el uso de la fuerza. Desde tal invitación propongo dos cosas. Por un lado, descarto como éticamente incorrectas todas aquellas concepciones que desde la idea de derechos prepolíticos intenten justificar la violencia, la guerra y la crueldad. Y esto, bien sea desde la idea de que su vulneración nos devuelve al estado de naturaleza hobbesiano –a la recuperación del derecho natural de todos a todo– o bien, mediante la interpretación del derecho de resistencia como justificación de la violencia revolucionaria, la indeseable e insoportable violencia de hordas de sabios que enfilan sus espadas en busca de la corrección moral.

Y, por otra parte, propongo una diferenciación entre la existencia de tales derechos morales universales y su ámbito de exigencia institucional. Sostengo que la existencia de espacios institucionales en los cuales nuestros derechos morales universales puedan hacerse exigibles, mediante el ejercicio legítimo de la coacción, queda condicionada al triunfo en el debate democrático, de la concepción moral del respeto universal e igualitario. Con ello, a la vez que evito la justificación deontológica de la también indeseable República mundial, lanzo mi propuesta de redescripción de la situación de los pobres del mundo como un asunto de justicia formal. Tal propuesta es la siguiente: partiendo desde lo que Alexy (2006) clasifica como una versión débil de la conexión entre el derecho, la moral y la política –y que no es propiamente la del profesor alemán–, sostengo que la ampliación de nuestro rechazo moral al dolor y sufrimiento que genera la pobreza, haría posible acudir a la fórmula de Radbruch (citado en Arango, 2008) de la extrema injusticia, para que dentro de aquellas comunidades políticas en las que los espacios de reclamación institucional de tales derechos se han constitucionalizado, todos aquellos actos de voluntad, sea en el nivel constituyente o en el legislativo, que vulneren el igual valor moral de todos los miembros de la comunidad universal de los hombres, sean invalidados por sus jueces constitucionales. De allí que lleguemos al punto en que actos lamentables como las actuales reformas antiinmigratorias de algunos Estados miembros de la Comunidad Europea, o como el cierre caprichoso de fronteras comerciales por parte de cierto Estado fronterizo y que está poniendo en riesgo miles de empleos, por su carácter de extrema injusticia, no puedan ser considerados como derecho y deban ser invalidados.

 

4. Conclusión

Para finalizar quiero decir que tal vez esto no sea mucho para quienes aún no se han dado cuenta del innecesario dolor y sufrimiento que en una sociedad como la nuestra, sigue generando la idea de un universo moral eterno, ahistórico e inmutable que debemos descubrir, así como tampoco para quienes consideran una ingenuidad, el que, a pesar de que tales estructuras se hayan perdido, nos mantengamos firmes en el sueño de ver tanto en el derecho como en la moral, aquellas herramientas que eviten que nuestro destino quede en manos del más fuerte. Pero estoy convencido de que frente a los pobres del mundo, este tipo de reflexión filosófica nos permite un gran avance. Sobre todo porque evita que el plausible argumento del pluralismo siga siendo la vía para que aquellos que se están beneficiando con un sistema institucional que genera cada vez más hambre, enfermedad y sufrimiento, eludan la parte de responsabilidad que les corresponde. Desde mi propuesta será posible decir:

(7) Vivimos en una sociedad en la que sencillamente no ha triunfado y tal vez no nos interesa que triunfe la concepción del bien del respeto universal e igualitario, y ustedes –v.g. Occidente– no tienen justificación alguna para imponerla por la fuerza.

Así como será posible decir:

(8) Ustedes habitan en una sociedad en la que sencillamente no ha triunfado la concepción del bien del respeto universal e igualitario, por lo que nosotros los ciudadanos alemanes, españoles, etc. no vemos ninguna razón para ayudarlos y asistirlos económicamente en aras de aliviar la situación de pobreza extrema que viven muchos de sus ciudadanos.

Pero una vez aceptemos esta propuesta de redescripción de la pobreza como un asunto de justicia, cerraremos las puertas a argumentos hoy tan comunes como el siguiente:

(9) Ustedes habitan en una sociedad en la que sencillamente no ha triunfado la concepción del bien del respeto universal e igualitario, por lo que nosotros los ciudadanos alemanes, españoles etc. no tenemos ningún deber de abstenernos de causarles daño para lograr nuestro beneficio, ni de compensar nuestra participación en la imposición de un sistema institucional que se los está causando.

 

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Recibido: agosto 2 de 2010 Aprobado: septiembre 21 de 2010

 

* Este trabajo hace parte del proyecto de investigación “Los pobres del mundo ¿Un problema de justicia?” presentado para optar por el título de magíster en Filosofía en el Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia. Director: Dr. Francisco Cortés Rodas. Dicho proyecto hace parte de la línea de investigación “justicia global, derechos sociales y pobreza” del Grupo de Investigación de Filosofía Política -GIFP- Instituto de Filosofía Universidad de Antioquia.

** Abogado, Especialista en Derecho Constitucional de la Facultad de Derecho y Ciencias Política de la Universidad de Antioquia y magíster en Filosofía del Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia. Profesor de tiempo completo de la Universidad de Medellín. Correo electrónico: mgallo@udem.edu.co

1 Una muestra de tal urgencia está en las cifras que nos ofrece Thomas Pogge acerca de los niveles de pobreza extrema alrededor de todo el planeta que alcanzan ya los 1.100 millones de personas que carecen de acceso a agua potable, 2.600 millones que no tienen acceso a redes sanitarias básicas, cerca de 2.000 millones que carecen de acceso a medicamentos esenciales, 774 millones de adultos analfabetos y 800 millones de seres humanos desnutridos crónicamente (número que según el último informe de la FAO en el 2009 ha llegado al deshonroso récord de 1,200 millones). Así como casi 166 millones de niños entre los 5 y 14 años a quienes les hemos cambiado las aulas por fábricas, burdeles o campos de guerra, los libros por herramientas, cuerpos o fusiles, y los juegos por ciclos productivos, actos sexuales o tácticas de combate; o la espantosa cifra de 50.000 muertes por día, 18 millones al año, esto es, todo un tercio del total de muertes humanas que tienen causas directamente “relacionadas con la pobreza, y que se podrían prevenir fácilmente mediante una mejor nutrición, agua potable, paquetes de rehidratación baratos, vacunas, antibióticos y otras medicinas” (Pogge, 2008, p. 75).

2 Tales sentidos apuntan a una cantidad de problemas empíricos y normativos entre los cuales puedo nombrar los siguientes, a simple título de ejemplo. Por los lados de los problemas empíricos, podría conducir a preguntas como las referidas a las causas de la pobreza; si la situación que sufren millones de personas obedece a modelos específicos de desarrollo económico, y si estas causas son locales, esto es, propias de comunidades cerradas como los Estados nación, o si sus causas son mundiales o de alcance global. También preguntas acerca de quiénes son los agentes responsables de dicha situación, por ejemplo, si obedece al accionar de agentes económicos y políticos locales o globales. De la misma manera problemas empíricos acerca de la eficacia que tienen ciertas instituciones como los Estados nacionales, el mercado, el FMI o la OMC para aliviar y evitar que dicha situación se repita; o si será que para lograr dicha eficacia se nos impone la creación de instituciones diferentes, como un tribunal para los derechos sociales similar a la Corte Penal Internacional o incluso un Estado global del bienestar. A su vez, por los lados de los asuntos normativos podría incluir preguntas como el problema del sentido valorativo que nosotros los seres humanos, a través de nuestro lenguaje, podemos dar al estado actual de millones de personas. En segundo término, preguntas sobre la justificación de las instituciones que deben encarar este problema, por ejemplo, si se trata de un asunto de instituciones políticas o debe quedar bajo la mano invisible del mercado; y en el caso de responder lo primero, indagar si tales instituciones políticas deben ser locales, y ello corresponde a las competencias del legislador, del gobierno o del poder judicial, o si la creación de instituciones globales que se encarguen de tal situación estaría justificada. También pertenece a los problemas normativos el asunto de las condiciones de validez de las medidas que tales órganos tomen para enfrentarla. Y, finalmente, el problema de las razones que fundamentan el endilgar la responsabilidad a determinados agentes y a otros no.

3 Al tratarse de un asunto que acá no puede ser abordado, dejo al lector la posibilidad de leer en cualquiera de los sentidos disponibles este apartarse del pensamiento moderno. Para estos múltiples sentidos véase Vattimo (1991) quien menciona para las relaciones modernidad-posmodernidad, entre otras, la idea de ruptura desde Lyotard o Habermas, o de simple cambio de tema desde Rorty, o como distorsión (Verwindung como contrapuesto a Überwindung) desde su propia perspectiva; así como la valoración que se da a esta idea, bien en el sentido habermasiano de “calamidad: es el imponerse de una mentalidad conservadora, que renuncia al proyecto del iluminismo, identificado con el proyecto de la modernidad” (p. 16) o en el sentido de Lyotard, Nietzsche, Heidegger y Foucault, como “un paso adelante en la liberación del subjetivismo y humanismos modernos, es decir, de la ideología del capitalismo, del imperialismo” (p. 16).

4 Este diagnóstico acerca de nuestra descripción actual o dominante de la situación de los pobres del mundo, es compartido por Pogge (2005) para quien “[l]a extensa pobreza extrema puede persistir, porque no sentimos que su erradicación sea moralmente imperiosa. Y no podremos reconocer la imperiosidad moral de dicha erradicación hasta que aceptemos que tanto la persistencia de la pobreza, como el incesante aumento de la desigualdad global son lo suficientemente preocupantes como para merecer una reflexión moral. Es cierto que la mayoría de nosotros sólo tiene un conocimiento superficial del problema. Ello se debe en gran parte a que quienes tienen un mayor conocimiento de los datos relevantes –economistas y demás académicos, periodistas, políticos– no los hallan lo bastante alarmantes moralmente como para destacarlos, divulgarlos y discutirlos. No consideran que la pobreza y la desigualdad globales sean asuntos moralmente importantes para nosotros” (p. 15).

5 Por pensamiento liberal entiendo aquello que bellamente ha sido definido por Richard Rorty (1991), primero, acudiendo a John Stuart Mill: “los gobiernos deben dedicarse a llevar a un grado óptimo el equilibrio entre el dejar en paz la vida privada de las personas e impedir el sufrimiento” (p. 84); y después a Judith Shklar: “la crueldad es la peor cosa que [los hombres] pueden hacer” (p. 92). Al igual que Robert Alexy (2006) creo que es esta manera de entender tal concepción del mundo lo que ha hecho del liberalismo la concepción política, moral, económica y jurídica más exitosa en Occidente, y ello gracias a que nos ofrece respuestas tanto a la aspiración de disfrutar de nuestra existencia en la forma en que cada uno de nosotros quiera, como a nuestras preocupaciones por evitar el dolor y el sufrimiento.

6 El argumento de Pogge (2005) con relación a nuestro progreso moral es el siguiente: “Durante los últimos 220 años, las normas morales se han vuelto cada vez más restrictivas y cada vez más efectivas. Formas de conducta y de organización social aceptadas y practicadas durante milenios y todavía vigentes en los siglos XVIII y XIX –tales como la violencia doméstica, la esclavitud, la autocracia, el colonialismo, el genocidio– están hoy proscritas, son ilegales y se presentan como paradigmas de injusticia. A este respecto al menos se ha producido un enorme progreso moral” (pp. 13-14).

7 En lo que sigue la expresión Razón “en negrita” hace alusión a la crítica que ofrece Tugendhat (1997) al intento kantiano de ofrecer desde la razón una justificación absoluta de nuestras creencias normativas. Comparto con el profesor alemán la importante idea según la cual es posible alejarse de un intento de justificación de la moral, sin alejarse del contenido de dicha moral. La crítica a la tradición kantiana es una crítica a su intento de justificación, sin que ello implique renunciar al contenido de su concepción del bien, la moral del respeto universal e igualitario.

8 Invito al lector a que deguste este pasaje de Tugendhat (1997): “En chile, por ejemplo, se le objetará a quien intente argumentar de ese modo: “Pero ¿a qué podemos apelar para evitar que se repita lo ya sucedido?” Sin embargo, Hitler, Stalin, Pinochet y los verdugos a su cargo se dejaron impresionar tan poco por tales instancias de apelación [a la Naturaleza humana, a Dios o a la Razón] como por la moral misma, y lo único mediante lo cual se puede evitar que vuelvan a ocurrir esos crímenes consiste en que la mayor parte posible de los seres humanos crea en los derechos humanos, o bien que se considere moralmente” (p. 349).

9 Como ejemplos de este uso normal de la idea de justicia dentro de la tradición normativista además de Aristóteles (citado en Tugendhat, 1997) véase a Tugendhat, Rawls (2004), Arango (2005) o Alexy (2006).

10 Para esta distinción véase a T.D. Campbell (1974) quien diferencia entre la pregunta por la justicia formal o abstracta “Now formal justice can be defined as treating persons in accordance with their rights, where the question of what a person´s rights are is settled by an appeal to the relevant rule or law. It is this conceptual association of formal justice with the application of rules defining rights and duties that makes it plausible to assert the existence of an analytic connection between justice and rights: formal justice requires treatment in accordance with rights as defined in the relevant rules” (p. 445). Y la pregunta por la justicia material o concreta ”However it might be argued that cases such as I have just mentioned are covered by material rather than formal justice, and that material justice is also to be defined by reference to the concept of rights-albeit in a different way-in that material justice involves the determination of what rights persons ought to have. Thus we may speak of rights where there are no accepted rules in order to raise questions about the rules which ought to be introduced to cover such cases. And similarly we can speak of rights in order to criticise existing rules as when we say that a certain group of persons has no right to have the rights which they do have, meaning that the existing rules ought to be revised” (p. 446).

11 Cuya justificación dependería de enunciados del tipo “X es justo porque evita el mayor perjuicio para el mayor número”, o “Z es injusto porque no proporciona la mayor felicidad para el mayor número”.

12 Dentro del cual podemos ubicar los siguientes enunciados “X es justo porque es la voluntad del soberano” o “Z es injusto porque son esos los intereses de la clase dominante”.

13Z es injusto porque va en contra de la voluntad de las mayorías”.

14Z es injusto porque es contrario a la voluntad de los dioses”.

15X es justo porque es nuestra naturaleza humana” o “Z es injusto porque es irracional”.

16X es justo porque así se ha considerado siempre en la comunidad Y”.

17 Para lo que considero una magistral explicación de esta reducción de nuestro mundo de la justicia recomiendo la tesis de Atria, quien sostiene lo siguiente: “quiero defender la tesis (nada novedosa, por lo demás) que tener derecho a [G] significa que, en principio, es posible pronunciarse sobre la justicia de dar, hacer o no hacer [G] a [a] sin necesidad de evaluar el impacto que dar, hacer o no hacer [G] a [a] tendrá en otros aspectos moralmente valiosos. Decir que [a] tiene derecho a que [b] cumpla su promesa es decir que en principio es justo que [b] haga lo que prometió hacer, conclusión a la que podemos llegar sin necesidad de considerar el impacto que la acción de cumplir su promesa tendrá en otras cuestiones moralmente valiosas” (Atria, 2002, p. 24).

18 Agradezco al profesor Rodolfo Arango quien gentilmente me ha hecho caer en cuenta de que no especificar si con Z se expresa una acción o una situación puede generar confusiones en el enunciado. Por ello debo precisar que con Z pretendo significar exclusivamente acciones o la omisión de acciones. Por ejemplo, Z puede significar la acción de la pena de muerte, de la tortura, o el omitir el deber de ayuda. Por el contrario, Z no puede ser entendido como una situación, por ejemplo, la pobreza.

19 A pesar de que para autores como Rawls (1999) o Miller (2004) la diferencia entre pueblo, nación y estado juega un papel muy importante, hago caso omiso de sus distinciones y hablo de ellos de manera indiscriminada. De forma similar Chauvier (2001) y Nusbaum (2007).

20 Señala Pogge que “[l]o que crítico en nombre de los pobres globales no es que estén peor de lo que podrían estar, sino que nosotros y nuestros gobiernos ayudemos a privarles de los objetos de sus derechos más básicos. Ésta es una crítica con espíritu lockeano” (Pogge, 2005, p. 40).

21 Ambos privilegios tienen que ver con el reconocimiento que hace toda la comunidad internacional, como gobierno legítimo, a cualquier grupo que dentro de un territorio logre alcanzar el control de los medios de coerción. Sostiene Pogge que mediante dicho reconocimiento “aceptamos el derecho de este grupo a actuar en nombre de la gente que gobierna (...) le conferimos el privilegio de disponer libremente de los recursos naturales del país (privilegio internacional sobre recursos) y de prestar libremente en nombre del país (privilegio internacional de préstamo)” (Pogge, 2005, p. 54). Ello genera consecuencias nefastas para la situación de los pobres globales. Por los lados del primero, este privilegio consiste en “la facultad legal de conferir derechos de propiedad globalmente válidos sobre los recursos de un país” (p. 55). Las consecuencias para los pobres del mundo se derivan del hecho de que otorga “fuertes incentivos para la adquisición violenta y el ejercicio del poder político, causando con ello intentos de golpe de estado y guerras civiles. Más aún, le da a los extranjeros potentes incentivos para corromper a los cargos públicos de estos países, quienes, sin importar lo mal que gobiernen, continúan teniendo recursos para vender y dinero para gastar” (p. 55). Por los lados del segundo, el privilegio de préstamo “incluye la capacidad de imponer obligaciones legales válidas internacionalmente sobre el país en su totalidad” (p. 54). Son tres las contribuciones que realiza este privilegio en la “incidencia de elites opresivas y corruptas en el mundo en vía de desarrollo” (p. 54). Primero ayuda a gobiernos destructivos a mantenerse en el poder, segundo impone sobre regímenes democráticos posteriores las deudas contraídas por sus predecesores lo que “mina la capacidad de los gobiernos democráticos de implementar reformas estructurales y otros programas políticos, volviendo así a tales gobiernos menos exitosos y menos estables de lo que serían de otro modo” (p. 54); y tercero, fortalece los incentivos para golpes de estado, puesto que cualquiera que logre imponer su voluntad mediante la fuerza, consigue este privilegio “como un premio adicional” (p. 55).

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