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Tabula Rasa

Print version ISSN 1794-2489

Tabula Rasa  no.6 Bogotá Jan./June 2007

 

«Hacer vivir y dejar morir»: foucault y la genealogía del racismo1

 

"To make live and to let die": Foucault on Racism

 

«Fazer viver e deixar morir» Foucault e Genealogia do Racismo

 

Eduardo Mendieta2

SUNY, Stony Brook (USA) Eduardo.Mendieta@stonybrook.edu

Recibido: 18 de enero de 2007 Aceptado: 25 de abril de 2007


Resumen

Este artículo aborda el seminario de Foucault de 1975-6 titulado Il faut défendre la société, o Defender la sociedad. El artículo no pretende resumir el curso, sino más bien discernir una constelación de puntos de partida radicales en el pensamiento de Foucault. Nos enfocaremos en la fuerte crítica a la hipótesis represiva del poder o hobbesiana, y el desarrollo de una concepción productiva o genealógica del poder. Esto está conectado con la cuestión del papel productivo del racismo en una nueva forma de poder y soberanía, una que Foucault denomina biopoder. El racismo es analizado en términos de cómo reintroduce en la soberanía biopolítica el poder de matar y de hacer morir, un poder que se ha distanciado de la soberanía en tanto se ha convertido en una forma de poder pastoral, como Foucault argumenta luego en sus conferencias. Finalmente, discutimos las formas en las cuales el análisis inmensamente original de Foucault en racismo puede ser utilizado en el contexto estadounidense para comprender la reiteración y virulencia de actos de violencia contra los sujetos racialmente marcados, y como esto desafía la filosofía política de nuestros tiempos.

Palabras claves: Foucault, biopoder, racismo, genealogía.


Abstract

This article considers Foucault's Collège de France seminar from 1975-6, entitled Il faut défendre la société, or Society must be Defended. The article does not aim to summarize the course, but rather to discern a constellation of radical departures in Foucault's thinking. We focus on the severe critique against the Hobbessian or repressive hypothesis of power, and the development of a productive or genealogical conception of power. This is in turned linked to the question of the productive role of racism within a new form of power and sovereignty, one which Foucault calls biopower. Racism is analyzed in terms of how it re-introduces into biopolitical sovereignty the power to kill and to put to death, a power that had slipped away from sovereignty as it become a form of pastoral power, as Foucault discussed in later lectures. Finally, we discuss the ways in which Foucault's immensely original analysis of racism can be utilized in the "North American" context to make sense of virulent and continuously recurring acts of violence against racially marked subject, and how this challenges political philosophy in our times.

Keywods: Foucault, biopower, racism, genealogy.


Resumo

Este artigo aborda o seminário de Foucault de 1975-6 il faut défrendre la société ou Defender a sociedade. O artigo não quer fazer um resumo da aula, senão discernir uma constelação de pontos de partida radicais no pensamento do Foucault. Enfocaremo-nos na forte critica á hipótese repressiva do poder hobbesiana, e o desenvolvimento duma concepção produtiva o genealógica do poder. Isto está conectado com o papel do racismo numa nova forma e soberania, uma que o Foucault denomina biopoder. O racismo é analisado em termos de como se mete na soberania biopolitica o poder de matar e de fazer morir, um poder que tem-se distanciado da soberania em tanto tem-se convertido numa forma de poder pastoral, como o Foucault diz logo nas suas conferências. Finalmente discutimos as formas nas quais o analise compretamente original do Foucault no racismo pode ser utilizado no contexto estadunidense para entender a reiteração e a mordacidade de atos de violência contra os sujeitos racialmente marcados, e como isto desafia a filosofia politica de nossos tempos..

Palavras chave: Foucault, biopoder, racismo, genealogía.


Los académicos de Foucault deben celebrar el hecho de que finalmente se hayan publicado las conferencias que dictó Michel Foucault durante los últimos catorce años de su vida en el Collège de France. Ellas les permitirán analizar el laboratorio académico de una de las mentes más originales del siglo XX. Les permitirán extraer un significado de los muchos vacíos en el corpus de Foucault, en particular los que se presentan en la obra de la última década. Estas conferencias son también especialmente importantes porque permiten tener una mayor exposición a sus actos de autocrítica dura e implacable, su incesante excavación de las ruinas del conocimiento y su ejemplar compromiso político e intelectual con los problemas actuales. Hasta donde he podido verificar, seis de los seminarios han aparecido en francés: los de 1974, 1975, 1976, 1978, 1979 y 1982. Mi artículo analizará el curso de 1976 titulado: «Hay que defender la sociedad» [Il faut défendre la société].3

Me abstendré de resumir el curso. Existe una muy buena reseña hecha por John Marks (2000), que hace un excelente recuento de los contenidos, y relaciona la trayectoria seguida en estas conferencias con las preocupaciones de Foucault a lo largo de su carrera intelectual con la guerra, la genealogía y la biopolítica. También existe una discusión breve, pero iluminadora de estas conferencias en la biografía intelectual de Foucault, escrita por James Miller (1993: 288-291). La obra de Laura Stoler, Race and the Education of Desire es también un muy buen punto de partida para entender estas conferencias, aunque quisiera prevenirlos contra las descripciones que hace Stoler de los contenidos de las conferencias, así como sobre las conclusiones generales que extrae de su lectura sesgada sobre las cintas que escuchó.4 Además, los estudiosos de Foucault pueden encontrar las descripciones de él mismo de sus conferencias en sus resúmenes, ahora traducidos en el primer volumen de Essential Works of Michel Foucault (Obras fundamentales de Michel Foucault).

Sin embargo, permítanme ofrecer el siguiente repaso sinóptico de las conferencias. Éstas tenían que ver con: primero y sobre todo una mirada retrospectiva de lo que había estado haciendo Foucault durante los últimos cinco años, desde que había sido elegido como miembro del Collège de France. Esta mirada retrospectiva buscaba separar los elementos conceptuales de la perspectiva que se usó en obras como la Arqueología del saber y Vigilar y castigar. En las primeras dos conferencias, publicadas en el volumen de 1980 editado por Colin Gordon, Conocimiento/Poder,5 Foucault expone su interpretación de la relación entre arqueología, genealogía y conocimientos subyugados, por un lado, y las formas legítimas, oficiales y eruditas de conocimiento, por el otro. Foucault distingue también entre dos paradigmas o formas de entender el poder. De un lado tenemos lo que llama la forma economicista del poder, que atribuye al soberano un derecho legítimo que luego puede ejercer sobre los sujetos como forma de contrato. Las palabras claves de esta representación de poder son: el derecho, la ley y la jurisprudencia. Ésta es la idea jurídica del poder. De otro lado, tenemos lo que llama una forma disciplinaria del poder, que es sobretodo antisoberana y antijudicial. Es una forma de control que ejerce la fuerza normalizando y creando las condiciones de vigilancia para imponer la docilidad de los sujetos. Es una forma de poder difuso y no actúa sobre los individuos, sino que determina un horizonte de acción. No disciplina, sino que normaliza. No funciona con base en reglas jurídicas o derechos, sino en normas y estándares que aluden a una tecnología social. Es un poder que surge con el desarrollo de las ciencias humanas y en particular con el de las ciencias de la normalización. De tal modo, este poder no está centralizado, sino que es difuso, no es propiedad exclusiva de alguien, sino anónimo, no se ejerce, sino que se transmite y se vive.

Lo que es en extremo notable es que al final de la segunda conferencia, Foucault conecta la cuestión de la genealogía como forma de análisis crítica y rebelde o insurrecta —o para plantearlo de manera más explícita, el dialecto de la relación entre los efectos de la verdad en el poder y del poder en la verdad— con la cuestión de la guerra. Las conferencias entonces se interesan por el rol de la guerra en la sociedad, y más precisamente por la manera como la guerra ruge tras la paz de la sociedad. Si la genealogía es una forma de guerra teórica contra el conocimiento establecido y normalizado, la cuestión está implícita, entonces hay una forma en la que la genealogía es la continuación de la guerra social por medios teóricos, y si tal fuera el caso, ¿qué tipo de guerra era ésta que dio origen a esta forma crítica de conocimiento? y ¿en qué lado estaban las fuerzas beligerantes que forjaron este nuevo tipo de arma? En segundo lugar, por lo tanto, pero en el mismo lugar de la primera, estas conferencias son una mediación en la guerra: guerras de conquista, de resistencia, civiles, raciales, de clases y la guerra total contra los enemigos putativos, y contra el cuerpo social mismo. Este segundo tópico de análisis puede plantearse en términos aún más ácidos: si la política es la guerra continuada por otros medios, y la crítica es la política continuada por otros medios, ¿no es la crítica una continuación de la guerra? y si puede establecerse tal relación, ¿qué tipo de crítica queremos que no sea una perpetuación de la guerra, en la que la instauración de un nuevo orden político vaya más allá de la insidiosa racionalidad de tener que someter la vida al control del Estado, y donde la concesión de derechos presuponga que el orden político autoriza vivir o ser reconocido como ser viviente?6

En tercer lugar, estas conferencias discurren sobre la razón política, o más bien sobre las fuentes de la autoridad política. Suministras mayores evidencias a aquellos de nosotros que hemos estado pidiendo una lectura política de la obra de Foucault. Es muy claro que él estaba obsesionado con la cuestión de las fuentes de la autoridad política, y en estas conferencias, se propone relacionar el desarrollo de las formas de conocimiento, lo que llama la historia política, con el proyecto de establecer fuentes legítimas de poder —volveré sobre esto en mayor detalle—. Finalmente, creo que el otro enfoque más importante de estas conferencias tiene que ver con el totalitarismo, y más específicamente, con el Estado totalitario. Dicho Estado se convierte en estas sesiones en el súmmum de la biopolítica, o lo que él llamó en sus conferencias de Tanner, un poder político pastoral, que debe ocuparse de todos y cada uno de los individuos en tal forma que su cuidado suponga estar preparado para sacrificarlos si van a ser salvados. Tal forma de Estado se considera la culminación de la lógica de la autoridad política desatada por la Revolución Francesa y la revolución política burguesa que dio origen al Estado democrático liberal moderno, que reúnen ambos las ideas grecorromanas y cristianas del poder jurídico y político. De hecho, la publicación de estas conferencias en inglés permite leerlas en serie con la obra de Hannah Arendt sobre el totalitarismo.

En lo que sigue, quisiera discutir de manera sucinta la cuestión del poder, su relación con la racionalidad política, y finalmente, la producción de las formas de conocimiento que en un punto han sido contestatarias e insurrectas, pero que con el tiempo cobraron legitimidad y se normalizaron, convirtiéndose así en parte de un sistema de normalización y control. Quisiera terminar analizando en mayor detalle lo que creo que es uno de los descubrimientos centrales de Foucault en estas conferencias, un hallazgo fundamental para todo el proyecto de comprensión del biopoder.

El poder es al sistema social lo que la informática al sistema informático. En ambos casos, ninguno existe fuera de lo que los realiza. No son entidades. Son nombres para lo que hace cierto sistema. Foucault es un nominalista histórico. No tuvo una teoría del poder, sino diferentes narrativas e hipótesis sobre la manera como se ejecutaban las formas de control social. El poder es si mucho el nombre para ciertos efectos, pero nunca el nombre para algo que alguien tiene o padece sin que ellos hayan de alguna manera participado de su transmisión. Aquí, me gustaría citar a Foucault hablando del poder en una entrevista, que merece citarse ya que fue realizada mediante un intercambio escrito, y porque proviene del mismo periodo de las conferencias que estoy analizando. Lo citaré en toda su extensión:

Que uno nunca pueda estar «fuera del poder» no significa que uno esté atrapado totalmente. Sugeriría más bien (pero estas son hipótesis por explorar): que el poder es coextensivo con el cuerpo social; no hay, entre los eslabones de sus redes, ninguna arena dorada de libertades básicas; que las relaciones de poder están entremezcladas con otros tipos de relaciones (de producción, de parentesco, familiares, sexuales) en las que juegan un papel condicionante y condicionado, que estas relaciones no obedecen una forma de prohibición y castigo única, pero que asumen múltiples formas; que su entrecruzamiento esboza los hechos de dominación generales, que esta dominación está organizada en una estrategia más o menos coherente y unitaria; que los procedimientos del poder dispersados, heteromorfos y locales se reajustan, refuerzan y transforman mediante tales estrategias globales, y todo esto con numerosos fenómenos de inercia, dislocación y resistencia; que uno no debe por tanto aceptar un hecho de dominación primario y masivo (una estructura binaria con el «dominador» en un lado y el «dominado» en el otro), sino una producción multiforme de relaciones de dominación que pueden integrarse parcialmente en las estrategias del todo; que las relaciones de poder de hecho «sirven», sino que de ninguna manera porque están «al servicio» de un interés económico tomado como primitivo, pero porque pueden usarse en estrategias; que no hay relaciones de poder sin resistencias; que estas últimas son las más reales y efectivas en la medida en que se forman donde se ejercen las relaciones de poder; la resistencia al poder no tiene que venir de ningún otro lugar para ser real, ni está atrapada porque es compatriota del poder. Existe aún más a tal grado que está donde está el poder; es por consiguiente, como el poder, múltiple e integrable a estrategias globales (Morris y Patton, 1979 [1977]: 55).

En las conferencias de 1976, Foucault se esfuerza por diferenciar las relaciones entre producción del conocimiento, verdad, efectos del poder y autoridad política que implican el tipo de análisis del poder sugerido por estos marcadores metodológicos. Si no existe «ejercicio del poder sin la economía de los discursos sobre la verdad», entonces sólo podemos ejercer el poder produciendo verdad. En este caso, la producción de verdad tiene que ver con el discurso histórico, es decir, con la producción de conocimiento histórico. Lo especial en estas conferencias es el periodo de tiempo que Foucault comienza a cubrir para ejemplificar las formas en las que el uso de relatos históricos, conocimiento histórico, contribuyó a la producción de cierto poder. Desde el siglo XVI hasta el XX, Foucault cubre las maneras como se usaron los relatos históricos para legitimar el poder de los invasores, un poder que se yuxtaponía al de los emperadores romanos, y los reclamos de la Iglesia sobre los señores locales. En el siglo XVI, se desarrolló una forma de narrativa local que buscaba reconciliar los pueblos invadidos con sus invasores de cara a un invasor imperial, cuyo yugo estaba fundado en formas de derecho teológico y jurídico. Contra el derecho divino de los reyes y el poder de los señores basado en la noción jurídica de los derechos naturales, se yuxtapone el poder de las castas de guerreros rebeldes, alzados, insurrectos, los salvajes nobles (que Foucault piensa que corre en las obras centradas en el poder de la guerra y la lucha, desde Boullanvilliers hasta Nietzsche), quienes reclaman sus tierras, o retornan a su lugar de origen, o quienes por descendencia son señores legítimos de una tierra. En el siglo XVI, la salida a la luz de narrativas a veces míticas, a veces folclóricas, a veces históricas sobre los orígenes de los francos, los germanos y los sajones, se enarbola de manera contestataria contra los reclamos de los señores y los papas. La ley y el poder, el derecho y la propiedad de la tierra surgieron del fango sangriento, la matanza y el fuego de la guerra. Así que contra la pax romana y la pax católica del Santo Imperio Romano, se enarbola la guerra de los pueblos. Estas guerras populares, que en el siglo XVII se convirtieron lentamente en una guerra racial, establecieron las condiciones para todos los análisis que funcionan sobre el presupuesto básico de que la política es la guerra seguida por otros medios. En otras palabras, tras la tranquilidad de la paz social retumba el rugido de la batalla. Es precisamente contra la guerra popular y la guerra de razas que podemos comprender a Thomas Hobbes, Nicolás Maquiavelo, y eventualmente, Klaus von Clausewitz. La transición se resume en la siguiente formulación: mientras que la narrativa histórica hasta el siglo XVI sólo se había ocupado de cantar las alabanzas al poder, de la celebración y la crónica de las hazañas reales de Señores y Reyes con investiduras divinas, se descubre una especie de conocimiento histórico que busca desenmascarar la violencia que se fermenta bajo toda ley. Si una forma de la historia era la memoria de reyes, sacerdotes y papas, la otra es la memoria de pueblos, guerreros y razas.

La teoría de la raison d'état, tan central en el surgimiento del pensamiento político moderno, debe leerse también contra el telón de fondo del estado de guerra permanente que impera en la sociedad. Pues los intentos de formalizar el poder del Estado en los alcances legítimos de lo que puede hacer, según sus propios intereses, es una forma en la que se estableció la noción medieval de la autoridad de origen divino y teológico. Pero, este poder del Estado, referido a los propósitos y la salud del Estado mismo, comienza a dar origen a ideas de aquello de lo que el Estado debe ocuparse legítimamente. Y a medida que comienza a surgir el Estado como una esfera de poder, el horizonte de su poder comienza también a configurarse. Al Estado se yuxtapone la sociedad, sobre la cual rige y a la cual supervisa. Un Estado legítimo, fundado en su autoridad, regenta no el poder de un soberano, sino a su pueblo. El Estado debe ocuparse de sus sujetos, y así comienza la síntesis de la noción medieval del poder legislativo y avalado por la divinidad con la noción judeocristiana del poder pastoral. Es esta fusión la que eventualmente da origen al biopoder, un poder que se individualiza por la disciplina, pero que también masifica, generaliza y normaliza haciendo de un pueblo una población. Esta nueva forma de poder político se acompaña con el desarrollo de nuevas instituciones, como la policía, los manicomios, hospitales, sanatorios y nuevas ciencias, como la Polizeiwissenschaft, la salud social, la psiquiatría y otros.

Del siglo XVIII al XIX, de la Revolución Francesa al origen del Estado biopolítico moderno, hay una transformación en el discurso de la guerra del pueblo, que se había convertido en una guerra de razas. La burguesía ahora reprueba un discurso que se había usado para rebatir la legitimidad el poder Romano y de la Iglesia, y más adelante el poder de los reyes. La normalización de las ciencias, su cientificación, se convierte sobre todo en un proyecto de rechazo al historicismo. Éste fue un subproducto lógico y necesario en el descubrimiento del rol político del conocimiento histórico. Desde el siglo XVI hasta el XIX, los funcionarios estatales usaron la historia para emprender una guerra contra supuestos usurpadores del poder nacional y para desafiar cualquier poder que hubiera traspasado sus límites jurídicos. El historicismo no es más que otro nombre para esta guerra interminable: la guerra de las narrativas históricas. Es este historicismo el que Hegel, al igual que Marx, buscó rechazar con su racionalismo. Es este historicismo el que la aparición de las ciencias sociales, con sus pretensiones de racionalidad, imparcialidad, objetividad e imparcialidad, buscó despreciar, aplastar y aplacar. El poder burgués es un poder legítimo porque está fundado en el uso del poder de acuerdo con los alcances del poder estatal, y porque delega a las ciencias normalizadas la atención de la población. El poder burgués es legítimo porque es racional, científico y auto-reprimido. Y quizá en ese sentido radica su mayor artificio. Pues en nombre de su auto-limitación, enmascara cuán cuidadosamente penetra cada dimensión de la vida social.

La narrativa desarrollada por Foucault en estas conferencias es más quisquillosa y detallada de lo que describo. El lienzo que Foucault pinta en estas conferencias no sólo se refiere a las guerras que engendraron nuestra sociedad, y sus novedosas formas de conocimiento, también se refiere a algo que me parece fascinante y provocador: la invención de un pueblo. Para desafiar y resistirse al poder de los invasores, así como al de los papas y reyes, y usando las narrativas desenmascarar sus actos de usurpación y tiranía, los elementos de un cuerpo social comienzan a apelar a las ideas de un pueblo, que entonces hace referencia a una raza, que entonces hace referencia a una población, y entonces se venera en la noción anodina de «sociedad». Desde una perspectiva foucaultiana, los objetos de estudio científico están constituidos en parte por las disciplinas que buscan estudiarlos. As, tal como la psiquiatría produce el demente, y la sexología al desviado sexual, y así sucesivamente, la teoría política en conjunto con el discurso histórico, producen un pueblo. Pero el discurso de la racionalidad política que surgió en el siglo XVI no elabora una idea unívoca de pueblo. Como la racionalidad política del Estado moderno se desarrolla y aumenta en intensidad, a medida que aumenta sus pretensiones al poder, un pueblo se convierte en una nación, en una población, en un fenómeno biológico que debe ser atendido por todas las ciencias al servicio del Estado. De manera análoga a cómo la sexualidad se convirtió en el locus de la producción de control, a tal grado que fue el eje de interacción entre los individuos y su entorno social circundante., la raza se convirtió también en el eje alrededor del cual el Estado de biopoder vino a ejercer sus pretensiones, de manera que pudo producir ciertos efectos de poder. Lo estimulante aquí es el vínculo que establece Foucault entre el surgimiento del biopoder y la constitución de algo que nos hemos habituado a llamar sociedad, mediante el cual en realidad queremos nombrar una población, un pueblo, una nación específica. Para Foucault, el surgimiento de la racionalidad política está ligado directamente a la constitución del objeto sobre el cual debe actuar. Y aquí puedo dirigir la atención hacia una de las lecciones centrales de estas conferencias, a saber que la teoría política debe ocuparse del surgimiento de la racionalidad política en términos no de su racionalidad, o de las pretensiones de razón, sino en términos de sus modalidades de operación. Tras la racionalidad política no está la razón, o más bien, la razón no es la coartada de la racionalidad política; en lugar de ello, la racionalidad política tiene que ver con el horizonte de su promulgación. Si aceptamos que Foucault es un nominalista histórico, y es un nominalista de pies a cabeza, en la forma como lo lee Rorty, y sin temor a equivocarme sostengo, entonces que no hay razón tras el poder político. El poder político en sí mismo no puede mistificarse. No hay poder sin el horizonte de su promulgación y los vehículos de su transmisión. Ésta es sin embargo una forma errónea de plantearlo. Los efectos producidos por cierta forma de organización del cuerpo social, de su estudio, de su legislación, de la atención a él, de asegurarse de que se atienda su salud y su protección en las maneras más cuidadosas y completas posibles, produce una confrontación de fuerzas, cuyos estancamientos momentáneos, confrontaciones, subyugaciones y dispersión se resumen en el nombre del poder. Y tal poder es el poder sobre la vida. La racionalidad política del Estado moderno es sobre todo una racionalidad basada en la forma en que tiende a la vida de la población. El poder del Estado biopolítico es una regulación de la vida, una inclinación, la educación y administración de lo viviente. La racionalidad política del Estado moderno total es el manejo del cuerpo viviente de las personas. Esta lógica se encarnó en el paroxismo del Estado nazi, pero también en los Estados comunistas, con sus gulags.

Hasta aquí he discutido la triangulación de Foucault entre los discursos de la producción de verdad, el poder que estos discursos representan y ponen a disposición de los agentes sociales, y la constitución de una racionalidad política ligada a la invención y la creación de su horizonte de actividad y vigilancia. Ahora quiero dirigir mi atención en el tema principal de la última conferencia de este curso. Este tema revela en forma única el poder y la perspicacia del método de Foucault. El tema se ocupa del tipo de poder que el biopoder permite, o más bien, de cómo la biopolítica produce ciertos efectos de poder al pensar lo viviente en una forma novedosa. Abordaremos el tema valiéndonos de un contraste: mientras que el poder del soberano en las épocas medievales y de la primera modernidad era el poder de hacer morir y dejar vivir, el poder del Estado totalitario, que es el Estado del biopoder, es el poder de hacer vivir y dejar morir. Foucault distinguió aquí una convincente asimetría. Si el soberano ejercía su poder con el hacha del verdugo, con la amenaza perpetua de la muerte, entonces se abandonaba la vida a sus dispositivos. El poder se exhibía sólo en el cadalso o la guillotina —su terror era el brillo de la espada desenfundada—. El poder era ritualista, ceremonial, teatral, y en esa medida parcial, molecular y de calendario. También era un poder que por su propia lógica jurídica tenía que someterse a la presión de derechos y reclamaciones. En el mismo ejercicio de su poderío, el poder del soberano revelaba su limitación. Es un poder localizado y circunscrito al teatro de su crueldad, y la escenificación de su pompa. En contraste, sin embargo, el poder del Estado del biopoder es sobre la vida De hecho, el poder se legitimiza en proporción directa a como provee por las condiciones de sobrevivencia y la propagacion de la vida. El Estado del biopower es el «welfare state» o el Estado de bienestar público. Por esta razón, un Estado pierde su legitimidad y credibilidad en tanto de que no puede bloquear las olas de la muerte ocasionada por las plagas, el hambre, o la violencia interna ocasionada por el crimen por la pobreza extrema. Que hay altas estadísticas de mortalidad infantil, o de jóvenes, o de viejos, etc, es inadmisible para un Estado del biopoder. La muerte se convierte en una acusación y falla fatal del Estado. La muerte, por esta razón, es exiliada del la vida pública y el cuerpo social.

Y es e este punto, o transición del análisis, que Foucault se pregunta: «¿cómo puede reclamar la biopolítica poder sobre la muerte?» o más bien, ¿cómo puede hacer morir a la luz del hecho de que su pretensión de legitimidad se funda en que resguarda, nutre y tiende a la vida? En tanto la biopolítica es el manejo de la vida, ¿cómo hacer morir?, ¿cómo mata? Se trata de una cuestión similar a la que se preguntaban los teólogos sobre el dios cristiano. Si Dios es un dios de vida, el dador de la vida, ¿cómo puede causar la muerte?, ¿cómo puede permitir que la muerte descienda sobre su don de la vida —¿por qué es una posibilidad la muerte si dios es el dador de la vida?— La respuesta de Foucault es que con el fin de reclamar la muerte, para poder infligir la muerte en sus sujetos, en sus seres vivos, el biopoder debe hacer uso del racismo; más precisamente, el racismo interviene aquí para otorgar al Estado de biopoder acceso a la muerte. Debemos recordar que la racionalidad política del biopoder se despliega sobre una población, que se entiende como un continuo de vida. Es este continuo de vida de lo que se ocupan la eugenesia, la higiene social, la ingeniería civil, la medicina civil, los ingenieros militares, los doctores y las enfermeras, los policías y demás, mediante un cuidadoso manejo de las carreteras, las fábricas, barrios, burdeles, barrios rojos, planeación y plantación de jardines y centros recreativos, y la manipulación de las poblaciones por medio de carreteras, acceso a las transformaciones públicas, ubicación de escuelas, entre otros. La biopolítica es el resultado del desarrollo y el mantenimiento del invernadero del cuerpo político, del cuerpo-política. La sociedad se ha convertido en el vivero de la racionalidad política, y la biopolítica actúa en la pululante biomasa contenida en los parámetros de esa estructura acumulada por las instituciones de salud, educación y producción.

Ahí es donde interviene el racismo, no desde fuera, de manera exógena, sino desde dentro, de manera constitutiva. Pues el surgimiento del biopoder como forma de una nueva forma de racionalidad política comporta la inscripción dentro de la misma lógica del Estado moderno, la lógica del racismo. Pues el racismo confiere, y aquí estoy citando: «las condiciones para la aceptabilidad de causar la muerte en una sociedad de normalización. Donde hay una sociedad de normalización, donde hay un poder que es, en toda su superficie y en primera instancia, y primera línea, un biopoder, el racismo es indispensable como condición para ser capaz de causar la muerte a alguien, con el fin de poderla causar a otros. La función homicida [meurtrière] del Estado, al punto de que el Estado funciona con base en la modalidad del biopoder, sólo puede asegurarse por el racismo» (Foucault, 1997: 227). Para usar los planteamientos de su conferencia de 1982: «La tecnología política de los individuos» —que incidentalmente remeda sus Conferencias Tanner de 1979— el poder del Estado después del siglo XVII, un poder que se ejecuta por medio de la policía, y se ejecuta sobre la población, es un poder sobre seres vivos, y en este sentido es una biopolítica. Y, para citar de manera más directa, «dado que la población no es más que lo que el Estado atiende por su propio bien, por supuesto, el Estado tiene el derecho de sacrificarlo, de ser necesario. Así, lo contrario de la biopolítica es la tanatopolítica» (Foucault, 2000: 416). El racismo es la tanatopolítica de la biopolítica del Estado totalitario. Son dos lados de una misma tecnología política, de una misma racionalidad política: el control de la vida, la vida de una población, la propensión al continuo de la vida de un pueblo.

Y con la inscripción del racismo en el Estado del biopoder, la larga historia de la guerra que Foucault ha estado contando en estas fascinantes conferencias ha tomado un nuevo giro: la guerra de los pueblos, una guerra contra los invasores, colonizadores imperiales, que se convirtió en una guerra de razas, para luego devenir una guerra de clases, se ha transformado ahora en una guerra de una raza, una unidad biológica, contra sus contaminadores y amenazas. El racismo es el medio por el cual el poder político burgués, el biopoder, reaviva los fuegos de la guerra dentro de la sociedad civil. El racismo normaliza y medicaliza la guerra. El racismo hace de la guerra la condición permanente de la sociedad, mientras que al mismo tiempo enmascara sus armas de tortura y muerte. Como escribí en algún otro lado, el racismo banaliza el genocidio haciendo cotidiano el linchamiento de amenazas sospechosas a la salud del cuerpo social. El racismo hace del asesinato del otro, de otros, un acontecimiento cotidiano al interiorizar y normalizar la guerra de la sociedad contra sus enemigos. Proteger la sociedad implica que estemos listos para asesinar a quienes la amenazan, a sus enemigos, y si entendemos la sociedad como unidad de vida, como un continuo de lo viviente, entonces estas amenazas y enemigos son de naturaleza biológica.

II

En un ensayo reciente Tom McCarthy señala que «ha predominado el desarrollo de herramientas conceptuales para analizar las dimensiones racializadas de la política moderna y contemporánea, y el cambio de los patrones de dominación social legalmente instituidos a la dominación anclada en las culturas y tradiciones del mundo de la vida, sus normas y valores, los patrones de socialización y las formaciones de identidad han permanecido en gran medida sin teorizar en la teoría política liberal» (McCarthy, 2001). Como respuesta a este diagnóstico, McCarthy procede en su ensayo a articular una crítica de la dicotomía de la teoría ideal-no ideal, que desarrolla en confrontación con la filosofía política de John Rawls. Después de algunas serias y devastadoras críticas sobre la ceguera teórica de Rawls en cuando a la raza, pese a las referencias que hace al desgaire sobre la resistencia y el recrudecimiento del racismo en la moderna sociedad estadounidense, McCarthy cierra ofreciendo los puntos de partida para una teoría crítica de la raza. Esta teoría buscaría combinar lo normativo, lo empírico y lo crítico. Tal teoría crítica sobre la raza busca combinar estos elementos porque desde el punto de vista de la teoría política normativa ideal «no hay medios teóricos al alcance para salvar la brecha entre una teoría ideal ciega al color y una realidad política codificada por él, pues la perspectiva de la teoría ideal ofrece una mediación teórica entre lo ideal y lo real —o más bien, que la mediación que proporciona es por lo general sólo tácita y siempre restringida de manera drástica» (McCarthy, 2001). En lugar de ello, una teoría crítica de la raza comenzaría como una «crítica del presente», por medio de lo cual buscamos alterar nuestro entendimiento de nosotros mismos ofreciendo genealogías de «idea aceptada y principios de razón práctica» (McCarthy, 2001).

Traigo a colación el ensayo de McCarthy, y las loables metas que allí discute, porque quiero argumentar que la obra de Foucault es relevante no sólo por razones eruditas y académicas, sino también porque el trabajo de Foucault sobre la raza, la biopolítica y el surgimiento de la racionalidad política, son particularmente relevantes en nuestro contexto contemporáneo precisamente porque pueden ayudarnos a desarrollar el tipo de perspectiva que delinea McCarthy. La obra de Foucault nos permite combinar, justo como nos urge a hacerlo McCarthy, lo empírico, lo normativo y lo crítico, en términos de genealogías sobre nuestras «ideas y principios aceptados de razón práctica». Además, la obra de Foucault es la más relevante porque, y esto va a ser un argumento principal, estamos en una coyuntura histórica en la que las instituciones, o dispositifs, los conocimientos, las verdades y los dóciles cuerpos producidos por sus interacciones han alcanzado la cima de su expansión y sofisticación. En 1976, cuando Foucault hablaba sobre la raza, la biopolítica y los discursos de verdad en términos de la producción de conocimientos históricos, lo hacía como un europeo mirando a Auschwitz, los Gulags o sistemas de represión rusos, y los equilibrios raciales del totalitarismo, por un lado, y de los momentos revolucionarios, por el otro. Nuestra perspectiva contemporánea, así como nuestro locus de reflexión, es diferente. Y es a la luz de este contexto cambiado que creo que hoy cuando buscamos desarrollar teoría crítica sobra la raza debemos prestar especial atención a tres áreas de investigación, o campos de exploración genealógica, lo que nos permitiría entender cómo nuestras ideas y normas políticas llegaron a ser lo que son. Estas tres áreas conciernen:

la violencia racial realizada por una población sobre su propio cuerpo-político, la violencia racial por parte del Estado, y la producción del cuerpo-político por el Estado y sus discípulos, tecnologías y proyectos de control de la población que lo acompañan. Las primeras dos áreas están cubiertas por la historia de las instituciones racistas en los Estados Unidos. Más específicamente, si entendemos que el racismo tiene que ver con el control de la vida mediante la creación de un cese en el cuerpo viviente de la población, que requiere una vigilancia urgente y excepcional, uno que podría demandar una medida extrema y de emergencia, a saber la de causar la muerte a la amenaza ahora internalizada; si, en otras palabras, entendemos el racismo como la normalización del estado de emergencia contra una amenaza biológica, entonces debemos buscar entender las instituciones que normalizan los mecanismos para afrontar las amenazas raciales. Plantearé que dos instituciones que han ejecutado este rol en los Estados Unidos fueron, y lo siguen siendo, el linchamiento y la pena de muerte.

El linchamiento, como queremos asumirlo, era una violencia no normativa, no legal y por fuera del Estado. Cierta población, que se identificaba racialmente, ejerció esta violencia sobre ciudadanos racializados; el linchamiento, en otras palabras, es la violencia racial ejecutada por el cuerpo-político sobre sí mismo. Sin embargo, como lo demuestra de manera exhaustiva y vívida el trabajo de reciente publicación de Philip Dray, At the Hands of Persons Unknown:The Lynching of Black America, el linchamiento era una instituciones normalizada y normalizante, cuya interrupción, aunque no su total desaparición, tomó décadas de presión a los extranjeros. Los linchamientos se daban con el conocimiento explícito de los «miembros respetados» de la comunidad, y con la aprobación tácita de las autoridades «legales y de policía» en esas comunidades. El linchamiento era la rutinización de la violencia racial, y lo que es obvio es que no era impredecible ni un paroxismo atávico, lo que explica su larga duración en los Estados Unidos. Un análisis «genealógico y arqueológico» del linchamiento revela cómo funcionaba en la base de la creencia de que los negros eran una amenaza para la salud del cuerpo social, y cómo debía dicha amenaza ser expurgada por los miembros «saludables» de la comunidad, y el castigo del violador de la salud de la comunidad debía realizarse por una justicia y un poder hechos rutinarios, anónimos y cotidianos.

La pena de muerte, por el otro lado, es el refinamiento del sistema de linchamiento, y usamos la frase del reverendo Jesse Jackson, la pena de muerte no es sino un linchamiento legalizado, un linchamiento apenas velado por la chapa de la medicalización, la legalización y la profesionalización. Es en realidad extraño, aunque no completamente casual, que el libro de Robert Jay Lifton y Greg Mitchell Who Owns Death? Capital Punishment, the American Conscience and the End of Executions, tenga tres capítulos, en la segunda parte titulada Executioners (Verdugos), que aborda: 4. Directores de prisiones y guardias, capellanes y médicos; 5. Fiscales y gobernadores; 6. Miembros del jurado y jueces. El capítulo cuatro es particularmente importante porque se nos dan ilustraciones de la manera como un Estado biopolítico usa las tecnologías de la normalización, y los discursos de la normalización, para hacer del asesinato de ciudadanos, algo no sólo legal, sino también necesario e incluso indispensable. De un lado, están las tecnologías de la normalización del proceso de asesinato, que es ejecutado por los guardias y los directores de la prisión. De otro, están los discursos y ciencias médicos, que intervienen en la normalización de la muerte infligida a los ciudadanos. Lo digno de mencionar en el libro de Lifton y Mitchell es que ponen en primer plano cómo la muerte de otro ser humano se vuelve aceptable haciendo el acto del asesinato anónimo, es decir, autómata y mecanizado. La responsabilidad del asesinato se diluye; de hecho, esta responsabilidad se disuelve en tanto las máquinas que ayudan en las ejecuciones introducen la incertidumbre. El otro elemento que ponen bajo la luz los autores y que plantea interés para un análisis de los dispositifs racistas del bioestado, es la forma como la medicina y psiquiatría son constitutivas de todo el proceso de causar la muerte de los ciudadanos. De hecho, puede decirse que producir la muerte por medio de alguna especie de «máquina» que busca minimizar el dolor de las víctimas (la guillotina, la cámara de gas, las inyecciones letales) son formas como la medicina interviene en nombre del Estado para hacer más eficiente y legítima la función suicida del bioestado. El área de investigación final, aquella en la que el Estado participa realmente en la producción del cuerpo vivo de una población, tiene que ver con la genómica, de la que puede decirse que interviene en el cuerpo viviente de una población en formas nunca anticipadas. La actual genómica, puedo decirlo, es una continuación de la eugenesia del siglo XIX y comienzos del XX. Esto se debe a que al igual que la eugenesia, la genómica moderna busca producir el mejor cuerpo-político que sea posible. De un lado, tenemos que estudiar el rol del Estado en el desarrollo de toda el área de la genómica, por medio del Proyecto del Genoma Humano. Del otro, tenemos que estudiar la forma como las tecnologías relacionadas con el genoma humano dan origen a una serie de desafíos que tocan aspectos legales, políticos y científicos. De un lado, tenemos la producción de estos conocimientos y ciencias por parte del Estado. Del otro, tenemos los intentos por parte del Estado de regular legal y fiscalmente las maneras como las personas pueden tener acceso a algunas de estas tecnologías. A la vez, tenemos los movimientos para resistir la monopolización del Estado de dichas tecnologías. A medida que nos enfrentamos a los desafíos de la genómica y la biotecnología, una filosofía política que aborde cuestiones de justicia y desigualdad perdurable simplemente en términos de modelos ideales y normativos, puede en realidad convertirse en un impedimento para luchar con las formas en las que el poder del bioestado es aumentado de manera exponencial por sus instituciones de biopoder, y como ese biopoder es racializado, racializante, y un augurio y una incitación permanentes a la violencia racial.

(Traducción del manuscrito original en inglés de María Luisa Valencia)


1 Este artículo es el resultado de la investigación del autor en Stony Brook University, sobre teorías de la modernidad, postmodernidad y postcolonialismo.

2 Ph.D. 1996, New School for Social Research.

3 Publicado en el 2000 por Fondo de Cultura Económica bajo el titulo de Defender la sociedad. Estas conferencias habían sido publicadas por Editorial la Piqueta con el nombre de Genealogía del racismo en 1992.

4 En pocas palabras, en la obra de Stoler percibo dos críticas esenciales. Por un lado, que Foucault no logró prestar suficiente atención a las dimensiones coloniales del surgimiento de la biopolítica. Por el otro, Stoler afirma que Foucault abandonó la línea de investigación que había seguido en las conferencias de 1976. La primera crítica sólo puede aceptarse si quitamos fuerza a sus peticiones. En otras palabras, Foucault no logró prestar atención a los detalles de la forma en la que la normalización del cuerpo político de una población estaba relacionado con proyectos de colonización extranjera. Sin embargo, Foucault no es conceptual ni teóricamente ajeno a esta complicidad e interdependencia. En un punto de las conferencias, se refiere explícitamente a la forma en la que la aparición del estado del biopoder es una forma de colonización interna, en la que la táctica de la domesticación y la normalización del cuerpo colonizado se aplican al cuerpo colonizador. La segunda crítica se caería si leemos las conferencias de 1976, junto con las de 1977, así como sus conferencias de Tanner y las recopiladas en el libro editado por Martin, Gutman y Hutton (1988). Creo que los dos últimos volúmenes de la historia de la sexualidad que debían imprimirse durante la vida de Foucault eclipsaron su obra sobre la gubernamentalidad y la racionalidad política (Burchell, Gordon y Miller, 1991).

5 Casi todos los capítulos de esta compilación, fueron publicados en castellano por Editorial la Piqueta bajo el nombre de Microfísica del poder.

6 Foucault llegó a entender su obra sobre biopolítica como una crítica a las fallas de los movimientos revolucionarios de los sesenta, pero también como un proyecto constructivo que intentaba distinguir los lineamientos de un nuevo ethos político más allá de la lógica demoníaca de los estados biopolíticos modernos. Aquí serían puntos de partida indispensables las obras de Lemke (1997), Agamben (1998) y Dean (2001). Espero retornar a sus críticas constructivas a la obra de Foucault en un trabajo posterior.


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