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Revista Colombiana de Psiquiatría

versão impressa ISSN 0034-7450

rev.colomb.psiquiatr. v.34 n.1 Bogotá jan./mar. 2005

 

Inteligibilidad relacional

Relational Intelligibility.

José Antonio Garciandía Imaz1

1 Médico psiquiatra, profesor del Departamento de Psiquiatría y del Departamento de Medicina Preventiva y Social, Facultad de Medicina, Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá. Correo electrónico: jose_garciandia@hotmail.com


Resumen

En este artículo se presenta una reflexión sobre el proceso de la psicoterapia. Al ser ésta un fenómeno relacional que sucede en un espacio y tiempo de frontera conversacional, que aborda la vida cotidiana y la experiencia del padecimiento, es importante considerar las relaciones y la provisión de inteligibilidades que aportan para comprender cómo se articula la existencia del individuo y los otros en la construcción del sufrimiento. Para ello se hace necesario escuchar las voces de los otros que nos habitan, tener en cuenta las relaciones que construimos en conjunto con otros, las relaciones entre grupos de los que formamos parte y los sistemas que nos cobijan.

Palabras clave: inteligibilidad, relación, mente, terapia, límite, frontera, conversación.


Abstract

In this article is presented a reflection about the psychotherapeutic process, in which the speech is influenced by time and specific space that create a conversational frontier. This speech refers the daily living and suffering experiences and is important to consider the kinds of relations we make and also the comprehensive capabilities each one have, in order to understand the ways in which is articulated the individual existence as well as others existence in the suffering construction. For this purpose it’s necessary listening the voices from others that are also habitants inside ourselves and the interpersonal relations builded with others, the relations between groups and the systems that are supporting them.

Key words: psychotherapy, mental sufferings, interpersonal influences.


El filósofo árabe Al-Razi, nacido en Bagdad en el siglo IX (m. 935), en su libro La conducta virtuosa del filósofo, dedica un pequeño capítulo a la necesidad del reconocimiento de los propios defectos, como camino hacia el dominio de las pasiones, y ante la dificultad que los individuos tienen para observarse y conocerse, dice, se necesita:

Apoyarse en un hombre inteligente, que le esté muy obligado a uno, y convivir con él, a fin de pedirle, rogarle y conminarle a que le informe de todos los defectos que observe, haciéndole saber que esto es lo mejor y lo más positivo, y que por ello se le colmará de favores y será grande el agradecimiento. Se le pedirá que no tenga reparos, ni trate de lisonjear, y se le hará saber que si es indulgente o negligente en esto, está perjudicando y engañando y se hará merecedor él, a su vez, de censura. (1)

Este comentario muestra interés en el proceso de perfeccionamiento del individuo y en cómo es preciso llevarlo a cabo con la ayuda de otros, en un contexto relacional que, además, incluye “indagar y averiguar lo que dicen los vecinos, amigos y gentes con las que tiene trato, qué es lo que alaban y censuran. Al hombre que con esta intención sigue esta conducta apenas se oculta ninguno de sus defectos, por mínimo y escondido que esté” (1). Estas prescripciones recuerdan los oficios de los bufones —generalmente personajes con algún defecto físico notorio para todos— en las cortes de los reyes medievales, quienes, entre otras cosas, podían decir al monarca todo lo que pensaban de lo que decía, hacía o mostraba sin el riesgo de ser castigados. Son los precursores de lo que hoy llamamos psicoterapia.

Nos hacemos en relaciones. Así, la literatura psicoanalítica, desde Freud, Klein, Bion, Winnicot, Bowlbi hasta Lacan, muestra la trascendencia de lo relacional como aspecto básico en la construcción del individuo. Sin embargo, a partir de los planteamientos sistémicos se ha abordado con mayor ahínco esta relación como objeto de observación para el ejercicio de la psicoterapia. El interés de este artículo reside en la necesidad de elaborar una reflexión sobre inteligibilidad relacional para una más precisa comprensión de la relación terapéutica.

La psicoterapia, un fenómeno relacional

Cuando las personas acuden en busca de ayuda a la consulta de un profesional de la salud mental, van con la esperanza de hallar soluciones o respuestas a sus dificultades en un ámbito relacional. Esperan que del vínculo que se crea con el psicoterapeuta emerja el fenómeno que les permitirá generar cambios en sus vidas, bien con aportes farmacológicos o de otro tipo. Sin embargo, existe una cierta banalización del fenómeno de la psicoterapia, que ha propiciado en los últimos tiempos reticencia en algunos ambientes de la salud mental, que la desprecian como acción terapéutica o la catalogan como aspecto menor del trabajo de un profesional de la salud mental.

La cada vez mayor trascendencia de lo social en el origen e involucramiento de los síntomas, disfunciones y los padecimientos en general del ser humano ha suscitado un torrente de estudios al respecto y, a su vez, actitudes defensivas con los abordajes en los que se ponen el relieve en el valor terapéutico de lo relacional. La función, o si se quiere la misión de la psicoterapia, lejos de ser parca, trivial o poco significativa, necesita un análisis que responda con acierto a las críticas, por cierto elocuentes que se le hacen, cuando se hace hincapié en los aspectos relacionales de los padecimientos.

No es extraño que los padecimientos tengan un carácter relacional, puesto que la fisiología de un ser humano no termina en la piel, sino que continúa en la piel del otro. Las patologías psicosomáticas, las propiamente mentales, los conflictos de pareja, las disfunciones familiares y sociales se inscriben en ese principio de conectividad que rige el universo. Desde Hermes Trismegisto, en la más remota antigüedad, tal principio ha atravesado el conocimiento humano como principio epistemológico, hasta inscribirse en la actualidad como uno de los pilares de lo que se conoce como pensamiento complejo; pero el carácter relacional de los fenómenos humanos requiere una inteligibilidad que no se limite a lo individual, sino que comience por el hecho anotado por Bateson (2): la mente es un proceso y, como tal, un fenómeno relacional agregado, es decir, una emergencia de partes interactuantes en un todo, cuyo desencadenamiento es consecuencia de la diferencia (acontecimiento relacional por antonomasia) entre las partes interactuantes.

Tal proceso requiere energía colateral (la proveniente del mundo externo al organismo y la que se produce por la interacción de las partes) y está inscrito en cadenas causales circulares, que constituyen el contexto y tienen la particularidad de codificar las diferencias como trasformas. Éstos, a su vez, se constituyen en una jerarquía de tipos lógicos, sometidos a interpretación en función del contexto. Esos trasformas o representaciones elevan las diferencias a la calidad de símbolos y pueden así acceder a la conciencia, para formar parte del ejercicio de la reflexión, que no es sino un diálogo con el mundo incorporado.

Desde una perspectiva construccionista, todo lo que está dotado de significado y posee algún sentido para los partícipes sociales surge como emergencia y adquiere una dimensión de inteligibilidad en las relaciones. Estamos habituados a pensar que los significados, los sentidos y los matices están en la mente de las personas, en un espacio individual interior no definido que ha generado varias metáforas para ubicarlo. No obstante, el significado emerge y está en la actividad en conjunto de las relaciones, es un derivado de éstas, sobre todo de los procesos de socialización primaria con los padres, la familia nuclear y extensa, que definen inevitablemente nuestra condición humana, y de la socialización secundaria, que promueve el desarrollo de roles en la relación con los pares y los contextos social, cultural y político (3).

La construcción de significados en el ser humano está atravesada por múltiples dimensiones que tiñen su cotidianeidad durante toda su existencia y se articulan como una noción dinámica y flexible. Sometidos como estamos a las influencias de múltiples dimensiones, mediante procesos de interiorización, objetivación y exteriorización, va constituyéndose el proceso de nuestra identidad.

Existe una responsabilidad relacional (4) en el hecho de cómo establecemos y mantenemos nuestras interacciones con los otros, lo cual imprime un grado de autonomía en los individuos para decidir con quien o quienes intercambiar acciones, emociones, percepciones y conversaciones. En este sentido, la responsabilidad de relacionarse es un aspecto que excede el campo de nuestra interioridad. Se inscribe como una intención que busca ser compartida en el deseo de establecer ciertas condiciones, las necesarias para permitir articularnos en la coconstrucción de los significados, los sentidos, los matices, la moralidad y la ética. Por ello la responsabilidad relacional, más allá de los procesos de socialización, generalmente contenedores de nuestra inicial indiferenciación de significados, promueve e incrementa:

Las formas de intercambio (interacciones) a partir de las cuales se torna posible una acción significativa. Si el significado humano es generado por nuestra participación en las relaciones, ser responsable hacia los procesos relacionales implica favorecer la posibilidad del significado mismo, de poseer un self, valores y sentido del propio valor. El aislamiento constituye la negación de lo humano en nosotros. (5)

Por ello cuando abordamos los padecimientos de las personas desde una perspectiva relacional, éstos exceden los límites de su corporalidad, para inscribirse en un espacio entre el yo y los otros, y ya no les pertenecen en exclusividad. Los padecimientos ya no son de tal o cual persona que los sufre, sino que aparecen en ellas como el espacio prestado a un contexto relacional que está involucrado en su surgimiento (6). Esto implica realizar un salto cualitativo en el proceso de observación, es decir, se produce un desplazamiento desde el interés por lo que acontece en el ‘interior’ de las personas hacia lo que sucede ‘entre’ las personas. Se abre así el debate sobre la ubicación de los síntomas y los padecimientos que los desplaza —desde el interior del cuerpo y la mente— hacia el padecimiento como confluencia entre lo interior y lo exterior, hacia su ubicación en el límite y frontera, aspecto más frecuente en las patologías psicosomáticas, en las que los síntomas fisiológicos conviven con los síntomas psicológico-relacionales.

Si toma importancia lo que acaece entre una piel y otra, adquiere una mayor trascendencia el sentido de lo común. Se concede una más extensa y generosa significación social (familiar, étnica, cultural y política) a nuestras acciones, así sean de un orden elemental o complejo. Se dilatan, amplifican, ensanchan y abundan las posibilidades discursivas de comprensión de los padecimientos, alrededor del compromiso implícito en lo relacional. Al adentrarnos en una inteligibilidad relacional, se produce una gran apertura al contacto con mundos sociales posibles que nos liberarán de algunas limitaciones de las tradiciones individualistas del abordaje de los padecimientos. Se abren y propician nuevas y más gruesas narrativas, las cuales permiten mirar hacia el pasado como trasudado de relaciones:

El pasado se recuerda en el presente dentro de la relación que establecemos con nosotros mismos, con nuestras fantasías, con nuestro mundo interior, y en la relación con los demás. De esta forma, las interacciones microsociales y macrosociales pueden cambiar la visión del pasado a diferentes niveles (individual, social, incluso cultural): la memoria histórica no es más que una interpretación del pasado compartida por la mayor parte de los que pertenecen a una cultura, es decir, la creación por consenso más vasta posible. (7)

Cuando pensamos en nuestras vidas, en lo que fueron, son y deseamos que sean, podemos hacer balances que nos facilitan tomar decisiones coherentes con nuestra autonomía, así estemos inmersos en situaciones difíciles. No obstante, los pacientes o quienes padecen tienen afectada su existencia en algún orden temporal, o bien el pasado invade sus existencias, o bien el presente es atormentador o bien el futuro adquiere una dimensión amenazante o imposible. No pueden atenderse a sí mismos, por ello buscan la ayuda de alguien que los pueda atender (tender hacia), acercarse a ellos. La búsqueda de cuidados a partir de la relación con otro es la esencia de la psicoterapia, ser cuidado u objeto de cuidados es el deseo de todo aquel que quiere una terapia.

En algunas regiones de Latinoamérica (como en la zona cafetera colombiana) la palabra cuido se refiere a la pastura seca utilizada para alimentar el ganado. En España, a esa misma pastura seca para el alimento de los animales se le dice pienso (8), darles el pienso a las vacas es darles el alimento. Pienso y cuido tienen un carácter de solicitud y atención hacia otro, expresan un cuidado alimenticio y relacional. En castellano arcaico, pienso del verbo pensar tenía el significado de cuidar (9), un aspecto netamente relacional. Así, el pensar se hace como cuidado con relación a otro, por éste y para éste. Desde la teoría psicoanalítica, Bion (10) desarrolló en sus escritos el valor de la relación entre pensar y cuidar, por ejemplo, cuando habla de la función alfa de la madre y el reverie, al interactuar con los elementos beta (angustiosos e incomprensibles) del bebé, se da la función nutricia y también de pensamiento, al tiempo. Pensar es un fenómeno relacional, está en la esencia misma del proceso terapéutico y a ello van las personas con padecimientos, a pensar, porque los padecimientos dificultan pensar, aíslan del mundo, retrotraen al individuo a los límites de sí mismo y lo encierran en su propia prisión de incomprensiones. El acto terapéutico, como ejercicio de pensamiento, se articula en la vida de las personas que padecen, como el vínculo con el mundo y consigo mismo a través de otro.

Límites y terapia

No podemos negar los logros y avances de la tradición individualista en el ámbito de la psicoterapia. La idea de una única fuente originaria de los pensamientos, acciones, percepciones, congregadas alrededor de la conciencia individual y el self, abre un espacio interior en el que se albergan los registros de nuestras experiencias. Esto ha favorecido cierto tipo de entendimientos de la condición humana y de los padecimientos. La educación, el éxito, las compensaciones, los castigos favorecen la responsabilidad individual. Por ello la conciencia individual es alimentada como la idea central, fuente del bien y del mal. Somos individualmente responsables, respondemos por nuestros actos, pero ¿ante quién?, siempre hay otro, de lo contrario para qué la responsabilidad. Solos y aislados, sin otros, ¿cuál puede ser el sentido de responsabilidad? Somos individualidad en contraste y relación con otros, nuestra identidad y autonomía se dibuja y delimita en el trasfondo de los otros.

La idea de una mente interior como expresión de una conciencia independiente ha sido una concepción occidental ubicable en la historia. Otras culturas resaltan la prioridad de la unidad con el todo, frente a la conciencia individual como una existencia independiente. Lo cierto es que las personas no pueden generar significados solos, desde el momento en que nacen están sumidas en un magma de significaciones imposibles de eludir, sin que dejen algún vestigio con influencia sobre su afrontamiento de la vida. Los otros están presentes en cada paso, en cada decisión, en cada experiencia. Incluso el concepto de personalidad, tan caro en estos días, no puede sustraerse a la presencia de los otros, la persona ( per- sono, el que suena por sí mismo), en realidad, es un resonador donde muchos otros suenan y resuenan, un fractal que repite una y otra vez a los otros en sí mismo.

Sin embargo, seguimos moviéndonos en discursos individualistas donde, por ejemplo, las concepciones sobre el éxito de vivir (ganar o perder) tienen en cuenta a los otros tangencialmente, según favorezcan o entorpezcan nuestros deseos, intereses y valores. Por ello, las relaciones parecen tener cada vez más un tinte artificioso, dejan paso a lo circunstancial para desechar lo genuino, y ello supedita su trascendencia a las necesidades que éstas puedan satisfacer.

No tiene sentido mantener relaciones si no tienen algún tipo de utilidad para responder satisfactoriamente a la pregunta ¿qué es lo que me conviene a mí? Con esta premisa no son de esperar los efectos a los que conduce, poca tendencia a la cooperación, exacerbación del sentido competitivo, necesidad de convertirse en líder o de tener éxito o, por el contrario, se corre el riesgo de ser poco adaptativo. De hecho, cada vez hay más psicópatas, un padecimiento con un fuerte tinte relacional (11), en el que los individuos buscan con sus actos crueles llamar la atención de los demás, ser exitosos aunque sea por un momento. Surge la pregunta de si esos significados atribuidos al éxito han sido gestados en la soledad de sus mentes ‘perversas’. Lo cierto es que nadie puede crear significado solo, es claro que con anterioridad ha incorporado (explícita, implícita, tácitamente o, si se quiere, inconscientemente) las inteligibilidades que sobrenadan en el contexto de la comunidad a la que pertenece.

Nos hemos acostumbrado, y nuestra formación psiquiátrica hace hincapié en ello, a situar el origen y la fuente de los padecimientos (patologías, violencia, estulticia, injusticia, corrupción, deshonestidad, etc.) en la mente individual, así los individuos actúen colectivamente. La responsabilidad es individual, cada cual debe responder por sus actos. No obstante, los actos nunca se dan sin conexiones con otros, entonces ¿cómo entender la responsabilidad?

La responsabilidad, responder ante otro (interior o externo), puede abordarse de forma diferente. Si los actos del individuo son indicios de que un ‘observador’ ha de valorar, éste nada tiene que asumir de los actos de aquel que los cometió (desde un delirio a una alucinación o la ansiedad, la angustia), pues su actitud es la de mirar a distancia el objeto y el efecto de éste sobre el observador es mínimo, porque se mira desde afuera. Si se es ‘partícipe’ de las situaciones, más allá de la posición de un observador ajeno, la responsabilidad frente a los hallazgos que delatan los actos de un individuo se diluye en efectos de pregnancia, contingencia, sensaciones que involucran al participante, porque se encuentra en un contacto circunstancial o coyuntural. Cuando se es ‘integrante’, se está sumergido en las situaciones, anegado en el otro, en un todo, se mira desde adentro, de modo tal que cada instante implica una reorganización completa del universo, en cada momento el universo personal de cada integrante se pone en acción conectada a la del otro.

En la dimensión de integrante se genera una nueva inteligibilidad de la dialéctica de lo interior y de lo exterior. Hemos aprendido la metáfora de las pulsiones, las pasiones, los instintos, el inconsciente, ubicados dentro de la mente humana, como si fueran parte de un espacio interior colonizado por la naturaleza, como si ésta hubiera prolongado sus seudópodos hasta la más profunda interioridad, muy adentro de nosotros. Con ello el sí mismo adquiere dimensión en una relación dialéctica entre la naturaleza representada por los impulsos y la conciencia que representa la sociedad.

Sin embargo, cuando nos miramos como integrantes, la dialéctica entre lo interior y lo exterior adquiere una dimensión de hibridación (12) que coloca el origen de la subjetividad en un campo de fuerzas sociales, donde no tiene sentido lo interior y lo exterior, sino el trasiego entre colindantes. Entonces emerge una nueva frontera del individuo, lo híbrido, la mezcla, el mestizaje, en la cual las pieles se conectan, se articulan y se integran en el contexto de la relación. Nada tiene que ver esto con la fusión y la eliminación de la individualidad, se resalta la naturaleza de la individualidad en el trasfondo de los otros, puesto que no se puede ser individuo sin el contraste de los otros. Con esta perspectiva, lo mental como epifenómeno y emergencia relacional es mezcla e hibridez, una frontera y un límite entre el individuo y los otros, un lugar situado dentro y fuera a la vez.

La relación es límite y frontera, entre el individuo y el otro, y como todo límite permite entrar y salir del otro. Es en la dimensión del límite donde se dan los encuentros entre individuos y donde se gesta el individuo y lo social. Donde “lo uno es lo uno de lo otro y lo otro es lo otro de lo uno” (13). Donde lo uno y lo otro se articulan en la cultura, producto de la interacción mediadora en la realidad y con ésta, lo que está entre el lenguaje, los objetos, el tiempo y el espacio (14).

En el límite se da lo entrañable (lo que se incorpora del otro lo llevo en mis entrañas, en mi recuerdo, decimos) de la relación con otros, la resonancia de sus voces que se ejercita en la persona. También se da lo extrañable (lo extraño, no incorporado del otro, las voces silenciadas, ausentes), el silencio que emerge en forma de incógnita ante el otro, lo que no se puede saber y alcanzar así esté cerca. Es ahí, en la frontera, entre lo entrañable y lo extrañable, donde se sitúa la pregunta, en el límite. En éste se ubica el proceso terapéutico. En el límite surge una pregunta que exige respuestas. En las preguntas y respuestas se construyen las delimitaciones, que conforman, dan forma, que es la manera como piensa la cultura. Una relación, una sociedad con su cultura, genera formas, se relaciona en formas, en imágenes construidas en interacción, los símbolos. Con ello se cierra una brecha, pues “la cultura es aquello que produce sentido, que da motivos y razones para la vida, y que cierra la grieta entre lo material y lo espiritual” (14).

En ese contexto de hibridez, frontera y cultura se da la realidad de la psicoterapia, el terapeuta y quien padece se ubican en los bordes de una realidad poblada de los objetos que fluctúan entre los contornos más definidos y contundentes (lesiones estructurales, fisiológicas, bioquímicas) y los más difusos (dolor, ansiedad, delirios, etc.).

Es en este territorio de lo difuso donde el terapeuta y quien padece se ubican para conversar sobre aquello que no tiene límites claros y que está en un cambio permanente. Sentados cada uno en su silla, en un espacio concreto, durante un tiempo determinado, con sus cuerpos, todos ellos objetos de límites contundentes, se mueven en la conversación en medio de objetos de límites difusos, en permanente fluctuación, palabras, emociones, sentimientos, sensaciones, símbolos, representaciones..., los cuales se difunden en el ambiente relacional del momento como las nubes. Sin embargo, son el mismo mundo, en el que la mente no actúa como una incursión en la materia, ambos conversan y, al hacerlo, piensan, construyen un universo del encuentro, y ahí la realidad comienza a parecerse más a un pensamiento que a un mundo de objetos. En todo momento los límites entre ambos se redefinen como el modelado de la arcilla por un escultor. En el límite está la conexión de los universos que ambos traen al encuentro terapéutico, donde van tejiendo, como diría Aristóteles, un tejido de asombros, en el que se estampan las palabras con sus ambigüedades, a veces poéticas y sus precisiones técnicas; los objetos de contornos evanescentes (como una emoción) y los más filudos (como un dolor físico); los tiempos lentos de los recuerdos y los veloces como el olvido, o los mitos, que llenan el lugar de mundos mágicos o lo vacían de representaciones y lo convierten en un espacio físico banal que no se sostiene por dentro. En el discurso desarrollado entre ambos, a través del pensamiento, la realidad se expande, y los límites constreñidos del padecimiento estallan para llenarse paulatinamente de elementos que podrán desplegarse en el tiempo y en el espacio. Es el momento inaugural de una realidad en la cual no existe sujeto ni objeto, ambos son integrantes de una realidad total que los atraviesa. El relato de un sueño, de una pesadilla, de un padecimiento, de realidades circunscritas a una gran limitación de tiempo y espacio (un sueño dura segundos) adquiere en el discurso de la conversación la expansión de su realidad hacia la creación de conciencia, dimensión siempre en inicio:

… cada vez que uno piensa es otra vez toda la conciencia empezando de nuevo, toda completita de principio a fin, recogiendo todos los recuerdos y sabidurías y volviéndolos a iniciar en un nuevo reacomodo, por lo que a cada pensamiento la conciencia es nueva y es otra, como el río de Heráclito. (14)

Ahí, en el límite de las confluencias, de las diferencias, se genera una unidad de los integrantes y el encuentro se hace estético; esto si nos atenemos a lo estético como el grado de unidad existente entre alguien y otro, donde el límite es lugar de paso, siempre de puertas abiertas, en trasiego permanente.

En la frontera

Aquello a lo que alude la psicoterapia es a la existencia de los individuos. Pero habituados como estamos a mirar la realidad escindida entre acontecimientos materiales e inmateriales, físicos y mentales, la psicoterapia se ve atrapada en la búsqueda de argumentaciones que sustenten su sentido. Emociones, sentimientos, sensaciones, relaciones y afectos constituyen objetos desprovistos de contornos, sin forma, no obstante, ¿quién puede dudar de su condición física o material? ¿Existe alguien que no los haya vivido? Tal vez no son asibles, ubicables, ni nadie pueda decir que huelan, tengan texturas, suenen, sepan a algo o puedan verse. Su naturaleza es evanescente, volátil, si se quiere atmosférica, y a pesar de ello son la aprehensión más íntima y directa posible de la realidad. Están en el otro extremo de una realidad constituida como un continuo, en el que las gradaciones se mueven desde los contornos definidos a su ausencia (14).

Con todo, su certeza no es verificable. Y nosotros, los terapeutas, nos sumergimos en ese mundo sin formas, al que accedemos merced a las metáforas, lugares de confluencia de universos distintos, como la bruma en el horizonte entre la tierra y el cielo, una realidad diluida en la que como la sal en el agua se desvanecen los contornos y los objetos sin forma nos acontecen, somos nosotros mismos.

Por ello el momento terapéutico, sagrado (separado de la cotidianeidad y su contundencia), plagado de esos objetos sin forma, carentes de contornos definidos, adquiere un halo de irrealidad, un no saber dónde se está realmente, porque lo vaporoso de los sentimientos, al igual que el aire, atraviesa y se respira, no se sabe si uno está dentro o fuera de él. De modo que se mueve entre la certeza y la verificabilidad, en la incertidumbre, pues:

Los demás le pueden discutir a uno cómo se llama lo que siente, pero no sobre el hecho de qué está sintiendo; a uno le podrán decir que lo que siente no es cierto, pero no le pueden decir que no es cierto lo que siente; uno puede no estar seguro de qué es lo que siente, pero de lo que sí está seguro es de que siente. (14)

Es un momento de frontera, impresionista, a caballo entre los objetos y la luz, donde no es claro el límite entre uno y otro. A ese espacio de relación confluyen el espacio físico (el que media entre un punto y otro), donde habitan las presencias y las ausencias de los objetos, ése que consideramos está fuera de nosotros y dentro de nosotros, que ocupamos y nos ocupa, y el espacio vivido y existencial, en el que portamos toda nuestra experiencia existencial con los recuerdos y los olvidos, con los sentimientos, los afectos, la conciencia, todo aquello que cobijamos en lo que consideramos es nuestra interioridad, espacio habitado por las experiencias incorregibles que no precisan confirmación. Los espacios ambiguos de transición (15), aquellos que acogen la experiencia cultural con todos sus matices, pero sobre todo articulan lo que es yo con lo que no es yo, intermedian entre la interioridad y la exterioridad, y están colonizados por las voces de otros que aportan elementos para crear significados.

En el espacio terapéutico (encuentro, conversación y diálogo), tanto en el límite como en la frontera, concurren múltiples acontecimientos, los cuales van diseñando el mapa mental de la relación, donde será narrada la vida y adquirirá significado y sentido de otra manera, diferente. Para comprender la inteligibilidad relacional que se propicia es preciso atender la polifonía congregada en la banda que separa y une.

De la mente al discurso

Ese misterio con el cual trabajamos los psiquiatras, cuya ubicación no hemos podido determinar con claridad, y que denominamos mente, se ha vuelto tan escurridizo que para atraparlo hemos decidido, no se sabe bien por qué, asentarlo en nuestro interior, más o menos cerca del cerebro. Algunos la hacen absolutamente dependiente de los entresijos fisiológicos, bioquímicos y estructurales del cerebro, otros en el extremo opuesto le han dado un carácter tan etéreo que pareciera más una entidad fantasmática. Tal vez lo más seguro que podemos decir con respecto a la mente es su carácter relacional y lingüístico, todo lo que afirmamos sobre la mente sucede en el lenguaje.

Estamos habituados a pensar que el lenguaje describe un mundo independiente, debido a una especie de “esencia de vidrio” (16) de la que estaríamos provistos y que refleja a través de las palabras el mundo. Este presupuesto representacional alimenta la convicción de que existe una manera adecuada de decir las cosas con certeza y una forma más fiel y exacta de acceder a la verdad. Si el lenguaje describe el mundo de las cosas y son los individuos desde su naturaleza vidriosa y especular los que expresan palabras, hemos de pensar que a través de los individuos se logra un retrato preciso de la realidad. Sus palabras son capaces de reflejar también los mecanismos internos de sus mentes. Como lo expresa McNamee desde “esta perspectiva nos hemos centrado en los individuos y en sus palabras como un modo de entender la misteriosa mente interna y el mundo social” (17).

Sobre la mirada representacional del lenguaje se ha montado el edificio de la ciencia, que esgrime con orgullo la idea de certeza como característica de su saber. Al representar, el lenguaje vierte en las palabras lo que hay ahí, y éstas se constituyen en reflejo de un conocimiento que cada individuo posee con mayor o menor precisión sobre la realidad. Éste, a su vez, adquirido merced a ciertos métodos pertinentes cuyo origen se asienta en las virtudes y habilidades para el uso de la razón, y que finalmente se ubicarán como componentes de nuestra interioridad. Qué tanta verdad exista en las representaciones internas dependerá del cotejo realizado con los criterios sociales dominantes.

Desde esta posición, donde los significados se articulan en el interior del individuo, el modelo para intervenir ante cualquier situación problemática o padecimiento actuará indagando y explorando al sujeto y elaborará un discurso sobre el padecimiento y la patología como una restricción de expresión individual. El sentido de la carencia, del defecto, del déficit, de la lesión, la tara, la limitación, la falla, la afectación se inscribe como un aspecto que involucra al individuo en su totalidad como defectuoso, y amerita que la búsqueda de soluciones sea dentro de él. Todos los afanes reparadores son orientados hacia el centro mismo del individuo, para eliminar el déficit y ajustarlo a lo que se considera normal por la cultura dominante.

Pero si en lugar de pensar al individuo como un átomo, lo pensamos como una parte de una red de relaciones, el foco de atención se dirigirá a los momentos de interacción. Este movimiento generará una mayor sensibilidad hacia lo relacional, entonces unas nuevas premisas entran en el proceso: si bien podemos crear significados desde nosotros como individuos, no es menos cierto que no nacemos con ellos, desde nuestro nacimiento somos antenas que captan significados, los cuales recomponemos cada vez que nos involucrarnos con los otros, es decir, el significado también es social. Aquello que las personas tienen dentro de la cabeza, desde la perspectiva relacional, se trasforma en un significado entre individuos.

La sensibilidad relacional incorpora una nueva inteligibilidad de los fenómenos del individuo, pues más allá de los significados particulares atribuidos a la privacidad de su interioridad, pretende incursionar en la exploración de la red de relaciones que los individuos construyen en sus intercambios. De tal manera que, “las palabras toman sus significados de otras palabras más que en virtud de su carácter representativo, y en el corolario de que los vocabularios adquieren sus privilegios de los hombres que los usan más que de su transparencia a lo real” (16). La unicidad del significado puede conceptualizarse como adscrito a las experiencias y atribuciones de un individuo o, bien, como el punto de confluencia y encuentro de diversas y múltiples comunidades discursivas (18) en las que discurre el mundo relacional del individuo.

Lejos de cuestionar al individuo como fuente de significados, nuestra atención apunta hacia el interés por el momento relacional y su contexto, hacia cómo las conversaciones hacen viables y sostenibles ciertas realidades en algunos momentos y no en otros. Realidades alimentadas por los significados particulares y por el momento conversacional presente (que convoca relaciones de contundencia real y otras imaginadas), lo cual hace que el significado surja como una emergencia actual y local (aquí y ahora) y como suplemento de lo que las personas hacen juntas y en conjunto.

Desde esta perspectiva, el significado de inteligibilidad relacional es una acción conjunta que no está dentro de la cabeza, tiene su asiento en un sentido de lo común (18). Esto último se constituye, así, en el lugar donde acontecen los diálogos transformativos, la frontera entre los bordes en los que “en momentos de conflicto, en vez de moverse directamente hacia la indagación acerca de los significados que atribuyen los participantes a ciertas acciones, podemos indagar abiertamente en las redes relacionales más amplias que dan significación a las acciones en curso” (17). Podemos pensar de este modo que el proceso terapéutico se desarrolla como una trasformación discursiva generada en el intercambio lingüístico (19) y que hace hincapié en las narraciones con sus historias, como fundamentales para la construcción del self y su mundo.

La narración es una forma de discurso que favorece la gestación de significados conjuntos, pues, al fin y al cabo, el lenguaje (se incluye lo digital y lo analógico), que es eminentemente un fenómeno relacional, no es posible hacerlo solo. Por lo tanto, la tendencia a pensar que el significado está en la mente de un individuo se necesita comprender también como algo que emerge permanentemente en el desarrollo del proceso relacional (20).

No existe en ello una intención de sustituir al individuo por la relación, sólo se quiere recalcar lo relacional, para ampliar las alternativas de entendimiento, sin dejar de lado la exploración del self, éste queda mutilado si no se comprenden sus relaciones.

Nuestra voz irá contigo

Nunca estamos solos, desde que nacemos las miradas y las voces de otros nos acompañan, y a partir de ese instante llevamos con nosotros a los demás. Ellos contribuyen a nuestra constitución, al diseño de lo que fuimos, somos y seremos, porque no podemos eludir nuestra identidad parcial con ellos. Estamos sumergidos en relaciones, como lo puede estar un pez en el agua, y somos depósito de partes de otros, somos mezcla. Cada persona es trasunto, decantación, destilación y compendio de otros, donde encuentran un espacio de resonancia, donde muchos hablan a través de nosotros, incluso sin saberlo, sin ser conscientes de ello.

Cuando hablamos y escuchamos, siempre es con otro, por lo tanto, no podemos plantear como autónoma la acción de una persona. Lo que hace y dice está siempre conectado con aquellos a quienes se dirige y a quienes a él se dirigen. Cuando otro nos habla, quedamos atrapados en su elocución de manera inevitable, nuestra actitud puede ser de atenderlo, evitarlo, tratarlo con indiferencia, un sin fin de posibilidades, pero siempre esas acciones serán una respuesta al otro, a la contextualización que hizo con su comunicación.

Pero en el otro no sólo habla aquel cuya presencia percibimos, aunque sea un punto de confluencia de múltiples relaciones transgeneracionales y actuales. Hemos de preguntamos de quién o de quiénes se nutre su discurso, qué relaciones lo han alimentado. Es una o son varias las personas que hablan a través de su voz, a quiénes corresponden los

silencios; quién padece, llora, odia, sufre. La voz escuchada, a cuáles apaga, cuáles son las que nunca han podido emerger, un sin fin de posibilidades. Hay un multivocalidad en cada ser humano, una polifonía con frecuencia omitida en la vida cotidiana y en cuya multiplicidad, muchas veces constreñida, existe un mundo de posibilidades inexploradas para los individuos. La psicoterapia puede facilitar la expresión de la voz a estos otros que nos habitan y podrían ayudarnos a comprender situaciones conflictivas que problematizan nuestras vidas.

Karl Tomm (21), por ejemplo, habla de la conversación con el otro interiorizado, y se refiere con ello a las conversaciones que se pueden mantener con aquél o aquéllos con quienes existe una situación conflictiva en la que la persona se halla atrapada. Las situaciones conflictivas y problemáticas tienen un determinado libreto con sus respectivos actores y no es fácil salir de ello, por cuanto todo parece estar articulado para persistir. En la conversación con el otro interiorizado se pretende explorar las voces que habitan al individuo, traerlas a la conversación terapéutica para que así puedan aportar las inteligibilidades silenciadas del problema. Hay voces predominantes, otras secundarias, convidados de piedra, voces sometidas, asustadas, tímidas, otras que dan valor, que al invitarse serán explicitadas, presentes en la conversación.

Esto se lleva a cabo mediante un artificio por el cual la persona es invitada a conversar para que preste su voz al otro no presente en la sesión, pero sí en su vida y experiencia del problema. El terapeuta no pregunta al paciente, sino al otro que habla a través del paciente, y que de una u otra manera está involucrado activa o pasivamente en el problema. Pero no sólo es posible la conversación con los involucrados, también puede ser con otros ausentes, un amigo, el abuelo muerto que siempre reconoció las virtudes, aquel colega siempre crítico, el hermano recursivo y creativo, aquel que lo admira, el que lo respeta, una larga lista de posibilidades.

Esta conversación con el otro interiorizado ayuda a dar voz a otras inteligibilidades, pues permite acceder a la propia multiplicidad como una herramienta muy útil (nada tiene que ver esto con la disociación y la escisión de la personalidad múltiple) y el individuo tiene el acceso de libre entrada y salida a diferentes identidades que le aportan distintas perspectivas y formas de acción en el espacio-frontera de la terapia. Esto tiene un sentido práctico y está contextualizado relacionalmente en cada momento de la coyuntura terapéutica. Así, las voces conformarán una red relacional amplia de la cual emergerán nuevas y diversas inteligibilidades.

Como complemento, Mony Elkaim (22) propone que el terapeuta también escuche sus propias voces interiores de respuesta cuando conversa con el consultante. Esto puede proveerlo de diferentes posibilidades de conversación, al poner en acción toda la red de identidades que lo acompañan. Permite al terapeuta incluir en el espacio terapéutico diferentes voces que con frecuencia son invitadas por los pacientes, un padre, un enemigo, un consolador, un consejero, alguien con quien pelear, como sutiles formas de cambiar o perpetuar una determinada inteligibilidad del problema, que comprometen sutilmente al terapeuta en respuestas que abren nuevas opciones o consolidan los patrones relacionales sobre los que se sustenta el problema. Por ello es necesario que el terapeuta se abstenga de reaccionar en la manera en que se lo invita y a veces provoca a responder, para pasar a explorar otras voces con posibilidades diferentes de inteligibilidad. Si el paciente me invita a ser la voz de un padre punitivo o perseguidor, habrá la opción de rescatar otras voces que no confirmen la situación problemática.

Todo esto tiene sentido, por cuanto la construcción de un sí mismo necesita de otro. En la frontera del self y del otro el poder generativo de la voz se hace presente, ahí donde siempre la voz de uno es inconclusa, y ansía y espera la respuesta del otro, para dibujar un espacio dialógico en el que se crea constantemente un trasiego de identidades habitadas por los otros. Siendo, como somos, depositarios de aspectos y repertorios de otras personas, éstos nos acompañan en nuestro tránsito por la vida. Cada uno de nuestros actos, que denominamos autónomos, además de la impronta personal, lleva la de una legión de otros.

Cuando hacemos preguntas como ¿cuál es la voz que me habla en este momento? ¿Cuáles son las que permanecen en silencio? ¿Qué hace que ésta sea una voz poderosa y con capacidad de movilizar a la acción? ¿De quién es el sufrimiento que comunica esta otra voz?, nos acercamos al otro de una manera diferente. Indagando por las voces de los otros, en el consultante y por las propias, las sacamos del ostracismo del ‘adentro’ y las traemos al espacio del límite, a la frontera compartida. Entonces el discurrir de la conversación, con frecuencia establecido, se flexibiliza y permite la incorporación de nuevas dimensiones en el espacio terapéutico. Un ejemplo es la literatura, pues cualquier obra literaria —sea novela, teatro o poesía— es un espacio de frontera de donde emergen desde lo entrañable del autor múltiples voces para armar una gran polifonía que narra, y al hacerlo crea significado y sentido. Algunos autores, como Penn y Frankfurt (23), utilizan el recurso de la escritura como parte del proceso terapéutico. Por medio de ésta, en los relatos construidos y de las diferentes lecturas que se pueden propiciar es posible incorporar a la conversación diferentes voces. Escribir cartas a determinadas personas, libretos donde participan y tienen voz otras, así no lleguen nunca a su destinatario, permite introducir nuevas conversaciones que expanden el espectro relacional involucrado en los problemas.

Por otra parte, incorporar a la conversación la indagación sobre las delegaciones familiares (24) también permite traer las voces de los padres y ancestros que hablan a través de los padecimientos de una persona, como misiones encomendadas tácita o inconscientemente. Existen recursos técnicos que facilitan la inclusión de las voces que nos acompañan, el juego de roles, la escultura familiar o la silla vacía que representa al ausente.

Qué hacemos juntos

Si partimos de la idea del significado como un acontecimiento construido en conjunto, las acciones en las que estamos involucrados están ligadas a otros y su inteligibilidad está conectada a esos otros con quienes nos relacionamos. Más allá de los ciclos circulares de acción y reacción, lo que hacemos juntos hace hincapié en la dependencia de nuestras acciones y los significados, como producto de relaciones. El interés está puesto en cómo se gesta, consolida, sostiene o desechan los significados y los sentidos en las relaciones.

Los hechos y las acciones en sí mismas carecen de significado, pero en el contexto de una relación adquieren atribuciones de los individuos involucrados, puesto que las acciones de cualquier persona nunca son independientes, logran inteligibilidad merced a los otros. Con estas premisas en el proceso terapéutico es posible dirigir la mirada hacia las matrices relacionales conjuntas, hacia los patrones de mutua dependencia entre los individuos y hacia la manera como se construyen conjuntamente a sí mismos y el universo que habitan. Por ello desde esta perspectiva dejan de ser predominantes las preguntas sobre por qué acontece tal o cual hecho, por qué yo actúo así, por qué el otro actúa de aquella forma, para centrarnos en cómo nosotros organizamos un escenario, libreto, repartición de roles y significados exclusivos que propician los comportamientos y las acciones que nos involucran.

Desde la perspectiva sistémica, existen planteamientos terapéuticos que utilizan estas premisas en su ejercicio. El Grupo de Milán (25) trabajó desde sus inicios haciendo hincapié en el lenguaje relacional, aspecto que se incorporó a la terapia en la forma de hacer preguntas. Las preguntas circulares desarrolladas por el estilo de Milán orientan la conversación terapéutica a que los involucrados en el diálogo se indaguen sobre cómo actúan en conjunto para generar sus identidades. En consecuencia, el intercambio entre los partícipes de las relaciones genera subsecuentemente las creencias de los individuos. Las ideas, las creencias, los prejuicios y los valores que tiñen las narrativas individuales son descripciones de su mundo relacional, el decantado de un proceso relacional permanente, que habla de las situaciones conflictivas como un fenómeno conjunto emergente de las relaciones mutuas. Habría en este enfoque una complementariedad en las respectivas acciones que llevaría hacia el surgimiento de lo patológico o disfuncional, así como hacia lo creativo. Una especie de juego de complementariedades que daría sentido y cierta lógica a los padecimientos, aspecto utilizado sobre todo en sus intervenciones terapéuticas conocidas como ‘connotación positiva’.

En esta misma línea de pensamiento, Pearce y Cronen (26) hablan de la lógica de la interacción, es decir, las circunstancias conflictivas o de disgusto pueden ser reconocidas como acontecimientos que tienen una coherencia lógica en el marco de las relaciones en que aparecen. Estamos habituados a considerar los padecimientos como eventos irracionales, sin una lógica posible, adscritos al espacio individual. Sin embargo, las relaciones y las acciones conectadas de los individuos generan un tejido, un espeso embrollo que los envuelve y que articula las acciones de forma complementaria en un encuadre más amplio, un escenario relacional. Los actos y pensamientos de los individuos, deseables o indeseables, están vinculados a discursos más abarcadores sobre la identidad, la cultura y los patrones derivados. De modo tal que los padecimientos son una de las maneras en que las diferentes narrativas relacionales de los partícipes confluyen, para construir en conjunto el patrón disfuncional o desagradable como un efecto colateral del intercambio social.

Es posible comprender de qué manera las conductas de unos y otros suscitan y despiertan respuestas particulares en los demás. Mirar de este modo los eventos obliga a reflexionar sobre lo que nos sucede, con una mayor responsabilidad relacional, en la medida en que quienes participan en una situación pueden sobrepasar la mirada que responsabiliza a los individuos, para centrarla en la construcción conjunta de los acontecimientos. Entonces los discursos pasan de hablar de la responsabilidad de uno u otro, para ceder espacio a la presencia de una responsabilidad que alude a ‘nosotros’, a lo que nosotros hacemos.

Shotter (27) propone la expresión acción conjunta para denominar la forma como nosotros creamos significados. Éstos son una responsabilidad compartida, y desde esta perspectiva se hace más dificultoso mantenerse en la precariedad que supone buscar sólo las motivaciones y responsabilidades individuales. Las narrativas personales resultan pobres frente a las más generosas, en las que las descripciones se dan en términos relacionales. Todo esto no implica lanzar al abandono o al demérito las voces individuales, simplemente pretende ampliar las posibilidades de compresión y de acción sobre los padecimientos.

Qué hacemos desde un grupo

“Somos seres autónomos” es una afirmación de perogrullo que puede resultar inoficiosa; no obstante, siempre somos integrantes de diferentes grupos: la familia, el colegio, la empresa y todos aquellos colectivos de los cuales participamos como miembros, así sea de una manera pasiva. Hablamos como individuos con frecuencia, “el psiquiatra X dice...”; no sin menos asiduidad nos expresamos como parte de una asociación, “la Sociedad de Psiquiatría dice...”. Los discursos y las acciones de las personas pueden ser expresiones de grupos o agregados más amplios. Los conflictos entre personas muchas veces describen más, las dificultades entre los grupos de los que participan, que de ellos mismos. Esto abre un entendimiento sobre los individuos con frecuencia obviado, el que alude a sus acciones ligadas a las instituciones o colectivos de los que hacen parte.

De nuevo, la mirada se desplaza de la responsabilidad individual hacia el grupo, hacia la coherencia que los actos de un individuo adquieren comprendidos en el marco relacional de un colectivo. Lo dicho, hecho, sentido o pensado por una persona es preciso entenderlo como la manifestación de un grupo abarcador. Esta visión permite nuevas conversaciones sobre los acontecimientos en los que se hallan las personas involucrados: un delito, por ejemplo, puede ser entendido como derivado de la lucha de clases, como un comportamiento marginal quizá, como el desecho del abuso de un determinado estrato social, o la ira descontrolada de un padre, como la presión y frustración acumulada en la empresa.

En las relaciones interpersonales está siempre presente un trasudado de las relaciones entre grupos diferentes. Ello nos compele a mirar nuestras comprensiones de los demás y sus actos, en los límites de los grupos más amplios que nos acogen y frecuentemente nos constituyen. Un acto antisocial o psicopático, como una agresión para robar, podrá entenderse diferente, dependiendo de la pertenencia a uno u otro estrato social. Desde la clase dominante es un delito, desde el más bajo estrato social quizá sea un acto de valentía y amor hacia los hijos hambrientos, una expresión heroica de sobrevivencia frente a instituciones que no proveen de oportunidades. No quiere esto decir que se sustituya la responsabilidad individual por una colectiva, simplemente aboga por incluir en la comprensión de los fenómenos de padecimiento el componente de la responsabilidad relacional inherente a ellos, dado que somos seres sociales. Las culpabilidades individuales han de ser matizadas por las sociales, porque éstas siempre están gravitando sobre el individuo.

Penn y Frankfurt (23), con la técnica diseñada por ellos, intentan atraer hacia el espacio terapéutico a otras personas y a grupos ausentes. Mediante la invitación a escribir a otros y para otros, los consultantes pueden redactar cartas, diarios o cualquier otro escrito, que con frecuencia no tienen por qué llegar a los destinatarios, que incluso no forman parte de su contexto vital cercano, pero que sí están en su trasfondo relacional. Esto genera de por sí una ampliación del entramado relacional de la persona y posibilita nuevas formas de conversar y actuar.

Si un individuo con un problema de pareja hiciera el ejercicio de imaginar estar escribiendo a su familia sobre sus conflictos y, simultáneamente, pudiera escribir también cómo podría ser la actitud de su familia, el tipo de reacciones, comportamientos, pensamientos y opiniones generadas en ellos, quizá pueda ver cierto isomorfismo en su comportamiento, al tiempo que ciertas diferencias o demás aspectos nunca antes tenidos en cuenta. Es posible que de igual forma pudiera ver cierta conexión y coherencia entre su forma de vivir la relación de pareja y la del grupo de su origen. Lo que se favorece con ello es aumentar las posibilidades de exploración en la frontera, de las responsabilidades relacionales en las que el consultante se halla involucrado, al conectar los padecimientos concretos con una trama más extendida de relaciones con significación que involucra a otras personas.

Asimismo, la exploración de la presencia de los grupos en la comprensión de los padecimientos puede transitar por el territorio de las lealtades invisibles (28), cuyas influencias ínter y transgeneracionales alcanzan al individuo. La conversación terapéutica puede invitar a la frontera a todos a quienes pueden estar exigiendo encargos, misiones o lealtades y que aun estando ausentes (también muertos) participan en el libreto actuado en la vida del consultante y del terapeuta, para comprender cómo se articulan con sus padecimientos. Esto permite explorar los valores, los prejuicios, las concepciones de los grupos ausentes y su conexión con los fenómenos actuales.

Conectado con lo anterior, es preciso tener en cuenta el concepto del equipo reflexivo (29), pues por medio de éste se hace más evidente el territorio de frontera en el que se mueve la terapia. A un equipo terapéutico se le solicita que observe el proceso de una terapia de familia; después de un lapso, en algún momento, se les pedirá que relaten lo que observaron y reflexionen sobre ello, mientras la familia y el terapeuta los escuchan y observan. Luego se invita a la familia consultante a que reflexione sobre lo que oyó. Este ejercicio de invitaciones mutuas a conversar de forma directa, según Andersen, permite y facilita el paso de una posición de escucha hacia una posición de reflexión continua durante toda la sesión. Tiene el valor de posibilitar el aporte a la conversación terapéutica de voces y entendimientos que de otra manera estarían ausentes.

Se aumenta así la cantidad de perspectivas sobre los padecimientos y la comprensión del talante construido de las realidades vividas. La alternancia de escucha y reflexión en el transcurso de la sesión propicia conversaciones generadoras de nuevas comprensiones, puesto que concede a cada grupo la oportunidad de ser escuchado dentro del grupo en el cual su posición tiene sentido, y a su vez genera una actitud de mayor flexibilidad y aprecio hacia las lógicas en que se basan las posiciones diferentes que representan una nueva alternativa.

Las posiciones alternativas generan dificultades, por cuanto no pueden ser comprendidas en los propios términos, por lo general cuando las escuchamos las interpretamos en los términos que tenemos disponibles, los cuales resultan insuficientes. Poder traer al espacio terapéutico esas voces alternativas, representadas por grupos diferentes a los de nuestra pertenencia, genera la posibilidad también de mover la conversación terapéutica en la dimensión personal y la dimensión social. Al fin y al cabo la salud y la sobrevivencia también están atravesados por las redes sociales (19) que nos acogen y aquellas que nos rechazan o no comprendemos.

En el sistema

La idea de la individualidad, unida a la de autonomía, ha prevalecido en los últimos siglos como el centro de las comprensiones sobre los seres humanos. Sin embargo, a pesar de que nadie puede negar este fenómeno (tenemos un cuerpo, unos límites físicos claros y contundentes), no es menos cierto que el universo está organizado de unidades entre las que nos contamos, en apariencia aisladas y al tiempo plagado de relaciones entre todas ellas. La aparente autonomía es una sutil falacia, estamos sumergidos en relaciones. Formamos parte de sistemas, grupos de unidades relacionadas entre sí que conforman un todo, que a su vez es una unidad relacionada con otros todos, en una cadena sin fin.

Desde esta perspectiva sistémica, la conexión gravita sobre los individuos. Los acontecimientos que nos involucran no están carentes de nuestros aportes. Por lo tanto, la comprensión de los padecimientos, conflictos o situaciones arduas pasa por el entendimiento de nuestra participación personal de alguna manera en el sistema. Nuestros problemas son también de los otros y los de éstos de nosotros, y con ello se pretende mostrar la trascendencia de las relaciones en una situación, dado que una unidad o parte puede interactuar con cualquier otra. Desde esta perspectiva, la comprensión y el entendimiento de un acontecimiento o fenómeno adquiere un sin fin de posibilidades, al fin y al cabo en un acontecimiento se conectan toda una serie de participantes directamente y otros indirectamente. Los padecimientos de un individuo involucran y afectan a redes más amplias de relaciones, situación que sucede de manera también inversa:

Resonando con la propuesta de Gregory Bateson de que las fronteras del individuo no están limitadas por su piel sino que incluyen a todo aquello con lo que el sujeto interactúa —familia, entorno físico, etc.— podemos agregar que las fronteras del sistema significativo del individuo no se limitan a la familia nuclear o extensa, sino que incluyen a todo el conjunto de vínculos interpersonales del sujeto: familia, amigos, relaciones de trabajo, de estudio, de inserción comunitaria y de prácticas sociales. (19)

El grado de complejidad de las posibilidades de comprensión de un acontecimiento está ligado a las conexiones inherentes al sistema relacional involucrado. Desde cada uno de los partícipes directos e indirectos habrá versiones del acontecimiento, todas ellas válidas y con un sentido determinado. Por ello se amplía la participación de personas ‘ignorantes’ en la comprensión de los padecimientos de aquellas que no son profesionales autorizados con el conocimiento para ‘saber’ lo que es ‘normal’, cómo indagar, qué pensar, cómo reunir la información (30) y decidir qué se define y hace o qué no se hace.

Todas las personas con algún conocimiento del problema (pacientes, familia o interesados) tienen posibilidad de ser incluidas con sus voces en la conversación terapéutica. En el diálogo polifónico cada cual vierte su verdad sobre los padecimientos y contribuye con igual valor a la comprensión. No es esencial el hallazgo de verdades fundamentales a las que es necesario llegar para resolver una situación, se hace hincapié en la conversación terapéutica como el lugar donde las personas hacen cosas juntas, donde las diferentes voces generan un diálogo abierto. Esto es, no se plantea una línea de demarcación entre el equipo terapéutico y los demás, sino que todos los involucrados expertos y no expertos están en los bordes de ese espacio de frontera, participando de la discusión sobre el diagnóstico y el tratamiento.

Para Seikkula y su grupo (30), todos los involucrados se encuentran en ese territorio de frontera, sumergidos en un proceso recíprococoevolutivo, y ello permite una gran flexibilidad y versatilidad al equipo terapéutico, con una consecuencia importante, el conjunto de los involucrados participa en la determinación y en el diseño del tratamiento como acción conjunta.

Este operar en los bordes, en la frontera, como un gran encuentro polifónico, rescata la conversación terapéutica de las manos de los expertos (sin que ello quiera decir que se prescinda, se demerite o se deseche su participación), para extenderla a otros que aportan recursos potenciales a la solución. Esto reubica la concepción misma del padecimiento (sea una psicosis o cualquier otra patología), al presentarlo no como una característica particular del paciente, sino como una más de las voces presentes en el momento de la conversación, la cual se acerca más a lo que es un diálogo humano in vivo y se distancia del carácter in vitro que la institucionalización le confiere con frecuencia.

La conversación de las múltiples voces pretende incrementar los recursos disponibles, por un lado, y el espíritu del diálogo entablado ve a través de las nuevas voces incorporadas el significado como una emergencia de una comunidad relacional de personas, más extenso que como particularidad generada desde un individuo, por otro. Este estilo de diálogo abierto, diseñado por Seikkula y colaboradores (30), orientado a ampliar las redes relacionales en la comunidad, facilita nuevos y mayores recursos a quienes padecen (pacientes y otros relacionados) para ayudar y ayudarse. Según lo plantean los autores, las voces nuevas e incluso más lejanas (aparentemente desinteresados o no relacionados) al ámbito conversacional terapéutico incrementan las potencialidades relacionales que ayudarán a superar la dominación y, por qué no, la opresión de los monólogos coherentes que definen las acciones e impiden con su tiranía otras versiones. Por ello la idea de incluir sistemas más amplios en la conversación terapéutica comprende el tratamiento de una persona, pareja o familia, sin separarlos de las conexiones del clima político, económico, social, cultural dominante en la comunidad, región o país, es decir, incluyendo la ecología existencial donde están engarzadas.

En este sentido, Pearce (31) habla de una serie de fuerzas que actúa en las personas y que ayuda a comprender las conexiones e influencias en las que se hallan sumergidas las personas. Las fuerzas contextuales que provienen del entorno, las fuerzas prefigurativas que irrumpen en el presente provenientes del pasado, las fuerzas reflexivas e implicativas que emergen desde nosotros mismos y las fuerzas prácticas que nos impulsan hacia el futuro que anhelamos sintetizan todas ellas, en buena medida, nuestra ecología existencial y, sin duda, están presentes en la organización de los padecimientos en los que podemos hallarnos inmersos. Se introduce, de este modo, un lugar en la conversación para comprender los eventos conectados a las circunstancias, la coyuntura y el trasfondo de nuestras acciones (32), las cuales adquieren unas mayores posibilidades de inteligibilidad al mirarlas en contacto relacional con el universo ecológico del individuo.

En los bordes de la conversación

En el lugar de frontera de la conversación no interesa tanto buscar la esencia, la conmensurabilidad, la verdad, ni quién o quiénes tienen la responsabilidad de un fenómeno determinado, se trata de un territorio evanescente, donde cada cual incorpora al diálogo un discurso alternativo a cada instante, una nueva forma de “moverse en la conversación y más allá de ésta” (5). Importa el discurso, discurrir con el otro y sumergirse en el proceso de exploración de aquello que es inconmensurable y, por lo tanto, de versar con, mantener un diálogo sin la preocupación obsesiva de la verdad.

Lo interesante es el flujo, la contingencia, “una forma de concebir la sabiduría como algo que no se ama igual que se ama un argumento, y cuya consecución no consiste en encontrar el vocabulario correcto para representar la esencia, es pensar en ella como la sabiduría práctica necesaria para participar en una conversación” (16). En el diálogo entablado, más allá de la dimensión representacional del lenguaje y el reflejo del mundo que provee, a los partícipes los involucra una dimensión retórico-respondiente, puesto que, “fundamentalmente y primariamente, hablamos en respuesta a quienes nos rodean” (18). Son los hablantes quienes reflejan el mundo al construir conversaciones, por ello cierta sensibilidad por la inteligibilidad relacional favorece la ampliación y la expansión de la comprensión en los dominios del discurso, para acceder a las actuaciones relacionales, fuente de las realidades que vivimos.

En la frontera entre yo y el otro, los límites se hacen conversación, el diálogo en los bordes se constituye en zona de intermediación, por lo tanto, de incertidumbre. No hay nada seguro, ni cierto, es el lugar de las regiones marginales e inexplicables, donde “comenzamos a dejar de concebir la realidad en la que vivimos como si fuera homogénea, la misma en todas partes y para todos” (18). Emerge así, la heterogeneidad, se diluyen los discursos dominantes y cada enunciado exige su suplementación por el otro. Así se regenera el mundo de los significados particulares y privados y es posible cocrear nuevas mitologías y símbolos a través del sentido de lo común. El sensus comunis, como creación conjunta de aquellos que mantienen relaciones, “no se basa en ningún elemento preestablecido en los hombres o en sus circunstancias, sino en identidades de entendimiento socialmente compartido que aquellos crean en el curso de la actividad que desarrollan en común” (18).

En la frontera conversacional, los dialogantes se incorporan a un lugar común, generan unos tópicos sensitivos (lugares sensitivos), es decir, momentos donde lejos de presupuestos conceptuales, lo que se genera inicialmente son sentimientos compartidos en una situación compartida, sentimientos comunes cuya elucidación no tiene en principio palabras claras y contundentes que los delimiten, sino que se contienen —en palabras de frontera— metáforas ( meta-foros, cambio de lugar), donde se transfiere el sentimiento común al lenguaje.

Las metáforas, palabras sin límites claros, evanescentes, a caballo entre el mundo y los sentidos, son un lugar de condensación, evocadoras de múltiples posibilidades de interpretación en principio, pero que en el diálogo adquieren sentido para el momento. Cuando dos personas observan algo que ninguna de ellas ha visto con anterioridad, experimentan sensaciones, emociones y quizá sentimientos personales cuya naturaleza individual no impide que al ser experimentados en presencia de otros y con otros también haya una vivencia experimentada en común. Esto sentido en común no tiene todavía una dimensión lingüística, como la experiencia de un trueno o un rayo para un hombre prehistórico, que ante las sensaciones generadas en conjunto con los otros comienza a contenerlas en palabras mágicas que acogen las experiencias, lo sentido por él y los demás, es decir, en común. En expresiones como Thor o Jehová este hombre encuentra un lugar de confluencia para lo sentido en común. Son los lugares fundacionales, momentos bomba (33), que eclosionan como primeros organizadores de lo que llamamos la etnia terapéutica, en la cual conversar se regenera como un arte humano básico (34), para coconstruir universos compartidos del encuentro relacional.

En la conversación, la metáfora se origina como un punto de anclaje que no se refiere a una visión en común, sino a un sentimiento en común, a una forma de “dar o prestar una significación compartida a sentimientos compartidos en una situación ya compartida” (27), porque el mundo de nuestras convicciones está en gran medida determinado por sensaciones y no proposiciones, por metáforas y no enunciados (16), lo cual nos conecta y retrotrae al momento de la ensoñación del bebé en sus primeros momentos de relación con la madre, y que Bion propone como el primer paso hacia la construcción de la función de pensar, con otro presente o ausente, pero siempre con otro. Se trata de la irrupción de lo imaginario, de aquello que aún no es imagen.

En la conversación, tal y como la entendemos en terapia, emerge la mente, una dimensión más conectada con la inteligibilidad de lo experimentado que con lo imaginado. En ella, lo imaginario se apropia de los contenidos conversacionales, abarca lo que aún no es enteramente real, pero tampoco es plenamente ficticio. Por ello se hace necesaria una inteligibilidad relacional, puesto que lo imaginario surge como un producto informe de la conversación y como tal es incompleto, fuera de lo normal, nuevo.

En la brecha que hay entre los dialogantes, con el tiempo y espacio cotidiano suspendidos, lo imaginario no puede ubicarse en el tiempo y el espacio (fuera del espacio y tiempos terapéuticos), porque sus dimensiones son experimentadas y no imaginadas, sin embargo, tiene atributos que lo acercan a la realidad (sin serlo), vivida en la conversación. Lo imaginario es esbozo, carece de concreción, es virtual y sus dimensiones, al ser experimentadas, no tienen contornos o formas contundentes. Al contrario que la imagen y lo imaginado, de límites y formas concretas, lo imaginario se siente en la experiencia con el otro. Es algo común, sentido en común; por ello opera como sonda que desde la realidad terapéutica se proyecta en la cotidianeidad de los hablantes, y hace posible la introducción de nuevos discursos en sus vidas, que operarán como nuevos trasfondos para la acción. Lo imaginario, sentido común:

Es común pero no es general, pues consiste en un conjunto de intelecciones que permanece incompleto mientras no se añada al menos un nuevo acto de intelección acerca de la situación presente; y una vez que la situación desaparece, la intelección añadida ya no es pertinente, por lo cual el sentido común vuelve de inmediato a su estado incompleto normal. (35)

No es algo científicamente objetivo, escapa de ese corsé de la ciencia, es incompleto, sin contornos de forma concreta, modelado en el vaivén conversacional, sin dimensiones imaginadas, experimentado en común; por ello, entre lo real y lo ficticio no se atiene a formulaciones de orden lógico, sino que argumenta a partir de analogías que desafían la lógica e incluso la coherencia. Importa ir más allá de los límites de la verdad, de la certeza y de la seguridad de haber encontrado algo a qué atribuir las responsabilidades de los padecimientos; así como importa acceder a una inteligibilidad que sostenga las múltiples voces que participan en los sufrimientos, en conversación.

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Recibido para publicación: 3 de noviembre de 2004
Aceptado para publicación: 29 de enero de 2005
Correspondencia
José Antonio Garciandía Imaz
Departamento de Psiquiatría y Salud Mental,
Pontificia Universidad Javeriana
Carrera 7 Nº 40-62

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