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Revista Colombiana de Psiquiatría

Print version ISSN 0034-7450

rev.colomb.psiquiatr. vol.28 no.4 Bogotá Oct./Dec. 1999

 

Editorial

CARA A LA REALIDAD

Con un sugestivo título, Nada volvió a ser lo mismo, pero todo siguió igual, se publicó un breve ensayo que nos recuerda la forma absurda como se asesina a nuestros líderes, en este caso a Jorge Eliécer Gaitán... Otro más en la larga cadena de magnicidios impunes que nos caracterizan. Pues bien, ese título resume, en forma certera, los ciento noventa años de nuestra convulsionada historia republicana. Historia de una patria "boba", sumida en la inmediatez, la veleidad y la viveza; ausente de las causas profundas de su violencia centenaria, que pasa de un evento a otro cada vez más terrorífico y que se encuentra sumida en un horror agazapado entre el miedo y la desesperanza.

Puntualicemos. La nuestra es una crisis ancestral, cuya responsabilidad se la hemos endilgado a uno y a otro, según las circunstancias: clase política, guerrilla, paramilitarismo, narcotráfico, corrupción, deshonestidad. Un interminable desfile de calamidades con las que hemos convivido y, querámoslo o no, hemos aceptado y en ocasiones participado.

Ese es el perfil de nuestra historia: "crisis", crisis" y más crisis". Palabra trillada que habla de desesperación y añoranza. Crisis de valores desde antaño, a la que ahora se añade la crisis económica que, lastimosamente, es la que de manera principal nos preocupa y nos envilece. El hechizo de ser ricos y prósperos se ha desvanecido. La pobreza que ahora nos acecha, también nos previene sobre una verdad incuestionable: el deslumbramiento por una riqueza monetaria, amparada y sustentada en una miseria ética, no es más que otro dios de barro, de esos que a diario inventamos para apaciguar los dolores de la existencia.

Un futuro mejor es posible: nada volvió a serlo mismo, todo cambió. Un futuro que hay que construir y reconstruir a cada paso. Un mundo distinto que no es fácil de armar y de echar a rodar. Un mundo que si bien no tiene una respuesta elemental y rápida, plantea la oportunidad para pensar y modificar algunas de las actitudes que nos aquejan.

Uno de esos comportamientos, sobre el cual quisiera aportar y discutir, es el que denominaré la "cultura del avivato", entronizada en nuestra manera de ser, no sé ni cómo ni desde cuándo, pero que presumo arcaica. Cultura caracterizada por el individuo que se cree un "sabelotodo", cuyo "conocimiento" le otorga la razón, que hace prevalecer sus ideas merced a su "inteligente" embaucamiento, quien consigue lo que se propone sin mayor esfuerzo, vive a la caza del atajo, para quien el escrúpulo es sinónimo de estupidez o mojigatería, cuyo margen entre lo ético y lo no ético es variable, difuso y acomodaticio. Su máxima filosófica es: "si a mí me conviene, es bueno".

El avivato que en su entusiasmo de "ganar", desde una perspectiva maquiavélica y a cualquier precio, no tiene conciencia o disimula el hecho, como plantea Cioran, que en sí misma, toda idea es neutra o debería serlo; que cuando el hombre la anima, proyecta en ella sus llamas y sus demencias; que impura, transformada en creencia, se inserta en el tiempo y adopta figura de suceso; que cuando el paso de la lógica a la epilepsia se ha consumado, nacen las ideologías, las doctrinas y las farsas sangrientas.

Dentro de este modelo, distante de la reflexión y de la mesura, no queda sino recurrir, o a la acción desproporcionada o a la queja. Una y otra, temible o insulsa, nada proponen, nada sustentan, nada solucionan. Es el viejo péndulo desplazándose entre el fanatismo y la miseria, dos caras de un mismo fenómeno. Interludio de tiempo distendido en una espera interminable, que se impregna de confusión, dolor y muerte: guerras civiles eternas, ansias desmedidas de poder, luchas intestinas por causas inciertas, clases emergentes ilícitas, justicia por propia mano. Bazar sin imposibles, sin razones, sin reglas, en donde el avivato encuentra la savia que lo nutre, lo mantiene y lo hace florecer. Ahora, convertido en figura idealizada, es fuente de admiración y, por ende, de imitación.

Idólatras por instinto, convertimos en incondicionados los objetos de nuestros sueños y de nuestros intereses. La historia, todas las historias, la nuestra incluida por supuesto, es un desfile de falsos absolutos, una sucesión de pretextos elevados a templos, un envilecimiento del espíritu ante lo improbable. Así surge y se mantiene la intolerancia: basada en el fondo bestial del entusiasmo. Así continuamos matándonos en nombre de dios, de la razón, de una idea de nación, de clase o de raza. Una y otra vez hazañas sanguinarias...

Cuando el rumbo se ha perdido, cuando no somos los protagonistas de nuestro proyecto, se renuevan las voces suplicantes por la presencia de un "redentor", quien con mano dura venga a enderezar nuestro torcido sendero: otro fanático convencido de poseer la verdad, fuera de la cual no hay salvación; convencido de conocer el límite de lo herético, de aquello que debe ser perseguido, agredido o anulado... Voces de muerte siguen sonando cerca del Guadalquivir.

Lo que está en juego no es un ideal compartido, es la sinrazón de la fuerza. Cada una de las partes en conflicto hace gala de un golpe cada vez más temerario, que acreciente su capacidad de negociación, cuando en realidad lo que pretende es una rendición. Mientras esto ocurre decenas, cientos, miles de compatriotas continúan ofrendado sus vidas y su sangre exaltando el delirio de su poder hasta la exasperación.

En la medida en que nos rehusemos a admitir el carácter intercambiable de las ideas, mientras acariciemos el ideal de un "triunfo" basado en la trampa, en cuanto aspiremos a someter y no a dialogar, la sangre correrá... Sangre derramada, sangre enmudecida, sangre sin sentido, sangre por la sangre que nos hace poderosos y capaces. Ya nada importa. Nuevamente la brújula del bien se ha pervertido.

No olvidemos que la "guerra" es nuestra. Nuestra es la batalla contra la adversidad, nuestra es la búsqueda de la "lámpara de Diógenes", nuestro el compromiso de crear una conciencia distinta apuntalada en el ejemplo, nuestra la obligación de fortalecer una sociedad en donde prime el respeto y la tolerancia. Somos todos, los llamados a participar en el logro de ese ideal. Ideal sentido, ideal pensado, pero ideal aún no sólidamente trajinado, para el cual, ante todo, requerimos concebirnos como los artífices de nuestro propio destino.

Carlos Arteaga Pallares

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