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Revista Colombiana de Obstetricia y Ginecología

Print version ISSN 0034-7434On-line version ISSN 2463-0225

Rev Colomb Obstet Ginecol vol.54 no.3 Bogotá July/Sept. 2003

 

La Amniocistostomía

Amniocystotomy

Fernando Sánchez Torres, M.D.*

Recibido: Noviembre/2002 - Revisado: Mayo/2003 - Aceptado: Agosto 5/2003

* Profesor Titular, Emérito y Honorario de la Universidad Nacional. Miembro Fundador de la Sociedad Colombiana de Historia de la Medicina. Miembro Emérito de la Sociedad Colombiana de Obstetricia y Ginecología.

PREÁMBULO

El ejercicio de la medicina, en su forma más auténtica, vale decir, el acto médico, es fundamentalmente científico y humano. El proceso encaminado a curar o a aliviar al paciente, pone a prueba la preparación del médico, como también su capacidad recursiva, imaginativa, y su sentido de solidaridad.

Comienza con una hipótesis diagnóstica basada en los sentidos del examinador -fase clínica-, que se comprueba a través de la tecnología disponible -etapa probatoria-. Viene después la prescripción, que está sustentada en las anteriores y tiene como finalidad mejorar al enfermo y de paso, producir satisfacción en el curador. La fase de prescripción requiere de un programa o plan previo: agentes terapéuticos, dosis, vías de administración y tiempo de tratamiento. Cuando son necesarias intervenciones quirúrgicas, habrá que planear la técnica correspondiente, sujeta a cambios e improvisaciones durante el mismo acto operatorio.

Algunas veces los recursos con que cuenta el médico son insuficientes para darle solución al problema de su paciente. En tal situación se aconseja apelar al ingenio, si hay lugar a él, o al consuelo, actitud válida por ser humanitaria y paternalista, es cierto, pero que tiene sabor a derrota.

Confío en que este corto preámbulo al relato de una de las experiencias vividas a lo largo de mi ejercicio profesional -inolvidable por lo atrevida y humana- sirva de explicación y justificación a lo ocurrido.

ANTECEDENTES

Quienes por profesión nos ocupamos de aquellos asuntos relativos a la reproducción humana, sabemos cuán doloroso es para una mujer saberse infértil. Desde la antigüedad, dicha situación ha sido considerada como un lastre; muy pocas culturas han dejado de darle trascendencia, pues se piensa que la mujer que no deja descendencia no cumple con su misión terrenal, y por eso debe ser segregada. Según San Lucas, Isabel, esposa de Zacarías, era estéril, motivo por el cual fuera mirada con ojos de oprobio.1 Al decir de Pausanias, en la Grecia de su tiempo la esterilidad era producto de la cólera de los dioses.2 En la antigua Mesopotamia, al varón le era permitido adquirir una segunda mujer cuando la primera fuera infértil.

Como puede verse, aunque el embarazo es producto de la unión sexual de la pareja, desde tiempos remotos se consideró a la hembra como única culpable de la falta de descendencia. Quizás de los pocos que no pensaban así eran los indios llamados saes, que en nuestro territorio habitaban la región de San Juan de los Llanos y cuyas costumbres reseñó el cronista de la Conquista, Fray Pedro de Aguado. Según él, los saes acostumbraban que si dentro del primer año de matrimonio la mujer no quedaba embarazada, ella podía separarse y buscar otro marido; y así sucesivamente "hasta que topaba quien la empreñara".3 Fue necesario descubrir que durante el proceso de la reproducción el hombre es un socio aportante, susceptible de dejar de serlo para convertirse en causante de la infertilidad. Aun así, la mujer sigue soportando el estigma de la esterilidad conyugal, pues infortunadamente, las más de las veces el problema radica en su incapacidad reproductora, anatómica o funcional.

Actualmente la ciencia ha puesto al servicio de la mujer infértil un sinnúmero de recursos, algunos dignos de la ciencia-ficción: inseminación vaginal artificial, tuboplastias, inductores de la ovulación, fertilización in vitro, transferencia in útero de embriones, inseminación intratubaria abdominal y vaginal, etc. Hoy puede decirse que la esterilidad es cosa del pasado. El siguiente relato tiene que ver con un caso de infertilidad que manejé hace poco más de treinta años, cuando apenas comenzaba a cambiar el pronóstico de esta entidad, causante de muchas frustraciones.

MEMORIA DE LO OCURRIDO

Se trataba una mujer de 32 años, casada hacía siete, que había visitado varios médicos en busca de una solución a su condición de infértil. El problema radicaba en la incapacidad de sus gónadas para madurar los óvulos, es decir, para aportar el gameto hembra. Cuando llegó a mi consulta me extrañó que no se hubiera utilizado en ella una sustancia inductora de la ovulación, el citrato de clomifeno, descubierto en la Universidad de Georgia, Estados Unidos, por R. Greenblatt y sus colaboradores en 1961,4 es decir, diez años antes. Advertida de sus eventuales efectos pluriovulatorios y la consecuente gestación múltiple, aceptó ser tratada con esa nueva sustancia.

No habían transcurrido muchas semanas desde la primera entrevista cuando me informó que su menstruación estaba retardada. Como el anhelo desbordado de tener un hijo lleva con frecuencia a producir "embarazos fantasmas", antes que alimentar su optimismo, lo refrené. Entonces no se contaba con las pruebas precoces y confiables modernas para diagnosticar el estado de gravidez. Le pedí que tuviera paciencia y que esperáramos unas semanas más para establecer la realidad. Poco después, cuando advertí cambios clínicos a favor de un embarazo, refrendado por una prueba biológica positiva -el llamado Galli Mainini-, ni ella ni yo podíamos creerlo. Esto suele suceder cuando se está buscando algo desesperadamente y de súbito se encuentra: cuesta trabajo darle crédito, aunque aparezca frente a nuestros ojos de manera inobjetable.

La gestación no tardó en volverse tormentosa: náuseas y vómitos persistentes, que fueron cediendo en las vecindades del cuarto mes. Entonces apareció algo que me intranquilizó pero que estaba presupuestado: el útero comenzó a crecer más de lo esperado. Dado que tampoco disponía del admirable recurso de la sonografía, no quedaba otra alternativa que esperar al progreso del embarazo para comprobarlo mediante los rayos X. Cuando informé a mi paciente de la situación, estalló en júbilo; para ella iba a ser fantástico tener dos niños a la vez, cuando por tantos años se le había negado uno. Su esposo compartía esa felicidad; decía que habían recuperado el tiempo perdido. Yo, en cambio, me sumía en el pesimismo. La literatura médica refería gestaciones de cuatro y cinco fetos con el empleo del clomifeno.

Traspuesto el quinto mes la situación fue más seria, pues la altura uterina casi correspondía al de un embarazo a término. Mi paciente tenía dificultad respiratoria y en la parte inferior del abdomen se había acumulado líquido, lo que hacía imposible precisar mediante la palpación y la auscultación cuántos fetos había en realidad. No existiendo otra alternativa, me decidí a que los rayos X nos sacaran de la duda. El resultado fue el siguiente: "Embarazo gemelar. Existe un feto en presentación cefálica y dorso a la derecha; su raquis es rectilíneo. El segundo feto tiene su polo cefálico hacia arriba un poco a la izquierda de la línea media, lo mismo que el dorso. El aspecto fetal corresponde aproximadamente a cinco o seis meses de edad. El fondo uterino alcanza la altura de la D 12".5

Como puede verse, el informe fue muy escueto, si se compara con la información que se obtiene hoy con la ecografía. Los dos radiólogos que suscribieron el informe ni siquiera se atrevieron a registrar si había o no polihidramnios. Clínicamente existía, y ese era el motivo de preocupación. Decidí entonces internar a mi paciente.

El polihidramnios, como su nombre lo dice, es el exceso de líquido dentro del saco amniótico. Normalmente, hacia el final del embarazo, no debe superar los 800 centímetros cúbicos. La cantidad de líquido resulta de la relación producción-eliminación. El amnios, o membrana que tapiza la cavidad uterina, lo produce, como también los riñones fetales. Buena parte de la eliminación se hace a través del cordón umbilical, pues el feto está constantemente deglutiendo líquido, el cual se absorbe en el tracto digestivo, de donde pasa a la sangre fetal y ésta, teniendo como filtro la placenta, va a desembocar a la circulación materna.

Muchas veces no se precisa la etiología del polihidramnios y tenemos que conformarnos con el diagnóstico de "idiopático", vale decir, desconocido. Yo creía que eso estaba ocurriendo en el caso que relato. Pero el problema iba más allá, pues la fibra muscular del útero, al sufrir una distensión exagerada y sostenida, tiende, como respuesta, a contraerse y a vaciar su contenido. En efecto, mi paciente comenzó a percibir la presencia de cólicos, como esos que se le presentaban cuando menstruaba antes de casarse, según ella.

Varias noches me desvelé pensando en lo paradójico, en lo absurdo de todo esto. Qué situación tan desafortunada y tan injusta, me decía. Luego de haberse logrado un embarazo, fervientemente deseado, se complicaba con algo tan inmanejable. Tratándose de un embarazo gemelar acompañado de polihidramnios, se piensa también en alguna malformación fetal o en el llamado "síndrome de transfusión intergemelar", consistente en que las dos placentas se comunican por múltiples anastomosis arteriovenosas, cuando normalmente su circulación debe ser independiente. Así las cosas, uno de los gemelos va a sufrir una sobrecarga circulatoria que obliga a que sus riñones funcionen muy activamente, es decir, a que produzcan mucha orina, con la consiguiente formación exagerada de líquido amniótico.

Intuí que podía tratarse de tal entidad, pero no podía comprobarlo en aquel entonces. Hoy, con el empleo de la sonografía asociada al efecto Doppler, puede hacerse el diagnóstico. Suponía, como ya dije, que pudiera tratarse de un polihidramnios idiopático, donde existía la posibilidad de que el embarazo progresara hasta una etapa de viabilidad fetal, siempre y cuando se drenara el exceso de líquido y se frenara la actividad uterina, es decir, las contracciones.

Lo primero podía hacerse, como en efecto lo hice en repetidas ocasiones, introduciendo por la pared abdominal una aguja de punción lumbar y dejando que a través de ella escapara buena cantidad de líquido. Lo segundo, contaba, es cierto, con algunos fármacos de acción tocolítica, frenadores de la contracción uterina, pero que por mi experiencia no siempre eran efectivos. Durante seis días utilicé ambos recursos sin que el cuadro clínico se modificara favorablemente.

Yo sabía que la formación de líquido amniótico dentro de la cavidad uterina tiene alguna similitud, mutatis mutandis, con la formación del líquido cefalorraquídeo dentro de la cavidad craneana y que cuando hay algún defecto en su absorción, se acumula, constituyendo la llamada "hidrocefalia". Asimismo, la existencia de un aumento de la presión intracraneana excita la formación de líquido por los plejos coroides, agravando el problema. Es probable que lo mismo ocurra durante el embarazo: el aumento de la presión intrauterina excita la producción de líquido por parte de la membrana amniótica.

También tenía noticia de que un neurocirujano colombiano, el doctor Salomón Hakim,6 había diseñado una válvula que permitía regular la presión endocraneana al facilitar el drenaje del exceso de líquido cefalorraquídeo. Dicha válvula, según entendía, tenía la virtud de interrumpir el paso de líquido una vez que se lograba adquirir la presión intraventricular normal. Al elevarse la presión por aumento del líquido, volvía a abrirse para cumplir su función de drenaje. Pensé entonces que ese invento podría tener alguna utilidad en casos seleccionados de polihidramnios.

El sistema valvular constaba de la válvula propiamente dicha (figura 1), fabricada en caucho siliconado, con una precámara y una cámara. La primera, más pequeña, permitía por medio del bombeo el paso del líquido en caso de una eventual obstrucción; asimismo, se podía obtener una muestra de líquido para estudio utilizando una aguja hipodérmica. Esta parte de la válvula debía quedar apoyada en una superficie ósea, para facilitar el bombeo. En la parte más grande de la válvula se encontraba la cámara para alojar la unidad valvular, cuya estructura estaba fabricada en titanio. Una muy pequeña bola de rubí y una valva cónica se encargaban de mantener constante la presión (figura 2).

Un extremo de la válvula se conectaba con un catéter de llegada, de silicona radiopaca, cuya punta en forma de bastoncillo con varios agujeros era la encargada de recoger el exceso de líquido en el ventrículo cerebral y llevarlo a la válvula. El extremo opuesto se conectaba con otro cateter, de salida, conectado a la vena yugular, por donde se hacía la derivación del líquido hasta la región atrial o auricular del corazón (figura 3), o bien hacia la cavidad abdominal o peritoneal. La vía atrial fue utilizada en un principio; mas luego fue sustituida por esta última. Como no había ti empo para llevar a cabo una fase de experimentación en animales -que hubiera sido lo indicado según las normas éticas y prácticas, pues el útero de mi paciente no daba espera comencé a poner manos a la obra. Necesitaba comentar con alguien que tuviera suficiente información sobre la válvula de Hakim, y que ojalá la hubiera aplicado. Apelé a mi condiscípulo y buen neurocirujano pediátrico Hernando Rodríguez Vargas, quien había sido ayudante del doctor Hakim. Le expuse mi atrevida idea y se entusiasmó con ella. Entre los dos hicimos una extrapolación al campo obstétrico de algo que era exclusivo del campo neurológico. Me contó en detalle cómo funcionaba la válvula y cuál era la técnica de su aplicación. Supe entonces que el dispositivo valvular no era programable, es decir, que se necesitaba una válvula determinada, según la presión que se quisiera regular. Por eso se presentaba en cinco tipos distintos: 10,40,70,100 y 130 mm de agua. Cuando el líquido que se quería drenar alcanzaba o superaba una de estas presiones, la válvula se abría y permitía el paso de aquel; cuando la presión era inferior, se suspendía.

Conocido el mecanismo de funcionamiento y la técnica de su aplicación, mi entusiasmo se acrecentó al juzgar viable el empleo de válvula de Hakim en el caso de mi paciente. Con mi colega neurocirujano planeamos la estrategia que íbamos a seguir (figura 4). Gracias a los estudios adelantados por los profesores uruguayos Hermógenes Alvarez y Roberto Caldeyro - Barcia7 se sabe cuál es la presión intrauterina normal durante el embarazo.

Guiados por tal información escogimos la válvula apropiada, la que suponíamos nos iba a garantizar una presión normal al contrarrestar la producción excesiva de líquido amniótico. Como primer paso introduciríamos el catéter en forma de bastoncillo maleable a la cavidad uterina mediante punción transabdominal paraumbilical derecha. Luego haríamos un túnel subdérmico para llevar el catéter hasta la espina iliaca anterior y superior derecha, donde fijaríamos la válvula para poder controlar el paso del líquido y bombear cuando fuera necesario. Esta estrategia equivaldría a la seguida en casos de hidrocefalia, en los cuales, para dicho fin, se utiliza la superficie ósea de la apófisis mastoidea, detrás de la oreja. El otro extremo del catéter lo llevaríamos a la vejiga, por donde se eliminaría el exceso de líquido amniótico que dejara pasar la válvula (figura 5). Equivaldría a la desviación al peritoneo en la hidrocefalia.

Lo que nosotros perseguíamos era moderar las contracciones uterinas al normalizar el tono intrauterino, con la esperaranza de que la gestación pudiera progresar algunas semanas más, las suficientes para que los fetos adquirieran mayor madurez y lograran sobrevivir fuera del claustro materno.

Como dentro del acto quirúrgico había un paso urológico -el de abocar el catéter a la vejiga-, apelamos a nuestro condiscípulo Luis José Rodríguez Páez, especialista en la materia. Puesto al tanto de nuestros planes, complacido se unió a nosotros. De igual manera, invité a Luis Armando Muñoz, mi compañero de docencia y mi antiguo discípulo, en razón de su ponderado juicio médico y ginecobstétrico, que siempre admiré.

Para poner manos a la obra, faltaba lo fundamental: la autorización de mi paciente y de su esposo. Con tal objeto los reuní y les expuse la situación con la mayor claridad y sinceridad. Tal como estaban las cosas, dentro de pocos días, quizás horas, el útero cumpliría su cometido de expulsar el embarazo, es decir, dos criaturitas que no tendrían ninguna probabilidad de sobrevivir; sería el fracaso total. No había salida distinta a la de intentar algo que nunca se había ensayado: la válvula de Hakim en obstetricia. Les expliqué en qué consistía y les advertí que ya había conformado un equipo médico para el efecto. No dudaron un instante en darme su autorización escrita. Por supuesto que yo estaba saltándome a la torera elementales requisitos establecidos para el proceso de investigación en seres humanos. Si entonces hubiera existido un tribunal de ética médica de seguro que me hubiera visto expuesto a un proceso de carácter disciplinario. De haber sido así, lo hubiera enfrentado gustoso, pues lo único que me movió a actuar de esa manera fue el bien de mi paciente y de sus hijos nonatos.

El siguiente paso fue informar a las directivas de la Clínica Palermo, sitio donde iba a llevar a cabo el ensayo. Para recibir su autorización invoqué la Declaración de Helsinki, aprobada en 1964, la cual, en el capítulo de investigación médica combinada con atención profesional (investigación clínica), prescribía que en el tratamiento de una persona enferma, el médico debe tener libertad para utilizar una medida novedosa, terapéutica o técnica diagnóstica, si de acuerdo a su juicio dicha medida ofrece esperanza de salvar vidas, restablecer la salud o aliviar el sufrimiento. "Los beneficios potenciales -rezaba la Declaración-, los riesgos y las incomodidades de un nuevo método deben sopesarse en relación con las ventajas que se obtendrían con la puesta en práctica de los mejores métodos diagnósticos y terapéuticos de uso rutinario para el momento". Sustentada así mi solicitud, las directivas dieron vía libre a mis propósitos.

Gran curiosidad existía en el quirófano, en especial por parte del anestesiólogo quien, por feliz coincidencia, también había sido mi condiscípulo. Revisando ahora la hoja de anestesia, el doctor Enrique Lomanto registró en ella lo siguiente, al responder a la pregunta "nombre de la operación": "Amniocistostomía (primera vez que se hace en el mundo)". Siendo esto cierto, era explicable el interés reinante.

A la una de la tarde dimos inicio a la operación. Introduje un trocar en la cavidad uterina y a través de él medimos la presión existente (15 cc en diástole y 52 en sístole, según nota del anestesiólogo). Luego pasé el bastoncillo o extremo distal del catéter y seguimos el programa preconcebido. Cada paso se adelantó según lo previsto. En un tiempo cercano a dos horas habíamos terminado. Se dejó una sonda vesical a permanencia para certificar el drenaje del líquido amniótico, como también de la orina.

Desde ese momento todo fue expectación. Con el doctor Muñoz nos turnamos haciendo guardia al lado de la paciente. Durante la primera noche me correspondió a mí ejercer la vigilancia. Las horas pasaron raudas, pues yo veía, emocionado y preocupado a la vez, cómo periódicamente la sonda dejaba escapar líquido, en especial cuando el útero se contraía. En esto último radicaba precisamente mi temor: si no se detenían las contracciones, el fracaso sería inminente.

Para buscar un efecto sedante de la fibra uterina se prescribió la orciprenalina en goteo intravenoso. Pese a ello, las contracciones persistían. No obstante, yo mantenía la esperanza de que la situación volviera a la normalidad. Cuando a la mañana siguiente mi colega vino a remplazarme, le manifesté que el asunto transcurría como lo habíamos planeado y le transmití mi preocupación por la persistencia de las contracciones uterinas. Cuando me preguntó si le había hecho tacto vaginal para certificar el estado del cuello uterino, le contesté negativamente, pues no quería por lo pronto desilusionarme.

Él estuvo al cuidado de la paciente otras doce horas, no resistiéndose al cabo de las mismas a investigar qué estaba ocurriendo. Infortunadamente los cambios permitían diagnosticar que el trabajo de parto estaba iniciándose. Por su parte, el drenaje útero-vesical funcionaba de manera correcta.

Entrada ya la noche, el parto se declaró de manera franca, por lo que hube de retirar la válvula con inmensa frustración de mi paciente y, por supuesto, mía. Algunas horas después atendía el nacimiento de un par de gemelitos, que, a causa de su inmadurez biológica, fallecieron a los pocos minutos de expulsados. En ellos y en la placenta se evidenció el "síndrome de transfusión in útero".8

COROLARIO

Con el relato anterior, doy conocimiento público de un episodio que mantuve en reserva durante algo más de treinta años, como que ocurrió en 1971. Lo he revivido después de haber leído el capítulo 23 de la magistral obra de Michael Harrison "El paciente prenatal, arte y ciencia de la terapia fetal," publicada en español en junio de 2002.9 El capítulo en mención fue escrito por Nicholas Fisk y Myles Taylor y se titula "El feto con síndrome de transfusión gemelar".10 Dicen así dichos autores:

"El síndrome de transfusión intergemelar representa indiscutiblemente el desafío más grande en la terapéutica fetal de los días modernos. Primero, participan dos fetos. Segundo, la evolución natural de la pérdida o daño fetal es alta comparada con otros defectos factibles de corregir. Tercero, debido a que el defecto se encuentra en la placenta, estos fetos son normales estructuralmente y, por lo tanto, con la posibilidad de salvarse por completo". Según los autores, la gran lista de tratamientos aconsejados "demuestra qué tan elusivo ha resultado el desarrollo de la terapéutica óptima".

Cuando fui cerebro y ejecutor de la audacia médica descrita, carecía de muchos de los recursos diagnósticos con que se cuenta hoy. De haber dispuesto de ellos hubiera podido hacer el diagnóstico temprano del síndrome de transfusión intergemelar y procedido a la interrupción de las anastomosis vasculares entre los fetos mediante fotocoagulación con rayos láser, que es la forma como se maneja hoy esa entidad. De esa manera la posibilidad de supervivencia fetal hubiera sido considerable.

Sin embargo, el método de drenar el exceso de líquido amniótico sigue teniendo vigencia. A eso se le llama "amniorreducción". Según Fisk y Taylor, el principal objetivo de la amniorreducción es controlar el polihidramnios a fin de permitir que se prolongue la gestación. Se considera que el riesgo de trabajo de parto pretérmino y la ruptura prematura de las membranas ovulares en los casos de polihidramnios son mediados por el aumento de la presión amniótica, que aumenta de manera lineal en relación con el grado de exceso de líquido amniótico. Leyendo hoy a Fisk y Taylor, me queda la satisfacción de que mi razonamiento treinta años atrás había sido correcto.

Es posible que la amniorreducción no tenga en el síndrome de transfusión intergemelar su mejor indicación. Si se acepta que el 65% de los polihidramnios son de carácter idiopático, es decir, de origen desconocido,11 el drenaje del exceso de líquido amniótico sería el recurso lógico para evitar que el parto ocurra a destiempo. ¿No tendría, entonces, cabida la válvula de Hakim, más aun cuando posteriormente su autor le introdujo modificaciones dirigidas a utilizarla de manera programada, vale decir, manipularla para que funcione a la presión deseada?12 Dejo esa inquietud a quienes se ocupan del paciente prenatal y del arte y la ciencia de la terapia fetal.

Ahora, cuando estoy viviendo de recuerdos, alejado de la disciplina obstétrica, he rememorado el anterior episodio, sin duda uno de los más apasionantes de cuantos viví en el curso de mi largo ejercicio profesional. Dos años después de haberle practicado la fallida amniocistostomía, mi paciente dio a luz una niña, producto de un embarazo que no requirió ayuda de la ciencia médica.

La naturaleza premiaba así a la mujer cuyo deseo vehemente de maternidad la había llevado a aceptar y a someterse a los riesgos de un incierto procedimiento con el que yo intenté corregir un desvío de aquella. A esa madre rindo homenaje al rememorar este episodio, como también a mis colegas "cómplices", de quienes he dado sus nombres para mayor reconocimiento.

BIBLIOGRAFÍA

1. Evangelio de San Lucas, Cap. 1:25.

2 . Descripción de Grecia. Ediciciones Orbis, S.A., Barcelona, vol. I, p. 27, 1986.

3. Recopilación historial. Biblioteca de Historia Nacional, Imprenta Nacional, Bogotá, p.451, 1906.

4. Greenblatt R, Barfield W, Jungck EC. Induction of ovulation with MRL 41. JAMA 1961; 178: 101.

5. Laboratorio de Rayos X, Clínica Palermo, informe 52.381, 14 de Junio, 1971.

6. Hakim S, Zuloaga A, Cabrera O. Derivación ventriculo-atrial para el tratamiento de la hidrocefalia por medio de la válvula de Hakim". Tesis de grado, Facultad de Medicina, Universidad Javeriana, Bogotá, Colombia; 1964.

7 . Alvarez H, Caldeyro-Barcia R. "Adaptación del tono uterino a las variaciones del volumen de su contenido". Arch Gynecol Obstet 1948; 7: 139.

8 . Autopsia 96-71- Instituto Materno Infantil.

9 . Op. cit. Mc Graw-Hill Interamericana Editores, S.A. de C.V., México.

10. Ibid. pp.375-389.

11.Carlson D, Platt L, Medearis A et al. Quantifiable polyhydramnios. Diagnosis and management. Obstet Gynecol 1990; 75: 989.

12.Hakim C, Hakim S. Programmable valve. Shunt system and valve programmer. Codman-Medos; 1991.

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