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Revista Colombiana de Psiquiatría

Print version ISSN 0034-7450

rev.colomb.psiquiatr. vol.36 no.4 Bogotá Oct./Dec. 2007

 

Artículos originales

Detrás del muro: estudio en familias marginales en Bogotá, Colombia

 

Behind the Wall: A Study of Socially Marginalized Families in Bogotá, Colombia

 

José Antonio Garciandía Imaz1

1 Médico psiquiatra. Profesor asociado de la Facultad de Medicina, Departamento de Psiquiatría y Salud Mental, Departamento de Medicina Preventiva y Social, Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, Colombia. Hospital San Ignacio Cra. 7 No. 40-62, piso 8 Bogotá, Colombia jose_garciandia@hotmail.com

 


Unirse para coexistir suele significar una sola suerte de grupo familiar. Salvador Minuchin

Todo aquel que ha sido desplazado de su hogar, sea por la razón que sea, es víctima de una guerra. Albar Malkor

La muerte de cualquier hombre me disminuye, porque yo formo parte de la humanidad; por tanto, nunca mandes a nadie a preguntar por quién doblan las campanas; doblan por ti. John Done

Llegados plenamente al año mil que sigue al año mil, los hombres por fin habrán abierto los ojos: ya no estarán encerrados en sus cabezas o en sus ciudades; se verán y se oirán de un lado a otro de la Tierra; sabrán que lo que golpea a uno hiere al Otro. Juan de Jerusalem

 


Resumen

Introducción: Estudio descriptivo de un grupo de 106 familias de Bogotá (Colombia) a partir de un abordaje terapéutico. Todas las familias tienen la característica de estar en un proceso de inclusión social determinado por los servicios sociales del gobierno local; todos los padres son farmacodependientes. Objetivo: Conocer la idiosincrasia de la cultura de estas familias marginales para abordar y plantear soluciones a sus problemas desde una perspectiva coherente, respetuosa de los valores y las creencias. Método: Estudio cualitativo de tipo descriptivo, centrado en el genograma de cada grupo familiar. Resultados y conclusiones: La muestra de familias con marginalidad social presenta características en interacciones, patrones, estructuras, roles y jerarquías que mantienen el equilibrio y se organizan socialmente por medio de historias compartidas con valor semejante a los mitos. La marginalidad se construye socialmente; los planteamientos institucionales sobre la marginalidad necesitan una nueva conceptualización y un replanteamiento de la labor de los profesionales de la salud mental en este medio.

Palabras clave: familia, patología, marginalidad social, farmacodependencia.

 


Abstract

Introduction: This is a descriptive study of a group of 106 families from Bogotá (Colombia). All the families are undergoing a social inclusion process, determined by the social services of the local government. Objective: To gain knowledge of the social characteristics of these marginalized families in order to come up with solutions to these problems from a coherent point of view, respectful of their values and beliefs. Method: Qualitative study of a descriptive type focused on the genogram of each family group. Results and conclusions: The sample of families with social marginalization exhibit certain features in interactions, patterns, structures, roles and hierarchies that maintain the balance; they are socially organized through shared stories with a value similar to myths. Marginalization is socially constructed. Institutional actions on marginalization are in need of a new approach and conceptualization.

Key words: Family, pathology, social marginality, psychoactive substance dependence.

 


Introducción

En junio de 2001, como parte de un programa de inclusión social, iniciamos el trabajo de terapia familiar con un grupo de familias marginales, todas ellas con padres drogadictos, fundamentalmente al bazuco (pasta básica de coca) y a la marihuana. Estas familias pertenecían al sector más deprimido de la ciudad de Bogotá y formaban parte de un lugar llamado la Calle del Cartucho.

Este territorio dentro de la ciudad que abarcaba varias cuadras del centro era un antro de refugio para drogadictos, hampones y todo tipo de subgéneros deteriorados de la especie humana citadina. La particularidad de esta calle radicaba en que se encontraba a unos escasos 150 metros del Palacio Presidencial.

Debido a la mala imagen que el sector proyectaba, el alcalde de la época decidió derribar el barrio totalmente y reconstruir el sector con una plaza y un gran parque público que pudieran contribuir a rescatar la zona de alta peligrosidad delincuencial que representaba para la ciudad. Para llevar a cabo este proyecto, era preciso reubicar a todos los habitantes de la calle, a quienes en ninguna otra parte de la ciudad se les aceptaba por sus condiciones de extrema marginalidad, en todo sentido.

Para este proceso de reubicación, la ciudad inició una fase de desconexión voluntaria de las familias de la Calle del Cartucho, en la que lo fundamental era proporcionarles ayuda para dejar el consumo de drogas y facilitarles el acceso a un vínculo laboral que les permitiera autonomía y posibilidad de vivienda. Esta labor fue encomendada a varias organizaciones no gubernamentales, una de las cuales nos contrató para la asesoría en el trabajo terapéutico con las familias.

Durante el tiempo de trabajo, realicé los genogramas de 106 familias, los cuales trataban de incorporar la mayor información posible, teniendo en cuenta las difi cultades de obtenerla. La gran mayoría de estas personas carecía de existencia legal: no tenían cédula, ni registraban a sus hijos. Es decir, no contaban ni para el Estado, ni para la sociedad en sentido estricto.

El gobierno de la ciudad decidió eliminar físicamente ese espacio y procedió a derruir todas las viviendas del sector, mientras paralelamente inició un proceso que se denominó de inclusión social de estas familias, cuyos objetivos eran:

• Devolverles la civilidad, facilitando y acompañando en los procesos de consecución de existencia legal.

• Darles acceso a los servicios del Estado.

• Regularizar la vida familiar.

• Ayudar en la lucha contra la drogadicción.

• Orientar en la consecución de un trabajo y una vivienda dignos.

Contextualización: el campo mental

¿Qué era la Calle del Cartucho? Se trataba de un sector de la ciudad de Bogotá deprimido, ruinoso, sucio y peligroso en extremo. Cubría unas cuantas cuadras en el centro de la ciudad, los metros cuadrados más peligrosos de todo el país, más incluso que las llamadas zonas rojas, donde operan los grupos al margen de la ley. Acogía la mayor concentración en la ciudad de hampones, drogadictos, delincuentes, mendigos, cartoneros, prostitutos de ambos sexos, asesinos, organizados alrededor de las “ollas” (lugares de consumo de bazuco), provenientes de todas las clases sociales.

Todas estas personas se concentraban en el sector, y después de ciertas horas era muy peligroso transitar por allí, porque el riesgo de cualquier tipo de ataque era seguro y la posibilidad de salir vivo, mínima para alguien que no pertenecía al área y manejara los códigos culturales de la zona.

Podría decirse que la Calle del Cartucho fue el “estercolero” o la “fosa séptica” de la ciudad de Bogotá. Lo peor que a alguien le podía suceder era acabar en el Cartucho. Estar viviendo allá era sinónimo del deterioro total como ser humano, haber llegado a la condición de “infrahombre”. De ahí que el apelativo más común para los habitantes era el de “desechables”, seres carentes de todo valor.

Descripción del momento

La gran mayoría de estas personas son seres humanos muy golpeados y terriblemente dañados en sus vidas previas a su llegada al sector. Son seres que no sienten tener espacio y lugar en otra parte y, fi nalmente, se adaptan a ese estilo de existencia, a pesar de la dureza de las condiciones. Este era el caso de F (9), una mujer de 36 años de edad que llegó huyendo del maltrato y el alcoholismo de su marido. En su relato puede percibirse la crudeza y la descomposición social con que el sector acoge a sus habitantes:

Yo he visto cosas terribles en el Cartucho. Imagínese que un día presencié el parto de una muchacha en plena calle. La muchacha estaba fumando bazuco en una pipa y no soltaba la pipa, seguía y seguía fumando mientras el chino ahí en medio de la calle estaba naciendo. Ella misma le cortó el cordón umbilical sin soltar la pipa de la boca. El niño tenía los pulmones por fuera, o eso era lo que decían de esas dos lengüitas que le colgaban del pecho. Nació muerto y la vieja seguía drogándose como si nada.

Este es un relato que habla por sí solo de cómo es la vida en la ciudad-infi erno. En este “estercolero social” el sentimiento organizador es la desconfianza, lo cual está en perfecta sintonía con el efecto principal del bazuco (la droga más consumida), una reacción paranoica aguda. Esta desconfianza básica responde también al alto grado de criminalidad que no es posible cuantifi car por lo cotidiano y secreto, expresado por F (16) en los siguientes términos:

Si lo coge la noche en el Cartucho, trate de quedarse quieto en la oscuridad y que nadie lo vea, porque de lo contrario tenga por seguro que lo matarán las bandas que recorren el sector en busca de matar al alguien por el solo hecho de matar.

Una vez alguien cae en el Cartucho, no es posible que pueda incorporarse a la vida anterior. El poder de atracción es tan potente que para poder salir es preciso ser rescatado; no hay otra posibilidad. El submundo engulle paulatina e inexorablemente a quien llega a establecerse en esa realidad primaria, primitiva y arcaica, ideal para romper con cualquier conexión con el pasado (un pasado doloroso y terrible generalizado).

Estas personas parecieran vivir en las condiciones de una horda primitiva, con una ausencia total de límites físicos, hacinamiento y tal desaseo que incluso pueden llegar al extremo de convivir en el mismo espacio con excrementos humanos y de los animales que los acompañan; en verdaderas cuevas neolíticas.

Origen de las familias

Lo común en todas estas familias de las cuales se hizo un genograma es que muestran una clara y contundente ruptura con el pasado. En los genogramas a duras penas era posible obtener información de los padres y cuando lo era, aparecía insufi ciente e incompleta. Los genogramas se hacían con toda la familia presente. Lo llamativo era que los padres, que desde niños se habían instalado en el Cartucho, tenían un vago recuerdo de sus propios padres y no sin frecuencia carecían de información de alguno de ellos.

Todos (corroborado por historia clínica) provenían de familias disfuncionales donde el maltrato y el abuso habían sido cotidianos. Esta condición existencial los había obligado a huir y buscar refugio en la calle hasta que fi nalmente recalaron en el Cartucho, donde se establecieron y entraron en contacto con la droga y el delito. En todas las familias entrevistadas ambos padres habían sido niños de la calle.

Provenían de familias expulsoras. Habían huido del maltrato y el abuso en todas sus variedades, entre los 5 y 15 años de edad, para nunca más volver. Todos comparten que llegaron al Cartucho “huyendo” de la dureza de sus vidas y buscando un lugar donde nadie se atreviera a ir a buscarlos por lo peligroso.

H es un hombre de 31 años de edad. Llegó al Cartucho proveniente de otra ciudad. Su madre hace 20 años se había fumado en bazuco un dinero de la lotería que vendía y para evitar represalias huyeron de la ciudad y llegaron al Cartucho, donde una de las hijas se dedicó a la prostitución. Dos de los hijos, H y su hermano, se dedicaron al negocio de la distribución de droga. Otro hermano fue asesinado, porque no pagó la droga que había consumido, y H, que hizo bastante dinero (y lo cargaba siempre encima), sufrió varios atentados: “En el último me pegaron siete tiros y me tuvieron que reconstruir parte de la carótida, toda la mandíbula inferior es metálica y la laringe me la sustituyeron con un aparato” (F 4).

En otro testimonio, una mujer ya casi anciana relata que fue llevada desde el campo a la ciudad por sus padres para que trabajara en una casa en servicio doméstico, a los trece años de edad:

Y allí fracasé [fue violada] con el hijo del señor y quedé embarazada y por ello me echaron a la calle. Mi padre, en lugar de recogerme, me echó también a la calle. Ahí comencé a vivir en la calle del Cartucho como mujer de la vida. Tuve 16 hijos, todos de padre diferente. En el año 68, ya estaba muy cansada de esa vida y me fui para Cúcuta. Allí conocí a un hombre que me sacó de la calle y les dio apellido a mis hijos. Hasta que hace unos años me le volé, porque ya estábamos, desde que salió en el año 80, consumiendo bazuco y ya me daba maltrato. Así que me vine con mis hijos para Bogotá y volví a la calle del Cartucho. (F 5)

Llegados al Cartucho, al cabo de un tiempo relativamente corto, todos terminan en el consumo de bazuco, una droga cuyo efecto fundamental, descrito por los mismos consumidores, es la paranoia, que a su vez obliga a consumir una y otra vez hasta el agotamiento. Pero la paranoia y desconfi anza no se circunscriben al efecto transitorio de la droga, continúan en la cotidianeidad instalados como parte de la fi sonomía existencial de los habitantes de esta calle. La vida se desenvuelve en cómo lograr dinero para el consumo y, por lo tanto, la prostitución, el robo, el crimen, la distribución de drogas o, en algunos casos, el reciclaje de basura son las formas más habituales de supervivencia.

Precisar en estas personas fechas de nacimiento, cálculo de años, días especiales y demás aspectos de datación es extremadamente difícil, lo que hace muy laboriosa la recolección de información fi able. Con la ruptura de sus orígenes parecieran haber iniciado un destierro que bloquea sus recuerdos pasados antes de llegar al sector. A partir de su llegada comienza una nueva contabilidad del tiempo, un tiempo sin tiempo. Realizar algún tipo de búsqueda de información resulta desgastador, la mayoría de datos son aproximaciones.

El 100% de los casos entrevistados no recuerda ancestros más allá de la generación anterior (sus padres). Muy pocos recuerdan o han tenido contacto con sus abuelos, o no los conocieron o si lo hicieron fue casualmente. Esto nos muestra una clara ruptura transgeneracional, el contacto con el pasado familiar y los vínculos son en extremo precarios. La experiencia de exilio, el ostracismo y el aislamiento de sus orígenes, los sitúa en el Cartucho como en un territorio de colonización en el que establecen su origen y su identidad después de la huida. Lo que todos recuerdan con precisión es cómo y por qué llegaron. Son historias fundacionales llenas de sufrimiento y de dolor que parecen haber instalado en ellos una impronta mediante la cual el resto del mundo es una amenaza de la que deben huir. Llegaron en busca de refugio, exiliados por el dolor infringido por aquellos quienes se supone deberían haberlos protegido, cuidado y sobre todo amado.

En el Cartucho encontraron protección, un gueto en el corazón de la ciudad y del poder, una ciudad amurallada por el desprecio que los incluye y por el temor que genera hacia fuera. Este doble anillo amurallado preserva a los ciudadanos de bien de adentrarse en este territorio sin ley.

La familia: estructura y organización

De las 106 familias entrevistadas se realizó un genograma lo más completo posible, en el cual se intentó abarcar cinco generaciones. Del grupo de padres, esto es 212 personas, sólo recuerdan el segundo de sus apellidos 40 personas (18,9%). Los padres (los que llegaron cuando niños) no recuerdan a sus cuatro abuelos en un 100%, tres abuelos en un 100%, dos en un 95% y uno en 90%. Los hijos ya nacidos en el Cartucho no conocen a sus cuatro abuelos en un 100% y mantienen el mismo porcentaje con respecto a tres, dos y uno de sus abuelos. Esto plantea, a todas luces, una ruptura radical y el quiebre total con el origen y la familia extensa en la que la conexión transgeneracional se diluye casi totalmente. De hecho, cuando se les pregunta a estos niños, no tienen conciencia de pertenencia a ningún otro grupo social que no sea al que constituyen con sus padres.

Para ellos la historia familiar comienza con los padres, no con los abuelos u otras personas anteriores, de modo tal que el esquema general es el siguiente:

Abuelos (A): conocidos para (B) por ser sus padres y desconocidos para (C).

Padres (B): llegaron al Cartucho cuando eran niños, huyendo de la vida con (A) con quienes rompieron. Conocen muy poco de sus abuelos.

Hijos (C): nacieron en el Cartucho, sólo conocen a (B) y nada saben de (A).

Esta ruptura transgeneracional tiene una gran trascendencia familiar y social. Muchos aspectos de aprendizaje social, costumbres, cultura, valores morales y éticos y un sin fi n de conocimientos son trasmitidos de padres a hijos; sin embargo, otros muchos sólo se trasmiten de abuelos a nietos, saltan de generación. Aspectos del pasado remoto familiar, solo los abuelos están en disposición de comunicar puesto que son la conexión con un pasado desconocido, inconsciente, implícito y muchas veces secreto que se pretende olvidar.

El pasado roto se llena de distorsiones y se sustituye por proyecciones esquizo-paranoides que lo hacen absolutamente persecutorio, plagado de fantasmas y amenazas confusas. En los diálogos, la mención de la familia antes de llegar al Cartucho genera rechazo y molestia, expresada con mucho malestar, incluso suscita la amenaza de interrupción de la conversación si se pretende proseguir. Recordar es sinónimo de sufrimiento y dolor. La consigna es olvidar, olvidar a como dé lugar, a costa de olvidarse de sí mismo.

La línea de conducción de valores provenientes del pasado por vía de la familia de origen con sus contenidos morales, económicos, religiosos, míticos, se desvanece. Con ello la cultura oral que toda familia tiene de historias, anécdotas, mitos, leyendas y creencias se esfuma y comienza con contenidos originados en el Cartucho. Ya no cuentan historias que oyeron a sus padres o abuelos, no comienzan con “me contaron...”, “escuche a... decir que...”, “mi padre decía...”, “mi abuela me relataba que...”. Sus historias se inician con “yo lo vi...”. Pertenecen a una cultura oral donde los relatos no son contados y traídos del pasado, son extraídos y extractados de la realidad cotidiana, “me pasó...”:

Yo distribuía bazuco y andaba con pistola y moto. Siempre cargaba la plata conmigo. Cada dos horas cobraba quinientos mil o cuatrocientos mil pesos. Generalmente los distribuidores andábamos armados con metralleta, pero a mí me gustaba más la pistola. Con esa misma pistola me dieron siete tiros. (F 4)

Yo vi cómo a un tipo por no pagar la droga que llevaba varios días consumiendo lo cortaban con una motosierra y lo botaban en una bolsa a la basura. (F 15)

Estas personas viven en un estado en el que las pasiones están a fl or de piel, sin mediaciones como la contención o la refl exión. De hecho, la ley del Talión organiza las actividades y todos se atienen a su efectividad implacable. El presente cotidiano provee historias más espectaculares, de impacto emocional instantáneo que cualquiera que provenga del pasado. Por ello el pasado para estas personas carece de valor si sobrepasa los límites de lo que ellos han vivido directamente y pueden relatar como protagonistas.

La vida adquiere unos caracteres de brevedad inusitados, y esa es la razón por la cual el concepto de ancianidad, abuelo, viejo, no tienen mucho signifi cado; son conceptos en gran medida inaccesibles para su experiencia existencial. No tiene sentido acumular experiencia, conocimiento o sabiduría. Viven en un mundo en el que no son de utilidad y si los adquieren sólo es con un valor de utilidad práctica para el momento. Es una sociedad no preformativa, es decir, la experiencia y la existencia de las generaciones previas no existe, no existen ancianos: la historia comienza con una ruptura.

Lo social

La ruptura con el pasado familiar se acompaña también de un distanciamiento con el resto de la sociedad, a la cual acceden en la condición de mendicantes de la caridad pública, delincuentes o recicladores. Habitantes de una isla esculpida en el corazón de la ciudad ejercen una función esencial para la sociedad. Esta necesita en su forma capitalista de organización un lugar que sirva de basurero para los deshechos del consumo. Allí van a parar todos aquellos que son expulsados y quienes no alcanzan a formar parte de los circuitos de producción y consumo de primer nivel.

Naturalmente, se convierten en una carga social, porque los diferentes estamentos sociales en todos sus estratos, clases y niveles no consumen a estos seres humanos. Ya no son bienes de consumo para el sistema, que para mantener el nivel de riqueza sostenible de las clases más favorecidas necesita seres humanos de baja condición que les sean útiles. Estas personas no alcanzan ya a entrar en esa dinámica. Están por fuera del juego social, al margen, son los marginales, aquellos a quienes es preciso expulsar del circuito social y encerrar en una prisión de régimen abierto cuyos muros no son físicos, pero son de mayor contundencia, porque son de carácter adictivo a un veneno contundente que de seguro los eliminará.

Como diría Abempache (1), el escritor árabe de Zaragoza, en una sociedad de cafres, llena de maldad, la única alternativa es el exilio interior, en el cual uno puede gobernarse a sí mismo, alejado de los demás. Y estas familias son exiliadas sociales en una isla de ostracismo que la sociedad necesita imperiosamente para decantar sus descomposiciones y los deshechos humanos que produce. Sin embargo, como lo muestra el ejemplo, también pretende despojarlos de lo más valioso que tienen: los hijos, para reincorporarlos como la fuerza bruta que necesita de gentes pobres en todo sentido pero útiles para su consumo:

A mí me abusaba mi padre y desde antes de los diez años vivo en el Cartucho y me dedico a la prostitución. Tengo dos hijos y yo he visto siempre por ellos y me he matado por ellos, pa’sacarlos adelante. Yo nunca los he maltratado, nunca les pego, siempre van limpios y bien vestidos y comen bien. Pero la funcionaria de la Comisaría de Familia decidió quitarme a mi hijo mayor y lo entregó a una institución de protección de menores. Ahora quieren quitarme a mi hijo menor porque yo y L. dizque somos una pareja irregular, porque somos lesbianas y vivimos juntas, pero los niños están bien con nosotras. (F 2)

En un sentido complejo, esta isla tiene una función psicológica importante, en la medida en que ejerce de estercolero. Se torna en fundamental para mantener el juego de relaciones y roles sociales, puesto que con la anormalidad que muestran al lado de la frontera social que ocupan, logran establecer una diferencia infranqueable que contrasta con la de los normales a quienes ver la miseria de aquellos los hace sentirse bien, integrados al cuerpo social. Así, ciertos grupos se dedican a hacer una “limpieza social” con estas gentes, como un eufemismo de una secreta labor de exterminio. La isla de anormales no debe sobrepasar un límite, parece ser la consigna social.

A pesar de ser un lugar caótico y descompuesto, ha funcionado como un segundo hogar para gran parte de niños que en algún momento trabaron contacto con el lugar:

Yo vendía desde muy chiquita el periódico en la calle, y ayudaba a mi madre. Un día, cuando tenía más o menos ocho años, conocí a una niña de la calle como de mi edad que tenía una mancha que le cogía casi todo el rostro. Yo tenía mucha curiosidad por saber qué era aquello, así que un día me acerqué a ella y comenzamos a conversar y le pregunté que qué era aquello y me dijo que era un lunar. Y así estuvimos las dos hasta cuando me di cuenta de que eran las doce de la noche y ahí me dio mucho miedo en devolverme para la casa, porque mi mamá me podría castigar. Durante varios días guardé los periódicos y la plata, pero después de estar sin comer me la gasté. Así que me quedé en la calle del Cartucho con esa niña y no volví a casa, sino como al cabo de casi dos años. Mi madre pensó que yo me había muerto, imagínese. Y así estuve una temporada en mi casa pero luego me fui. Así estuve toda la vida, iba y venía a la casa, pasaba uno, dos, tres años sin ir a la casa y luego me iba para allá unos meses y volvía a la calle del Cartucho... (F 10)

Este testimonio puede extrapolarse a otros miembros del sector. Relatos como este son muy comunes entre quienes llegaron siendo niños. Se hace notorio el hecho de que en un inicio se trataba de un refugio, un espacio de protección que con el tiempo se transforma en una cárcel sin barrotes, donde no existe la obligación de permanecer, pero el efecto expulsor de la sociedad de bienestar, sumado al efecto atractor (sin ley, ni límites, una invitación al estadio más arcaico y primitivo del ser humano, a una oralidad sin medida o bien a una sensación más arcaica como es la atracción del olor producida por el bazuco, según lo describen absolutamente irresistible), con todas las seducciones orales y olfativas, lo ubican en la dimensión de un gran espacio simbiótico materno, con huecos (úteros) llamados “ollas”, en los cuales se meten a consumir durante largas horas y días, hasta incluso encontrar la muerte por el exceso, en busca de un paraíso perdido.

Una horda organizada en torno a la oralidad y al olfato tiene muy pocas posibilidades para el desarrollo de la refl exión como parte de su funcionamiento cotidiano. La impulsividad y la compulsividad son la herramienta social más frecuente. La palabra está depauperada en su función social —aspecto evidente cuando se pretende establecer un diálogo—, y la actitud fl uctúa entre la irritación y la molestia. Existe una ley del silencio que opera con gran efectividad. Sólo se habla de lo que se ve, nada de lo que se oye. Por lo tanto, hablar es un riesgo, es peligro de muerte, “el que habla se muere, doctor”. Por ejemplo, cuando mencionan a un personaje al que denominan el “Destripador del Cartucho”:

Si usted pregunta por el “Destripador del Cartucho”, nadie le va a hablar de él. No existe. Pero la realidad es otra. Existen grupos de limpieza social que se dedican a matar gente del sector. Pues bien, hay una persona que vive en la zona, elegante, bien vestido, que en el pasado quiso ser médico, pero no pudo serlo. Él se encarga de recoger los cadáveres de los asesinados y dentro del cuartel de la Policía se dedica a descuartizarlos y desmembrarlos. Selecciona las diferentes partes y las mete en bolsas que después recogerá el camión de la basura. Todos en el Cartucho le tienen un gran temor y miedo. Por eso nadie habla de él. No existe. (F 66)

Hay organización a través de mitos y relatos compartidos que van defi niendo elementos de la subcultura y los visibilizan. El relato, además de sobrecogedor por la crudeza, muestra en síntesis más allá de la veracidad de los hechos, una realidad sobre la muerte. Ni siquiera la muerte los equipara a otros seres humanos; no existe la conciencia del respeto por el cadáver, sólo es un deshecho, y las representaciones simbólicas de la muerte se reducen a la basura (de la que muchos de ellos viven). Aun si el contenido del relato tiene o no alguna veracidad, implica una cosmovisión sobre la vida, el cuerpo y la sociedad. La vida desvalorizada, el cuerpo un objeto sin valor que no amerita rituales y la sociedad como amenaza que destruye. Otros relatos complementan el anterior:

No, doctor, no es uno solo, son varios. Son la gente de los jíbaros [vendedores de droga]. Generalmente a los que matan son a los faltones [habladores], los soplones o los sapos. Los cogen por el día y los amarran en una casa, en un cuarto durante todo el día y llegan por la noche, le ponen una cinta gruesa en la boca y lo descuartizan con machete, con serrucho, o si está gordo, con un hacha. Otras veces los meten en una tina grande de agua boca abajo durante el día y en la noche vuelven a descuartizarlo. Lo meten en una bolsa de basura y luego los echan en los containers de basura. Lo he visto hacer, porque conozco a algunos de los que lo hacen, pero uno nunca habla eso con ellos, porque allí impera la ley del silencio, nadie ha oído nada, ni ha visto nada. También en otras ocasiones los echan en un hueco que había en el Cartucho donde se juntaban las alcantarillas de la zona y el agua llegaba hasta el río Bogotá. En una ocasión el agua se empezó a salir, y cuando fueron a destapar se encontraron varios cadáveres atravesados. No crea que me lo estoy inventando, doctor. Todo es cierto, porque yo lo he visto. (F 11)

Pero no es la única mitología alrededor de la muerte y del proceso de deshacerse de los cadáveres. También existe la modalidad de esconderlos en los tejados de las casas:

Eso hasta en los tejados han encontrado cadáveres. En cierta ocasión, cuando fueron a desbaratar una casa, y varias veces se han encontrado cadáveres en los tejados de las casas, bajo las tejas. (F 29)

Eso hay gente que se desespera si un día no ve sangre, si no tiene sangre en las manos. Tiene que matar a alguien. Y si soplan, se enloquecen y salen a matar a quien sea. (F 51)

Los cuerpos son algo para desaparecer, pero no son objeto de rituales funerarios. Se deshacen de ellos porque no hay tierra que los acoja, ni crematorios que los quemen. Son un lugar de destrucción.

El tiempo

Esta gente no tiene una clara concepción del tiempo lineal, como un proceso que avanza inexorablemente. Es llamativo que ninguno de ellos usa reloj y no se rigen por el tiempo ofi cial. Ninguno de ellos puede precisar con exactitud cuándo llegaron al Cartucho, ni cuándo abandonaron sus familias de origen. Siempre son apreciaciones aproximadas. Al igual que presentan gran difi cultad para determinar la edad de las personas cercanas (padres, madres e hijos), desconocen fechas de nacimiento y otras fechas que socialmente son signifi cativas, como en las que comenzaron a vivir juntos como pareja.

Es notoria la gran imprecisión para encajar ciertas épocas de sus vidas en un relato coherente y ubicarlas en el pasado. El tiempo pareciera fragmentado en grandes bloques, dentro de los cuales los recuerdos se vuelven un magma caótico. Esto hace que cuando relatan aspectos de sus vidas no tienen claridad de si fue antes o después que otro, así el tiempo no parece ser vivido como una secuencia, sino entrecortado, a pedazos. Los episodios de varios días de consumo dejan vacíos en la secuencia del tiempo que no pueden ser llenados o bien son llenados con contenidos fantasiosos similares a los de la confabulación del alcohólico. Un tiempo sin tiempo, donde el hilo conductor entre pasado, presente y futuro está enredado y no es claro.

El ritmo de sus vidas no responde a los horarios. En la institución, los horarios son transgredidos constantemente, por lo cual es necesario que los operadores deban estar recordando con constancia los ritmos de las actividades (desayuno, comida, citas, etc.). Habituados como están a una vida sin límites para sus actos, se mueven al ritmo de la salida y el ocultamiento del Sol; pero no pueden concretarse en la secuencia numérica de los horarios. Por ello no tiene ningún sentido la palabra horario. No la necesitan, no es un parámetro, ni sirve de coordenada para sus actos.

Los ritmos del tiempo están supeditados a la fi siología con mucha más intensidad de lo que en el resto de las personas acontece. Si bien cada ser humano posee sus propios biorritmos de todo tipo (alimentación, necesidades corporales, sueño, trabajo, etc.) y los vive adaptados y en conexión con una red compleja que incluye familia, etnia, sociedad y cultura que como consecuencia genera la incorporación de la espera en sus necesidades, deseos, intereses, valores y sueños, para fi nalmente consolidarse en la noción de límite, en las personas del Cartucho esperar no es una noción fácil de manejar. Por lo tanto, el tiempo se diluye como concepto y subsecuentemente la noción de límite.

Sus movimientos se producen merced a la perentoriedad que sus necesidades les imponen. El tiempo se extiende o se reduce en dependencia del deseo; es algo inscrito en el cuerpo y en los ritmos biológicos. La perentoriedad que impone la ansiedad permanente difumina la referencia al tiempo social. Si tienen hambre, comen; si no, no. Si tienen plata, no trabajan; si no la tienen, trabajan, rebuscan o roban. Cualquier intento de que se ajusten a un horario es vivido como una invasión o una imposición insoportable que, con frecuencia, es interpretado como una agresión.

Son personas que se mueven en un magma de ansiedad. La necesidad de calmarla, bien por el consumo de drogas o por otra cuestión, moviliza sus actos. Mientras tanto la inactividad es total. Y en esa inactividad estas personas parecieran estar congeladas. Esto hasta que de nuevo se impone alguna necesidad instigada por la ansiedad.

El cuerpo determina qué se hace, cuándo y cómo. Así es como desde este referente abordan la existencia y la interpretación del universo que los rodea. Ahora bien, en el cuerpo se inscriben diversos ritmos y circuitos temporales, porque el cuerpo con todos sus interjuegos homeostáticos tiene la condición de un sistema abierto que funciona en una compleja gama de ritmos circulares (relacionados con circunstancias extracorporales que son sociales), que tratan de mantener su estabilidad, y asociados mantienen la del cuerpo total (el yo y los otros). Pero la circularidad en ellos está remitida al cuerpo y no incluye a los otros y se anula así la presencia del tiempo lineal, dado que una y otra vez se repite la misma situación. El tiempo lineal requiere la claridad de la conciencia, y esta se establece siempre con la presencia incorporada de los otros.

El principio organizador de sus vidas es el consumo de la droga, que calma la ansiedad. Como sistema abierto que es un cuerpo, además de los aportes de necesidades fi siológicas que han de ser incorporadas del medio, ellos incorporan la droga como un elemento sucedáneo (con efectos supletorios) de necesidades fi siológicas alimenticias (para quitar el hambre) y necesidades familiares y sociales (nutrición afectiva) para matar la tristeza y el dolor.

En este sentido, esta gente, cuyo móvil es la ansiedad: ¿qué buscan? ¿Adónde pretenden volver? Sin duda, a un estadio anterior al del sufrimiento, el dolor y la desesperación. Todos ellos funcionan con sus parámetros orales de ansiedad o incluso más arcaicos. El intento de volver a un estadio preansioso, quizás uterino, donde los referentes espacio-temporales están suspendidos.

De hecho, las drogas saturan su fi siología, así como lo puede hacer el torrente de sangre materna con el feto. Y la saturación da calma y placer, anula por completo la ansiedad, la conjura, y al unísono paraliza el tiempo. Viven de período en período de hibernación, salpicados de momentos de acción para volver a la hibernación. El tiempo se corta en un antes (mundo de sufrimiento y de dolor) y un después (en el que viven, en una huida hacia delante en la búsqueda de satisfacciones una y otra vez en pro de una felicidad escurridiza). Es un tiempo indiferenciado, sin futuro, ni pasado, sin años, días, sin sucesión. Es en sí mismo una cesura.

El espacio

Los espacios que habitan son émicos, espacios de extraños con los cuales está prohibido el contacto físico, el diálogo y el intercambio social o cualquier forma de entablar algún vínculo de comunidad (2). Son lugares de recogida de expulsados de otros ámbitos. El Cartucho es una forma refi nada de gueto urbano, donde la separación espacial del resto de la ciudad se establece en un territorio de varias cuadras. Opera el acceso selectivo para quienes pretenden introducirse en él y ocuparlo.

La posibilidad de entrar está mediada por el ritual del consumo. Así como el resto de la ciudad posee sus centros comerciales, verdaderos templos del consumo; los marginales, emulando los rituales de esa religión de la posmodernidad, acceden al Cartucho para consumir hasta la saciedad y la saturación todo tipo de drogas en las capillas que llaman “ollas”.

Esta última palabra tiene inevitables connotaciones orales y de hogar. En esos lugares de consumo pueden permanecer horas y días en una orgía de droga, ausentes del mundo circundante y en la presencia de otros que están ahí con el mismo y único propósito de consumir hasta no poder más o morir. Son un tránsito a la aniquilación. El resto de la ciudad así lo espera, puesto que constituyen el excedente y la escoria social que desluce el paisaje urbano.

Se trata de un no lugar. “Los no lugares son espacios ostensiblemente públicos pero enfáticamente no civiles: desalientan cualquier idea de permanencia, imposibilitando la colonización o domesticación del espacio” (3). Son espacios de paso que aceptan la estadía prolongada de extraños, pues una presencia estrictamente física no se traduce en relaciones: “es un espacio despojado de expresiones simbólicas de la identidad, las relaciones y la historia” (4).

En ellos no se construye comunidad, porque no hay otros, sólo gente que transita como lo pueden hacer por un aeropuerto o un centro comercial. Y como sucede en estos lugares, son así mismo espacios vacíos, desprovistos de sentido, no hay con quién entablar una relación, puesto que todo es efímero, nada está diseñado para la civitas. De hecho, están fuera de la ciudad con frecuencia, emergen como unos espacios sobrantes, como un excedente que está lleno y vacío al tiempo.

Los marginales los colonizan y utilizan como campamentos o avanzadas en medio de la ciudad que los excluye. Son sobre todo espacios para la acción y no para la interacción, y al igual que en un aeropuerto, cada cual va a lo suyo, afanado por sus intereses. El Cartucho emerge en medio de la ciudad como un desafío. Los espacios vacíos no aparecen en el mapa de la ciudad que cada ciudadano de bien se hace con base en la experiencia, porque jamás acceden a ellos, son huecos en el paisaje citadino. El Cartucho y su gente no aparecen en el mapa, porque como dice Bauman:

El vacío del lugar está en el ojo de quien lo contempla y en las piernas del habitante o en las ruedas de su auto. Son vacíos los lugares en los que no entramos y en los que nos sentiríamos perdidos y vulnerables, alarmados y un poco asustados ante la vista de otros seres humanos. (4) El Cartucho es un lugar tallado dentro de la ciudad, protegido, al margen de los otros que son extraños, seres inaccesibles con los que sólo se puede relacionar pidiendo, robando o reciclando. Así, lo que une a la gente del gueto no son intereses comunes, sino la herida abierta de un mundo expulsor.

Desde esta experiencia, el referente fundamental espacial es el cuerpo. Su espacio físico es pericorporal. Su único equipaje es un cuerpo que emigra a cualquier parte; por ello se apropian fácilmente del espacio de otros, del público. Así colonizan todos los lugares disponibles de la ciudad. Más allá de los límites fi siológicos del cuerpo, no existen referentes válidos. Ni la familia original con su espacio, ni la sociedad, etc. Nada. Están al margen, en la orilla misma de todos esos espacios.

La noción de derecho no se halla inscrita en sus espíritus. Son “desechables” y, por lo tanto, carecen de derechos explícitos. Como tal, la sociedad civil, representada por el Estado, aparece como salvadora, al darle una caridad pública como sucedáneo, pero nada tiene que ver con la recuperación de los derechos. En este sentido es preciso recordar el concepto de derecho:

Un poder simbólico que nos permite alcanzar cosas que no podríamos conseguir con nuestras propias fuerzas. Amplía pues nuestro campo de acción, nuestras posibilidades. Cuando digo que tengo derecho de propiedad sobre mi casa, quiero decir que voy a poderla mantener aunque mi vecino la codicie y sea más fuerte… (5)

El Estado pretende darles algo gratuitamente (a cambio de abandonar su gueto y su espacio físico por precario que sea) y ellos tienen que confi ar en la fi ducia afectiva que ello representa por nuestra parte (como representantes del Estado) y en los votos de buena fe que hacemos. Pero, en última instancia, somos colaboradores de un sistema social perverso que quiere borrar su presencia (su espacio físico y a ellos) y no integrarlos genuinamente en la red relacional que implica, porque el derecho requiere que los otros como comunidad los reconozcan.

A pesar de ello, siguen siendo seres sin derechos. “¿De dónde puede provenir esa fuerza que va a conceder efi cacia a los derechos? Sólo puede venir del reconocimiento activo de la comunidad. Por ello, el mundo del derecho no consagra el egoísmo, sino la solidaridad” (5). ¿Cómo entonces integrarlos al espacio social si ni siquiera son vistos como sujetos de derecho, puesto que son desechables?

Han aprendido a ver el mundo desde una premisa binaria: inclusión- exclusión. “La inclusión existe cuando en el sistema social se reconoce una relevancia especial de sistemas orgánicos y psíquicos del entorno bajo la forma de personas” (6). La exclusión aparece “cuando un sistema acepta producir indiferencia, inconsideración y rechazo frente a otras personas […] Las exclusiones se fortalecen unas a otras, y a partir de cierto umbral, la supervivencia como cuerpo absorbe todo el tiempo y las fuerzas restantes” (6). Así se genera la perpetuación de una frontera invisible que los acompaña por todas sus movilizaciones. El límite espacial es contundente, aun no habiendo una barrera física es claro un surco simbólico que los ciudadanos reconocen de inmediato.

Frente a la innecesaria presencia física de este sector de la ciudad, no es fácil comprender por qué ha permanecido tantos años. Sin embargo, desde una perspectiva compleja, se hace necesario como el lado de una integración negativa (6) mediante la cual ejerce de cierre del sistema social, hasta ahí llega la sociedad, a partir de ahí sólo está el cuerpo, el propio cuerpo para el que trabaja en función de mantenerlo vivo, someter el hambre, ejercer la violencia y la sexualidad como sucedáneos de lo relacional.

Ciclo vital familiar

Las historias de inicio de una relación son de gran simplicidad. Un encuentro en la calle, un compromiso para conseguir droga, la casualidad de una circunstancia que requiere protección, etc. No es el deseo de la conquista o de ser conquistado el móvil del encuentro, pues no hay un proceso de seducción. I y A se conocieron de la siguiente forma:

Yo estaba fritando en una hoguera que hice al pie de la calle un pedazo de tocino que había conseguido. Estábamos varios tipos al pie del Cementerio Central, usted lo debe conocer. Entonces por ahí pasaba A. La vi y le dije si quería comer algo de lo que estábamos fritando. Ella parecía tener hambre y aceptó. A partir de ahí comenzamos a frecuentarnos, sobre todo para compartir la droga, y así un buen día estábamos juntos y así llevamos siete años. (F 18)

Como esta situación se repiten otras, una y otra vez. Son relaciones que comienzan de forma coyuntural y en la que no parece haber el ánimo de conocerse, de construir nada, salvo un acuerdo tácito de solidaridad en el consumo y en la búsqueda de protección. La familia R-S inició su relación de la siguiente manera:

Yo iba todos los días a consumir trago con un grupo en la Plaza de España. Allí nos la pasábamos tomando. Un día vino él también al grupo y tomábamos juntos, como todos. Un día que no teníamos trago, yo me fui a conseguirlo a otra parte y él me siguió. Así comenzamos juntos a tomar trago. Ya no nos íbamos con los otros. Nos salía más barato y permanecíamos tomando mucho tiempo así. El sexo vino mucho tiempo después y nos fuimos a vivir juntos. Pero lo que nos juntó fue el trago y que cuando uno no lo conseguía, lo conseguía el otro. (F 25)

Este inicio, relacionado más con el consumo que con los afectos, más con la ansiedad compartida y combatida en conjunto, es un elemento repetido hasta la saciedad en todos los genogramas realizados, lo cual hace de las relaciones un mundo sometido a la inercia de la existencia en el consumo, más que la posibilidad de dirigir la vida propia y las vidas de pareja. Ellos no llegan a la vida de pareja como el fi nal de un proceso de mutuo acuerdo; arriban a ella como consecuencia de la confusión del consumo, de la obnubilación de sus entendimientos, de la necesidad de tener un seguro y garantía de un proveedor de droga o de alcohol.

Las claves para el inicio de una relación son el consumo compartido, la protección ante una vida llena de peligros cotidianos a los que la muerte está invitada permanentemente, la solidaridad ante la ansiedad y un destino maldito. El afecto, el amor, el enamoramiento no parecen tener un valor esencial en su encuentro; surge muy rara vez, entre otras cosas, porque no saben ni el signifi cado, ni el sentido que ello pueda tener. Al menos no lo entienden como algo más importante que el consumo o la protección. Además, enamorarse o querer a alguien es una experiencia que puede ser fuente de dolor, y por ello es mejor no experimentarlo. De ahí que las pérdidas, los abandonos no sean elaborados y son siempre sustituidos por el consumo de drogas. No es importante amar, nunca lo fue en sus vidas. Por lo tanto, cuando se juntan no les parece importante desarrollar el vínculo en esa dimensión del amor.

La familia se organiza en derredor de la búsqueda de protección, de la sobrevivencia, de la provisión permanente de droga y de la solidaridad para el delito frente a una sociedad que los desecha y los deja al margen, fuera de los invisibles muros sociales. Con ello se consolida la visión negativa del ámbito social como expulsor, discriminador, maltratante y abusador, argumentos sufi cientes para replegarse al gueto y sostener el aislamiento, la soledad y el ostracismo.

Un hecho íntimamente asociado con esta forma de inicio de sus relaciones es cómo con el abandono del consumo se inician graves problemas de pareja. A los pocos meses de dejar el consumo fuerte, comienzan los confl ictos a hacerse más explícitos y notorios. Como se expuso, su vinculación inicial estuvo mediada por la droga y su consumo, es decir, un elemento externo (exógeno) que no pertenece ni a la fi sonomía, ni a la fi siología de ninguno de los dos. Por lo tanto, no se trata de un encuentro de los dos, sino más bien de una confl uencia de los dos en un tercer elemento, una especie de cordón umbilical que los mantiene unidos por medio de la ansiedad del consumo.

Esto no facilita consolidar vínculos, no permite una estructuración como pareja, ninguna organización en ese sentido. Se estructuran ambas personas en un triángulo perverso en el cual el otro y la droga son los dos lados restantes. Se forma una relación simbiótica, indiferenciada a partir de la droga, en la cual todo se mueve alrededor de conseguir el motivo de su vínculo, de calmar la ansiedad entre los dos (una alianza terapéutica que evoca el deseo de completud). La imagen de un cordón umbilical que los une y que está compuesto por droga ilustra gráfi camente su unión enfermiza.

Merced a la presencia y a la acción adormecedora de la droga, se diluyen o al menos se ocultan los confl ictos, las diferencias, las tensiones, es decir, todos aquellos aspectos de una relación, en cuya resolución se va consolidando el vínculo de pareja. Es decir, con la droga no es posible el confl icto. Este queda siempre supeditado a la necesidad de consumir, lo cual es tan intenso que no permite centrar la atención en cualquier otro aspecto relacional.

Al eliminarse la droga, desaparece la razón inicial del vínculo. Y como la droga no permitió construir otro tipo de vinculación, comienzan a emerger las diferencias. Comienzan a dejarse ver, aspectos que nunca antes se habían tenido en cuenta. Se propicia una mirada más clara hacia el otro, y lo que se encuentran es que vivieron durante años con una persona desconocida, a la cual ya no reconocen. Emergen diferencias, contradicciones, con frecuencia irreconciliables.

La convivencia toma un tono de insoportable. Ya no confían en el otro. Abruptamente se encuentran con sus propias soledades y con la incapacidad de vincularse con el otro de una manera diferente a la de la droga.

En el caso de I y A, la situación antes de llegar a la institución era de consumo diario. Allí se inicia el proceso de desintoxicación voluntaria de la droga. Ambos mejoran progresivamente en todos los órdenes. Desde el punto de vista individual, ambos son ejemplares; sin embargo, al cabo de tres meses de abstinencia comienzan a aparecer graves problemas de pareja: no se soportan, comienzan a esgrimir los defectos del otro constantemente o se descalifi can mutuamente y con persistencia.

Cuando se inició una terapia de pareja, no obstante, se agudizó la agresión verbal y se inició una agresión física antes ausente. Ya no soportan vivir juntos. Cada cual, como si acabara de salir de un sueño, quiere reubicarse en la vida sin el otro. Por petición de ambos piden que se los separe. Ya no quieren seguir estando juntos. Tienen miedo de que puedan agredirse con tal intensidad que puedan matarse, porque consideran que es la única manera de librarse del otro. I dice: “Tengo miedo de que pueda en algún momento dado hacerle algo [matarla]. Usted sabe que ya lo he hecho antes”. Y A dice: “Lo que pasa es que ya lo puedo bajar [matar] si me sigue molestando”. La única fuente de salvación es la muerte del otro (F 32).

En otro testimonio, C y J, ambas lesbianas, C es prostituta y mantiene a sus hijos y a J. Mientras consumían, los confl ictos se calmaban al primer pipazo de bazuco o marihuana. Desde que se inicia el proceso de desintoxicación C dice:

Creo que no la quiero. Lo que pasa es que mientras vivíamos en la calle compartíamos la droga, y una como que con eso vive calmada y te importa un culo todo lo demás. Si una no se drogase, cómo iba a aguantar acostarse con hasta diez tipos desconocidos en un día. No ve, doctor, es berraco. Pero ya una no se droga y qué le queda. Ya no sé si la quiero o si ella me quiere. A veces pienso que lo nuestro era sólo por la droga. (F 48)

Son las preguntas que se hacen: ¿qué hago con esta persona? Y la respuesta suele ser, por lo general, de difícil precisión. De hecho, en muchas de estas parejas comienza la búsqueda de una nueva pareja. Quizás la simbología que representaba el uno para el otro no era de pareja, sino de una imagen parental o maternal con la que se hallaban vinculados en una relación simbiótica, arcaica y regresiva. Al desaparecer la droga, desaparece como tal y carece de sentido. Al salir de la droga, vuelven a un estado de madurez superior al del consumo y el nivel de refl exión se modifica hacia una mayor conciencia. Sin embargo, ocurre un fenómeno de proyección. El otro se convierte en la pantalla de las proyecciones y se vierten sobre él todos los aspectos disociados o escindidos de carácter negativo o cargados moralmente negativos:

Es que ella es muy celosa. Todo lo que hago para ella es malo. No confía en mí —dice G, el esposo—. Lo que pasa es que a él no le gusto y prefiere callejear por ahí a ver qué busca —dice B, la esposa. (F 37)

Entonces, además, aparecen y cobran relevancia todas las cuentas pendientes del pasado. Lo que hasta ahora se había callado de la relación, porque el consumo lo aliviaba, deja de estar anestesiado y emerge con una fuerza inusitada por parte y parte, que irrumpe en la relación con toda la dosis de dolor, frustración y ánimo de venganza. Cada uno comienza a ser y a mostrarse como un sí mismo hasta ahora oculto bajo el efecto de la droga. Estas emergencias inesperadas son insoportables para la pareja, pues no está ni estructurada ni organizada para mantener un vínculo y contener en él estos aspectos individuales, los cuales son vivenciados como un ataque a una relación que de por sí es muy frágil.

Esto muestra que en la constitución de la pareja no operó un mecanismo de integración y coherencia entre ambos, sino el frágil vínculo de un pegante externo que se desvanece. No es una relación en la cual el intercambio de todo orden se dé. Simplemente existe una yuxtaposición formal, pero no un entrelazamiento:

Es que uno por la droga se junta con cualquiera, por lo que sea. Hasta lo da con el primero que le ofrezca una bicha. En realidad una con la droga no tiene ni papá, ni mamá, ni hijos, ni esposo. Todo es droga. Una hasta mata por la droga o se hace matar. Por eso es mejor tener un compañero que la defienda y la proteja a una, que es para lo que lo necesita, porque de resto para nada. (F 60)

La droga pone una barrera para la posibilidad de que los confl ictos relacionales comiencen a darse. La negligencia y el abandono son lo habitual con los hijos; no los cuestiona ni los angustia. La posibilidad de pensar o sentir algo como confl ictivo precisa de una condición dialéctica que no esté inscrita en la mente drogada, porque es capaz de diluir cualquier tipo de vivencia contradictoria: “Uno, cuando está en esas, no piensa en nada. Uno no tiene familia, no tiene nada. No existe la familia, ni la esposa, ni los hijos, ni nadie” (F 89).

Los confl ictos que se plantean tienen características de problemas operativos para resolver qué comer hoy, qué conseguir para poder pagar la pieza donde dormir, qué conseguir para poder comprar las bichas que se fumarán hoy. Como otra preocupación parcial pero no esencial está el hecho de qué conseguir para los niños. No obstante, en la barahúnda del consumo ni siquiera la posibilidad de que el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) les quite a los niños para su protección es un elemento que los perturbe.

En síntesis, no existe la concepción de la familia como un espacio relacional mutuamente retributivo y de intercambio, que es donde se podría generar un espacio para la aparición del confl icto. Es un espacio de refugio transitorio, mientras escampa, pasa la noche o se espera a la próxima orgía de droga.

El afecto y sus expresiones son secundarios y están supeditados a la supervivencia. Desde una perspectiva sistémica y compleja, la ecología familiar inmersa en la ecología del sistema Cartucho necesita crear seres adictos, material de recambio para rellenar el hueco dejado por los muertos que engulle el monstruo del Cartucho (la droga). Esto naturalmente tiene una enorme trascendencia en el tipo de vinculaciones que se establecen con los hijos. Es habitual que ellos lleguen a cosifi carse tanto que incluso es posible la negociación como bienes lucrativos.

Una vez salidos del Cartucho se modifi can la dinámica, la organización y la estructura familiar. Con ello se establecen vínculos de otro orden, diferente a los primitivos y arcaicos que provienen del ello, para adquirir más presencia y relevancia los vínculos desde el yo, lo cual genera espacios para el confl icto emocional.

Los tres organizadores

En un ámbito social humano tan caótico y con el cual se pretendía un proceso de reinserción social, las preguntas más urgentes para responder eran: ¿cuál es el código moral de estas personas que han vivido tanto tiempo al margen de la sociedad, fuera de un contexto que tiene unos códigos establecidos y claros?, ¿qué patrones de interacción determinan su comportamiento moral y ético? Si son personas sin reconocimiento como ciudadanos y viven en un gueto marginal, ¿cómo se organiza su sistema de valores en la marginalidad?

Ante esta perspectiva, era necesario detectar algunos patrones indicadores de la organización ético-moral de estas personas. En las conversaciones sostenidas en múltiples ocasiones y durante largas horas fueron emergiendo algunas claves fundamentales que organizan la actividad y las interacciones y a través de las cuales pueden observarse los pocos límites (si se aplicaran criterios clínicos un 100% encajan en el diagnóstico de trastorno de personalidad límite) que manejan en su vida cotidiana. Los tres mitos esclarecedores y organizadores de la vida social son: el descuartizador del Cartucho, el padre y la maldición (angustia).

Cada uno de estos organizadores sociales suscribe un contexto cultural que bien podría denominarse como mitológico. Los mitos son de las primeras emergencias simbólicas de un sistema social: “los mitos narran lo que ya se sabe. Esta es una manera de reproducir lo desconocido en lo conocido. Su resultado es la solidaridad, no información” (6).

Alrededor del mito se constituyen relatos y conversaciones como elementos básicos para elaborar esbozos sociales. El mito es un pegante relacional de fuerte atracción. “En el mito no se narra lo que se conoce, no se vuelve objeto de la store, sino que se presupone [...] La consecuencia del mito es un movimiento hacia la cercanía, al deseo de estar juntos” (6).

“El Descuartizador” del Cartucho: mitología 1 (el mal)

Decía Lucrecio que el miedo fue la primera cosa de la Tierra para hacer dioses. Durante algunas de las conversaciones con algunos hombres, surgió de improvisto la mención al “Descuartizador”. Entonces, con la idea de profundizar en este extraño personaje, los diálogos fueron dirigidos hacia la comprensión del fenómeno, cuya sola mención generaba muchas reticencias y negativas.

En primer lugar, indagamos sobre el sustento real de la existencia del personaje, y los hechos relatados por las personas referían que en la zona aparecían cadáveres descuartizados y, además, existían testimonios de que en ocasiones se descuartizaban vivos. Algunos apelativos para este personaje oscuro y aterrador son “Carnicero”, “Destripador” o “Descuartizador”. Un aspecto llamativo de este personaje es que parece ser parte del imaginario masculino, puesto que después de indagar entre las mujeres, ninguna conocía ni hablaba del personaje. Entre las descripciones se encuentran las siguientes:

Son muchos. En realidad son los campaneros de la zona. No hay uno solo, como cree la mayoría. Son los campaneros que descuartizan a la gente que no cumple, por orden de sus jefes. (F 74)

Es un señor elegante que quiso estudiar medicina y no pudo terminar la carrera y se vino para aquí y les hace el trabajo a otros que le pagan por ello. (F 98)

Son los gomelos de la zona. Son inventos para dárselas de duros. (F 62)

Yo mismo lo he visto. Mi jefe, el sargento D, una vez cogió a una mujer que dice lo había sapeado y le había hecho perder seis millones de pesos, y sobre una mesa de billar la descuartizó con una motosierra. Le quitaron los brazos, las piernas, la cabeza y sólo dejó el tronco. Y ahí tomaban cerveza y trago. Después metieron las partes en bolsas y le pagaron a un indigente para que los botara en el container. (F 57)

Tenía aspecto normal. Hasta se parecía a usted, doctor. Todo el mundo le tenía miedo. Ahora está en La Modelo. Pero el tipo era a lo bien. Le daba a uno incluso una bicha [papeleta de bazuco] le decía de pronto que se fuera a una habitación, pero ahí, paila, le daba mate. (F 80)

Las descripciones son variadas, como lo muestra la breve selección anterior de testimonios que resumen la visión dominante del personaje. Se trata de un ser criminal, homicida, sanguinario, que descuartiza, rompe el cuerpo, lo desmiembra y se ensaña con él. El personaje carece de unos contornos defi nidos con claridad, transita entre la fantasía y la realidad. A veces parece ser alguien concreto, incluso con nombre propio, y otras es indefi nido y mimetizado en un grupo de personas.

La reacción frente a la mención del personaje es de miedo. No es bueno hablar de ello, de manera que el Descuartizador fl ota en el ambiente como una permanente amenaza. Esta tiene el alcance de un sino fatal, no se puede hablar de ello, “todos sabemos que existe, doctor, pero nadie habla de él, es peligroso, es mejor no decir nada” (F 45). Desde esta perspectiva, “el Descuartizador” genera miedo, silencio y un tácito sometimiento a las leyes del Cartucho, que se organizan en torno al delito como esencia del sector, a la trasgresión de todo tipo de límite, al mal.

El miedo, como precursor moral, no es ajeno a la construcción de los códigos morales de cualquier cultura, como es sabido, y adquiere desde una mirada psicoanalítica una presencia clara como precursor del superyó (asco, pudor, miedo, vergüenza y culpa). Pero “el Descuartizador”, además, se constituye como un principio organizador del yo que permite al individuo conectarse socialmente y anclar sus comportamiento en relación con los otros con algún límite, el de un ser casi invisible, mítico, aterrador, persecutorio y hostil que vengará cualquier trasgresión al código moral del sector.

“El Descuartizador” emerge en el imaginario masculino de los habitantes del Cartucho como un principio organizador social de autoridad, cuya infl uencia somete al individuo. ¿Cómo? Mediante el miedo a ser descuartizado. La ley del silencio, que se expresa en que no se repite nada (no vi, no oí, no sé nada). De esta manera se establece una ley rígida e infl exible: cualquier trasgresión se interpreta como irreparable. No existe el concepto de perdón (el cual está inevitablemente ligado al de culpa; ésta posibilita pensar en el castigo como pago y reparación) y, por lo tanto, la pena es máxima, la muerte. Esta última proviene de un ente indefi nido, ubicuo, omnipotente y del cual es difícil o imposible huir, porque tarde o temprano “el Descuartizador” dará con su objetivo. La vivencia de un ser extraño, persecutorio y vengador (cuyo nombre no se puede mencionar) no deja de evocar la fi gura divina del Viejo Testamento (cuyo nombre no se puede pronunciar), que con frecuencia se muestra implacable en su sed de justicia y venganza.

“El Descuartizador”, que tiene visos de una fi gura divina, detenta una tácita autoridad en la penumbra social del Cartucho. Su presencia nebulosa ejerce un control social (adscrito a quienes tienen poder en el sector, los jíbaros, los policías corruptos y los trafi cantes de armas, que parecieran mediadores entre ese dios persecutorio, terrible y los habitantes), con la amenaza de la pérdida de la vida mediante el descuartizamiento de la única propiedad que los habitantes tienen, su cuerpo.

La cosmovisión que delata la presencia del “Descuartizador” es la del secreto. Hablar es peligroso, y por lo tanto el silencio es una garantía de sobrevivencia. La vida se puede perder por la boca, una visión autodestructiva de la oralidad.

El miedo a morir se expresa en el terror a acabar en un container como un verdadero deshecho, como la basura. Ni siquiera la muerte los equipara. No hay rituales que los puedan conducir al reino de los muertos; también son expulsados de allí. Por ello el círculo vicioso de su cosmovisión se cierra en torno al Cartucho como un verdadero paraíso terrenal donde pueden drogarse ad infinitum.

“El Descuartizador” condensa variadas comunicaciones que expresan aspectos inmanejables en la interioridad, de modo que se impone como un límite proveniente del exterior. Y, en ese sentido, es una forma de crear orden en un mundo caótico interno y externo a los individuos. Como émulo de Cronos, devorador de sus propios hijos, establece un banquete canibalístico de la sociedad que intenta limpiar de miseria, de deshechos una parte de lo construido como civilización, pero que expresa su fracaso al intentarlo.

El Cartucho es la anticivilización, y por ello “el Descuartizador” emerge de las sombras de la noche citadina como un fantasma (real o imaginario) que intenta mediar entre el Cartucho y la sociedad, con una patente de corso que le permite actuar como ángel exterminador, en su misión de limpieza social. A caballo entre el Cartucho y la sociedad, participa de ambos y representa el ejercicio de la ley, una ley implacable. Las garras devoradoras y destructoras de la sociedad se ensañan en el cuerpo como un espacio donde el odio social dirige su sevicia, porque no perdona a los miserables que contradigan con tanta evidencia y efi cacia el supuesto valor constructivo de lo social para evidenciar su poder constrictivo y destructivo sobre los individuos.

La muerte es una experiencia básica humana que concierne a todos los restantes seres humanos con independencia de sus destinos vitales y de su estado social. Su entrada en escena sucede en cualquier momento y es experimentada cuando atañe a otros como una posibilidad siempre presente de la propia muerte. Tiene un carácter jurídico claro y con consecuencias del tipo que sea para los demás. Sin embargo, en el Cartucho la muerte no tiene un carácter jurídico, no afecta al sistema.

Y si “en la muerte se refl eja la totalidad de la vida, solamente desde el fi nal se la puede concebir como unidad, y allá es donde pueden acoplarse dotaciones de sentido religiosos” (6), que en el Cartucho no son posibles, puesto que se trata de vidas desgarradas del cuerpo social, de sus rituales que dan sentido a toda una vida, para ser desgarrados por “el Descuartizador” que destrozará el cuerpo, que no será reconocible como una vida pasada, sino como un deshecho que irá a la basura, sin trascendencia. “El Descuartizador”, con el desmembramiento, destruye el cuerpo, que irá a una cloaca, una muerte sin después.

“El Padre del Cartucho”: mitología 2 (el bien)

En medio de este sombrío panorama social, como una especie de isla en medio del océano del gueto está la familia F (20), cuyo padre es respetado en el sector como un santo. Nadie se mete con él. Es una especie de reserva de bondad. Se trata de un hombre de 50 años de edad, de origen paisa que vivía en un pueblo en una de cuyas veredas era titular del juzgado. En algún momento se enfermó de la columna y le operaron una pierna. Cuando volvió a la vereda ya no tenía puesto. Decidió trasladarse a Bogotá y se instaló desde el primer día en el Cartucho. Logró tener un puesto de venta ambulante en San Victorino, pero con la remodelación de la plaza perdió su pequeño negocio y ahora vende diferentes cosas por la calle.

Se declara un agente de la no violencia en medio de un sector extremadamente violento, lo cual lo convierte en una fi gura emblemática. Sufre intensos dolores desde la operación, pero como carece de toda posibilidad económica de recibir ayuda consume marihuana y bazuco. Tiene una serie de preceptos que ha impuesto en su familia: no quiere que sus hijos vayan a escuelas regulares, porque dice que no les enseñan nada y que los otros niños son violentos. No desea que se relacionen con otros niños que no tengan comportamientos similares a los suyos. No quiere que ningún médico vea a sus hijos, pues él mismo les da vitaminas. No quiere planifi car, ni que su mujer lo haga. Quiere llegar a tener doce hijos (similitud con los doce apóstoles, las doce tribus de Israel, mito religioso fundacional).

Su misión en la vida es luchar contra el mal: “Cuando oía al padre hablar del demonio se me erizaba la piel y me recorría un escalofrío por el cuerpo, por eso no me gusta nada del mal o de la maldad”. Se dedica por ello al estudio cotidiano del Código Penal colombiano: “Es el libro más importante en el estudio del mal, de las malas acciones”, por esa razón dice que ha sido invitado en varias ocasiones a la Universidad de la Paz en Costa Rica. Su otro libro es la Biblia, el libro del bien.

“El Padre” se erige en el Cartucho como una fi gura que representa un principio de autoridad bondadoso, capaz de perdonar y con la idea de no hacer el mal, como un contrapeso a la maldad representada por la invisibilidad del “Descuartizador”. Representa la necesidad de reparación de la trasgresión, aquel que se sacrifi ca por los otros y mantiene la esperanza: “Algún día seré reconocido, me devolverán mi empleo”. Por ello la familia se constituye también en el único espacio de bondad, protección y seguridad. Es necesario poner barreras claras y rígidas entre la familia y el mal que impera fuera.

La F (20) es un gueto dentro del gueto. La actitud paranoide del “Padre” con relación a todo lo externo a la familia se convierte en una solución para sobrevivir dentro de la marginalidad, como contrapeso a los contenidos morales que imperan en el sector, todos ellos relacionados con lo “malo”. La F (20) es un núcleo de “bondad” rodeada de maldad. La actitud paranoide en un mundo paranoide como el Cartucho le permite obtener el respeto de todos. “El Padre”, sintiéndose rechazado por una sociedad que le niega un lugar, huye de ella y se interna en la selva de la marginalidad donde obtiene un lugar y una representación simbólica de aquello que quisieran todos los marginales, pero que la sociedad les niega: el bien.

Por ello incursiona en el único espacio donde la sociedad no tiene acceso, donde no le puede hacer daño, donde no le podrá quitar nada más, donde recomenzar de nuevo. Como dice Luhman: “el logro de la evolución radica en crear una alta probabilidad de conservación a partir de una escasa probabilidad de surgimiento y esto signifi ca crear un sistema” (6). Como lo hace F (20), expulsada de la sociedad, intenta crear un nuevo orden en medio del caos y para ello construye un núcleo familiar y crea reglas rígidas e in- fl exibles para limitar la invasividad y destructividad del medio.

Así, “el Padre” aparece en tres ámbitos descriptivos. Desde una perspectiva social ofi cial, padece un transtorno paranoide crónico. Es un ser patológico con un daño interior. Desde la perspectiva del Cartucho, se trata de un ser especial, alguien que representa la bondad en medio de la maldad. Desde la perspectiva familiar, “el Padre” lo sabe todo, es el vínculo entre el mundo y la familia, por él pasa todo. Prueba de ello es el manejo de la relación con el conocimiento.

Este último tiene un gran valor, pero no se trata de un conocimiento incorporado desde la sociedad, sino un conocimiento transmitido dentro de la familia como una sociedad se creta: “Todo lo voy guardando. Los niños no necesitan ir a la escuela, todo lo que necesitan saber se los pueden proporcionar los padres”. Así se cierra el círculo vicioso que corrobora la idea de prescindir de la sociedad.

“El Padre” se casó con una sobrina en primer grado. Esto refuerza el sentido endogámico de la familia, que no quiere contactar con otros grupos sociales. Quiere que todo se dé en el interior de la familia: transmisión de conocimientos y de valores, los dos aspectos en que la sociedad modela y modula a los individuos.

En un sentido moral es claro que “el Padre” representa uno de los polos dialógicos morales, el polo del bien, a costa, claro está, de una fuerte negación (aislamiento de los otros) y represión (de la agresión, y otros comportamientos) de la presencia del mal en su vida. Esto muestra una escisión notable en la visión de ambos opuestos de la realidad moral y la subsecuente proyección del mal como proveniente del mundo exterior, los objetos persecutorios están fuera. Esto, a su vez, otorga la visión de sí mismo y del sistema familiar como un lugar de expresión de omnipotencia y omnisciencia.

Algunas conexiones interesantes pueden hacerse desde la perspectiva dinámica, en la que podemos observar una autoridad basada en la segunda fase de la etapa anal retentiva que prefi gura un superyó punitivo descalifi cador, cuya expresión se consolida en una posición esquizoparanoide, que a su vez muestra a un Dios que no destruye, pero que sí envía unas terribles pruebas que ponen al hombre ante los límites de su propia capacidad de soportar el dolor y el sufrimiento. Así, la fi gura más cercana es Job o Daniel, con los que dice: “Me siento identificado”.

Al igual que estos personajes, la idea de un mito fundacional se instaura, con narrativas que muestran la experiencia del ostracismo, la expulsión y la mala suerte, para reconstruir el mundo para Dios. De ahí que cobre sentido la procreación endogámica como una expresión de la pureza en todos los sentidos. El permiso de procrear a costa de lo que sea para vencer a la muerte y generar vida para un Dios que necesita hombres buenos para llevar a cabo su misión, en la que “el Padre” se siente un enviado y un elegido, explica su negativa a planificar para llegar a la meta de doce hijos, como una expresión de la necesidad evangélica de los doce apóstoles que difundirán el mensaje del amor y el bien. La droga fi gura aquí como el mediador (el vino sagrado), aquel que puede aliviar el dolor y lograr calmar el sufrimiento para seguir adelante, como un émulo de la eucaristía y el sacrificio.

Con este contexto, el principio moral se organiza en torno a la autoridad que educa y enseña (él mismo enseña a sus hijos; es el maestro de sus propios hijos). Esto es consecuencia de la visión peligrosa de una sociedad de la cual los tiene que proteger. El perdón y la reparación parecen estar implícitos en esta moralidad. Al fi n y al cabo está esperando que lo reintegren a su antiguo puesto, lo cual sería la reparación al daño que supuestamente se le inflingió.

El odio está reprimido como expresión emocional y desterrado de las posibilidades del actuar. La idea del mal le suscita un pánico que genera reacciones fi siológicas: “Me da escalofrío y huyo de ello”. Esto esboza así la imagen de un mal persecutorio que proviene del mundo exterior a la familia. Por ello la cotidianeidad está envuelta en un halo de temor constante que exige mantenerse en silencio, aislado y con una cierta autonomía e independencia del resto del Cartucho.

La palabra del “Padre” se alza frente al resto de la familia. Es el salvador y quien los protege del resto del mundo con su mensajes verbales y escritos, que muestran sus conocimientos en los que se hunde todos los días para detectar las claves del mal. Por ello se ha convertido en un emblema del sector, en la muestra fehaciente de la supremacía del bien.

La ansiedad: mitología 3 (la maldición)

El Cartucho nos saca lo peor que tenemos. Es la forma de sobrevivir. (F 34).

Es como los malos de la película. Como si fuese víctima de una maldición que me lleva irremediablemente a la muerte. (F 37)

El Cartucho es el Diablo, como estar en mitad del Diablo. Es el mal, la amenaza de muerte constante. (F 80)

Somos un mal necesario, doctor, para nosotros la sociedad no existe. (F 83)

Es como una condena: se apodera de uno un espíritu maligno, es como si Dios lo abandonara a uno. Le puede pasar a uno cualquier cosa. (F 63)

Uno se siente abandonado, solo, rechazado. Nos volvemos animales, basura social, doctor. Eso es lo que somos, pura basura social. (F 104)

Les coge uno miedo a las personas. Siente que lo van a matar. (F 64)

Las anteriores frases expresan la esencia del espíritu existencial en el que estas personas se encuentran. Toda la gama de delitos imaginables son cometidos en el sector, desde el robo hasta el asesinato. Todo en torno al consumo de la droga y a la incontenible ansiedad por la adicción que padecen. Pensar o refl exionar no parecen ser aspectos de importancia. Lo fundamental es actuar. La acción impulsiva y compulsiva para conseguir la droga. Y lo paradójico es que:

Uno paga por asustarse. Porque la droga, doctor, le produce a uno pánico, como que van a venir a buscarlo para matarlo. Es terrible, pero uno lo sigue haciendo y, no sé por qué, es más fuerte que uno. Como si a uno le gustara estar asustado y paniqueado todo el tiempo. (F 48)

En este contexto, (F 27) dice: “la ley del Cartucho, es la ley de la ansiedad”, por eso solo se piensa en cómo hacer cosas para calmarla: “Es como una maldición, como morir con las botas puestas. Como los vaqueros malos de las películas que siempre mueren en su ley. Somos malditos y no podemos escapar de la maldición” (F 62).

Por ello en el proceso decidí abrir un grupo de terapia de hombres y otro de mujeres, con la consigna de que la fi nalidad era pensar y refl exionar. Les pareció fantástico: “Lo meten a uno aquí, pero no nos enseñan a pensar” (F 30). “No se habla, no existe conversación, no existe la posibilidad de pensar, sólo puedes sentir las necesidades más elementales: comer, consumir. Lo único que hacemos es gritar” (F 73).

La ansiedad es también un principio organizador en el Cartucho. El mundo se reduce a la consecución de la droga para calmar una necesidad perentoria fi siológica y psicológica. La única forma de control de la ansiedad fuera de la droga es la muerte, la aniquilación, al punto de que hay quienes pueden quedarse consumiendo en una “olla” hasta morir. La paranoia que produce el bazuco puebla el momento de tantos aspectos persecutorios proyectados que la única alternativa es la huida hacia delante hasta que los objetos persecutorios desaparezcan justo cuando el individuo muere.

Este es un mundo de oralidad y de olfato (todos coinciden en manifestar que lo atrayente del bazuco es cómo huele: un olor sumamente seductor y que automáticamente despierta el deseo del consumo), de evocación de los animales que manejan su relación con el mundo a través del olfato y de un componente relacional con el mundo de corte umbilical, donde la satisfacción del consumo es sustituida por la saturación del consumo. El organizador moral se articula en torno a la ausencia de la experiencia del asco. Por ello viven sucios, deteriorados, inmundos, como basura. Cuanto más consumas, cuanto más te vuelvas mierda, eres más fuerte, más respetable en la comunidad del gueto:

La “olla” se convierte en la casa de uno. No puede armar su cambuche allá. Allá la droga es más importante que el afecto. Es como una maldición, un ansia por todo el cuerpo, un desespero por consumir, como si tuviéramos una pistola que nos amenaza para consumir. (F 63)

Después del primer pipazo, el descanso, después viene la psicosis, el miedo, la paranoia, uno paga para asustarse y paniquearse. Es un terror. (F 58)

Te desconectas de todo. (F 49)

Es como un golpe en la cabeza y ya. Uno queda listo. Le entra una cosa que le coge todo el cuerpo. (F 56)

La ansiedad por el consumo te da ganas de cagar. Muchas veces mientras uno está consumiendo se poposea también. Otras veces uno siente sensaciones raras, como si tuviera piojos o granos en la piel y uno se rasca y se rasca sin parar. (F 87)

Cuando quieren matar a alguien, le ponen un pipazo de cianuro, le ponen cianuro en vez de bazuco. (F 64)

Desde la perspectiva del consumo, la cosmovisión muestra un mundo caótico en el que todo se organiza y desorganiza en torno a la droga y el consumo. La familia “se olvida cuando se va a soplar. Desaparece. Sólo existe el cuerpo y el deseo de satisfacerlo” (F 71).

En la tradición de cualquier maldición existe una trasgresión desde la cual se instaura como castigo la maldición, siempre como una amenaza de extinción, como una culpa que permanece inconsciente. Para liberarse de ella es preciso pagar la culpa, resolver un enigma o un sacrifi cio. En la historia de los habitantes del sector está el origen de su llegada como víctimas de sus familias de origen, bien por maltrato, abuso o abandono.

Son parias, lo que las familias expulsan, lo que la sociedad expulsó. El pago del bienestar de una sociedad es el sacrifi cio de algunos de sus miembros. No es desconocido cómo ciertas culturas, en el proceso de adoración y sacrifi cio a los dioses, usaban a los niños como ofrendas, por cuanto suponían que eso les agradaba más a los dioses implacables, que les exigían sacrificios.

“Uno trasmite el pesimismo a los hijos. Hay una línea continua en la miseria. Nuestros hijos también serán como nosotros, y así sus hijos. Ninguno podrá salir de esto” (F 47). “Los hijos llevan el vacío que uno tuvo” (F 98). “Uno piensa que mejor si los hijos se quedan con otros, por lo que así uno los protege de uno mismo y de esta mierda de vida” (F 93). La maldición no se detiene. Progresa y avanza en las generaciones posteriores.

Comunidad

¿Cuál es el sentido de comunidad en este contexto? La comunidad es un tipo de relación social fundamental que en cualquier sociedad es consecuencia de una disposición a actuar, sustentada por una común pertenencia afectiva o tradicional que es sentida de manera subjetiva por las personas. En este contexto, brilla por su ausencia. Nada parece ser común en ellos, ni étnica, territorial o espiritualmente. Provenientes del desecho social, fueron expelidos por sus comunidades originales y no pueden intercambiar dones (es lo que signifi ca el munus de la comunitas), puesto que carecen de ese aprendizaje social del intercambio.

Por lo tanto, están limitados para acceder y ser parte de una comunitas que, según Esposito (7), “es el conjunto de personas a las que une, no una propiedad, sino justamente un deber o una deuda. Conjunto de personas unidas no por un más, sino por un menos, una falta…”, que se expresa en una deuda, un deber hacia el otro manifi esto en la necesidad de salir de sí mismo y exponerse a la dilución de su propia subjetividad. Lo que siguiendo las palabras del mismo autor se expresa en que:

La comunitas lleva dentro de sí un don de muerte. Inevitable entonces la consecuencia prescriptiva: si ella amenaza en cuanto tal la integridad individual de los sujetos que relaciona, la única alternativa es inmunizarse por anticipado refutando sus propios fundamentos. (7)

Y en esta gente se instaura con más ímpetu la actitud inmunitaria. Ellos, que provienen cada uno de comunidades originales agresoras, abusadoras y maltratantes, que amenazan simbólica y físicamente con destruirlos, ¿cómo pueden volver a ser parte de una comunidad de nuevo? ¿Cómo pueden incorporarse si están inmunizados? Si la garantía de huir exitosamente de la comunidad original que los amenaza con destruir es estar al margen de lo social mediante el delito, entonces la posibilidad de la supervivencia pasa por delinquir contra la sociedad:

Aquí se delinea por primera vez, y de manera teóricamente más cumplida, esa pirámide del sacrificio que, en cierto sentido, constituye el rasgo dominante de la historia moderna. Lo que se sacrifica es precisamente el cum, que es la relación entre los hombres, y por lo tanto, en cierto modo, a los propios hombres. Paradójicamente, se los sacrifica a su propia supervivencia. Viven en y de la renuncia a convivir. (7)

Al generar miedo, consolidan el círculo vicioso de sus dificultades para estar con los otros. Si originalmente llegaron al Cartucho catapultados por el miedo a perder su integridad y se instalaron en un contexto social en el que también el miedo es un organizador de un rudimento comunitario, el miedo también contribuye a delimitar con cierta nitidez la frontera con el resto de la sociedad, que se siente obligada a establecer un parapeto defensivo con los cuerpos de seguridad en su expresión más burda o bien intenta amortiguar su presencia amenazante con programas de inclusión social que no propician su integración como parte de una comunidad relacional, sino que tienen la sutil y perversa intención de dispersarlos en la ciudad como si con ello se pudiera conjurar el pánico a la horda primitiva de bárbaros.

¿Qué posibilidades les quedan para obtener algún sentido de pertenencia y un lugar? La Administración Distrital arma un programa de inclusión social e instala, con las ONG que contrata, unos espacios en la ciudad que, como dice Foucault citado por Bauman (4), son una especie de barco, “un pedazo de espacio fl otante, un lugar sin lugar, que existe por sí mismo, que está cerrado sobre sí mismo y entregado al mismo tiempo a la infi nitud del mar” y, por lo tanto, alejado del puerto social.

¿Hasta qué punto este “lugar sin lugar” es propicio para generar el sentido de comunidad básico para poder entablar un vínculo con el resto de la sociedad ante la cual se pretende incluirlos? Porque ubicarlos en un espacio debe tener el sentido de crear una comunidad, con lo que implica construir relaciones con el precepto básico de deber al otro algo, sobre el cual se instala la esencia misma de la comunitas, la reciprocidad y la mutualidad. Esto no sucede. Esos espacios son lugares de paso, eufemismo de lugares sucedáneos de una comunidad y en los que encuentran el consuelo de pertenecer a algo, como una sutil trampa que falsifi ca la experiencia de comunidad.

Son espacios de reunión de consumidores de droga que los embaucadores ofi ciales presentan como el tránsito necesario para la inclusión que, saben, jamás se dará. Expulsados por segunda vez de sus territorios (primero de sus familias y ahora del Cartucho), acuden con la esperanza de haber iniciado un viaje a una comunidad diferente a los espacios de consumo (adicción) donde han vivido; pero lo cierto es que lo único que se logra es un leve maquillaje social que oculta la marginalidad y la patología individual y social.

A modo de síntesis

Los referentes morales del Cartucho fl uctúan entre “el Descuartizador”, representación de un superyó persecutorio y destructivo, y “el Padre”, representación de un superyó comprensivo. Ambos personajes se proyectan entre las personas del sector como expresiones de un código binario entre lo misterioso, lo desconocido, el mal (“el Descuartizador”), y lo explícito, conocido, el bien (“el Padre”).

En la relación circular y dialógica que mantienen ambas representaciones emerge algo común en el imaginario de los habitantes: se establece una clara diferenciación entre el bien y el mal, algo que los reúne así sea en la imaginación. Es un rudimento de religión (re -ligare, re-unir). En toda religión existe el código binario inmanencia/trascendencia, el aquí y ahora frente a un más allá que espera al otro lado de la vida. El límite entre ambas es una ruptura que necesita una compensación al otro lado de la cotidianeidad mediante un acceso a Dios.

Para mantener esta dicotomía binaria se necesita jerarquizar e intermediar ese acceso. Entonces la bondad y la maldad se instalan como una dicotomía binaria subyacente que sostiene la jerarquización en la forma de una moral que dirige el acceso a Dios. Hay que ser bueno aquí y ahora (inmanencia) para acceder a Dios (trascendencia). Además, otra dicotomía se instala para acompañar al bien-mal, la de puro-impuro, que ubica a las personas en la dimensión dicotómica de la inclusión-exclusión.

En este rudimento dicotómico bien-mal del Cartucho no existe la trascendencia ni perspectiva de redención en un plazo largo que permita organizar la cotidianeidad como en cualquier otra religión. El aquí y ahora (inmanencia) está omnipresente; hay límites de sometimiento absoluto al impulso. Desde aquí se instala la trascendencia como el día siguiente y no como la posibilidad de la eternidad. Y si no hay trascendencia, no hay sentido ni dirección, dos dimensiones que ubican al hombre en el mundo.

Estas personas no van hacia, están sin sentido, lo cual hace que el aquí y el ahora no sea experimentado, ni disfrutado como esa experiencia elemental pero contundente de contemplar la vida, experimentar estar ahí y sentir que la vida está en uno. Viven la tensión de la angustia y el consumo; por lo tanto, nunca podrán trascender de la esclavitud de su propio cuerpo, no llegarán a ser puros, serán siempre impuros y no serán incluidos en la comunidad social.

Por tal razón el consumo obtiene la posición de un ritual de trascendencia mediada por el cuerpo, a través de sensaciones que lo sacan del aquí y ahora, una inmanencia dura y difícil, que logra transportarlos hasta las mismas puertas de la muerte por el exceso. Este coqueteo con la muerte también se convierte en un juego de omnipotencia, del poder subrepticio de rozar la muerte para después devolverse al aquí y ahora. El ritual del consumo es vivido como un momento sagrado, de comunión, un intento “religioso” de integración en la “olla”, representación simbólica del recinto sagrado en cuyo interior se logra la trascendencia. Sin embargo, sólo es un patético sucedáneo del encuentro con los otros.

Esta codifi cación religiosa, si se quiere arcaica, no obstante, organiza un contexto social primario. En toda codifi cación religiosa, la existencia fl uctúa entre la inmanencia, referente al mundo al alcance inmediato o mundo real (8), y la trascendencia o mundo imaginario, ese que va más allá de los límites de la cotidianeidad y que provee de expectativas incluso más allá de los lindes de la muerte. En estas personas la inmanencia es contundente con sus carencias y difi cultades, adquiere tal nivel de desproporción que impide incorporar el sentido de la trascendencia.

Esto que aparentemente pudiera parecer nimio, en ellos toma un viso trágico. No existe un más allá liberador tras la muerte, ni siquiera pueden imaginar una vida fuera del Cartucho, de la marginalidad. Esta última es una frontera clara, entre la inmanencia y la trascendencia, un límite simbólico apabullante. El único intento de trascendencia al que tienen acceso es mediante la droga: esta los saca de la inmanencia y les otorga un cierto excedente de sentido que los catapulta fuera de la marginalidad durante unos momentos bajo los efectos de los psicodislépticos.

Pero es una trascendencia fútil, engañosa y precaria, puesto que no les permite imaginar nuevas posibilidades, ni construir mundos imaginarios de sueños e ilusiones. No sólo viven encerrados en las fronteras de la marginalidad desde el ámbito físico, sino en las de la imposibilidad de imaginar un mundo diferente. Como dice Luhman:

… a lo que se hace referencia desde el comienzo no es a fronteras territoriales (aunque los lugares puedan sacralizarse) sino fronteras que limitan lo inalcanzable no solamente fuera, sino también dentro de la sociedad de la que se parte. La trascendencia es y esconde al mismo tiempo lo inquietante, que puede descomponer, disolver, traspasar todo sentido. (6)

¿Cómo entonces estas personas pueden acceder a incluirse en el contexto social que los circunda si esa posibilidad no existe en su imaginario? Existe el concepto de inclusión social en los organismos que pretenden tal interés, pero para los habitantes del sector no tiene un claro signifi cado, ni sentido.

Como medio de trascender la marginalidad, la sociedad ha inventado el término resiliencia, como un proceso iniciático de traspaso de la frontera desde la inmanencia marginal a la trascendencia de la aceptación social. Pero la resiliencia, esa condición de lograr emerger en medio de la adversidad, es un concepto perverso, gestado desde quienes piensan en posición de poder. En la medida en que eres un resiliente mereces ser parte de nuestro grupo, saliste de la marginalidad; si no lo eres, mereces estar donde estás. Así se inventa un concepto que permite consolidar la idea de que lo marginal es un producto de un daño interno de quienes son marginales. Sin embargo, nadie es capaz de emerger sin los otros.

No son sujetos pertenecientes a una comunidad, y a pesar de la cantidad de intentos por iniciar procesos de integración, la mirada hacia ellos que todos los estamentos interventores en su proceso de integración social muestran pasa por invocar la condición de individuos ab jure. En esta posición se los hace verse como que cada uno es el causante de sus fracasos, derrotas y desgracias, las cuales son subsecuentes a su indolencia y molicie, sumadas a la incapacidad de salir de las difi cultades, lo cual deriva en una máxima contundente: los marginales son los artífi ces de sus propias condiciones.

De plano se les niega la condición de individuos de facto, capaces de tomar el control de su destino y de hacer elecciones que en verdad quisieran hacer. Se justifi ca así el sentido de la marginalidad como producto de patologías personales y no de asuntos políticos. Es decir, de política en un sentido amplio y profundo, esa que es capaz de tomar los problemas privados y transformarlos al leguaje de la cosa pública, donde se “buscan, negocian y acuerdan soluciones públicas para los problemas privados” (4). En el caso de estos marginales se comienza expulsándolos del único lugar de la ciudad donde pudieron hallar un espacio para que sean acogidos por la ciudad en nuevos espacios que nadie está dispuesto a ceder.

Los procesos de incorporación social que las instituciones pretenden modifi can el tipo de frontera entre los marginales y los otros. De una frontera clara que era contundente por la distribución geográfi ca en el interior de la ciudad en la forma de un gueto, se pasa a una frontera borrosa que da paso a una integración negativa. Esta se apoya en un reforzamiento recíproco de las exclusiones, en la medida en que eres parte del programa de inclusión, ya no perteneces al Cartucho y tampoco eres miembro de la sociedad, sino sólo habitante de paso.

Si logran incluirse en la sociedad (eso sí, en el estrato más bajo que es al que pertenecen), entonces la política institucional fue muy exitosa (así sea pírrica la cantidad de incluidos genuinamente). Si, por el contrario, no sucede así, entonces se trata de un desperdicio de oportunidades que los marginales no supieron utilizar y merecen estar donde están.

Conclusión

La marginalidad necesita re- fl exiones diferentes a las actuales, centradas en aspectos negativos y de carencia personal, incapacidad individual, daño interno, vicio o enfermedad mental. Sobre este estado de cosas se ha montado toda una parafernalia de ayuda y solidaridad ejercida por ONG, instituciones del Estado, organizaciones religiosas, universidades, etc. Si bien no se puede desconocer el aporte social que realizan, también es preciso mostrar que han logrado instituirse como parte del circuito del fl ujo de dinero que sale del circuito de producción del sistema económico para controlar el efecto desestabilizador que la desigualdad en todo sentido genera en cualquier sociedad.

Claro está que con toda una justifi cación moral y ética, que es blandida como lema social incuestionable que satisface, por un lado, el narcisismo de quienes como poderosos pueden mostrar la mejor cara de sí mismos, como seres compasivos con la especie humana; por el otro, calmar la culpa de su éxito social y económico en un sistema que los puso en una posición de privilegio. Sin embargo, son muy pocos los marginales que se incorporan genuinamente al núcleo social fuerte, los sufi cientes para justifi car la presencia de todos esos estamentos de solidaridad y ayuda.

La mayoría jamás logra salir ni traspasar la frontera invisible que los mantiene en la sociedad débil de la marginalidad. Y no por su propia incapacidad, ni por la ausencia de condición resiliente, sino porque el sistema los necesita como parte fundamental de su estructura y organización (9), para otorgarles unas funciones de organismos consumidores de deshechos evacuados (pobreza, drogas, delincuencia, etc.) y un rol como seres imprescindibles para mantener un equilibrio en el sistema de producción económica, puesto que constituyen el espacio adonde son remitidos todos aquellos que, por la razón que sea, no tienen ni tendrán la posibilidad de entrar o salir del lugar social fuerte donde se organiza y estructura lo que llamamos sociedad.

Esta sociedad tiene como lema la idea de que no hay un lugar para todos. La biosfera es insufi ciente; por lo tanto, para lograr un espacio individual es preciso competir y si es necesario, combatir con cualquier arma contra los otros, no importa lo que suceda. Si lo logras, eres un ciudadano de primera y eres merecedor de tu lugar de privilegio; si no, simplemente no estás lo sufi cientemente dotado y mereces el destierro y el ostracismo al reino de la marginalidad, del cual podrás salir si aprovechas las escasas oportunidades que caritativa, compasiva la sociedad fuerte pondrá a tu disposición, merced a organizaciones que, dicho sea de paso, sólo pueden existir si tú como marginal existes, para que sus miembros puedan seguir siendo seres de privilegio, que de otra manera quizás también tendrían muchas posibilidades de ser marginales.

La marginalidad es un mal inevitablemente necesario para el sistema económico actual, constituido por unos perdedores absolutos totalmente fuera del sistema productivo (cada vez más); unos perdedores relativos (la gran mayoría), incluidos en el sistema de producción con cada vez menos estabilidad (que se decanta en número progresivo hacia el grupo anterior), y un precario grupo de ganadores absolutos que se sostienen sobre todos los demás. En consecuencia, desde una perspectiva sistémica, la marginalidad es ontológicamente esencial para el sistema social; de lo contrario, sin una buena dosis de marginalidad, el sistema entraría en caos. Así que la caridad, la compasión y la ayuda solidaria logran consolidar aquello que creen estar combatiendo: la desigualdad.

Para el sistema de salud, la marginalidad es fundamental, puesto que logra desviar una mínima cantidad de recursos económicos para atender superfi cial y precariamente a una gran cantidad de personas, en una operación de mimetización social. De este modo se logra evitar llevar a cabo una labor de atención mucho más profunda y costosa, en la cual la marginalidad fuera considerada una patología social (la pobreza, la falta de recursos educativos, espirituales, de disfrute, que enferman y patologizan gravemente, no lo podemos obviar) con graves consecuencias para las personas que la padecen en su cuerpo y en su alma.

Para el sistema de salud, la condición de marginal excluye el sentido de patología. Tal vez no sea médicamente sustentable si se refi ere a una causalidad lineal; sin embargo, hemos de mirarla como un arco dentro de un círculo que lo incluye, como un padecimiento individual subsecuente a un particular funcionamiento social. Por ello dentro de las conceptualizaciones de salud debería incorporarse, al igual que las epidemias y otras situaciones, como un aspecto de salud pública.

Para ello podría plantearse una pregunta, ¿cómo nosotros, miembros de la institución de salud, contribuimos con nuestra actitud en el actual sistema a mantener el status quo de la marginalidad? Como psiquiatras tenemos mucho que ver y refl exionar. Los cromosomas, los genes, el ADN, los neurotransmisores, las hormonas, etc. no son elementos aislados, están sumergidos en un mundo social y, por ende, no podemos pensar que actúan de manera autónoma e independiente; están situados en una línea de conexión circular que incluye al individuo y la sociedad.

Hay factores y elementos que no estamos entendiendo de la marginalidad. Tal vez este breve diálogo en el grupo de mujeres pueda dar alguna luz:

—Doctor, ¿no nos va a dar un dulce? —dice una de ellas.

—¿Por qué?

—¡Porque nosotras somos unas niñas! —todas aplauden.

—No, son unas mujeres.

—No, usted, doctor, nos ve como mujeres. Somos unas niñas chiquitas que necesitan que nos consientan.

Referencias

1. Avempace. El régimen del solitario. Madrid: Trotta; 1997.        [ Links ]

2. Lévi-Strauss C. Tristes trópicos. Buenos Aires: Eudeba; 1970.        [ Links ]

3. Augé M. Los no-lugares: espacios del anonimato, antropología sobre modernidad. Barcelona: Gedisa; 1993.        [ Links ]

4. Bauman Z. La modernidad líquida. México: Fondo de Cultura Económica; 2001.        [ Links ]

5. Marina JA. El vuelo de la inteligencia. Barcelona: Random Hause Mondadori; 2003.        [ Links ]

6. Luhman N. La religión de la Sociedad. Barcelona: Trotta; 2007.        [ Links ]

7. Expósito R. Conmunitas. Buenos Aires: Amorrortu; 2003.        [ Links ]

8. Schutz A, Luckman T. Las estructuras del mundo de la vida. Buenos Aires: Amorrrortu; 2003.        [ Links ]

9. Garciandía Imaz JA. Pensar sistémico. Bogotá: Editorial Javeriana; 2005.        [ Links ]

Recibido para evaluación: 26 de septiembre 2007 Aceptado para publicación: 6 noviembre del 2007

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