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Revista Colombiana de Psiquiatría

Print version ISSN 0034-7450

rev.colomb.psiquiatr. vol.42  supl.1 Bogotá Dec. 2013

 

Artículo original

Familia, suicidio y duelo

Family, Suicide and Mourning

José Antonio Garciandía Imaz

Médico psiquiatra. Profesor asociado, fellow de Psiquiatría de Enlace, psicoterapeuta de familia, pareja e individual. Departamento de Medicina Preventiva y Social, Departamento de Psiquiatría y Salud Mental, Facultad de Medicina, Pontificia Universidad Javeriana. Bogotá, Colombia.

Correo electrónico: jose garciandia@hotmail.com

Historia del artículo: Recibido el 10 de octubre de 2013 Aceptado el 26 de noviembre de 2013 On-line el 5 de mayo de 2014


Resumen

Introducción: La muerte es un acontecimiento que siempre irrumpe en la vida familiar de una manera sorpresiva. De todas las muertes, el suicidio es la que con más intensidad pone en cuestión la funcionalidad de una familia e incrementa el riesgo de dificultades para la elaboración del duelo. Las familias en las que ha ocurrido un suicidio están expuestas a una mayor probabilidad de desestructuración, desorganización y expresiones patológicas en sus miembros.
Objetivo: Hacer una revisión narrativa reducida, circunscrita y restringida a la relación del suicidio y la elaboración del duelo en la familia.
Resultados: El suicidio de un ser querido es un acontecimiento que puede contribuir a generar duelos patológicos y disfunciones mentales en los familiares sobrevivientes.
Conclusión: La muerte en la familia es un fenómeno natural. Sin embargo, la muerte por suicidio es uno de los fenómenos que más puede generar alteraciones en la estructura y organización familiar, por la dificultad que implica la elaboración del duelo.

Palabras clave: Familia, Muerte, Suicidio, Duelo.


Abstract

Introduction: Death is an event that always breaks into family life in a surprising way. Of all the deaths, suicide is the one which more strongly questions the functionality of a family and increases the risk of difficulties in the mourning process. Families in which a suicide has occurred are exposed to a greater possibility of disintegration, disorganization and pathological expressions in their members.
Objective: To present a reduced and circumscribed narrative revision, restricted to examine the relationship between suicide and the mourning process in the family.
Results: The suicide of a loved one is an event that may contribute to pathological grief and mental dysfunctions in surviving relatives.
Conclusions: Death in the family is a natural phenomenon. However, death by suicide is one of the phenomena that can generate more alterations in the structure and organization of the family, due to the difficulty related to the mourning process.

Keywords: Family, Death, Suicide, Mourning.


Introducción

La muerte de un ser querido es el precio que uno paga por amar, dice Pangrazzi1, y es más alto el precio cuando la muerte es subsecuente a un acto suicida. El duelo se torna muy difícil y las personas pueden vivirlo de una manera desmedida sin resolverlo adecuadamente durante muchos años o bien pueden evitarlo, encapsulándolo de manera que tiene un enorme costo para el equilibrio psicológico.

Cada cual vive las pérdidas de una manera diferente: las circunstancias y el contexto en que suceden y se viven hacen de la experiencia de la muerte un fenómeno extraordinariamente personal. Y por supuesto, en el caso de la pérdida por suicidio, el tono personal en el que se afronta es inevitable, porque cada suicidio deja tras de sí un rastro de dolores y sufrimiento que afecta a familiares y amigos. El suicidio no es una muerte común, a pesar de ser un fenómeno que ha estado presente a lo largo de la historia humana, y tiene un poderoso espectro de influencia en los individuos, en la familia y en la sociedad.

Familia y muerte

Es común escuchar la expresión de dolor sentido por la muerte de un ser querido, «nos dejó un gran vacío», expresión que describe la experiencia de la ausencia del otro como una eliminación espacial: un espacio físico ocupado por otro queda vaciado de su ocupación física. Este vaciamiento espacial se hace notorio en el espacio familiar, los muertos son parte de una familia, de un mundo compartido que con su ausencia queda mutilado. Pero no solo es una afectación del espacio lo que genera la muerte, es también una dimensión temporal, hay un antes y un después tras la muerte, es una línea divisoria en la flecha del tiempo, decimos «cuando él (o ella) vivía...» o «desde que se fue ya las cosas...».

La muerte y la separación son 2 alteraciones del espacio y el tiempo. Y ambas circunstancias requieren reconstrucción de las coordenadas temporoespaciales, que se lleva a cabo mediante el proceso de duelo. Un proceso reparador que en ocasiones falla en su función de restablecer la estructura, organización y homeostasis familiar de aquellos que permanecen con vida. No sin frecuencia, sucede que esa reparación de la pérdida se intenta hacer mediante la función de hacer presente el objeto perdido, con su presentificación a costa de lo que sea. Y esa presentificación solo se puede hacer en el tiempo y en el espacio. De ahí que un sistema encomiende tácitamente esa misión a alguna persona de este. Alguien tan inconscientemente generoso y en cierta manera insidiosamente comprometido en secreto con la función de la reparación que prestará su cuerpo (espacio) y su vida (tiempo) al fallecido, para, de este modo, hacerlo presente en el sistema en la medida en que sea necesario mientras se encuentra de nuevo el equilibrio perdido del sistema tras la muerte. Lo que el sistema no sabe es el costo que representa para cada miembro esta operación de salvamento de la integridad de la totalidad cercenada.

Si tomamos en cuenta la idea de Thom2 d0e que «la mente es social» podemos inferir que cuando un ser querido muere, muere una parte de una mente más amplia, la familia, la cual tiene la tendencia a volver a rescatar su integridad perdida. Dimensión matizada por Luigi Boscolo cuando expresa:

Cuando ocurre una muerte dentro de un sistema, la manera en que se la vive, en que se la percibe y se la experimenta, guarda relación con una premisa establecida con anterioridad a esa muerte. La forma en que se la experimente en el futuro también se ajustará a esta premisa. Algunas premisas sobre la muerte afirman que la persona en cuestión no debería haber fallecido, entonces se la mantiene viva de algún modo3.

Estos intentos por mantenerlo vivo son el sustento por medio del cual se inician procesos disfuncionales en la familia y sus individuos. Es más, desde algunos planteamientos psicoterapéuticos, la muerte está detrás de la construcción de ciertas psicosis. La muerte siempre irrumpe en una familia produciendo un profundo impacto; sin embargo, la forma en que ese impacto afecta, se asume y se maneja implica un proceso de alta complejidad. Está en dependencia de ciertos aspectos, cuya presencia influye con predisposición en ocasiones y con determinación en otras. En este sentido, el ciclo vital de la familia, el ciclo vital de cada uno de los miembros del sistema familiar del fallecido, el tipo de funciones que ejercía en el todo familiar, el rol que representaba en el sistema, las expectativas de la familia respecto a él/ella, la significación que tenía para la familia nuclear, para la familia extensa, para el equilibrio, para la homeostasis, etc., todo ello son dimensiones que emergen al momento de la muerte como la expresión de la trascendencia del fallecido en el sistema.

No es menos importante dentro de la complejidad implícita del acontecimiento mortal la influencia del sistema de creencias de la familia, de los recursos para amortiguar el impacto de los que esas creencias proveen a la familia, de la posición de la familia en el contexto social, de su historia y tradición, etc. Por ello, hacer previsiones respecto a cómo una familia reaccionará ante la muerte de uno de sus miembros es una tarea imposible: la muerte siempre es inesperada. No obstante, es preciso hacer énfasis en la importancia del ciclo vital familiar en el cual se encuentra una familia para comprender cómo va a afectarla el acontecimiento. La muerte de un niño es muy diferente a la de un adolescente, de un padre, del abuelo, de un tío, de un adulto joven, de un hombre o mujer maduros. Todas tienen sentidos y significaciones muy diferentes para la familia como totalidad, para cada subsistema (pareja, parental, filial, fraternal), para cada miembro.

Para comprender cómo la muerte afecta a una familia es importante entender que un sistema familiar es una unidad psíquica, una dimensión existencial que abarca más allá del individuo, una dimensión que implica ser con otro, puesto que es la familia el sistema primigenio que consolida la construcción de nuestra identidad individual, que es una identidad conectada en la que los otros tienen un carácter vital. Sin los otros, no somos. Con esto no se desvirtúa la condición autónoma e independiente de una persona, sino que tratamos de observar al individuo sumergido en un nivel lógico diferente que lo abarca y del cual es partícipe, y en el cual está involucrado, integrando una unidad psíquica, producto que emerge de las interacciones, conexiones, vínculos y relaciones de los diferentes miembros.

La familia, como todo sistema, es más que la suma de las partes que la componen, es una emergencia cuyas manifestaciones surcan el tiempo, de generación en generación, con un hilo de continuidad que se proyecta hacia el futuro. Esa unidad trascendental y psíquica que llamamos familia utiliza a sus componentes de distintas maneras y es la forma particular en que cada individuo es utilizado y está inscrito en la historia transgeneracional y actual lo que en gran medida determina, o cuando menos influye, en la resolución de fenómenos como la separación, el duelo y, sin duda, la muerte.

Impacto de la muerte en la familia

Con la muerte de un miembro de la familia sucede una rotura, un punto de inflexión, se rompe la unidad psíquica de ese colectivo. ¿Qué significado tiene la idea de una unidad psíquica? La familia, una unidad psíquica por antonomasia, tiene un espacio y un tiempo, tiene una estructura (componente material) y una organización (los patrones relacionales y vínculos), los cuales se ven alterados y distorsionados por la muerte. Con esta se pierde parte de la estructura del sistema, la corporalidad de quien falleció (su tiempo y su espacio), y lo que esa corporalidad representaba (genes, memes, historias, cuentos, mitologías...) se desvanece y extingue. A ello se añade la pérdida de las relaciones, los vínculos, los nexos, las conexiones, las pautas, los patrones en los cuales el fallecido participaba, es decir, la organización del sistema.

Este, como tal, con la inclusión de que quien falleció ya no existe, ahora es otro sistema; debe reestructurarse a partir de un espacio y un tiempo (el del ausente) vaciados en alguna medida y, como consecuencia, se necesita una nueva organización, una nueva forma de conectarse, de relacionarse los miembros de la familia que sobreviven. El equilibrio homeostático anterior a la muerte se rompió y en el recién estrenado desequilibrio deben encontrar la solución para organizarse de nuevo con el cambio estructural acontecido y encontrar una forma nueva de equilibrio. Este proceso puede suceder mediante un duelo normal, un recorrido cuya finalidad es lograr consolidar la ausencia en el recuerdo, las historias, los cuentos, las anécdotas, de generación en generación, hasta el olvido (las más de las veces) y la perduración (las menos), unido con los agregados de cada generación. O bien son incorporados al imaginario familiar como figuras protectoras, manes, lares, íconos, ángeles, etc. Seres cuya presencia es simbólicamente acogida en la imaginación y la memoria.

Ante la pérdida de un ser querido, el duelo puede realizarse de una manera natural sin mayores inconvenientes por cada miembro de la familia y de nuevo reconstruir el sistema familiar con la ausencia del fallecido, pero con la presencia de su recuerdo reconfortante. Sin embargo, el duelo no siempre es un proceso sencillo: el problema surge cuando en un sistema familiar, el afán y la fuerte tendencia de cualquier sistema por completar la falta de estructura y la necesidad de mantener la misma organización del pasado que le daba su integridad y su identidad lo impulsan a no asumir el cambio introducido por la muerte. Por ello, intenta mantener la misma estructura y organización, y generalmente se hace a costa de que alguno de los miembros vivos del sistema asuma e incorpore al fallecido y renuncie a sí mismo.

Al perderse parte de la estructura del sistema, se necesita en la nueva organización que alguien asuma el rol del ausente, de esta manera se logra mantener la homeostasis. La pérdida implica un cambio; si como decimos este no se asume, comenzarán las dificultades en el manejo de la nueva situación y esas dificultades tratarán de buscar la resolución proyectándose en un espacio y un tiempo, es decir, en otro cuerpo, en otro miembro del sistema, quien deberá asumir la responsabilidad de evitar el dolor del duelo en la forma de un chivo expiatorio, chivo emisario, el sacrificado, el elegido, el paciente designado, la víctima, el comportamiento desquiciado, etc. Y su misión será la de desviar la atención del sistema familiar del proceso de duelo, presentificar subrepticiamente al muerto, mantener las condiciones previas a la muerte, a costa de sí mismo.

Todo sucederá en un estilo de comunicación tácito, no explicitado, secreto e inconsciente. Sucederá de una manera espontánea en la que se cruzan aspectos inconscientes, analógicos, emergentes, que se integran en la expresión no sin frecuencia de lo patológico. Por ello, es importante incluir a los niños explícitamente en el proceso de duelo familiar; si no es así, es posible que asuman roles de adultos que pueden coartar su propio desarrollo personal y su autonomía, como lo expresa Espina4.

El duelo en la familia no tiene aspectos diferentes al proceso de duelo individual, ya descrito por Kubler-Ross5. Una familia funcional, por lo general, permite que cada uno de los miembros viva el proceso de duelo a su propio ritmo, en la medida en que cada individuo está en un ciclo vital personal; por lo tanto, la representación que la muerte tiene en su vida será asumida y resuelta de acuerdo con su momento existencial.

Un duelo en una familia es resuelto cuando todos y cada uno de sus integrantes lo han resuelto. Si no sucede así, si por alguna vicisitud uno de los integrantes de la familia no lo ha logrado, entonces sucede lo que llamamos disfuncionalidades, enfermedades o trastornos. La manera en que el duelo será vivido por los diferentes miembros de una familia dependerá de lo que Ramos6 llama factores moduladores, que son aspectos que afectan la intensidad de las reacciones que puede suscitar la muerte y entre los cuales podemos mencionar el tipo de apego predominante en las relaciones familiares, las necesidades y las dependencias existentes, el tipo de muerte, los recursos que los dolientes tienen para afrontar las crisis y dificultades, el tipo de estructura familiar y la forma de su organización.

El duelo en la familia

El duelo es una de las situaciones más complejas de las que afectan al ser humano, tiene implicaciones biológicas (a las personas en duelo les duele el cuerpo), psicológicas (sienten un dolor psíquico insoportable), familiar (el dolor de las personas que amamos nos afecta) y espiritual (nos duele, como se suele decir, el alma), como dice Acinas7. La pérdida de un ser querido es un fenómeno que atraviesa el tiempo desde el pasado al futuro como un rayo en medio de toda la existencia y puede generar alteraciones fisiológicas en los deudos durante el proceso de duelo y, como menciona Gómez Sancho8, el 80% de los padres termina en un proceso de divorcio después de la muerte de un niño.

La familia es un sistema que mantiene un equilibrio dinámico que le permite adaptarse a los cambios que generan diferentes circunstancias. Ello le permite evolucionar conforme se modifica el panorama generacional de sus miembros y los ciclos vitales. La muerte siempre introduce un desequilibrio en el sistema familiar que suscitará la necesidad de un ajuste de funciones y roles que afectan la organización y estructura familiar9. Estos procesos de ajuste fueron descritos por Bowlby-West10 como búsqueda de un culpable, reacciones de aniversario, actitudes de sobreprotección y dependencia, tendencia al secreto familiar (sobre todo en muertes vergonzantes), idealizaciones en relación con el fallecido, fallas generacionales, regresiones infantiles en algunos miembros familiares, reacciones paranoides y obsesivas sobre la propia muerte, alteración de roles como parentalización de los hijos, sintomatología mental que se sostiene transgeneracionalmente. Por otra parte, existen algunos aspectos que pueden predisponer a los duelos patológicos en la familia, como pueden ser las pérdidas extemporáneas11 (muertes prematuras, repentinas) o repentinas12 que alteran las expectativas, entre las cuales está el suicidio.

Entender el proceso de duelo de una familia requiere comprender algunas dimensiones que están involucradas en el acontecimiento de la pérdida, entre las que podemos mencionar el duelo funcional, la lealtad invisible, las delegaciones, la onda de choque emocional, la reacción de aniversario.

La particularidad de toda familia también es un aspecto que influye en las características que adquiere el proceso de duelo. El hecho de que cada miembro de la familia viva de una manera individual, personal y muy íntima su duelo por la pérdida de un ser querido hace del duelo un proceso que no termina sino cuando todos, absolutamente todos y cada uno de los miembros de la familia, lo han elaborado. En ese momento podemos decir que el duelo familiar es funcional. Si no es así, como dice Paul13, la no aceptación de los sentimientos dolorosos provocados por la muerte de un miembro de la familia y el rechazo a la posibilidad de asumirla tienen unas consecuencias cuyos tentáculos se extienden y prolongan varias generaciones. El mismo autor expresa que cuando la pérdida no es elaborada, ni se constituye el recuerdo reparador, tampoco se restablece la estructura familiar para compensar la pérdida. El sistema familiar, entonces, intenta buscar y encontrar un sucedáneo que sustituya el objeto perdido, al ausente. De esta manera, tácita y soterrada, se delega en algún miembro de la familia, generalmente aquel con mayor tolerancia y fuerza para soportar el dolor y el sufrimiento, la tarea de consolar a la familia.

Pero esto tiene un costo enorme para quien asume esa función familiar. Se promueve un equilibrio patológico, por medio del cual el desarrollo de la identidad individual del tácitamente elegido se estanca y paraliza, lo que afecta también la individuación familiar que comienza a padecer perturbaciones como respuesta a esa necesidad de revivir al muerto, de no dar paso al olvido y al recuerdo, de presentificar el objeto perdido, de no dejarlo descansar en paz. El primer movimiento que se genera es una relación simbiótica familiar en la que todos alimentan al designado con los contenidos de sus dificultades de elaboración y de esta forma le impiden diferenciarse, hacer un proceso de elaboración individual para así mantener el muerto con vida en un cuerpo prestado, puesto que, de lo contrario, perderían el objeto ausente de una manera definitiva. Al mismo tiempo, esto impide que todos los miembros involucrados en esta misión puedan individuarse, separarse, consolidar la posición simbiótica familiar.

Por ello, Paul atribuyó a las reacciones de rechazo del duelo un carácter fundamental en la persistencia de una homeostasis familiar patológica. Consideró que en algunas familias con miembros neuróticos y psicóticos, los procesos de duelo parciales, incompletos o fracasados formaban parte de los antecedentes y se constituían como un elemento fundamental de los procesos de individuación perturbada, porque el temor a la pérdida, la separación o la rotura en familias que sufren de bloqueo en sus procesos de duelo se convierte en la fuente de manifestaciones exageradas y, en cierto modo, extremas de relacionamiento y de vinculación con otros, expresándose en relaciones simbióticas.

Por otra parte, Boszormenyi-Nagy14 introduce el concepto de lealtad familiar para expresar un sentimiento de solidaridad y compromiso que congrega las expectativas, necesidades y sueños de una determinada unidad social como lo es una familia, con los pensamientos, sentimientos y motivaciones de cada uno de sus miembros. Esas lealtades familiares son expresión de un vínculo que trae consigo una dimensión ética, cosa que hace que la intensidad con que se imprime el ser leal sea muy fuerte, tanto como para que su efecto trascienda y actúe más allá incluso de la muerte de un miembro de la familia. La lealtad, con frecuencia invisible y tácita, hace comprensible la idea de continuidad familiar, de los grupos sociales y su proyección en las generaciones. Así mismo, trasciende el ciclo vital de la familia y de sus miembros, y otorga coherencia a dimensiones psicológicas, éticas y existenciales que se constituyen como modelos de valores y tradiciones familiares o como modelos disfuncionales.

El concepto de lealtad familiar tiene el significado y el sentido de una más amplia trascendencia que el hecho simple de que una persona actúe con responsabilidad en relación con otra. Las personas están insertas en una red multipersonal de relaciones y en ese contexto de complejidad hay exigencias mediante las cuales cada individuo participa, cumpliendo expectativas y obligaciones del grupo en el que se halla. Para ello son fundamentales la confianza, el mérito, la herencia, ciertas funciones psicológicas relacionadas con el sentir, con el saber de la familia, que exigen cierto detrimento del proceso de individuación, autonomía e independencia. Por esto, no es extraño que cuando ocurre una muerte, el sistema familiar busque que alguno de sus miembros asuma o sustituya las funciones o el rol del fallecido si el duelo no es adecuadamente elaborado, con las subsecuentes disfuncionalidades que puede acarrear.

En cualquier sistema, la lealtad se entiende como una actitud y comportamiento de adhesión a unas reglas cuyo no cumplimiento conlleva la amenaza de expulsión del sistema. Esto implica que las personas se identifiquen con el sistema, que logren unas relaciones objetales genuinas con otros individuos, que desarrollen confianza, fidelidad, responsabilidad, compromiso y una devoción intensa e inquebrantable. Es, por tanto, fácil comprender que la estructuración psíquica y la organización de la personalidad de un individuo están muy influidas por la internalización de percepciones y expectativas aceptadas en el contexto de lealtades de grupo. Por ello, la muerte en un grupo familiar afecta a toda la estructura y la organización de esta, en la medida en que parte de su idiosincrasia está en cada uno de sus miembros.

Como un complemento al concepto de lealtad, Stierlim15 desarrolla la idea de delegación. Con ello se refiere a que la persona en quien se delega algo, por lo general un adolescente, es enviada, pero a la vez ligada con la familia por el largo hilo de la lealtad. De manera que la persona delegada pone a prueba su lealtad cumpliendo de forma inconsciente la misión que se le ha encomendado, de modo que la realización de su delegación genera sentimientos de autoestima. La delegación puede ser de 3 tipos en términos psicoanalíticos, con misiones diferentes según esté destinada a satisfacer el ello, el yo o el superyó del delegante (generalmente, alguno de los padres).

Lo habitual es que las misiones encomendadas desde el ello pretendan satisfacer ciertas necesidades afectivas elementales que los padres no pueden satisfacer por sí mismos. No es infrecuente encontrar que se envíe al delegado a tener aventuras sexuales, experiencias con drogas, generalmente para excitar a los padres y vivenciar una época de frenesí que por diversas circunstancias no fueron capaces de vivir. Cuando la delegación es del yo, la misión del delegado es ayudar a los padres a superar dificultades de la vida cotidiana que involucran apoyo económico, crianza de otros hijos, etc. Si la misión está en la órbita del superyó, el delegado tiene la misión de satisfacer el autoideal de los padres, deberá llegar a ser lo que los padres desearon para sí mismos, pero no fueron capaces de realizar. Si la delegación atañe a la autoobservación parental, la misión para el delegado será asumir en su personalidad aspectos rechazados y negados de la personalidad de los padres, de manera que podrán tener esos aspectos rechazados a una distancia segura y vigilada. Finalmente, hay delegaciones que asumen misiones de la conciencia de los padres, mediante las cuales el delegado tiene la misión de calmar ansiedades de conciencia y culpa de los padres con un comportamiento que restituya sus errores.

Otro tipo de delegación se refiere al delegado vinculado y el delegado expulsado. En el primer caso, el delegado incorpora misiones que lo mantienen en el centro del campo de tensiones familiares. Misiones como dar sentido a la vida de un miembro de la familia, padre, madre, abuelo, que envejece cuidándolo, renunciando a su propia vida, sacrificándose de manera esclavizante. O también misiones como la tarea de continuar la vida de otro miembro familiar que haya muerto para de esa manera cumplir las expectativas que la familia había depositado en el muerto. Como consecuencia, se evita la elaboración del duelo.

En el caso del delegado expulsado, el individuo vive la relación con los padres muy distante desde temprano. Como receptor de una pequeña cantidad de atención, afecto y aprobación, debe adaptarse a su papel familiar, cumpliendo las expectativas perfeccionistas de los padres con la experiencia personal de nunca ser capaz de lograrlo. No es infrecuente encontrar en este delegado enfermedades psicosomáticas, incapacidad para la queja, un carácter frágil.

Por todo lo anterior, podemos observar que las delegaciones junto con las lealtades pueden estar involucradas de forma intensa en las dificultades de elaboración del duelo familiar. Finalmente, existen otros fenómenos que atañen a los procesos de duelo en la familia. Uno de ellos es la «onda de choque emocional», que Bowen16,17 describió como una espesa red de acontecimientos, generalmente contragolpes subterráneos que consisten en hechos graves y de importancia vital que pueden acontecer a cualquier miembro de una familia, tanto nuclear como extensa, durante los meses o años que siguen a un suceso de importancia emocional grave; por ejemplo, la muerte o la enfermedad que haya puesto en peligro la vida de algún miembro significativo de la familia. La onda de choque emocional incluye hechos desde accidentes, enfermedades físicas, fracasos, etc., que generalmente no son vinculados por la familia y son vividos como aislados, de manera que si alguien osa establecer algún tipo de conexión, generalmente suscita una reacción de rechazo muy intensa.

Otro fenómeno relacionado con el duelo y la familia es la «reacción de aniversario»18, que puede ocurrir poco tiempo antes o después de la fecha en que sucedió una muerte familiar. Por lo general, se trata de una reacción de tinte depresivo que es transitoria y que en ocasiones reactiva un microproceso de duelo que algunas personas interpretan como si no hubieran elaborado el duelo adecuadamente, pero no tiene un tinte patológico por su misma circunscripción a un tiempo limitado y a su resolución espontánea.

El suicidio en la familia

Siempre es sorprendente el suicidio, lo es para todas las personas involucradas afectivamente con quien comete suicidio. Por lo general, es difícil prever un acto suicida, por muchas medidas que se tomen, siempre existe la posibilidad de que suceda y ello llena de un profundo malestar a las familias. Son muchas las preguntas e inquietudes que surgen a partir de ello, lo que se hizo, lo que no se hizo, lo que se dijo, lo que no se dijo, giran obsesivamente en el ambiente familiar y suscitan sentimientos de muy difícil verbalización. Todos se preguntan si el suicidio es una expresión de una enfermedad individual o si es una expresión de una disfuncionalidad familiar; es difícil no sentirse en algún sentido responsable por la muerte por suicidio de un ser querido.

Las tasas de suicidio en el mundo han aumentado de forma notoria y sobre todo en personas jóvenes, lo cual deja una estela de dolor en un amplio espectro de personas que se relacionan con el suicida18. Las familias son directamente afectadas, así como los amigos, conocidos y sin duda los médicos tratantes19, de manera que en los familiares de personas que han cometido suicidio aumenta el riesgo de sufrir trastornos de ansiedad y depresión, según Shaffer20.

El suicidio, por lo general, es un fenómeno de difícil elaboración, por cuanto sucede de una manera repentina, inesperada, que interpela a los sobrevivientes de muchas maneras y socialmente es inaceptable en la mayoría de las culturas. Es vivido en la familia como un verdadero ataque a su equilibrio, que afecta la estructura y la organización. Cada suicidio afecta siempre a un grupo de personas amplio y genera sentimientos de abandono que suscitan preguntas de reclamo y recriminación, como: ¿por qué me ha hecho esto a mí?; sentimientos de culpa que cuestionan la participación personal: ¿podría haber hecho algo para evitarlo?; sentimientos de vergüenza que despiertan ansiedades paranoides: ¿qué pensarán de nosotros, de nuestra familia, de mí, las demás personas?; sentimientos de estigma que victimizan el entorno familiar: ¿seremos una familia maldita, tenemos alguna maldición?; y sentimientos autodestructivos. Pero, sobre todo, el impacto del suicidio en la familia pone en evidencia la inutilidad y la invalidez de la epistemología personal y familiar para entender y comprender ese acto, como lo expone Antón21.

Uno de los aspectos más complejos del fenómeno del suicidio en la familia es que con frecuencia se convierte en un secreto familiar, como lo expresa Pincus22. Adicionalmente, el secreto se transforma en un consenso compartido, cuya naturaleza adquiere la dimensión de un tema tabú, no dialogable, ni conversable, lo que es preciso ocultar a los otros que no forman parte de la familia. Este aspecto se confirma en la apreciación de Cain23, para quien el suicida deposita muchas incertidumbres y todos sus secretos en los sobrevivientes, y de alguna forma los sentencia a afrontar sentimientos angustiosos y negativos que los obsesiona con la culpa, la probable responsabilidad y la posibilidad de haber contribuido a precipitar el acto suicida.

Se cierne sobre el colectivo familiar, en términos de Quinland, un estigma24 que posiciona al grupo en la categoría de gente rara, insana; algo les sucede que no es normal, porque un hijo, el padre o cualquier otro miembro se suicidó. Para Pérez25, la muerte por suicidio genera una más intensa estigmatización, con más frecuencia sentimientos de culpa, muy pocos deseos de hablar sobre la muerte y fuertes cuestionamientos en relación con lo que se pudo o se debió hacer. De entrada, el suicidio genera una respuesta de rechazo, debido a la fuerte calificación como acto contra natura para la mayoría de las creencias religiosas que las personas practican.

Se supone que el colectivo social hace muchas cosas para preservar y prolongar la vida (sistemas de salud, prácticas religiosas, legislación del Estado, etc.). El hecho de que alguien decida finalizar su proceso vital no parece ser aceptable para la mayoría de las personas y ello genera siempre una mirada moral sobre el suicida y su familia. El estigma del suicidio incorpora el juicio moral sobre el suicida, pero, especialmente, sobre quienes lo sobreviven y fueron cercanos a él. La recriminación más frecuente está en el orden de la culpabilización por los posibles actos y omisiones que se produjeron para impedir que tal hecho sucediera, y no solo involucra a los deudos actuales del fallecido, sino que tiene implicaciones transgeneracionales que se proyectan en el futuro de la vida familiar y en cada una de las existencias individuales de sus componentes. En algún sentido, cargan con el fantasma de un muerto que pesa sobre su identidad como la evidencia de un daño o falla que en alguna forma comparten como miembros del mismo colectivo familiar.

El suicidio frente a cualquier otro tipo de muerte tiene la particularidad de que no solo trae, como toda muerte, el sentimiento de pérdida, sino que, más allá de ello, ya de por sí doloroso, incorpora en la vida de las personas sentimientos de vergüenza, miedo, rechazo, enfado y culpa. Porque, en algún sentido, genera en los deudos pensamientos relacionados con su papel real o imaginario a la hora de haber precipitado o haber fracasado en evitar el suicidio, ello hace que por lo general el duelo en la muerte por suicidio sea más intenso y dure más tiempo, aunque no necesariamente sea así siempre.

La vergüenza es uno de los sentimientos más intensos que genera el suicidio de una persona en quienes lo sobreviven en su familia. Este sentimiento de lo vergonzante del suicidio, sobre todo es activado por las proyecciones que la familia realiza como mecanismo de defensa ante la incomprensibilidad de la muerte por suicidio y sobre todo si la mirada hacia el suicidio tiene un componente moral pecaminoso26. La mirada de los otros que no forman parte de la familia se torna cuestionadora y recriminadora en la imaginación y fantasía de los deudos. Entonces, los temores de que nadie volverá a hablarles, de que los criticarán, de que en algún modo tienen una responsabilidad, de que algo no hicieron bien, de que no merecen compasión, de que son una familia rara, de que tienen una tara, de que son locos, de que si uno lo hizo de pronto todos los demás miembros de la familia lo pueden hacer, suscita la vergüenza de ser portadores de una semilla de muerte. No es infrecuente que surjan conflictos familiares de mutuas recriminaciones y dolorosos enfrentamientos. Lo vergonzante también suscita una actitud de querer esconder los hechos, las circunstancias del suicidio, y se establecen acuerdos tácitos y contundentes de silencio que vedan el tema con propios y extraños. De esta manera, se inicia un camino hacia la ocultación de la verdad, hacia la fabricación de un secreto familiar.

El sentimiento de culpa es quizá uno de los más dolorosos para los sobrevivientes. Con frecuencia asumen que en alguna medida tienen una culpa más allá de la responsabilidad. El sentimiento lacerante y corrosivo de que debían o pudieron haber hecho algo para evitar la muerte y no lo hicieron es vivido como una pesada carga. Se intensifica más aún la culpa cuando entre el suicida y algún miembro de la familia o el resto de la familia existía algún conflicto vigente. La imposibilidad de la resolución exacerba de manera cáustica el dolor. La culpa es un sentimiento normal después de cualquier muerte; no obstante, en el caso del suicidio puede exacerbarse de una manera intensa y es posible que quienes han sufrido la muerte de un ser querido por suicidio sientan culpa con más facilidad y, como consecuencia, se propicien conductas límite que los impulsen a buscar castigos o consecuencias francamente lesivas. Sin embargo, otros pueden optar, en lugar de asumir la culpa, por proyectarla sobre otros, culpar a otros; de esta manera pueden contener la angustia de su propia culpa. Adicionalmente, conectada a la culpa suele presentarse un fuerte sentimiento de rabia, enfado por el hecho de sentirse víctimas de un acto extremadamente agresivo por parte del suicida que los deja con todas las preguntas, incógnitas e incertidumbres sobre su decisión. A su vez, un sentimiento de lesión narcisística que afecta la autoestima también puede instaurarse, puesto que el suicidio transmite para los deudos, de manera contundente (así no sea cierto), la idea de que no fueron capaces de contener al suicida, de que no supieron actuar.

También, nos encontraremos con sentimientos de temor premonitorio en los deudos, expresado en el miedo a la amenaza interna de ser víctima de los propios impulsos autodestructivos. Cuando los suicidas son padres, los hijos pueden sentirse invadidos por el sentimiento de un sino fatal, una trágica predestinación que los vincula con el suicidio como un destino, máxime cuando se une el temor de portar un estigma genético.

Con lo expuesto, no es difícil entender que el pensamiento sufra también la incursión de distorsiones. El dolor, la culpa, la vergüenza, el temor, contaminan el pensar, no permiten ni la claridad, ni la lucidez. Los deudos necesitan visualizar el comportamiento suicida como otra cosa, un accidente, algo inesperado, algo repentino, un fenómeno natural, etc., que permita restar importancia al acto decisorio y, de ese modo, aliviar el dolor. Desde este pensamiento distorsionado se comienzan a tejer historias, verdaderos mitos familiares relacionados con la muerte del suicida que relatan historias ajenas a la realidad de los hechos. En un principio pueden ser útiles cuando son de corto plazo; sin embargo, cuando perduran, se organizan como verdaderas novelas familiares, cuya finalidad es el ocultamiento a generaciones venideras de un acontecimiento que se torna finalmente en un secreto. A partir de su naturaleza secreta, se torna en un fenómeno no pensable, ni conversable, que se encapsula como un quiste emocional que se sostiene por medio de la negativa a pedir ayuda, del aislamiento familiar, de la actitud familiar de autoestigmatizarse y de victimización. Se convierte en uno de esos duelos enquistados que permanecerán silentes durante mucho tiempo y que, en un contexto determinado, en el futuro, podrán ligarse con sintomatologías inesperadas y aparentemente inexplicables.

El suicidio y el duelo familiar

Los sobrevivientes a un suicidio viven los mismos síntomas durante el duelo que en otras circunstancias de muerte, pero con más intensidad y con frecuencia magnificados. Como lo muestran Tal Young et al.27, adicionalmente aumenta el riesgo de que padezcan depresión, estrés postraumático y conductas suicidas, aspectos que son corroborados por un estudio de Brent et al.28. En cuanto al duelo, los mismos autores manifiestan que también aumenta el riesgo de hacer un duelo complicado y por ello necesitan mayor soporte para el proceso, sobre todo aquellas personas con antecedentes psiquiátricos previos, que tienen más riesgo de padecer consecuencias negativas mentales posteriores a un suicidio de un ser querido, como lo manifiestan Soukoreff et al.29.

Así mismo, Kawano30 confirma en su estudio que el impacto del suicidio en los familiares tiene una fuerte incidencia de alteraciones mentales y dificultades interpersonales; por ello, en el caso de duelo por suicidio se hace pertinente llevar a cabo intervenciones preventivas que minimicen la posibilidad de duelos complicados y de posteriores desarrollos de enfermedades mentales. El soporte psicológico preventivo reduce la incidencia de duelos complicados, como lo muestra un metaanálisis de Wittouck et al.31.

Después de un suicidio no es fácil hablar, las familias evitan conversar sobre ello, entre otras cosas, porque al principio no hay lugar para la comprensión del fenómeno, todos quedan literalmente sin palabras. No hay palabras suficientemente precisas para contener la experiencia de la muerte por suicidio de un ser querido. Es frecuente que en la familia, además de los sentimientos de estigmatización, de culpa, se añada el sentimiento de haber sido traicionado32 por el suicida, lo cual suscita una gran frustración y decepción. En estas circunstancias es útil propiciar un encuentro familiar, a poder ser con un terapeuta de familia.

El primer abordaje en un contexto de asesoría, orientación o terapia debe ser dirigido a diluir los aspectos culpabilizantes del evento. Poder hablar sobre el suicidio y sobre cómo ha impactado en cada uno de los miembros de la familia y determinar el grado de culpabilidad vivenciado por cada deudo, propiciando la catarsis, alivia la tensión silenciosa, pero devastadora. En los niños, sobre todo en el caso del suicidio de alguno de los padres, puede generar reacciones de intensa negación, que se acompañan de frecuentes cambios del estado del ánimo, se vuelven erráticos, tienen dificultades de sueño y alteraciones de la sensopercepción, como pseudoalucinaciones auditivas e incluso pensamientos distorsionados de ser causantes de la muerte, como lo explica Kubler-Ross33.

No son útiles los eufemismos para referirse al suicidio. Es importante utilizar términos que expresen sin ambigüedad el hecho. Aun siendo expresiones difíciles, es preferible hablar descarnadamente: «se suicidó», «se colgó», «se mató»; todo ello expresa lo ocurrido y confronta a los individuos y a la familia con la posibilidad de la negación y la distorsión. Por ello, hablar de los hechos y las circunstancias del suicidio evita la negación, que es el primer gran obstáculo de cualquier proceso de duelo, y a su vez permite precisar los hechos de una manera compartida, con ello se disminuyen las posibilidades de distorsión del pensamiento34. Se evitan así distorsiones descalificadoras e idealizadoras y se contienen los juicios de valor.

También, hablar sobre el suicidio y compartirlo con otros cercanos conjura en gran medida el sentimiento de vergüenza y de estigma que son evitativos, para dar paso, al menos en las palabras, a un continente que acoja los hechos sin maniqueísmos. De ese modo será posible conversar sobre cómo los miembros de la familia ven el futuro y las implicaciones del suicidio en conversaciones futuras de la familia, en conversaciones con miembros de la familia de generaciones posteriores.

No es banal propiciar la expresión del enfado, la molestia, la rabia, la frustración, por ser sujeto de la experiencia de ser deudo de un suicida. Pero, sobre todo, por la experiencia de sentirse abandonado, que si bien es un sentimiento normal ante una muerte natural, en el suicidio se experimenta con mucha más intensidad. El suicida abandona realmente la vida, huye de la existencia y deja tras de sí una estela dolorosa y devastadora que es experimentada por la familia como un desprecio de su dolor y de sus sentimientos.

Quizá la dimensión más difícil del suicidio sea la de hallar un significado y un sentido a una muerte repentina, inesperada y violenta que es inexplicable, salvo para quien lo cometió. Las explicaciones intentan buscar significados, que van desde la enfermedad, las frustraciones, etc., en el intento de darle algún sentido a un acontecimiento que no puede quedar suelto en el imaginario familiar. De lo contrario, surgirán las distorsiones, las tergiversaciones, los equívocos, cuyas vicisitudes pueden impedir que la familia elabore el duelo de una manera útil y constructiva. Es importante llevar a cabo intervenciones familiares en muertes por suicidio de manera temprana, lo cual evitará las distorsiones y sobre todo proveerá de significado y explicaciones tempranas que serán útiles para la comprensión del suicida y para tener qué decir a otros cuando lo pregunten. También, se conjura así el temor a que otros no comprendan los sentimientos que suscita el suicidio y se podrá dar sentido al tiempo de la muerte. La muerte nunca llega en el momento preciso ni oportuno, siempre llega a destiempo35.

Bowen16, uno de los pioneros de la terapia familiar, sugería también hablar con claridad y utilizar términos directos (muerte, enterrar, suicidio, etc.) y evitar términos menos directos (difunto, expiado, fallecido, accidente, etc.). El uso de términos directos ayuda a la familia a sentirse cómoda y permite abrir un sistema emocional inicialmente cerrado. Le da una especial importancia al funeral y todos los rituales necesarios relacionados con las creencias y cultura familiar, porque ello permite enterrar definitiva y realmente al muerto. Por otra parte, los rituales permiten poner en contacto íntimo con la muerte a la familia, los amigos y conocidos importantes para cerrar definitivamente su relación con el muerto y así poder seguir adelante con sus vidas.

Paul36 considera que el terapeuta se debe concentrar en favorecer la estimulación de los sentimientos relacionados con la pérdida, con el suicidio y todo lo que envuelve los acontecimientos luctuosos, aun si han transcurrido muchos años; sobre todo cuando el duelo se enquistó en el pasado. En esta misma línea, Pincus22 sostiene que hablar sobre los acontecimientos explícitamente es fundamental para evitar que la muerte por suicidio se convierta en algo oculto y secreto, transformándose en un sustrato para la disfuncionalidad familiar. Poder hablar al respecto permite a los sobrevivientes resolver el duelo y madurar en su desarrollo y evolución personal, lo cual en algunos casos puede hasta incorporar alguna de las características del fallecido en su propia identidad.

Por otra parte, White37, en su artículo «Decir de nuevo ¡Hola!», propone una metáfora para expresar un avance en el proceso de duelo, sobre todo en aquellas personas que quedaron estancadas en el «decir adiós». Son esas personas que relatan al terapeuta todo lo relacionado con la pérdida y los subsiguientes efectos que ha generado en su vida, el vacío, la pérdida de valor de todas las cosas, el sinsentido, la desolación, la depresión. En lugar de intentar olvidar, se crea un ambiente para incorporar en él la relación perdida, por medio de preguntas que permitan a las personas reivindicar su relación con el ser querido ahora ausente. Por ello, sostiene que todo proceso de duelo y aflicción es un fenómeno en el que hay que decir adiós y luego decir hola.

En este sentido, Thom2 utiliza una metáfora «la conversación con el otro internalizado», mediante la cual el terapeuta dialoga con el muerto, a quien cada miembro de la familia le presta su voz en el transcurso de la conversación. El terapeuta mantiene un intercambio conversacional con el muerto por medio de las voces de las personas que fueron cercanas a él, de manera que cada persona responde como si el muerto viviera. Esta técnica es muy eficaz y logra producir un gran impacto en las personas que están estancadas en sus duelos. Con ello, el terapeuta pone a las personas en contacto íntimo, cercano y personal con el ausente, con lo que queda del muerto dentro de sí. Así se propicia un reencuentro liberador.

Existen diferentes abordajes para intervenir en familia con una experiencia de suicidio. Tizón38 propone conversar sobre cosas buenas y malas relacionadas con la persona que se suicidó, y la posibilidad de escribir una carta a esa persona. Golbbeter39, a partir del concepto gestáltico de la «silla vacía»40 en la que se da voz al ausente en las sesiones de psicoterapia, desarrolló la técnica del «tercero pensante», al darse cuenta en las terapias familiares de que las sillas desocupadas durante la sesión podían corresponder a los ausentes ya fallecidos y que podían hacerse presentes en la conversación.

El arte de la conversación consiste en escuchar en silencio y en preguntar con precisión. Como una ayuda práctica para las situaciones de pérdida de un ser querido por suicidio podemos utilizar este esquema sencillo de preguntas que propician la reflexión y evitan la negación, elaborado con la ayuda de John B. Burnhama, en una sesión de psicoterapia de familia.

Preguntas de pérdidas y ganancias que pueden realizarse a cada miembro de la familia o a cada uno por separado:

  • ¿Qué perdió usted de él/ella con su muerte?
  • ¿Qué perdió usted, de usted mismo, con su muerte?
  • ¿Qué le dejó a usted de herencia y que pertenecía a él/ella?
  • ¿Qué le dejó a usted de herencia y que pertenecía a usted (que usted había depositado en él)?
  • ¿Cómo vive él/ella en usted?
  • ¿Qué quiere dejar de usted y que él/ella se lleve?
  • ¿Qué quiere usted mantener de usted y que usted había depositado en él/ella?
  • ¿Cuál es el dolor que le produjo su muerte?
  • ¿Cuál es el bien que le produjo su muerte? Preguntas para conversar con el ausente:
  • ¿Qué quisieras decirle hoy?
  • ¿Qué quisieras decirle que nunca le pudiste o quisiste decir?
  • ¿Qué quisieras decirle de nuevo de las cosas que le decías?
  • ¿Qué conversación quisieras tener y sobre qué asunto que nunca pudiste tener?
  • Si volviera a vivir por un momento, ¿qué quisieras que él se llevase de ti en palabras y que expresan todo tu amor?

Por lo general, cuando las personas pueden exponerse a pensar y responder estas preguntas obtienen alivio a su dolor y pueden avanzar en su duelo sin contratiempos.

Conflictos de interés

El autor manifiesta que no tiene conflictos de interés en este artículo.


Pie de página

a Seminario sistemas humanos. Bogotá (comunicación personal) 1996.


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