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Revista Colombiana de Psiquiatría

Print version ISSN 0034-7450

rev.colomb.psiquiatr. vol.31 no.2 Bogotá Apr./June 2002

 

Editorial

Violencia y Psiquiatría Colombianas

Carlos A. Felizzola Donado, M.D.


Es imposible escribir este editorial sin hacer referencia a los sucesos de violencia que nos abruman. El pasado jueves 2 de mayo explotó un cilindro bomba que había sido disparado contra la iglesia católica de Bellavista, corregimiento de Bojayá, Chocó, el departamento más pobre y atrasado del país. El cilindro fue lanzado por alguno de los grupos armados contra su oponente, con el propósito de asestar un golpe militar y asegurarse la victoria. Las consecuencias: 117 personas muertas, entre ellas 47 niños, y 119 heridos, 20 de ellos de gravedad. Las repercusiones sobre la salud mental de los sobrevivientes no las conocemos, son impalpables hasta ahora y muchas veces tienden a permanecer ignoradas.

Fue una más de las masacres que ocurren en el país, que rápidamente son remplazadas por otra, ya sea más o menos escalofriante. Es, en resumen, un episodio más que en este caso quizá por la publicidad que recibió en los medios, pues involucra a población negra y pobre (hacia la cual sentimos cierta deuda mediada por la culpa que genera la posición de privilegio) recibió mayor atención, pero es, en esencia, una situación igual de importante a cualquier otra, que por su inscripción en nuestra cotidianidad ya no despierta interés alguno.

La guerra hace parte de nuestra vida corriente y de nuestro quehacer profesional, y es imperativo desarrollar una intensa labor de análisis y crítica sobre el proceso bélico y, al mismo tiempo, una búsqueda de soluciones pacíficas.

Por todo lo anterior, cada día más personas que están o han estado más cerca de las hostilidades víctimas de secuestros, extorsiones, o habitantes o trabajadores de poblaciones en riesgo demandan atención en salud mental. («El ser un evento cotidiano en la vida nacional no hace que la guerra tenga las mismas consecuencias en toda la población, las consecuencias dependen de tres condiciones: la cercanía al conflicto, la clase social y la temporalidad», Martín-Baró, I.).

El editorial del número anterior exhortaba a los psiquiatras y a todos los profesionales responsables de la asistencia en salud mental a implementar acciones que garanticen la atención a toda la población. Decía, citando a la directora general de la Organización Mundial de la Salud (OMS), doctora Gro Harlem Brundtland: «disponemos de los medios y de los conocimientos científicos para ayudar a las personas que padecen de enfermedades mentales» y hay que agregar que esa disposición debe incluir a todas las personas que padecen las secuelas emocionales directas o indirectas de esta guerra que nos desangra, en un sentido u otro, a todos.

Los diagnósticos de violencia, los estudios acerca de la génesis y perpetuación de la confrontación violenta y sus múltiples manifestaciones, al igual que la retórica, la demagogia, la búsqueda incesante de responsables y las investigaciones ‘exhaustivas’ e infructuosas deberían dar paso al compromiso de todos nosotros, los profesionales de la salud, en la aplicación de las herramientas terapéuticas que disponemos, a favor de los que sufren.

Todavía muchas instituciones y personas intentan permanecer «al margen del conflicto» en una actitud ‘imparcial’ y rechazan asumir una posición en una circunstancia que, en todo caso, pertenece tanto a todos los colombianos como a la humanidad y de la que es imposible sustraerse. Tal vez en este momento cabe señalar, desde el punto de vista psicológico, que el conflicto es universal, individual e interpersonal, social, político, económico e ideológico, y que es necesario y útil: del conflicto nacen la energía y el movimiento que permiten las transformaciones y los cambios individuales y colectivos. El conflicto no debe ni puede ser evitado; lo que no debe suceder es que los conflictos pretendan resolverse ahogando en sangre las opiniones o quejas del contrario.

En este país, la guerra ha generado cambios en la calidad de las relaciones entre las personas. Una de las características de este cambio es la polarización, la primera de las tres descritas por Ignacio Martín-Baró el psicólogo hispano-salvadoreño inmolado con sus correligionarios jesuitas en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA): «Los núcleos ya polarizados buscan y aun exigen la definición de todos en términos partidistas, de tal modo que no comprometerse con unos es signado como compromiso con los otros, y el no definirse por nadie entraña correr el riesgo de ser tomado como enemigo por ambos». Pedir la exclusión de los civiles del conflicto, es olvidar que todos estamos inmersos en él, porque en cuanto somos ciudadanos de un país que nos sostiene a todos, no tenemos manera de escapar del conflicto o de sus consecuencias. La segunda característica de las relaciones entre las personas inmersas en un conflicto armado es la mentira, que Martín-Baró definió como la corrupción en todos los estamentos sociales. Por último, la tercera es la violencia, como rasgo que caracteriza a todas las relaciones entre las personas inmersas en el conflicto, y que se manifiesta en las acciones armadas, en la llamada guerra sucia y en los altos índices de delincuencia.

Gran parte de la problemática del país se funda en la incapacidad que los dirigentes políticos, empresariales, sindicales y las personas corrientes han tenido para generar bienestar y progreso a todos los habitantes. También es reconocido que la mayoría de los actos violentos, por ejemplo los asesinatos, se deben a acciones delincuenciales callejeras o riñas entre familiares, conocidos o vecinos. Pero éste no es un argumento en contra de la responsabilidad que la guerra tiene al modificar las relaciones entre las personas e imponerles estilos de relación que involucran, casi exclusivamente, la violencia y la constante acción de ella sobre, por lo menos, dos generaciones de colombianos.

La discusión se plantea en aclarar cuál de los dos factores, la guerra o la ausencia de bienestar socioeconómico para toda la población, determina los índices de delincuencia. En medio de esta guerra civil se acumulan los problemas de desempleo, desplazamiento de cientos de miles de personas, matanzas, maltrato y abuso sexual infantil, crecimiento exagerado de la población que se encuentra en condiciones de pobreza y hambre, todos componentes fundamentales de la bomba social que amenaza la viabilidad del Estado y que definitivamente son consecuencias directas tanto del conflicto armado como de la situación de inequidad crónica.

En medio de este panorama puede parecer una frivolidad preocuparse por la salud mental y aun pretender y proponer acciones para mejorarla o recuperarla. Sin embargo, ése es el reto histórico y, como dice Martín- Baró, «mal haríamos diluyéndolo en fórmulas prefabricadas o trivializándolo en el esquema de nuestro quehacer diario. No contamos con soluciones hechas, pero la reflexión nos permite ofrecer algunas vías a través de las cuales encauzar nuestra actividad profesional». Los modelos terapéuticos, entonces, deben pensarse a partir de las características de la población y de la realidad nacional, enmarcada en la cultura de la violencia y matizada por un elemento que no puede pasarse por alto: el narcotráfico. En medio del conflicto, la urgencia de sobrevivir, la fantasía del dinero fácil y rápido y la necesidad de los grupos en contienda por contar con recursos suficientes para armarse constituyen las bases motivadoras para financiarse por medio de este método y, también, de las bases del poder derivado de la preponderancia económica.

Afortunadamente, en los últimos años son cada día más instituciones, psiquiatras y otros profesionales de la salud mental que llevan a cabo acciones con las personas y las comunidades afectadas, a partir de distintos modelos. Estas intervenciones pretenden manejar patologías específicas, como el trastorno por estrés postraumático, y realizar intervenciones psicosociales con metas más amplias y ambiciosas. Las propuestas dirigidas a comunidades tienen el carácter de acompañamiento terapéutico o dos generaciones de colombianos. «comisiones de verdad», grupos de «nunca más» y grupos de familiares de desaparecidos o de reconstrucción histórica, entre otros. Estas intervenciones, además de su profundo compromiso con el rescate de la dignidad humana, buscan suscitar procesos comunitarios que promuevan la elaboración de los duelos, pues de manera general la mayor parte de la población expuesta a las acciones bélicas y bajo situaciones extremas de intimidación y miedo no padece patologías demostrables; son las comunidades, las redes de apoyo social y las familias las que sufren, se deterioran o se dañan, a veces irremediablemente. Y, a consecuencia de ello, la siguiente generación se verá fácilmente impelida a continuar funcionando bajo patrones patológicos en los que se combinarán, como ahora, los comportamientos antisociales de unos con una disposición más generalizada a la sumisión y la desesperanza de otros.

Todo miembro de nuestra Asociación tiene que sentirse comprometido con el futuro de este país, a ello lo obligan no sólo el juramento hipocrático que compartimos, sino la imperiosa necesidad que impone el trágico momento histórico que tristemente vivimos.

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