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Vniversitas

versión impresa ISSN 0041-9060

Vniversitas  no.125 Bogotá jul./dic. 2012

 

¿ES COLOMBIA UN ESTADO CORRUPTO? LA CORRUPCIÓN COMO PROBLEMA JURÍDICO Y COMO ESTADO SOCIOLÓGICO-MORAL. UNA REFLEXIÓN SOBRE EL PRESENTE DE COLOMBIA EN EL TIEMPO DE LOS "EVEILLEURS" (LOS DESMITIFICADORES DE SUEÑOS)*

IS COLOMBIA A CORRUPT STATE? CORRUPTION AS A JUDICAL PROBLEM AND A SOCIOLOGICAL-MORAL STATE. REFLECTION UPON THE PRESENT OF COLOMBIA AT THE TIME OF THE "EVEILLEURS" (THE DEBUNKERS OF DREAMS)

Eloy García**

* El presente artículo corresponde al trabajo realizado por el autor dentro del marco de su actividad como miembro del equipo de Investigación de Derecho Público de la Universidad Sergio Arboleda, en cuyas investigaciones actuales se enmarca este estudio.
** Doctor en derecho por la Universidad de Alcalá de Henares (Madrid), catedrático de Derecho constitucional, presta servicios en la Universidad complutense de Madrid (España) y en la Universidad Sergio Arboleda (Bogotá, colombia) como director académico del doctorado. contacto: eloygarc@gmail.com

Fecha de recepción: 21 de junio de 2012 Fecha de aceptación: 17 de septiembre de 2012


Para citar este artículo / To cite this article

García, Eloy, ¿Es Colombia un estado corrupto? La corrupción como problema jurídico y como estado sociológico-moral. Una reflexión sobre el presente de Colombia en el tiempo de los "eveilleurs" (los desmitificadores de sueños), 125 Vniversitas, 187-217 (2012)


RESUMEN

El actual momento que vive colombia, entremezclado de éxito económico y problemas políticos, obliga a plantear el problema de si es o no una nación corrupta. Ello requiere definir en términos clásicos el concepto de corrupción para, desde su definición, constatar que la mayoría de los análisis y reflexiones de los últimos tiempos sobre colombia parten de aplicar categorías construidas desde otras culturas políticas a los países de América del Sur. Desde una defensa de la necesidad de crear un cuerpo de pensamiento que nacido de colombia sirva para explicar la realidad colombiana, se mantiene la tesis de que frente a la idea de que colombia es un país corrupto, en el sentido de degradado en sus principios, en realidad se trata de un Estado insuficientemente realizado que requiere para su afirmación de más acciones que desarrollen las instituciones públicas y los mandatos de la constitución de 1991.

Palabras clave autor: cambio político, cultura política, constitución, corrupción, democracia, Estado, Estado fallido, legalidad, legitimidad, mundialización, poder constituyente, pensamiento político, rendición de cuentas, responsabilidad, revolución.


ABSTRACT

The current moment that lives colombia, mixed with economic success and political problems, forces to raise the problem of if it is or not a corrupt nation. This needs to define in classic terms the concept of corruption for, from his definition, verify that the majority of the analyses and reflections of last times on colombia becomes applying categories constructed from other political cultures, to the countries of South America. From a defense of the need of creating a thought that born in colombia can be used to explain the colombian reality, there is a thesis that opposite to the idea of that colombia is a corrupt country, in the sense of degraded in his beginnings, actually it is an insufficiently realized State that needs for his affirmation of more actions that develop the public institutions and the mandates of the constitution of 1991.

Keywords author: Accountability, constituent power, constitution, corruption, democracy, State, failled State, globalization, legality, legitimity, political change, political culture, political thought, revolution, responsibility.


SUMARIO

I. PRESENTACIÓN DEL TEMA.- II. UN ENSAYO DE CONTEXTUALIZACIÓN: LOS FALSOS AMIGOS Y DE LA IMPORTANCIA EN CIENCIAS SOCIALES DE CONSTRUIR UN LENGUAJE OPERATIVO NEUTRAL EN TIEMPOS DE CAMBIO.- III. LA FIJACIÓN DE LOS CONCEPTOS. LA CORRUPCIÓN: ¿ UN PROBLEMA JURÍDICO O UN ESTADIO SOCIOLÓGICO-MORAL?.- IV. CORRUPCIÓN Y CAMBIO POLÍTICO: LA CORRUPCIÓN ¿UN FACTOR DE CRISIS O LA EXPRESIÓN DEL DECLIVE Y LA DECADENCIA POLÍTICA DE UNA SOCIEDAD? LA ALTERNATIVA: INNOVAR O RIDURRE IPRINCIPII.- V. ¿ES COLOMBIA UN ESTADO FALLIDO? COLOMBIA Y LA PROFECÍA DE ALEXIS DE TOCQUEVILLE. COLOMBIA: UNA GENERACIÓN ANTE SU RESPONSABILIDAD HISTÓRICA.

SICI: 0041-9060(201212)61:125<187:CECCCP>2.0.TX;2-5


I. PRESENTACIÓN DEL TEMA

La caída del muro de Berlín y el fin de la Guerra Fría (1989) han servido de catalizadores para el afloramiento de un colosal proceso de transformación, que llevaba gestándose años atrás, que tiene un evidente impacto sobre nuestra existencia cotidiana, que a estas alturas se encuentra todavía falto del imprescindible reposo para llegar a ser calibrado en todas sus fenomenales dimensiones y que, lo que aquí más interesa, no ha sido incorporado en la conciencia social como lo que es: la radical irrupción de un tiempo nuevo. Anticipando una suerte de hipótesis provisional respecto a lo que está sucediendo, cabría afirmar que el tipo de hombre que Albert camus, en un célebre ensayo, definiera como "en revuelta" (L'homme révolté, 1951) se sitúa —podría decirse que se encoge— ahora ante una realidad que parece haberse tornado en su contra, obligándole a reconocer la insuficiencia de su voluntad para realizar el proyecto de la modernidad de crear el mundo. Para expresarlo en términos de Roderick Seidenberg (Post historic Man, 1957) —que más tarde haría suyos un genial Lewis Mumford (The transformation of Man, 1956)—, el hombre histórico se ha hecho "posthistórico".

Pero advertir que es aún demasiado pronto para entender y, obviamente, para intentar racionalizar lo que ocurre, no implica negar que semejante nueva realidad exista ni que forme ya parte indisociable de un mundo que no podemos saber si finalmente será dominado por el hombre o terminará por imponérsele. La vida la hacen los hombres, pero no siempre de manera consciente y mucho menos siguiendo una senda deliberada y programada de antemano. En numerosas ocasiones el cambio en el quehacer social humano es el prius histórico de la nueva reflexión lógica que, a su vez, se manifiesta como su posterius cronológico. Y es que a menudo el hombre, como el animal atávico que es, acredita una incapacidad congénita para adquirir conciencia de su propia contemporaneidad cuando lo contemporáneo encierra algo nuevo. Lo expresa mejor que nadie un personaje hoy no demasiado en boga, León Trosky, al advertir que "una revolución puede muy bien derrocar un régimen político en cuestión de minutos; un cambio tecnológico es capaz de liquidar en muy pocos años toda una estructura productiva; pero con frecuencia, no es suficiente una generación para que los hombres puedan tomar conciencia plena de las enormes consecuencias de un cambio que se ha venido operando en la realidad social desde mucho tiempo atrás".

Lo dicho no son divagaciones teóricas sino aseveraciones concretas encaminadas a clarificar los más urgentes problemas del presente, enmascarados, la mayoría de las veces, por estructuras comprensivas que solo aportan confusión. Y es que si a día de hoy, de una parte, nuestra realidad histórica cotidiana se corresponde con lo que Tony Judt ha llamado el mundo de postguerra (Postguerra. Una historia de Europa desde 1945, traducción española del 2006), de otra, la actual "fisiología social" —para recuperar la terminología acuñada por un clásico moderno (Brillat-Savarin, La Phisiologie du goût, 1825)— permanece completamente impregnada del fumus de las ideologías, y más precisamente presidida por el enfoque mental marxista que, pese a haber desaparecido del mundo operativo real, sobrevive de manera incongruente en buena parte del utillaje cognoscitivo y de las categorías intelectuales de nuestro inconsciente más profundo. Y si ello es predicable del conjunto de la intelligentzia mundial, mucho más lo es —y con efectos considerablemente más drásticos— de las colonias que, como diría Tocqueville, españoles y portugueses fundaron en América del Sur, en la medida en que, al menos desde los años veinte de la centuria pasada, el marxismo ha desempeñado en esta parte del mundo el papel de matriz ideológica capaz de infundir unidad sistemática y de dotar de coherencia discursiva a la, de otro modo, mal trabada colección de relatos desvaídos y culturalmente anémicos surgidos en las radicalmente diferentes realidades nacionales que pueblan las sociedades del centro y sur de América.

En definitiva, la lectura marxista latinoamericana, tejida en buena medida de lo que Marx nunca dijo, ha venido sirviendo, por casi un siglo, de instrumento cognoscitivo para interpretar de manera simplista, hartamente sesgada y muchas veces manipuladora, los problemas y fenómenos reales de la América Latina. Y para corroborarlo baste solo hojear las páginas de uno de los manuales más pertinentes al efecto, Los conceptos elementales del materialismo histórico de Marta Harnecker (México, 1969), que por décadas ha servido de texto de cabecera a intelectuales y políticos de esta América y cuya ingenuidad reduccionista, vista desde el siglo XXI, incita a la irrisión. Se trata, en suma, de una explicación que en la actualidad no se sostiene, pero cuyo precipitado descrédito sitúa al continente ante un terrible vacío interpretativo y categorial que resulta muy difícil de colmar, toda vez que una de las carencias seculares más acusadas de la América de habla hispana estriba justamente, en la multisecular ausencia de un pensamiento y de una reflexión concebidos desde el seno del marco mismo que estaba llamada a comprender.

En efecto, todo indica que América Latina ha resultado históricamente incapaz de alumbrar un mecanismo de comprensión intelectual forjado en términos autónomos desde su propia realidad. Durante generaciones, sus más importantes pensadores se han limitado a importar acríticamente, uno tras otro, los sucesivos esquemas de pensamiento que habían ido brotando en centros de reflexión foráneos, gestados en contextos histórico-reales que nada tenían que ver con lo que aquí estaba ocurriendo, de suerte que la construcción teórica de la realidad latinoamericana no se ha realizado a través de la emulación de una imagen ideal configurada desde un substrato interno, sino replicando —o procurando imitar— experiencias ajenas. Semejante proceder ha conllevado un elevadísimo coste: el mundo iberoamericano ha debido resignarse a sufrir los golpes de martillo de una acción política sustentada sobre ilusorios argumentos teóricos que, como el legendario Procusto, se esforzaba por configurar a mazazos la realidad patria para adecuarla, a muy duras penas y de manera siempre insatisfactoria, a los modelos y precedentes que constaban en libros concebidos en continentes lejanos para situaciones difíciles de trasladar o sencillamente intransferibles.

En este sentido, el marxismo o pseudo-marxismo del continente, no es más que uno de los numerosos intentos fallidos de importar acríticamente una cultura política foránea falta de auténticas raíces tanto en el entramado profundo de la fisiología cultural latinoamericana como en aquello que se ha venido en llamar condiciones estructurales objetivas. Alto ha sido el precio a pagar por ello. Pero ahora, cuando se cumplen doscientos años del nacimiento de sus Estados como entidades políticas autónomas, y más allá de otras consideraciones, todo indica que los acontecimientos de 1991 pueden, muy bien, significar para América Latina la oportunidad de dejar definitivamente atrás los esquemas de análisis que vertebraban el estudio del continente en torno a un criterio artificialmente unitario como si se tratara de una sola y común realidad política, económica, social, cultural y étnica. Y es que el tratamiento maniqueo pero unitario que la Guerra Fría había favorecido hasta el paroxismo, ha quedado, si es que alguna vez estuvo vivo en la realidad de los hechos, repentinamente ahogado y desacreditado por los acontecimientos, y es el momento de encontrar remedio al enorme vacío que deja.

Durante muchos, tal vez demasiados años, el rechazo a cuba, el temor a la propagación de la revolución, y el recurso a los Estados Unidos como alternativa, han dibujado un modelo —y también un antimodelo— de configuración nacional capaz de comprehender en una sola lectura integradora los sucesos de la totalidad de naciones que ocupan el espacio geográfico situado entre Río Grande y el Estrecho de Magallanes. Poco importaba que en estos países la colonización ibérica hubiera discurrido de maneras muy diferentes, que bajo su epidermis hubiera subsistido o no una masa más o menos desestructurada de la antigua población indígena, que el proceso revolucionario que a principios del XIX había impulsado la independencia se hubiese decantado de una manera u otra o que su morfología económica, societaria y racial fuera de una variedad enorme en cada uno de los países. Todo parecía secundario con relación a la gran bipolaridad de fondo que dividía a América Latina, al tiempo que la unía: ¡con Fidel o contra cuba! ¡con la revolución o contra ella! Parecía ser el gran criterio interpretativo unitario de la América de habla hispana en la era de la Guerra Fría.

Se explica así que el derrumbamiento del socialismo real haya tenido un efecto fulminante en esta parte del mundo. El común peligro o factor externo que nucleaba la estructura constitutiva interna —o configuración estatal (Staatsbildung)— de las naciones de América del Sur se ha disuelto como un azucarillo en medio de un diluvio descomunal. Una circunstancia que habría hecho las delicias de uno de los más agudos estudiosos de la escuela alemana de principios del pasado siglo, Otto Hintze (La configuración de los Estados y el desarrollo constitucional, 1902, incluido en la traducción española Historia de las formas políticas, Madrid, 1968), y que en este momento histórico tal vez puede servir para deshacer graves equívocos y para señalar todo un camino a la reflexión a quienes se dedican a estudiar una realidad social de la que son parte irrenunciable la constitución y el derecho. La crisis de las ideologías ha dejado por fin al descubierto la realidad política de las diferentes naciones latinoamericanas, y frente a la falsa solución del empirismo cuantitativo que renuncia de antemano a cualquier abstracción, se abre paso la exigencia de recomponer en cada país o grupos de países, los trazos que nutren la propia cultura política nacional, para elaborar desde ellos las categorías intelectuales propicias a la articulación de discursos anclados en lo que ellas son o históricamente han sido.

Estamos ante aquello que Keith Baker, en el prefacio de una obra clave para entender la fisiología de nuestra época (The French Revolution and the Creation of Modern Political Culture, 1987), ha denominado "cultura política": una creación sujeta a reelaboración y desarrollo permanentes, que integra la suma de elementos identitarios, principios de autoridad y prácticas colectivas que en el seno de una comunidad de creencias y saberes de naturaleza histórica vinculan, dan significado y enmarcan los límites legítimos de las demandas y discursos que sostienen la actividad política. Es así como el paso del tiempo va perfilando poco a poco en cualquier sociedad, toda una idiosincrasia cultural propia, que se articula lingüísticamente basándose en términos, conceptos y modos de intercomunicación que operan como cauce coherente y natural de expresión de las posibilidades de la acción política colectiva. Se trata de un canon formal y de encuadre, que no prejuzga el contenido de cada realidad sino que únicamente aporta un marco instrumental a sus formas de expresión, de comunicación y de articulación interna y externa; un receptáculo que permite reducir a una unidad de análisis lo que en el fondo no dejan de ser realidades plurales, de otra forma difícilmente aprehensibles.

Tal vez por ello la era de los maître-penseurs de que hablara Glucksmann (André Glucksmann, Les Maîtres-penseurs, 1977), haya dejado paso de manera definitiva al tiempo de lo que Sirinelli, en un libro paradigmático (Jean-François Sirinelli, Génération Intelectuelle. Khâgneaux et normaliens dans les deux-entre-guerres, 1988) en el que hace suyo el lema de Alain (Émile chartier), ha querido definir como eveilleurs —desmitificadores de sueños, podríamos decir en castellano—.

Nada de eso es contradictorio con el proceso de mundialización en que vivimos inmersos. Para empezar habría que aclarar bien lo que significa verdaderamente mundialización —el mismo descubrimiento de América en 1492 es una fase fundamental en el proceso de globalización que da vida a la modernidad y que, inversamente a lo que se está diciendo hoy, no es nuevo—. Pero en cualquier caso, hay que afirmar que la apertura hacia el mundo externo de una comunidad política determinada, no comporta necesariamente la renuncia automática a los caracteres identitarios que conforman la estructura interna de una nación y su cultura política, cuando esa cultura nacional se encuentra suficientemente trabada y asentada en términos autónomos. Al contrario, las sociedades que más exitosamente han logrado afrontar la actual etapa de mundialización son aquellas que más conscientes y seguras se encuentran de las señas de su cultura política, y, estándolo, han procurado exportar su propio background presentándolo como universal.

Así las cosas, nada tiene de casual que, en medio de la poderosa tormenta uniformadora de la globalización, el punto de coincidencia de autores de la orientación de Koselleck, Pocock, Skinner, Dunn, Tuck sea contextualizar, enraizar en la realidad, enmarcar en el tiempo y el espacio las ideas, los conceptos y las elucubraciones abstractas del intelecto. El hombre no es una realidad única en toda la tierra, por mucho que la actual capacidad de reproducir virtualmente las imágenes abogue a presentar como atemporal y general lo que es siempre hijo de una circunstancia concreta e irrepetible. Lo virtual nos lleva a confundir las imágenes que proyectan un hombre, una cultura, o un tiempo dado con la realidad que los nutre. Precisamente esa es la nueva ideología, el nuevo idola, en forma de la capacidad que posee lo virtual para disfrazar como real aquello que no es más que pura imagen figurada, y en ocasiones tan solo fancy (fantasía). Sucede como con las moscas frente al vidrio: la apariencia de una estructura invisible lleva a confundir el artificio con la realidad, y en ello reside, en buena medida, uno de los dilemas de nuestra época: evitar que lo virtual devore a lo real.

Todo ello exige someter a revisión crítica la pertinencia y viabilidad real, en el contexto de cada cultura política nacional de conceptos e instrumentos políticos actualmente tan en boga como buen gobierno, justicia, corrupción, transparencia... que últimamente abundan y son objeto de profusas discusiones en todo el mundo incluyendo, claro está, a América Latina. concretamente, en colombia se asiste en este momento a un enconado debate, más mediático que académico, más insinuado y soterrado que abierto y claro, más conformado desde ocurrencias y liviandades que forjado a través de tesis rotundas e hipótesis científicas elaboradas concienzudamente (hechos que, confieso, no termino de entender bien, me preocupan y hasta me dejan atónito), sobre la presunta condición corrupta de la política y sociedad nacional, que no se encuentra demasiado distanciada de otra fenomenal polémica también reciente —no obstante su mayor calado teórico y doctrinal—, en torno a la procedencia o no de aplicar a colombia el arquetipo o la categoría de failled State. Para aclararme a mí mismo, y poder estar en condiciones de tomar postura al respecto, he redactado este pequeño trabajo.

II. UN ENSAYO DE CONTEXTUALIZACIÓN: LOS FALSOS AMIGOS Y DE LA IMPORTANCIA EN CIENCIAS SOCIALES DE CONSTRUIR UN LENGUAJE OPERATIVO NEUTRAL EN TIEMPOS DE CAMBIO

Vivimos tiempos de cambio, y el cambio implica siempre romper con referencias comunes generalmente aceptadas. Y cuando el cambio se desencadena, los significantes se distancian a un ritmo vertiginoso de las significaciones que tradicionalmente portaban y se abren rápidamente a nuevos contenidos, dando lugar a numerosas confusiones porque las palabras ya no se identifican con lo que hasta hacía muy poco representaban. Es el momento de la perplejidad, en que las cosas no son lo que según su envoltura y forma externa aparentan ser. Es el momento en que las innovaciones y préstamos lingüísticos dan vida a las realidades gramaticales nuevas. Es el momento en que los términos y conceptos no quieren decir lo mismo en todo lugar y tiempo, en que la única manera posible de no incurrir en ese fenómeno de confusión —y en ocasiones de manipulación más o menos encubierta— que los estudiosos de la lengua denominan "falsos amigos", pasa por esforzarse en insertar las categorías en el marco concreto y en la atmósfera particular en que se encuadran y de la que han surgido. A este respecto, conviene recordar que los conceptos y las categorías políticas, sociológicas y jurídicas, como las expresiones del lenguaje corriente, únicamente alcanzan y mantienen un sentido semántico coherente con las realidades que teóricamente enuncian, es decir, se comportan como entidades portadoras de contenidos lingüísticos no distorsionados, en el escenario sistemático en que se originaron y desarrollan su existencia. Fuera de él, tal vez pueden conservar su forma, su apariencia, pero significando algo muy distinto. Así pues, la sola manera honesta en ciencias sociales de disponer de un lenguaje compartido y neutral que nos permita entendernos consiste en contextualizar, esto es, en procurar utilizar las categorías y conceptos dentro del ámbito real concreto en el que recibieron una significación comúnmente aceptada. De no hacerlo así, lo que en buena lid correspondería sería advertir que estamos procediendo a un uso impropio o, por qué no decirlo, promoviendo un préstamo lingüístico de aquellos que en tiempos de cambio suelen abundar en los ámbitos más dinámicos del pensamiento y de la acción social colectiva.

A mi entender todo esto tiene algo o bastante que ver con la corrupción y la transparencia, por dos razones de muy diferente índole: primera, porque como enseña John Pocock (El momento maquiavélico, Pricenton, 1975, traducción española del 2002), el cambio en política, cuando acontece, adquiere una velocidad y una fuerza de ruptura de las situaciones preexistentes de un calado y envergadura tal, que a menudo sobrepasa la capacidad de los hombres —y de sus lenguajes— para tomar conciencia y dar forma expresiva a los hechos que contemporáneamente están acaeciendo. Segundo, porque como quiera que históricamente los fenómenos de corrupción siempre han estado asociados a procesos de mutación en el léxico político (un hecho o situación que guarda gran relación con lo que etimológicamente significa la noción misma de corrupción: del latín corruptio, alteración de una sustancia orgánica por descomposición), nada puede haber de extraño que en nuestro actual "momento" político de transformación nos veamos sumidos en un extendido estado de confusión, en el que las palabras y los conceptos no significan ya lo que a tenor de los diccionarios y gramáticas políticas tendrían que significar, puesto que el desgaste y la desvirtuación de las palabras acompaña, y a menudo previene y anticipa, la propagación de la corrupción. Lo que indica que para reflexionar con relación a este problema se imponen muy específicamente, las exigencias de precisar con exactitud de qué se quiere hablar y de clarificar materialmente a qué nos estamos refiriendo.

Pero para poder explicar mejor lo que estoy pretendiendo decir, acudiré a dos ejemplos muy disímiles.

1. Es sabido y constituye casi una obviedad decir que los países musulmanes poseen una cultura política muy diferente a la moderna. La cultura política moderna es el resultado del proceso de secularización del pensamiento cristiano (carl Schmitt, Teología política, 1922, traducción española de 1939) que se transmuta en un conjunto de valores cívicos articulados en torno a la idea de laicismo y que a partir de la Ilustración alumbrará de manera clara una serie de categorías como el tiempo, la moral, el derecho vinculado a la legalidad, el hombre como ser subjetivo. Michel Baker, François Furet, Mona Ozouf y colin Lucas, en un trabajo de enorme impacto publicado hace una veintena de años (el anteriormente citado The French Revolution and the Creation of Modern Political Culture, IV volúmenes, Oxford, 1989), establecieron con bastante precisión los supuestos que integraban el paradigma político moderno construido por obra de la revoluciones del XVIII. Esos supuestos son justamente los que todavía hoy conforman y regulan nuestras vidas, como si se trataran de un imperativo cultural que va mucho más allá de las obligaciones que impone el derecho o la constitución.

Sin embargo, estos postulados, sociológicos, morales, psicológicos y obviamente también jurídicos, no rigen en absoluto para países, tan cercanos a nosotros en términos geográficos y sin embargo tan distantes en clave intelectual, como las naciones que hacen del Islam principio estructural de su ser existencial y de su cultura política. En el mundo islámico no solo impera otro calendario, sino que nuestro concepto de tiempo como marco lineal por el que discurre el quehacer humano en secuencia progresiva y ascendente sencillamente no tiene cabida; en el mundo musulmán nuestra creencia moral en la verdad como deber incondicionado que nos prohíbe tajantemente mentir (La querella Kant-Constant acerca de la existencia de un deber incondicionado a decir la verdad, 1795, traducción española del 2012), simplemente no ocupa lugar; en el mundo islámico la política, el derecho, la economía, la moral y tantos otros supuestos, entendidos como realidades autónomas de la religión, carecen por completo de cualquier sentido. El corán es mucho más que un libro sagrado, es el código que condensa el conjunto de verdades sobre las que se asienta el universo cultural y, también, claro está, toda la política de los países islámicos. Un código que establece la poligamia, que hace de la religión guardiana de la política, que equipara las prácticas financieras bancarias entre creyentes a la usura, y que no considera reprobable moralmente, ni prohíbe legalmente, la entrega de dádivas, regalos o aquello que nosotros llamamos comisiones en las transacciones económicas internacionales. El gobernante de la península arábiga que satisfaga comisiones a un mandatario europeo o norteamericano por su intermediación en una transacción entre naciones no habrá incurrido en un ilícito moral o jurídico en su propio país, según su legislación vigente, porque su cultura política basada en una idea religiosa y patrimonialista del poder y la política, no ve en esa práctica más que la justa retribución a un amigo, cosa que no sucede por ejemplo con quien presta dinero a un fiel de su misma religión a cambio de una modesta tasa del 5% anual. como explicaba el Marx de la Crítica de la filosofía del derecho de Hegel, la contemporaneidad histórica no quiere decir ni equivale a contemporaneidad mental, cultural o de conciencia política. Así pues, y me refiero exclusivamente a este ámbito, tratar de equiparar la conducta ilícita de un gobernante occidental que acepta pagos por sus servicios en una transacción internacional en contra del interés o del patrimonio de su nación, con la que al respecto guía la acción de un gobernante que se mueve en las pautas de la cultura política islámica, representa simplemente un dislate. No cabe incluir en una misma categoría dos conductas que responden a realidades diferentes, que en el lenguaje de la política son exponentes o corresponden a realidades distintas. Para entendernos, estaríamos ante un supuesto evidente de falsos amigos.

2. cambiando radicalmente de escenario y situándonos en un país cercano y con enorme influencia en colombia, en los últimos tiempos se asiste en España a un desagraciado espectáculo de degradación de la conducta de responsables de algunos órganos públicos que en concomitancia con sujetos privados no han dudado en beneficiarse de fondos públicos para enriquecerse de manera artera a costa de lo que es de todos: el erario. En medio del estupor de una opinión aturdida con lo que va descubriendo, la palabra "corrupción" ha pasado a formar parte del lenguaje cotidiano y según las encuestas ocupa el cuarto lugar entre las grandes preocupaciones de los españoles.

Pero más allá del escándalo político —entendido en el sentido que le confiere John Thompson en su esclarecedora monografía (El escándalo político, poder y visibilidad en la era de los medios de comunicación, cambridge, 2000, traducción española del 2002)—, pocos han reparado sobre si existen o no grietas o vericuetos legales que hacen posible semejante situación, y acerca de si desde el punto de vista de la más estricta juridicidad tales conductas se adecúan o no a las exigencias de nuestro derecho positivo y, en consecuencia, si son susceptibles o no de reprensión y castigo. ¿El uso inadecuado de un instrumento jurídico lícito puede derivar como resultado en una conducta ilícita en términos de legitimidad pero irreprochable en la lógica de la legalidad? Esa es, en pocas palabras, la cuestión de principio que aquí se plantea.

Entre esos pocos autores, permítaseme citar un nombre descollante, el profesor Fernández Farreres, en cuyo haber obra un importante libro sobre la subvención, que tuvo su origen en su tesis doctoral (La subvención: concepto y régimen jurídico, Madrid, 1983), en el que se diseccionan con precisión los perfiles de una figura jurídico-administrativa de transcendencia fundamental en el moderno Estado asistencial y que, sin quererlo, está en la clave de muchos de los escándalos de corrupción que en estos días agitan a la prensa española. Pues bien, en una reciente comunicación presentada en el congreso de la Asociación Española de Profesores de Derecho Administrativo, el Dr. Germán Fernández Farreras, con su habitual claridad, pone de manifiesto las disfuncionalidades que en el ejercicio de la actividad subvencional de las diferentes administraciones públicas, está desempeñando la figura jurídica del convenio. El convenio o contrato en régimen administrativo, señala el autor, es susceptible de permitir excepcionar de las reglas de publicidad, competencia y contratación propias del principio de legalidad y de la idea de igualdad ante el Estado, importantes partidas presupuestarias que en virtud de ese mecanismo son asignadas de una manera poco menos que discrecional y al margen de la mayoría de los controles que impone nuestro actual régimen jurídico a los actos de la administración.

No hace al caso insistir en que la figura del convenio ha venido extendiendo últimamente sus dominios en terrenos de acción administrativa que van más allá de la subvención y que afectan, sin ir más lejos, a la planificación urbanística. ¿cuántas situaciones irregulares se han producido en fechas recientes en nuestros ayuntamientos como consecuencia del uso de este instrumento jurídico? Y la pregunta que se impone parece estar clara ¿Su forma de empleo ha sido correcta?

Sin embargo no es este el tema que ahora nos ocupa. Por el momento, solo nos interesa recordar que el convenio entre administraciones o entre poderes públicos y sujetos privados es en nuestra legislación positiva un recurso perfectamente lícito, cuyo empleo en ciertas ocasiones puede ser reprobable o no en términos morales pero que en ningún caso debería en principio dar lugar a sanción jurídica, salvo que se hubieran vulnerado los principios y reglas que él mismo exige, lo que en la mayoría de los casos no se ha producido.

Esto explica o puede explicar que en un futuro no muy lejano algunos presuntos affaires de corrupción que hoy conmueven a la opinión española, puedan terminar en nada cuando sean conducidos ante la justicia, y se terminen convirtiendo finalmente en lo que el referido libro de Thompson llama "escándalo político": un episodio ocasional que, como las tormentas, cuando escampa no deja atrás ninguna sanción de responsabilidad, es decir, de nada sirve al objeto de determinar la accountability de las acciones de gobierno.

Y es que el lícito legal no siempre significa legítimo en términos de ética o moral pública, y cuando se produce un decalage, una disonancia manifiesta entre legalidad y legitimidad, cuando la legalidad no es legítima o siéndolo resulta susceptible de ser utilizada de manera ilegítima (carl Schmitt, Legalidad y legitimidad, 1932, traducción española de 1971), algo quiebra, y esa quiebra abre un espacio a lo que los cásicos llamaban corrupción, que no es exactamente lo mismo que nosotros hoy llamamos en términos jurídicos corrupción.

Pero no se trata de ir más allá, sino de señalar que por encima de los hechos narrados dos son las consecuencias que aspiramos a obtener de estas referencias a datos reales:

  1. Que cuando se enjuicia una realidad concreta hay que tener presente siempre la cultura política en la que cada realidad se halla inmersa y que, por consiguiente, resulta bastante arriesgado establecer rankings globales y patrones comunes extensibles a todo el mundo. La globalización muchas veces no es otra cosa que un sucedáneo de las viejas ideologías: una categoría mental que nosotros mismos creamos en nuestra imaginación para poder explicar una realidad que suele ser considerablemente más compleja.
  2. Que lo legal no siempre es legítimo, y que, en consecuencia, al hablar de corrupción —como de otras muchas cosas en ciencias sociales— conviene establecer una diferenciación sustancial entre realidades morales y realidades jurídicas que aunque a menudo se presentan juntas en la acción, conceptualmente responden a lógicas y razones de ser muy distintas.

III. LA FIJACIÓN DE LOS CONCEPTOS. LA CORRUPCIÓN: ¿UN PROBLEMA JURÍDICO O UN ESTADIO SOCIOLÓGICO-MORAL?

Habitualmente se alude a la corrupción como un problema de tipo jurídico, es decir, como el resultado de una serie de episodios de abuso del poder protagonizados por unos gobernantes que no tienen el menor empacho en violar la ley y a los que el estado general de laxitud social consiente dejar impunes en sus crímenes (Luis María Diez Picazo, La criminalidad de los gobernantes, Barcelona, 1996). No es esa exactamente la tesis que defenderemos aquí, que parte de establecer una tajante distinción conceptual entre lo sociológico-moral y lo jurídico, sin que ello implique renunciar a fijar la existencia de una estrecha conexión entre cierto género de corrupción y determinada clase de cultura política, la propia del Estado constitucional, que aspira a combatir la corrupción presentándola como un problema jurídico-legal de naturaleza penal tipificable en códigos y normas vigilados por jueces.

corresponde a Maquiavelo el mérito de haber llegado a estipular la primera definición clara de corrupción en clave de modernidad política, una forma de conceptualización definitiva para los autores que vendrán detrás (Montesquieu, Gibbon, constant), y que todavía hoy forma parte del background instrumental que habitualmente se viene manejando a este efecto. Una definición —en puridad, redefinición— que hace posible que un vocablo que antes respondía a un concepto privativo de la filosofía de los antiguos, haya pasado a convertirse a partir de entonces en una categoría sociológica-moral plenamente vigente en la Weltanschauung de los modernos.

En su Historia de Florencia (1520-25), Maquiavelo advierte: "Se consigue fama pública ganado batallas, conquistando fortalezas, desempeñando embajadas con celo y con prudencia o proporcionando a la República sabios y eficaces consejos (...) ese modo de proceder es beneficioso ya que se funda en el bien común y no en el provecho particular (...) Se consigue fama privadamente haciendo favores a éste o aquél otro ciudadano, defendiéndolos contra la arbitrariedad de los magistrados, socorriéndolos económicamente, concediéndoles honores no merecidos y ganándose a la plebe con festejos y dádivas públicas. Este modo de pensar origina la 'sètte' y los partidismos" (Introducción al Libro VII, traducción española del 2009). Esto último fue exactamente lo que persiguieron los Medici en su afán por adueñarse de la signoria de Florencia: otorgar desde el Estado favores privados a quienes les apoyaban públicamente y se mostraran dispuestos a comportarse políticamente como clientela particular suya. El proceder de aquellos hombres que, sin repudiar expresamente su citadinanzaflorentina, obraban y se sentían servidores de unos grandes que en pago a su sumisión les entregaban privadamente dádivas públicas, había traído la corrupción de la libertad política en Florencia, y, a la postre, había provocado la muerte de la República, de la commune, de la amada patria de Maquiavelo.

La corrupción en Maquiavelo pasará de ser la categoría moral que construyera Aristóteles, y de la que a partir de su Política permitiera a Polibio y a tantos otros explicar la degeneración de un alma que olvidando su fin universal pasaba a preocuparse únicamente de ambicionar el objetivo de lo particular, para convertirse en una realidad sociológico-real que mina la moral de una comunidad hasta romper el principio ideal y la idea ética que inspira su sistemática y su estructura morfológica. Hay corrupción cuando en una determinada sociedad la mayoría sabe que aquel que deja lo que está haciendo por lo que debiera hacer, corre a la ruina en lugar de beneficiarse; se perjudica en lugar de obtener un bien. Hay corrupción cuando conviven dos conductas enfrentadas, la que oficial y formalmente se propugna y proclama digna de encomio y aquella otra que en la realidad de las cosas practican los que operan en la vida real. Hay corrupción, en suma, cuando los gobernantes no obedecen ellos mismos las reglas que exigen e imponen a los gobernados, y cuando los gobernados no condenan moralmente esas conductas sino que buscan ansiosamente los medios para también ellos, poder llevarlas a cabo de manera impune. La corrupción es, por consiguiente, un estadio social en el que la sociedad en su conjunto (gobernantes y gobernados), desconocen las pautas de conducta moral que se proclaman como imperantes, y se vinculan, más o menos vergonzosamente, a otras reglas que forman parte de una moralidad nueva, al menos por el momento públicamente inconfesable. No hay rastro aquí de ilícitos penales individuales, de violaciones subjetivas de la ley. Por el contrario, la actuación de una colección de sujetos individuales que se comportan al margen de la ley y la contradicen y violan no significa, en ningún caso, que el conjunto de la sociedad desconozca la legalidad, ni que posea otra moralidad, ni que se encuentre deseosa de acogerse a otras pautas de comportamiento. Una cosa es la corrupción y otra la violación de la ley penal. La primera se explica en términos sociológicos-morales, la segunda en términos jurídicos y judiciales. La primera se enmarca en el cuadro de la degeneración y la decadencia, del declive de las sociedades, de la ruptura de los patrones y valores morales por prácticas sociales que se van generalizando y poco a poco fuerzan las normas establecidas; la segunda en el ámbito de la delincuencia, la criminalidad y de la justicia penal. Es cierto que la generalización de la segunda puede desembocar con el tiempo en un estado que da pie a la primera. Pero también lo es que, en la lógica de la política, una cosa es la "cleptocracia" (Z. Brezsinsky, The Grand Chessboard, 1997) y otra un régimen ilegítimo. Y es que la corrupción no es más que un estadio de ilegitimidad, una manifestación de aquello que Guglielmo Ferrero denominaba "el Gobierno de la mentira" (Ferrero, Poder, los genios invisibles de la ciudad, Nueva York, 1942, traducción española de 1989), una forma temporal de estructurar el poder que anuncia un cambio y por tanto llamada inexorablemente a perecer.

Es bien sabido que esta conceptualización de Maquiavelo, que en sí misma representa toda una sociología de la corrupción, obtendría enorme éxito en las construcciones posteriores de autores como Montesquieu, Rousseau o Gibbon. En lo que sin embargo tal vez no se haya insistido lo suficiente es en que las revoluciones constitucionales del XVIII se hacen al grito de la lucha contra la corrupción, tanto en Inglaterra como en Francia. Bernard Bailyn, en su importante libro (Los orígenes intelectuales de la Revolución Americana, 1967, traducción española del 2012), nos enseña que el discurso contra la corrupción inglesa fue el germen que abonó y dio vida a la Revolución Americana, y el fértil humus sobre el que se construyó el edificio constitucional que dura hasta nuestros días. Y es que la corrupción de un principio de legitimidad, lejos de desembocar en el vacío, genera un ámbito, un espacio gris que lentamente va abocando a una regeneración o dando pie y, por qué no decirlo, colando poco a poco otro nuevo principio alternativo. Eso fue precisamente lo que sucedió tanto en América como en Europa en la segunda mitad del XVIII, las críticas a la venalidad de la corona (que disponía de los cargos públicos y las magistraturas como si se trataran de sinecuras privadas al solo afán de recaudar fiscalmente), a la degeneración de la representación de los rotten borough ingleses (que se vendían mediante contratos jurídicos que obligaban a los Mp's a votar de cierta forma preconcebida en la cámara), a los parlamentos anuales o a la financiación de los ejércitos, a la Bolsa y a la especulación asociada a la política (el affaire Burbuja de los mares del Sur o el escándalo Law), generaron en la opinión condiciones que acompañaron y, muy posiblemente, indujeron directamente a los hombres a romper con un mundo que consideraban viejo, falsario, hipócrita, agotado, vacío y en definitiva acontemporáneo y constituido solo en beneficio de unos pocos, y a pretender sustituirlo por otro nuevo legitimado en ideas como libertad, constitución, legalidad y equilibrio de poderes.

No es este el momento de entrar en profundidades respecto a cómo se configura el modelo de legitimidad del Estado constitucional y en qué medida la opinión pública representa en esta forma de organización política, la garantía última frente a cualquier tentación de corrupción que amenace con socavar las raíces más profundas de este sistema. Nos interesa tan solo señalar que desde principios del siglo XIX empiezan a percibirse dos modelos diferentes de exigir responsabilidad y hacer frente a los ilícitos penales de los gobernantes: el continental europeo y el anglosajón. Uno basado en un complejo distingo entre responsabilidad política y jurídica que atribuye la primera al cuerpo electoral y la segunda a la magistratura, y cuya construcción se debe —como tantas otras cosas en el derecho constitucional europeo— a la inteligencia de Benjamin constant (De la Responsabilité des ministres, París, 1817). Otro construido desde las ideas de transparencia y publicidad que arraiga en el mundo de la cultura política anglosajona, para el que la virtud pública es una exigencia que solo compete reclamar a la voluntad popular que otorga la confianza, algo que tiene mucho que ver con la importante noción de trust propia del derecho anglosajón. Ambos tienen en común la creencia en que la legalidad es una forma de legitimidad (aquello que Max Weber en Economía y sociedad, 1921, traducción española de 1964, llamaba legitimidad racional-normativa), pero se diferencian en el modo de protegerla: el derecho omnipresente en el mundo continental, la sociedad omnipotente en el anglosajón.

Pero tampoco es este el momento de extenderse en consideraciones acerca de las muchas diferencias que separan uno y otro modelo. A nuestros efectos baste tan solo con traer a colación un ejemplo. Mientras los sistemas democráticos continentales llenan sus leyes y reglamentos administrativos y parlamentarios de incompatibilidades y figuras afines, los anglosajones poco más o menos que desconocen la institución y se refugian en el deber de transparencia como obligación incondicional de sus representantes. Tanto uno como otro sistema viven en estos días episodios complicados, en los que asoma constantemente la acusación de corrupción. Y es que mientras en los países continentales se insiste en la dificultad —que en ocasiones raya casi en la imposibilidad práctica— de separar en la representación política el interés lícito del ilícito en términos jurídicos (Zagrebelsky, Inmunitá Parlamentare, Turín, 1979), lo que lleva a transferir a la judicatura una responsabilidad realmente imposible de residenciar en el ámbito de la opinión política, por su parte en el mundo anglosajón, la transparencia no ha podido evitar que por primera vez en muchos años el más antiguo parlamento del mundo se haya visto manchado por conductas ilícitas que trascienden al comportamiento individual de un parlamentario.

Así las cosas, parece obvio que nos situamos en el momento actual ante una elección difícil; ¿los supuestos de violación del derecho son ejemplos individuales de ilícitos penales reprensibles por la judicatura al amparo del código Penal, o por sus características colectivas y generalizadas se encasillan dentro de lo que desde Maquiavelo se conoce como corrupción o declive de un determinado modelo o forma de legitimidad política? Que la respuesta sea una u otra importa no solo para clarificar conceptualmente la situación en que nos encontramos, sino también para extraer consecuencias de cierto signo, en la medida en que en el primer caso la invocación al derecho y a los jueces es el remedio, y en el segundo no hay más solución que la regeneración —el ridurre iprincipii— si ello puede ser practicado.

IV. CORRUPCIÓN Y CAMBIO POLÍTICO: LA CORRUPCIÓN ¿UN FACTOR DE CRISIS O LA EXPRESIÓN DEL DECLIVE Y LA DECADENCIA POLÍTICA DE UNA SOCIEDAD? LA ALTERNATIVA: INNOVAR O RIDURRE I PRINCIPII

Tal vez pueda parecer extraño que un jurista que no quiere renunciar a su condición y que ha hecho de la vocación por el derecho su dedicación académico-profesional señale e insista en las limitaciones que frecuentemente acompañan a los enfoques jurídicos de la corrupción. Y es cierto que ello pudiera resultar sorprendente, si no se repara en la circunstancia de que estamos hablando de una cuestión propia del derecho constitucional que, por mucho que se hayan empeñado relevantes autores en negarlo durante los últimos veinte años, es un derecho cualitativamente diferente al resto del ordenamiento, simplemente porque en él los factores de legitimidad confluyen y se confunden con los supuestos de normatividad.

En este sentido, parece altamente indicativo que uno de los autores más relevantes de la doctrina constitucional de los años treinta del pasado siglo, como carl Schmitt, hubiera hecho de la crisis de legitimidad del Estado burgués de derecho el hilo conductor de la parte substancial de su obra jurídico-constitucional. como con acierto señalan algunos de sus mejores conocedores, desde Fijalkosky (La trama ideológica del totalitarismo, 1959, traducción española de 1966) hasta Ellen Kennedy (La quiebra de la Constitución, 2004, traducción española del 2012), el núcleo argumental de Schmitt pasa por diseccionar las contradicciones entre los postulados ideológico-morales que conforman el modelo jurídico-constitucional forjado en el siglo XIX y su incompatibilidad radical con la sociedad —democrática o no— surgida en el siglo XX. Es cierto que los hechos posteriores, al menos hasta 1989, parecen quitar la razón a Schmitt y dársela a su principal detractor, Hans Kelsen: el Estado constitucional ha sido capaz de ser a la vez Estado de derecho, democrático y social. Pero sea como fuere, lo que en realidad nos interesa aquí de la contradicción señalada por el controvertido autor alemán, es su condición de paradigma de conflicto entre dos modelos, de ejemplo de choque entre dos supuestos, entre dos tipos ético-ideales de política que se enfrentan en la historia de los años veinte y treinta europeos. En ese momento al esquema liberal elitista se opone el arquetipo democrático de masas, la igualdad más radical, aquella que no admite diferencias y en la que la deferencia no es más que pura retórica. Y en semejante confrontación, lo liberal se muestra como algo atávico, decadente, antiguo, siempre amenazado por la pujante eclosión de una nueva racionalidad, más justa, más coherente internamente y aggiornata con los tiempos, y más progresista.

En tal contexto, no queda espacio alguno para el ilícito penal y sí, en cambio, para el declive, la corrupción, y el cambio. La democracia de masas se presenta como la alternativa que se ofrecerá a un modelo decadente y que inspirará tanto los modelos democráticos occidentales como los totalitarismos marxistas; las dos grandes alternativas que se abrirán al hombre moderno en los años veinte y treinta del pasado siglo XX. Dos opciones que sobre el papel se comportarían de muy distintas maneras con relación al cambio y al modo de proceder seguido para atajar la corrupción, ya que en tanto que en el marxismo lo nuevo habría barrido por completo a lo viejo, triunfando lo que se presenta como alternativa revolucionaria y radicalmente novedosa, en el Estado constitucional-democrático, lo nuevo no sería más que un injerto que convenientemente incorporado en lo ya existente permitiría regenerar el pasado y darle vida nueva. En este caso se habría operado una crisis que permitiría la continuidad histórica del pasado en el presente; en el otro ejemplo, la revolución (una suerte de segunda Ilustración) habría dado vida a una realidad nueva y genealógicamente sin precedentes.

Esta dicotomía resulta extraordinariamente útil para encuadrar las alternativas a la situación actual, en la que —por mucho que las apariencias se empeñen en negarlo— no vivimos en una crisis (en el sentido preciso que Koselleck confiere al término en su conocida tesis doctoral Crítica y crisis del mundo burgués, 1959, traducción española del 2010), sino en un instante de declive, de decadencia y por ende de corrupción, de unas instituciones políticas y jurídicas que no tienen enfrente ninguna alternativa que se les oponga. No estamos en crisis porque, como decía el poeta, ya no hay bárbaros que amenacen a las puertas de la ciudad para construir una nueva civilización como solución (constantino cavafis, Esperando a los bárbaros, 1903). No hay alternativas al pensamiento constitucional porque, en la cultura occidental las ideologías han evidenciado un más que clamoroso fracaso. Esa crisis de las ideologías entendidas como sistemas holísticos totalizadores y exacerbadores de las ideas ha arrastrado el Bloque del Este pero también ha terminado cuestionando nuestro modelo de legitimidad en razón a que parte de su propio fundamento descansaba en la maldad del sistema contrario.

Justamente por eso, en este momento los sistemas constitucionales se encuentran sumidos en una situación harto compleja. Erosionados los fundamentos de su legitimidad en la medida en que la realidad del funcionamiento de la democracia constitucional choca, en numerosas ocasiones, con los principios que lo inspiran, una ola de desapego hacia los mecanismos y prácticas políticas que algunos llaman "desafección", invade las más asentadas y sólidas democracias (Montero, Gunther y Torcal, Actitudes ante la democracia en España: Legitimidad, descontento y desafección, 1998). En semejante contexto, se multiplican los episodios individuales de violación de las reglas de conducta de los gobernantes, en un tiempo en que la pérdida de ideología de los partidos convierte a la vida política en una lucha por el botín del poder. corrupción, declive, decadencia, ilícito penal, delincuencia política, se confunden y aparentan ser todo lo mismo a los ojos de una opinión desconcertada. No obstante, no es lo mismo la degradación de una sociedad que no cree ni admite las reglas que oficialmente proclama (Alejandro Nieto, La organización del desgobierno, 1984, y Corrupción en la España democrática, 1997) que la acción criminal en la política (Olivier Beaud, La corruption de la République, 1992). El primero es un problema político, el segundo jurídico. El primero supone la destrucción de una ética colectiva, el segundo su violación individual. El primero es un hecho sociológico, el segundo una conducta tipificada por el código Penal.

¿Dónde nos situamos?, ¿En qué punto nos encontramos pues en estos días? La respuesta tiene importancia sobre todo a efectos de procurar soluciones. Si la democracia es susceptible de regeneración, bastará volver a los principios; si no lo es, habrá que construir un modelo nuevo. Ridurre i principi: recobrar, recuperar, regenerar, volver a los principios (back to back!, como rezaba el conocido eslogan tory británico de los noventa), significa recuperar lo que todavía está vivo de nuestro sistema de legitimidad y servirse de ello para recobrar los valores de la democracia mediante el expediente de podar lo que está muerto. Buen gobierno, transparencia, recuperación democrática, son términos y fórmulas que intentan favorecer esta opción. Esforzarse por buscar algo nuevo es lo que muy posiblemente se propongan aquellas personas que en estos últimos tiempos comienzan a llenar plazas y calles de las capitales europeas, clamando su indignación contra el poder y los poderosos. ¿Quién sabe? Tal vez sean la correcta expresión de algo nuevo que muchos no terminamos de entender bien. Pero lo cierto es que nadie puede decir, al menos por el momento, en qué consiste esa forma diferente de entender la política. Solo la voluble e indescifrable fortuna podría aclararnos si a principios del siglo XXI asistimos a los temblores que acompañan el fin de una forma de legitimidad agotada y vencida por el peso de los años, o estamos ante un momento de cambio en el que los nuevos y prodigiosos factores e inventos técnicos, aplicados a la vida y a nuestro propio espíritu, ayudarán decisivamente a recomponer la democracia.

V. ¿ES COLOMBIA UN ESTADO FALLIDO? COLOMBIA Y LA PROFECÍA DE ALEXIS DE TOCQUEVILLE. COLOMBIA: UNA GENERACIÓN ANTE SU RESPONSABILIDAD HISTÓRICA

No es este el lugar adecuado para intentar reconstruir lo sucedido en colombia desde el instante de la Independencia hasta nuestros días. Pero la necesidad de dar respuesta al interrogante que inicialmente hemos planteado, nos sitúa ante la tesitura de aventurar algunas hipótesis que tal vez encuentren mayor soporte en la interpretación y en la lectura intuitiva y casi a vuela pluma de los hechos del pasado colombiano, que en la insuficiente cobertura reflexiva de los trabajos hasta ahora publicados por la literatura científica.

El nacimiento de colombia como Estado independiente, coincide con una emergencia de una modernidad que, en los territorios que formaban parte de la corona Hispánica, fue más el resultado de una terrible crisis destructiva que un verdadero proceso de construcción positivo como el que se diera en los vecinos Estados Unidos. En efecto, la invasión francesa supuso para la monarquía múltiple en la que reinaba carlos IV, una descomunal quiebra que dio al traste con la única institución política que vertebraba las diferentes tierras que integraban el poder católico: la corona. Así pues y recurriendo a términos comparativos, si por un lado, la revolución en las colonias inglesas de América del Norte se tradujo, primero en la destrucción de los lazos que unían aquellos pueblos con la monarquía y el mundo cultural británico basado en la tradición y la historia, y después, en la construcción (poder constituyente) de un mundo nuevo, reconocido como obra humana y articulado en las ideas de la secularidad, del comercio, de la conformación social de la política, del derecho ilustrado y del progreso ilimitado como motor de la existencia, por otra parte, en las colonias europeas de América del Sur, sus habitantes se demostraron tan incapaces de afrontar la modernidad como lo sería la propia España, la antigua metrópoli.

Se explica de este modo que, mientras la revolución completó totalmente en Estados Unidos su doble curso histórico —la pars destruens para liquidar los viejos lazos coloniales con Inglaterra, y la pars construens alumbrando o mejor dicho construyendo una vida política nueva en la tierra—, las tierras de América Hispánica quedaran sumidas en un conflicto irresoluble entre el viejo mundo y el moderno (revolución y reacción) que se prolongaría durante largos años con las trágicas consecuencias que señalaría agudamente Alexis de Tocqueville en un pasaje del primer volumen de La democracia en América:

Los españoles y los portugueses fundaron en América del sur grandes colonias que después se han convertido en imperios. La guerra civil y el despotismo asuelan hoy esas vastas comarcas. El movimiento de la población se ha detenido y el pequeño número de hombres que las habitan, absorto en el cuidado de defenderse, experimenta apenas la necesidad de mejorar su suerte. (Alexis de Tocqueville, La Democracia en América, edición española de Eduardo Nolla, Madrid, 1988, 382. En el original francés de 1835 y 1840, la cita procede del Libro I, parte 2a, cap. X)

La consecuencia obvia de todo ello fue la dificultad de organizar el orden, de crear un Estado que actuara como gran pacificador (carl Schmitt, Teoría de la Constitución, 1928, traducción española de 1934) y que reclamara para sí el monopolio de la violencia (Max Weber, Economía y sociedad, 1922, traducción española de 1956). De hecho, muchas de las tierras que formaban parte del viejo imperio colonial español, no conseguirían nunca llegar a convertirse en auténticos Estados nacionales, acreedores de los caracteres que singularizan esta particular forma política. Por mucho que utilicen y sean reconocidos todavía hoy como tales Estados, no lo son, y de ahí derivan desgraciadamente muchos de sus males.

Únicamente, apenas media docena aproximadamente de viejas colonias (Argentina, chile, Perú, colombia, México) lograrían alcanzar, en el último cuarto del siglo XIX, el equilibrio interno necesario para iniciar el camino hacia la estabilidad y la estatalidad en un proceso equiparable en su significado político al que se iría implantando en España a partir del régimen canovista (1876). Y al igual que cánovas y sus sucesores significaron para la sociedad española la incorporación progresiva de los atributos de una modernidad pactada con el pasado, en el derecho, las instituciones políticas, el orden social, la cultura y la estructura productiva, colombia también halló su propia vía al Estado a partir del siglo XIX. Una vía singular que estuvo marcada, entre otros factores, por el aislamiento del exterior —colombia ha sido muy posiblemente la nación hispanohablante que en aquellos momentos de masiva emigración europea menos receptiva se mostró a la incorporación de extranjeros—, por la tensión territorial interna que se deriva de su condición de República de ciudades, y por las circunstancias que rodean a una sociedad en la que la tierra y la riqueza que ella genera está concentrada en muy pocas manos.

El resultado de todo ello será, ya en la colombia del siglo XX, un Estado con las características de la modernidad, pero débil tanto en su capacidad de ejercer su autoridad, como en su implantación territorial, en muchas ocasiones entregado al voluntario arbitrio de poderes territoriales sustentados en modelos de legitimidad muy diferentes, e incluso difícilmente compatibles, con el racional-normativo propio de la modernidad política. Y las consecuencias de ese cuasi-Estado o Estado incompleto que presidirá la vida política colombiana de finales del XIX y parte del XX, se harán sentir en todos los órdenes de la vida tanto social, como económico y político. Una de ellas, tal vez la más chocante desde un prisma europeo marcado por la concepción weberiana de la estatalidad, es la ausencia de un control total por parte del poder del orden público, y el frecuente estallido de revueltas y episodios violentos debidos, en muchos casos, a la injusta distribución de la riqueza en una sociedad eminentemente rural.

Así las cosas, lo que tiene lugar en el siglo XX es un proceso lento pero exitoso e imparable de progresivo asentamiento e implantación del Estado, que culmina en el plano de los propósitos y de los objetivos programáticos, en la redacción de la constitución de 1991, con su enorme carga social y su gran proyecto de extender los servicios públicos a toda la población de la República.

En consonancia con lo anterior, lo que aquí sostenemos como hipótesis central es que conceptos que habitualmente se manejan por la doctrina como failed State (véanse los textos reunidos por Patricia Moncada Roa en Los Estados fallidos, 2007) o corrupción no serían aplicables en ningún caso al supuesto de colombia. El primero porque hace referencia a un Estado que siéndolo o pretendiendo serlo, ha dejado de ser, ha quebrado, ha fracasado en su estatalidad y en su proyecto de imponer la modernidad. El segundo porque tan solo resulta aplicable a un Estado en trance de degeneración, de declive, de pérdida de los referentes que identifican los valores de la propia cultura nacional, tanto en lo que hace a los gobernantes como a los gobernados.

En resumen, colombia no puede ser considerada como un Estado fallido, porque precisamente lo que ha venido haciendo en los últimos tiempos es extender y reforzar la autoridad de sus mandatos tanto en intensidad como en términos territoriales. Y el posible decalage que todavía hoy pudiera existir entre poder del Estado y realidad social no es producto de un retroceso, de un fracaso o de una vuelta atrás, sino la consecuencia de un vacío histórico procedente del pasado que viene siendo superado poco a poco, pero que todavía no se ha llenado.

Y colombia tampoco puede ser considerado un "Estado corrupto", porque no se está produciendo en el juego institucional una degradación paulatina de su sistema credencial de legitimidad que haga que —como señalaba Maquiavelo— aquel que deja lo que está haciendo (realidad) por lo que debiera hacer (deber ser), corre a la ruina en lugar de beneficiarse. Es cierto que en la República se producen numerosas patologías que determinan que funcionarios, congresistas, jueces y otros servidores públicos sean encausados y condenados. Pero ello es objeto de tratamiento del derecho penal, en la medida que consiste solo en un conjunto de conductas individualizadas y no ha derivado en un estado generalizado de mentira social como el que conoció la URSS en los últimos años del socialismo real. La corrupción no está suponiendo pues, para colombia y su sociedad, un rechazo colectivo a la legitimidad democrática, sino antes bien, está generando una creciente exigencia del respeto a sus principios y de demanda de su efectiva actuación en forma de más derechos sociales, más servicios públicos, más participación democrática, más juego limpio y fair play constitucional.

Concluyendo, en suma, el verdadero problema de la sociedad colombiana del siglo XXI parece estar centrado no en la hipotética quiebra o en la corrupción del Estado, sino en el reto de hacer realidad aquello que un gran clásico del derecho, Piero calamandrei, llamaba "actuar la Constitución" (Piero calamandrei, La Costituzione inattuata, 1957, traducción española del 2012).

Colombia vive hoy, posiblemente, el mejor momento de sus doscientos años de existencia como comunidad política independiente. Para seguir avanzando en ello, actuando el Estado a través del programa normativo de la constitución de 1991, resulta imprescindible construir una cultura nacional adecuada a su particular fisiología social y que siendo consciente de las fallas existentes, esté también segura y orgullosa de la capacidad de los colombianos de hacer por sí mismos, en el entendimiento de que —como advirtiera Maquiavelo en la última carta a su querido hijo Aquiles— solo ayudándose a sí mismos podrán los colombianos reclamar el auxilio de otros ("Aquiles, Figliolo mío!, estudia, trabaja, aprende, que si tú te ayudas alguien te ayudará").

De la construcción de una cultura política democrática basada en el aprecio a lo propio depende pues, en buena medida, que el Estado siga avanzado en colombia en este siglo XXI, y que de ese modo pueda hacerse realidad la segunda parte del juicio que Tocqueville formulara para América en la misma cita anteriormente referida:

No siempre será así. Europa, entregada a sí misma, consiguió por sus propias fuerzas horadar las tinieblas de la Edad Media. América del Sur es cristiana como nosotros, tiene nuestras leyes, nuestros usos, encierra todos los gérmenes de civilización que se han desarrollado en el interior de las naciones europeas y en sus retoños. América del sur tiene además nuestro ejemplo ¿Por qué habría de quedar bárbara para siempre? Se trata aquí, evidentemente, de una cuestión de tiempo. Vendrá, sin duda una época, más o menos lejana, en la que los americanos del sur formaran naciones florecientes e ilustradas. (Alexis de Tocqueville, La democracia en América, op. cit.)

Los colombianos de esta generación viven sin duda un gran momento de afirmación y de asentamiento de su estatalidad; "la cuestión del siglo" para ellos consiste, sin duda, en si serán o no capaces de comprenderlo y de obrar en consecuencia dejando, para siempre atrás la tentación de hacer de sus insuficiencias un pretexto para la querella y la polémica interna, y no una vía abierta hacia la auto-superación.


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