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Revista Colombiana de Psiquiatría

Print version ISSN 0034-7450

rev.colomb.psiquiatr. vol.34 no.2 Bogotá Apr./June 2005

 

Etnografía clínica y narrativas de enfermedad de pacientes afectados con trastorno obsesivo-compulsivo

 

Clinical Ethnography and Illness Narratives of Patients Affected with Obsessivecompulsive Disorder

 

Carolina Cortés Duque1 Carlos Alberto Uribe2 Rafael Vásquez3

1 Médica psiquiatra egresada de la Universidad Nacional de Colombia. carolina_cortes77@hotmail.com

2 Antropólogo, Ph. D, profesor asociado del Departamento de Psiquiatría de la Universidad Nacional de Colombia y profesor titular del Departamento de Antropología de la Universidad de los Andes.

3 Médico psiquiatra de niños y adolescentes, profesor titular del Departamento de Psiquiatría de la Universidad Nacional de Colombia.

 


Resumen

Este artículo muestra, por medio de las historias de vida y la observación etnográfica de pacientes con trastorno obsesivo-compulsivo (TOC), la variedad de narrativas que se construyen alrededor de la sintomatología, y cómo éstas se alimentan de explicaciones relacionadas con las vivencias, las experiencias y el contexto cultural de cada paciente, es decir, cómo aluden a su propia biografía. Además, resalta la importancia de la narrativa de enfermedad como herramienta terapéutica, ya que la particularidad de cada relato trae consigo elementos que, a través de su interpretación, permiten al médico y al paciente una comprensión más amplia del malestar. El acercamiento a la manera específica en la que cada paciente experimenta y explica su enfermedad incide significativamente en la definición de su tratamiento y en su proceso curativo.

Palabras clave: trastorno obsesivo-compulsivo, conducta ceremonial, narrativa.

 


Abstract

Using life histories and the methods of clinical ethnography, this article illustrates a variety of illness narratives that patients affected with obsessive-compulsive disorder construct to detail their symptoms and how these narratives are related to the life experiences and cultural context of each patient, that is, how the narratives are related to personal biographies.

The article underlines the therapeutic value of illness narratives as each narrative, in its own right, brings forth useful interpretative material in understanding the illness, for both clinician and patient. This specific approach to personal explanation and understanding of obsessive-compulsive disorder may significantly influence therapy outcomes.

Key words: obsessive-compulsive disorder, ceremonial behavior, narration.

 


El principio fundamental de toda nosología psiquiátrica, como el DSM-IV y el CIE-10, es la universalidad de la enfermedad mental. No obstante, esta universalidad está atravesada por una tensión particularista y relativista: lo que cada uno de nosotros entiende hoy por enfermedad mental no es lo mismo que lo que piensan los miembros de otras culturas, ni es igual a lo que nosotros entendíamos años atrás. Incluso este concepto puede variar entre los miembros de una misma cultura, en la medida en que distintos elementos culturales se imbrican de disímiles maneras en lo normal y en lo patológico: «... la naturaleza de la cultura es fundamental a toda experiencia humana, no importa si es normal o si es psicopatológica. La cultura invariablemente da forma a todos los síntomas emocionales, cognoscitivos y del comportamiento que son evaluados en el encuentro diagnóstico» (1).

Tal tensión es confrontada en la nosología psiquiátrica de varias maneras. El DSM-IV, por ejemplo, señala el papel de los factores culturales en el diagnóstico de las enfermedades mentales (2),(3). Primero hace referencia a las variantes culturales de cada trastorno clínico: «... existen pruebas de que los síntomas y el curso de un gran número de trastornos están influidos por los factores étnicos y culturales...» (4). Segundo, al final del manual, en el apéndice J, describe algunos síndromes dependientes de la cultura. Asimismo, da algunas pautas para que el clínico evalúe la influencia del contexto cultural en el individuo enfermo, como la identidad étnica a la que pertenece, la explicación o percepción de la enfermedad y las variantes que influirían en la comunicación, como el idioma (2),(5). Varios autores, por ejemplo G. J. Tucker, hacen hincapié en estos aspectos del encuentro diagnóstico:

... el DSM-III y DSM-IV han avanzado, pero sólo proveen una parte de la información que necesitamos. Pues la otra parte es la historia del paciente o su narrativa. Jaspers enfatiza la «empatía» como la clave para entender al paciente. Es vital que nosotros restauremos este aspecto en el proceso diagnóstico, que simplemente es comprender lo que cada paciente está experimentando y cómo sus relatos contienen los síntomas [...] Ha llegado la hora de combinar la psiquiatría empírica del DSM-IV con la historia de vida y la observación del paciente... (6).

Si se acepta el planteamiento anterior, la tarea del psiquiatra va más allá de hacer un diagnóstico y aplicar un tratamiento adecuado. Los pacientes valoran el hecho de ser escuchados, entendidos y concebidos como personas, como sujetos culturales e históricos. Por ello, parte de «... la tarea médica curativa fundamental consiste en la interpretación de las narrativas de enfermedad con las que el paciente expresa su situación...» (7). Dentro de este contexto se han identificado tres aspectos de una práctica psiquiátrica ideal: la empatía, la buena voluntad para explicar y compartir la información y el acercamiento al paciente en sus propios términos (8). Para esto es necesario que el médico se ubique en el correspondiente marco cultural de la paciente y que incluya su propio concepto de enfermedad mental.

Cada persona tiene un relato acerca de su propia vida, de sus experiencias, colmado de los significados que ella misma ha construido en la interacción con los otros. El paciente narra cómo percibe su padecimiento y cuáles son sus preocupaciones o temores. En últimas, el paciente reflexiona sobre su propia vida y su propia experiencia de enfermedad, la cual se puede ubicar dentro del flujo temporal y existencial total de la propia vida y que abre la posibilidad de que el sujeto la dote de nuevos significados. Además, la misma producción de la narrativa puede tener ya efectos terapéuticos:

... el síntoma se presenta como una interpretación que ha elaborado el paciente sobre una serie de sensaciones corporales, psíquicas y emocionales: «me duele la cabeza», «estoy mal de los nervios». El síntoma es así verbalizado o mostrado mímicamente y, por tanto, su construcción responde a las necesidades de expresión de un emisor. Se presenta, de esta manera, no ya como la parte de una realidad física o el efecto visible de una causa, sino como una expresión humana que guarda en sí misma un significado (9).

La narrativa de enfermedad no representa un mero conocimiento personal. Las normas culturales y las expectativas sociales, en general, y las de la comunidad a la cual pertenece el paciente contribuyen a configurar su vivencia y el valor otorgado a su enfermedad. En toda experiencia de enfermedad existen tres dimensiones: el malestar (illness), o la experiencia subjetiva –el sentirse enfermo, la vivencia individual ante la enfermedad–; la dolencia (sickness), o la evaluación social de la condición del enfermo –el ser considerado enfermo– y el enfermar (disease), dado por la ciencia médica oficial –tener una enfermedad ya definida en una clasificación nosológica–. Estas tres narrativas proceden de observadores diferentes de cada signo o síntoma.

La psiquiatría, al permitir entablar una relación con el paciente mediada por la palabra, es quizá la especialidad médica que permite un mejor «conocimiento narrativo». Así como los mitos y las leyendas, las historias clínicas son narraciones: todas cuentan e interpretan un acontecimiento que ha ocurrido dentro de una temporalidad particular y que está lleno de significado; todas conservan el sello del autor, que no es un observador neutro, sino que participa activamente en la construcción de la historia que está contando (10). A través de las narraciones, los individuos se reconocen a sí mismos y a los demás, aparte de que cuentan historias para saber quiénes son ellos y los demás, de dónde vienen y a dónde van:

El médico y el paciente se enfrentan a la experiencia del enfermar desde perspectivas o zonas de significado específico y limitado, muy diferentes una de la otra. Desde cada contexto específico la experiencia del enfermar se convierte en tema y reflexión que configura una realidad clínica diferente [...] Aun cuando supongamos que el malestar (illness) sea una realidad compartida, el hecho es que son dos realidades [...] de modo que el paciente y el médico, al definir el problema presentado a la luz de diferentes objetivos, no comparten un sistema de relevancia. (11)

¿En qué contribuye esta perspectiva en el encuentro con el paciente? La narrativa es la forma fenomenológica en la que el paciente experimenta la salud o la enfermedad y por medio de la cual se promueve la empatía y la relación terapeuta-paciente, que permite la construcción de conocimiento. La narrativa provee de sentido a la enfermedad del paciente. Define cómo, por qué y de qué manera se encuentra enfermo. En el proceso terapéutico, la narrativa facilita el cuidado integral del paciente, es intrínsecamente curativa o paliativa y puede aportar alternativas terapéuticas nuevas. Las narrativas por sí mismas son terapéuticas. El hecho de «contar la historia» le permite al paciente liberarse de ella, exteriorizarla, lo cual genera una visión de sí mismo como alguien capaz de hacer escogencias y de tomar decisiones en relación con los problemas ligados al malestar (12).

Trastorno obsesivo-compulsivo (TOC)

Dentro de las enfermedades mentales, el trastorno obsesivocompulsivo (TOC) es particularmente interesante en esta perspectiva cultural-narrativa de la enfermedad mental, ya que quienes lo padecen suelen guiarse por un ‘pensamiento mágico’ que los conduce a creer que serán objeto de algún castigo por sus pensamientos intrusos e ‘inmorales’, lo que los obliga a realizar tareas autoimpuestas, creadas como defensa contra ese temor. De esta manera, las narrativas de los pacientes con TOC reflejan ampliamente los contenidos socioculturales que les dan forma y sentido a esos pensamientos y conductas de tipo ‘ritualístico’.

La conducta ritualística del paciente con TOC, así como la variedad de pensamientos obsesivos y su explicación, invita a un análisis más profundo que permita ver hasta dónde la normalidad o la anormalidad pueden ser culturalmente construidas. Esta podría ser la explicación de por qué los pacientes consultan tantos años después de iniciado el trastorno, pues sus síntomas no se habían considerado ‘anormales’, ya que aún no causaban interferencia en sus vidas o en las de los demás. Esto se confirma cuando aun siendo diagnosticados, muchos de los pacientes dudan de que sus síntomas sean patológicos.

Lo anterior plantea una serie de inquietudes para el investigador. Si el ritual llega a ser un elemento esencial y necesario en la vida social, entonces, ¿cuándo el ritual del paciente obsesivo llega a ser patológico? ¿Será que éste depende de los límites culturales ‘normales’ a los que el individuo pertenece? Estos interrogantes llevaron a que se escogiera esta patología como ejemplo de las diversas narrativas que se generan en torno a una enfermedad y cómo la variedad que presentan, construidas individualmente, depende del contexto cultural de cada paciente.

Materiales y métodos

Éste es un estudio de etnografía clínica, con una población constituida por pacientes con diagnóstico clínico de TOC, que asistieron la consulta psiquiátrica del Servicio Médico de la Universidad Nacional de Colombia durante el 2002 y el 2003. Se basa en: (a) casos clínicos (reportes observacionales, reportes intersubjetivos y reportes del punto de vista del(la) paciente); (b) historias de vida, y (c) observación participante. Para su desarrollo se cumplieron etapas que van de las fuentes indirectas a las fuentes directas de la información: fuentes secundarias de carácter monográfico, exploración etnográfica (observación participante) e historias de vida (en la que se analizó la historia individual y se armó el patrón de composición de la vida de cada uno, que se relacionó con la narrativa en torno a su enfermedad).

La selección de la muestra fue de carácter intencional y no probabilística. Los seis pacientes a los cuales se les realizó la historia de vida (informantes clave) fueron escogidos teniendo en cuenta grupos extremos en las categorías de género (hombre/mujer), ciclo de vida (adulto joven/adulto maduro) y nivel de escolaridad (primaria/universitario/ profesional), con el objetivo de comparar las narrativas de malestar desde diversas posiciones sociales y analizar cómo y en qué medida sus diferencias y similitudes responden a ese factor. Para participar en el estudio estos pacientes aceptaron firmar el consentimiento informado.

Fuentes de información

• Se realizó una detallada comprensión de las notas del diario de campo, en las que se incluyeron las observaciones de lo que piensan los pacientes acerca de su enfermedad y las interpretaciones que de ella hacen. Esta información se tomó de los relatos de los pacientes dentro de la consulta, en las sesiones de terapia grupal, incluso en las conversaciones informales con ellos.

• Algunas de las intervenciones formales con los pacientes fueron grabadas en medio magnético o audiovisual y luego se transcribieron; en otras se tomaron notas parciales durante la entrevista (diario auxiliar de campo) e, inmediatamente, fueron vertidas en el diario de campo.

• Al pasar los datos al diario final de campo, se reportaron las narrativas de los pacientes observados y las propias interpretaciones de la investigadora principal acerca de lo que observó durante las sesiones. Estos datos fueron analizados para cada paciente por separado, y se hizo una descripción detallada y una explicación de la información obtenida. Luego se analizaron las similitudes y diferencias entre casos.

Análisis de la información

Los datos sociodemográficos de cada paciente se consolidaron en genogramas, donde se privilegiaron las edades, el estado actual de los vínculos parentales (consaguíneos y maritales), las ocupaciones, los lugares de origen y de residencia y la corresidencia actual. La información obtenida a través de las entrevistas y los diarios se organizó en conjuntos de categorías deductivas. Las respuestas relativas a cada categoría se reagruparon y se identificaron las fuentes de información y se ordenaron en matrices.

Para describir los resultados, se emplearon listas de conteo, para luego ordenarlas jerárquicamente. Por último, se utilizaron matrices descriptivas en las que se cruzaron las categorías que estuvieran relacionadas.

Una vez los datos se categorizaron y se describieron exhaustivamente, se procedió a su interpretación de la siguiente forma (análisis): (a) descripción de los hallazgos aislados; (b) identificación de relaciones entre variables; (c) formulación de relaciones tentativas entre los fenómenos; (d) revisión de los datos en búsqueda de hallazgos que confirmen o invaliden las hipótesis del trabajo; (e) formulación de explicaciones sobre los fenómenos hallados, y (f) identificación de esquemas teóricos que contextualicen los patrones culturales identificados.

Resumen de casos

A continuación se expondrá un resumen de cada caso, para mostrar una idea general de la estructuración del TOC en cada paciente, a partir de su narrativa. Todos los casos descritos utilizan nombres ficticios.

Liliana, 23 años

Natural y procedente de Nariño, estudiante de Economía. Sentía que nunca era suficiente lo que leía para resolver los exámenes que le hacían semana tras semana. Tenía que leer los capítulos anteriores al que le correspondía estudiar, según el profesor y, además, debía empezar desde el primero. Duraba horas leyendo y releyendo cada párrafo del texto hasta que creía haberlo entendido; finalmente, nunca llegaba a terminar lo sugerido para el examen.

Cuando era pequeña, su familia le decía en broma que lo que ella necesitaba era un microscopio para asegurarse de que el trabajo estaba completo.

En una consulta, relata: «Es extraño que tenga que lavarme las manos después de que toque cualquier cosa. Así sea amarrarme el zapato, encender la luz, cerrar la cortina, leer un libro de la biblioteca o hacer cualquier otro número de actividades. Además, tengo que bañármelas con jabón, incluso más de dos veces, hasta el codo o el hombro si es necesario, antes de llegar a sentirme limpia».

Liliana es la hija menor dentro de una numerosa familia. Los jefes del hogar, con un gran esfuerzo, consiguieron dar estudio a sus ocho hijos y se sienten orgullosos de ello. Por esa razón Liliana confronta una situación de exigencia, retribución y compromiso con sus padres, en la cual ella sólo busca corresponderles. El hecho de que la familia sea destacada como ‘un modelo’ entre los vecinos y los amigos de los padres aumenta la presión: «Todos éramos juiciosos, decentes y ejemplares para los demás; mi papá siempre mostró eso de nosotros y nos lo inculcaba».

La madre, de 57 años, contadora exitosa, es descrita por Liliana como una mujer muy organizada, estricta y dedicada a su familia. Por otra parte, describe a su padre como un incesante trabajador, comerciante de máquinas industriales desde hace treinta años, quien siempre se ha destacado por lo diligente con su empresa: «... invierte en ella no sólo energía y horas sino neuronas [...]. No le importa que el trabajo se alargue hasta la madrugada o tenga que viajar y trabajar los fines de semana».

El trastorno de Liliana se inicia desde su infancia: «No me gustaba que me tosieran encima, ni que me dieran lo que ya estaba chupado por otros», tampoco que le desorganizaran o le tocaran sus cosas. Incluso no podía ni comer fuera de casa, pues para ella es una prioridad evadir cualquier foco de contaminación:

«Cuando digo que quiero evitar una infección o una enfermedad y por eso hago aseo, me lavo las manos seguido o no presto ni me pongo ropa de otros. La transmisión de las enfermedades no se ve, entonces hay que evitarla de cualquier manera».

En Liliana, el miedo como tal se enfoca hacia aquellos gérmenes (objeto definido) que transmiten las enfermedades, pero la angustia se dirige hacia la contaminación (objeto indefinido, ilimitado). Estas condiciones se perfilan como agudos síntomas de su trastorno particular.

Otra característica de su trastorno se expresa en una constante y progresiva asociación entre castigo, miedo y culpa: teme profundamente ‘fallar’, pues esto traería consigo un castigo, algo malo para sí, y, por lo tanto, un gran sentimiento de culpa ante su propio ideal del yo, tan invencible y punitivo.

Su trastorno pasó inadvertido hasta más o menos sus doce años de edad, cuando aparecieron síntomas depresivos y somáticos secundarios, como cefalea, motivo por el cual es remitida a psiquiatría desde la consulta de medicina general. De no ser por estos últimos, el tipo de obsesiones y compulsiones que padecía la paciente encajaba perfectamente con el concepto de ‘normalidad’ construido en su entorno cercano.

En Liliana predomina la acción compulsiva, en respuesta a ideas obsesivas de contaminación o impureza. El ritual de lavado continuo, por ejemplo, es alentado por la necesidad imperiosa de alcanzar una pureza análoga a la perfección. De igual forma sucede en su vida estudiantil. Cuando la acosa la idea de tener que leer los capítulos anteriores al señalado por sus maestros, tiene que abarcar todo el tema, saberlo todo, en una búsqueda permanente de esa misma excelencia. Es claro, además, que tales rituales tienen el fin de evitar un castigo. Por esto es incapaz de abandonarlos, pues cualquier desvío con respecto al ceremonial se castiga con una insoportable angustia que enseguida fuerza a reparar lo omitido:

Me he dado cuenta de que tengo mi propia organización de lo que es puro e impuro en mi mundo, y lo impuro trae mala suerte; por ejemplo, el orden de mi armario o de la biblioteca puede tener un mal significado de acuerdo con cómo esté o si me baño primero unas partes antes que otras [...] Cuando me baño no me miro. Sólo uso jabón líquido para que cuando me bañe no quede untada la barra de jabón. Para los genitales uso toallas húmedas como las de los bebés y así las puedo desechar ahí mismo. Esto lo hago de primeras para quedar tranquila y poderme bañar el resto....

Aquí aparece un conflicto decisivo en el malestar de Liliana. Al parecer ella permanece en un constante debate entre lo que es puro y lo que es impuro, entre el orden y el desorden. Practica rituales de purificación, más que de lavado propiamente, los cuales expresan un temor inmenso a la contaminación. Esta última es análoga a lo sexual como impuro y se ubica en los mismos límites entre su cuerpo y el desorden que puede provenir de afuera. Un desorden que, además de implicar impureza, puede significar contagio y muerte inevitables. De allí que se esmere excesivamente en evitar cualquier foco que ella considere infeccioso.

No obstante, la dificultad que Liliana expresa no se refiere a sus pensamientos obsesivos ni a los temas que ellos contienen (limpieza, orden o perfección), los cuales, de hecho, siempre son argumentados y considerados por ella como muy lógicos. Por lo demás, en su infancia y adolescencia eran perfectamente adecuados a las exigencias de su familia. Lo que desde hace un tiempo le provoca malestar es la interferencia de éstos en su tranquilidad y en el poco control que puede tener sobre ellos. Incluso sólo llegan a detectarse porque se le interroga sobre ellos, pero no porque ella los haya referido voluntariamente:

También creo que lo de la limpieza y el orden de las cosas no es nada de enfermedad, simplemente tiene que ver con que en mi casa sobresalen las cualidades de la limpieza, la religión y el orden, y por eso creo que soy así. Además, no tiene nada de malo evitar enfermedades [...]. Lo que sí se me hace raro es que tenga que hacerlo tantas veces. Antes no era tan excesiva en ese tema [...]. A veces sí me parece que es como absurdo que yo viva en torno a si me voy a enfermar o si mi familia se va a enfermar, pero me da mucho miedo si eso llega a suceder y no puedo evitarlo...

En esos mismos términos concibe su posible tratamiento y cura:

Para mí todo el problema está en mi cabeza y en mi voluntad. Soy consciente de lo absurdo de mis preocupaciones, pero esto no me libra de esos incómodos impulsos que a veces me aterran y me causan crisis de angustia [...]. Yo creo que sólo me mejoro si logro controlar esos impulsos, es decir, siendo cada vez mejor. No quiero tomar el medicamento, eso me haría sentir como inútil en mi vida [...]. Para mí lo m*s duro es la falta de control....

Lo anterior obedece a la causalidad que Liliana atribuye a su conducta, en consonancia con su actual y repetido énfasis en el control:

...en casa siempre fueron muy exigentes y me criaron así, y simplemente quiero evitar el peligro [...]. Lo que está mal es en lo exagerado de algunas conductas. Eso no lo he podido evitar, pero no creo que sea una enfermedad. Si me lo propongo, yo puedo llegar a controlar eso [...]. Un error de mis padres que yo creo que me inculcaron es que la autoestima depende del valor que los demás le den al trabajo de uno. Por eso mi temor a que las cosas no estén bien y tenga que revisarlas tantas veces, o el miedo a no saber lo suficiente y que me vaya mal y que quede mal ante otros.

Es de allí donde se deriva la negativa de la paciente a recibir tratamiento farmacológico, a pesar de las explicaciones que desde el punto de vista médico se le ofrecen: «... todos dudamos de nuestras cosas. Lo que pasa es que mi problema creo que tiene que ver con mis padres, por lo exigentes, y yo, por lo perfeccionista. Por eso no es que dude, sino que siempre quiero hacer lo mejor...». Ingerir medicamentos le significaría la pérdida de control sobre sí misma y la posibilidad de una ‘contaminación’ por el fármaco, que traería más desorden (y aun la muerte misma).

En la historia de vida de Liliana es notorio cómo toda la educación recibida le da forma a los síntomas en su TOC. Desde esta educación, Liliana encuentra justificación perfecta para sus síntomas. Su trastorno parece un escenario donde se recrea el legado normativo de la propia cultura, aprendido a través de la institución familiar. Pero quizá podemos ir más allá. Cuando Liliana dice que sus ‘síntomas’ simplemente tienen que ver con las «cualidades que en su casa sobresalen», deja ver cómo todas esas costumbres, bien detalladas en los «manuales de urbanidad y buenas maneras», han hecho parte de su vida, de su mundo, por lo que son tan ‘normales’. Incluso los síntomas hasta podrían verse como una simple exageración, pero en ningún momento como algo ‘enfermo’.

En este caso, parece tratarse de una verdadera exageración de los postulados morales de esa sociedad colombiana heredera de la Urbanidad de Carreño. La familia de Liliana, obsesionada con ese ideal, pretende resucitarlo a través de la educación que imparte a sus hijos. De esta manera, se le da mucho valor a la práctica de las «buenas costumbres sociales», principalmente relacionadas con la limpieza y el orden. Por otro lado, se sobreestiman las ideas de progreso social a través del estudio y del trabajo arduos. El TOC se convierte así en ocasión precisa para exagerar tales normas, las cuales llenan de contenido los síntomas de la paciente.

Sandra, 18 años

Universitaria bogotana, tenía miedo permanente de cometer un pecado. Temerosa de la ira de Dios, gastaba horas en la iglesia mientras confesaba sus pecados, al tiempo que intentaba convencer al sacerdote de que esos pensamientos la llevarían directamente al Infierno. Al no encontrar solución alguna, decide cambiar de religión, a fin de buscar en ese cambio perdón a sus faltas. Pedía una y otra vez, por medio de la oración, la salvación. Incapaz de aceptar el amor de Dios y el perdón, finalmente cae en un profundo estado depresivo, el cual se convierte en el motivo por el cual consulta a psiquiatría.

Sus obsesiones de tipo religioso se volvieron aplastantes a la edad de quince años, alimentadas, además, por el miedo a ser condenada. Sandra tenía imágenes de tipo sexual cuando su madre se le acercaba a saludarla o cuando veía a niños o a animales. Llegó a evitar el saludo, salir a la calle o ver televisión, para no ver a quien pudiera incitarle esos malos pensamientos.

A los trece años de edad se dio cuenta de que tenía sentimientos de culpa por sus comportamientos previos (acercamientos sexuales voluntarios). Era hija única al cuidado de su madre y su abuela. A su padre no lo conoció, pues no convivió con su madre; además, ella se lo ocultó diciéndole que había muerto, pues se avergonzaba de ser madre soltera y, por el contrario, se enorgullecía de ser una mujer temerosa de Dios que sólo obedecía sus mandatos. Su abuela también era madre soltera y avergonzada de «no tener esposo».

Tanto la madre como la abuela fueron muy estrictas y autoritarias en la educación de Sandra. La abuela también lo fue con la madre. Permanentemente infundían en ella un temor a la sexualidad, en particular a quedar embarazada como ellas, «sin esposo». «Mi mamá no habla de eso, le molesta», relata la paciente, quien además describe a su madre como muy poco expresiva en su afecto, exigente y meticulosa en sus cosas.

Su infancia y adolescencia transcurrieron puertas adentro de colegios femeninos y religiosos: «... a mí me parece que ni a mi mamá ni a mi abuela les gustaba que yo tuviera amigos hombres. Por eso me pusieron a estudiar en colegio de monjas, pero a pesar de eso yo tuve novios a escondidas [...]. Era chistosa la cara que ponían cuando me llamaba algún amigo».

En concordancia con su profesión de fe, pero también como reflejo de un evidente temor a la agresión sexual de su madre, aparece la condena explícita de la sexualidad, que contraría y acentúa las fantasías de violación e incesto: «... se me venían pensamientos y todavía me pasa como si mi mamá me hiciera daño sexualmente o yo a ella. Por eso prefiero no saludarla de beso [...], no alzo los niños porque se me aumentan los pensamientos y me deprimo». Estas ideas atestiguan todo el tiempo la ambivalencia de los sentimientos de Sandra hacia su progenitora.

El trastorno de Sandra comienza a ser inteligible en su particular relación con lo sagrado. La explicación que da a sus síntomas se sustenta en sus mismos pensamientos obsesivos de culpa y temor al castigo, y se ubica indiscutiblemente en el ámbito de las fuerzas de lo sagrado, en el mismo escenario de lucha entre el bien y el mal: «El diablo me tienta para que Dios me castigue [...] no puedo de dejar de ir al Templo, eso me hace sentir más segura de que nada me pasará».

Dicha batalla entre Dios y el Diablo es situada por Sandra en su propio cuerpo y recreada por síntomas precisos que aquellas fuerzas provocan. Así comienza a responder a un sistema de prohibiciones que se expresan como si estuviera bajo el imperio de una conciencia de culpa: cada vez que el Diablo la ‘provoca’, se siente ‘forzada’ a realizar oraciones y evitaciones para que no acontezca una desgracia.

Cuando empieza a buscarle una explicación a su castigo, Sandra retoma apartes de su vida. Entre ellos menciona su preadolescencia «muy loca» y se inculpa por ello, pues asocia el contenido de sus obsesiones con sus primeras vivencias sexuales que, además, describe como indebidas: «... esto es un castigo por haber tenido juegos eróticos con mis amigos y conmigo misma [...]. Yo sabía que eso estaba mal, pero no pensé que Dios me castigara con cosas así, pero mil veces más horribles ». Su sentimiento de culpa desmedido por la sexualidad hace que la reprima intensamente, en mayor medida cuando recuerda o escucha lo que sus cuidadoras piensan sobre lo erótico: la represión evitaría que se transformara en prostituta, como ellas, en últimas, se conciben a sí mismas.

Sandra no ve mal en pedir perdón a Dios constantemente, pues para ella eso no es motivo de discusión. Lo que más parece molestarle y por lo cual consulta es por la ‘depresión’, apelativo que le atribuye a esa pérdida del control y a la respuesta por no conseguir la absolución o por sentirse cada vez más culpable por cada pensamiento obsesivo que aparece en su cabeza: «... yo sé que lo que tengo que hacer es pedir perdón, pero hay momentos en que esos pensamientos no se me quitan de la cabeza y eso sí me deprime... ».

Lo llamativo en este relato es la intensidad de la culpa padecida y la firme creencia de que se trata de un castigo de Dios o una tentación del Diablo: «yo, por ser cristiana, pienso que son ataques del Diablo [...]. Él me tienta y me hace pensar esas cosas». Esta atribución de la enfermedad a causalidades divinas no sólo nos revela un conflicto interno referido a la primera sexualidad, sino que además nos ofrece una analogía entre éste y su rebeldía frente a la madre y a la abuela: «... cuando yo tenía doce años hacía lo que quería, trataba mal a la gente, era grosera con mi mamá, incluso un día empujé a mi abuela porque no me dejaba salir [...]. Me arrepiento mucho de todas esas cosas malas que hice y por eso creo que tengo que pedir tanto perdón...».

La respuesta de Sandra al tratamiento psiquiátrico es ambigua. No se rehúsa a la ingesta de los medicamentos, pues «se siente deprimida » y considera que aquéllos contribuyen a aliviar tal malestar. No obstante, cuando se habla en las consultas sobre las ideas obsesivas, Sandra se niega a aceptar que éstas constituyan una enfermedad. Más aún, considera que el tratamiento médico no puede ser eficaz en lo que tiene que ver con los contenidos de su malestar: «...me deprimí, por eso pedí ayuda, pero, ¿quién me va a quitar la culpa que siento por esas ideas?».

Daniel, 25 años

Universitario bogotano, le atemorizaba la idea de suicidarse: «¿Está segura de que no me voy a suicidar? Me da miedo que lo haga». Esta idea obsesiva le hacía evitar puentes, ventanas, cuchillos y cualquier objeto que le pudiera significar su propia muerte.

Dentro del relato de su vida, cuenta que a la edad de nueve años presenció el suicidio de su madre, cuando ésta intentaba evitar el suicidio del padre de Daniel. «Prefiero matarme yo...», gritó su madre en el momento del suicido. Desde entonces se describe como un niño triste y aislado, temeroso de que algo así volviera a pasar. Se sentía culpable de lo sucedido, pues aunque estaba seguro de que sus padres nunca lo supieron, pensaba que ése era el castigo por lo que había hecho. Desde hacía un año había aceptado la propuesta de un sacerdote de que tuviera sexo oral con él a cambio de dinero. Entonces no vio ningún inconveniente, pues le pareció una forma fácil de conseguir dinero sin pedírselo a sus padres.

Daniel es víctima constantemente de la duda: «¿Será que soy homosexual? [...] ¿Qué tal que me suicide?». Estos interrogantes pueden estar relacionados con los dos importantes sucesos anteriores, de los cuales se siente culpable. Por su tradición religiosa familiar, no es extraño que llegue a atribuirle a Dios el origen de sus síntomas: «... debe ser una prueba para que me vuelva más hombre», como si Dios lo hubiera observado y lo quisiera probar.

El niño solitario que describe estaba siempre preocupado por la seguridad de sus padres o de sus hermanos, o de si lo dejaba el bus del colegio o no alcanzaba a terminar las tareas. Cuando su madre fallece, refiere que todas esas conductas se intensificaron, pues él por ser el mayor de la casa, se sintió responsable por sus hermanos. Sin embargo, el exceso de preocupación pasó inadvertido por su padre, pues éste poco permanecía en la casa y, de alguna forma, «era lo esperado» para la situación. Daniel tenía una clara formación «machista», tal como él mismo lo relata: «...él siempre nos decía: hay que ser machos y no dejarnos... ».

Durante su adolescencia, su timidez le condujo a pensar que podría ser ‘homosexual’, asociado con su antecedente de abuso sexual. Aquella idea comenzó a intranquilizarlo constantemente; por ello sentía culpa y acudía a Dios: «...me sentía muy culpable y me daba miedo que todo lo que pensaba llegara a ser cierto; sentía que tenía que hacer sacrificios para que Dios me perdonara ». Refiere que esa idea ha fluctuado en el tiempo: «...hubo un tiempo en que cuando me sentaba en clase y detrás mío se sentaba un hombre, pensaba que me iba a penetrar ». Llegó a presentar síntomas fóbicos: «... cuando pasaba al frente en clase y veía hombres, pensaba como si estuvieran teniendo relaciones conmigo...; me ponía colorado, con taquicardia y temblor, y no podía hablar». Por esta razón, se retiró de la universidad en la que estudiaba, a fin de aminorar sus síntomas.

Otro aparte que lo marca en sus años de adolescencia y que le reafirma la duda acerca de su masculinidad es cuando su padre le pregunta que si «ya se inició» (en su vida sexual) y él, angustiado, teme que se haya dado cuenta de lo que sucedió con aquel sacerdote. En consecuencia le responde que no. Su padre se burla y lo insulta: «... mi padre me respondió: ‘mire a ver si se queda de marica, me va a tocar llevarlo adonde las putas’. Me confundió aún más, pues no sabía si me lo había preguntado por su cultura o porque se hubiera dado cuenta de mis dudas».

Aquí, la fantasía/duda sobre la homosexualidad incluye, además, una obsesión con el orden clasificatorio imperante en el entorno sociocultural de Daniel: la masculinidad (virilidad) debe medirse, comprobarse y afirmarse continuamente y en público, siguiendo pautas y comportamientos legitimados para tal fin, como la constante seducción de mujeres y la promiscuidad. Por tal razón, ser un ‘verdadero hombre’ y, adicionalmente, demostrarlo en sociedad parece ser un reto para él, pues si lo logra podrá tener un claro lugar y adquirir algún tipo de estatus en ese orden.

La homosexualidad implica, por lo tanto, desorden, ambigüedad, exclusión social. La obsesión de Daniel se encuentra así atravesada por un inmenso temor al desorden, seguido por una compulsión exagerada a ‘ordenar’ su condición y a salvarla del caos de sus fantasías. Por otro lado, su vida sexual ha sido vulnerada y controlada por otros, razón por la cual teme perder el control sobre ella, sobre sí mismo. Tiene una gran confusión acerca de su sexualidad, pues su primera relación fue con un hombre, además relacionado con lo sagrado, de quien no ha definido si fue o no un agresor. Sumado a ello, tiene un padre castrador y autoritario que no le permite autodefinirse y a quien admira, pero a la vez teme ser como él.

Las determinaciones culturales del TOC, en el caso de Daniel, encajan perfectamente con el tema de sus obsesiones: la duda persistente. La muerte de la madre y su autoculpabilización por el suceso delegaron en él una responsabilidad ambigua frente a su familia. Por una parte, se encuentra la exigencia social frente a los hombres (reiterada por el padre) de no derrumbarse ante el dolor (de ‘ser machos’) y, por el contrario, asumir las responsabilidades económicas y normativas en la familia. Y, por otra, se ve ante la ocupación del lugar de la madre, la cual, en su caso, fue sumisa e infeliz en su vida.

El drama de Daniel, por lo tanto, se constituye a partir de la duda ante los roles de género y la sexualidad, ante el placer y la desgracia, y ante la vida y la muerte. No está convencido de su derecho a vivir (obsesión suicida) y a ser feliz (obsesión por la desgracia), si no está reducido a las normas de su padre (de su cultura). Ignora sobre el placer de la sexualidad, porque los cánones no le han permitido descubrirlo y, a cambio, carga con la culpa de haberlos infringido (obsesión con su orientación sexual). El desorden, para él, significaría la muerte y ése es el eje de su trastorno.

Miguel Ángel, 55 años Santandereano, economista de profesión, separado de su esposa hace dos años, con dos hijos de su matrimonio y, en la actualidad, laboralmente activo. Asiste a la consulta de psiquiatría diciendo: «Tengo pantallazos en mi cabeza, imágenes que se repiten varias veces y no me dejan tranquilo, y la idea de que tengo que volver con ella [su esposa], pero yo no quiero». Relata cómo su vida ha sido abrumada, desde que tiene uso de razón, por ideas e imágenes obsesivas que han ido cambiando en el tiempo, pero que siempre han tenido la misma intención de atormentarlo.

Empieza su relato con la descripción de cómo su vida ha sido colmada, desde que tiene uso de razón, por las creencias en la magia y la superstición. Parte de su infancia y su adolescencia estuvieron bajo el cuidado de su tía madrina, «la bruja», quien era médium de espiritismo y se dedicaba a realizar las sesiones con unas vecinas y otros familiares: «A veces me hacía entrar a esas sesiones y yo veía el fuego en la mitad de la mesa y me daba miedo. Luego no podía dormir y duraba mucho tiempo con esa imagen del fuego, y sentía que ese espíritu era el que me atormentaba con frases que llegaban a mi cabeza».

La explicación que le daba a estos pensamientos era que los espíritus de las sesiones a las que asistía lo atormentaban día a día, y que entonces tenía que estar en paz con ellos para que no lo molestaran con esos pensamientos terroríficos.

Con el paso del tiempo comenzaron a sumarse otros tipos de pensamientos a los anteriores; ahora eran de duda, de que lo que hacía estaba mal: «Estaba teniendo una relación sexual y sentía que no debía estar con una mujer sino con un hombre...», «iba a comprar algo y pensaba que ésa no era la mercancía correcta, sino otra y así sucesivamente con todo lo que escogía...».

La vida de Miguel Ángel está marcada por la hechicería, la brujería y la magia que, según cuenta, hacen parte del legado cultural de su lugar de origen, la región colombo- venezolana: «...es muy común allí todo lo que tiene que ver con los hechizos ». Desde muy temprana edad entra en ese mundo, es parte de él. De ahí que las explicaciones que ofrece a todo cuanto acontece en su vida se basen en esas creencias, pues no basta para él haber sido criado por una espiritista, sino haber sentido el llamado a ser médium.

Describe sus síntomas como pensamientos o imágenes permanentes que pasan por su cabeza: «...entre más evito tener esas imágenes, más se me meten...». Inicialmente se trataba de imágenes de espíritus, diablos o sombras asociados, según él, a la idea ‘absurda’, pero persistente de que se le metían al cuerpo por los ojos. Aquella referencia constituye un atributo importante del malestar de Miguel Ángel: para él tales ideas provienen de afuera (de otros: su tía) y literalmente se incorporan en él a través de su mirada, la ventana límite entre el sí mismo (adentro) y el mundo exterior.

En un momento llega a sentirse obligado a pedir perdón a tales entidades como si en realidad hubiera cometido alguna falta o para evitar algún castigo por parte de ellas y, aunque le pareciera absurdo, no lo podía evitar. A través del tiempo, el tipo de pensamientos e imágenes fue cambiando, de acuerdo con las situaciones que a su vida llegaban: «...no me han dejado nunca esas dudas, incluso cuando mi hijo nació sólo pensaba en que lo podía matar. Era absurdo y muy angustiante, eso era lo que esa señora quería lograr». Lo que nunca ha variado es la explicación que él da a esos pensamientos: «... siempre he corrido con la suerte de tener a mi lado individuos que se dedican a la brujería y a hacerle la vida imposible a algunas personas, pues ellos quieren dominar sobre uno y cuando uno no se deja, entonces le hacen el mal...».

Los años han transcurrido para Miguel Ángel en una búsqueda incesante de cómo explicar esos pensamientos intrusos que no lo dejan tranquilo. Inicialmente, los interpreta como enviados por esos espíritus con los que él debía estar en paz. Al pedírsele que explique por qué piensa que esos pensamientos son producto de un maleficio, refiere que no entiende cómo él desea algo y «su cabeza» desea otra cosa que, por lo general, es la contraria: «...es claro que quién si no mi madrina es la que me hace que yo tenga esos pensamientos [...]. Ella siempre quiso que a mí me fuera mal en la vida, entonces, por medio de su brujería hace que mis propios pensamientos me confundan [...]. Mi tía bruja hace que yo piense esas cosas para atormentar mi vida».

Expone sus síntomas basándose en sus vivencias y creencias, y los atribuye a un castigo. Por consiguiente, la solución que busca para su sufrimiento es acorde con tales contenidos: «...todo esto me ocurrió por haber despreciado los poderes que los mismos espíritus me dieron para ser médium [...], por no haber pensado y hecho mejor las cosas [...]. Es una especie de castigo [...]. Los espíritus ponen sus reglas y no pueden ser despreciados...».

Aquello conduce a Miguel Ángel a no creer que esté o haya estado enfermo. Según él, esa es la explicación para que no le hayan bastado los múltiples tratamientos psiquiátricos que ha recibido, pues es difícil que se cure por un medio que no le explica el porqué de sus pensamientos: «Hay que hacer un ritual que neutralice el ritual por medio del cual me rezaron [...]. Ninguno de ustedes me ha podido ayudar ni lo va a lograr, pues no pueden entender la fuerza de la magia si no han vivido bajo su dominio». Esto es, sólo un ritual de «contra-terror» podrá neutralizar el terror del ritual mágico que le provocó su profundo malestar -que no es ‘enfermedad’-.

Aquí es necesario analizar lo brujesco dentro de un sistema de creencias que provee a Miguel Ángel de una explicación de carácter causal a sus acontecimientos desgraciados, que le permite excluir al azar e, incluso, a la mala suerte en la consideración de éstos. Tradicionalmente, en distintas culturas del mundo, la brujería se asocia con el manejo de lo sobrenatural, del desorden, de la mediación entre lo visible y lo invisible, generalmente fruto de un pacto sagrado, donde son características predominantes la ostentación de cualidades y habilidades mágicas para ‘curar’ y ‘enfermar’ y la transmisión de tal poder de una generación a otra. Esto, sin duda, es bien conocido por él y es lo que moldea su constante temor.

Este temor a la pérdida del yo, del control de sí mismo (en últimas, el temor a la enfermedad mental), aparece escenificado en términos mágicos y sólo en esos mismos términos él concibe su cura: con una reversión de la posesión. Sólo imagina su cura a través de un ritual similar de violencia simbólica (extendido a todas las mujeres, representadas por su tía y su esposa) que contrarreste la agresión que está recibiendo. Vuelve aquí, como en otros casos, el elemento del combate sobrenatural en la estructuración del malestar.

Camilo, 19 años

Bachiller, natural del Putumayo, se encuentra iniciando estudios de Artes. Consulta diciendo: «Tengo pensamientos que no me dejan tranquilo ». Relata que siente como si su propio cuerpo le quisiera hacer daño, pues hay cosas que él no quiere, pero su mente sí, y eso lo confunde:

Cuando voy por la calle, por momentos me imagino como si la gente tuviera la cara cortada y sangrara, o estuvieran deformes [...]. A veces, cuando hay tumultos, es como si se incendiaran en una hoguera [...]. Eso me aterroriza, intento pensar que no es así, que no estoy viendo eso y no lo estoy deseando, pero la imagen me obsesiona [...]. Es como si algo dentro de mí deseara el mal a pesar de que yo no lo quiero [...]. Esto me atormenta todo el tiempo.

También describe pensamientos intrusos de tipo sexual: «Son perversiones con niños, con animales, con todo, como si yo las quisiera ». Los pensamientos han sido de inicio progresivo, a veces aumentan unos y disminuyen otros, y otros van apareciendo a su vez. Cuando las imágenes son insoportables o muy terroríficas, camina en sentido totalmente contrario a la persona que está observando, para así evitar que lo que ve ocurra realmente. Cuando los pensamientos son sexuales, lo que hace es pellizcarse el brazo hasta sentir dolor y así enmienda el pensamiento, ya que no lo puede evitar; sin embargo, hay momentos en los que tiene que lastimarse más por la intensidad o frecuencia de los pensamientos. Para evitar que esto suceda, siente que si se masturba en las mañanas puede que los pensamientos no le lleguen a su mente.

Es hijo único, nunca vivió con su padre, sino con su abuela materna y su madre; siempre le dijeron que su padre lo había negado. Se describe como un niño solitario, no le interesaba la gente, «siempre he preferido estar solo en mi cuarto ». Esa soledad experimentada desde tan temprana edad inicialmente la excusaba por las ocupaciones laborales de su madre; sin embargo, durante una discusión con su abuela, ésta le reprochó que su madre nunca lo había deseado y que su padre no lo reconoció. Desde entonces dice haber sentido un gran odio hacia la vida y hacia todos los que lo rodeaban: «...cuando mi abuela me dijo que yo no había sido deseado ni por mi padre, ni por mi madre, me sentí defraudado y realmente solo».

Pareciera que la abuela hubiera querido vengar con Camilo el encuentro fortuito que su hija tuvo con su padre. La venganza se equipararía al castigo, en este caso, por la desgracia de la madre, la frustración de la abuela y, de manera más dramática, la enfermedad era un castigo por haber nacido. La reacción de Camilo es de odio hacia los verdugos (rebeldía ante la autoridad) y hacia la vida misma. Sin embargo, también se genera en él un gran temor a que el castigo se repita, esta vez por cuenta de sus pensamientos de venganza hacia su madre.

Durante la adolescencia, Camilo ya tenía pensamientos de tipo obsesivo, pero su interferencia variaba con épocas de mayor intensidad y otras de más tranquilidad: «...comencé a no entender qué me pasaba, pero sentía tanta rabia contra el mundo que por momentos esas imágenes me agradaban, pero en otros momentos me desesperaban porque no me dejaban hacer nada más...».

En su relato cuenta que alguna vez asistió a un grupo satánico: «...Sólo fui como dos o tres veces. Buscaba liberarme de la moral, de las convenciones sociales y de los símbolos represivos... Eso es real y, por eso mismo, peligroso. Por eso a veces pienso que pudo ser esa la causa de mis pensamientos, pues allá lo inducían a uno a tenerlos voluntariamente y con deseo, pero en mí continuaron, así me den miedo».

Las causas del trastorno son atribuidas al desconocimiento y al rencor ante la autoridad, pero ahora trasladadas al terreno de lo sobrenatural. Y es que Camilo refiere haber sentido siempre una inclinación especial por las cosas sobrenaturales: «... hay cosas que están más lejos de lo que uno puede ver o tocar o sentir y eso me gusta. Ése fue otro motivo por el cual fui a la secta». Piensa que eso sí le puede responder muchas de sus preguntas, incluso acerca de quién podría ayudarlo: «...no sé, y la verdad no creo que ustedes puedan hacerlo, esto es como mágico».

Como no tenía a quién contarle y se avergonzaba, comenzó él solo a buscarle explicación a sus síntomas. Se decía que tal vez eran consecuencia del odio que le tenía a su mamá o a la vida, como si fuera una especie de castigo: «... la única explicación que encuentro es que es un castigo por odiar la vida [...]. Por no querer la vida, ella se burla de mí [...]. También he llegado a pensar en lo fuerte que puede llegar a ser el no desear a un hijo... Mi papá me negó...; de pronto es él el que quiere que me suceda esto [...]. También se me ha metido la obsesión de pensar que vine al mundo a sufrir [...]. ¿O será que soy sadomasoquista y por eso pienso esas cosas tan horribles para luego sufrir? [...]. Es como si tuviera que sentir dolor para liberarme». Esto es, pareciera que con el castigo ‘lavara’ sus culpas.

A pesar de lo racionales que intente ver sus pensamientos obsesivos y de no aceptarlos como una enfermedad, se siente incapaz de abandonar los rituales ante la presión que siente con su aparición, pues éstos le producen alivio a la ansiedad que desatan las imágenes terroríficas. Si no los efectúa, se llena de una insoportable angustia ante la idea de que lo que él imagina va a ocurrir. Para evitar siquiera un pensamiento similar, realiza otro ritual en las mañanas. Es como si él mismo tuviera la capacidad de producir o evitar el daño, tal como lo supone la magia de la que siempre ha gustado y la cual siente que posee, por ejemplo, cuando dice cambiar mágicamente un peligro con el sólo hecho de caminar en sentido contrario.

En el círculo vicioso del castigo y la culpa, el único camino que Camilo considera que le queda es la confianza y la sensación de esperanza que la magia le otorga.

Estela, 30 años

Natural de Boyacá, se dedica a las labores del hogar. Estudió hasta cuarto de primaria, es católica y está separada. Cuando consulta dice de forma muy angustiada: «Primero quiero aclararle que yo amo a mi hijo y no lo quiero matar, pero es como si por dentro sí lo quisiera».

Tenía un profundo temor de hacerle daño a su único hijo. Ya llevaba algún tiempo intentando que esos pensamientos abandonaran su mente. Se imaginaba continuamente apuñaleando a su niño con uno de los cuchillos o envenenándolo con tóxicos que veía en la cocina. Se repetía a sí misma infinitud de veces que amaba a su hijo para ver si esos pensamientos se iban de ella, pero éstos a cambio de irse la atormentaban profundamente, por lo que comenzó a orar a Dios para que la perdonara, pues no entendía qué le estaba sucediendo. Inicialmente no le dijo a nadie qué estaba pasando dentro de su mente, se sentía avergonzada. Llegó al punto donde ni siquiera podía estar en el mismo lugar con un cuchillo, una ventana o cualquier químico para el aseo, pues los pensamientos intrusos se intensificaban. La familia al verla tan ansiosa le dice: «Usted se está poniendo como loca, mejor vaya al médico».

Describe una infancia con mucha disciplina y cumplimiento en las labores de la casa, aumentadas por ser la hija mayor muy distanciada en edad de los otros dos. Se encargaba de todas las labores del hogar, incluido el cuidado de sus hermanos. Su madre llegaba a amenazarlos de forma figurada con frases como «a los niños que no hacen caso, Dios los castiga», «acuérdense de Luis, que por desjuiciado Dios lo dejó sin papá». Tenía pocos amigos, prefería estar en casa respondiendo por las labores que se le encomendaban, ya que si no las hacía le iba a ir mal, como su madre lo predecía constantemente. No alcanzó a terminar la educación básica primaria ni tuvo el valor para «salir un poco más adelante », pues su padre -machista, dominante e ignorante- siempre la doblegó, al igual que a su madre, por su condición de mujer, la cual menospreciaba. Eso le generaba una gran rabia contra él, pues no entendía cómo ni siquiera su madre se defendía ante el maltrato: «... un día, no recuerdo, llegó borracho y me intentó violar [...]. Mi madre se dio cuenta pero no dijo nada [...]. Ella sabía que estaba mal, pero le tenía miedo, él siempre la amenazaba con sacarnos de la casa...».

Todo esto la hacía sentirse triste, le generaba miedo y a la vez rabia; incluso llegó a desear la muerte de su padre, pero se acordaba de los augurios de su madre y entonces intentaba arrepentirse, sin llegar a lograrlo. Y es que en Estela predomina un intenso sentimiento de culpa, según ella, atribuido al hecho de haberle deseado alguna vez la muerte a su padre. Dice sentir como si «Dios le hubiera leído el pensamiento» y la estuviera castigando. Se recrimina profundamente el haber tenido alguna vez ese deseo y se comporta como si estuviera bajo el dominio de una conciencia de culpa.

Se describe como una mujer muy hacendosa, ordenada y religiosa desde la niñez, pero no recuerda haber presentado síntomas parecidos: «...esto nunca antes se me había pasado por la cabeza, o pues sí, pero voluntariamente, cuando quería matar a mi padre por lo malo que había sido. Pero con mi hijo, nunca, él es inocente de todo [...]. Yo no puedo pensar esas cosas que no quiero, por eso si le demuestro a mi hijo que lo amo y que eso que pienso es mentira, él me va a creer [...] pidiendo perdón a Dios...».

Nuevamente aparece aquí el asunto religioso. El terreno de lo sagrado permite responder interrogantes dentro de un sistema de causalidad indiscutible; asimismo, posibilita exteriorizar la responsabilidad del perdón: aquella absolución que la misma persona se prohíbe o se niega es depositada en una entidad superior, todopoderosa e inaccesible, que es quien finalmente tiene la capacidad de indultar a los culpables. Estela, víctima de un malestar intenso e incontrolable, acude a lo divino buscando una respuesta que le permita sentirse segura y tranquila en su existencia.

La permanencia en casa, dedicada en forma casi exclusiva a las labores del hogar, se podría interpretar en Estela como la ‘virtud’ que un hombre (como su padre) buscaría en una mujer. Por consiguiente, el desearle la muerte se convierte en un acto punible para una mujer que también tiene una formación machista. Piensa, además, que debe ser castigada por ello, bajo el mismo principio de causalidad: «...Yo tengo la culpa de todo... por haber deseado la muerte ahora se me viene hacia mi propio hijo...».

Estela sufre constantemente por debatirse entre ese odio a su padre (a lo masculino, encarnado ahora en su hijo) y la culpa. Se debate entre el odio y el amor, entre el deseo y la culpa; se siente confundida, pues deseó con profunda intensidad ‘matar’ a su padre, quien quebrantó una prohibición absoluta: el incesto. Ahora ella es quien quebranta otra cardinal prohibición: la del asesinato. Su idea de venganza ante el sexo opuesto trae en el fondo aquella histórica ambigüedad entre el deseo sexual y la muerte, contenida en la diferenciación abismal hombre-mujer establecida por la sociedad machista en la que creció.

Resultados

Para la pregunta: ¿En qué consiste lo que le sucede? En los casos anteriores predomina la descripción de que los pensamientos son intrusos, que intranquilizan, además de la duda entre si son voluntarios o no, las conductas rituales para evitarlos, los intentos de oponerse a ellos y la respuesta fallida. Se describen pensamientos de culpa, limpieza, orden, conductas sexuales inapropiadas, auto y heteroagresión y catástrofes.

Para la pregunta: ¿Qué cree que le está sucediendo? Predomina la creencia de que se trata de un castigo, prueba, tentación o embrujo.

Para la pregunta: ¿Por qué cree que le suceden esas cosas? Predomina la creencia del castigo por algo cometido (socialmente no apropiado). Dicho castigo viene de parte de un ser intangible: Dios, Satán, espíritus y muertos. Se describe también una pauta de crianza basada en las normas, el orden y la moral.

Para la pregunta: ¿Alguien o algo tiene que ver con lo que siente? Predomina la creencia de la culpa propia sobre la culpa de un ser intangible (Dios, Satán, espíritus y muertos).

Para la pregunta: ¿Cómo cree que se va a mejorar? Predomina la creencia del perdón de Dios, el mostrar arrepentimiento y asumir conductas socialmente adecuadas. Se afirma que el psiquiatra no alcanza a ser el camino de la ayuda que ellos necesitan.

Discusión

Las narrativas de síntomas de enfermedad obsesivo-compulsiva anteriores contienen ciertas particularidades, según la experiencia de cada paciente. Incluso en su descripción muchos pasan como si no fueran síntomas, sino actos normales de su vida cotidiana. Cada narración se construye basada en una relación compleja entre el contexto social y cultural, el tipo de formación y educación recibidas, la situación académica y laboral, la historia de vida, la procedencia, la constitución familiar, entre otros.

En muchos casos, los pacientes consideran que el tratamiento psiquiátrico no es precisamente la solución a su problema. Por el contrario, la terapéutica requerida se encuentra determinada por el origen y por la dinámica de los propios síntomas, en todos los casos relacionada con el terreno de lo sagrado o lo sobrenatural. La cura al trastorno, según lo expresado por los pacientes, está inevitablemente ligada a una forma de pensamiento mágico sacralizado: «adquirir el control de mí misma», «necesito un ritual que neutralice el que me hicieron», «busco el perdón de Dios», entre otros. Esta convicción alimenta la búsqueda incesante de una solución eficaz para lo que ellos consideran que se debe cambiar.

Cuando el paciente se siente escuchado y la médica le muestra que es capaz de ponerse en su lugar (escucha empática), el paciente se abre en su relato y le confía sus creencias respecto a sus síntomas. Como se observó, independientemente de si confían o no en la eficacia de la psiquiatría, los pacientes lo que buscan es saber si el médico tiene una respuesta congruente con su problema. Muchos de los problemas para el médico no son los mismos para el paciente, lo cual hay que tenerlo muy presente en el momento de plantear las soluciones.

Por otra parte, ¿cómo explican estos pacientes sus síntomas? El común denominador de las obsesiones personales es el pensamiento mágico, en especial cuando los elementos peligrosos o sustancias causales de temor son invisibles. Muchas situaciones en las que los pacientes aplican los rituales incluyen como principio la evitación de fuentes contaminantes o ‘tóxicas’: la suciedad, las heces, los gérmenes, la enfermedad. La asepsia y la eliminación de los excrementos corporales adquieren importancia desproporcionada respecto a las estrictas funciones de higiene y desecho, pues son equiparadas con lo sucio, con lo contaminado, con lo impuro y con lo inmoral, en oposición a las concepciones de limpieza, pureza y perfección asociadas con temas culturales inculcados primeramente por la familia.

En el caso de la obsesión por la no contaminación o la limpieza, como la mayoría de los patógenos son invisibles y se valen de diversos vectores para su propagación, el contagio puede transmitirse ‘mágicamente’ por medio del contacto con un objeto sucio. El paciente clasifica los objetos como ‘limpios’ o ‘contaminados’, a la vez que va estableciendo progresiva y relacionalmente un círculo de contaminantes a partir de la cercanía de objetos. De esta manera, son diversas las situaciones que los pacientes deben sortear para evitar el contagio. Además, para ellos no hay dosis precisas en cuanto al efecto contaminante: ante el mínimo contacto puede haber transmisión del germen. Los pensamientos mágicos constituyen, de este modo, una extensión de inferencias sobre el contagio, donde los rituales sirven de protección contra esos peligros invisibles de contaminación.

Las obsesiones de contaminación o limpieza se encuentran cargadas de significados culturales que varían según la experiencia subjetiva de cada paciente. En los casos que se han expuesto, tales temas obsesivos incluyen analogías entre ‘lo sucio’ o ‘lo contaminante’ y ‘lo impuro’ o ‘lo inmoral’, que equiparan el contagio con el desorden; ese mismo desorden al que los pacientes con TOC le temen intensamente. En sus narrativas, la sexualidad prima como referente de ambigüedad y peligro: las imágenes repetitivas de actos eróticos ‘prohibidos’, las dudas sobre la propia orientación sexual, el temor extremo al contacto físico con otros u otras son temas que aluden a concepciones culturales que condenan lo sexual y ensalzan la pureza basada en la ausencia de placer corporal, comúnmente en asocio con temas religiosos. De allí que los rituales suelan ser punitivos y dolorosos.

Esto se asocia con la predominancia que tiene en los relatos el miedo a las sanciones casi inmanentes a las violaciones de la regla. A menudo se realizan los rituales con un gran sentido de urgencia, basados en una intuición sobre el gran peligro en que se incurriría si no se hacen. Este temor emocional particular de los rituales se deriva de la vinculación con sistemas de creencias dedicados al descubrimiento y la anulación de riesgos invisibles. Los sentimientos que tanto llegan a atemorizar a los pacientes son de carácter muy agresivo y en sus relatos son relacionados con una parte de ellos mismos, que quiere dar rienda suelta a todos sus controles y a organizar un sucio desorden.

Estos pacientes también describen a menudo un pertinaz miedo a la muerte como máxima expresión del desorden. Asumen, por ejemplo, ciertas actitudes para evitar el castigo como pedir perdón repetitivamente, y evitar de esa manera que sobrevenga ese máximo desorden (o castigo). Y qué es lo que significa para ellos la muerte si no la máxima representación de lo desconocido, de la incertidumbre, de la pérdida del poder y del control.

Cuando los pacientes explican su evidente infortunio sin mencionar los agentes sobrenaturales, pueden señalar como principios causales a otros agentes involucrados, tal cual lo reflejan las recriminaciones a la brujería –el ámbito de ‘lo innombrable’– o al uso de técnicas especiales para provocar la adversidad. Algunos pacientes conectan la desgracia o la protección con la intervención de los espíritus, de energías o incluso de personas ya fallecidas. Cuando culpan a dioses y espíritus, les otorgan la propiedad de leer o ver sus acciones y así castigarlos por los pensamientos que pasan por sus mentes o por el ritual omitido; asimismo, los dioses son los interesados en el juicio moral. Ambas entidades, dioses y espíritus, se encuentran presentes en la experiencia del paciente; por lo tanto, a pesar de que su presencia no sea física, son ‘compañeros’ imaginarios que, al tiempo que dan protección, reciben sacrificio.

Los padres de los pacientes –o aquellos familiares que han estado a su cargo– desempeñan un papel importante en el desarrollo del trastorno, ya que ciertas características de sus comportamientos hacia ellos influyen determinantemente en la configuración de su enfermedad. Ejemplos de ello son las actitudes de demanda y de crítica hacia quienes deben comportarse como «buenos hijos» o, incluso, actitudes de rechazo, sobreprotección, perfeccionismo y de evitación del riesgo. Así, es más fácil que el TOC se desarrolle en ambientes donde prevalecen valores referidos al extremo respeto de lo canónico. En algunos relatos se observa cómo los pacientes resaltan en su historia de vida la rigidez y el autoritarismo de sus padres, quienes le han conferido alta relevancia al exagerado cumplimiento de las normas morales y religiosas, con la culpa como mediadora y con un excesivo énfasis en la limpieza y el orden. Aquellos designios están evidentemente atravesados por concepciones dicotómicas, tremendamente polarizadas, sobre lo que se debe hacer y lo que no, sobre lo limpio y lo sucio, el orden y el desorden, el éxito y la desgracia, lo puro y lo peligroso.

Es innegable además, cómo la misma constitución familiar es referida a modo de un punto decisivo en la experiencia subjetiva de los pacientes. Los temas de las ideas obsesivas, en suma ligados al orden y al desorden, remiten primordialmente a situaciones relacionadas con distintos modelos culturales de familia que se han establecido o que se han frustrado a partir de lo socialmente aceptado en sus propios contextos. Se mencionan los casos de familias tanto extensas corresidentes como monoparentales –corrientemente con ausencia del padre–, generalmente de ascendencia campesina, de estratos medios y de tradición católica.

Además de lo anterior, los pacientes refieren con gran importancia hechos como la separación de sus padres o su propia separación conyugal y la violencia intrafamiliar. Asimismo, se subrayan patrones inculcados en el hogar, por ejemplo, la importancia del matrimonio y la familia, la abnegación y el sacrificio, la puesta en escena de la familia en sociedad –ser una «familia modelo»–, la marcada definición de los roles de sexos, la insistencia en la idea de la ‘urbanidad’, las ‘buenas costumbres’, entre otros. Todos estos elementos alimentan aquellas ideas obsesivas de los pacientes, según el caso; pero además son reflejo de los cánones culturales reproducidos a través de las primeras experiencias del sujeto social: aquellos cánones que resultan hostiles a los intereses del individuo y que se imprimen vivamente en el trastorno. En el caso de nuestra sociedad, incluso puede decirse que las narrativas del TOC y sus síntomas reflejan la actual crisis de ciertos modelos normativos (como aquellos representados en el famoso opúsculo decimonónico Manual de urbanidad y buenas maneras para uso de la juventud de ambos sexos del venezolano Manuel Antonio Carreño y en el también famoso Catecismo del padre Astete), que siguen pautando viejos ideales éticos y morales de la sociedad.

Por otra parte, a través de las narrativas queda claro que para ninguno de los pacientes la posible solución a su enfermedad está mediada por el psiquiatra. Muchos de ellos, antes de la consulta o incluso de manera paralela a ésta, habían consultado otros personajes a los que también consideraban ‘terapeutas’ (homeópatas no médicos, brujos, sacerdotes, chamanes, etc.). El psiquiatra es una figura más a quien acuden, aunque sin la firme convicción de que se trata del terapeuta adecuado, dado que los significados que le otorgan a su malestar generalmente divergen de los del médico. Y es que, a fin de cuentas, si los principios causales del malestar son directamente relacionados con la culpa, la sanción, el pecado, la penitencia y el autocastigo, son los mismos pacientes quienes, por medio del perdón y el ritual, podrán recibir la absolución y darle paso a la cura.

La referencia continua a las explicaciones religiosas o sobrenaturales implica que, para estos pacientes, el TOC no es en realidad una enfermedad, pues sus síntomas tienen una connotación sacra. Desde las causas hasta la dinámica misma del malestar son explicadas dentro de ese marco de referencia; por eso no es de extrañar que las expectativas de tratamiento y cura provengan de la misma fuente. En consecuencia, se hace necesario considerar en estos casos que la religión surge con el fin de dotar de sentido y salvaguardar al ser humano de aquellos fenómenos que, como la enfermedad y la muerte, suelen salirse de control y que no poseen una explicación coherente, lo que suscita un profundo temor. Además, posibilita la percepción de lo eterno, ya que establece una homología entre divinidad e infinito.

Conclusiones

Los miedos y las dudas relacionados con los diversos sistemas de creencias están presentes en la mente de todos los seres humanos. No obstante, cuando éstos interfieren excesivamente en la vida diaria de una persona y la obligan a realizar actos reparativos o expiatorios en pro de su tranquilidad –sin siquiera llegar a conseguirla de esta forma–, se genera un círculo vicioso en el que los temores se convierten en rectores de las acciones y de esta manera limitan la funcionalidad de la persona.

En el caso del TOC, los síntomas que describen los pacientes son pensamientos intrusos, atormentadores y habitualmente repugnantes por su índole inmoral, que no se pueden evitar y que, por el contrario, se fijan en ocasiones con mayor intensidad y frecuencia en sus mentes. Tal situación los obliga a realizar, en contra de su voluntad, diversas acciones molestas que buscan evitar el castigo por tales pensamientos y que pueden adquirir un carácter punitivo, lo cual alimenta aquel círculo vicioso ya mencionado, donde un castigo reemplaza a otro.

Las variables culturales pueden influir en la forma de expresión del TOC, e incluso en el desarrollo y mantenimiento del trastorno. Dentro de estas variables se encuentran los diversos patrones de crianza, la historia familiar, las actitudes con respecto a la religión y las normas morales, el lugar de procedencia, los roles de cada sexo, entre otras. Estos elementos pueden darnos pautas para pensar la particularidad del TOC en cada paciente y así poder diseñar un tratamiento congruente con sus necesidades y demandas –en especial, en lo que hace a la aproximación psicoterapéutica del tratamiento–.

Los pacientes saben en todo momento que sus pensamientos no son normales (de hecho, la ‘normalidad’ es para ellos diferente), pero nunca acaban de desprenderse de la idea de que esos mismos pensamientos y gestos pueden tener un carácter significativo, comúnmente asociado con temas mágicos. La creencia que predomina como causa de sus síntomas es el castigo, bien sea por un hecho inmoral que cometieron, bien por alguna omisión o desobediencia ante un mandato. De esta manera, la culpa, como mediadora de todas sus acciones, es la que acaba por determinar sus vidas.

Por otra parte, también temen a ‘lo contaminado’, a ‘lo impuro’, asuntos que ellos mismos corrientemente equiparan con ‘lo inmoral’, con todo aquello que les signifique desorden o pérdida del poder (control). El establecimiento de ‘cadenas’ o ‘redes de contagio’, basadas en significaciones culturales particulares, amplía el radio de la enfermedad misma y limita considerablemente las decisiones y acciones del paciente en su cotidianidad.

En muchas ocasiones, los pacientes se sienten merecedores de un gran castigo enviado por Dios, por Satán o por algún espíritu; ellos mismos consideran que sólo alguno de estos seres intangibles podrá darles el perdón, lo que significa la cura de sus síntomas. De ahí que previamente hayan acudido a otras formas que consideran terapéuticas, pues el psiquiatra no ha alcanzado a constituir una figura importante para su cura, en la medida en que no ha logrado darle valor a sus propias explicaciones sobre la enfermedad.

El TOC puede denominarse una enfermedad sagrada o, si se quiere, cultural, ya que se encuentra mediada por contenidos relacionados con el ámbito de lo mágico y de lo sobrenatural, y el significado de sus síntomas no es patológico, en el sentido clínico, para quien los padece, para su misma familia o para su entorno sociocultural. Por esta razón, el darle la oportunidad al paciente de que relate sus significados nos permite acercarnos más a él, así como él a nosotros y, finalmente, construir en conjunto un proceso terapéutico basado en la eficacia de la narrativa.

Fuera de la eficacia clínica que aporta el conocimiento más amplio de la experiencia subjetiva de los pacientes, es necesario destacar cómo los múltiples referentes culturales presentes en los trastornos pueden transformarse en códigos comunes en la relación médico-paciente. Asimismo, el paciente, mediante su propia narrativa de enfermedad, puede restituir y dar sentido a su propia historia vital, ya que logra reconocerse a sí mismo y a su malestar dentro de una coherencia que se hace evidente al relatar la trayectoria del trastorno. Tal resignificación narrativa del trastorno asegura un papel protagónico de los pacientes en la obtención de su cura. En este sentido, el paciente se transforma en un coterapeuta.

Finalmente, es clara la necesidad que tienen los profesionales de la salud de tener una visión antropológica y sociológica de la enfermedad mental, ya que los determinantes sociales y culturales, tanto en la experiencia individual como colectiva, influyen considerablemente en su aparición, evolución y pronóstico. El acercamiento a este aspecto del malestar puede alcanzarse a través de la etnografía clínica. Por lo tanto, sería de gran relevancia involucrar la etnografía clínica en la práctica psiquiátrica diaria, pues es claro que factores como los distintos modelos de estructura o de organización social, como la familia, la cultura, la religión, la ocupación, la clase socioeconómica, entre otros, son determinantes en la génesis de cualquier trastorno mental.

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Recibido para publicación: 30 de noviembre de 2004 Aceptado para publicación: 12 de marzo de 2005

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