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Vniversitas

Print version ISSN 0041-9060

Vniversitas  no.119 Bogotá July/Dec. 2009

 

SOBRE LAS NUEVAS TENDENCIAS DEL DERECHO CONSTITUCIONAL: DEL RECONOCIMIENTO DEL DERECHO A LA CONSTITUCIÓN Y DEL DERECHO A LA DEMOCRACIA*

NEW CONSTITUTIONAL LAW TRENDS: THE RECOGNITION OF THE RIGHT TO THE CONSTITUTION AND THE RIGHT TO DEMOCRACY

Allan R. Brewer Carías**


*Artículo fruto de investigación personal.
**Profesor de la Universidad Central de Venezuela. Profesor honorario de la Pontificia Universidad Javeriana. Adjunct Professor of Law, Columbia Law School, Nueva York (Estados Unidos).
Correo electrónico: allan@brewercarias.com.

Fecha de recepción: 29 de noviembre de 2008
Fecha de aceptación: 28 de agosto de 2009


RESUMEN

Desde los inicios del constitucionalismo moderno en el siglo XVIII, entre los elementos esenciales que surgieron de las revoluciones norteamericana y francesa y que desde entonces condicionaron la concepción del Estado, ha prevalecido tanto la idea de la existencia de una Constitución concebida como norma suprema producto de la voluntad popular, que prevalece sobre todos los otros actos del Estado, como la idea de que los Gobiernos, igualmente producto de la voluntad popular, se deben estructurar conforme a un régimen político representativo y democrático. El desarrollo de esos elementos en el mundo contemporáneo ha dado origen a nuevas tendencias en el derecho constitucional que han conducido a identificar dichos elementos en sí mismos, además, como derechos de los ciudadanos. En tal marco, este estudio constituye una reflexión tendiente a identificar y precisar tanto el derecho a la Constitución como el derecho a la democracia en cuanto derechos fundamentales de rango constitucional en el orden interno de nuestros países latinoamericanos.

Palabras clave autor: Constitución, constitucionalismo moderno, democracia, derechos fundamentales.

Palabras clave descriptor: Derecho constitucional, democracia, derechos civiles.


ABSTRACT

Since the begining of Modern Constitutionalism in the 19th century, among the essential elements that derived from the North American and French Revolutions and conditioned the conception of the Modern State, are the idea of the Constitution as superior law product of the popular sovereignty that prevails over any other State act; and the idea that the government, also product of the popular will, must be established following a representative an democratic political regime. The development of these elements in contemporary World has given rise to new tendencies in Constitutional Law allowing to identity such elements, in addition and in them selfs, as constitutional rights of the citizens. In such framework, this essay is a reflection precisely devoted to identify and define, the right to the Constitution, and the right to democracy, as fundamental rights of constitutional rank within the internal order of Latin American Countries.

Key words author: Constitution, Modern Constitucionalism, Democracy, Fundamental Rights.

Key words plus: Constitutional Law, Democracy, Civil Rights.


Si algo caracteriza el derecho constitucional contemporáneo, ha sido la progresiva ampliación del contenido de las declaraciones de derechos fundamentales, tanto en el ámbito interno, como en el ámbito internacional, de manera que en las constituciones y en los tratados internacionales, además de los clásicos derechos civiles y políticos, se han venido enumerando los derechos sociales, culturales, económicos, ambientales y de los pueblos indígenas, todos con posibilidad de ser justiciables.

Por tanto, durante los últimos sesenta años la más marcada tendencia del derecho constitucional fue el desarrollo de los mecanismos de protección de los derechos humanos; por una parte, con el proceso de internacionalización del régimen de éstos, que comenzó después de la Segunda Guerra Mundial y que culminó en el continente americano con la Convención Americana de Derechos Humanos, y por la otra, el proceso subsiguiente de constitucionalización de dicha internacionalización, con lo cual, incluso, las previsiones de los tratados internacionales llegaron, en algunos casos, a prevalecer sobre las notas de las propias constituciones1.

En el siglo XXI, también en relación con los derechos fundamentales, puede decirse que se han venido igualmente delineando nuevas tendencias del derecho constitucional signadas por la progresión en materia de derechos humanos, con marcada tendencia hacia la identificación de derechos vinculados con los más esenciales principios clásicos del constitucionalismo, como es la idea misma de Constitución como norma suprema y el régimen político democrático que tiende a consolidarse a pesar de que no hayan dejado de aparecer regímenes autoritarios constituidos, precisamente, en fraude a la Constitución y a la democracia.

Ha sido precisamente el afianzamiento progresivo del Estado constitucional y democrático de derecho durante las últimas décadas del siglo XX, el que ha permitido que en estos comienzos del siglo XXI se empiecen a identificar otros derechos constitucionales específicos, que derivan de su propia concepción, como son precisamente el derecho a la Constitución como norma suprema y el derecho a la democracia como régimen político.

Ambos se refieren a principios fundamentales del constitucionalismo moderno, los cuales se analizan generalmente en sí mismos sin destacar su relación íntima y esencial con los ciudadanos. Sólo en forma indirecta la Constitución y la democracia se vinculan al ciudadano, por ejemplo cuando se habla, por una parte, de las garantías constitucionales o del derecho ciudadano a la tutela judicial efectiva y, por otra, del derecho ciudadano al sufragio, a la participación política o a la asociación en partidos políticos.

Sin embargo, además de esos derechos constitucionales individualizados que, sin duda, tienen que ver, los primeros con la Constitución, y los segundos, con el régimen democrático, éstos han venido evolucionando, de manera que hoy podamos hablar, además de los derechos constitucionales específicos antes mencionados, de un derecho ciudadano a la Constitución y también de un derecho ciudadano a la democracia. Es a esta orientación a la cual quiero referirme en estas notas, como un aspecto precisamente de las nuevas tendencias del derecho constitucional en estos principios del siglo XXI.

En primer lugar, el derecho a la Constitución2, considerada ésta como ley suprema que, en el constitucionalismo moderno, tiene necesariamente que ser adoptada por el pueblo; es decir, debe ser la manifestación de la voluntad popular, y no un documento otorgado por algún monarca o autócrata, tal como se derivó de la Revolución norteamericana de 1776 y de la Revolución francesa de 17893.

Sin embargo, para que esa Constitución sea efectivamente la ley suprema de una sociedad en un momento dado de su historia, es indispensable que sea en realidad el producto de esa misma sociedad, globalmente considerada, como resultado de la manifestación de la voluntad popular, sin imposiciones externas ni internas. Las constituciones impuestas por una fuerza invasora o por un grupo político al resto de los integrantes de la sociedad, salvo excepciones contadas, no sólo tienen una precaria supremacía, sino una duración limitada, ligada generalmente a la presencia efectiva en el poder del grupo foráneo o nacional que la impuso.

En este sentido, la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia de Venezuela, cuando aún no se había convertido lamentable y totalmente en un instrumento del autoritarismo4, destacó en una sentencia del 9 de noviembre de 2000 lo que consideró un "hecho fundamental", aunque no siempre "evidente a simple vista":

La Constitución es suprema en tanto es producto de la autodeterminación de un pueblo, que se la ha dado a sí mismo sin intervención de elementos externos y sin imposiciones internas. Así, la Constitución viene a ser, necesariamente, la norma fundamental a la cual se encuentran vinculadas las múltiples formas que adquieren las relaciones humanas en una sociedad y tiempo determinados5.

De ello deriva el postulado antes señalado de que la Constitución, para ser tal, tiene que ser producto de un pacto social formulado por el pueblo "sin intervención de elementos externos y sin imposiciones internas", que es, además, lo que como norma suprema o fundamental garantiza su obligatorio acatamiento por los gobernantes y los gobernados. Y es sólo en los casos en los cuales la Constitución es producto de la voluntad del pueblo expresada como pacto de la sociedad que el propio pueblo, colectivamente, y además todos sus integrantes individualmente considerados, tiene un derecho esencial a que esa Constitución se respete, a que se mantenga conforme a la voluntad popular que la expresa y a que sea suprema. De ello deriva este otro nuevo derecho fundamental, que es el derecho ciudadano a la supremacía de la Constitución6. Ambos derechos, como todo derecho constitucional, en un Estado constitucional tienen que ser exigibles ante los tribunales, es decir, tienen que ser justiciables.

Este derecho a la Constitución y a la supremacía constitucional, por otra parte, es de la esencia del Estado de derecho, que está montado, precisamente, sobre esa misma idea de la Constitución como norma fundamental y suprema, que debe prevalecer sobre toda otra norma o acto estatal. Ese fue, como dijimos, el gran y principal aporte de las revoluciones norteamericana y francesa al constitucionalismo moderno, y su desarrollo progresivo fue el fundamento de los sistemas de justicia constitucional que se desarrollaron en el mundo contemporáneo, en particular, los destinados a la protección de la Constitución y al amparo de los derechos y libertades consagrados en las constituciones.

Esta idea de la supremacía constitucional, fundamento del derecho a la Constitución como norma fundamental y suprema, fue doctrinalmente elaborada por primera vez en Norteamérica en 1788 por Alexander Hamilton en El federalista, cuando, al referirse al papel de los jueces como intérpretes de la ley, señala:

    Una Constitución es, de hecho, y así debe ser vista por los jueces, como ley fundamental, por tanto, corresponde a ellos establecer su significado así como el de cualquier acto proveniente del cuerpo legislativo. Si se produce una situación irreconocible entre los dos, por supuesto, aquel que tiene una superior validez es el que debe prevalecer; en otras palabras, la Constitución debe prevalecer sobre las leyes, así como la intención del pueblo debe prevalecer sobre la intención de sus agentes7.

De esta afirmación se deriva, además, el poder de los jueces para poder controlar la constitucionalidad de las leyes y el postulado esencial de que la Constitución como producto de la voluntad popular debe siempre prevalecer sobre la intención de los gobernantes. Éste es, precisamente, el fundamento del derecho ciudadano a que la voluntad popular expresada en la Constitución sea respetada por quienes gobiernan, quienes en su gestión no pueden pretender hacer prevalecer su voluntad frente a la voluntad popular del pueblo expresada en la Constitución.

Además, por ello, el mismo Hamilton, al desarrollar el principio del poder de los jueces para declarar la nulidad de los actos legislativos contrarios a la Constitución y argumentar que ello no significaba dar superioridad del Poder Judicial sobre el legislador, señaló que ello "lo único que supone es que el poder del pueblo es superior a ambos; y que en los casos en que la voluntad del legislador declarada en las leyes esté en oposición con la del pueblo declarada en la Constitución, los jueces deben estar condicionados por la última, antes que por las primeras".

Concluyó Hamilton señalando que "Ningún acto legislativo contrario a la Constitución puede ser válido. Negar esto significaría afirmar que el subalterno es más importante que el principal; que el sirviente está por encima de sus patrones; que los representantes del pueblo son superiores al pueblo mismo".

De estas proposiciones de Hamilton lo que más nos interesa destacar aquí, aparte del poder de la Corte Suprema de los Estados Unidos para declarar como nulas y sin valor las leyes estadales y federales contrarias a la Constitución8 -lo que por supuesto tuvo un efecto fundamental en el desarrollo de los sistemas de justicia constitucional como materialización del derecho a la supremacía constitucional-, es la idea misma antes expuesta que en virtud de que la Constitución es una manifestación de la voluntad del pueblo, el principal derecho constitucional de los ciudadanos es el derecho a dicha Constitución y a su supremacía; es decir, al respeto de la propia voluntad popular expresada en ella. Nada se ganaría con decir que la Constitución como manifestación de la voluntad del pueblo, es ley suprema que debe prevalecer sobre la de todos los órganos del Estado y sobre la actuación de los individuos si no existiese el derecho de los integrantes del pueblo; es decir, de los ciudadanos a dicha supremacía y, además, de exigir el respeto de esa Constitución, lo que se traduce en el derecho a la tutela judicial efectiva de la propia Constitución.

Por todo ello, en las constituciones latinoamericanas más recientes, como la de Colombia, incluso se ha consagrado expresamente el principio de la supremacía constitucional, al disponerse que "La Constitución es norma de normas", por lo que "en todo caso de incompatibilidad entre la Constitución y la ley u otra norma jurídica se aplicarán las disposiciones constitucionales" (art. 4.°). En igual sentido, en la Constitución de Venezuela de 1999 se estableció que "La Constitución es la norma suprema y el fundamento del ordenamiento jurídico" a la cual quedan sujetos "todas las personas y los órganos que ejercen el Poder Público" (art. 7.°)9, a quienes corresponde, además, "cumplir y acatar" la Constitución (art. 131.°) en cumplimiento de uno de los deberes constitucionales de los ciudadanos y funcionarios.

Esta idea de la Constitución como norma suprema y fundamento del ordenamiento jurídico, se ha conformado en América Latina según una tradición normativa que se remonta al texto de la Constitución Federal para los estados de Venezuela de diciembre de 1811, que previó expresamente de la obligatoriedad de sus normas tanto para todos los órganos que ejercen el Poder Público como para los particulares.

Por eso, la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia de Venezuela en la misma sentencia antes citada de 2000, señaló que de la supremacía deriva:

    Que la Constitución ostente, junto con el ordenamiento jurídico en su totalidad, un carácter normativo inmanente; esto es, un deber ser axiológico asumido por la comunidad como de obligatorio cumplimiento, contra cuyas infracciones se activen los mecanismos correctivos que el propio ordenamiento ha creado. La Constitución, también, sin que pueda ser de otro modo, impone modelos de conducta encaminados a cumplir pautas de comportamiento en una sociedad determinada10.

Ahora bien, la consecuencia fundamental de la consagración expresa de este principio de la supremacía constitucional en las constituciones de Colombia y Venezuela, por ejemplo ha sido la previsión en el propio texto constitucional de todo un sistema diseñado para la protección y garantía de esa supremacía constitucional frente a las leyes, montado sobre el control judicial de su constitucionalidad, lo cual constituye, sin duda, uno de los pilares fundamentales del constitucionalismo contemporáneo y del Estado de derecho11. Todo ello ha derivado en la consagración expresa del derecho constitucional de los ciudadanos a la tutela judicial de dicha supremacía, sea mediante los sistemas de control difuso de la constitucionalidad ejercido por todos los jueces (art. 4.°, Colombia; art. 334, Venezuela), o mediante el control concentrado de la constitucionalidad de las leyes ejercido por la jurisdicción constitucional, como es el caso de la Corte Constitucional colombiana (art. 241.°) o de la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia en Venezuela (art. 336.°)12. Además, se ha manifestado por la previsión en las constituciones de las acciones de hábeas corpus, hábeas data o de amparo o de tutela de los derechos constitucionales fundamentales (arts. 30 y 86, Colombia; art. 27, Venezuela).

El constitucionalismo moderno, por tanto -en nuestro criterio-, está montado no sólo sobre el derecho a la Constitución, sino sobre el derecho ciudadano a esa supremacía, que se concreta, conforme al principio de la separación de poderes, en un derecho fundamental a la tutela judicial de la supremacía constitucional, tanto respecto de la parte orgánica de la Constitución, como respecto de su parte dogmática, para cuya preservación se establece un conjunto de garantías. Ese derecho implica, además, en cuanto a la parte orgánica de la Constitución, el derecho ciudadano a la separación de poderes y el derecho a la distribución territorial del poder o a la autonomía de las instituciones político-territoriales, y en cuanto a la parte dogmática, el derecho a la efectividad y goce de los derechos constitucionales mediante las garantías establecidas en la Constitución.

Por ello, para asegurar la supremacía, las constituciones establecen directamente en su propio texto una serie de garantías, como la garantía objetiva de la Constitución que considera como nulos y sin valor los actos contrarios a la Constitución, o la garantía de la reserva legal a los efectos del establecimiento de las limitaciones a los derechos, que no pueden establecerse por cualquier autoridad, sino mediante ley formal. Además, está la garantía de la responsabilidad que -por supuesto- implica que todo acto contrario a la Constitución y a los derechos constitucionales en ella previstos, tiene que comprometer la responsabilidad de quien lo ejecutó.

Por supuesto, la garantía fundamental del derecho a la Constitución y a su supremacía es justamente la posibilidad que tienen los individuos de acudir ante los órganos judiciales para requerir el aseguramiento de los derechos, de manera que se hagan efectivos. Por ello, la garantía fundamental de los derechos constitucionales es la garantía judicial, porque, en definitiva, el sistema judicial en cualquier país se establece precisamente para la protección de los derechos de las personas. Esto lo regulan, incluso, casi todas las constituciones cuando se refieren al Poder Judicial o al derecho de acceder a la justicia para la protección de los derechos y garantías.

Ahora bien, este derecho fundamental a la Constitución y a su supremacía, y con ellos al respeto de los derechos constitucionales, como antes se dijo, se concreta en un derecho al control jurisdiccional de la constitucionalidad de los actos estatales, sea mediante sistemas de justicia constitucional concentrados o difusos, y en un derecho al amparo judicial de los demás derechos fundamentales de las personas, sea mediante acciones o recursos de amparo u otros medios judiciales de protección inmediata. La consecuencia de este derecho fundamental, sin duda, implica la atribución a los jueces del poder de asegurar la supremacía constitucional, lo que resulta declarando la nulidad de los actos contrarios a la Constitución o restableciendo los derechos fundamentales vulnerados por acciones ilegítimas adoptadas, tanto por los órganos del Estado, como por los particulares.

Por otra parte, tratándose de un derecho fundamental de los ciudadanos el de asegurar la supremacía constitucional mediante la tutela judicial de la Constitución, es evidente que sólo ésta es la que podría limitar dicho derecho, es decir, es incompatible con la idea del derecho fundamental a la supremacía constitucional que se establezcan limitaciones legales a ella, sea manifestadas en actos estatales excluidos del control judicial de constitucionalidad, sea en derechos constitucionales cuya violación no pudiera ser amparable en forma inmediata. Tal como lo señaló la antigua Corte Suprema de Justicia de Venezuela en 1962:

    Si la regla general constitucionalmente establecida es la del pleno ejercicio del control constitucional de todos los actos del Poder Público, cualquier excepción a dicha regla tendría que emanar, necesariamente, de la propia Constitución. Ni siquiera una disposición legal podría sustraer alguno de aquellos actos al control antes dicho; y menos aún pueden autorizarlo los órganos jurisdiccionales como intérpretes fieles que deben ser del contenido de aquella norma. A todo evento, y ante la duda que pudiera surgir acerca de si algún acta emanada del Poder Público es o no susceptible de revisión constitucional por acción directa, debe optarse, en obsequio a aquel amplio y fundamental principio constitucional, por admitir su examen por parte de este Alto Tribunal13.

La supremacía constitucional, por tanto, es una noción absoluta que no admite excepciones, por lo que el derecho constitucional a su aseguramiento tampoco podría admitirlas, salvo, por supuesto, que sean establecidas en la propia Constitución. De lo anterior resulta que en definitiva, en el derecho constitucional contemporáneo, la justicia constitucional se ha estructurado como una garantía adjetiva al derecho fundamental del ciudadano a la Constitución y a la supremacía constitucional.

En cierta forma, como lo señaló Sylvia Snowiss en su análisis histórico sobre los orígenes de la justicia constitucional de los Estados Unidos de América, ésta puede decirse que surgió como un sustituto de la revolución14, en el sentido de que si los ciudadanos tienen derecho a la supremacía constitucional como pueblo soberano, cualquier violación de la Constitución podría dar lugar a la revocatoria del mandato de los representantes o a su sustitución por otros, pudiendo, además, invocarse un derecho a la resistencia o a la revuelta, tal como lo defendió John Locke15.

Antes del surgimiento del Estado de derecho, por tanto, en casos de opresión de los derechos o de abuso o usurpación, la revolución era la vía de solución de los conflictos entre el pueblo y los gobernantes. Como sustituto de ésta, sin embargo, surgió precisamente el poder atribuido a los jueces para dirimir los conflictos constitucionales entre los poderes constituidos o entre éstos y el pueblo. Ésa es precisamente la tarea del juez constitucional, quedando configurada la justicia constitucional como la principal garantía al derecho ciudadano a la supremacía constitucional.

Sin embargo, a pesar de la previsión de dichos mecanismos de justicia constitucional, no debe dejar de destacarse que muchas constituciones aún consagran el derecho ciudadano a la desobediencia civil, como es el caso respecto de regímenes, de legislación y de autoridades que contraríen la Constitución. Un ejemplo de esto es el artículo 350 de la Constitución de Venezuela de 1999, en el cual se dispuso que "El pueblo de Venezuela, fiel a su tradición republicana, a su lucha por la independencia, la paz y la libertad, desconocerá cualquier régimen, legislación o autoridad que contraríe los valores, principios y garantías democráticas o menoscabe los derechos humanos".

Este artículo consagra constitucionalmente lo que la filosofía política moderna ha calificado como desobediencia civil16, que es una de las formas pacíficas como se manifiesta el mencionado derecho de resistencia, que tuvo su origen histórico en el antes mencionado derecho a la insurrección que difundió John Locke. Además, tiene su antecedente constitucional remoto en la Constitución francesa de 1793, en cuyo artículo 35, que era el último de los artículos de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano que la precedía, se estableció que "Cuando el Gobierno viole los derechos del pueblo, la insurrección es, para el pueblo y para cada porción del pueblo, el más sagrado de los derechos y el más indispensable de los deberes".

Esta norma, que era típica de un gobierno revolucionario, como el del Terror, sin duda fue anómala y pronto desapareció de los anales del constitucionalismo. Sin embargo, ello no ha impedido la aparición en las constituciones de algunas versiones contemporáneas, que, si bien no se refieren al derecho a la insurrección, consagran el derecho a la rebelión contra los gobiernos de fuerza, como es el consagrado, por ejemplo en el artículo 333 de la Constitución venezolana, que establece el deber de "todo ciudadano[,] investido o no de autoridad, de colaborar en el restablecimiento de la efectiva vigencia de la Constitución", si ella llegare a perder "su vigencia o dejare de observarse por acto de fuerza o porque fuere derogada por cualquier otro medio distinto al previsto en ella". Es el único caso en el cual una Constitución pacifista, como la venezolana de 1999, admite que pueda haber un acto de fuerza para reaccionar contra un régimen que por la fuerza hubiere irrumpido contra la Constitución17. El tema central en esta materia, por supuesto, es la determinación de cuándo desaparece la obligación de la obediencia a las leyes y cuándo se reemplaza por la también obligación-derecho de desobedecerlas, y esto ocurre, en general, cuando la ley es injusta; asimismo de cuándo es ilegítima, porque por ejemplo emana de un órgano que no tiene poder para legislar, o de cuándo es nula, por violar la Constitución.

De todo lo anterior resulta entonces que en el constitucionalismo contemporáneo propio del Estado constitucional y democrático de derecho, es posible identificar el mencionado derecho ciudadano a la Constitución, que a la vez, como hemos visto, se desdobla en el derecho ciudadano a la supremacía constitucional, el derecho ciudadano a la tutela efectiva de la Constitución, el derecho ciudadano al amparo a los derechos y garantías constitucionales y el derecho ciudadano a la desobediencia civil e, incluso, a la rebelión frente a rupturas ilegítimas de la Constitución.

Pero en segundo lugar, además del derecho a la Constitución, en las nuevas tendencias del derecho constitucional derivado igualmente de la propia concepción de dicho Estado democrático de derecho, también puede identificarse el derecho a la democracia18, de lo que resulta que ésta debe ser considerada no sólo como un régimen político determinado, sino como un derecho ciudadano en un Estado constitucional. La consecuencia de ello es, además, que los derechos políticos han comenzado a dejar de estar reducidos a los que generalmente se habían establecido expresamente en las constituciones, como son los clásicos derecho al sufragio, al desempeño de cargos públicos, a asociarse en partidos políticos y, más recientemente, a la participación política.

En el mundo contemporáneo, por tanto, se puede hoy también hablar de otros derechos políticos que se derivan del régimen democrático, como es el mencionado derecho ciudadano a la democracia o a un régimen político en el cual se garanticen sus elementos esenciales, tal como fueron enumerados por la Carta Democrática Interamericana de la Organización de los Estados Americanos (OEA) de 2001, y que son los siguientes: 1) el respeto a los derechos humanos y las libertades fundamentales; 2) el acceso al poder y su ejercicio con sujeción al Estado de derecho; 3) la celebración de elecciones periódicas, libres, justas y basadas en el sufragio universal y secreto como expresión de la soberanía del pueblo; 4) el régimen plural de partidos y organizaciones políticas, y 5) la separación e independencia de los poderes públicos (art. 3.°). En democracia, sin duda, el ciudadano tiene derecho a todos esos elementos esenciales, los cuales, incluso, en muchas constituciones se han configurado como derechos políticos individualizados, como es el caso del derecho a ejercer funciones públicas, del derecho al sufragio o del derecho de asociación en partidos políticos. Sin embargo, considerados en su conjunto, y destacándose en particular entre ellos, el relativo a la separación de poderes, se pueden configurar, globalmente, como integrando un derecho a la democracia que está destinado a garantizar el control efectivo del ejercicio del poder por parte de los gobernantes, y a través de ellos, del Estado.

Este derecho a la democracia, por supuesto, sólo puede configurarse en Estados democráticos de derecho, siendo inconcebible en los Estados con regímenes autoritarios donde precisamente los mencionados elementos esenciales no pueden ser garantizados por la ausencia de controles respecto del ejercicio del poder, aun cuando pueda tratarse de Estados en los cuales, en fraude a la Constitución y a la propia democracia, los Gobiernos puedan haber tenido su origen en algún ejercicio electoral.

"Es una experiencia eterna -como hace varias centurias lo enseñó Charles Louis de Secondat, barón de Montesquieu- que todo hombre que tiene poder, tiende a abusar de él; y lo hace, hasta que encuentra límites", de lo que dedujo su famoso postulado: "para que no se pueda abusar del poder es necesario que por la disposición de las cosas, el poder limite al poder"19. De esta apreciación física fue que se derivó, precisamente, el principio de la separación de poderes que establecieron todas las constituciones que se formularon después de las revoluciones norteamericana y francesa, convirtiéndose no sólo en uno de los pilares fundamentales del constitucionalismo moderno, sino, además, de la propia democracia, tanto en el régimen político como en el derecho ciudadano, para asegurar que quienes sean electos para gobernar y ejercer el poder estatal en representación del pueblo, no abusen de éste. Por ello, desde la misma Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 se estableció, con razón, que "toda sociedad en la cual no esté determinada la separación de los poderes, carece de Constitución" (art. 16).

Doscientos años después, pero con su origen en aquellos postulados, en el orden constitucional interno de los Estados democráticos de derecho, es posible entonces identificar un derecho a la democracia conformado por los mencionados elementos esenciales que se complementan con sus componentes fundamentales, enumerados también en la misma Carta Democrática Interamericana, y que son los siguientes: 1) la transparencia de las actividades gubernamentales, 2) la probidad y la responsabilidad de los Gobiernos en la gestión pública, 3) el respeto de los derechos sociales, 4) el respeto de la libertad de expresión y de prensa, 5) la subordinación constitucional de todas las instituciones del Estado a la autoridad civil legalmente constituida y 6) el respeto al Estado de derecho de todas las entidades y sectores de la sociedad (art. 4.°).

Al igual que algunos de los mencionados elementos esenciales de la democracia, muchos de estos componentes fundamentales también se han configurado en las constituciones como derechos ciudadanos individualizados, como por ejemplo el conjunto de derechos sociales y la libertad de expresión del pensamiento. Sin embargo, también considerados en su conjunto, junto con los elementos esenciales, estos componentes fundamentales de la democracia permiten reafirmar la existencia del derecho ciudadano a ésta, como derecho fundamental en sí mismo, lo que implica sobre todo la posibilidad ciudadana de controlar el ejercicio del poder.

Ello tiene una significación e importancia fundamentales en la configuración del Estado constitucional democrático de derecho, pues de este factor dependen todos los otros que caracterizan la democracia, de manera que sólo controlando el poder es que puede haber elecciones libres y justas, así como efectiva representatividad; sólo controlando el poder es que puede haber pluralismo político; sólo controlando el poder es que puede haber efectiva participación democrática en la gestión de los asuntos públicos; sólo controlando el poder es que puede haber transparencia administrativa en el ejercicio del Gobierno, y rendición de cuentas por parte de los gobernantes; sólo controlando el poder es que se puede asegurar un gobierno sometido a la Constitución y las leyes, es decir, un Estado de derecho y la garantía del principio de legalidad; sólo controlando el poder es que puede haber un efectivo acceso a la justicia de manera que ésta pueda funcionar con efectiva autonomía e independencia; y sólo controlando el poder es que puede haber real y efectiva garantía de respeto a los derechos humanos. De lo anterior resulta, por tanto, que sólo cuando existe un sistema de control efectivo del poder es que puede haber democracia, y sólo en ésta es que los ciudadanos pueden encontrar asegurados sus derechos debidamente equilibrados con los poderes públicos.

Por ello, es precisamente que, en el mundo contemporáneo, la democracia no sólo se define como el gobierno del pueblo mediante representantes elegidos, sino, además, y por sobre todo, como un gobierno sometido a controles, y no sólo por parte del poder mismo conforme al principio de la separación de los poderes del Estado, sino por parte del pueblo mismo, es decir, de los ciudadanos, individual y colectivamente considerados, y a ello es que tienen derecho los ciudadanos cuando hablamos del derecho a la democracia.

Ahora bien, este derecho a la democracia identificado con el derecho al control del poder comporta al menos tres derechos políticos específicos que se configuran precisamente en los pilares fundamentales del equilibrio entre el Estado y el ciudadano, y que son: en primer lugar, el derecho ciudadano a la separación de poderes; en segundo lugar, el derecho ciudadano a la distribución vertical o territorial del poder para asegurar la participación política, y en tercer lugar, el derecho ciudadano al ejercicio de los recursos judiciales necesarios para controlar el ejercicio del poder y, además, asegurar la vigencia de los derechos humanos y el sometimiento del Estado al derecho.

El primer derecho político derivado del derecho a la democracia, que se erige en un elemento esencial para el establecimiento de dicho equilibrio, es el derecho a la separación e independencia de los poderes públicos, que es lo que puede permitir el control del poder estatal por el poder estatal mismo, hasta el punto de que su existencia, como hemos dicho, es la que puede garantizar la vigencia de los diversos factores esenciales de la democracia. Este derecho derivado del principio de la separación de poderes sigue siendo el pilar fundamental en la organización del Estado democrático constitucional, y exige no sólo que los poderes del Estado tengan efectiva independencia y autonomía, sino que esta última esté garantizada.

Ello, por lo demás, es de la esencia de la democracia, de manera que, al contrario como lo enseña la historia de la humanidad, demasiada concentración y centralización del poder, como ocurre en cualquier gobierno autoritario, así tenga origen electoral, inevitablemente conduce a la tiranía. El mundo contemporáneo ha tenido demasiadas experiencias que han mostrado toda suerte de tiranos que usaron el voto popular para acceder al poder, y que luego, mediante su ejercicio incontrolado, desarrollaron gobiernos autoritarios, contrarios al pueblo, que acabaron con la propia democracia y con todos sus elementos, comenzando por el respeto a los derechos humanos.

Pero el derecho a la democracia también está condicionado por otro clásico principio de la organización del Estado, que responde a un segundo derecho político derivado del señalado derecho a la democracia, que es la distribución vertical del Poder Público, el cual necesariamente implica un proceso de descentralización política entre entidades territoriales dotadas de autonomía política. Este principio, en efecto, también se configura como un derecho ciudadano; en ese caso a la distribución del poder, que es, además, el que puede garantizar la efectiva posibilidad de ejercicio del derecho a la participación político-democrática. Por ello, puede decirse, por ejemplo que la configuración de un Estado unitario descentralizado, como el de Colombia, o de un Estado federal como los de Venezuela y México, suponen la existencia de un derecho ciudadano a la distribución territorial del poder que implican, ya que ésta, que no es otra cosa que descentralización política, además, es la que puede garantizar la posibilidad para el ciudadano de poder ejercer el derecho de participar en la toma de decisiones y en la gestión de los asuntos públicos. Esto sólo es posible cuando el poder está cerca del ciudadano, como consecuencia, precisamente, de la distribución territorial o descentralización del poder basado en la multiplicación de las autoridades locales con autonomía política20, que es lo que puede servir, además, para que el poder controle al poder. Al contrario, en un esquema de centralización del poder, no sólo la participación política se torna en una ilusión retórica, sino que el sistema se convierte en fácil instrumento del autoritarismo21.

La participación política, que es un derecho constitucional que no debe confundirse con la movilización popular ni con los mecanismos de democracia directa, sólo es posible en las democracias en el ámbito local, en unidades territoriales políticas y autónomas descentralizadas, donde se practique el autogobierno mediante representantes electos en forma directa, universal y secreta. Por eso, el vínculo indisoluble que hay entre descentralización y participación es sólo posible en la democracia. En cambio, tal como lo enseña la historia y práctica política, nunca ha habido autoritarismos descentralizados, y menos autoritarismos que hayan podido permitir el ejercicio efectivo del derecho a la participación política. La centralización política del poder es de la esencia de los autoritarismos, y es contraria a la democracia, impidiendo a la vez toda posibilidad de participación, siendo en definitiva la base de la exclusión política al concentrar el poder en unos pocos, independientemente de que hayan sido electos. Por ello, los autoritarismos temen y rechazan tanto la real descentralización política como la participación democrática, lo que constituye una negación, en definitiva, del derecho a la distribución territorial del poder y del derecho a la democracia.

En cambio, la distribución territorial del poder, es decir, la descentralización política, es como se ha dicho, la que puede permitir el ejercicio efectivo de una democracia participativa, y la vez, del derecho a la posibilidad de controlar el poder, implicando siempre la creación de entidades autónomas de autogobierno cuyos miembros necesariamente tienen que ser electos por votación universal, directa y secreta del pueblo, y no simplemente designados por asambleas de ciudadanos controladas por el poder central o por un partido de gobierno22. Éstas, en esa forma configuradas, no pasan de ser instituciones de manejo centralizado, dispuestas para hacerle creer al ciudadano que participa, cuando lo que se hace es, si acaso, movilizarlo en forma totalmente controlada por el Poder Central.

La verdad es que para que la democracia sea inclusiva o de inclusión, es decir, participativa, tiene que permitir al ciudadano poder ser parte efectivamente de una comunidad política que tenga autonomía; lo que sólo puede tener lugar en entidades políticas autónomas, como los municipios, producto de la distribución territorial del poder, como sucede en todas las sociedades democráticas.

Pero, además del derecho ciudadano a la separación de poderes y a la distribución territorial del poder, para controlarlo, el derecho a la democracia también supone la existencia de un tercer derecho ciudadano, que es el mismo que ya destacamos cuando nos referimos al derecho a la Constitución, y que es el derecho a la tutela judicial efectiva y a ejercer el control judicial efectivo del ejercicio del poder, lo que exige, ineludiblemente, que la autonomía e independencia del Poder Judicial en su conjunto y de los jueces en particular, estén garantizadas. Por ello, también como parte del derecho ciudadano a la separación de poderes y como parte del derecho a la democracia, se puede identificar un derecho ciudadano a la independencia y autonomía de los jueces que en un Estado democrático de derecho, la Constitución y todos los poderes del Estado deben garantizar. Se trata de darle plena efectividad al mencionado derecho constitucional a la separación de poderes, porque sin éste, simplemente no puede hablarse ni de Estado de derecho, ni de posibilidad de control judicial del poder, ni de derecho a la democracia, y sin ello es imposible hablar siquiera del equilibrio que debe asegurarse entre los poderes del Estado y los derechos ciudadanos.

De todo lo anterior resulta, con evidencia, que para que exista democracia como régimen político en un Estado constitucional y democrático de derecho, no son suficientes las declaraciones contenidas en los textos constitucionales que hablen del derecho al sufragio y a la participación política, ni de la división o separación horizontal del Poder Público, ni de su distribución vertical o territorial, de manera que los diversos poderes del Estado puedan limitarse mutuamente. Tampoco bastan las declaraciones que se refieran a la posibilidad de los ciudadanos de controlar el poder del Estado, mediante elecciones libres y justas que garanticen la alternabilidad republicana; mediante un sistema de partidos que permita el libre juego del pluralismo democrático; mediante la libre manifestación y expresión del pensamiento y de la información que movilice la opinión pública, o mediante el ejercicio de recursos judiciales ante jueces independientes que permitan asegurar la vigencia de los derechos humanos y el sometimiento del Estado al derecho. Tampoco bastan las declaraciones constitucionales sobre la "democracia participativa y protagónica" o la descentralización del Estado; así como tampoco la declaración extensa de derechos humanos.

Además de todas esas declaraciones, es necesaria que la práctica política democrática asegure efectivamente la posibilidad de controlar el poder como única forma de garantizar la vigencia del Estado de derecho, y el ejercicio real de los derechos humanos. Y para ello, sin duda, es que hay que destacar entre las nuevas tendencias del derecho constitucional en el siglo XXI, la necesidad de identificar nuevos derechos ciudadanos propios del Estado constitucional y democrático, como son precisamente el derecho a la Constitución y el derecho a la democracia.


Pie de página:

1Allan R. Brewer Carías, Mecanismos nacionales de protección de los derechos humanos. Garantías judiciales de los derechos humanos en el derecho constitucional comparado latinoamericano, 61 ss. (Instituto Interamericano de Derechos Humanos, San José, 2005).
2Allan R. Brewer Carías, Prólogo, "Sobre el derecho ciudadano a la Constitución", al libro de Johann Newton López, La Constitución. Un pacto social (República Dominicana, 2008) [en prensa].
3Allan R. Brewer Carías, Reflexiones sobre la Revolución norteamericana (1776), la Revolución francesa (1789) y la Revolución hispanoamericana (1810-1830) y sus aportes al constitucionalismo moderno (Colección Derecho Administrativo 2, Universidad Externado de Colombia, Bogotá, 2008).
4Allan R. Brewer Carías, Crónica de la "in" justicia constitucional. La Sala Constitucional y el autoritarismo en Venezuela (Colección Instituto de Derecho Público, Universidad Central de Venezuela, Caracas, 2007), pp. 17 ss.; y "El juez constitucional al servicio del autoritarismo y la ilegítima mutación de la Constitución: el caso de la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia de Venezuela (1999-2009)", en IUSTEL, Revista General de Derecho Administrativo, n.° 21 (2009).
5Sentencia de la Sala Constitucional n.° 1347 de 9 de noviembre de 2001, en Revista de Derecho Público, n.° 81, 265 (2000).
6Al tema me he referido en diversos trabajos, y entre ellos, en el libro Allan R. Brewer Carías, Mecanismos nacionales de protección de los derechos humanos, Garantías judiciales de los derechos humanos en el derecho constitucional comparado latinoamericano, 74 y ss. (Instituto Interamericano de Derechos Humanos, San José, 2005). Debo recordar aquí que el tema lo discutí en múltiples ocasiones con mi entrañable amigo Rodolfo Piza Escalante, quien fue juez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y magistrado de la importante Sala Constitucional de la Corte Suprema de Costa Rica.
7Alexander Hamilton, The Federalist, 491-493 (B. F. Wrigth, ed., Cambridge, Mass. 1961).
8Véanse los comentarios sobre los célebres casos Vanhorne's Lessee contra Dorrance (1776) y Masbury contra Madison (1803), en Allan R. Brewer Carías, Judicial Review in Comparative Law (Cambridge University Press, Cambridge, 1989).
9Me correspondió proponer en la Asamblea Nacional Constituyente de 1999 la consagración en forma expresa de dicho principio constitucional. Allan R. Brewer Carías, Debate constituyente (aportes a la Asamblea Nacional Constituyente), II, 24 (Fundación de Derecho Público, Editorial Jurídica Venezolana, 1999).
10Sentencia de la Sala Constitucional n.° 1347 de 9 de noviembre de 2001, Revista de Derecho Público, n.° 81.264 (2000).
11Allan R. Brewer Carías, Instituciones políticas y constitucionales, evolución histórica del Estado, I, 47 y ss. (Universidad Católica del Táchira, Editorial Jurídica Venezolana, 1996).
12Allan R. Brewer Carías, Instituciones políticas y constitucionales, justicia constitucional, VII, 658 (Universidad Católica del Táchira, Editorial Jurídica Venezolana, 1997); y El sistema mixto o integral de control de la constitucionalidad en Colombia y Venezuela (Universidad Externado de Colombia, Temas de Derecho Público n.° 39, y Pontificia Universidad Javeriana, Quaestiones Juridicae n.° 5, Bogotá, 1995).
13Sentencia de la Corte Suprema de Justicia en Pleno del 15 de marzo de 1962, en Gaceta Oficial n.° 760, extraordinaria del 22 de marzo de 1962.
14Silvia Snowiss, Judicial Review and the Law of the Constitution, 113 (Yale University Press, 1990).
15John Locke, Two Treatises of Government, 211- 221 (Peter Laslett, Cambridge UK, 1967).
16Sobre la desobediencia civil y el artículo 350 de la Constitución de Venezuela, véase: María L. Álvarez Chamosa y Paola A. A. Yrady, "La desobediencia civil como mecanismo de participación ciudadana", en Revista de Derecho Constitucional, n.° 7, 7-21 (2003); Andrés A. Mezgravis, ¿Qué es la desobediencia civil?, en, Revista de Derecho Constitucional, n.° 7, 189-191 (2003); Marie Picard de Orsini, "Consideraciones acerca de la desobediencia civil como instrumento de la democracia", en El derecho público a comienzos del siglo XXI. Estudios homenaje al profesor Allan R. Brewer Carías t. I, 535-551 (Instituto de Derecho Público, Universidad Central de Venezuela, Civitas, Madrid, 2003); y Eloisa Avellaneda y Luis Salamanca, "El artículo 350 de la Constitución: derecho de rebelión, derecho resistencia o derecho a la desobediencia civil", en El derecho público a comienzos del siglo XXI. Estudios homenaje al profesor Allan R. Brewer Carías, t. I, 553-583 (Instituto de Derecho Público, Universidad Central de Venezuela, Civitas, Madrid, 2003).,
17Allan R. Brewer Carías, La crisis de la democracia en Venezuela, 33 y ss. (Libros El Nacional, Caracas, 2002).
18Allan R. Brewer Carías, "Prólogo, Sobre el derecho a la democracia y el control del poder", en Asdrúbal Aguilar, El derecho a la democracia. La democracia en el derecho y la jurisprudencia interamericanos. La libertad de expresión, piedra angular de la democracia, 19 y ss. (Asdrúbal Aguiar, Editorial Jurídica Venezolana, Caracas, 2008).
19Charles Louis de Secondat, barón de Montesquieu, De l'Espirit des Lois, I, libro XI, cap. IV, 162-163 (Ed. G. Tunc, París, 1949).
20Allan R. Brewer Carías, "El municipio, la descentralización política y la democracia", en XXV Congreso Iberoamericano de Municipios, Guadalajara, Jalisco, México, 23-26 de octubre de 2001, 53-61 (México, 2003). Véanse las propuestas para el reforzamiento de la descentralización de la federación y el desmantelamiento de su centralización en la Asamblea Constituyente de 1999, en Allan R. Brewer Carías, Debate constituyente (aportes a la Asamblea Nacional Constituyente), I, 155 y ss. (Fundación de Derecho Público, Editorial Jurídica Venezolana, Caracas, 1999).
21Allan R. Brewer Carías, La opción entre democracia y autoritarismo (julio, 2001), Democratización, descentralización política y reforma del Estado (julio-octubre, 2001)", y El municipio, la descentralización política y la democracia (octubre, 2001, 127-141), en Allan R. Brewer Carías Reflexiones sobre el constitucionalismo en América, 41-59, 105-125 (Editorial Jurídica Venezolana, Caracas, 2001).
22Ley de los Consejos Comunales en Gaceta Oficial 5.806 extraordinaria del 10 de abril de 2006. Véase Allan R. Brewer Carías, El inicio de la desmunicipalización en Venezuela: la organización del poder popular para eliminar la descentralización, la democracia representativa y la participación a nivel local, en AIDA, Opera Prima de Derecho Administrativo. Revista de la Asociación Internacional de Derecho Administrativo, 49-67 (Universidad Nacional Autónoma de México, Facultad de Estudios Superiores de Acatlán, Coordinación de Posgrado, Instituto Internacional de Derecho Administrativo Agustín Gordillo, Asociación Internacional de Derecho Administrativo, México, 2007).


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