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Revista Colombiana de Psiquiatría

Print version ISSN 0034-7450

rev.colomb.psiquiatr. vol.38 no.2 Bogotá Apr./June 2009

 

Epistemología filosofía de la mente y bioética

La teoría de los delirios como falsas creencias y la convicción e incorregibilidad de los fenómenos psíquicos

The Theory of Delusions as False Beliefs and the Conviction and Incorrigibility of Psychic Phenomena.

Marco Fierro Urresta1 Laura Victoria Giraldo2 Carlos Molina Bulla3

1 Médico psiquiatra. Profesor de psiquiatría, Departamento de Psiquiatría, Universidad del Rosario. Bogotá, Colombia. marcofierro2222@yahoo.com
2 Médica psiquiatra. Profesora de psiquiatría, Departamento de Psiquiatría de la Universidad del Rosario. Bogotá, Colombia.
3 Médico psiquiatra. Profesor de psiquiatría, Departamento de Psiquiatría, Universidad del Rosario. Bogotá, Colombia.

Recibido para evaluación: 16 de enero del 2009 Aceptado para publicación: 28 de abril del 2009


Resumen

Introducción: La teoría que presenta a los delirios como falsas creencias es la predominante en psiquiatría, al menos desde 1950. A su alrededor gira la definición propuesta en el DSM-IV. Cuando se examina con detenimiento se encuentra que de ella no se derivan explicaciones acerca del surgimiento, de los factores que los perpetúan y de la forma en que desaparecen los delirios. En el presente artículo se discute dicha teoría y se señala que cada uno de los aspectos allí mencionados tiene notorios problemas conceptuales, empíricos y pragmáticos. Método: Dado que caracterizar los delirios es muy difícil, se deja de lado aquello de que los delirios son creencias acompañadas de convicción e incorregibilidad y se analizan los fenómenos psicológicos relacionados con el pensamiento, la memoria, la percepción y la emoción, con el fin de ver en cuáles de ellos es posible hablar, al menos, de algo parecido a esos dos rasgos. Conclusión: Sólo en las percepciones somáticas y las emociones se puede encontrar convicción e incorregibilidad, por cuanto no hay ninguna prueba ni argumento intersubjetivamente aceptados que lleve a quien las experimenta a admitir un error en su contenido o en su aspecto cualitativo. Las percepciones somáticas y las emociones funcionan como los delirios y se constituyen en buenas candidatas para ser postuladas como los elementos básicos en su conformación.

Palabras clave: delusión, emociones, delirio, distorsión de la percepción.


Abstract

Introduction: The theory of delusions as false beliefs is predominant in psychiatry at least since 1950. It is the basis for the definition proposed in the DSM IV. When discussed in detail it is found that explanations about emergence, perpetuating factors, and the way delusions disappear do not derive from this theory. The present article discusses this theory and finds that every item mentioned has notorious conceptual, empirical and pragmatic problems. Method: Considering that characterizing delusions is very difficult, the idea that they are beliefs accompanied by conviction and incorrigibility is put aside and instead, psychological phenomena associated with thinking, memory, perception and emotion are analyzed in order to see which of them has anything to say about something at least similar to these two traits. Conclusion: Only in somatic perceptions and emotions can incorrigibility and conviction be found in the sense that there is no intersubjective accepted evidence or argument that leads to whom experienced them to admit an error in content or in their qualitative aspect. Somatic perceptions and emotions function as delusions and they constitute good candidates to be nominated as key elements in shaping them.

Key words: Delusions, emotions, delirium, perceptual distortion.


En 1996, en el libro Method in Madness, Marshall y Halligan (citado por Garety and Freeman) (1) proponían estudiar con detenimiento los síntomas en lugar de centrarse en las enfermedades, pues este sería un camino más fructífero para la psicopatología. El delirio es uno de esos síntomas que al individualizarlos han posibilitado su estudio empírico con diversas técnicas. Como resultado, hoy día se conocen las zonas cerebrales que se activan al delirar, la gran frecuencia de delirios en la población sin enfermedades psiquiátricas y algunas técnicas útiles para su abordaje psicoterapéutico. Sin embargo, esto no se ha acompañado de mayor claridad en el ámbito conceptual, donde sigue siendo tratado como una creencia falsa (2) o un acto de habla vacío que no aporta ninguna información útil acerca del sujeto afectado (3).

Desafortunadamente, el trabajo conceptual en psicopatología ha sufrido un enorme estancamiento después de la introducción de los llamados criterios operacionales. El panorama está inundado de descripciones imprecisas, vocabulario simplificado, un fuerte sesgo conductista y el olvido de la subjetividad (4). La información disponible es casi toda de tipo cuantitativo, basada en distinciones gruesas y poco útil para el análisis teórico.

Aunque no es posible hacer a un lado la subjetividad, no se la estudia con seriedad. En ese sentido, la psicopatología actual está necesitada de una red conceptual donde las experiencias subjetivas sean reconocidas como el elemento clave para comprender el mundo mental.

El delirio es el síntoma más conocido y debatido de cuantos figuran en la psicopatología de todas las épocas. Al clasificarlo, el tema o contenido ha sido el elemento determinante. Son clásicos los delirios persecutorios, grandiosos, místicos, mágicos, somáticos, etc. En la actualidad se discute si los delirios representan un fenómeno unitario,con mecanismos neurofisiológicos y psicopatológicos en común, o un grupo de fenómenos discretos con similitudes tan solo superficiales. En todo caso, los estudios empíricos y fenomenológicos inclinan la balanza cada vez más a favor de la segunda posición.

El estudio de los delirios ha estado centrado en el contenido, y aunque se ha intentado relacionar una temática específica con una enfermedad psiquiátrica en particular, tal estrategia no ha dado buenos resultados. Los delirios constituyen un síntoma de primer orden en el grupo de trastornos denominado psicótico; figuran también como parte de los trastornos afectivos con síntomas psicóticos, pero aparecen escasamente en el resto de las enfermedades descritas en los actuales manuales de clasificación de trastornos psiquiátricos (DSMIV, de la Asociación Americana de Psiquiatría, y CIE10, de la Organización Mundial de la Salud).

En este texto, a partir de ahora y siguiendo una tradición en psiquiatría, los términos idea delirante y delirio se usarán indistintamente y de forma intercambiable, si bien es posible establecer algunas diferencias de énfasis entre ellos. El último tiene la ventaja de que no se compromete del todo con el ámbito del pensamiento y da lugar a entenderlo como un estado psicológico también relacionado con la percepción y el afecto. En cambio, cuando se habla de idea delirante, desde un comienzo se anuncia que se trata de una alteración; específicamente, una alteración del pensamiento.

Es también parte de la misma tradición buscar definiciones amplias que puedan abarcar la totalidad de los casos posibles de aquello que cae bajo la definición, ideal que rara vez ha conseguido materializarse. En el caso del delirio, ante cada una de las definiciones propuestas, fácilmente surgen contraejemplos que las vuelven de utilidad limitada. Jaspers lo reconocía cuando afirmaba que no era posible resolver lo relacionado con el delirio con solo una definición (5). Destacaba, además, que los libros más antiguos de psiquiatría contienen casos de pacientes más que descripciones en términos clínicos.

Como lo menciona Gipps, el delirio es relativamente fácil de diagnosticar, pero casi imposible de definir; y, de hecho —según él—, casi todas las definiciones son sobre o infraincluyentes; así, destaca lo incidental y deja de lado lo esencial (6).

La afirmación de Gipps despierta muchas preguntas, pues, ¿cómo es posible identificar algo con facilidad cuando no es posible definirlo? Parecería que se puede reconocer al delirio sin mayor problema, señalarlo, definirlo ostensivamente (como se hace al enseñarle un color nuevo a un niño: se le muestra un objeto de ese color), situación sumamente curiosa si se supone que se trata de una creencia.

Quizá, al diagnosticar el delirio los aspectos que entran en juego no solo están relacionados con el contenido proposicional, sino que cuentan de manera preponderante los elementos extralingüísticos, de tipo perceptivo o emocional, que habitualmente eluden la formalización explícita.

Las definiciones pueden tener como propósito explicitar los rasgos esenciales de algo. A quienes piensan que las cosas poseen una esencia se les denomina esencialistas.

El punto de partida es suponer que existen clases naturales; esto es, entidades regulares (no producto del azar), que son internamente consistentes de una instancia a otra. Por ejemplo, la especie animal de los perros o el grupo de cuerpos espaciales llamado planetas. En el primer caso, la especie perro no es producto del azar, ni de un acuerdo ni de una decisión arbitraria; hay algo que es exclusivo y propio de dicha especie, y ese algo se encuentra presente en cada una de las instancias de la clase; es decir, en cada uno de los perros que andan por el mundo.

Otra manera de definir las clases naturales es la utilizada por Bechtel (7). Según él, estas son grupos de objetos que figuran en las leyes científicas y tienen condiciones de definición. A su vez, por condiciones de definición se refiere a las propiedades necesarias y suficientes que debe reunir algo para pertenecer a una determinada clase. El ejemplo paradigmático son los elementos químicos. Todo lo que tenga el número atómico 79 es oro, sin importar el color, el brillo o el estado, sólido o líquido, como se presente. Tener 79 protones es condición necesaria y suficiente para que algo sea considerado como oro.

Una forma adicional de esencialismo es la utilizada por Aristóteles en la Lógica. Allí se acude a la especificación del género y la diferencia específica. Por ejemplo, al definir hombre como animal racional, el género corresponde a animal, mientras la diferencia específica respecto a los otros animales es la de ser racional. Todas estas definiciones suponen la existencia de entidades susceptibles de ser claramente diferenciadas entre sí; entidades que corresponderían a clases naturales.

En psiquiatría, una definición de corte esencialista buscaría la esencia de un síntoma o de una enfermedad, o establecería condiciones necesarias y suficientes para poder decir que algo es un síntoma o una enfermedad. En la historia de la disciplina no hay un solo ejemplo exitoso de definición esencialista, lo cual lleva a pensar que los síntomas y las enfermedades psiquiátricas no son clases naturales. Ahora bien, si en la actualidad ni siquiera es posible afirmar sin lugar a dudas que los animales y las plantas son clases naturales, mucho menos se podría adscribir este predicado a los fenómenos psicológicos (8).

De acuerdo con Zachar, es un error pensar que las enfermedades psiquiátricas sean clases naturales. Obviamente, tampoco se trata de clases arbitrarias, pues siempre es posible encontrar los criterios utilizados para su categorización. Según él, son clases prácticas; esto es, escogidas teniendo en cuenta su utilidad para algún fin (8). Lo anotado para las enfermedades puede extenderse a los síntomas. Las definiciones de estos pueden ser vistas pragmáticamente como la configuración de algo con lo cual trabajar.

Al definir el delirio, la tristeza o la amnesia se estarían delimitando ciertas partes de la vida mental con fines prácticos: por ejemplo, estudiarlas con una determinada técnica o darles tratamiento. Esto contrasta con lo que piensa una buena cantidad de psiquiatras, quienes consideran que las definiciones de la disciplina tienen un carácter esencialista y suponen que cada uno de los síntomas es un fenómeno diferenciado de los demás de forma natural, un reflejo de la estructura de la naturaleza; tanto así, que hasta sería posible encontrarles un marcador biológico inequívoco.

Algunos proyectos de investigación orientados biológicamente pretenden hallar para cada síntoma, y especialmente para cada enfermedad, algo equivalente a la fórmula del H2O para el agua, con lo cual olvidan que unos y otras, en su origen, están en buena parte ligados a fines de tipo práctico y no a entidades eternas e inmutables.

Debido a la profusión de definiciones, es posible que no todos los investigadores utilicen la palabra delirio de igual manera; quizá observen diferentes fenómenos a los que adscriben un mismo nombre.

Estas dificultades han sido planteadas por Garety (9), Jones (10) y Freeman (11), entre otros. Es más, si se da una mirada a los libros de psiquiatría, se encuentra que el término delirio también es usado para calificar otros fenómenos psicológicos. Se menciona la percepción delirante, el afecto delirante, el humor delirante, la intuición delirante, entre otros.

Con el fin de evitar estos problemas, Freeman (11) presenta una serie de criterios para establecer la presencia de delirios persecutorios. Si bien los criterios son interesantes y pueden ser útiles en muchas circunstancias, tienen problemas importantes, pues se basan netamente en narraciones y no sería fácil concluir que un delirio está presente cuando las personas tienen desorganización del pensamiento, permanecen mutistas o dan respuestas contradictorias, lo que sucede a menudo en los pacientes con trastornos psicóticos.

La caracterización del delirio puede tener fines netamente prácticos. Por ejemplo, identificarlo como un síntoma, esto es, como parte de alguna enfermedad, o darle tratamiento. Desde luego, al seguir esta línea rápidamente surge un problema cuando se encuentra que los delirios no solo se presentan en las personas que tienen trastornos mentales. De hecho, algunos estudios han hallado estos síntomas en la población que no padece dichas enfermedades.

Verdoux (12) les aplicó el Inventario de Delirios de Peters (Peters Delusion Inventory) a 790 personas que asistían a centros de atención primaria franceses. Encontró delirios en al menos el 5% de esta población. En el estudio de Van Os (13), entre 7.000 personas, el 3,3% tenía delirios claramente definidos; y la cifra se elevaba al 8,7% si se contaban los casos que no ocasionaban estrés ni hacían necesaria una intervención. Ellet y cols. (14) hallaron que 153 de 324 estudiantes de college (población no clínica) informaron haber tenido experiencias persecutorias.

Al menos en los últimos 4 siglos los delirios han sido vistos predominantemente como creencias, sea falsas, patológicas, anómalas, incorrectas o cualquier otro nombre con connotaciones parecidas. Según Berrios (15), desde el siglo XVII se han considerado como creencias patológicas categóricas. Creencias, debido a que los enunciados utilizados para transmitirlos o expresarlos son tomados como proposiciones o declaraciones acerca del mundo o del sujeto delirante; creencias patológicas, porque surgen como proposiciones fallidas o incorrectas en algún aspecto particular; creencias patológicas categóricas, en la medida en que son fenómenos sin gradación, de todo o nada; tanto, que la expresión "yo deliro" es tomada como una contradicción.

Las ideas que más tiempo han persistido e influenciado a la psiquiatría actual en cuanto a la caracterización de los delirios partieron de Jaspers, en su célebre obra de 1913 Psicopatología general (5). Este autor definió el delirio como un juicio sostenido con total convicción, no solo con conciencia de su validez, sino con un sentido de absoluta certeza. Destacaba como los principales criterios: la imposibilidad de contenido (unmöglichkeit des inhaltes), el grado extraordinario de convicción (unvergleichlich hohe subjektive gewissheit) y el rechazo enfático de cualquier explicación alternativa o incorregibilidad (unkorrigierbarkeit). De los tres, la imposibilidad de contenido ha recibido las críticas más fuertes, pues es fácil encontrar contraejemplos como cuando una persona con delirio de persecución efectivamente es perseguida.

Jaspers, además, situó claramente a los delirios en el ámbito del pensamiento. Según él, dado que los pensamientos se expresan verbalmente como juicios, se puede denominar ideas delirantes a los juicios patológicamente falsos.

En cuanto a su origen, Jaspers distingue dos tipos de delirios (5): a) los que aparecen de forma comprensible a partir de experiencias afectivas, falsas percepciones, estados alterados de conciencia, etc., denominados ideas deliroides o delirios secundarios. Por ejemplo, el delirio de ruina asociado al estado de melancolía después de una quiebra económica. b) los que nacen espontáneamente, sin que sea posible comprender de dónde surgen. Son dados de forma inmediata y no se derivan de otros fenómenos psicológicos; son los verdaderos delirios, también llamados primarios. Sentir que los extraterrestres controlan la mente o que los pulmones de uno desaparecieron son casos paradigmáticos de estos delirios.

Aparentemente, desde la razón, la emoción o la percepción no hay manera de comprender cómo surge un delirio primario a partir del estado mental previo; de ahí que sean incomprensibles. A estos delirios se les llama bizarros o extravagantes en los manuales de clasificación del DSM y la CIE, donde se les asigna como característica específica el ser empíricamente imposibles.

A pesar de su interés por la fenomenología, Jaspers se ubica netamente en la perspectiva de tercera persona al tratar el origen de los delirios. Por ello, resulta privilegiado lo narrativo, así como lo judicativo, y quedan en el misterio aspectos que solo es posible entender si se aborda la experiencia desde la perspectiva de primera persona.

Según Jaspers, solo son comprensibles los delirios derivados de experiencias afectivas o alteraciones perceptivas explícitas, y supone, de paso, que en los otros delirios ni los componentes perceptivos ni los afectivos juegan un papel de importancia en cuanto a su origen. Por ejemplo, lady McBeth alucina con sangre y a partir de ahí teje una historia alrededor de la muerte. Igual ocurre cuando una persona experimenta alucinaciones auditivas de voces que la amenazan y delira con ser perseguida por espíritus que desean hacerle daño. En cambio, siguiendo al mismo autor, los delirios que no son derivados de otro tipo de experiencias, los que aparecen espontáneamente, son incomprensibles, tal como el delirio de Cotard, en el que las personas afirman estar muertas.

Si los delirios son creencias, Jaspers tiene razón, pues no es posible entender cómo alguien, de buenas a primeras, sin tener alguna experiencia perceptiva específica, puede llegar a creer que está poseído por otros seres, que su estómago se ha cerrado o que ha sido despojado de los órganos internos. Todos ellos son delirios descritos con frecuencia, especialmente, en personas con esquizofrenia. No es fácil explicar cómo pueden aparecer tales creencias y ser mantenidas con total convicción.

Si los delirios no se enfocan exclusivamente en el ámbito del pensamiento, si se entienden como experiencias complejas relacionadas con: 1) las percepciones somáticas, 2) las percepciones/emociones vinculadas a la interacción con otros seres humanos y 3) las emociones vinculadas con la manera como uno se encuentra en el mundo, solo así se vuelven comprensibles.

Los juicios, las historias o las narrativas identificadas como delirios son el ropaje verbal con que se visten las experiencias subyacentes. Por tanto, para comprender los delirios es necesario penetrar las palabras e ir a las experiencias; es ahí donde se hacen comprensibles, donde tienen sentido.

Los delirios se pueden explicar y comprender mejor si dejan de ser considerados como creencias y se ven como experiencias; algunos de ellos son más parecidos al dolor, al cansancio y al deseo de orinar; otros, a la desconfianza, la vergüenza o la envidia; pero, en todo caso, son muy diferentes de los fenómenos del ámbito del pensamiento, como creer que París es la capital de España, que Cristóbal Colón nació en Portugal o que las construcciones incas son más antiguas que las pirámides de Egipto.

Se trata, en principio, de fenómenos perceptivos y emocionales experimentados en la totalidad de un cuerpo embebido del mundo, y no de creencias falsas y aisladas como si fuesen islas desprendidas del resto del psiquismo.

El DSM IV y la teoría de la falsa creencia

En 1950 se realizó en París el primer congreso mundial de psiquiatría. A partir de ahí se impuso la caracterización de delirio como falsa creencia (3), la que ha estado presente desde entonces en la literatura psiquiátrica y se encuentra como la definición oficial del DSM IV. Si bien ha sido cuestionada en muchas oportunidades debido a sus limitaciones explicativas y predictoras, sigue siendo la más usada por los psiquiatras. Según el DSM IV:

    El delirio es una creencia falsa basada en inferencias incorrectas acerca de la realidad externa, o en una mala interpretación de las percepciones o las experiencias, que es firmemente sostenida a pesar de que casi todos los demás creen lo opuesto y a pesar de la existencia de pruebas o evidencias obvias e incontrovertibles contrarias. La creencia habitualmente no es aceptada por otros miembros de la cultura o subcultura de la persona y no se trata de un artículo de fe religiosa. Cuando la creencia implica un juicio de valor, sólo se considera delirio, si es tan extrema que desafía toda credibilidad (2).

La teoría de los delirios como falsas creencias del DSM IV afronta grandes problemas a la hora de explicar el surgimiento de los mismos, los factores que los perpetúan y la forma como desaparecen. Tampoco arroja claridad sobre la insistencia con que las personas los defienden, el tipo de recuerdo que generan ni la falta de introspección acerca de los mismos; es decir, es pobre en términos de posibilidades de comprensión.

De acuerdo con Musalek (16), el valor de esta teoría en la práctica clínica es cuestionable, pues el psiquiatra se vería obligado a evaluar la verdad o falsedad de las creencias, lo que en el caso de los delirios de persecución o de celos dependería más de las habilidades criminológicas que de los conocimientos psicopatológicos. Además, si hay pruebas de que el individuo es perseguido se hace imposible la presencia de un delirio persecutorio, lo cual se contradice con el hecho de que las personas perseguidas tienden más fácilmente a desarrollar delirios persecutorios.

Una situación problemática adicional respecto a la falsedad de la creencia gira alrededor del criterio de verdad utilizado. Según Maher (citado por Harper) (17), esta evaluación se basa en el sentido común y no en una evaluación sistemática de los datos empíricos. Agrega que los psiquiatras, en su práctica cotidiana, no presentan a sus pacientes pruebas contrarias a las creencias que estos últimos tienen, y en muchas ocasiones realizan el diagnóstico de delirio basándose, sobre todo, en la manera como las personas hablan y actúan.

Aunque no existe ningún sistema para individualizar creencias y establecer el porcentaje de falsas y verdaderas, parece evidente que en todo ser humano conviven ciertas creencias falsas en un ambiente donde claramente predominan las verdaderas. Como anota Dennett, las creencias falsas florecen en un medio de cultivo de creencias verdaderas (18). Usa como un ejemplo cualquiera el de Demócrito, quien tenía una física abarcadora y sistemática, pero completamente falsa. Aunque equivocado, mantenía sus puntos de vista, pues eran de cierta utilidad. En todo caso, esas creencias falsas representaban un ínfima fracción de la totalidad, que incluía la gran cantidad de creencias permanentes y simples acerca de la casa donde vivía, de lo que buscaba de un buen par de sandalias, del sabor de una bebida, etc., además de las innumerables creencias ocasionales que se sucedían a medida que su experiencia perceptiva cambiaba momento a momento. Si bien minoritarias, las creencias falsas se encuentran en cualquier persona, sin que se pueda usar su presencia como criterio para identificar a quien delira.

Como la falsedad de la creencia resulta ser un criterio débil, Musalek (16) piensa que la convicción y sus consecuencias en el comportamiento deben tenerse en cuenta como los elementos clave a la hora de identificar los delirios. Plantea que las creencias deben situarse en un continuum, de tal manera que mientras mayor sea el grado de certeza de una creencia, mayor es su probabilidad de ser un delirio.Además, solo cuando una gran certeza e incorregibilidad influencien el pensamiento y las acciones de la persona en la vida cotidiana, se puede afirmar que se está frente a un delirio.

Parece tentador tener en cuenta la convicción y su influencia en la vida diaria, pero una situación frecuente lanza un reto. En un racista radical la creencia de que una raza es superior a otra o a todas las demás genera un convencimiento absoluto e imposible de corregir. Para él, la ciencia no aporta ni aportará nunca una prueba contraria. Además, actúa cotidianamente de acuerdo con esas ideas: rechaza e incluso llega a agredir de muchas maneras a las personas de otras razas.

Las creencias de un racista radical cumplen a cabalidad los criterios de convicción absoluta, incorregibilidad e influencia en el pensamiento y la conducta; sin embargo, nunca han sido consideradas por la psiquiatría como ideas delirantes ni se ha diagnosticado como delirantes a los racistas. Se podría argüir que dada su amplia aceptación en una comunidad, a veces en toda una nación, la idea racista pierde su carácter delirante, lo que llevaría a admitir que en este y otros casos la aceptación social despoja del carácter delirante a una idea. Siendo así, bastaría con que el grupo social acepte y esté de acuerdo con que alguien es perseguido para que su idea deje de ser delirante y, de paso, desaparezcan la desconfianza y el miedo que experimenta.

Al conjunto de la certeza y la incorregibilidad de una idea se le suele llamar polarización. Se supone que cuanto mayor sea su intensidad, mayor será la influencia que ejerce en el pensamiento y la conducta de la persona. De acuerdo con Musalek (16), en el caso del delirio, gracias a la polarización, la persona ya no puede hacer lo que desea, pues ahora el fenómeno patológico determina sus acciones. Pero igual ocurre en otras situaciones cotidianas que nunca han sido vistas como delirios.

La historia está llena de ejemplos de hombres que convencidos de sus ideas políticas, religiosas o económicas fueron a la guerra, mataron a otros y murieron. Si se atiende al DSM IV, no se trataba de delirios, por cuanto las creencias que sustentaron la conducta guerrera fueron socialmente aceptadas.

Si se utiliza la definición de delirio del DSM, lo discutido con los ejemplos del racismo y las guerras dejan a la aceptación social como el único criterio para delimitar un delirio de una creencia no delirante, cuando ambas son similares en cuanto a convicción e incorregibilidad. Es decir, una creencia es delirante cuando no es aceptada por el grupo social del sujeto. En principio, de aquí se derivan importantes consecuencias para el tratamiento: el alivio de los delirios no habría que buscarlo en los medicamentos o enlas psicoterapias, sino en conseguir que los demás se pongan de acuerdo con el delirante y admitan la veracidad de lo que expresa.

Ghaemi (19) también intenta salvar la teoría de la falsa creencia. Según él, tradicionalmente se ha considerado a los delirios como creencias susceptibles de ser diferenciadas de otros tipos de creencias, por cuatro características: son 1) fijas, 2) falsas, 3) culturalmente atípicas y 4) se mantienen en contra de pruebas contrarias incontrovertibles.

El autor considera que esta caracterización afronta algunas dificultades. Cita varios ejemplos en que muestra que los delirios no son fijos ni necesariamente falsos. Reconoce que el clínico realiza el diagnóstico de delirio antes de disponer de suficientes pruebas contrarias incontrovertibles, además de que rara vez hay pruebas claramente incontrovertibles. En cuanto a lo aceptable o típico culturalmente, no hay una línea nítida que permita separarlo de lo inaceptable o atípico.

El mismo Ghaemi se pregunta si en quienes deliran y tienen esquizofrenia los procesos de pensamiento son ilógicos. Encuentra que no hay diferencia entre las personas con esquizofrenia y los normales, si bien los procesos de pensamiento ilógicos son mayores en frecuencia y severidad en quienes padecen la enfermedad. Por otra parte, discute la teoría de Spitzer (20) sobre la imposibilidad de los delirios.

Según este último, las ideas delirantes no tienen ningún referente objetivo en el mundo real; es decir, los objetos y hechos mencionados en los delirios no existen ni suceden en el mundo real. Ghaemi considera que esta diferenciación funciona muy bien con los delirios bizarros o extravagantes, pero muy poco con delirios como los persecutorios o de celos.

Como conclusión, según Ghaemi, dado que no hay criterios indiscutibles acerca de lo que es un delirio, propone evaluar seis tópicos cuando se sospecha que una creencia es delirante: a) ¿es falsa?, b) ¿es fija?, c) ¿es mantenida en contra de pruebas contrarias incontrovertibles?, d) ¿No es aceptable culturalmente?, e) ¿Está basada en procesos de pensamiento ilógicos? y f) ¿es imposible lógica o metafísicamente? Mientras más criterios reúna una creencia, más probable es que se trate de un delirio, si bien no hay certeza al respecto.

Si se vuelve la mirada a la convicción e incorregibilidad, se encuentra que los grados varían y no todas las personas con delirios son impermeables a las razones y pruebas contrarias. Algunas son capaces de reflexionar, e incluso de reaccionar, ante ideas o experiencias que entren en contradicción con sus delirios (21). Es más: pueden ser persuadidas de cambiar sus creencias si el interlocutor asume una actitud de colaboración y comprensión (17).

En estudios de terapia cognitiva se ha encontrado que los pacientes con psicosis no permanecen en la misma posición y se mueven entre ver sus experiencias psicóticas como reales y como manifestaciones de una enfermedad (22).

Si se examina la frecuencia de las creencias y su aceptación social, es claro que en la población general hay algunas ampliamente difundidas, como la creencia en que hay seres extraterrestres antropomorfos, en la telepatía, en fantasmas, en la capacidad para predecir el futuro, en la brujería, en la vida después de la muerte, etc. En algunas encuestas se ha visto que cerca de la mitad de la gente las tiene. Luego, ¿con base en qué se puede establecer la aceptabilidad social de una creencia?

Los temas anteriores aparecen con gran frecuencia en los delirios, pero también en quienes no los presentan, lo que convierte a la los criterios estadístico y de aceptación social en poco útiles.

La falta de aceptación cultural de una creencia no la convierte automáticamente en un delirio. Pensar que la Tierra gira alrededor del Sol fue en su momento una creencia contraria al sentido común de quienes cada mañana lo veían aparecer por el oriente y ponerse en el occidente. Las ideas novedosas, las producciones de los genios, en muchas ocasiones son atípicas, quizá extrañas, y por ello se ganan el rechazo de amplios grupos.

En cuanto a la irracionalidad del delirante, no parece tener diferencias de importancia respecto a quien no delira. En la vida cotidiana es frecuente ver que las personas no sustentan de forma adecuada sus afirmaciones o mantienen al mismo tiempo creencias contradictorias. Es más, las buenas capacidades para razonar no necesariamente protegen del delirio: en ocasiones facilitan la elaboración de narrativas internamente consistentes.

Jaspers reconocía que el pensamiento podía ponerse al servicio del delirio, y hacerlo de forma ingeniosa. Ahora bien, si el delirio fuese producto de la irracionalidad no se continuaría buscando tratamientos, ya que desde hace mucho tiempo existen formas de abordar estas situaciones. Bastaría con mostrarle al afectado los errores en el proceso de razonamiento, sería como corregir a un estudiante durante el proceso de aprendizaje.

Quizá sea necesario preguntarse si las creencias de las personas delirantes son diferentes de las creencias del resto de la población. Para responder esa pregunta, Peters (23) aplicó el Inventario de Delirios de Peters (Peters Delusion Inventory) a una población a la que dividió en dos grupos: uno con antecedentes psiquiátricos y otro sin ellos; este último estaba conformado por personas hospitalizadas por padecimientos distintos de los de tipo mental. Si bien los puntajes eran más altos en la población psiquiátrica, había un considerable solapamiento entre las dos poblaciones. La diferencia no estaba dada por el tema, sino por el estrés, la convicción y la preocupación generada por las creencias en cada uno de los grupos.

La convicción e incorregibilidad en los fenómenos psicológicos

De acuerdo con lo discutido, es claro que cada uno de los aspectos mencionados en la definición de delirio del DSM IV afronta grandes problemas conceptuales, empíricos y pragmáticos. De todas maneras, a la hora de caracterizar a los delirios es muy difícil, en primera instancia, dejar de lado aquello de que son creencias acompañadas de convicción e incorregibilidad; esto es, sin posibilidad de modificación mediante argumentos o pruebas.

Vale la pena preguntarse por qué motivo una persona insiste tanto en defender una creencia que no es compartida por los familiares, amigos ni gente cercana, donde, además, las pruebas en contra son claras y numerosas. ¿Acaso es por mostrarse terco?, ¿quizá puede verse al delirio como una forma extrema de terquedad? No parece ser la mejor explicación, así que en seguida se analizarán las creencias, los recuerdos, diversas percepciones y las emociones, con el fin de ver en cuáles de ellas es posible hablar, al menos, de algo parecido a la convicción e incorregibilidad, y postularlas como candidatas a delirios.

En la vida cotidiana cada persona tiene un gran número de creencias acerca del mundo que considera como verdaderas. Cuando pueden justificarse de forma apropiada, se les llama conocimientos (o saberes). Por ejemplo, es posible decir que la Luna gira alrededor de la Tierra, y mostrarlo mediante documentos como fotografías, libros y videos. Alguien puede afirmar que Caracas es la capital de Brasil, para admitir poco después su equivocación al ver en un mapa que es la capital de Venezuela. Si esa misma persona, a pesar de las pruebas contrarias, insiste en su afirmación inicial acerca de las ciudades, se lo considerará como un terco; a lo sumo, se dirá de él que no es capaz de comprender un mapa, pero no se concluirá que tiene un delirio.

Hay formas de contrastar intersubjetivamente estas creencias, y para ello se utilizan las fuentes de conocimiento aceptadas por las diversas disciplinas académicas, tales como revistas especializadas, documentos de investigación científica, libros, etc. Esa es la base para determinar la verdad o falsedad.

Las creencias acerca del mundo, entonces, no exhiben las características de convicción e incorregibilidad, pues son susceptibles de modificarse en su contenido, y es posible corregir los errores mediante las pruebas apropiadas. Además, a quien sostiene creencias falsas de esta clase y no admite pruebas o argumentos intersubjetivamente válidos no se lo identifica como delirante.

De los sucesos pasados de la vida se tienen pocas dudas, si bien no es extraño admitir que la memoria no es completamente fiable y quizá falten detalles en los recuerdos. Al evocar acontecimientos previamente acaecidos junto con otras personas que también estuvieron presentes en ese entonces, no es raro que aparezcan versiones diferentes de estos. A veces, después de discutirlas, se llega a una sola versión unificada.

Cuando no ocurre así y las discrepancias persisten, pueden utilizarse algunos documentos o invitarse a terceros que igualmente vivieron esos hechos, para que las juzguen. En otras oportunidades cada cual insiste en que recuerda de forma fiel lo sucedido, así que continúa sosteniendo que es él quien relata de manera más precisa el pasado. El hecho de que distintas personas tengan versiones diferentes y estén completamente seguras de estas no convierte a ninguna de aquéllas en delirante; a nadie se le diagnostica un delirio solamente por estar dispuesto a defender su versión de ciertos hechos del pasado a toda costa. A lo sumo, si en alguien se encuentran marcadas discrepancias e inconsistencias en los recuerdos, se dirá que tiene problemas de memoria.

Hay, entonces, formas aceptadas de discutir y modificar (incluso, de corregir) intersubjetivamente los recuerdos; estos últimos no tienen las características de convicción e incorregibilidad que se encuentran en los delirios.

En cuanto a las percepciones visuales, auditivas, olfativas, gustativas y una buena parte de las táctiles —unas en mayor grado que otras—, se considera que es posible equivocarse en la identificación de lo percibido. Si un poco de luz cambia la forma del objeto visto previamente, sin dificultad se admite que la oscuridad no permitió ver apropiadamente. Si alguien dice que un alimento sabe a naranja y una segunda persona le contesta que está equivocado, pues el sabor corresponde a manzana, el primero tiene la posibilidad de probar una vez más y reconocer, si es el caso, su error en la identificación del sabor.

Muchas veces, si las pruebas son claras y contundentes, o si es posible disponer de una segunda oportunidad para percibir algo, las personas están dispuestas a admitir que están equivocadas en lo referente a la identificación del contenido de la percepción inicial y a cambiarla. Si alguien insiste en ver o escuchar algo que los demás no logran ver ni escuchar, se dice en primera instancia que tiene un problema de visión o audición, quizá susceptible de ser corregido; o en su defecto se considera que alucina, pero de ahí no se sigue necesariamente que delire.

En síntesis, los tipos de percepciones discutidos no tienen como característica la convicción e incorregibilidad, por cuanto es posible admitir y corregir errores en la identificación de su contenido mediante argumentos y pruebas intersubjetivamente válidos.

A través de las anécdotas, los libros y las películas se sabe que existen alucinaciones auditivas, visuales y de otras modalidades sensoriales, una especie de trampa para los sentidos, facilitada, a veces, por el uso de ciertas sustancias y situaciones, como la deshidratación y la ausencia de estímulos. Al igual que las percepciones cotidianas, un buen número de alucinaciones —especialmente, aquellas consistentes en voces que le hablan al afectado— son claras, precisas, bien definidas y no están sujetas a la voluntad. Debido a estas características, de buenas a primeras no se las reconoce como tales y se las acepta como si se tratara de una experiencia perceptiva común y corriente (24).

Muchas personas y grupos sociales buscan explicarlas a partir de diversas conjeturas y hechos. Por ejemplo, piensan que provienen de espíritus, demonios u otros seres lingüísticos. Es más, las creencias personales y del grupo social en que se vive influyen no solo en la categorización entre normales y patológicas, sino también en la interpretación que se hace de ellas, e incluso en su contenido (25).

Pero no siempre son patológicas. Pueden presentarse de forma aislada, sin que conjuntamente haya otros fenómenos psicológicos identificables como síntomas. Algunas personas sin trastorno mental tienen experiencias alucinatorias ocasionales y transitorias (26). La prevalencia puntual de tales fenómenos varía ampliamente entre el 1% de la población, de acuerdo con algunos estudios, hasta llegar al 40% en otros (27,28). En todo caso, se sabe que su emergencia es favorecida por la sugestión directa o indirecta, así como por la práctica de ciertos ejercicios de concentración y meditación como los utilizados en algunas corrientes místicas. Parece que las alucinaciones son más frecuentes de lo que se pensaba, pero su presencia no hace automáticamente un delirante de quien las experimenta.

Las alucinaciones auditivas y visuales, con gran frecuencia, suelen acompañar a los delirios, los refuerzan y contribuyen a su permanencia. Por ejemplo, en alguien que sufre un delirio persecutorio las alucinaciones consistentes en escuchar voces amenazantes aumentan el temor y la convicción de estar ante un gran peligro. Jaspers planteó que algunos delirios pueden entenderse como derivados de alucinaciones; sin embargo, también advirtió que esa explicación no es válida para la totalidad de los casos.

Aunque muchas personas no logran darse cuenta de que alucinan, hay otras que pueden hacerlo e identifican apropiadamente las alucinaciones como un fenómeno psíquico de producción de imágenes sensoriales sin que haya un estímulo ambiental que lo cause. Incluso, algunos consumidores de sustancias inhalantes las utilizan con el fin de inducir alucinaciones visuales que son experimentadas de forma placentera. En todo caso, en las alucinaciones de tipo visual, auditivo, olfativo y gustativo es posible, en principio, darse cuenta de que lo percibido no corresponde a algo susceptible de ser perceptivamente compartido, y admitir que corresponde a un fenómeno anómalo.

Cuando se trata de las percepciones somáticas, es decir, de las relacionadas con el cuerpo, no se alberga ni la mínima duda. Si se tiene dolor en una rodilla o deseos de orinar, no hay opinión, argumento ni prueba alguna que lleve a negar, ni siquiera a dudar del contenido de tales experiencias. Un tercero podría mostrarle al afectado una imagen de su vejiga desocupada como prueba para rebatir lo que siente, pero esto no haría que desaparezcan los deseos de orinar. Podría agregar que hace un minuto lo vio orinar, y tampoco lograría cambiar la sensación. Es más, sin importar que la percepción tenga un nombre o sea posible describirla, el comportamiento estaría en consonancia con lo experimentado y las acciones se encaminarían a buscar un lugar donde orinar.

En ocasiones no es fácil expresar verbalmente estas percepciones, lo que se aprecia en la dificultad para asignarles un nombre o encontrar las palabras apropiadas para describirlas; por ejemplo, se puede decir que lo experimentado en las piernas cuando la irrigación sanguínea no es adecuada es algo parecido a una mezcla de dolor, debilidad y parestesias, y aun así quedar inconforme con la precisión de lo descrito. Quizá hasta el mejor reporte verbal sea pobre a la hora de hacer comprensible a los demás este tipo de experiencias, pero, en todo caso, dichas limitaciones en ningún caso siembran dudas acerca de su presencia en quien las experimenta.

Lo que mejor da cuenta de las percepciones somáticas es la cualidad de lo experimentado y la conducta expresiva subsiguiente. No importa si la afección es un espasmo, una contractura, un desgarro o rigidez muscular: el sujeto experimenta dificultad para movilizarse con la agilidad previa, lo que, además, es observable en cada uno de sus desplazamientos.

El interlocutor tiene la posibilidad de evaluar la intensidad de esas percepciones a través del comportamiento expresivo. No se creerá que alguien padezca un dolor intenso si se lo observa bailar, beber alcohol y conversar animadamente. Sin embargo, esto no implica que haya formas intersubjetivamente aceptadas de mostrarle a alguien que identifica equivocadamente tales percepciones., pues el estímulo que les da origen no es algo susceptible de ser percibido por alguien más, tal como ocurre al ver los objetos o escuchar los sonidos.

Las percepciones somáticas no se refieren a algo externo al cuerpo, sino a algo en el cuerpo viviente de un sujeto, lo que lleva a este último a considerar que nadie más tiene acceso, ni siquiera indirecto, al contenido de sus percepciones. Desde su punto de vista, no hay lugar para el error en la identificación de lo percibido; de ahí que cualquier duda proveniente de terceros sea inmediatamente desechada y no acepte argumentos ni pruebas contrarias, y ello da lugar a lo que suele describirse como convicción e incorregibilidad.

En cuanto a las emociones, ellas están presentes en cada instante de la vida, sea con gran intensidad o de forma muy sutil. Son eminentemente cualitativas, en ellas lo que se siente es el factor más importante en el momento de caracterizarlas. Es difícil describirlas verbalmente; al fin y al cabo, no es tarea sencilla usar palabras para dar cuenta de una de las experiencias más distantes del uso de símbolos. En ocasiones, cuesta trabajo asignarles un nombre, así como sucede con las percepciones somáticas; incluso pueden presentarse errores en la nominación y decir que se está aburrido cuando lo que está presente es ansiedad.

Por otra parte, no es raro encontrar dos o más emociones simultáneas. Con frecuencia se escucha que alguien no logra diferenciar si lo que siente es tristeza, rabia o una mezcla de ambas, aunque posiblemente la última sea la mejor descripción de lo experimentado. El tema va más allá de lo individual y, de hecho, en la psicología actual hay una amplia discusión acerca de cuáles y cuántas son las emociones humanas.

Por otra parte, no se requiere un gran esfuerzo cognoscitivo para darse cuenta de que, efectivamente, están presentes; no se necesita desplegar una serie de pensamientos para concluir y estar seguro de que uno está triste, alegre o ansioso. Ellas están ahí, independientemente de los procesos reflexivos que permitan su identificación. Es más, en ocasiones las personas se sorprenden cuando alguien les señala su estado emocional y rápidamente intentan descalificar esas observaciones. Dicen, por ejemplo: "parezco enojado, pero en realidad no lo estoy". Las emociones, simplemente, se experimentan, se sienten; cualquier acto cognoscitivo subsecuente encaminado a establecer su presencia está de sobra.

¿Es posible equivocarse al experimentar las emociones? ¿Alguien podría decir que cometió un error y la alegría que sintió en realidad no la sintió? Conviene aclarar que la pregunta no se dirige simplemente al asunto de nombres, pues ni siquiera hay claridad en el mundo científico acerca de las palabras apropiadas para referirse a las emociones.

En el caso de las percepciones visuales, una segunda oportunidad para ver el estímulo, quizá en mejores condiciones de luminosidad, puede dar como resultado que el sujeto se dé cuenta de un error en la identificación de lo percibido y lo corrija. ¿Algo parecido ocurre con las emociones? Si alguien está alegre nadie lo convence de que su estado emocional es diferente, aunque ese interlocutor puede ingeniárselas para ponerlo triste poco después. Al experimentar ira, tristeza o vergüenza no hay posibilidad de decir que hay una equivocación en lo que se siente y que la emoción es otra, así se disponga de más tiempo para examinar lo experimentado.

A una persona se le puede mostrar que no hay razones para justificar el temor a volar en avión, pero no por ello se consigue que el afectado afirme estar errado en cuanto a lo que siente. Es más, para atenuarlo, en las psicoterapias se sigue un proceso de varios pasos que requieren la cooperación del paciente, con el fin de conseguir que el miedo no se haga presente durante las ocasiones venideras en que tome un vuelo.

Quizá sea posible discutir si una emoción está o no de acuerdo (o es adecuada) con el suceso vivido, destacar su intensidad en cuanto a lo exagerada o muy tenue respecto a los eventos que la desencadenaron, pero no se puede hablar de errores al experimentarla.

Las emociones aparecen y acompañan a los pensamientos, los recuerdos, las percepciones; se despliegan involuntariamente momento a momento, de acuerdo con lo que se vive, influencian y tiñen otros estados psicológicos, determinan las acciones, pero no se refieren a algo que sea posible compartir perceptivamente o discutir mediante pruebas; es decir, no tienen contenido intencional.

La ausencia de contenido intencional hace imposible la discusión intersubjetiva en lo relacionado con la verdad o falsedad, con errores o aciertos en la identificación. Lo verdadero y lo falso se aplican a las creencias, y lo erróneo o acertado en la identificación, a las percepciones, pero ninguno de ellos se aplica a las emociones.

Si alguien se alegra por la muerte de una persona y lo celebra cantando y bailando, quizá se le pueda reprochar su conducta, y hasta sea posible entender esa reacción al tener en cuenta ciertos hechos del pasado y sus rasgos de personalidad, pero no hay ninguna forma válida de mostrarle falsedad o un error en lo experimentado. Una vez descartado que finge, no se le podría decir que su alegría es falsa o que siente equivocadamente lo que siente. Hablar de emociones verdaderas o falsas, o de errores en su experimentación, es un absurdo parecido a adscribirles buenas o malas intenciones a las piedras y los ríos.

Las emociones se evalúan a través de los contenidos del pensamiento emitidos verbalmente, pero, sobre todo, mediante el comportamiento expresivo; esto es, la expresión facial, la manera de hablar, los movimientos corporales, el estilo de navegación social y las acciones realizadas. A partir de esos elementos se puede concluir que alguien está alegre, triste o furioso.

En ciertos ambientes se puede ejercer un control voluntario con el fin de no expresar señales emocionales, como ocurre con los jugadores de póquer, o fingir su presencia. Las emociones son identificables por un tercero, pero eso no implica que haya formas intersubjetivamente válidas para decir de una emoción que es verdadera o falsa, correcta o erróneamente experimentada.

Cuando alguien intenta evaluar y discutir las emociones de una persona en particular, en términos bien sea de verdaderas y falsas, o de errores y aciertos en lo experimentado, se va a encontrar con la imposibilidad de hacerlo. Es como si hablaran dos lenguas diferentes. Uno de ellos (el paciente, en el caso del delirio) parece no entender, ni mucho menos aceptar, la validez de las pruebas y argumentos del otro, lo que es interpretado como convicción e incorregibilidad.

Si se tienen en cuenta las características de las percepciones somáticas y las emociones, es admisible concluir que en ellas se puede hablar de algo parecido a la convicción e incorregibilidad descritas en los delirios. No hay ninguna prueba ni argumento que lleve a quien experimenta una percepción somática a admitir un error en la identificación del contenido.

En cuanto a las emociones, no es posible discutir si son verdaderas o falsas, como tampoco si hay errores al experimentarlas. Las percepciones somáticas y las emociones se constituyen en buenas candidatas para ser examinadas como los elementos básicos en la conformación de los delirios.


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Conflicto de interés: Los autores niegan cualquier conflicto de interés en este artículo

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