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Revista Colombiana de Psiquiatría

Print version ISSN 0034-7450

rev.colomb.psiquiatr. vol.35 no.4 Bogotá Oct./Dec. 2006

 

Un retorno a la familia y al contexto

José Antonio Garciandía Imaz1 Jeannette Samper Alum2

1Médico psiquiatra. Profesor asociado del Departamento de Medicina Preventiva y Social y del Departamento de Psiquiatría y Salud Mental, Facultad de Medicina, Pontificia Universidad Javeriana. Terapeuta familiar sistémico.

Correspondencia José Antonio Garciandía Imaz. Departamento de Psiquiatría y Salud Mental. Pontificia Universidad Javeriana. Carrera 7ª # 40-62. Bogotá, Colombia. jose_garciandia@hotmail.com

2 Terapeuta familiar sistémica. Directora del Posgrado de Terapia Sistémica en Sistemas Humanos. Profesora de la Universidad de la Sabana, de la Pontifica Universidad Javeriana de Cali y de la Universidad del Valle.

La individuación se hace a un costo de sufrimiento inevitable, separaciones, duelos e integraciones que la diferenciación exige. Sin embargo, eso no es lo más difícil en los seres humanos, lo realmente complicado y generador de patología es cómo nos conectamos con otros, cómo escapamos de la prisión de nuestra propia subjetividad, cómo sobrevivimos en un mundo de diferencias.

Albar Malkor, El libro de las intuiciones

Resumen

Introducción: El artículo reflexiona sobre la trascendencia de la familia y el contexto en el origen, mantenimiento y solución de los problemas patológicos. En este sentido, la mente ha de comprenderse de una manera diferente a la habitual circunscripción individual. Por ello se aborda el concepto de campo mental, como expresión de la mente en un sentido más amplio, que abarca al individuo conectado con los otros.

Objetivo: Resaltar la importancia del contexto como un aspecto tácitamente determinante en la constitución de la patología.

Método: Un análisis de un caso clínico desde un enfoque social, sistémico y psicodinámico.

Resultado y conclusiones: Codificar la patología desde una perspectiva individual es insuficiente; es necesario hacerlo en términos de una red de acontecimientos que la envuelven.

Palabras clave: familia, enfermedad mental, patología.

Returning to the family and the context

Abstract

Introduction: This article reflects upon the transcendence of the family and the context in the birth, maintenance and solution of pathological problems. In this sense the mind must be understood in a different way from current individual circumscription. Therefore we approach the concept of the mental field as an expression of the mind in a wider sense that embraces the individual connected to others.

Objective: We intend to outline the importance of the context as a tacit determining aspect in the constitution of pathology.

Method: An analysis of a clinical case from a social, systemic and psychodynamic approach is carried out.

Results and conclusions: It is not enough to codify pathology from an individual perspective, it is necessary to codify it in terms of a web of situations that comprise it.

Key words: Family, mental disorder, pathology.

El regreso a lo mental como encuentro con otros (del campo psíquico al campo mental)

Desde hace algún tiempo hemos estado involucrados conceptual-mente con las más modernas teorías con respecto a las aplicaciones de la psicoterapia, pensando que es importante estar actualizados en nuestro ejercicio para ofrecer a nuestros pacientes las mejores po sibilidades de respuesta a sus inquietudes, dificultades, problemas y patologías.

Sin embargo, también nos hemos inquietado con la avalancha de conceptualizaciones sobre el malestar humano que abundan, inciden e insisten sobre lo individual, como si esto fuera un atractor extraño y como si la familia hubiera pasado de moda en el sentido de lo problemático en la psicoterapia.

También desde hace algún tiempo Salvador Minuchin hacía un llamado de atención al respecto, preguntándose dónde había quedado la familia en medio de tanta teoría nueva. Qué tenían que decir las nuevas concepciones del papel de la familia en el origen, mantenimiento y resolución de las dificultades de un ser humano.

Por otra parte, una inquietud adicional abruma nuestra comprensión de los fenómenos humanos. Luego de hacer una revisión de algunos textos (1-2) sobre filosofía de la mente, es sorprendente que en ninguno de ellos esté mencionada una teoría de la mente que intente comprenderla desde lo relacional. Ni dualismo, conductismo lógico, materialismo eliminativo, funcionalismo, monismo anómalo, internismo intencional, externismo intencional abordan lo mental como un fenómeno en el que las relaciones posean algún grado de determinación, al menos no hacen hincapié en ello. Insisten en la mente individual más o menos cerca del cerebro.

Esto nos hace preguntar dónde está lo relacional y el sistema como sustratos esenciales de lo mental. Entonces, es inevitable volver la mirada sobre las ideas de Gregory Bateson, que tanto nos inspiraron en otros momentos de nuestra evolución como terapeutas y son de entera pertinencia. Para ello retoma mos esa concepción de la mente como un fenómeno social (3), que acontece como una construcción y emergencia del sistema y se expresa de diferentes maneras por medio de los individuos que a él pertenecen. Desde esta perspectiva, como lo expresa también Lino Guevara (4), la unidad básica no es el self, sino el diálogo. La unidad última de la existencia humana es el diálogo, y no el individuo, lo cual recalca la importancia de la cooperación como proceso de individuación: uno se articula como un sí mismo merced a las innumerables conversaciones que atraviesan su existencia, más que con la autoafirmación frente a los otros. En este sentido, los seres humanos no producen comunicación, son construidos por las conversaciones y, por lo tanto, las visiones del mundo y la idea de un self son permanentemente modificables hasta el día mismo de la extinción.

En anteriores artículos, fuimos construyendo una forma de ejercicio terapéutico en el que hacíamos hincapié en la importancia y trascendencia de la construcción del tiempo y del espacio terapéuticos como una dimensión sagrada que denominamos la etnia terapéutica (5). Unas coordenadas donde en las conversaciones se coconstruye una cultura nueva y exclusiva de los encuentros, con significados, sentidos y matices exclusivos de los partícipes, y a partir de las cuales es posible entender, comprender y actuar en el mundo de una manera diferente de como la patología imponía.

Así mismo, quisimos resaltar el carácter fundamental del mundo relacional, en la condición y constitución del individuo, para comprenderlo más allá de las dimensiones de su yo como esencia de su identidad e incrustar a ésta en una dimensión de conciencia más amplia que incluiría el yo y los otros, Nosotros.

De este modo, la patología en el encuentro terapéutico deja de ser algo que le sucede al paciente para pasar a ser algo que nos sucede en el encuentro y sobre lo cual también adquirimos una responsabilidad desde el instante mismo en que nos conectamos con él.

Desde esta perspectiva, y siguiendo nuestras reflexiones, tratamos de hacer más clara nuestra comprensión de los acontecimientos mentales. Y conscientes de que la identidad de un nosotros exige una comprensión de lo mental diferente a la dimensión del yo, cuya condición física está en la corporalidad del individuo, pensamos que es necesario abrir un espacio más amplio que el yo para entender la individualidad, la identidad y la autonomía de la persona, porque creemos que el yo nunca está aislado: de una u otra manera está siempre conectado con otros.

Como lo expresa Nicol (6), “En efecto: aunque podía parecer que el yo o el sujeto se identificaba con la psique y conciencia, en verdad ya se advertía que era algo más: el sujeto tiene psique y conciencia, como tiene cuerpo, y por tanto no es reductible a ellos”. Sabemos que todos los procesos psíquicos se inscriben en un yo, pero a su vez, para nosotros, está sumergido en un campo psíquico (algo que está más allá de la dimensión corporal y de la conciencia) y conectado también al campo psíquico de otros que tienen procesos psíquicos.

Si se entiende un campo como un ámbito real o imaginario de actividad, esta noción permite proseguir nuestro análisis hacia una metáfora física, que piensa el concepto de campo como un espacio en el que se manifiestan diversas interacciones físicas entre partículas magnéticas, eléctricas, gravitacionales, luminosas u otras. Fuerzas en sí que permanecen invisibles o que no experimentamos de forma inmediata, pero que están actuando en todo momento.

Los procesos psíquicos que suceden en un lugar intermedio, una tierra de nadie entre la corporalidad y el mundo, parecen acercarse a esta metáfora con la adicional condición de que el campo psíquico posee la habilidad de ser consciente de bastantes de sus procesos y, además, puede integrarlos para darles algún grado de unidad que concede coherencia al yo.

Éste se convierte así en aquello que la corporalidad rescata del mundo experiencial. No cabe la menor duda de que cuando el campo psíquico se acerca a la frontera con el otro, lo que con éste se conecta no es el yo, sino que el campo psíquico de ambos se relaciona, y lo que cada uno rescata de esta relación constituye una experiencia consciente del yo que irá incorporando como elemento intrasubjetivo de su identidad como un sujeto.

En este sentido, cuando los campos psíquicos se conectan en ese lugar de frontera, emerge lo intersubjetivo, aquello que acontece en la dimensión de intersección de los campos psíquicos y es vivido por el sujeto como una experiencia de diferencia entre el yo y el tú. Se experimenta al otro como algo ajeno al sujeto, con una clara delimitación y donde las experiencias son vividas desde la individualidad de manera intransferible como parte del yo.

Sucede, entonces, que la frontera entre los campos psíquicos es superada y ocurre una suerte de “hibridez”, mezcla o mestizaje experiencial, en el que las diferencias, los antagonismos, en una interconexión dialógica, articulan algo más que una frontera, un lugar, ámbito, dimensión o algo sentido como común, nuestro. Es la vivencia de lo transubjetivo, de lo que denominamos nosotros.

Lo transubjetivo es algo ajeno al sujeto; como campo es distinto de la partícula, pero a su vez es algo de lo cual el sujeto depende para su acción (y su existencia es acción); algo sin lo cual no se puede determinar con precisión lo que a él le ocurre, como en física no se puede determinar el estado de movimiento de la partícula o la transmisión de la onda sino en función del campo. Lo que está fuera del sujeto no es una mera dispersión de cosas extrañas a su vida, y de las cuales pueda eventualmente ser consciente, sino algo unificado, integrado, estructurado por el sujeto en su experiencia, y que constituye un ambiente, una circunstancia personal, en suma, un campo. La situación vital es justamente el concepto con el cual se expresa esta interdependencia del campo y la partícula, del ambiente y el sujeto, de la cual aparecen los datos en la existencia concreta de éste (6).

Y donde los otros logran hacer parte fundamental en la construcción del sujeto y del yo como elementos definidores que apuntalan su propia identidad, que sin ellos variaría inevitablemente. La familia es el ámbito más señero de lo transubjetivo, es el lugar de trasiego de los campos psíquicos, es el primer abrevadero de donde se toman las aguas comunes que alimentarán a cada individuo y que permitirán por primera vez hablar de un nosotros: decimos nuestros padres, nuestros hijos, nuestros hermanos, nuestra familia, nuestra pareja, etc., aquello que está más allá de mis propios límites corporales, pero que es parte de lo que he sido, soy y seré.

Desde el nosotros familiar hablamos de un campo mental, un campo donde con base en el juego complejo del sistema y sus emergencias y constricciones, es posible coconstruir las identidades de los integran tes de ese campo mental de la familia al que cada miembro aporta su corporalidad y su campo psíquico (donde incluimos el yo, el ello, el superyó, el self, el sí mismo, etc.,), los cuales se irán modelando con el cincel de las relaciones. En el campo mental, inicialmente familiar, se van dando las intersecciones de la experiencia de vivir, y con ellas se generan las formas de subjetividad que crearán la individualidad reconocible y vivida.

Posteriormente, el individuo logrará entrar en otros campos mentales a lo largo de su vida, y en ese peregrinaje existencial podrá crear para sí mismo un campo de integralidad alimentada por todos los miembros de los sistemas en los que participa. El campo mental es la expresión de los procesos subjetivos (campos psíquicos) y relacionales inscritos en un sistema que genera una conciencia alojada en una experiencia transubjetiva de lo sentido y vivido en común y contenido en el reconocimiento de la experiencia de vivir como un nosotros.

Esto ocurre también en un es pacio, en un tiempo, en unas relaciones y con una historia. Por ello es posible codificar los acontecimientos individuales patológicos o no, desde la experiencia existencial de ser nosotros, en la que lo individual (nos) y lo colectivo (otros) se articulan e integran. Esta concepción representa un salto en la comprensión del proceso de la psicoterapia, a partir del cual puede abordarse como un tránsito hacia nuevos territorios existenciales, porque este salto facilita un cambio de ámbito de experiencia.

La dimensión familiar, entre el yo y el nosotros

Desde la dimensión familiar es posible comprender más fácilmente lo que necesitamos expresar; por ello recurrimos a un caso que suscitó nuestras reflexiones. El colegio remite a consulta psiquiátrica a un niño de diez años de edad que presenta un comportamiento incontrolable.

En primera instancia, el psiquiatra decreta, para satisfacción del colegio, un síndrome de déficit de atención con hiperactividad y un fuerte oposicionismo, para lo cual se le prescribe ritalina. Sin embargo, el comportamiento no varía mucho y persiste la incomodidad del colegio, donde la madre también es profesora. Finalmente, debido a que existen problemas entre los padres, la pareja parental es remitida a una terapia de pareja, que posteriormente deriva en una terapia de familia, a la que asisten ambos padres y sus hijos: Claudia, de trece años; Javier, de diez años, y Laura, de cinco años.

La historia de los padecimientos de esta familia XY comienza aparentemente varios años atrás. Ellos, de estrato alto, provenientes de destacadas familias, tienen una gran crisis económica, que finalmente los lleva a la pérdida de sus posesiones y cuyo colofón es la pérdida de la finca de la cual vivían, herencia de la familia del esposo.

Esta situación de quiebra económica, sumergida en la crisis ge ne ralizada del país, los obliga a descender de estatus social y económico. En este contexto nace Laura, la hija menor, que se convierte, como lo dicen, en la “luz del sol” para los padres en medio de las penurias recién estrenadas.

El nacimiento de la niña sucede en un ambiente de restricciones económicas nunca antes conocido, de modo tal que para Javier se añade, además, una restricción afectiva, desplazamiento, competencia y amenaza de soledad. Con ello se instituye para él la pérdida de un estilo de vida, de cuyo duelo no puede hacerse cargo, y se asientan en él la tristeza y la rabia, las cuales a su vez adquieren expresión en un comportamiento escolar inquieto, agresivo, con un mutismo y oposicionismo retador hacia los profesores y negativa a participar en cualquier actividad.

Al tiempo, los padres ensalzan el comportamiento de sus dos hermanas. La mayor, en contraste, es excelente disciplinar y académicamente. Esto es vivido por Javier como una clara preferencia hacia aquéllas. Desde la primera sesión de la familia, se hace notoria la vivencia de abandono de Javier, la cual es experimentada de forma inefable y se expresa analógicamente en su comportamiento general. Durante la conversación, surge la pregunta: ¿a quién está dirigido el mensaje encerrado en el comportamiento de Javier?

Parece estar orientado a llamar la atención de la madre, profesora del mismo colegio y a quien se hacen los reclamos de los otros profesores y tutores. Son los únicos encuentros a solas entre madre e hijo, después de los reclamos, instantes de intimidad e intensidad emocional.

A la pregunta ¿quién, además de Javier, está triste en la familia?, todos coinciden en señalar a la madre. Pero la tristeza de ella se expresa en la forma de una escandalosa obesidad, episodios de llanto, obsesión por el control y la comida, que comenzó desde los problemas económicos. No sólo la madre, también el padre tiene tristeza.

Cuando indagamos en él, hallamos una gran irritabilidad, mal genio, silencio, agresividad, despertares nocturnos y una extraña obsesión por la limpieza del tapete del nuevo apartamento, padecimientos que se acentuaron desde que hace tres años cuando perdió definitivamente su finca.

Claudia, quien a sus trece años, parecía ajena a estos padecimientos, en los últimos meses había sido hospitalizada por episodios de dolor abdominal, pérdida de apetito y dificultades digestivas, hasta que finalmente se emitió un diagnóstico de colon irritable, que acompaña con una inmersión en la actividad intelectual calificada por todos como obsesiva.

En apariencia, la única exenta de padecimientos de tristeza es Laura, quien a sus cinco años parece ser el reservorio de cierta alegría familiar. Es la única que no tuvo una experiencia directa de las pérdidas de la familia, estaba por fuera del campo mental familiar que había originado la actual situación, llegó a una familia ya con carencias acumuladas y fue un motivo de alegría en medio del deterioro. Llegó a un campo mental familiar ávido de afecto, de necesidad de sentir algo diferente a su reciente historia de pérdidas y tristeza.

Por ello su papel en este campo mental debería ser la representación de la alegría ausentada y que tanto les faltaba a los otros miembros. Todos estos padecimientos se habían visto y enfocado de manera aislada, como dificultades personales e internas, sin conexión entre ellas.

Lo que se había iniciado como una consulta por un síndrome de hiperactividad de un miembro de la familia, ahora se había transformado en la conversación, en un nue vo campo mental que mostraba la realidad de una familia sumida en la tristeza, expresada en síntomas variados. Y todo había comenzado tras el inicio del deterioro económico: de ser una familia con una gran solvencia económica, habían pasado a ser una con un padre inicialmente poseedor de tierras y negocios, a un padre en el aire, sin tierra ni trabajo estable, que ahora se dedicaba a una actividad esporádica que no producía lo suficiente; una madre que pasó de colaborar en la economía del hogar, a convertirse en el sostén económico que tampoco cubría todas las necesidades. Las conversaciones giraron entonces sobre las pérdidas ocurridas y el impacto psicológico que había representado para todos ellos.

La pérdida económica había su puesto una pérdida de estatus social: de un barrio de estrato alto tuvieron que mudarse a uno de estrato medio, que suponía pasar de vivir en un lugar de 300 metros cuadrados a un apartamento de escasos 70 metros cuadrados. Habían perdido estatus en el contexto de sus familias de origen, pues ahora se habían transformado en los parientes pobres y recibían ayudas caritativas en los momentos difíciles que ahora vivían.

Con todo ello, se hacía notoria la pérdida de autonomía, atrapados como estaban por la presión económica, así como por la restricción y abandono de muchas costumbres familiares, ante la falta de recursos. Naturalmente, había ocurrido una pérdida del poder de satisfacción personal de los padres y de los deseos de los hijos, lo cual generaba en los primeros unos sentimientos devastadores de autoinculpación, incapacidad, minusvalía y fracaso, que desencadenó graves problemas de pareja, la cual ya no podía satisfacer como en el pasado sus necesidades, sus deseos, sus intereses y sus valores. La familia vivía en un ambiente hosco, tenso, triste y depresivo, donde la conversación es imposible y donde proliferan los gritos, las discusiones, los reclamos, el malestar generalizado.

Javier, con su respuesta a través de la musculatura esquelética, orientada al mundo exterior y expresada en la hiperactividad, lograba convertirse en el receptor de los regaños de un padre impotente (en gran medida castrado por un contexto hostil que no había podido superar) y las angustias de una madre, ávida de suscitar conmiseración en su mundo laboral; Claudia optaba por el silencio y la contención a través de la musculatura lisa, expresada en un colon irritable, que con sus hospitalizaciones lograba calmar transitoriamente la tensión familiar.

La madre come desesperadamente y se obsesiona con el control como si con ello mitigara la realidad caótica que las pérdidas económicas habían establecido. El padre, angustiado e impotente ante las pérdidas de sus posesiones, se obsesiona con la limpieza del tapete del apartamento, su único territorio. En este contexto, el colegio solicita la consulta psiquiátrica para Javier, y surge la ritalina como solución que fracasa estruendosamente, y se suspende desde la primera sesión de terapia familiar.

Con este panorama se inicia una terapia de familia orientada a tomar conciencia de las pérdidas y del duelo subsecuente. Todo mejora: la madre comienza a adelgazar y a controlar sus comidas; el padre duerme bien, disminuye su irritabilidad y desaparece su angustia; Javier mejora en todo sentido, ya no hay quejas, hasta suscitar la sorpresa en el colegio, y Claudia ya no es la niña taciturna encerrada en sus cosas, sumisa, y desaparecen sus molestias digestivas. Todos refieren que ha mejorado ostensiblemente el ambiente familiar. Entonces el colegio, al conocer que Javier no toma ritalina, pide que se vuelva a iniciar el tratamiento farmacológico. Las preguntas aquí son: ¿por qué el colegio necesita a un Javier con ritalina, si ya es un niño asintomático?, ¿por qué seguir insistiendo en codificar bioquímicamente los padecimientos del niño, aun después de haber desa parecido los síntomas y volver a la normalidad esperada por la misma institución? En este momento la familia deja de asistir a la terapia.

En el caso podrían codificarse los acontecimientos patológicos de cada miembro de la familia en términos bioquímicos, fisiológicos, estructurales y funcionales cerebrales como la realidad orgánico-material de la que estaban construidos, y de hecho se hizo en primera instancia, pero resultaron insuficientes. Cuando se planteó la codificación en términos sociales, económicos y sus consecuencias de marginalidad y modificación de su relación con su mundo social, pudo producirse un cambio en la expresión de los padecimientos. Lo que queremos decir es que un padecimiento se puede codificar en múltiples esferas, y entre ellas no puede faltar la social. Si no podemos hacerlo en términos sociales, tristemente no habremos aprendido nada de la enfermedad mental y del ser humano, porque como dice Freud en Tótem y tabú, la realidad es la realidad social.

Castoriadis (7) resalta este aspecto al decir “la madre es la sociedad más tres millones de años de hominización”. Cuando los acontecimientos pudieron ser codificados como la experiencia de un campo mental en el que sucedían fenómenos que afectaban a cada uno, pero también a nosotros como familia, pudieron reconocerse los impactos de las pérdidas económicas, la pérdida del estatus social, así como la pérdida de las capacidades para resolver necesidades, deseos, intereses y valores, y con ello afrontar lo individual como una parte íntimamente ligada a lo colectivo, a lo sentido en común y conversar desde dentro de la experiencia del padecimiento como algo nuestro.

El campo mental y nuevas conversaciones

La idea de un campo mental familiar en el que sucedían cosas más allá de los límites de lo individual fue útil para ampliar el espectro de conversaciones hacia aspectos cuya trascendencia se hubiera obviado como habitualmente lo hacemos en el ámbito de la salud mental. Afirmamos como una declaración de principio que la enfermedad mental es una realidad biopsicosocial, como si éste fuera un argumento contundente de nuestra habilidad para entender la complejidad de las patologías a las que nos enfrentamos; sin embargo, debemos admitir que la realidad es muy otra, en el campo de la práctica psiquiátrica, nos movemos con comodidad en el orden biológico, pagando el debido tributo a la medicina de la cual proviene nuestra disciplina, con habilidad en el campo de la psicología y con bastante torpeza en el ámbito de lo social. Aun, y a pesar de reconocer y admitir la naturaleza compleja de los padecimientos mentales, parece que los aspectos sociales (culturales, económicos y políticos) son víctimas de una persistente resistencia a ser admitidos como fenómenos, cuya influencia pueda estar involucrada en el origen, de sencadenamiento o persistencia de tales sufrimientos.

No obstante la imposibilidad de deslindar lo social de los padecimientos, se hacen críticas acerbas y descalificadoras de los planteamientos que proponen una mayor atención de lo social, sin lo cual no es comprensible la emergencia de la enfermedad mental, puesto que se da en el cruce de la biología (sus trato material), la psicología (funcionamiento de lo biológico) y lo social (contexto donde se da ese funcionamiento). Si frente al paciente la gran pregunta que se debe responder es ¿qué tanto contacto mantiene con la realidad?, ¿qué tan conectado está a ella?, no se puede obviar que esa realidad de la que hablamos es biológica, psicológica y fundamentalmente social.

Desde que Aristóteles anunció que el ser humano es, en esencia, un ser social, estableció el carácter ontológico de lo social en la constitución del ser humano. Luego demeritar o relegar a un segundo plano el valor estructurante de lo social no es una buena manera de abordar los problemas del ser humano. Ya en los albores del establecimiento de la ciencia positivista cartesiana, Giambattista Vico (8), en su obra de 1708, “Sobre los métodos de estudio de nuestra época”, se muestra preocupado porque “al dedicar tanto esfuerzo a las ciencias naturales, descuidamos la ética, y en especial la parte que se ocupa de la naturaleza de la mente humana, sus pasiones y cómo se relacionan con la vida cívica y la elocuencia”.

En nuestro tiempo, es Bateson (3) quien retomando la vieja idea de Aristóteles, la adecúa y recompone, enunciando que la mente es un fenómeno social. Esta afirmación nos ha situado la actualidad del campo psiquiátrico, en un cruce complejo paradigmático, en el cual no hemos podido integrar el legado de la modernidad con las nuevas exigencias de la posmodernidad.

De la modernidad, heredamos una visión del mundo en la cual la ciencia se erige como la forma de abordaje epistemológico con sus verdades, que proveen seguridades y certezas en el estudio de la materia, que desde Newton se basó en la idea de que todos los fenómenos físicos podían ser reducidos a las propiedades de sólidas y concretas partículas materiales. La tecnología nos ha permitido ampliar nuestro poder de acción para intervenir en la naturaleza y lograr un pretendido dominio sobre ella. La economía, ciencia de la ganancia, introdujo la necesidad de la acumulación y la competencia extrema como un valor ético esencial.

Sobre estas bases se erigió el individualismo como valor central del mundo moderno, expresado en el concepto acuñado por Alexis de Tocqueville (9) en su libro de 1830, La democracia en América, quien lo enuncia como el “amor a la familia y los amigos, pero en la indiferencia a todas las relaciones sociales que trasciendan esa esfera íntima”. Individualismo extremado en la declaración de Margaret Thatcher, “no hay sociedad, sino sólo individuos y sus familias”. En la autonomía se ensalza el valor del “sí mismo” y la omnipotencia del hombre moderno que siente haber construido una torre desde la cual otea el mundo que sueña bajo su control absoluto.

En este contexto se establece una red de significados, donde la pa tología y el padecimiento emergen como expresión de limitaciones individuales. Por ello el sentido de carencia, defecto, déficit, lesión, falla, afectación y otros tantos términos similares orientan hacia la visión de un individuo involucrado como defectuoso en su totalidad, a partir de una falla interna. De este modo, la búsqueda de soluciones se centra en el interior del individuo, y los afanes reparadores tratan de eliminar el déficit o pretenden ajustarlo a lo que se considera normal por la cultura dominante. Desde esta perspectiva, lo social aparece como el contexto donde el individuo es inadaptado, incompetente, sin lugar, con el argumento que sus dificultades los llevan al ostracismo social. La labor psiquiátrica se enfila hacia la consideración de los padecimientos como encajados o no en una taxonomía oficializada después de arduas discusiones en el DSM-IV o el CIE-10, en las cuales las patologías son exclusividad del individuo y lo social aparece como el espacio de las incompetencias personales.

En la posmodernidad, desde las entrañas mismas de la ciencia positivista, emerge la teoría cuántica y sucede el colapso de la torre. Desde dicha teoría:

Los objetos clásicos de la física clásica se disuelven al nivel subatómico en pautas de probabilidades en forma de ondas. Estas pautas o patrones, además, no representan probabilidades de cosas, sino más bien interconexiones. Las partículas subatómicas carecen de significado como entidades aisladas y sólo pueden ser entendidas como interconexiones o correlaciones entre varios procesos de observación y medición. En otras palabras, las partículas subatómicas no son cosas, sino interconexiones entre cosas y éstas, a su vez, son interconexiones entre cosas y así sucesivamente (10).

La naturaleza aparece, por lo tanto, como una compleja red de conexiones entre las partes de un todo unificado, con lo que el principio de la física mecánica clásica —según el cual las propiedades y comportamientos de las partes determinan las del conjunto— se invierte con la teoría cuántica, en un movimiento dialógico hacia un nuevo principio que no descalifica el anterior y que se enuncia como el todo y determina el comportamiento de las partes. La idea de la ciencia de una verdad única y las certezas y seguridades que provee se desplaza definitivamente hacia la idea de multiplicidad de verdades y la incertidumbre de un mundo complejo.

La tecnología comienza a tener límites para sus posibilidades de acción tanto éticas como las que la naturaleza misma le impone, y esto resquebraja el sentido de la omnipotencia humana, porque ésta pone en riesgo la vida misma de la biosfera. La economía capitalista extrema ha acrecentado las desigualdades, con excesos de acumulación en pocos y miseria extrema para muchos. El individualismo no puede sostenerse, porque lo hace a costa del detrimento de otros, y nuevos valores como la cooperación asumen la responsabilidad de ampliar el sentido de lo individual, más allá de la persona y la familia, hacia lo social como un todo que actúa en los individuos y las familias.

Como consecuencia, las patologías y los padecimientos ya no se hallan circunscritos a la noción de déficit exclusivamente, se incorpora lo relacional y el contexto, como asiento también del sufrimiento. El padecimiento emerge en el individuo ligado a elementos sociales, cuya presencia se hace innegable y cada vez más ineludible. Por ello si la noción del déficit mostraba al individuo como defectuoso que ejercía sus incompetencias en el mundo social, las nociones de relación y contexto muestran cómo lo social genera, mantiene y alimenta el déficit y toma los individuos como el espacio físico donde se ejercen sus contradicciones. Por ello deja de ser perentorio introducir el padecimiento en una taxonomía, para dar paso a priorizar cómo se articulan en la patología lo bio, lo psico y lo social, como la expresión del padecimiento de un todo. Y cobra sentido así lo que el filósofo Cornelius Castoriadis (7) dice cuando plantea: “el ser humano habría dejado de existir si no hubiera creado al mismo tiempo, a través de no se sabe cuáles procesos (probablemente una especie de procesos neodarwinianos), una cosa radicalmente nueva en todo el dominio natural y biológico: la sociedad y las instituciones”.

Contexto social

Lo económico

Desde el momento en que no to das las personas con problemas mentales tienen acceso a procesos de psicoterapia, medicamentos y atención de calidad, debemos hacernos algunas preguntas: ¿qué tanto la terapia es para todas las clases sociales?, ¿qué tanto tenemos en cuenta quienes trabajamos en psicoterapia la calidad de vida, ingresos, vivienda y, en general, la condición ecológica de nuestros pacientes, como fenómenos con influencia en el pa decimiento? La manera en que abordamos los problemas mentales en nuestra cultura occidental se ha vuelto un trabajo in vitro, a tal pun to aséptico, que las condiciones relacionadas con la inequidad e injusticia parecieran ser de mínima importancia. Hemos llegado a pensar incluso que los pacientes mentales son más pobres porque están en condiciones de inferioridad para adap tarse socialmente, y hemos obviado que tener mala vivienda, estar desempleado, no comer bien por falta de recursos, vestir mal o tener un acceso de quinta a los sistemas de salud nada tienen que ver con las patologías mentales.

Sin embargo, todo parece apuntar a que los sectores sociales en peo res condiciones son más vulnera bles a ver afectada su salud en sen tido amplio. En un estudio publi ca do en 1973 por Harvey Brenner (11), que pretendía comprender los efectos de la recesión económica en Estados Unidos, menciona cómo a un aumento del 1% de desempleo se le asocia un incremento del 6% de internaciones en hospitales psiquiátricos, un 4% en las reclusiones en prisiones y un 6% en los homicidios (estudios confirmados en Inglaterra y Gales), lo cual muestra que los cambios sociales que afectan las condiciones de vida de las personas tie nen una gran incidencia en el com portamiento individual y social, ade más de aumentar el malestar psí quico y físico, sobre todo en quie nes tienen menos posibilidades al acceso de los recursos de la sociedad. A este respecto, Charles Waldegrave hace una crítica a la forma como se encara la terapia en la cultura occidental:

Es un hecho extraordinario que la terapia de personas cuyos proble mas son en rigor síntomas de pobreza y no del funcionamiento interno de la familia haya sido llevada a cabo en gran medida utilizando mo delos clínicos de la enfermedad que, desde luego, no se ocupan de los significados políticos de la inequidad y las privaciones (12).

Habiendo creado, como lo he-mos hecho, una sociedad capitalista donde se hace hincapié en las relaciones sociales, en obtener algo del otro, y donde el valor de la posesión se ha enaltecido en detrimento de la generosidad —lo cual empobrece sobremanera el sentido de la mutualidad—, hemos consolidado un mundo de ganadores y perdedores, en el cual la pobreza es un aprendizaje como la raza o la lengua y en el que las personas de vida afortunada tienen severas dificultades para relacionarse con la experiencia de la gente forzada a permanecer en la estrechez y la precariedad. Es decir, una sociedad injusta, porque una sociedad justa es aquella en la que no hay perdedores, donde todos tienen lugar y en la que, como sucede con los tobriandeses, se pone el relieve en las relaciones, en dar algo al otro.

La sociedad que hemos construido, al menos en occidente, se ha convertido en un contexto amenazante como lo menciona Sennett (9), “para el conjunto de trabajadores modernos asumir riesgos produce más de presión y malos presentimientos que esperanza. La gente se centra más en lo que puede perder que en las posibles ventajas; es antes objeto del juego de otros que jugador”. Por ello en el tiempo actual uno de los aspectos esenciales de producción de malestar generalizado en las personas de nuestra sociedad es su búsqueda de un lugar en el mun do, qué función y rol ejerce en el mundo al que está asignado a vivir. Y la sociedad actual no lo está haciendo bien: exige autonomía al individuo, pero lo desplaza de los lugares donde puede adquirir los medios para ello.

Cada vez más el mundo laboral se restringe, las posibilidades de trabajo son menores, y no importa qué tan competente sea un individuo, a pesar de serlo puede que no encuentre su lugar en el mundo laboral. Y la negación a la participación en el sistema de la generación de bienes (sea como desempleado, desplazado, indigente o cualquier otra forma de marginación), coloca a las personas ante una realidad contundente, la imposibilidad de acceder a un in greso suficiente que les permita su propia autodeterminación. Enton ces pasan a la condición y el rol de dependencia absoluta de los servicios sociales del Estado (seguro de desempleo, benefi cencia), las ONG o la caridad pública ejercida en las calles. Todos ellos, sistemas de ayuda que consolidan la definición de sí mismos de los individuos como seres de menor prestigio social y pérdida de dignidad.

En estas condiciones, los individuos pierden contactos sociales de sus mundos laborales, el espacio físico se torna extremadamente móvil e inestable, el tiempo cotidiano organizado se vuelve extenso e inútil. Pérdida de relaciones, espacio y tiempo sólo pueden ahondar los sentimientos de autoinculpación, tristeza, desesperanza y depresión, aspectos presentes en un alto porcentaje de estas personas. Esto nos obliga a conectarnos a la reflexión que Waldegrave hace:

Mucha gente en esta situación lleva a una terapia problemas que, en verdad, son síntomas de la pobreza; puede tratarse de enfermedades psicosomáticas, hechos de violencia, depresión, delincuencia, trastornos psicóticos, tensión conyugal, inasistencias escolares, problemas para criar hijos, etc. No obstante, al asignar un significado a su experiencia no se incluye por lo general el análisis político de la po breza. Por el contrario, a estas personas y a muchas otras se las considera fracasadas, individualmente deficientes. Sus sentimientos de autoinculpación, tristeza y desesperanza emanan de esta red de significados centrada en el problema [que elude el contexto] (12).

Esto abre la reflexión hacia el enfoque del problema clínico: ¿se debe mirar de modo aislado, desconectado del contexto ecológico del individuo, o será importante verlo desde una perspectiva ecológica profunda en la que cada ser es importante para el sistema como partícipe y no como producto de deshecho inevitable?

Lo marginal

Cuando nos referimos a lo mar ginal, lo hacemos ubicando los fenómenos, más allá de los límites que los deberían contener. Estar al margen de, es estar fuera de, en los extramuros, en los márgenes de la sociedad. Y esto genera una red de significados sobre los que el marginado asienta su posición existencial, la experiencia vital de un no lugar, el ostracismo y las dificultades de acceso a los valores e intereses de los sectores dominantes. Nuestra sociedad excreta permanentemente marginalidad como parte de su fun cionamiento entrópico; es parte de ese principio fundamental del capitalismo: para que unos ganen otros deben perder.

La marginalidad es necesaria para el sistema tal y como lo concebimos en la actualidad; los pobres son necesarios para nuestra sociedad capitalista. Es más, las sociedades desarrolladas hacen cálculos económicos del presupuesto nacional, teniendo en cuenta un rubro importante para los sectores marginales y esto es contemplado como una pérdida inevitable. Así se eluden la equidad y la justicia social, puesto que romperían el equilibrio homeostático actual, basado en la desproporcionada repartición de la biosfera, que precisan los secto res dominantes para mantener su estatus, los cuales además han ideado, para esca motear la justicia social, métodos perversos que perpetúan la desigualdad, ONG, instituciones del Estado y demás medios de repartir las migajas que caen de la mesa del banquete de los poderosos. Con ello se garantiza la reducción del mundo social de los grupos marginales y su perpetuación en el gueto.

Por ello es necesario ampliar la reflexión biológica y psicológica hacia lo social, si queremos entender las nuevas formas del padecimiento mental. En el mundo posmoderno y cosmopolita que nos toca vivir en la actualidad, todos somos, como diría el antropólogo Lévi-Strauss (13), metics (palabra griega que significa extraño). Con la movilidad social, la fragilidad de los equilibrios económi cos a los que estamos expuestos, to dos corremos el riesgo de perder nuestra posición y de cargar cosas de nuestros contextos originales, aun cuando ya estemos desligados a ellos.

De esta forma, en los nuevos contextos, de esas cosas unas nos sirven y otras muchas no. Entonces la desubicación, el no lugar, no tener funciones concretas ni roles que podamos ejercer en respuesta a nuestras necesidades, intereses y valores, nos coloca fácilmente en la situación de marginalidad. Ésta última está expresada en padecimientos que cada vez son más frecuentes: ¿cómo entender, por ejemplo, la cada vez mayor prevalencia de la depresión en niños y adolescentes en el mundo? ¿Es que las nuevas generaciones vienen desprovistas de adecuadas concentraciones de serotonina o con menos receptores? ¿Está sucediendo alguna mutación genética que hace que para el año 2025 se prevea la mayor incidencia en la salud de cinco enfermedades mentales, por encima de cualquiera otra?

Deberíamos pensar por qué cada día hay más psicópatas en las sociedades desarrolladas, por qué los padecimientos mentales, que cada vez abundan más, tienen que ver con el comportamiento. Con relación a los otros, parecen más patologías morales y éticas, donde lo central es la banalización del mal. Según Vicente Garrido (14), la psicopatía es una patología relacional, y dice al respecto: “hemos de preguntarnos no en lo que funciona mal en los psicópatas, sino en lo que funciona mal en la sociedad que puede generar comportamientos psicopáticos”.

Lo clínico

Desde una perspectiva ecológica superficial, la mirada hacia las personas hace que unas sean más importantes que otras para la sociedad. De esta manera, se considera que ciertas personas o grupos de personas son perfectamente prescindibles; sin embargo, desde una mi rada ecológica profunda, cada ser humano es esencial en la constitución y organización del sistema social. Hacer un planteamiento de los padecimientos, desde una u otra perspectiva, plantea un problema clínico.

A partir de la perspectiva ecológica superficial, un problema clínico se aborda de un modo aislado, desconectado del contexto y de la red fundamental de sus significados. Una patología psicosomática, anudada a una depresión en una persona (caso frecuente) desempleada se trata pertinente y correctamente con antidepresivos, y naturalmente existe una clara mejoría; pero es posible que después de un tiempo se reinstale y haya que aumentar la dosis o cambiar de antidepresivo o de diagnóstico, porque algo no anda bien en el paciente. Quizás haya que preguntarse si la falla serotoninérgica, noradrenérgica o dopamínica es primaria o si es consecuencia de la persistencia de la tristeza, desesperanza, etc., generadas por una red de significados ligada al hecho de no tener trabajo, que no fueron abordados y siguen operando.

Con esta forma de tratar a las personas, esencialmente, las ayudamos a adaptarse a la pobreza y les enseñamos de manera tácita a aprender cómo ser marginales, porque sus padecimientos son internos y subsecuentes a aspectos individuales y, a lo sumo, familiares. Con ello se instala la idea perversa de que los marginales (desocupados, etc.) son diseñadores de su lamentable destino, con lo que se cierra el círcu lo vicioso de las tautologías clínicas en las cuales nos regodeamos, dominados por una malla de significados que plantean los padecimientos como provenientes de factores internos.

Por otra parte, es inevitable pen sar que si hacemos esta crítica a nuestro actual sistema clínico, deberíamos pensar también en có mo articular los conocimientos que nos permitan ver con claridad la co nexión entre el contexto social y los síntomas individuales, cómo las realidades sociales desarrollan la salud y el padecimiento. Un gran interrogante. Si pudiéramos responderlo, también podríamos, como dice M. Ritterman, diseñar terapias que procurarán:

Transformar lo que ha sido interiorizado y se ha convertido en un proceso personal y privado de preocupación por uno mismo, en un acontecimiento público de preocupación social compartida. De esta manera puede empezar a quebrarse el hechizo de que uno ha sido dañado (15).

Este proceso de comprensión clínica podrá ser diferente si, además, se atribuye al problema un significado dentro de un contexto socioeconómico, si opera desde una posición ecológica profunda en la que los problemas clínicos tienen expresiones internas, pero se conectan con contextos más amplios.

Primer momento: de nuevo en el campo mental

Dos años después de nuestro trabajo terapéutico con la familia XY (abandonaron la terapia en cuanto Javier comenzó a colaborar en el colegio), la psicóloga del plantel educativo vuelve a contactar a nuestro equipo, debido a que se han presentado nuevos problemas con el niño, quien ahora cuenta con doce años. Al parecer, se niega a volver al colegio y, adicionalmente, tampoco quiere volver a casa de sus padres. Desde hace varios días está alojado y atrincherado en casa de sus abuelos maternos. Inicialmente, no comprendemos esta extraña situación, que sobrepasa las previsiones que dos años después de la psicoterapia de familia pudiéramos sospechar y nos sorprende lo abrupto de este contexto familiar, que de nuevo se ceba en la alteración del comportamiento de Javier.

En una cita inicial se nos aclara cómo acontecieron los eventos. Parece que en estos dos últimos años Javier había logrado una buena adaptación al contexto académico y todo iba en un buen desarrollo. Sin embargo, días atrás tomó la decisión de irse a casa de sus abuelos maternos después de un incidente familiar sucedido en medio de una discusión. El padre lo había reprendido por alguna circunstancia y éste no le prestó la debida atención, por lo que se entabló una intensa disputa entre ambos, a la cual se sumó Claudia (ahora una adolescente), que en los últimos tiempos se había comenzado a distanciar del padre, a pesar de que tenían una buena relación en el pasado. En medio de la disputa, la madre se posicionó al lado de los hijos y recriminó al padre la dureza con la que los trataba verbalmente e intentaba reprenderlos.

Ante esta situación (que se había convertido en una actitud reiterada de la madre), el padre se sintió descalificado por la esposa, y esto se sumó a las que ya venía padeciendo in crescendo desde hace varios años, pero que ahora parecían haber sobrepasado el umbral de su capacidad de contención. Por ello estalló una crisis en la que el padre se sintió desplazado, sin lugar en su casa, sin poder sobre sus hijos y como consecuencia amenazó con abandonar el hogar en un arranque de desesperación e impotencia. Ante esta reacción del padre, Javier, asustado y aterrado, se fue a casa de los abuelos maternos, al tiempo que se sentía culpable por la decisión de su padre de abandonar el hogar. Inconsolable y en medio de una angustia psicótica ante la situación, no hubo poder humano que lo hiciera volver al colegio. Este hecho frenó la intención del padre de irse de la casa y convirtió de nuevo el problema en un asunto escolar, que el colegio no sabía cómo manejar y por ello la psicóloga solicitó nuestra intervención.

En la primera sesión después de recabar la información consignada, el padre presenta su explicación de los hechos y enfatiza su impotencia y desesperación frente a la actitud de su esposa, siempre en defensa de los hijos ante él y descalificando persistentemente sus intervenciones. Con ello, en el momento de la consulta se siente sin un lugar en la familia.

Ya en el pasado había perdido su lugar en el mundo social y laboral con las pérdidas económicas que generaron la primera crisis familiar. De hecho, en la actualidad, como parientes pobres de ambas familias de origen, disfrutan de los beneficios de su clase social (el club más exclusivo, el colegio más prestante, las vacaciones en lugares que ellos no pueden costear, etc.) merced a la beneficencia de los padres de la esposa, lo cual deja al padre en una posición de sutil sometimiento a la otra familia y consolida el deterioro de su imagen como proveedor de la familia.

Además, también ha sido un fracaso en los términos de su propia familia de origen, que había depositado en él las ilusiones de convertirlo en un gran piloto de carreras, para lo cual financió su estadía en el exterior, sumado al hecho de haber perdido todo lo heredado. Así mismo, frente a su esposa ha perdido la posición del hombre que provee, pues ella es quien lo hace. En estos dos años no ha habido una modificación en la situación económica de la familia, lo cual ha modelado las relaciones de manera tal que los roles se han consolidado como una madre proveedora que sale todos los días a trabajar y un padre que permanece en la casa y esporádicamente realiza algún trabajo que alcanza para colaborar con la economía de la casa, pero es claramente insuficiente.

Con su generosidad, los padres de ella contribuyen a mantener el estatus familiar con cierta estrechez, pero sin sobresaltos y angustias económicas, que no faltarían sin esa ayuda adicional. Tenemos así un hombre que ha perdido su estatus en el mundo al que pertene cía (social y laboral), y ahora en el mundo familiar nuclear y extenso. El único mundo donde pareciera mantener algún grado de presencia es en el mundo filial, ejerciendo su autoridad; pero ésta (con diversas explicaciones racionalizantes de su esposa) es torpedeada y descalificada. Entonces, ¿qué alternativa le quedaba? Parece razonable pensar que ese incidente, que dio lugar a la actual fase de la terapia familiar, tiene un sentido coherente con lo ocurrido en los últimos años: un padre que, al final, sentía que estaba perdiendo el lugar en el interior de su propia familia y el único espacio donde podía mostrar que no ha fracasado, porque contribuyó a ello, ser “padre de sus hijos”. Es decir, incluso había perdido el lugar simbólico del padre.

Desde esta perspectiva, adquieren relevancia en el contexto terapéutico, además de las pérdidas reales, también las pérdidas simbólicas, representadas en la negativa de Javier y Claudia a hacer caso a su padre como autoridad y en la actitud de la madre, quien ha usurpado y desplazado al padre como autoridad masculina. Lo que se desprende de esta situación es el deseo de abandonar el hogar, pues no había lugar para él en el campo mental familiar, puesto que simbólicamente se había desvanecido su presencia en él, y ha dejado de ser un buen padre, no produce y “grita mucho a los niños”, según lo expresa la madre. Por lo tanto, su presencia era perturbadora.

El desplazamiento del padre, fabricado por la cadena de acontecimientos a lo largo de los últimos años, da sentido a su amenaza de irse de la casa. Se siente desmembrado del cuerpo familiar. En la primera sesión realizada, la distribución de la familia muestra una particularidad que en principio no parece tener mayor trascendencia. El padre y Claudia se sientan en uno de los sofás mientras que la madre y Javier se acomodan en otro. Laura no asiste a la sesión, parece que los problemas no tienen que ver con ella o tratan de preservarla de ellos. Padre e hija mantienen una actitud distante; sin embargo, la madre y Javier se toman de la mano todo el tiempo y conservan un permanente contacto físico en el que Javier sobre todo es quien más lo busca. Extractamos un momento de la conversación terapéutica. Hay un cierto tono de ansiedad en la mirada del padre, que observa la escena. El terapeuta entonces le pregunta:

T: ¿Qué es lo que siente al mirar a su esposa y a su hijo?

Padre: Pues, no sé exactamente... (dice un tanto renuente y dubitativo).

T: ¿Podría precisar ese sentimiento?

Padre: No sé, es como envidia.

T: Envidia o celos?

Padre: Sí, también siento celos.

T: ¿De qué?

Padre: Pues de ellos.

T: ¿Le da envidia y celos que ellos estén tan juntos (la madre y el hijo se ríen) y usted aquí tan separado de su esposa?

Padre: Sí, tengo que reconocer que es así.

T: ¿Le gustaría estar en el lugar de su hijo?

Padre: ¿Cómo así?

T: Quiero decir, ¿sentarse junto a su mujer y tomarla de la mano como si fuera su pareja, así como ellos se están tomando de la mano en este momento? (Madre e hijo se miran sorprendidos y sonríen embarazosamente).

Padre: ¡Sí, claro!

T: ¿Por qué no lo hace?

Padre: (Hace un gesto de impotencia).

T: Si usted quiere, puedo ayudarlo.

Padre: No sé cómo. (Frustrado y en ademán de abatimiento).

T: Es muy sencillo (el terapeuta se dirige al hijo y prosigue). Javier, creo que el lugar en el que tú estás sentado es el lugar que le corresponde a tu papá. De hecho, él es el es poso de tu mamá, quien debería estar tomando la mano de tu mamá y junto a ella es papá, ¿no crees? (Javier mira al terapeuta con incredulidad, mientras la madre parece incomodarse y se mueve nerviosa en su posición). Creo que podemos hacer algo en este momento para reorganizar las posiciones. Javier, vas a pararte y tomarás el asiento en el que está sentado papá, y usted, papá, se sentará donde está ahora Javier. (El padre se para y se acerca a sentarse al lado de su esposa, pero Javier no se levanta, sino que se corre en el sofá para dejar espacio a su padre, pero no abandona su posición de contacto con su madre. Se produce una situación silenciosa tensa. Por ello el terapeuta prosigue.) Creo que Javier se niega a dejar su posición al lado de mamá, pero insisto en que ése es el lugar de papá, por lo tanto, Javier, debes pararte y dejar el lugar a tu padre. (A regañadientes y con visibles muestras de enfado se para y se cambia de lugar acomodándose en el sofá donde antes estaba el padre, al lado de Claudia. Mientras tanto, el padre se acerca a la madre, ambos se toman de las manos y el padre muestra en su rostro una cara de satisfacción y triunfo sorprendentemente infantil.) ¿Cómo se siente ahora? (Hay un halo de tristeza en la expresión de la madre).

Padre: Muy bien. (Sonríe mientras mira a su esposa, quien le devuelve su sonrisa. Ambos se pegan más).

T: Creo que a Javier no le gustó nada este cambio, pero he pensado en que es importante. Quizás no lo comprendan en este momento. ¿Conocen la historia de Edipo? ¿Han oído hablar de ella?

Madre: Sí, claro, aunque no sé muy bien los detalles. (El padre asiente con la cabeza, mientras Javier y Claudia niegan).

T: Entonces podemos hacer algo. Quisiera que ustedes y nosotros, para la próxima sesión, leamos la historia de Edipo y tengamos la oportunidad de conversar sobre ello. Sólo puedo decirles que tiene algo que ver con esta familia. La historia de Edipo es también la historia de una familia en la que pasan cosas parecidas a las que están sucediendo en esta familia.

La intención de incorporar la historia de Edipo al proceso terapéutico tiene el sentido de poner en contacto a los miembros de la familia con aspectos no explicitados que están afectándolos y que permanecen implícitos y hasta secretos. Esto nos permite entrar junto con la familia en un terreno simbólico diferente, donde lo no explicitado, lo implícito y lo secreto se puede hablar y deja de ser inefable, porque entendemos el orden simbólico como “ese orden formal que complementa y/o altera la relación dual de la realidad fáctica externa y la experiencia in terna subjetiva [...]. La forma de pensamiento previa y externa al pensamiento” (16).

En este sentido, lo simbólico tiene que ver con un campo relacional donde los mundos individuales se articulan e integran para construir una realidad imaginaria en la que son posibles mundos que la materia coarta. Introducimos con ello una metáfora que permite llevar la reflexión hacia el ámbito relacional, hacia el campo mental de la familia, y con ello sacarlos del campo psíquico individual que actúa en sus vidas como una prisión subjetiva que los encierra y mantiene atrapados en un circuito de acusaciones.

En este punto del proceso terapéutico realizamos una hipótesis sobre la familia y los problemas actuales que la aquejan, incorporando la historia de Edipo como mito fundacional de la etnia terapéutica, un sistema terapéutico que integra los significados desarrollados por los participantes en sus experiencias de vida cotidianas, en un contexto simbólico construido en colaboración con el espacio y tiempo de las conversaciones mantenidas en el campo mental que emerge en sus encuentros (17). En este caso, utilizamos la mitología como una representación de las interacciones imaginarias de los individuos y que actualiza sus condiciones reales (cotidianas) de existencia.

Todos necesitamos un padre heroico, alguien que congregue en sí mismo todo lo que hasta ese momento el universo ha decantado en su evolución; pero este padre no parece tener nada heroico en su vida, salvo un recaudo de fracasos persistentes; todo lo ha ido perdiendo. Sin embargo, la madre parece absorberlo todo en su entorno, y con su obesidad ha hechizado los espacios familiares, mientras el padre intenta infructuosamente adentrarse en el espacio uterino de la casa sin mucho éxito. En este punto, nos recuerda a un Layo desplazado, aniquilado por la presencia del hijo en la madre. Es lo que nos llega en primera instancia, un padre que está a punto de ser desmembrado de la familia, de ser cercenado como parte del cuerpo familiar.

Sin embargo, haciendo un recuento de los acontecimientos, la alarma se da, en primera instancia, en el colegio. Éste llama a los terapeutas para que acepten de nuevo a la familia, que parece estar cómoda con su situación y no ve la necesidad de una intervención. El colegio, como una Tebas alarmada por los hechos (el niño no quiere asistir y no hace nada en clase), reclama una acción por parte del oráculo (terapeutas).

La pérdida de estatus social y familiar del padre por las circunstancias vistas lo sitúa en una posición que evoca una conexión simbólica e imaginaria con la tragedia edípica, la posibilidad de la llegada de Edipo es anunciada por el oráculo como una amenaza para el padre. Edipo matará a su padre. Entonces los padres amenazados, Yocasta y Layo, intentan deshacerse de su hijo cuando nace y lo envían a su muerte, pero lo salvan unos ancianos (o pastores), que lo criarán y educarán.

Edipo es un verdadero problema para la relación de pareja de los padres y, sobre todo, para el padre. Javier es también un problema para los padres y, finalmente, acaba siendo una verdadera amenaza para la relación de pareja, tanto así que el padre decide ausentarse de la casa: no hay lugar para él, así lo siente, y con ello en el contexto imaginario se transforma en Layo asesinado por Edipo (Javier).

Ante esta aterradora decisión, Javier es invadido por la culpa de ser el expulsor del padre y busca refugio en la casa de sus abuelos (los ancianos) y no quiere volver a Tebas (el colegio), lugar donde su presencia se ha vuelto conflictiva, pues es también el lugar de trabajo de la madre, quien es amiga personal de la rectora.

Así, la madre tiene un poder tácito en el colegio: es Yocasta, que reina en Tebas (colegio). Ante esta perspectiva, el colegio (Tebas) se asusta por la ausencia de Javier (Edipo) y reclama su presencia, puesto que como Edipo tiene la clave de su tranquilidad (Javier, cuando no está bien, es capaz de comportarse de tal manera que desorganiza la clase y se torna inmanejable para los profesores con su comportamiento, de cuya experiencia ya tuvieron una muestra hace dos años, y no quieren pasar de nuevo por lo mismo).

La primera sesión se da en este contexto. Esto nos impulsa a trabajar con una hipótesis basada en la metáfora edípica; sin embargo, existen otros aspectos que suscitan nuestro interés: Claudia, quien en la fase anterior de la terapia había presentado trastornos intestinales que requirieron hospitalizaciones (colon irritable), ahora presenta un comportamiento bulímico, del cual los padres no están enterados.

La psicóloga del colegio informó a los terapeutas como un secreto que Claudia no quería compartir todavía con sus padres, lo cual in troduce en la conversación terapéutica la presencia de lo inefable, de aquello que no se puede hablar y es secreto, y como tal nos sitúa ante la perspectiva de lo que los secretos en las familias esconden, aspectos relacionados con el sexo y la muerte (18), que no son posibles de abordar, porque la tensión del conflicto se torna insoportable para los miembros de la familia. Estos secretos provienen de la actualidad, pero no es infrecuente que se hayan comenzado a gestar en el pasado de la familia extensa de alguno de los padres.

La relación de Claudia y el padre históricamente había sido excelente y muy cercana, más incluso que con la madre; no obstante, en los últimos meses se había vuelto tensa y distante. Esto podría explicarse en alguna medida por la adolescencia de Claudia, que ya encuentra un mayor interés en su grupo de amigas y en su actividad de ballet, a la que se dedica con gran interés.

Pero no podemos desconocer que el síntoma de la bulimia está hablando de otros elementos en juego, como bien pudieran ser: una respuesta a la marcada obesidad de la madre, la presión por mantener una figura estilizada para el ejercicio del ballet “o estar inserto en un sistema familiar que tiende a eludir la expresión abierta de conflictos, dando lugar a que uno de los padres se sobre involucre con un hijo/a vulnerable” (19).

Sin embargo, la bulimia secreta de Claudia parece comprenderse mejor desde la perspectiva de Mara Selvini Palazzoli (20), quien plantea un primer estadio de la pareja parental, en el que “se observa casi siempre, en la mujer, una actitud de reivindicación con respecto al marido: esa reivindicación no se plantea en nombre de exigencias propias, sino más bien apelando a los deberes del buen padre frente a la familia, los hijos, etc.”.

La hija anoréxica o bulímica se involucra en la relación parental como la preferida del padre, aspecto que es intensificado por la actitud de éste al considerarla parecida a él y al apreciar sus cualidades. De hecho, en la relación de Claudia y su padre existía esa cercanía que el padre expresa: “ella es muy parecida a mí, no le gusta hablar mucho, como yo, le cuesta hablar”. Al tiempo, ella también admira al padre. Con la llegada de la adolescencia, según Mara Selvini, cambia la percepción de la hija en relación con el padre:

…su corazoncito de mujer descubre dramáticamente o comprende poco a poco que el corazón de su madre late por algún otro: más a menudo por un hermano o hermana con quienes tal vez pelea apasionadamente o, con menos frecuencia, por un nuevo afecto u otras evasiones. Al sentirse abandonada, la futura paciente señalada se inclina esperanzada del lado de su padre. Este período se caracteriza por las relaciones seductoras entre hija y padre, tan intensas como disimuladas y secretas. La hija ve al padre con otros ojos: lo siente solo y abandonado como ella, advierte sus valores personales, acepta y retribuye las promesas que aluden a una común afinidad electiva, ¡ella sí que sería para él una mujer ideal! Frente a las interacciones de los padres, la chica comienza ahora a tomar partido por el padre, al que secretamente le gustaría ver reaccionar con firmeza y determinación ante determinadas conductas de la madre (en las cuales, antes, ella no advertía el componente provocado) (20).

En este punto, la paciente siente la necesidad impulsiva de diferenciarse de la madre y se apodera de ella la aversión por la idea de parecérsele. Esto bien podría estar en el sustrato bulímico de Claudia, mimetizado en su necesidad de ser delgada como bailarina de ballet. “Cualquiera que fuere el modo en que se haya iniciado la reducción alimentaria, ésta evoluciona rápidamente hasta ser una protesta muda y una renegación de la madre” (20).

Este es el momento en que se halla el proceso bulímico de Claudia, que permanece todavía secreto para los padres en la primera sesión, pero que bien podría responder a un mandato soterrado e inconsciente de la madre, que proyecta en Claudia el ideal del yo en la forma de una delegación (21), cuyo peso ejerce una fuerte presión para controlar su imagen corporal.

En esta primera sesión, tenemos una situación consecuencia de la evolución del proceso de la familia, que después de la primera etapa de psicoterapia, en la cual se trabajó sobre el duelo de las pérdidas habidas como efecto del descalabro económico familiar, abandonó el proceso sin haber trabajado en las consecuencias que tales eventos habían tenido en la organización familiar y los cambios de roles que se produjeron. Tras el desastre había quedado un padre descalificado y desmembrado, sin lugar claro como pater familias, y una madre poderosa que ocupa el lugar del padre como proveedora y adopta la potestad de definir cómo el padre debe actuar en la relación de autoridad con los hijos. Padre y madre implícitamente han logrado consolidar dos bandos claramente, que se reflejan en cómo Javier y la madre se sientan juntos, con una gran cercanía física, y Claudia y el padre, quienes se sientan juntos, separados de ellos.

Tenemos un padre que amenaza con abandonar el hogar, porque no tiene lugar; una madre obesa y ansiosa; una hija bulímica; un hijo que no quiere volver al colegio y no trabaja en clase; una hija menor que, como reservorio de salud, permanece al margen de todo ello, y un colegio preocupado porque no sabe qué hacer. Se han organizado una serie de triangulaciones (Gráfico 1):

Lo interesante de todas estas triangulaciones, expresión de las dificultades para manejar las relaciones duales en el interior de la familia, por la tensión conflictiva que generan y por mostrar las dificultades de individuación (22), es la presencia de la madre en todos ellos.

Los triángulos de conflicto están organizados alrededor de la madre, que ejerce de catalizador de la conflictiva familiar con su presencia omnímoda, lo cual parece no permitir la diferenciación adecuada de los miembros de la familia, sumergidos todos en la masa indiferenciada del yo familiar (22), que ella expresa simbolizada en su obesidad (23) y que materializa un mundo familiar amalgamado (24), en el que los límites son difusos entre los miembros y donde la intimidad no es un valor de importancia, puesto que la madre cobija bajo su omnipotente presencia a todos, absorbiendo en ella la posibilidad de afrontar con claridad los problemas. Naturalmente, a costa de un poder que detenta como privilegio por su posición de proveedora.

En este final de la primera sesión nos hallamos en una familia que presenta tres grupos: en uno, el padre y la hija, que antes presentaba una gran cercanía en todo sentido y ahora está distanciado como consecuencia de la tensión generada por la culpa incestuosa que se expresa somáticamente en la bulimarexia de la hija —que con ello se protege a su vez de la delegación en ella de la sexualidad genital de la madre, que ha desplazado sobre la hija la responsabilidad erótica de estar cerca del padre— y también rechaza la obesidad de la madre, buscando diferenciarse del impulso absorbedor de ella.

Otro grupo está formado por la madre y el hijo, quienes activan secretamente la situación incestuosa de los padres de ella (son primos, y la dispensa eclesiástica calma las ansiedades incestuosas que son explícitas socialmente, pero no alcanza a tener efecto sobre el inconsciente), y que genera una gran ansiedad, desplazada al espacio que ambos comparten: el colegio donde el hijo estudia y la madre trabaja, y donde además se excluye al padre de las reuniones, por decisión de la madre.

Y un tercer grupo, que es el de la hija menor de la familia, a la que no llevan a terapia y mantienen por fuera de los conflictos, como si con ello quisieran preservar un lugar familiar ajeno a la patología, los secretos y el malestar. Es donde todos parecen poner lo mejor de sí mismos. Si nos remitiéramos a la metáfora edípica, esta hija menor asumiría en sí la vocería de las hermanas silenciosas de Edipo, Antígona e Ismenia.

Las familias de origen, la sutil presencia de lo transgeneracional

En esta familia y su historia hay un elemento del pasado que proviene de la familia de origen de la madre, y que flota en el ambiente de la familia extensa como un aspecto en apariencia anodino e inicialmente anecdótico; no obstante, al detenernos a explorar, adquiere una dimensión profunda. Los padres de la madre son primos en segundo grado, y a pesar de que no necesitaron el permiso eclesiástico otorgado por el arzobispo, como representante del Papa, existe en la familia la idea de que necesitaron de dicha dispensa. Ésta se concedía a personas que deseaban contraer matrimonio teniendo un parentesco de primer grado y no incurrir en una trasgresión incestuosa que pudiera convertir su relación de pareja en un vínculo pecaminoso y condenable con excomunión (sacar de la comunidad).

Este acontecimiento no comprobado, que permanece en un claroscuro de las historias familiares, trae a colación el fantasma del incesto en la familia, un elemento cuyo estudio por parte del psicoanálisis ha sido suficientemente abordado como fuente de conflictos.

Si nos ajustamos a los hechos, tenemos unos abuelos maternos de Javier sobre los que flota la fantasía inconsciente familiar de un vínculo incestuoso; dos personas cuyo vínculo endogámico coloca sobre la historia familiar la experiencia de una relación que debe ser conjurada, porque está llena de amenazas (los hijos nacen bobos, retrasados, con cola de cerdo, anormales, deformes, etc.) que se ciernen sobre los descendientes. Por ello el permiso eclesiástico se hace fundamental para apartar las amenazas.

El incesto es entronado socialmente y desinvestido de elementos pecaminosos por el ritual matrimonial y su debida autorización. Nos preguntamos: ¿por qué si bien no fue necesaria la dispensa (esta información fue corroborada), en la familia extensa existe la fantasía de que sucedió? ¿Qué tanto está resuelto el fantasma del incesto en sus inconscientes? ¿Qué tanto sigue presente implícita y tácitamente en las siguientes generaciones? ¿Cómo está presente en el campo mental de esta familia? Una hermana de la madre de Javier está casada con un primo en tercera línea. ¿Hasta qué punto se ha transformado en un aspecto secreto de la familia de Javier, cuya relación edípica con su madre activa la presencia del conflicto incestuoso de manera secreta? ¿Hasta qué punto la fantasía inconsciente del supuesto incesto de los abuelos maternos se ensaña como culpa en la familia de Javier, como una forma de pago de la ayuda económica que aquellos dan?

Por otra parte, padre y madre, son parte de familias prominentes de la ciudad y que, salvo ellos, mantienen su estatus social intacto. Sin embargo, desde el descalabro económico ya no podían mantener los gastos de ese círculo social, lo cual hace que los padres de la madre asuman el costo de pertenecer del club más caro y prestigioso de la ciudad, porque la familia extensa no puede aceptar que sus miembros desciendan en la escala social.

Pero esto parece tener un costo tácito y secreto. ¿Deberán, por esa razón, a través de las lealtades invisibles (25), retribuir la deuda emocional que ello implica, convirtiéndose en la familia que asumirá aspectos no resueltos de generaciones anteriores?

La larga sombra de los secretos familiares se cierne sobre los miembros de la familia. En estos tiempos en que se ha proyectado un poder omnímodo en las moléculas y se ha desprestigiado y limitado el alcance del arte básico humano de la conversación, es preciso tener en cuenta la presencia de lo transgeneracional en su engarce con la patología. Esto plantea la importancia de la terapia de familia como un proceso que rompe el hilo conductor de la patología que transgeneracionalmente se proyecta en las generaciones siguientes.

Segundo momento: reorganización y reestructuración

Mientras esperamos la segunda sesión, que se realizaría quince días después, la psicóloga del colegio llama alarmada, porque los profesores se quejan de que Javier se dedica a “masturbarse” en clase y a hurgarse la nariz en todo momento. Esto los angustia y no saben cómo manejarlo, lo cual hace que se perturbe la tranquilidad del salón.

Sin embargo, cuando en la conversación se precisa la información de los profesores, lo que parecía una masturbación sólo eran tocamientos y frotamientos de Javier sobre sus genitales por encima del pantalón. En realidad, estos acon tecimientos del interregno parecían responder más a la activación de ansiedades de castración subsecuentes a los efectos de la sesión primera, en la que se había reorganizado la familia en cuanto a sus roles.

El padre había sido reivindicado y posicionado en la cercanía física de la madre con el simbolismo implícito en ello, en el sentido de un empoderamiento como hombre, y Javier había sido destronado (castrado) de su posición de privilegio en la cercanía física de la madre. Tal vez por ello, como puede encontrarse en la literatura psicoanalítica, esos comportamientos de frotamiento genital y hurgar la nariz, con un claro sentido regresivo y defensivo, revelan una ansiedad y angustia que logra calmarse con la compulsión.

Y están más cerca de un intento de elaboración del duelo por la pérdida de su posición de privilegio con la madre, expresada en la vivencia de una castración inconsciente. Con el frotamiento genital comprueba su presencia, y con la hurgada de nariz, la del pene, que ha sentido amenazado ante la presencia de un padre que toma una posición clara y de poder en la cercanía de la madre, quien además lo acepta. De hecho, antes de la segunda sesión ya habían desaparecido y su comportamiento en clase se había normalizado.

En esta segunda sesión, a la que sólo asisten padre, madre y Javier, el inicio de la conversación gira alrededor de la nueva situación familiar, que es de una mayor tranquilidad y relajación. Las tensiones han disminuido notoriamente y se ha producido un acercamiento entre Javier y el padre alrededor de una actividad que en el pasado practicaban juntos, pero que desde hacía algún tiempo, cuando comenzaron los problemas de la familia, se había abandonado: la pesca. A ambos les gusta:

T: ¿Cómo es eso de la pesca?

Padre: A mí me gusta pescar y he tratado de enseñarle a Javier.

T: Y ¿cómo le va?

Padre: Más o menos, ahí le hace con la caña, todavía le falta un poco.

T: Claro que cuando uno es chiquito, es difícil manejar la caña tan larga. (El padre se ríe, parece comprender el doble sentido del comentario).

Padre: Sí, no es fácil, además hace mucho tiempo que no vamos a pescar. Él era muy pequeño todavía cuando lo llevaba, quién sabe ahora cómo esté la cosa, ha crecido. (Se ríe, parece seguir el juego tácito de doble sentido).

T: Bueno, supongo que si no se acuerda cómo es la cosa, usted, como un buen padre, está dispuesto a enseñarle cómo se maneja una caña tan grande. (De nuevo el padre se ríe).

Padre: Por supuesto (sonríe y parece haber captado el sentido metafórico de la caña y la cosa como representaciones del pene. Mientras tanto, Javier observa nuestra conversación un tanto sorprendido; la madre, quien también capta el sentido de la conversación, se ríe con cierta satisfacción).

T: Y ¿usted qué piensa del hecho de que su esposo enseñe a Javier a pescar, a manejar su caña con habilidad?

Madre: Me parece estupendo (sonríe).

T: Quizás sea mejor que el papá le enseñe. Él sabe más que usted de pesca y de cañas, ¿verdad? (La madre se ríe mirando a su esposo con aire de connivencia). Por lo general, los papás saben más de cañas que las mamás.

Madre: Sí, supongo que sí.

T: ¿Sólo lo supone?

Madre: Estoy segura de que sí. (Se sonríe de nuevo).

T:¡Ah!, menos mal, porque últimamente pareciera que a usted le gustaba manejar la caña en esta familia y no quería prestarla.

Madre: (Se ríe, mientras el padre se ríe también afirmando analógicamente con el movimiento afirmativo de su cabeza). ¡Tampoco, doctor!, sólo un poco.

T: Creo que más que un poco. (La madre frunce el ceño en un ademán que simula enfado, pero ante mi sonrisa, se sonríe en una actitud de aceptación). Usted. ¿qué opina? (dirigiéndome al padre.)

Padre: Creo que la manejaba bastante. (Sonríe mirando a su esposa).

T: Y, ¿cómo se sentía usted?

Padre: Pues, no muy cómodo.

T: Entonces será muy agradable para usted comenzar a manejar su caña y enseñarle a manejar la suya a Javier; en lugar de que lo haga la mamá.

Padre: Sin duda, lo haré con mucho gusto. (Se ríe, mientras mira a su esposa y ésta simula un enfado que acaba en una nueva sonrisa).

T: Creo que es más apropiado que sea el papá quien se lo enseñe: al fin y al cabo los hombres tenemos caña y sabemos cómo utilizarla. (Padre y madre se ríen y Javier también se ríe, porque en este momento parece haber asociado el sentido de la caña en la conversación). ¿Entiendes a qué me refiero, Javier?

Javier: (Responde afirmando con la cabeza mientras se ríe apenado).

La conversación muestra la dimensión del rol masculino en la actitud de la madre, que en términos psicodinámicos ostentaba una posición castratoria sobre el esposo y la sombra de su propia castración alcanzaba al hijo.

Después proseguimos la conversación explorando otros temas y los padres refieren que Javier ha mostrado una ostensible mejoría de comportamiento en el colegio. Claudia ha revelado su secreto de la bulimarexia y, junto con una profesora tutora, han elaborado una estrategia para normalizar su alimentación, que está cumpliendo a cabalidad. Los padres también han iniciado un claro acercamiento afectivo. Nos preguntamos qué ha sucedido para que en tan corto tiempo se hayan producido estos cambios. Por ello retomamos la metáfora edípica en la conversación:

T: ¿Leyeron la historia de Edipo?

Madre: Sí (mientras el padre y Javier lo confirman verbal y gestualmente), claro que había cosas que no recordaba, porque hace mucho tiempo la había leído.

T: Y al leerla, ¿qué es lo que sucedió en ustedes?

Madre: He comprendido cosas que no había visto. Para mí ha sido muy iluminador, creo que no estaba haciendo bien las cosas y comprendo mi responsabilidad.

T: ¿A qué se refiere?

Madre: Creo que muchas de las cosas que estaban sucediendo en la familia tenían que ver conmigo.

T: ¿En qué sentido?

Madre: Por ejemplo, lo que sucedió en la sesión anterior, que usted cambió los lugares de cada uno. Creo que yo estaba equivocada en mi actitud.

T: ¿Quiere decir que comprendió que su actitud de tener más cerca a su hijo que a su esposo había alterado su relación de pareja y confundía los roles que cada persona de esta familia debía tener?

Madre: Sí, claro (un poco avergonzada). No me había dado cuenta de que eso podría crear tantas dificultades.

T: Por supuesto, estoy seguro de que usted siempre pensó que hacía lo mejor para su familia. Y ¿usted? (al padre).

Padre: Creo que entendí todo lo que estaba sucediendo. (Con una sonrisa y sonrojándose).

T: ¿A qué se refiere?

Padre: Pues que las cosas no estaban bien, no estaban en su lugar, todo estaba alterado. Cuando usted nos cambió de posición, no entendí muy bien, pero luego, al leer la historia de Edipo, lo pude entender.

T: Y, ¿cómo se siente ahora?

Padre: Bien, muy bien (enfatizado). Las cosas están volviendo a su lugar, como debieron ser, cada cual en su sitio. Como si se me hubiera quitado un peso de encima.

T: Y tú, Javier, ¿qué pensaste de la historia, la conocías?

Javier: No, y no me gustó (sonríe maliciosamente).

T: ¿Qué es lo que no te gustó de la historia?

Javier: Todo, bueno todo no, la parte del enigma sí me gustó, porque es como una adivinanza.

T: No me extraña; es una historia donde el hijo no sale muy bien parado. ¿Entiendes ahora por qué tu lugar no está al lado de tu madre?

Javier: (Baja la cabeza y casi imperceptible) Sí.

T: Y de la parte del enigma, ¿qué recuerdas?

Javier: Pues que la Esfinge iba a destruir Tebas si nadie lograba descifrar el enigma.

T: ¿Sabes cuál era el enigma?

Javier: Sí, la Esfinge le preguntó a Edipo cuál era el animal que al nacer camina en cuatro patas; cuando crece, en dos, y cuando envejece, en tres.

T: ¿Cuál es?

Javier: El hombre.

T: ¿Cómo así?

Javier: Pues, cuando nace y es chiquito, camina a cuatro patas; después, cuando crece y se hace mayor, camina sobre dos pies, y cuando se hace viejo, camina sobre dos pies y el bastón, son como tres pies.

T: Y, ¿qué pasó después?

Javier: La Esfinge se desintegró y la ciudad de Tebas quedó libre de la maldición.

T: Es una historia interesante, ¿no crees? Edipo, al resolver el enigma, liberó a la ciudad y se quitó un gran peso de encima, porque si no lo hubiera logrado, la Esfinge lo habría matado. Sospecho que a ti también se te ha quitado un gran peso de encima.

Javier: ¡Ajá!

T: El Enigma es como la historia de las personas, que tienen una evolución, deben crecer, deben dejar de ser niños y hacerse grandes y aprender a manejar su propia caña. (Se ríe apenado y se recuesta en la butaca). Pero cuando uno no sabe manejar la caña, tal vez puede recurrir a alguien que tenga más experiencia, quizás tu papá pueda enseñarte. ¿Tienen planeado ir a pescar? (al padre).

Padre: Sí, precisamente habíamos pensado ir el próximo fin de semana.

T: ¿Quiénes van a ir?

Padre: Javier y yo, sólo los dos.

T: Ah, es un plan de hombres, sólo van los hombres de la casa. (Javier se sonríe complacido mientras el padre lo mira connivente y sonriendo también). Y a usted, mamá, ¿cómo le parece el plan?

Madre: Muy bien. Hace mucho tiempo que los dos no hacen algo juntos y están solos.

T: ¿No le dan celos?

Madre: Para nada. (Sonríe complacida).

T: Entonces, veo que las cosas han cambiado bastante en estos días.

Madre: Sin duda.

T: Y, desde su perspectiva, ¿qué cosas han cambiado en la casa?

Madre: Pues, mire, él (refiriéndose al padre) ya no está de mal genio, ni pelea con Javier y Claudia. Antes se la pasaba todo el tiempo de mal genio, y eso nos ponía mal a todos, había mucha tensión en la casa, pero ahora ya no.

T: Y ¿eso la hace sentir mejor a usted?

Madre: Sí, claro. A mí y a todos en la casa.

T: ¿Será que son los efectos de que el papá esté más cerca de usted, de que usted le haya dejado acercarse y pueda manejar su propia caña?

Madre: (Se ríe y mira a su esposo que le devuelve la sonrisa). Yo nunca le impedí que se acercara a mí.

T: Por lo que he visto, yo diría que sí. De hecho, Javier estaba más cerca de usted que el papá. ¿Usted, qué opina? (al padre).

Padre: Pues sí.

T: Sin embargo, parece que estos quince días han sido suficientes para que todos comprendan qué lugar deben ocupar, entiendo. (Ambos, padre y madre asienten) Saber dónde debe estar cada uno parece ser útil para la familia. Y la historia de Edipo parece mostrarnos lo importante que es ello. Cuando las personas no ocupan su lugar u ocupan un lugar que no les corresponde, pueden suceder cosas terribles, verdaderas tragedias, ¿no creen? Todos se estaban enfermando, y enfermarse es una tragedia.

Después prosigue la conversación sobre la actitud alimentaria de Claudia, que parece estar ya en una nueva fase, según lo perciben los padres y el seguimiento y colaboración que el colegio está prestando. La metáfora edípica, que desde la perspectiva psicoanalítica explora la organización del mundo interior, es útil en este caso pa ra comprender la organización de la dinámica familiar e intervenir sobre ella.

En este sentido, aunque parezca sorprendente el cambio sucedido, puede comprenderse desde una perspectiva pragmática, puesto que la metáfora edípica nos permite abordar in vivo e in situ la situación conflictiva familiar que, como vimos, se atomiza y adquiere expresiones patológicas individuales de diversa índole en cada uno de los miembros de la familia.

Además, los efectos de la metáfora como explosión de comprensiones, momentos bomba —sobre lo cual reflexionamos en un artículo anterior (26)—, generan un fenómeno frecuentemente descrito por los pacientes como una iluminación, claridad repentina o visión total instantánea, que les permite hacer introspecciones suficientemente poderosas como para actuar en sus vidas de una manera diferente a como exige la patología. En este sentido, la madre, cuya presencia de omnipotencia y absorción —expresada en su obesidad abarcadora de espacios, entre los que había detentado el del padre—, comienza a reconocer la presencia del padre como un miembro útil de la familia.

T: Y, desde el punto de vista económico, ¿cómo van las cosas?

Padre: Seguimos apretados, pero se están haciendo cosas.

T: ¿Como cuáles?

Madre: (Se adelanta a responder con algún entusiasmo), Pedro (padre) está organizando un negocio y las cosas se están dando.

Padre: Sí, estamos organizando un negocio con la hermana de ella y ya nos falta muy poco para abrirlo, estamos en los detalles finales.

T: Y, ¿cómo pinta el negocio?

Madre: Estoy convencida de que va a ser bueno. Además, Pedro ha trabajado muy duro para sacarlo adelante. No es por nada, pero ha hecho un gran esfuerzo. (Hace un gran énfasis al mencionarlo).

Es la primera ocasión en que la madre hace un comentario positivo con relación al padre, en todo el tiempo de trabajo con esta familia. En la anterior etapa y en la actual, los comentarios referidos al padre provenientes de la madre fueron sistemáticamente descalificativos tácita, implícita y explícitamente. Hubo siempre una desvalorización del padre, quien no alcan zaba a res ponder sino muy parcialmente con las obligaciones económicas de la familia.

En este momento de la vida familiar, la madre comienza a reconocer de forma explícita y a valorar de manera esperanzada los esfuerzos del padre y lo incorpora al cuerpo familiar. Es de nuevo un miembro de la familia, es reconocido lo que hace. Así es como podemos en este momento del proceso corroborar el efecto de la metáfora edípica.

La madre comienza a ceder un espacio a la presencia del padre co mo miembro activo de la familia, pero sobre todo como miembro productivo que tiene poder. La imagen del padre se está reivindicando ante el hijo en el aprendizaje de la pesca como metáfora del aprendizaje de la vida, y ante la madre como hombre capaz de proveer y hacerse cargo de su rol.

La cercanía de padre y madre como pareja genera en el campo familiar una nueva disposición relacional con implicaciones para la respuesta patológica de cada uno de sus miembros. Javier normaliza su comportamiento en el colegio, estrecha su relación con el padre y no debe preocuparse de estar en la órbita de la madre con responsabilidades que exceden su condición infantil. Claudia, ante la pareja de los padres que se organiza como tal, tampoco tiene la responsabilidad de permanecer en la órbita del padre, con un costo erótico de tintes incestuosos, que debía ser mimetizado en la bulimarexia, y abandona el com portamiento alimenticio alterado por medio de una profesora del colegio que la ayuda, con lo cual desliga el conflicto alimenticio del ámbito mental de la relación de pareja de sus padres y logra con ello una reestructuración (27), mediante la cual la bulimarexia se reduce al ámbito de su campo psíquico, desde el cual puede llevar a cabo la búsqueda de soluciones más efectivas, como involucrar el ámbito del colegio, donde pasa gran parte del día y se alimenta.

Tercer momento: el campo mental y la creatividad

Sólo asisten Javier y la madre. El padre está atendiendo unas urgencias del negocio y Claudia tiene exámenes finales, y necesita estudiar. La sesión se inicia con un tono de alegría. No ha habido quejas en el colegio, el comportamiento de Javier sigue en un tono de normalización. Por primera vez, la conversación terapéutica se centra en el tema de las habilidades culinarias de Javier y sus aptitudes creativas para realizar junto con unas primas y primos un negocio de vacaciones. Estos temas habían sido omitidos del ámbito tera péutico, porque todo él estaba inundado de las quejas y reclamos sobre su actitud y comportamiento alterado.

Sin embargo, al explorar estos aspectos de la vida de Javier, descubrimos un universo de intereses diversos en su vida, que ni siquiera parecen ser relevantes ni para la familia, ni para el colegio. El diálogo gira en torno a la fabricación de galletas por parte de Javier y la explicación de cómo está organizado el negocio con sus primos, que consiste en actividades de vacaciones para otros niños.

En este caso, la conversación se centra en empoderar a Javier como ser creativo y comprometido con acciones que muestran en él habilidades sociales que hasta el momento no parecían ser de trascendencia. En este punto resaltamos la capacidad de Javier para crear (toda se había desviado y limitado a su productividad académica). Se le ocurre que puede fabricar unas galletas para repartirlas entre los compañeros de su curso, como una forma de replantear las relaciones de rechazo que genera entre sus compañeros. Aquí culmina la historia de Edipo, que es capaz de ser útil a los otros, amor de objeto en sentido general, dar algo a los otros, culminación del desarrollo genital para un hombre.

Finalmente, sin ánimo de concluir de manera taxativa, exponemos esta reflexión como una forma de énfasis sobre la significación y el valor del contexto. Así como en la mitología griega no es posible huir del destino, en la mitología familiar también hay creencias, expectativas que organizan y atrapan a los miembros de la familia en dinámicas trágicas. El rol de la psicoterapia está en desentrañar los hilos de las historias que sustentan y dan sentido a los síntomas.

Estas historias suceden en un ambiente nebuloso y se constituyen como un campo borroso en el que existen aspectos que influyen y afectan a sus miembros; sin embargo, no podemos saber con claridad diáfana el verdadero carácter de su influencia. Para esto estimamos que es necesario conocer a la persona a la luz de todas las dimensiones en las que se mueve su existencia (familiar, económica, social, espiritual, académica, etc.).

La familia es núcleo donde se vive y se aprehende el mundo, pero también es el vínculo transgeneracional que inicialmente une a la pareja que luego como padres introducirán una dimensión donde el pasado, el presente y el futuro se conectan.

Todo sistema teórico es incompleto y, por lo tanto, las explicaciones y comprensiones de los fenómenos patológicos siempre necesitan articular enfoques diferentes que puedan complementar lo más posible su penetración, puesto que se hallan en un lugar confuso al cual logra introducir una parcial claridad cada teoría. Esto plantea un problema sobre la validez de las explicaciones, como puede observarse en este artículo; no obstante, nuestro interés pretende una vez más plantear la exploración de la patología conectada a la ecología existencial de quienes la padecen.

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Recibido para evaluación: 14 de julio de 2006

Aceptado para publicación: 5 de octubre de 2006

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