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Revista Colombiana de Psiquiatría

versão impressa ISSN 0034-7450

rev.colomb.psiquiatr. v.35 n.2 Bogotá abr./jun. 2006

 

Terapia y felicidad

Therapy and Happiness

José Antonio Garciandía Imaz1 Claudia Marcela Rozo2

1 Médico psiquiatra. Profesor asociado del Departamento de Psiquiatría y Departamento de Medicina Preventiva y Social, Facultad de Medicina, Pontificia Universidad Javeriana.jose_garciandia@hotmail.com
2 Terapeuta ocupacional. Directora de Terapia Ocupacional de la Facultad de Rehabilitaci ón, Colegio Mayor del Rosario.


Resumen

Introducción: en este artículo se lleva a cabo una reflexión sobre la terapia y su influencia en la construcción de una vida más feliz. Objetivo: abordar un tema poco trabajado en el ámbito de la terapia, pero que es vital para la vida cotidiana de los pacientes. Método: un análisis teórico de conceptos como pensar, cuidar, felicidad y esperanza. Resultados y conclusiones: se plantea la terapia como un ejercicio que contribuye a la felicidad de los pacientes en la medida en que les propicia poder gozar, saber y actuar. La terapia tiene como función básica lograr que las personas sean o intenten ser más felices en sus vidas eliminando la esperanza y accediendo a gozar, saber y poder actuar en sus existencias.

Palabras clave: terapia, felicidad, cuidado.


Abstract

Introduction: This paper portrays a reflection on psychotherapy and its influence on the construction of a happier life. Objective: The paper considers a topic not too worked in the therapeutic environment, but that is vital for patients in their everyday life. Method: A theoretical analysis of concepts such as “think”, “take care”, “happiness” and “hope” is done. Results and conclusion: Therapy contributes to the happiness of patients in the measure that therapy allows them to enjoy, to know and to act.

Key Words: Therapy, happiness, care.


Y me siguen a miles preguntándome dónde está el camino que lleva al beneficio, los unos requiriendo vaticinios, los otros para las enfermedades más diversas buscan escuchar una palabra curativa. Empédocles de Agrigento

Introducción

¿Por qué hablar de la felicidad? Desde los albores de los tiempos, los seres humanos han tenido la intenci ón de acceder a la felicidad. Prueba de ello es que fácilmente encontramos en la historia de la filosofía pensadores interesados en la felicidad, así sea una aporía en la que señalan el desgarramiento de sus almas. Todas las personas quieren ser felices, incluso aquellas que nunca lo han sido y desean terminar con una existencia dura y de sufrimiento, como los suicidas.

Podemos preguntarnos por qué las personas buscan la ayuda de la psicoterapia, qué los mueve. La mayoría de quienes acceden a la consulta de psicoterapia padecen y no son felices o no saben qué hacer para serlo o, al menos, intentarlo. Con frecuencia no existe una intenci ón clara, se trata de una queja inespecífica sobre la infelicidad que viven. Por ello consideramos importante una reflexión sobre el quehacer psicoterapéutico, más allá de su condición técnica; así como sobre otros tipos de intervención terapéutica, cuyo propósito es facilitar a las personas el logro de la independencia y su propio desarrollo personal.

Hemos identificado el rol terap éutico y la manera de ser terapeuta (utilizamos este término en sentido genérico) con tres formas básicas que engloban los diferentes matices del acto terapéutico: (i) el terapeuta como un lavadero de conciencias, que calma y tranquiliza, como una caneca o basurero donde los individuos ‘defecan’ y ‘vomitan’ hasta eliminar por completo sus malestares; (ii) como un agente inductor de cambios, y (iii) como un medio para el conocimiento profundo de sí mismo. Estos tres estilos de terapeuta tienen un elemento común: el terapeuta como aquel que enseña a pensar y a pensarse, es decir, el que enseña a cuidar y a cuidarse. Sin embargo, la palabra felicidad no parece estar presente en la mayoría de los escritos de psicoterapia o de otro tipo de terapias. Hablar de ella es inconveniente, no tiene cabida o suscita cierta distancia entre los terapeutas. ¿Existe alguna relación entre terapia y felicidad? Nos proponemos en este artículo reflexionar sobre algunos aspectos importantes de la terapia, como son el cuidar, el pensar, el saber, la felicidad y la trasformación.

Los cuidados del cuidador

Comenzamos con esta reflexión sobre los cuidados del cuidador, porque en esencia el trabajo terapéutico, independientemente del que sea, pasa por propiciar cuidados hacia otro que padece. Si alguna relación es inicialmente terapéutica es la relaci ón materna, y ésta se hace con cuidado y cuidados. Una madre cuida de aquel que no puede valerse por sí mismo, le prodiga múltiples cuidados para su existencia durante esos primeros años en los que, desvalido, inicia sus primeros pasos. Cualquier relación terapéutica no deja de tener ecos de esta primera relación en la cual todo ser humano ha tenido alguna experiencia. Los pacientes, en su angustia y sufrimiento, acuden al terapeuta en busca de cuidado, de que se les pongan cuidado a sus padecimientos.

El cuidado, como primer acto terapéutico, tiene en sus sentidos (provenientes de la palabra cuidar), el vigilar, el proteger, el poner diligencia, el esmero, la atención en algo o alguien, lo cual lo hace de importancia para todo aquel dedicado al mundo de la terapia. Al fin y al cabo, podemos definir toda terapia como la búsqueda de cuidados a partir de la relación con otro. Ser cuidado u objeto de cuidados es el deseo de todo aquel que quiere una terapia.

Si hacemos un recorrido etimológico por la palabra, encontramos un derivado como el término cuido, que en algunas regiones de Latinoamérica se refiere a la pastura seca utilizada para alimentar el ganado, lo cual tiene otra acepci ón en la península Ibérica, donde a esa misma pastura y alimento concentrado para los animales se denomina pienso. Por lo tanto, pienso y cuidado son alimento y denotan un carácter de solicitud y atención hacia otro. Expresan una preocupaci ón alimenticia, de nutrición, y mantienen un sentido relacional que siempre evocará la primera relación, el amamantamiento. Esto nos permite explorar qué relación existe entre cuidar y pensar, qué hace que ambas palabras se utilicen para significar un acto de nutrición.

En sentido general, pensar se entiende como el acto de formarse ideas en la mente, reflexionar, aun cuando tiene otras acepciones, como dar pienso a los animales, dar de comer a las personas, cuidar de la manutención y de todas las cosas necesarias a una persona. En su origen está la palabra latina pensare, con significados como pesar con el sentido de dolor, pender en el sentido de algo que cuelga y discurrir como proceso de tener pensamientos. El contenido relacional de pensar queda claramente establecido en su sentido, sobre todo nutricio, que la conecta con el cuidado.

Cuidar, que es poner cuidado, asistir, conservar, también se conecta con otros sentidos como mirar por la salud, darse buena vida, querer, desear, discurrir, pensar. No obstante, nos interesa el último sentido, que ha sido heredado a través de la palabra coidar, en castellano antiguo. Entre los siglos XII a XIV, tenía el sentido de pensar e imaginar, como lo muestra el Cantar del Mio Cid, y hacia el siglo XVIII aún conservaba el sentido de creer. Coidar, a su vez proveniente del término latino cogitare, asume los sentidos de considerar cabalmente, pensar, meditar, reflexionar, ocuparse mentalmente. Pero más allá de eso, el cogitare latino, tenía el sentido de agitar el espíritu.

Como puede apreciarse, tanto cuidar como pensar, en castellano antiguo, poseían un carácter eminentemente relacional nutricio, pero adem ás un sentido de actividad mental (que, como dice Bateson, es un fenó- meno social). Cuidar es pensar y pensar es cuidar. “Piensa en mí”, decimos a alguien cuando deseamos que nos recuerde, que nos acaricie y cuide en su pensamiento. “Cuídate”, decimos a alguien cuando queremos decir “piensa en ti”. O decimos “¿me has pensado?”, cuando queremos conocer si nos ha cuidado en su mente.

El pensar se hace, por lo tanto, como un cuidado con relación a otro, por éste y para éste, lo cual es notable en las ideas de Bion, al referirse a la relación temprana madre-bebé. Es clara la ecuación pensar-cuidar cuando muestra que el pensamiento en el niño (la funci ón de pensar) emerge en medio de los cuidados y la relación con la madre. Los elementos angustiosos beta del bebé son acogidos por la función contenedora y metabolizadora de la madre (la función alfa), para transformar esos elementos betaabrumadores, incomprensibles e incontenibles en esbozos simbólicos que podrán dar paso a los contenidos mentales y a los pensamientos.

En la relación inicial madrebeb é se nutre y se piensa, se cuida y se piensa. La leche no viene sola, llega cargada de pensamiento a trav és de ese primer contacto con el mundo extrauterino, donde la madre, como primer cuidador, nutre y piensa. En este punto cuidar/pensar se nos presenta como un fenó- meno relacional que está en la esencia de cualquier proceso terap éutico. Por lo tanto, pudiera decirse que el primer cuidado del cuidador ha de ser pensar, tanto en el sentido de discurrir como el acto de tener pensamientos, por ejemplo, cuidar en el sentido profundo de agitar el espíritu, de remover la interioridad del paciente.

Las personas con padecimientos van a la terapia a pensar, porque los padecimientos dificultan pensar y cuidarse, aíslan del mundo y retrotraen al individuo a los lí- mites de sí mismo, encerrándolo en su propia prisión de incomprensiones. El acto terapéutico, independientemente del que sea, es un ejercicio de pensar /cuidar que se articula en la vida de las personas con padecimientos, como un vínculo con el mundo y consigo mismo a través de otro que agita el espíritu (coagitare) y lo lleva adelante con él (co/con, agitare/llevar adelante). Podemos así equiparar al cuidador, pensador y al terapeuta, todos ellos cuidan y piensan.

Pero, ¿qué pretenden al hacerlo? Intentan que quien está en relación con ellos sea más feliz de lo que es. Si el primer cuidado ha de ser pensar, este pensar tiene una finalidad. Quien padece quiere tener y darse una buena vida, propiciarse la felicidad de la cual carece porque el sufrimiento se la roba cotidianamente, con la angustia, la ansiedad, la obsesión, el delirio, con los síntomas instalados en el inquilinato de su existencia. Por ello la terapia, enfocada como está hacia una mejor vida, puede ser un camino hacia la felicidad perdida. Porque los pacientes son personas infelices que quieren ser felices.

Esto parece excesivo y pretencioso, pero ¿no queremos todos ser felices? Si la terapia es insuficiente para hacer más feliz a quien se somete a ella, entonces no sirve para nada y es un sinsentido. Al fin y al cabo, quienes buscan ayuda de otro es porque solos no gozan, no saben, no pueden acceder a la felicidad. Y ¿qué es la felicidad?, nos preguntamos. En principio, es otro de los cuidados del cuidador, pensar la felicidad, es donde debe poner cuidado, atención, pensamientos.

Sobre la felicidad

¿Qué es?

Nadie con exactitud parece saberlo, pareciera un sacrilegio hablar de ella, más en estos tiempos en que, como dice J. L. Trueba:

La felicidad es esquiva para la mayor ía de los hombres. El mundo se presenta las más de las veces, ante los seres humanos como un espacio donde solo tienen salida la violencia, la lucha, el odio, la intolerancia y la competencia feroz, y justo por ello, la posibilidad de acceder a la felicidad se ve cancelada a cada instante. (1)

Parecemos destinados al sufrimiento y la infelicidad. La felicidad y el placer sólo son breves y escuetos resplandores en una vida tapizada de sombras; sin embargo, cada día emulamos a Sísifo en un permanente, inquebrantable y a veces absurdo intento por la felicidad, aun en pequeñas dosis. Los seres humanos somos adictos a la felicidad y como dice B. Russell “los seres humanos desde el principio de los tiempos hemos pretendido conquistar la felicidad”. Esto ha sido una preocupaci ón constante de la filosofía, que ha generado ríos de tinta porque pocos filósofos se han abstenido de escribir algo sobre la felicidad. Las personas que padecen no son una excepción, también ellos quieren ser más felices. No obstante, los terapeutas apenas hemos hablado de ello.

¿Qué es ser feliz?

Deberíamos preguntarnos sobre la felicidad, el ser feliz o el estar feliz. En estos tiempos, puede parecer cursi, poco elegante o patéticamente ingenuo hablar de felicidad y, mucho más, de felicidad y terapia.

Feliz decimos de aquel que está contento, dichoso, que muestra placer, que siente gusto, que es acertado, oportuno y afortunado. En su origen latino, felix hace referencia a feliz, a lo favorable y a lo favorecido por los dioses. Esta palabra, en un comienzo, significaba fructífero, fértil, pero su origen es indoeuropeo dhe-l-ik, la que amamanta, que a su vez deriva de dhei, mamar y amamantar.

El ser feliz, por lo tanto, emerge en nuestra cultura como lo relacionado con las funciones nutricias y se asocia con los términos empleados anteriormente, cuidar y pensar. Las tres palabras (cuidar, pensar, feliz) evocan la acción de alimentar, la primera relación a la que todo ser humano se expone en el mundo al cual llega. Esto establece sugestivas conexiones entre el terapeuta y su paciente, porque un terapeuta necesita cuidar, pensar, amamantar (feliz) y ser fértil en el frecuentemente árido territorio de los pacientes.

¿Quién no quiere ser feliz?

A pesar de ser la felicidad uno de los más frecuentados objetos de reflexión, parece proscrito del ámbito de la terapia. Quizás el hecho de estar nadando siempre entre el sufrimiento haya hecho que la felicidad no sea un tema importante, no al menos más que dejar de padecer. Nos hemos acostumbrado a ser terapeutas de formas diferentes: terapeuta lavadero donde van las personas a dejar sus culpas y de paso a lavar su conciencia, en la búsqueda de calmarse y lograr cierta tranquilidad. El terapeuta caneca o basurero, sobre el cual caen las personas para desembarazarse de todas sus incomodidades y molestias; el terapeuta inductor de cambio, del cual las personas exigen actos mágicos y divinos que los liberen milagrosamente de sus padecimientos, y el terapeuta testigo, que asiste simplemente a un proceso como convidado de piedra. Sin embargo, debería haber otra vía posible para la terapia, la de pensar y cuidar, la de pensarse y cuidarse para la buena vida, la sabiduría (saber vivir) y la felicidad (fertilidad). Entonces, podemos definir la terapia como una actividad que mediante la conversación (versar con) nos facilita una vida feliz. Es decir, una actividad conversatoria que tiene como su objeto la existencia de una persona y su objetivo es la felicidad, con un medio que es la sabiduría. Parafraseando a Comte- Sponville (2), es un pensar, cuidar, saber para vivir mejor.

Si nos preguntamos qué es lo importante en la psicoterapia, pensamos que es fundamental obtener en el proceso una sabiduría para la vida cotidiana. Agnes Heller afirma que “la unidad de la personalidad se realiza en la vida cotidiana, representado en el contenido esencial de la vida, para la mayoría de la las personas la vida cotidiana es la “vida” (3). ¿Qué significa esto? La psicoterapia debe servir para aprender a vivir, un aprender a vivir diferente al que posibilita la patología. Nuestros pacientes tienen esencialmente enormes dificultades para vivir sus existencias porque los padecimientos interfieren de manera coartante para lograr disfrutar de sus vidas cotidianas.

Al fin y al cabo, vivir es la vida cotidiana. Por ello acuden, así no lo puedan explicitar, en la búsqueda de un aprendizaje para saber vivir, antes de que sea tarde o demasiado tarde. Además, es importante mencionar cómo existen formas de terapia que utilizan la cotidianidad del paciente como medio y objetivo de intervención a fin de facilitar la existencia de las personas.

Felicidad y sabiduría mantienen una relación estrecha a lo largo de la historia de las reflexiones, que sobre la primera se han hecho en la filosofía. No es gratuito, si la felicidad etimológicamente nos lleva a la boca de la mano del mamar y amamantar, la sabiduría de nuevo nos retorna a la oralidad. Saber, del lat ín sapere (saborear), nos catapulta al pasado más arcaico de nuestra infancia, al encuentro del primer sabor, el de la leche materna y, por lo tanto, a nuestro primer saber sobre el mundo que habitamos. Porque en el saborear se instaura el conocimiento que nos lleva al saber. Y el primer sabor, probablemente el más feliz, sea el de la leche materna, que se constituye en el primer saber que produce felicidad, porque mamar es un deseo satisfecho al igual que lo es amamantar; ahí en el mamar y en el amamantar hay un encuentro donde se construye un saber vivir, un disfrutar pleno de la existencia y de la vida, una felicidad. ¿Quién no mira con añoranza la escena de una madre y su bebé en amamantamiento? Y al mirar ¿no percibe, así sea fugazmente, la sensaci ón de que en ese momento hay alguien que es profunda e intensamente feliz?

Por ello, también nada más terap éutico que esa relación madrebeb é y nada más patológico que la relación madre-bebé cuando se da en condiciones en las que no se puede garantizar como un encuentro para la felicidad. ¿Cómo tener en cuenta entonces esta relación a fin de que sea un modelo matriz para la terapia? Al igual que en el amamantamiento, donde confluyen la sabiduría y la felicidad, también estas dos condiciones están en los objetivos de la terapia. En la terapia buscamos la felicidad por medio de una sabiduría que es de uno mismo, porque el paciente va, entre otras cosas, a saber más de sí mismo, a saborear su felicidad, porque la felicidad sólo puede estar dentro de nosotros mismos, como decía Epicuro. Por ello la filosofía afirma, a través de los tiempos, que el sabio es feliz.

La sabiduría, que es un poder saborear la felicidad, no se trata de una felicidad cualquiera, no al menos como la que puede producir una droga, bien sea un psicodisléptico o un fármaco. Hace algunos años, cuando comenzaron a salir los nuevos antidepresivos, a uno de ellos se le denominó la pastilla de la felicidad, como un alarde omnipotente desde la ciencia. No creemos que podamos llamar sabiduría a esa felicidad que emana de remover, reactivar, agitar la serotonina, la dopamina, la noradrenaliana y otros neurotransmisores, al fin y al cabo siempre han estado ahí disponibles en cualquier momento, a veces en mayor y otras en menor cantidad. De hecho, logramos subir la serotonina, la noradrenalina, la dopamina a los deprimidos, los esquizofrénicos y no por ello logramos que sean felices, quizás conseguimos que sean menos infelices, pero no por ello son más felices.

La felicidad de la terapia no se obtiene por medio de una droga, falacias, ilusiones, actividades recreativas, entre otras; se obtiene de la verdad, no en el sentido genérico, sino en el de la verdad individual, que es la única verdad útil para la persona. Ese saber o sabidur ía de la propia verdad genera un gozo, un gozar de sí mismo, de saberse y saborearse a sí mismo que es, sin lugar a dudas, un profundo contacto con la felicidad, con la propia fertilidad, que es la mayor manifestaci ón de la creatividad.

Sobre la terapia

Si la psicoterapia no nos ayuda a ser felices o a ser menos desgraciados, ¿cuál es su sentido? ¿Para qué entonces? No sólo requiere que el que padece deje de padecer. Si esa fuere la finalidad de un proceso terap éutico, estaríamos a medio camino de la verdadera sustancia de la psicoterapia, porque dejar de padecer no es suficiente para vivir, además es importante ser feliz, independientemente de lo que se entienda por felicidad. Así, podemos hacer un intento por definir la terapia: se trata de una actividad que por medio de razonamientos, explicaciones, aclaraciones, interpretaciones, discursos, comprensiones y entendimientos, a partir de conversaciones, nos procura la posibilidad de vivir de otra manera, una vida más feliz. De esta forma tendría una finalidad que orienta las conversaciones y reflexiones de las personas que padecen a lograr pensar mejor para vivir mejor, a saber pensarse/cuidarse mejor y más claramente, con más luz.

La terapia debe conducir al máximo de felicidad en la mayor sabiduría, con el máximo de lucidez. Quienes se exponen a la terapia buscan también una mayor claridad sobre sus existencias, quieren vivir, pero vivir con una gran lucidez, es decir, con una clara conciencia. Esta última palabra, proveniente de la expresión latina cum-scientia (con-conocimiento), implica un conocimiento que acompa- ña nuestras impresiones y acciones. A su vez, el término latino mencionado procede de una traducción de la expresión syneidesis que los griegos utilizaban en el lenguaje popular desde el siglo V a. C., y aparece en las obras de Sócrates, Eurípides y Demócrito con un sentido de conocimiento de la propia culpa.

Esta referencia a una conciencia moral aludía a un conocimiento del pasado inicialmente, pero con el transcurso del tiempo syneidesis adquiere la significación ética de una especie de estrella guía para la conducta futura. La syneidesis tiene la significación de una relación cognoscitiva con, particularmente con la culpa del propio sujeto, lo cual lo hace más consciente de sí mismo, pero ser consciente es un subproducto del verbo latino con-sciere que posee el significado de conocer juntos (4).

Un sentido interaccional, un conocer junto a otros, compartido con otros, que si inicialmente denotaba un conocimiento social, poco a poco con el tiempo fue derivando hacia un conocimiento más restringido a pocas personas, hasta que finalmente se redujo a una sola persona, y adquiere finalmente en la Edad Media un carácter privado, individual. Y ¿no es ese el mismo proceso de la terapia? El paciente y el terapeuta, ¿se dedican a conocer juntos? Ambos tratan de conocer en un tiempo y espacio sagrados, construyen conversaciones y de ellas destila un conocimiento común, compartido en sus encuentros peri ódicos; pero en el transcurso del tiempo, ese conocimiento se va ‘decantando ’ de manera individual, hasta que cada uno adquiere un conocimiento de él, su propia lucidez. Pero sobre todo la terapia se articula en la vida del paciente, en un conocer juntos la propia verdad con lucidez.

Y la lucidez adquirida alumbra la verdad, así sea una verdadera tristeza que, como dice Comte- Sponville (2), es preferible a una falsa alegría. En la terapia no se miente, el terapeuta ante todo no miente. Este es otro cuidado del cuidador, no mentir, ni sobre la vida, ni sobre uno mismo, ni sobre la felicidad. Es coherente y, al serlo, hace coherentes sus actos, sus palabras, sus emociones. Es lo que necesita el paciente, un lugar de coherencia, porque sus padecimientos son destellos de incoherencia que se muestran en síntomas que irrumpen en su vida cotidiana como extrañas cosas que no quiere padecer pero se imponen. Muchas veces incluso como respuestas incoherentes que ha encontrado para resolver sus dificultades.

En este punto nos hacemos la pregunta, ¿por qué es necesaria la terapia? ¿Necesitamos la terapia? En medio del mestizaje de nuestra profesi ón, el aspecto biológico ha adquirido una relevancia enorme, pues no podemos negar su trascendencia en el alivio de ciertos padecimientos. Sin embargo, sabemos que tiene limitaciones con la infelicidad y por ello la necesitamos, porque no somos felices, porque los pacientes no son felices, porque además de que la vida es dura y el ser humano sufre mucho, al final siempre está la muerte. Y todo hombre, por muy desahuciado que esté, así quiera quitarse la vida, quiere ser feliz. La terapia es necesaria fundamentalmente porque los pacientes no son felices.

¿Por qué los pacientes no son felices? Porque les falta la sabidur ía sobre sí mismos, esa sabiduría para la vida cotidiana. La cotidianeidad del paciente es infeliz, le falta esa sabiduría necesaria sobre sí mismo que le permita aprender a vivir, y vivir es la vida cotidiana, aquí y ahora. Pero a este paciente no le hace falta saber vivir en sentido formal; hace lo que le toca, puede ser correcto, excelente ciudadano e incluso ser un ejemplo de saber vivir formalmente. Es en un sentido profundo que, como diría Montaigne (5), se trata de un saber vivir esta vida bien y naturalmente y antes de que sea demasiado tarde. Aunque nunca es demasiado tarde para aprender a vivir y ser feliz, será demasiado tarde siempre que no se haga nada.

Existe el mito de que hay pacientes que no podrán ser felices nunca. Sus graves patologías se lo impedir án siempre, un esquizofrénico, por ejemplo. Sin embargo, por muy grave que esté un paciente, quiere ser feliz, vivir bien, saber vivir. Incluso, como mencionamos antes, aquel que quiere matarse, lo quiere hacer para escapar a la desgracia que le impide vivir bien. El paciente tiene un deseo de felicidad, pero es un deseo frustrado, truncado y la consecuencia de esa frustración son sucedá- neos que la imaginación logra construir para lograr la felicidad o al menos huir de la infelicidad, en la forma de un delirio, una obsesión, una alucinación, el insomnio y otros tantos síntomas.

El deseo de la felicidad es algo que queremos todos, pero con frecuencia se nos olvida que también lo desean los pacientes. De modo tal que esa es la parte de los seres humanos que está protegida contra la locura, que no alcanza a ser contaminada ni por el virus de la esquizofrenia, ni de la neurosis, ni otras formas de padecimientos, siempre permanece en pie, esperando ser reconocida y satisfecha. No sólo desean no estar enfermos, sino que desean ser felices con enfermedad o sin ésta; no es suficiente quitarles los síntomas, que no estén locos. No, ellos también desean ser felices. Y ejemplos hay, a pesar de sus enfermedades (Van Gogh, Dalí, entre otros) hay quienes logran adquirir una sabidur ía de vivir la vida cotidiana, a trav és de la creación que como veremos, junto con el gozar y el saber conforman la trilogía necesaria para una vida feliz, para un saber vivir.

Sin embargo, el deseo de felicidad tan caro a los seres humanos, incluidos los pacientes, ¿cómo se nos presenta? De la forma más cruda en que puede expresarse un deseo, en la carencia. Porque el deseo es falta, ausencia, vacío; cuando se desea algo es porque se carece de ello. El deseo se establece como el punto de frontera entre la felicidad y la infelicidad, mientras lo tenga será porque carezco y sufro, por lo tanto, no soy feliz. Si lo tengo y lo satisfago, entonces carezco de deseo, seré feliz, porque deseo lo que tengo.

Sobre el deseo

En este punto nos volvemos a preguntar qué es la felicidad, pero no en un sentido genérico, como lo hicimos antes. La pregunta está orientada hacia el contenido de la felicidad, ¿qué queremos decir con felicidad? ¿Qué deseamos y de qué carecemos? De inmediato surge una respuesta contundente, la felicidad es tener lo que se desea. Decimos con frecuencia: “¡Conseguí lo que quería, estoy contento, satisfecho, feliz!”. Naturalmente, no todo lo que se desea se puede tener, y esto podr ía ser un argumento con relación a la imposibilidad de la felicidad. Sin embargo, ser feliz implica poder, tener y gozar buena parte de lo que se desea.

Claro que esto se convierte en una situación paradójica, una de las tantas en las que los seres humanos vivimos. Si el deseo es carencia, entonces sólo deseamos lo que no tenemos. Y si únicamente deseamos lo que no tenemos, entonces no tenemos nunca lo que deseamos y, por lo tanto, nunca seremos felices. ¿Podemos equiparar la felicidad a un deseo satisfecho? Quizás; sin embargo, cuando un deseo es satisfecho, deja de ser un deseo, en realidad quedó en el pasado como un deseo que estaba pero ya no está. Es decir, una vez satisfecho ya no hay deseo. Pero cuando satisfago un deseo, ya no deseo, era algo que deseaba y ya no lo deseo. Tengo entonces lo que deseaba, pero ser feliz no es tener lo que se deseaba, sino tener lo que se desea, lo que no se tiene. Entonces ¿dónde queda la felicidad? Si ser feliz es tener lo que se desea, ya lo tengo, pero el deseo ya no está, estaba, y ser feliz no es tener lo que se deseaba como me sucede ahora, entonces de nuevo ya no soy feliz, porque no tengo lo que deseo, me encuentro envuelto en una situación paradójica. Y como en toda paradoja, sea la que sea la respuesta lógica que se plantee, siempre permanecerá la frustración.

Si deseamos lo que no tenemos, padecemos la carencia. Si tenemos lo que deseamos, desde ese instante ya no deseamos y entonces, sentimos deseo de otra cosa porque la satisfacción del deseo nos genera aburrimiento, que es como diría Schopenhauer la ausencia de felicidad en el lugar mismo de su presencia esperada, un sentimiento de tristeza y rabia. Por lo tanto, en cualquier caso está presente la insatisfacción, y la felicidad se escurre. Es posible ilustrar esta situaci ón paradójica con el ejemplo de un niño que espera con ansia su cumplea ños, porque desea un regalo que lo ilusiona. Cuando ha llegado su cumpleaños y tiene su regalo, lo abre con fruición, juega un rato y cuando se va a acostar le pregunta a su padre, ¿cuándo es mi cumplea- ños? El padre le contesta que su cumpleaños fue hoy, pero el niño quiere saber cuándo es el próximo cumpleaños. Un ejemplo quizás sencillo, pero que ilustra lo efímero de la satisfacción del deseo y la rapidez con que se instala de nuevo un deseo insatisfecho.

El deseo es carencia y por ello la felicidad se escabulle a cada instante, en el momento mismo de su satisfacción, como si no pudiéramos vivir sin deseos, como si nada pudiera satisfacernos completamente. Por ello pareciera haber una enorme distancia, una fractura brutal entre el deseo y la felicidad, algo infranqueable, dos dimensiones de la existencia humana cuya naturaleza las hace absolutamente incompatibles. Sin embargo, existe un puente entre ambas y ese nexo es, según Comte-Sponville (3), la esperanza. En un principio esperar seduce al que tiene un deseo; la esperanza ejerce una acción de muelle entre el deseo y la carencia, genera una expectativa de cumplimiento, de satisfacción.

Esto nos permite hablar de la esperanza como aquel fenómeno cuya naturaleza es la posibilidad de mirar hacia delante, de ver adelante, un ver con el deseo y la carencia al tiempo, una ilusión. De hecho, nos permite visualizar el deseo satisfecho en el futuro. Se trata de un poner los ojos en algo, expresión popular para expresar que lo deseamos. El que espera es aquel que pone los ojos en aquello que desea y quiere o necesita obtener. Por lo tanto, la esperanza se constituye en la consecuencia directa de la carencia, así como la felicidad emerge de la satisfacción. La esperanza salta con fuerza desde la ausencia de algo, desde el no tener aquello deseado y que se coloca como una interferencia contrapuesta a la felicidad.

Podemos encontrar, al menos, tres sentidos del concepto esperanza, como la creencia de que es probable conseguir cuanto se desea, permanecer en un lugar hasta que ocurra algo que se prevé o creer en la probabilidad de que ocurra cierta cosa. En estos tres sentidos se encierran el deseo insatisfecho, la previsión de un acontecimiento que no se sabe si ocurrirá (es decir, el no saber) y, finalmente, la probabilidad de una acción, detenerse en el obrar hasta que suceda algo (es decir, la inacción).

Y, como tal, la esperanza se yergue entre el deseo y la carencia como una imagen proyectada que se desvanece de inmediato en cuanto nos acercamos al futuro donde habíamos supuesto se satisfaría. Cuando el futuro se hace presente y la carencia persiste, el deseo retoma la situación y con él de nuevo la esperanza, así huimos permanentemente del presente. Lo doloroso del deseo incumplido es la esperanza, una ilusión que se alía con nuestro deseo para huir del presente donde se hace efectiva la carencia. Pero es tan efectiva su seducción que no nos percatamos de que la esperanza es la expresión más evidente de la carencia, el que espera desea y no tiene.

La esperanza suscita una tenue, pero efectiva satisfacción al incluir en el deseo un elemento temporal futuro que lo libera de la necesidad de su satisfacción en el presente, introduce la espera y, como dice el dicho popular, “el que espera, desespera ”. Despoja al deseante de la mirada hacia sí mismo y la desvía hacia delante, hacia un punto en el horizonte que perseguirá incesantemente y que cuanto más se acerca a él, más se aleja, manteniendo la esperanza en su sitio, siempre la esperanza como un puente que nunca acaba de cruzarse. Pero la esperanza huele mal, “lo último que se pierde es la esperanza”, reza otro dicho popular. Tiene todo un sentido, es lo último que debe desvanecerse, porque ante la imposibilidad del deseo cumplido, la esperanza ejerce de sustituto, un sucedáneo que como tal es como si fuera el original, pero no lo es; se trata de un engaño admitido, una promesa de satisfacción que ante la frustración es mejor que no tener nada.

El deseo, la carencia y la esperanza constituyen una trilogía de la cual emergen la frustración, el aburrimiento (rabia y tristeza) y la decepción, sentimientos abrumadores que anegan el alma humana. Ante ello, el ser humano ha ideado una serie de soluciones que aparentemente lo sacan de la paradoja de la frustración; sin embargo, tras ellas aparece de nuevo explícita o implícitamente el deseo insatisfecho. Por ello nuestro encuentro con la carencia y nuestra experiencia de la carencia suscitan diferentes respuestas que pretenden sobreponerse a ella. Respuestas ancladas en la esperanza y en su exacerbación enfermiza.

La primera respuesta es la falacia del olvido, una forma de olvidar que la frustración del deseo nunca sucedió, de que el dolor de la carencia existe; inventemos un suced áneo lo suficientemente efectivo como para olvidar. Entonces la vida ha de desarrollarse por otro camino, debe tener una versión diferente a la del deseo frustrado, es la búsqueda desasosegada de la diversi ón. Divirtámonos, como decía un paciente, “hasta que me vuelva una nada, no voy a parar de divertirme”. La diversión (di/diferente, versión/ versión), propone un relato distinto de la existencia basado en la esperanza de apagar, ahogar el deseo y su dolor de carencia en el placer, el desenfreno, la hibris en el sentido más salvaje. Es la solución más pronta, además de contundente; una manera de pasar rápida y vertiginosamente de una satisfacción momentánea a otra, un proceder que empata una esperanza con otra sin dar tiempo a que el deseo se instaure, porque lo sustituye.

Lo anterior genera en el individuo una fantasía, el vago y oblicuo reflejo de la felicidad, porque al menos instantáneamente o de forma transitoria logra incorporar algún grado de satisfacción. Es la instauraci ón a través de la negación y el olvido del fingimiento de que somos felices. La diversión nos provee de un sustituto de corto alcance cuyo afán es acallar una precaria esperanza que trasporta un deseo perentorio. La diversión, esa felicidad de corto vuelo, tiene el valor de apagar unas necesidades y unos deseos acuciantes en el olvido, la esperanza que se pisa los talones a sí misma.

Ligada al olvido, y casi generado por él, otra respuesta es el delirio de la negación. Para negar lo más elemental es olvidar y para olvidar lo más fácil es negar. Y no sólo se trata de negar la realidad del deseo en la esperanza de que con ello desaparezca, sino también se trata de negarse incluso a sí mismo como lo hace el psicótico. Por ello se refiere a sí mismo con frecuencia en tercera persona, no existe como yo, sujeto de deseos, es el tercero, el otro, el yo no tiene ni deseo ni esperanza, se anula a sí mismo. Porque sólo existe como el loco y como dice la expresión popular, “está loco de felicidad ” o “los locos son felices en su locura” o “está tan loco que no se entera de nada”, ni siquiera de sí mismo, de sus deseos.

Pero este no enterarse de nada es una forma de huir del deseo en la esperanza de que con ello y negándolo podrá acceder a la satisfacción de la felicidad. Sin embargo, estas afirmaciones no dejan de ser una estupidez, porque el loco no es feliz, ha construido en la negación un sustituto y lo ha hecho merced a la man ía, el delirio, la alucinación, el acting out desenfrenado que desplazan al dolor y el sufrimiento insoportable de no tener acceso a la satisfacción del deseo. Es aquí donde la negación y el olvido también se congregan, en una forma de vivir diferente, una divergencia de la realidad que es, por un lado, la diversión que no se puede parar y, por otro, una versión diferente de la realidad que es la alucinación y el delirio.

Otra alternativa es el delirio de la esperanza, una huida hacia delante, esperanza tras esperanza, persiguiendo satisfacer algo que ni siquiera sabe qué es, siempre en la expectativa de una esperanza que es promesa, sólo promete una ilusi ón. El adicto, el jugador compulsivo o el neurótico esperan obtener algo siempre, independientemente de si lo obtienen o no. El adicto espera obtener la droga que lo calme, porque ni siquiera lo satisface, la droga calma la ansiedad de la carencia. El jugador espera un milagro, la suerte, algo que está a merced del azar, pero de lo cual no desiste. Es la forma terrible de la carencia, que nunca podrá satisfacerse y por lo tanto es preciso huir de ella manteniendo una permanente esperanza como la zanahoria delante del burro. Lo importante es esperar, y como le sucede al neur ótico, se pasa la vida en un peregrinaje de esperanza en esperanza, con ansiolíticos que calman la carencia, su permanente ansiedad mimetizada en los actos de su vida cotidiana, fumar en exceso, comer, dificultades de carácter, conflictos relacionales que son calmados con medicamentos que los ayudan a vivir y les provee de la esperanza de la curación mágica. Se alimenta la esperanza con una actividad cotidiana imposible de satisfacer la carencia momentánea, que a su vez genera ansiedades momentáneas, que derivan en esperanzas moment áneas que se encadenan indefinidamente.

La otra alternativa es el gran salto. Frente a la imposibilidad de la felicidad en esta vida, se acepta con resignación y se proyecta la esperanza de la felicidad en un lugar fuera de la vida. Llámese, el más allá, el cielo, la muerte, la extinción, en fin, una posibilidad de ser feliz allende los límites de la existencia en el mundo de las cosas reales. Es la esperanza que emerge como respuesta a la impotencia, la incapacidad, el no futuro, expresados con claridad en el paciente suicida, cuya muerte es vivenciada como una liberaci ón del peso de la existencia, pero siempre con la expectativa mágica de una respuesta satisfactoria a sus carencias tras la cortina espesa de la muerte, es la muerte como la felicidad misma.

La vida no provee de satisfacciones. Se han agotado las posibilidades, entonces la muerte se erige como una salvación y una satisfacci ón. Se sustituye la esperanza relativa de la vida cotidiana por una esperanza absoluta en el más allá. Ya que no podemos ser felices aquí, esperamos serlo después de la muerte —esperanza que no tiene contraposición alguna porque nadie puede probar lo contrario—. Y aquí emergen todas las posibilidades de felicidad que los diferentes credos religiosos ofrecen sin excepción. Sin embargo, esto sólo opera en quien crea, tenga fe, lo cual convierte esta esperanza en un acto irracional que tiene en cuenta que la fe no es producto de la razón, sino del afecto.

Todas estas posibilidades no logran cuajar la felicidad, son formas de huir del deseo, pero no del acceso a la felicidad; son maneras de vivir la existencia, montados en el carro de la esperanza que media entre la carencia y la felicidad, que fracasan en su intento. La esperanza siempre está ahí como un incómodo guardián de la vida que nos recuerda a cada instante la insatisfacción, la carencia. Entonces, si el camino de la felicidad es entorpecido, saboteado por la esperanza, ¿cómo podemos librarnos de tal flagelo?

Sobre la esperanza

Si debemos librarnos de la esperanza por su incapacidad de aproximarnos a la felicidad, debe haber algo que pueda proveernos de una posibilidad de acercamiento más efectivo hacia la felicidad. En este sentido, dice Comte-Sponville (3): “Entre la esperanza y la decepción, entre el sufrimiento y el aburrimiento, hay una o dos pequeñas cosas que Platón, Pascal, Schopenhauer y Sartre olvidan o cuya importancia subestiman gravemente, son el placer y la alegría”.

Si en la esperanza, que es deseo no satisfecho, ni hay placer ni alegría, entonces podemos decir que éstos aparecen cuando no tenemos esperanza, cuando estamos satisfechos, cuando no deseamos aquello que no tenemos, sino cuando deseamos aquello que tenemos, lo que hacemos, lo que sentimos, lo que es. El placer y la alegría se hacen presentes cuando deseamos aquello que no nos falta. Por ello decimos de alguien que no es feliz, porque nada de lo que tiene lo satisface, y decimos de alguien que es feliz, porque está contento con lo que tiene, es feliz.

Podemos pensar que tomar un vaso de vino es sólo eso, bebérselo y ya está. Pero cuando tenemos muchos deseos de tomar vino acompa- ñando una buena comida, decimos satisfechos: “qué vino tan bueno”, “qué bueno es beber un vino cuando se tienen ganas de hacerlo”. En este momento han quedado anulados el deseo y la esperanza, es un momento de satisfacción en el que siento placer y alegría; estoy gozando de mi satisfacción porque poseo lo que deseo, me deleito en ello y disfruto de ello. El gozar es el deseo al revés, es un desear lo que hago en este momento, aquí y ahora, hago lo que deseo. Es lo que Comte-Sponville (3) llama la felicidad en acto, es la si tuación en la que el acto mismo es vivido como felicidad.

La felicidad se yergue ahora por primera vez con alguna claridad. En un primer intento podemos decir de ella que es desear lo que tenemos, lo que hacemos, lo que es; en definitiva, lo que no nos falta, la ausencia de la vivencia de la carencia. Es poder gozar el placer y la alegría, es no esperar nada.

Desde esta perspectiva, cuando esperamos ¿qué nos sucede? Como dice María Moliner (7), la esperanza nos hace “creer que algo bueno o conveniente que está anunciado o algo que se desea ocurrirá realmente”. Se trata, por lo tanto, de un estado de ánimo (toda creencia se asienta en un ánimo particular), en el cual se nos presenta como algo posible lo que deseamos.

Tenemos deseos de lo que no tenemos, carecemos del objeto que deseamos, no está aquí y ahora, en consecuencia, ante ello proyectamos el deseo en el fututo, posponemos el placer y la alegría con la esperanza de que acontezca. Pero ahí organizamos un círculo vicioso, porque el futuro nunca está aquí y ahora, y cuando está aquí y ahora sucede que ya no es futuro, es presente y en el presente nunca se asienta la esperanza. La esperanza está íntimamente ligada al futuro. Su existencia tiene sentido en el futuro y todo lo que está en el futuro no está al alcance ahora, no se puede sentir el placer ni la alegría, no se goza porque el gozo no está al alcance aquí y ahora. La esperanza es desear sin gozar.

Cuando esperamos nos sucede también algo, nos enfrentamos a la incertidumbre, no sabemos con certeza si lo que deseamos y esperamos que suceda ocurrirá. Desconocemos si nuestro deseo será o no satisfecho. El futuro siempre es desconocido, podemos prever hacia el futuro, pero ello no nos garantiza que los acontecimientos sucederán como lo proyectamos, en el afán de tener alg ún tipo de control sobre el futuro. Éste, en esencia, es desconocido; la única manera de conocerlo es cuando ya no lo es, es decir, cuando es un presente, un aquí y ahora. Y cuando ya lo conocemos también deja de ser una esperanza. La esperanza es desear sin saber, por ello el conocimiento y la esperanza nunca se encuentran, se persiguen sumergidos en un círculo vicioso que es una paradoja a su vez, puesto que no se espera nunca lo que se sabe, lo que es un conocimiento cierto en posesi ón nuestra. Y no se conoce nunca lo que se espera que suceda, sólo lo conocemos al suceder y entonces la esperanza ya no tiene lugar.

También sucede que cuando hay esperanza, nos enfrentamos a un deseo cuya posibilidad de lograrse como satisfacción no depende de nosotros o, al menos, no enteramente. Siempre existen aspectos que están más allá de las posibilidades de nosotros. Cuando el dr. X me llama para comprobar el compromiso que adquirí de dictar una conferencia en la universidad, yo puedo contestarle diciendo, “espero estar allí para la conferencia ”, lo cual probablemente no sea de mucho agrado para el dr. X, pues el no espera que yo esté, quiere que yo esté. Entonces me vuelve a preguntar preocupado, “¿hay algún inconveniente que le impida asistir?”, entonces yo le contestaré, “no, en absoluto, allí estaré”. Cuando digo que “allí estaré”, estoy expresando un deseo de asistir, el cual no se si se cumplirá, porque en el interregno pueden suceder muchas eventualidades que lo impidan. Pero el hecho de ir depende de mí, yo soy quien va, quien se moviliza para ir. Y el hecho de ir no depende de la esperanza, depende de si yo me muevo o no, es decir, de mi voluntad. Y la voluntad se alimenta de mi querer y de mi poder hacer, lo que yo sé que estoy en capacidad de llevar a cabo.

Es decir, si soy capaz de montar en bicicleta, y me monto en ella, no espero montarme en ella. Luego, cuando yo puedo y quiero, no espero. Sin embargo, si alguien dice, “espero salir pronto del hospital”, es porque hasta el momento no ha podido porque su estado de salud se lo impide y tiene la esperanza de ser dado de alta. El salir del hospital no depende de él. Cuando esperamos, es porque no podemos cumplir en el momento un deseo que no depende de nosotros. No obstante, ejercitar la voluntad (querer y poder) sí depende de nosotros. Por ello nuestra esperanza está siempre orientada hacia lo que somos incapaces de hacer, a aquello que no depende de nosotros, porque cuando podemos hacer, no hay espacio, ni tiempo para la esperanza, ésta es sustituida por el querer, que como bien expresa el dicho popular, “querer es poder”. Cuando quiero hacer algo, no espero hacerlo, lo hago. Si no lo hago, es porque no puedo y espero hacerlo. Esperar es un desear sin poder.

Llegados a este momento, la esperanza se erige como un centro de carencias fundamentales, de deseos insatisfechos, de anhelos incumplidos, de intereses pospuestos, de sue- ños irrealizados, de aspiraciones proyectadas en el vacío, de afanes nunca colmados, de ansias permanentes, de apetencias sin saborear, de antojos que torturan, de ganas insaciables. La esperanza es un deseo que no se goza, no se sabe si llegar á a ser satisfecho y no depende de nosotros. En la esperanza encontramos, como dice Comte-Sponville (3), un deseo sin gozar, lo que no tenemos (una carencia); sin saber, del que ignoramos si será o no satisfecho (una ignorancia), y sin poder, cuya satisfacción no depende de nosotros (una irresolución). La esperanza quedará desplazada siempre que la satisfacción, el conocimiento y la acción se hagan presentes, de tal modo que antes y después de la esperanza están el placer, el conocer y el actuar dirigidos por la voluntad.

Está el placer porque esperar es un transcurso de tiempo en el que no se goza. En este sentido, cuando gozamos de nuestra vida en todos los órdenes y dimensiones, unas vacaciones, un libro, la sexualidad, el comer, etc., es porque deseamos lo que gozamos y al hacerlo sentimos placer.

Está el conocimiento, porque quien espera desea, sin saber si se realizará o no su deseo, y el conocimiento es algo que se sabe y que se desea. El que tiene conocimiento desea lo que sabe, es un sabedor, un sabio conocedor de la vida, es decir, la conoce y la aprecia, la disfruta, la goza.

Está la acción, pues el que espera está deseando sin poder actuar sobre aquello que desea. Más allá de la esperanza y del que espera, está, por lo tanto, quien desea lo que puede hacer, lo que hace. Y la manera más efectiva de poder hacer es querer. Cuando se hace se concreta lo que se quiere. Entonces, podemos decir que uno quiere siempre lo que hace, y hace siempre lo que quiere, pero no siempre lo que desea y espera.

Felicidad y psicoterapia

La felicidad, como hemos concluido y aun a riesgo de ser temerarios con tal afirmación, implica una autonomía del individuo, poder, gozar, saber y actuar. ¿Qué muestran en la psicoterapia las personas que consultan sus padecimientos? Infelicidad. “No soy feliz” parecen decir las voces silenciosas de nuestros pacientes cuando expresan sus síntomas. La infelicidad es el estribillo que las acompaña, y la esperanza, el contrapunto que les hace eco. Son sus quejas, las de sus incapacidades, las dificultades para el uso de su voluntad en la búsqueda de gozar, actuar y saber. Un esquizofrénico, un neurótico o una persona con trastorno de personalidad vienen con la esperanza de gozar, de saber actuar en sus vidas de una manera diferente a la cotidiana. Ellos desean que en la psicoterapia se disuelva la esperanza, que desaparezca de sus vidas, porque ya no pueden seguir sintiendo una idea delirante que los invade y les coarta su acción, su conocimiento del mundo, de su mundo. O porque ya no pueden seguir actuando una idea obsesiva que los coloniza y como un parásito les impone unas acciones y unos sentimientos absurdos que no desean. O porque la angustia y los impulsos los someten a acciones autodestructivas, a no reconocer sus sentimientos, ni los límites de su identidad. En síntesis, porque no saben lo que quieren.

En este contexto, la psicoterapia cobra un profundo sentido de trasformación del individuo, el camino iniciático que media entre el deseo y la felicidad. Es un tránsito que, desde la imposibilidad, logra llevarlo hacia querer siempre lo que hace y a hacer siempre lo que quiere mediante el uso libre de su voluntad para gozar, conocer y actuar. Si la esperanza, como vimos, es un deseo que no depende de nosotros, eliminarla en el transcurso de conversaciones terapéuticas se constituye en una meta de la terapia, un desarrollo de la voluntad, del desear lo que sí depende de nosotros. La terapia debe ayudar al paciente a esperar menos y a saber ser feliz ya, ahora. Entre otras cosas, porque además la esperanza y el temor (esa sensación ansiosa y miedosa frente a lo que nos es desconocido y no depende de nosotros) son siameses, las dos caras de una misma moneda. Y al eliminar la esperanza, eliminaremos el temor siempre presente en los pacientes.

Aquí nos hacemos la pregunta sobre el pensar como lo hacía Kant: “¿Pensaríamos mucho, y pensaríamos bien y con corrección, si no pens áramos, por decirlo así, en comunidad con otros, que nos comunican sus pensamientos y a los que comunicamos los nuestros?” (8). Pensar bien es el interés de la terapia, y por ello los pacientes van a pensar bien con otro, porque el pensar bien en solitario es muy difícil, entraña grandes riesgos. El que piensa en solitario está sometido al aislamiento y a la falta de contraste; por esa razón delira, se obsesiona y no es feliz. Cuando va a pensar con otro, es cuidado y se cuida para gozar, conocer y actuar lo que desea.

Así, podemos decir que la esperanza entre el deseo y la felicidad se nos hace esquiva. No podemos calificar la esperanza moralmente, ni es buena ni es mala, es lo que es; pero al igual que la zanahoria que se pone delante del burro y que nunca alcanza, la esperanza es un engañabobos, un esguince que nos hace todo el tiempo la ilusión de lograr algo.

Y nos lo hace precisamente porque el sufrimiento —sobre todo, el sufrimiento intenso— hace que quien sufre espere de una manera perentoria y forzosa por que suceda algo para cambiar su situación. Espera que su dolor se detenga, acostumbrarse o resignarse, tal vez sufrir menos, la ayuda de Dios, la presencia de un milagro. Es difícil que quien haya sufrido, y todos lo hemos padecido, no haya esperado y deseado que desaparezca. Y cuando el sufrimiento desaparece, como un dolor de muelas, deja de esperar que desaparezca porque ya no está, deja de esperar porque su deseo se concretó, y ahí la esperanza ya no tiene sentido con su presencia. Las cosas se concretan cuando uno deja de esperar, porque puede gozar, saber y actuar. Cuando esto confluye en un individuo, decimos que es afortunado, alguien capaz de saborear la vida, que sabe vivir.

Ser sabio en el sentido más prosaico de la palabra —no decimos el erudito, ni el docto o el ilustrado—implica referirse a ese individuo capaz de dejar de esperar, que vive y deja vivir, porque simplemente disfruta de la existencia. Un dicho popular dice: “lo último que se pierde es la esperanza”; sin embargo, es lo primero que debe perderse, para que los deseos se cumplan. Pero perder la esperanza implica afrontar un duelo. Un duelo que lleve a la aceptaci ón de la pérdida de lo que hay entre el deseo y la felicidad, la esperanza.

Acostumbrarse a la desesperaci ón como un modo sabio de vivir. Desesperado porque sin esperanza se actúa, se goza, se ama, no se espera amar, se actualiza el amor que, como decía M. Klein, cuando la desesperación es absoluta, el amor se abre paso. Y eso es lo que concluye el sabio, lo más importante es el amor. Cuando un paciente llega a la consulta, viene con la esperanza de que ocurra algo. Habría dos posibilidades de respuesta frente a su petición de ayuda: venderle una esperanza, proyectar en el futuro la respuesta a su sufrimiento, o negarle toda esperanza, porque la finalidad de la terapia es responder a la pregunta, ¿qué vamos a hacer? No vamos a esperar, sino que nos preocupamos por qué haremos y cómo lo haremos y para qué lo haremos; se trata de una preocupación por lo que es necesario para gozar, saber y actuar. Por lo tanto, nos negamos a esperar como dice Comte-Sponville: Porque esperar es desear sin saber, sin poder y sin gozar, el sabio no espera nada. No porque lo sepa todo (nadie lo sabe todo), ni porque lo pueda todo (no es Dios), ni siquiera porque sólo encuentre placer (el sabio como todo el mundo, puede tener dolor de muelas) sino porque ha dejado de desear otra cosa que no sea lo que sabe lo que puede o aquello con lo que goza. Ya no desea más que lo real, de lo que forma parte y ese deseo, siempre satisfecho (puesto que lo real, por definición, no falta nunca: lo real nunca escasea) es una alegría plena, que no carece de nada. Es lo que llamamos felicidad. Es lo que también llamamos amor. (2)

El sabio disfruta de lo que hace, pero el psicótico está paralizado de angustia ante la vida y la existencia, el neurótico torpedea sus éxitos y el deprimido ni siquiera puede gozar del comer y el dormir. Les ha sido arrebatado el deseo mismo y sólo tienen esperanza; olvidaron cómo se conecta el deseo con la felicidad, pues no gozan, no saben y no actúan. Por ello van a terapia, en busca del deseo perdido, y lo logran ahí, en el encuentro con otro que entiende y comprende, que lo ama (porque el terapeuta es esencialmente el que ama) en el sentido más extenso de la palabra amor, como lo expresa Maturana: “El amor como el dominio de las conductas relacionales a través de las cuales el otro, la otra, o lo otro, surge como legítimo otro en convivencia con uno, amplía la visión y el entendimiento en el placer de la cercan ía corporal” (9).

Eso es lo que se construye en la terapia, una relación de amor, en cercanía al otro, de necesidad del otro como parte del sí mismo, de lo que soy, de manera que lo que soy se hace extensivo a un nosotros como expresión de una identidad conectada capaz de transformar. Las necesidades de los pacientes son el producto de un estallido existencial que se dispersa en esperanzas y la terapia ha de ser capaz de armonizarlas e integrarlas, mediante un proceso de trasformación hacia el gozo, la sabiduría y la acción.

Transformación

Cada consultante es una oportunidad de transformación para su terapeuta. Plantea una pregunta fundamental, ¿qué terapeuta necesita esta persona que sea yo para él? La respuesta a este interrogante tiene que ver con el aprender y el aprehender. Cuando aprendemos, incorporamos cuantitativamente unos conocimientos del otro y sobre el otro, acumulamos una informaci ón, añadida como un saco que cargamos sobre nuestro cuerpo. Cuando aprehendemos, introyectamos cualitativamente, tomamos aspectos del otro que al introducirlos no se acumulan, nos cambian.

Por ello cada encuentro terap éutico es un aprendizaje. Un terapeuta se hace con los pacientes, no de otra manera. En un primer momento, cuando el terapeuta afronta la terapia con su consultante, se enfrenta a la necesidad de resolver un problema que el paciente ha planteado. Busca, ensaya soluciones y respuestas adecuadas para ayudar a resolver las dificultades del otro. Es lo que Bateson (10) llama el protoaprendizaje o aprendizaje I (se trata de la solución simple de una dificultad específica que el paciente trae a la consulta). Es un aprendizaje elemental que incorpora al bagaje del terapeuta conocimientos desconocidos hasta ese momento para él, de orden teórico, técnico, metodológico, enfoque y claves. Por ejemplo, realizar un diagn óstico que no había tenido la oportunidad de hacer y aplicar el tratamiento que le corresponde y está previamente estipulado.

Sin embargo, la importancia de este tipo de conocimiento resulta insuficiente cuando las dificultades tienen tentáculos que las desplazan más allá de los límites del problema en sí. Es necesario un cambio en el aprendizaje, en la velocidad con la que se hace, un deuteroaprendizaje o aprendizaje tipo II (10).

En éste el terapeuta encuentra la presencia del contexto involucrada en el problema, además de descubrir su influencia en la organizaci ón del problema. Se trata de lograr entender y comprender la naturaleza del contexto desde donde emerge el problema. Esto permite el desarrollo de una mayor habilidad del terapeuta, porque ha aprendido a aprender. Ya sabe que cada problema tiene una solución concreta como tal problema aislado, pero además ha aprendido a aprender las reglas de juego que participan en el entramado contextual de la generación de los problemas.

Entonces, este deuteroaprendizaje se constituye en el aprendizaje y la construcción de un paradigma que se incorpora como una herramienta que permite reconocer con mayor celeridad los problemas. En este aprendizaje se diseña la manera de ser terapeuta, con tales o cuales habilidades que definen su identidad profesional, psicoanalista, conductual, constructivista, sistémico, cognitivo, etc. En esta forma de aprendizaje nos conformamos como terapeutas y nos relacionamos con nuestros pacientes y la realidad. Cada terapeuta posee la mirada instrumental de la terapia en la que ha sido entrenado y tamiza su trabajo desde esa visión terapéutica. Consecuencia de ello será que para proteger esta visión teórica y práctica, tratará de adquirir la mayor cantidad posible de soportes factibles con carácter positivo para ratificar las premisas desde las que practica la terapia.

Por ello no será fácil que cuestione su visión del ejercicio terapéutico cuando se encuentre con condiciones o respuestas negativas o simplemente no las haya, intentar á antes de admitir la limitación de su paradigma, codificarlo como una excepción que confirma la regla, verter á elementos proyectivos personales de fracaso sobre el paciente como si no existiera la suficiente colaboraci ón, o bien construirá una teoría explicativa del fracaso (como un caso perdido) centrado en las dificultades del paciente como insalvables con cualquier otro paradigma.

No es extraño que desde el deuteroaprendizaje ante situaciones que cuestionan el paradigma del terapeuta, se manipule y moldeen las circunstancias para encajarlas en el contexto de las expectativas del terapeuta. De esta manera todo adquiere un tinte autovalidante que impide de forma contundente el progreso, la reflexión y la evolución del terapeuta. A veces sucede que hay terapeutas que cambian de paradigma. Quién no ha visto el terapeuta psicoanalítico radical que de pronto se torna en un biologista extremo o el conductista rígido que se torna un constructivista ilimitado. Sí, han cambiado de paradigma, pero en el nuevo siguen funcionando de la misma manera, con premisas conceptuales diferentes, pero aplicando su rígido modelo de aprendizaje profesional.

Sin embargo, existe otra alternativa para una lectura del encuentro terapéutico. Se trata de una conexión de dos universos de significado que coinciden en un tiempo y espacio sagrados. En éste, además de los anteriores aprendizajes referidos a las incorporaciones de conocimientos y experiencias (aprendizaje I y aprendizaje II) del terapeuta, tambi én debería darse un aprendizaje III (10), lo que podríamos denominar la transformación. Un proceso de aprendizaje terapéutico en el que el terapeuta va más allá de su paradigma y de los límites del sí mismo para alcanzar la comprensión que de él necesita el paciente, porque “el sí mismo es un arco dentro de un circuito mayor” (10).

No sólo comprenderlo desde sus conceptualizaciones aprendidas y aplicadas, sino desde lo que el encuentro permite y exige. Esto implica un salto transcontextual, desde el que se trascienden los contextos de terapeuta y paciente, para generar un contexto de los encuentros con sus propias características y que trascienden la individualidad para asentarse en un nosotros creador de nuevas posibilidades. Bateson dice que en el aprendizaje III se accede a un nuevo nivel de existencia y lo ejemplifica con un experimento realizado con delfines en los años sesenta, citado por Berman:

Por ejemplo, enséñesele primero al animal una serie de trucos (saltos, vueltas carnero, etc.) y deuteroens éñesele el contexto —la gratificaci ón instrumental— lanzándole un pescado cada vez que haga un truco (una gracia). Luego suba la apuesta: recompense al delfín sólo después de que haya ejecutado tres trucos. Finalmente, suba la apuesta hasta un nivel que sea un desafío para todo el modelo de aprendizaje II: gratifique al delfín sólo después de que haya inventado un truco enteramente nuevo. La criatura pasa por todo su repertorio, ya sea un truco a la vez o en conjuntos de a tres, sin recibir pescado. Lo sigue haciendo, irrit ándose, y en forma cada vez más vehemente. Finalmente, empieza a enloquecer, a exhibir señales de frustración o dolor extremo. Lo que ocurrió después de este experimento en particular fue completamente inesperado: la mente del delfín dio un salto hacia un nivel lógico superior. De alguna manera se dio cuenta que la nueva regla era: olvida lo que aprendiste en el Aprendizaje II; no tiene nada de sagrado. El animal no sólo invent ó un nuevo truco (por lo que fue gratificado inmediatamente), sino que procedió a realizar cuatro saltos absolutamente nuevos que jamás habían sido observados en esta especie animal en particular. (11)

Aprendemos a cambiar hábitos adquiridos en el aprendizaje II, desarrollando unos nuevos que nos facilitan mirar de otra manera. Pero, al igual que en ejemplo, no realizamos ese aprendizaje solos, lo hacemos en una relación donde hay otro. En el caso del delfín, su aprendiza je y su capacidad de trascenderse a sí mismo se dio en un contexto donde hay otro, en este caso un experimentador que se relaciona íntimamente con él. En ese contexto se generó la trasformación. Si en el aprendizaje III logramos elevarnos a un nivel de existencia diferente, nuevo en muchos sentidos, es porque nos liberamos así de los límites de nuestra propia personalidad, y esto con la finalidad de redefinir nuestro sí mismo terapéutico aprendido con anterioridad.

El vínculo terapéutico es una relación que tiene un poder trasformador, por ello nos es útil recordar la expresión de lo que es un bebé para Winnicott: “No existe tal cosa como un bebé; con ello quiero decir que si nos proponemos describir un bebé nos encontraremos describiendo a un bebé con alguien. Un bebé no puede existir solo, sino que esencialmente es parte de una relación...” (12) que es trasformadora y que es matriz de las que vendr án con posterioridad y lo llevan más allá, lo trasportan hacia etapas posteriores, la niñez, la adolescencia, la madurez, siempre inmerso y sumergido en ellas.

La terapia cobra valor y carácter de validez cuando es capaz de trasformar al paciente en su sí mismo y también al terapeuta. En la frontera de ambos sí mismos ocurren cosas, más de las que pudieran sospecharse. No existe lo que podamos afirmar como terapeutas, pues éste siempre lo es en relación con un otro; pero no otro cualquiera, otro que lo busca para encontrar el camino a la felicidad. Un terapeuta es alguien que no existe solo, es parte de un todo, de una relación donde se cuida, se piensa para la felicidad (fertilidad) que es poder gozar, poder saber y poder actuar en la vida.

Referencias

1. Trueba Lara JL. La felicidad. México: Alamah; 2001.        [ Links ]

2. Comte-Sponville A. La felicidad, desesperadamente. Barcelona: Paidós; 2001.        [ Links ]

3. Heller A. Sociología de la vida cotidiana. Barcelona: Península; 1994.        [ Links ]

4. Humphrey N. A history of the mind. New York: Harpers Collins; 1992.        [ Links ]

5. Montaigne. Ensayos. Madrid: Editorial Club Internacional del Libro; 1999.        [ Links ]

6. Gómez de Silva G. Diccionario etimoló- gico de la lengua española. México: Fondo Económico de Cultura; 2003.        [ Links ]

7. Moliner M. Diccionario del uso del espa ñol. Tomo I. Madrid: Gredos; 1998.        [ Links ]

8. Kant E. Cómo orientarse en el pensamiento. Buenos Aires: Quadrata; 2005.        [ Links ]

9. Maturana H. La objetividad, un argumento para obligar. Santiago de Chile: Dolmen; 1997.        [ Links ]

10. Bateson G. Pasos hacia una ecología de la mente. Buenos Aires: Lohlé- Lumen; 1998.        [ Links ]

11. Berman M. El reencantamiento del mundo. Santiago de Chile: Cuatro Vientos; 2001.        [ Links ]

12. Winnicott DW. El niño y el mundo externo. Buenos Aires: Hormé; 1964.        [ Links ]

Recibido para evaluación: 2 de febrero de 2006
Aceptado para publicación: 25 de abril de 2006

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