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Antipoda. Revista de Antropología y Arqueología

Print version ISSN 1900-5407

Antipod. Rev. Antropol. Arqueol.  no.7 Bogotá July/Dec. 2008

 

PARA UNA SOCIOLOGÍA HISTÓRICA DE LOS ESPACIOS PERIFÉRICOS DE LA NACIÓN EN AMÉRICA LATINA

Enrique Rajchenberg S.1 / Catherine Heau-Lambert2

1Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Correo electrónico: enriquer@economia.unam.mx

2Escuela Nacional de Antropología e Historia (INAH)


RESUMEN

En el siglo XIX las fronteras de las naciones latinoamericanas albergaron territorios simbólica y políticamente desiguales: la sede de los poderes políticos era considerada como el "corazón de la patria", mientras que vastos territorios más alejados de los centros de poder fueron tratados como "desiertos" humanos, negando así, incluso, los derechos a la vida de las poblaciones originarias. Esta construcción histórica y simbólica de la comunidad nacional persiste hasta nuestros días. Se ilustra este planteamiento de un territorio nacional simbólicamente discontinuo y desigual con el septentrión mexicano. Se aborda el análisis desde la geografía cultural, la sociología y la historia.

PALABRAS CLAVE
Territorio y comunidad nacional. Geosímbolos e identidad nacional. Fronteras nacionales y fronteras interiores. El norte de México: indios nómadas versus civilización.


ABSTRACT

In the XIXth century, when Latinamerican nations got independent from Spain, their territories within the new international limits, cover large pieces of land symbolically and politically unequal: the region where seats the government was considered as the "fatherland's heart". Vast territories far from the political center were treated as human waste lands or deserts, denying thus any rights to the indigenous populations, inclusive the right to live. This historical and symbolical building of national communities is still going on at present times. This approach of a national territory symbolically discontinuous and uneven is illustrated by the great Mexican North. The analysis works with cultural geography, sociology and history.

KEY WORDS
Territory and national community, Geosymbols and national identity, national borders and domestic frontiers, Mexican north: nomadic Indians versus civilization.

FECHA DE RECEPCIÓN: SEPTIEMBRE DE 2008 / FECHA DE ACEPTACIÓN: DICIEMBRE DE 2008


Un fenómeno llama la atención en los países de relativa gran extensión en América Latina. Casi doscientos años después de consumadas las independencias hispanoamericanas y también casi dos siglos después de haberse iniciado la formación de los Estados nacionales, vastos espacios sobre los cuales hace valer su soberanía siguen estando ausentes de la simbolización de la comunidad nacional. Es como si fueran excedentarios respecto a la existencia de la nación. En otras palabras, mientras determinados espacios están densamente cubiertos por referencias a un pasado compartido, otros no parecen evocar absolutamente nada y quedan confinados a la condición de desierto. Dos casos en América Latina son paradigmáticos en esta perspectiva: el de Argentina y su inmenso sur y el de México y el llamado Gran Norte, que se extendía en tiempos coloniales desde Zacatecas hasta los confines septentrionales del antiguo virreinato de la Nueva España, aunque también podríamos ejemplificar con los casos de Chile al sur del Bío Bío, de Colombia y, por supuesto, con el de Brasil y su inmensa Amazonia.

Esta estrechez del espacio donde reside el espíritu de la nación remite al resto a la condición de otredad territorial y bárbara, vale decir, no civilizada. Cuanto menos amplia es la inclusión de todo el territorio en la representación simbólica de la nación, más vasta es dicha región.

En este escrito sintetizaremos la investigación que hemos realizado en torno a esta problemática.3 Nos hemos consagrado fundamentalmente al estudio del siglo XIX, no por elección azarosa, sino porque nos pareció que el fenómeno que nos preocupaba tenía raíces históricas mucho más profundas que las contenidas en el siglo XX. La razón por la cual la estrechez de la simbolización territorial de la nación persiste en el siglo pasado y en el presente sólo puede ser por ahora enunciada como una hipótesis.

En primer lugar, para poder construir el objeto de estudio referido, exponemos la necesaria articulación de conocimientos producidos por disciplinas académica y formalmente separadas entre sí. Se trata fundamentalmente de la aproximación desde la sociología y la historia a la geografía social y cultural. En segundo término, revisaremos someramente las contribuciones que se han hecho sobre el tema en América Latina. Por último, desarrollaremos también brevemente los resultados de nuestra propia investigación sobre el México decimonónico.

LOS ENTRECRUZAMIENTOS DISCIPLINARES

Desde el seminal libro de Benedict Anderson, Comunidades imaginadas, las investigaciones sobre cómo se construye una nación han proliferado. Recuperando literalmente su propuesta o distanciándose de ella4, los historiadores, sociólogos, antropólogos historiadores, dejaron atrás la visión sustancialista de la nación para indagar cómo había sido inventada. ¿Quiénes eran sus artífices? ¿Qué dispositivos se habían seleccionado para representar a la nación? ¿Cómo se había ido transformando la misma concepción de nación? ¿Qué conflictos había desatado la imposición de una concepción en vez de otra u otras? En fin, la nación ya no era una entidad inmutable que permanecía idéntica en el tiempo y de la que había que narrar su existencia en medio de la zozobra —vgr. México a través de los siglos, vale decir, la magna obra coordinada por Vicente Rivapalacio durante el porfiriato— para salir de ella siempre incólume y victoriosa.5 Su incorporación a los estudios sociohistóricos requirió su desustancialización para demostrar su condición de hecho social e histórico.

Tres cuestiones quedaron establecidas a partir del aporte andersoniano. La primera, relativa a la modernidad de la nación, evidencia que la nación es un fenómeno originado en el siglo XIX o fines del XVIII y que, por lo tanto, buena parte del trabajo de los ideólogos nacionalistas consiste en hallar "pruebas" que documenten la antigüedad remota de la nación: "Las naciones, como las narraciones, pierden sus orígenes en los mitos del tiempo" (Bhabha, 1990:1)6. En América Latina, donde la nación se construyó tras la caída del régimen colonial, fue preciso que se demostrara la preexistencia de una nación a la llegada de los españoles al continente a fines del siglo XV.

La segunda coincide en demostrar la estrecha relación entre la formación del Estado y la nación, es decir, la nación se desenvuelve en el seno de relaciones de poder y de conflicto. Por una parte, se trata de evidenciar cómo la construcción de la hegemonía nacional es un proceso confrontado a otras concepciones del "ser" nacional y, por otra, del borramiento por el nacionalismo de aquellos capítulos de la historia que contradicen la unidad de los miembros de la nación. Recuérdese la famosa sentencia de Ernest Renan: "El olvido, e incluso diría que el error histórico, son un factor esencial en la creación de una nación (Renan [1882], 2000:56). Respecto al primer punto, debe destacarse la contribución de Florencia Mallon al demostrar cómo tanto en México como en Perú las comunidades campesinas eran portadoras de una concepción de nación confrontada a la de las élites del poder. De esta manera, se descarta también la estereotipada noción de un campesinado incapaz de elaborar una perspectiva nacional respecto a élites dotadas de esa habilidad y, por lo tanto, mejor capacitadas para el dominio de la nación y de su representación (Mallon, 2003).

La última cuestión, pero no la menos importante, la referente a la misma definición de la nación como comunidad imaginada. En efecto, Anderson explicó que la nación consiste en crear relaciones horizontales que establecen parentescos imaginados entre individuos que, sin embargo, jamás llegarán a conocerse. En ese sentido, la nación genera un sentimiento de pertenencia, vale decir, identidades labradas en torno a una historia compartida y cuyos símbolos son diversos. Desde este punto de vista, la construcción de la nación entraña también "una ficción de homogeneidad" (Palti, 2007:58) porque se seleccionan artefactos susceptibles de representar a muchos y diversos, con historias no sólo heterogéneas sino enfrentadas.

Precisamente, esta última fue una de las aristas más exploradas por los investigadores: la invención de antiguos textos literarios para conferir a una cultura credenciales multiseculares (Anne-Marie Tiesse, 2001); la selección de imágenes (Florescano); la designación de fechas para la conmemoración de hechos del pasado cuyo significado todos compartirían (François-Xavier Guerra, 2003)7; y la inclusión-exclusión del indio de las raíces de la nación (Brading, 1988 y Rozat, 2001), entre otros.

No obstante la variedad y riqueza de los hallazgos, hay una dimensión no explorada, la del territorio, que, sin embargo, es determinante en la construcción de las identidades nacionales: "El territorio es un constructor de identidad, tal vez el más eficaz de todos" (Bonnemaison y Cambrézy, 1996:14). En efecto, el pasado compartido como cimiento de una identidad cobra fuerza a través de su espacialización, es decir, la historia escrita en el espacio es el contenido de la geografía nacional. El territorio queda así investido de una fuerza simbólica capaz de unificar sentidos en torno al espacio habitado y materialmente ocupado.

Llegados a este punto, es preciso tender puentes epistemológicos hacia la geografía cultural porque es ésta la que ha producido un andamiaje conceptual que permite organizar el problema que tratamos de abordar.

Para los geógrafos actuales, el territorio no se reduce a la noción euclidiana de un espacio mensurable, sino que refiere, entre otros, el proceso de ocupación mental de un espacio que queda simbolizado y al que, en la misma medida, se le atribuye un sentido que promueve la afectividad de un grupo social.

La escritura del espacio implica la "colocación" de marcadores espaciales, esto es, de geosímbolos.8 Una montaña, un río o un valle pueden ser marcadores espaciales que se convierten en símbolos de una experiencia histórica de una pretendida comunidad nacional. La literatura puede también crear geografías a través de los paisajes literarios los cuales van simbolizando el espacio (Crang, 1998).

¿Cómo se escogen dichos símbolos y quién los escoge? El concepto de región focal refiere el territorio que metonimiza a la nación en su conjunto. Es la que concentra el espíritu de la nación, el "corazón de la patria", dirán algunos. Ello significa que la simbolización no es homogénea: ciertos territorios son hermanados, otros son excluidos o escasamente emparentados. En el corazón, hay una densidad simbólica que contrasta con el páramo de significados de otros, confinados a la condición de desiertos, noción sobre la que regresaremos ulteriormente. Esta partición del territorio nacional implica, por lo tanto, el establecimiento de fronteras interiores que distinguen el nosotros del ellos, habitantes de un territorio estigmatizado o pobremente valorizado.

Ingresamos así al segundo concepto, el de frontera, que los geógrafos han desarrollado y que lo sitúa en un contexto teórico distinto al del derecho internacional. Desde el punto de vista teórico de la identidad, el concepto de frontera precede al de territorio porque la construcción identitaria inicia siempre con la definición del grupo social respecto a su diferencia del otro. Los rasgos que se atribuyen al otro constituyen lo que uno mismo no es. Vale decir que la construcción de la alteridad es anterior a la identidad.

Precisamente, la frontera delimita un dentro y un afuera territorial, un aquí y otro lugar y, consiguientemente, incluye a los que se sitúan de un lado y excluye a los que se encuentran en el otro: "La frontera permite designar la alteridad" (Groupe Frontière).

Más aún, la frontera distancia ficticiamente territorios contiguos. En este sentido, la frontera produce la ilusión óptica de hacer parecer distante lo que es cercano (Gay, 1995:81). Pero al mismo tiempo, la frontera es un lugar peligroso: la frontera "dibuja una geografía del peligro y de la obsesión" (Nordman, 1998:56). Las regiones fronterizas son revestidas de significados de violencia endémica y de afirmación de la masculinidad, sustraidas al imperio de la autoridad política. En otras palabras, la frontera resguarda la región focal, aquella en que reside el "corazón" de la nación. La lejanía de ésta respecto a aquella brinda el sentimiento de seguridad de que la nación seguirá existiendo. A su vez, el acercamiento de la frontera entraña el terror de ver amenazada la misma identidad de la comunidad imaginada. En síntesis, la frontera constituye "un paisaje del miedo" (Yi-Fu Tuan en Serje, 2005).

El otro, el que se sitúa del otro lado de la frontera, es el extranjero y, eventualmente, el enemigo. No se trata necesariamente del ciudadano de otra nación, sino de habitantes de la misma. El concepto de fronteras interiores da cuenta de esta problemática (Bartolomé, 2006:278), consistente en excluir de la nación a poblaciones enteras que no se acomodan al patrón identitario nacional y que son relegados a la condición de bárbaros cuyo destino es, consecuentemente, la desaparición física para que sobreviva y se expanda la civilización:

    La frontera que marca la mismidad [selfhood] de la nación interrumpe el tiempo autogenerante de la producción nacional y altera la significación del pueblo como homogéneo. El problema no es simplemente la "mismidad" de la nación como opuesta a la alteridad de otras naciones. Nos enfrentamos con la nación escindida dentro de sí misma [itself], articulando la heterogeneidad de su población (Bhabha, 2002:184).

Articulemos ahora ambos conceptos desarrollados, el de territorio y el de frontera y, particularmente, el de fronteras interiores. La simbolización del espacio mediante marcadores delimita el perímetro de la nación. La espesura geosimbólica o, al contrario, su escasez o ausencia señaliza hasta dónde llega la nación o sea hasta dónde se extienden las relaciones de parentesco entre quienes comparten un pasado. Los que quedan del "otro" lado no son familiares y, en el mejor de los casos, son hijos entenados de la nación. Son un peligro para la nación y su acercamiento a la región focal, vale decir, el corrimiento de la frontera, anuncia el grave peligro para la sobrevivencia de la comunidad nacional.

LOS "DESIERTOS" LATINOAMERICANOS

Grandes porciones de los antiguos virreinatos hispanoamericanos convertidos en países independientes quedaron consignados como desiertos en el sentido de espacios baldíos y vacíos a pesar de estar habitados por pueblos originarios y colonos españoles y mestizos. La categoría no es propia del siglo XIX, sino que se remonta al periodo colonial para aplicarla a todos los espacios no colonizados, vale decir, no evangelizados y su población no sometida al dominio español.

El contraste entre la región focal y éstos se produce de diversos modos: la primera siempre se describe con colores vivos, con una fauna y flora atractiva, con climas saludables; los segundos son, en cambio, áridos, infectados de fauna nociva, como veremos posteriormente y con más detalle para el caso mexicano. La primera posee una abundancia de símbolos que atestiguan del pasado que hermana a todos los connacionales; los otros quedan representados con cactus, planta del desierto.

La "desertificación" simbólica del territorio ha sido en algunos casos explicada como un legado de la dominación española que no alcanzó a completar la colonización de su imperio hasta sus últimos confines. Se sugiere entonces que ésta avanzó sobre un eje sur-norte, desde Buenos Aires hasta el Río Bravo, donde se detuvo. Las independencias de los albores del siglo XIX no permitieron consumar el trayecto justamente cuando, poco después, se iniciaba la expansión estadounidense hacia el sur y hacia el oeste, justificada por el fracaso de la colonización española, es decir, por haber sido incompleta (ver Jiménez, 2006:456). El escollo que representa esta interpretación es que los desiertos simbólicos de México, su septentrión, no son exclusivos en el continente, sino que, como decíamos en un inicio, todos los países de la región poseen el mismo legado. El carácter inconcluso de la colonización no nos parece una interpretación satisfactoria.

En otros casos, se ha dicho que en América Latina el territorio de cada Estado es más grande que la nación, o sea, la ambición de soberanía estatal no se corresponde con su capacidad de unificar los territorios, de nacionalizarlos. El déficit de la representación territorial sería entonces un problema de voluntad política o de debilidad estatal. Inversamente entonces, el fortalecimiento del Estado consumaría al fn la coincidencia entre éste y el territorio.

La crítica a esta postura ha recuperado las contribuciones de los estudios subalternos. Así como Occidente produjo un "otro" bárbaro a través de la reducción de todos los territorios que se encontraban al este y al oeste de su continente, la misma operación se repitió en cada país latinoamericano.9 Cada élite central confinó a los márgenes de la barbarie a todos aquellos territorios fuera del suyo propio. Desde Europa, se denominó orientalismo, siguiendo a Edward Said, lo que en Hispanoamérica eran desiertos. No se trata entonces de una debilidad congénita a las oligarquías y élites letradas de nuestro continente, sino de una característica propia de la modernidad occidental, reiterada en el Nuevo Mundo. Así como Hispanoamérica era el territorio bárbaro para los españoles,10 cada élite reproduciría el mismo esquema.

Ello significa que las fronteras internas no son sino expresión del colonialismo interno que prolonga el dominio metropolitano más allá de las independencias hispanoamericanas. La alteridad no se fundamenta en los rasgos atribuidos a los miembros de otro Estado-nación, sino que se define respecto a habitantes del mismo Estado territorial, recluidos a la condición de bárbaros.11 Estos son los habitantes del desierto porque éste es un territorio no civilizado. Es el "desierto de las almas", decía Vasconcelos en los primeros años del siglo XX cuando tuvo que recorrer el norte de México, porque en él sentía la extranjeridad del lugar como si estuviera no sólo en otro país, sino en un no-lugar.

Como señalamos al inicio, los "desiertos" latinoamericanos son propios de los países de relativa gran extensión. El desierto argentino se extendía desde la provincia de Buenos Aires hasta el extremo sur del continente; en Brasil, el término de vacío amazónico sigue utilizándose aunque no exista en el planeta región más ocupada biológicamente que ésta; en Colombia, al igual que en México, el altiplano era el epítome de la nación acechada por territorios amenazadores.

Desiertos, tierras baldías, significan que lo que en ellos se encuentra equivale a que estén vacíos y que, consecuentemente, pueden ser ocupados y la población asentada exterminada. Los diversos proyectos de colonización de los desiertos a lo largo del siglo XIX mediante la atracción de inmigrantes preferentemente europeos, se inscriben en esta lógica.

Los indígenas de los desiertos se construyen como personajes de barbarie porque su nomadismo y su organización política no estatal son el contrario de lo que se considera el alfa y el omega de la civilización. En el siglo XVI, la definición de chichimeca, es decir, de los habitantes del septentrión novohispano por un clérigo peninsular, es significativa: "La ignominia de todos los y indios que andan vagos sin casa ni sementera y que se podrían comparar a los arabes o alarabes africanos (Fray Guillermo de Santa María —1575-1580— citado por Betancourt, 2008:109).12

A partir de estos dos rasgos definitorios, la similitud trazada entre el indio y el animal era el paso siguiente. El canibalismo atribuido a los indígenas, los gritos que se comparaban con aullidos de lobos13 y la violación de mujeres blancas y mestizas permitían confirmar que los desiertos eran puro estado de naturaleza. Incluso se diferencia el indio del altiplano, como heredero de una civilización derrotada pero valiosa y como agricultor sedentario, llamado indio de paz, del bárbaro de los agrestes desiertos.14

El estado de naturaleza que prevalece en el desierto justifica la labor civilizatoria a sangre y fuego. Desde la tradición hobbesiana, el estado natural es indeseable y debe ser trascendido por cualquier medio. Por su parte, los indios, al ser naturalizados o, como bien señala Mónica Quijada, arqueologizados y paleontologizados, no son vistos en clave histórica, sino sumidos en la inmovilidad, enemiga del Progreso (Teobaldo y Nicoletti, 2006).

A diferencia de los desiertos, el centro de la nación aparece como sede incuestionable de la civilización. Su clima, su vegetación, su fauna y la influencia que ejercen sobre los temperamentos de sus habitantes lo confrman15: "...El altiplano era apreciado como una tierra sana, bella y fértil... En el altiplano se respiraba un aire tranquilo y se regocijaban los sentidos, ante la presencia de un paisaje domesticado y cultivado de vieja data" (Arias Vanegas, 2005:91).

Si la nación debe mostrar un rostro de civilización que lo haga comparable a las naciones occidentales, su rostro público no puede ser sino éste y, por lo tanto, convertirse en el centro de la nación cuya belleza se magnifica por efecto de contraste: "La consolidación de la identidad del centro implica la reificación de sus márgenes" (Serje, 2006:6).

La distancia respecto al centro es igual a la lejanía de la civilización e inversa a la proximidad de un mundo temible y fronterizo donde la amenaza acecha a cada paso: "Para el geógrafo mezquino, decía un autor colombiano en 1956 , abstraído en el universo estelar, nada significa este trozo de selva y de llanura, a donde no llega el caudaloso rumor de la Patria remota" (Luis Eduardo Páez —1956 — en Serje, 2005:17 2).

Si los márgenes de la nación permiten definir el centro por medio de la construcción de la alteridad, significa que no son propiamente parte de la identidad nacional, sino su revés, como ha dicho Margarita Serje. Pero ¿qué sucede con los criollos y mestizos apostados en los márgenes? Fueron en gran medida despreciados por las élites centrales, lo cual, a su vez, condujo a la construcción de una identidad regional fronteriza que, lejos de pretender oponerse a la identidad nacional, era la forma de ganarse un lugar en ella (Rangel, 2008).

La posición de los márgenes hispanoamericanos contrastaría con el lugar de las fronteras en la conformación de la identidad estadounidense, de acuerdo con la tesis de Frederick Turner. Aunque la tesis turneriana ha sido impugnada, lo cierto es que la construcción mítica del frontierman alimentó el imaginario estadounidense como arquetipo masculino de quien desafía al mundo salvaje para ordenarlo.16 El hombre rudo y temerario, sin finos modales urbanos, se sitúa en las antípodas de sus homólogos latinoamericanos para devenir figura heroizada17.

EL "DESIERTO" SEPTENTRIONAL DE MÉXICO

En las páginas anteriores hemos ejemplificado ocasionalmente algunas hipótesis teóricas con el caso de México. Ahora lo expondremos más ampliamente porque, como se dijo al inicio, constituye nuestro objeto de estudio más específico.

Nos apoyamos en cuatro tipos de documentos cuya lectura fue guiada por el enfoque teórico sintetizado arriba. Se trata de la literatura, de los libros escolares, de las crónicas de viajeros y, por último, de la prensa. Todas estas fuentes se originaron en el centro del país y, consiguientemente, revelan la concepción que desde ahí se elaboraba acerca del septentrión. Estamos frente a material escrito en un país en que tal vez sólo el 15% de la población estaba alfabetizado. Es siempre materia de debate el grado en que se difunden textos escritos en una población mayoritariamente analfabeta —vgr. la lectura en voz alta18—, pero no cabe duda de que eran productos culturales para forjar identidades de las élites sociales.

Si la conquista española del altiplano central fue una empresa relativamente rápida, la del norte no sólo representó más dificultades, sino que además se extendió a lo largo de las tres centurias coloniales en una trayectoria zigzagueante: el avance misionero o militar conoció serios reveses que los hicieron retroceder para reiniciar el periplo tiempo después.

En el norte, los españoles no se encontraron con una población sedentarizada y tributaria de un poder político central. Frente a ellos había grupos pequeños, con organizaciones políticas menos verticales y en que los liderazgos cambiaban frecuentemente. Su agrupación en grandes contingentes acaecía sólo en circunstancias excepcionales como la guerra. El intento español por atribuirles alguna identidad étnica para clasificarlos y proceder a su control, fracasó. El objetivo de signar acuerdos de paz con los jefes también resultó recurrentemente infructuoso porque éstos no conservaban la posición de poder durante largo tiempo. Igualmente fue imposible someter en el norte a la población al sistema de encomienda o al repartimiento de indios.

Durante siglos, las noticias que llegaban a la capital del virreinato eran estremecedoras. Su carga de terror se incrementaba con la distancia. Así, nació toda una mitología acerca del canibalismo de los indígenas septentrionales, de su belicismo sin causa aparente, de su voraz sexualidad.

Los primeros intentos conquistadores por avanzar hacia el norte terminaron en un tal fracaso, que el propio Hernán Cortés tuvo que inventar y divulgar noticias acerca de lugares de riqueza inimaginable y de voluptuosas mujeres con tal de reclutar a voluntarios dispuestos a embarcarse en las expediciones.

A medida que un territorio era conquistado, se edificaban presidios, vale decir, fortificaciones que resguardaban el terreno ya ganado. Así, a lo largo de los siglos XVII y XVIII, los presidios fueron "recorriéndose" hacia el norte, para llegar a fines del penúltimo siglo colonial a las riberas del Río Bravo aunque al oriente entraban en Tejas hasta los límites con la Luisiana francesa; hacia el occidente abarcaban la Alta California y en el centro alcanzaban a llegar hasta Santa Fe, cubriendo de esta manera el camino de tierra adentro o camino real de la plata.

Los presidios junto con las misiones fueron las dos instituciones de una colonización del norte novohispano que, no obstante, estuvo sujeta a múltiples avatares y en lo absoluto homogénea. Dependían para su sostenimiento del envío de las remesas de la Corona y de sus diócesis, respectivamente. Éstas no eran regulares ni suficientes. Por ello, el servicio de armas en el extremo norte fue recreado por la literatura como un mal recuerdo para los protagonistas de las novelas, quienes lo cumplían y regresaban al altiplano ni bien concluía la obligación militar.

Hacia fines del siglo XVIII, la administración borbona sintió la amenaza que representaba para sus posesiones septentrionales mal resguardadas la vecindad con los franceses. Comisionó a oficiales para que rindieran informes. Uno de ellos, el de Lafora (1939), no sólo describió el mal estado en que se encontraban los presidios, sino también la flora y la fauna del lugar, expresando más que un afán botánico, un sentimiento de aversión. Concluía desoladamente que aquellas tierras no valían ni el situado que la Corona remitía anualmente para el mantenimiento de los presidios.

Al sobrevenir la guerra de independencia, los gastos bélicos para sofocar a la insurgencia tuvieron prioridad sobre el subsidio a los presidios. Las misiones tampoco tuvieron la vida fácil puesto que los caminos que debía recorrer el dinero que se les enviaba eran peligrosos. La organización presidial entró en una crisis que no hizo sino agravarse cuando los primeros gobiernos republicanos tuvieron que afrontar un crónico déficit fiscal. La "cuestión septentrional" no era asunto primordial.

Nuevamente fueron enviadas comisiones al norte y el panorama resultó aún más desolador que medio siglo antes. El abandono, la indisciplina y la corrupción campeaban. El remedio fue hallado en el proyecto de colonización con inmigrantes europeos, cuyos resultados fueron nulos. Tejas se repartía entre grandes colonizadores anglos que, a la vuelta de la década del treinta, se independizarían de México. Entre tanto, el norte seguía siendo un territorio ignorado, temido y abandonado por el centro.

Esta apretada ubicación histórica del septentrión nos sirve como contextualización del análisis de las representaciones territoriales durante el primer siglo de vida independiente.

¿MEXICO ES EL ANÁHUAC?

Ya habíamos mencionado la obra de Bustamante Mañanas en la Alameda, que para los críticos literarios e historiadores —vgr. Vázquez de Knauth y Cárdenas— constituye uno de los primeros textos que pretenden forjar una conciencia nacional a través de la narración de la historia de México. Un personaje relatará a una pareja de extranjeros las grandezas de una nación demostrando que su existencia se remonta a la época prehispánica. La legitimidad de la nación radica en su edad milenaria y, por lo tanto, en la conservación de su esencia a pesar de los sobresaltos históricos. De esta manera, queda tejida la línea de continuidad entre el glorioso pasado indígena y los actuales mexicanos. Dicho pasado se refiere exclusivamente al centro y, sobre todo, a los mexicas. En otras palabras, para Bustamante fue sufciente dar cuenta de la historia mexica para referirse a México en su totalidad.

Bustamante no es el único. Encontramos muchas otras expresiones, poéticas, novelescas o con afán académico, que proceden de la misma manera. Los geosímbolos por excelencia son los volcanes cercanos a la capital del país o, incluso hacia el sureste, el Pico de Orizaba. Éstos definen el espacio que configura identitariamente a la nación porque remiten a una historia común. Basta mirar a los volcanes para que éstos nos relaten la historia de la nación. Equivale a leer un libro con una eficacia didáctica aun mayor. Así como los volcanes que circundan a la ciudad de México dan cuenta de la historia común, el altiplano se vuelve metonimia de toda la nación:

    Un silencio de muerte reinaba
    En el suelo de Anahuac florido,
    Y tan solo de doliente gemido
    Se escubaba de angustia y pesar.

El poema se refiere a la coyuntura previa al grito de Dolores en Guanajuato y resume al país en el valle de México. Así, concomitantemente, los aztecas se vuelven sinónimos de mexicanos: "A la lid se lanzaron valiente/ Del Azteca los indios llorosos".

En cambio, el desierto lo es porque no puede ser marcado. No hay nada en él que pueda evocar una tradición compartida entre los miembros de una familia. Los efectos de contraste entre ambos espacios son explícitos en la poesía del siglo XIX:

    El Popo y el Orizaba
    El suelo oprimen con su mole inmensa
    Y están envuelos entre nube densa
    Sus cúspides de hielos y de lava.

Líneas más abajo, el poema dice:

    En el desierto grave y silencioso
    Entre sus melancólicas palmeras
    Se deslizan las víboras ligeras
    O estánse quietas en feliz reposo.

El símbolo más usual del desierto es el cactus al que se le confiere el sentido del espacio vacío, siempre rodeado de las víboras que indican peligro de muerte junto con las aves de carroña. Al referirse al altiplano, José María Tornel describía al colibrí y a las flores que lo alimentan y completaba la imagen con los colores del pájaro. Decía que la providencia lo ha vestido de "púrpura y oro" para hacerlo vivir "en la estación del amor y los placeres". El norte es tierra agresiva:

    La árida tierra apenas se divisa
    cubierta en parte por la yerba inculta
    ..................................................
    y aves nocturnas extendiendo el vuelo
    mudas recorren el fatal camino. (Villalobos, 1850).

El perímetro de la nación está delimitado por la civilización cuya continuidad con la época prehispánica es reiterada. En el septentrión no hay ningún indicio de orden civilizatorio en el cual anclar signos identitarios. La población es indefectiblemente bárbara, sangrienta y cruel y, consecuentemente, incapaz de haber edificado alguna construcción de la cual enorgullecerse.

LAS REPRESENTACIONES TERRITORIALES DEL SEPTENTRIÓN: HERENCIAS MÍTICAS REEDITADAS

El norte fue desde el siglo XVI una tierra cubierta por una mitología aterradora. Si, como vimos, Cortés tuvo que inventar un lugar paradisiaco para reclutar españoles que se dirigieran a la conquista del norte, el desencanto posterior suscitó referencias de signo exactamente contrario. Hacia mediados de aquel siglo, Francisco Vázquez de Coronado partió a la conquista de las abundantes tierras norteñas. Su carta al rey revela una terrible decepción después de la búsqueda afanosa de la legendaria Cibola donde "las fachadas de las casas principales estaban cubiertas de turquesas": "La tierra es tan fría, como á V.M. tengo escrito, que parece imposible poderse pasar el invierno en ella, porque no hay leña ni ropa con que se puedan abrigar los hombres, sino cueros de que se visten los naturales, y algunas mantas de algodón, en poca cantidad".

Se alimentaron relatos terroríficos acerca de lo que sucedía en el norte: "Para disponer mejor y suavizar la carne de los infelices prisioneros condenados á servir de potaje en las orgías de los comanches, les frotan todo el cuerpo con cardos y pieles humedecidas hasta hacerles verter la sangre por todas partes" (México a través de los siglos, tomo VII, p. 121). Hay que destacar que el testimonio proviene del siglo XVIII y que fue reproducido por la docta obra del porfiriato México a través de los siglos, es decir, en el último tercio del XIX, para dar cuenta de la antropofagia de los indios del norte.19

La fuerza que adquirieron estos relatos en el imaginario colectivo fue de tal envergadura que se repitieron a lo largo del tiempo otorgándoles un sello de veracidad que nadie desmentía. Pocos eran los que conocían el norte y éstos, cuando lo recorrían, lo veían a través del filtro de las leyendas transmitidas. Cuando José María Sánchez, oficial que acompañó a la comisión encabezada por Mier y Terán en 1828, inició la travesía hacia el norte, escribió que los soldados "a cada paso se les figuraba que se les aparecían los indios y los asaban o se los comían vivos" (p. 10). Aunque el autor asegura no tener miedo, confesa haber oído que los indios luego de haber hecho prisioneros a sus enemigos los "queman a fuego lento y en varios días, a otros les van cortando pedazos de carne poco a poco" (p. 34).

No es de extrañar entonces que cuando Sánchez cruzara el Río Bravo se despidiera de México: "... Al contemplar que para mí desaparecían los terrenos montuosos donde vi la luz primera, una feroz melancolía se apoderó de mi alma, y volví el rostro a México para dar un adiós" (Sánchez, 1939:15). O sea, para Sánchez, al igual que para muchos de sus contemporáneos del altiplano, más allá del Río Bravo empezaba otro país con el cual no había ningún vínculo.

Esta desafección por el norte se repitió efectivamente en otros que escribieron memorias de su viaje al norte. Manuel Payno, el autor de los Bandidos de Río Frío, recorrió varias poblaciones septentrionales a inicios de los años cuarenta. Aunque celebra a los "admirables hombres del desierto" y a sus hermosas mujeres al igual que se congratula por que el lugar no esté lleno de léperos como en las grandes ciudades del altiplano, al realizar un balance de lo que conoció, parece mucho menos animado: "Decididamente éstos son unos países sin recuerdos y sin porvenir" (Payno, 1999:32).

¿QUIENES NO SON HERMANOS?

El hermanamiento entre personas que jamás llegarán a conocerse, como define Anderson a la construcción de la nación, implicó al mismo tiempo la exclusión de habitantes del territorio nacional, los indios del norte, en razón de su barbarie e incivilización.

¿Qué los hacía bárbaros e incivilizados? Los libros para escolares nos pueden responder. Éstos comparten una misma perspectiva del septentrión: es un espacio habitado por gente peligrosa debido a su barbarie. Un denominador común de esta población explica su condición. Se trata del nomadismo. Al definir a las "tribus u hordas", un texto explica que éstas "no tienen habitaciones fijas, viven de la caza y de la pesca y se abrigan bajo tiendas portátiles" (Ariza y Huerta,1869:27). En cambio, los "hombres civilizados" forman "naciones y pueblos, gobernados por un solo gefe (sic) ó monarca, que es rey ó emperador, ó bien por varios gefes á la vez y entonces el gobierno se llama república" (idem).

En otro manual encontramos los mismos criterios. Los salvajes son "aquellos hombres por lo común errantes, que se entregan á varias supersticiones, que ignoran el arte de escribir, que sólo viven de la caza y de la pesca" (González Cevallos, 1866:128). Roa Bárcena traza un cuadro semejante al señalar que en el noreste habitan "los bárbaros chichimecas" (Roa Bárcena, 1986).

En síntesis, la polaridad entre nomadismo-barbarie/sedentarismo-civilización permite, por una parte, dibujar al septentrión como una auténtica frontera peligrosa y distinguir entre indios de guerra e indios agricultores de paz, o sea los meridionales y, por otra, demostrar que el altiplano ha sido desde tiempos inmemoriales civilizado cuya continuidad está asegurada y preservada por la nueva nación. Sólo los pueblos agricultores pueden adquirir la noción de nación porque este sentimiento nace de la ocupación permanente de la tierra. Será inútil, se concluye, tratar de forjar mexicanos en aquellas latitudes donde el nomadismo impera.

La coyuntura de los años cincuenta del siglo XIX es reveladora de la estrechez de la nación.

La prensa resulta una fuente útil para el estudio de estos años.

Tras la firma del tratado de Guadalupe-Hidalgo en 1848, Estados Unidos toma posesión de los territorios al norte del Bravo, antaño novohispanos y luego mexicanos. Inicia una persecusión sin cuartel contra la población indígena que, acorralada, busca refugio al sur del río limítrofe. A pocos kilómetros de la capital de Zacatecas arriban grupos de indígenas en medio del terror de los pobladores blancos y mestizos ante la incapacidad ofensiva del ejército mexicano. Los pedidos de auxilio de los fronterizos se multiplican sin obtener respuesta del gobierno central. Éste, financieramente raquítico y políticamente inválido,20 balbucea algunas vagas promesas de enviar refuerzos militares a los estados norteños, mismas que no se cumplirán.

En un impulso de "federalismo separatista", los estados del norte emprenderán la formación de un ejército independiente del nacional para combatir a los "bárbaros". Simultáneamente, estalla en Yucatán la guerra de castas y una rebelión indígena en la Sierra Gorda. La categoría de bárbaro se extiende entonces a grupos indígenas habitualmente considerados de paz. Ante la rebelión de los campesinos de Cuitzeo, en Michoacán, El Monitor Republicano comentará que son peores que los comanches, "hordas bárbaras que han levantado un motín que no tiene más objeto que la destrucción de los que no pertenecen á su raza" (citado en Chávez, 2003:81).

La prensa emite entonces gritos de alarma. Lo que está en peligro es la nación misma, es decir, el centro del país. La civilización está cercada y potencialmente achicada. Zacatecas que ya se podía considerar centro del país, volvía a convertirse en norte bárbaro:

    La nación en manos de los indígenas quedaría empobrecida, sería un campo muy dilatado con muy pocos habitantes, sería un desierto. No sería nación en verdad; porque los indígenas no tienen capacidad para organizar un gobierno, para crear un cuerpo de legisladores, ni para formar tribunales (El Monitor Republicano, 21 de abril de 1850).

Se evidencia así la homología entre dominio indígena y desierto. Toda la nación se volvería septentrión21 y se sucumbiría en el descrédito mundial ante la incapacidad de resguardar la causa de "la civilización y del cristianismo" (Izquierdo, 1945:419).

La frontera interna que, desde los primeros tiempos de la conquista los españoles habían tratado de correr hacia el norte, desciende hacia el sur: se trata del desplazamiento de "la república ilustrada" a los límites de Guadalajara y Guanajuato, pronostica un periodista. En una nota que utiliza un lenguaje colonial, se destaca "grave é inminente es el peligro que amenaza á las razas blancas de la nueva España, pues los indios bárbaros han tenido la osadía de penetrar hasta Zacatecas" (El Monitor Republicano, 22 de julio de 1852).22

Se trata de una situación que conduce a definir a los "hermanos" y a descartar al otro. Algunos sugieren que habría que otorgar tierras a los indios más belicosos. Un periódico católico, El Universal, considera que la propuesta es válida porque no todos los indios son feroces y que "la religión cristiana purificará sus costumbres, extinguiendo el gentilismo que profesan" (20 de agosto de 1850). Pero, para otros, la idea era insostenible: "Las tribus salvajes no son parte de nuestra sociedad, aunque ocupen físicamente nuestro territorio" (Senador Rodríguez de San Miguel, en El Universal, 24 de julio de 1849). Por ello, cuando se concibió el proyecto de atraer a colonos europeos al septentrión, un medio impreso liberal exclamó: "¡Ah! Si siempre tuviéramos que perder al fin nuestra independencia y vernos subyugados por algún pueblo, muy pocas personas hay entre nosotros, que no prefiriesen hermanear con los franceses" (El Monitor Republicano, 22 de julio de 1852).

Pasaron más de 50 años desde esta coyuntura cuando José Vasconcelos, probablemente el intelectual más prestigiado del siglo XX mexicano, atravesó el norte. Durante ese medio siglo, el espacio económico norteño había sido incorporado al mercado mundial. Largas líneas troncales surcaban ya el septentrión y conectaban a la capital del país con los confines de México, así como a éstos con Estados Unidos. El norte se había vuelto a lo largo de los últimos decenios del XIX y, sobre todo, durante el primero del XX, en la región de más rápido crecimiento. También para ese entonces los aguerridos indios del norte habían sido aniquilados, confinados en reservas y su último líder, Gerónimo, había fallecido en cautiverio. Los revolucionarios del norte habían desplazado al dictador Díaz del poder y habían ocupado la ciudad de México.

En aquel tiempo, pues, Vasconcelos no obstante escribiría: "Quien haya recorrido la sierra de Puebla, la meseta de Oaxaca, ya no digo el Bajío y Jalisco, comprenderá en seguida la impresión del mexicano del interior cuando avanza hacia el norte. Todo es barbarie" (Vasconcelos, 1982 :512).

CONCLUSIÓN

Nuestra reflexión tuvo por objeto dar cuenta de cómo las representaciones territoriales que sustentan las identidades nacionales en América Latina "encogen" el espacio de la nación desertificando simbólicamente enormes porciones de cada país.

Resulta asombrosa la similitud de las representaciones territoriales elaboradas a lo largo del siglo XIX en los tres países referidos en este trabajo —Argentina, Colombia y México—: el concepto de desierto, el uso de los mismos efectos de contraste para resaltar las bondades de la región focal con respecto a las periféricas, y la reiteración de idénticos rasgos de las poblaciones originarias, entre otras.

Por diversas razones, no hemos procedido aquí a un ejercicio comparativo que implicaría, por una parte, un desarrollo más puntual de las diversas trayectorias históricas nacionales y, por otra, de la incorporación al análisis de más casos, particularmente los de Brasil, Venezuela y Chile. Nos hemos limitado a poner en evidencia una problemática común en América Latina.

Desentrañarla implica, desde un punto de vista metodológico, llevar a cabo una articulación de campos disciplinares convencionalmente escindidos. Nosotros hemos intentado específicamente llevar al ámbito de la sociología histórica ciertos desarrollos de la geografía cultural. Los conceptos de territorio, de geosímbolos y de frontera que hemos empleado aquí tienen ese origen intelectual y nos parece que su contribución a la comprensión de la temática de marras resulta de enorme fecundidad.

Desde el punto de vista de las hipótesis teóricas que orientan el análisis de la problemática, creemos preciso descartar aquellas que refieren las representaciones territoriales analizadas, sea como resabios inerciales de un pasado ya superado, sea como simple debilidad de las élites centrales para construir una identidad nacional omnicomprensiva. Nos hemos inclinado por una hipótesis que enfatiza el modo en que la constitución de la identidad nacional entraña no sólo la definición de la mismidad, sino también de una alteridad que se sitúa en el seno mismo de la nación. La explicación de la perdurabilidad de las representaciones territoriales debe anclarse, desde nuestro punto de vista, en esta propuesta teórica.


Comentarios

3Los diversos avances del estudio se encuentran en Rajchenberg y Heau (2005a, 2005b, 2007 y 2008) y en Rajchenberg (2008).

4 Ver Castro-Klarén y Chasteen (2003) para las diversas posiciones críticas respecto a la tesis de Benedict Anderson.

5 Se puede aplicar el mismo argumento respecto a un autor como Carlos María de Bustamante y su obra Mañanas de la Alameda de 1835: "La conquista, la colonia, la independencia no lo iban haciendo. México era un ente terminado desde el principio" (Vázquez de Knauth, 1970:33).

6 Ver igualmente Smith (1999) para la explicación de la naturalización de la historia de las comunidades y de su desarrollo como parte del orden natural.

7 Este fue uno de los desafíos de los primeros tiempos de la nación cuando el único referente identitario común no era de índole cívica, sino religiosa. o sea, la república tomó "en préstamo" a la Iglesia sus símbolos para representar a la nación (ver Tutino, 1997).

8 "El geosímbolo es un marcador espacial, un signo en el espacio que refleja y forja una identidad [...]. Los geosímbolos marcan el territorio con símbolos que arraigan las iconologías en los espacios-lugares. delimitan el territorio, lo animan, le conferen sentido y lo estructuran" (Bonnemaison, 2000:55).

9 Se deja reconocer aquí la tesis de Edward Said sobre el "orientalismo". Ver igualmente Coronil, 1995.

10 Esta barbarización de América fue materia de incoformidad y polémica por los portadores de las ideologías criollistas (ver Rozat, 2001), quienes reiteradamente intentaron demostrar que este mundo era diferente y no inferior o subhumano.

11 Por ejemplo, cuando Lorenzo de Zavala contrasta en 1834 a los estadounidenses con los mexicanos dice de aquellos que son "un pueblo laborioso, activo, reflexivo, circunspecto, religioso en medio de la multiplicidad de sectas, tolerante, avaro, libre, orgulloso y perseverante", a diferencia de éstos que son un pueblo "ligero, perezoso, intolerante, generoso y casi pródigo, vano, guerrero ..." (citado por Lira, 1984:57). Es decir, el famoso liberal del XIX construye la identidad del mexicano a partir de la valorización del vecino del norte y de la estigmatización del connacional.

12 a Colombia, un investigador encuentra la misma caracterización: "Nada aparecía más contrario a la vida moderna, más cercano al estado de naturaleza, que la ausencia de una residencia fija" (Arias Vanegas, 2005:57).

13 "Las tradiciones de aquel tiempo, refiere un escritor de inicios de siglo XX en Argentina, están llenas de episodios de valor y de espanto, cuando los indios armados a lanza, aullando como lobos, se arrojaban sobre las estancias" (citado por Teobaldo y Nicoletti, 2006:9).

14 Una de las imágenes arquetípicas construidas sobre el indio del norte en México en el siglo XIX aparece en la poesía "El salvaje" de Joaquín Villalobos. El indio viola a una joven "vestida de albo y virginal ropaje" quien oye "el rugido del feroz indiano" mientras éste comete el estupro. El poema va acompañado de una imagen de un individuo en el borde de un peñasco, colgado de una liana y con un cuero cabelludo en la mano.

15 La explicación de esta relación de causalidad se encuentra desarrollada en Betancourt, 2008.

16 Crang (1998) demuestra precisamente cómo para Baden-Powell, el fundador de los Boy Scouts, el frontierman es la inspiración de su propuesta formativa de los niños. Por su parte, la literatura juvenil se encargó de popularizar relatos protagonizados por adolescentes de gran arrojo que desafiaban los peligros del mundo salvaje.

17 "No ha habido un Turner que despertara entusiasmo y polémica por las fronteras de México ni de la América hispana en general", ha apuntado Jiménez (2006:458), quien atribuye el desdén por las fronteras a la orientación enteramente urbana de los conquistadores y pobladores peninsulares que desprestigiaron la vida en la frontera.

18 "In addition to those who read, we must consider those who listened as others read aloud" (Guerra, 2003:10.

19 Todavía hacia mediados de los veinte del siglo pasado, un autor escribía que los indios del norte, al caer sobre un pueblo, lo incendiaban, raptaban a mujeres y niños, cortaban cueros cabelludos y mutilaban a sus víctimas. Puesto que comían carne equina, "apenas esos cuadrúpedos olfatean, hacen que tiemblen y que huyan relinchando de terror" (Toro, 1961:422).

20 "El gobierno ha abandonado aquellos Estados [Chihuahua, Durango, Nuevo León, San Luis Potosí, Coahuila, Tamaulipas y Zacatecas], porque no tiene, no solamente con qué hacer la guerra á los bárbaros, pero ni siquiera para los gastos más precisos de la administración" (El Universal, 3 de mayo de 1852).

21 Cuando en 1850 Arista, a la sazón presidente de la república, dispone del pago de los haberes atrasados de las compañías presidiales de chihuahua y Durango, justifica su urgencia en que "de lo contrario los indios se introducirán hasta el estado de Querétaro" (Izquierdo, 1945:407).

22 Esta figura cataclísmica aparece en escritos anteriores: "El bárbaro ya en masa/ Por nuestros campos entra,/ A fuego y sangre arrasa/ cuanto a su paso encuentra/ deshonra nuestras vírgenes/ Nos asesina audaz" (Galván, 1994).


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