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Vniversitas

Print version ISSN 0041-9060

Vniversitas  no.130 Bogotá Jan./June 2015

https://doi.org/10.11144/Javeriana.vj130.tpee 

LA TRANSICIÓN POLÍTICA ESPAÑOLA COMO EXPRESIÓN DE LA ACCIÓN DE UN PODER CONSTITUYENTE EVOLUTIVO*

SPANISH POLITICAL TRANSITION AS AN EXPRESSION OF THE ACTION OF AN EVOLVING CONSTITUENT POWER

Eloy García-López**

*El presente trabajo es el primer esbozo del capítulo de un libro más amplio destinado a estudiar el significado actual de la categoría de poder constituyente y las circunstancias que dificultan su vigencia en la sociedad contemporánea. Una parte de este trabajo, su núcleo reflexivo, ya ha sido publicada, también con carácter de estudio provisional sujeto a revisión, en el libro La constitución 20 años después: visiones desde la teoría y la práctica constitucional, compilado por Hernando Yepes-Arcila & Vanessa suelt-Oock, eds. acad. (Pontificia Universidad Javeriana, en coedición con Konrad Adenauer Stiftung y el Grupo Editorial Ibáñez, Bogotá, 2011), que recoge las aportaciones al vigésimo aniversario de la Constitución colombiana (Eloy García-López, El poder constituyente evolutivo en la crisis de la modernidad política, 357-417). El objetivo de este texto es provocar un debate sobre la posible aplicación a la transición política española de un concepto de poder constituyente evolutivo que rompe con el esquema que tradicionalmente se ha venido atribuyendo a este concepto desde una perspectiva realista que, salvando la idea democrática, sea compatible con la actual circunstancia histórica marcada por la reconocida insuficiencia de la fuerza y la voluntad humana para crear desde la nada la comunidad política (el contrato social hobbesiano) y que permita al autor recoger estímulos y profundizar reflexiones sobre las tesis que aquí se sostienen. Dada su condición de investigación extremadamente polémica y actual, se ha renunciado de manera expresa a cualquier financiación pública o privada que pudiera disturbar la independencia de las tesis que en todas las diferentes partes del proyecto se sostienen.
**Doctor en derecho por la Universidad de Alcalá de Henares, España, 1985, con una tesis que obtuvo la máxima calificación, Apto cum Laude y el Premio extraordinario de Doctorado sobre el problema de la movilidad desde una perspectiva jurídica. Actualmente, es full professor de Derecho Constitucional y presta servicios en la Facultad de Derecho, Universidad Complutense de Madrid y en la Universidad Sergio Arboleda de Bogotá, como director académico del Doctorado en Derecho. Contacto: eloy.garcia@der.ucm.es

Fecha de recepción: 7 de julio de 2014 Fecha de aceptación: 11 de marzo de 2015 Disponible en línea: 30 de junio de 2015


Para citar este artículo/To cite this article

García-López, Eloy, La transición política española como expresión de la acción de un poder constituyente evolutivo, 130 Vniversitas, 135-178 (2015). http://dx.doi.org/10.11144/Javeriana.vj130.tpee


RESUMEN

Se trata de analizar la transición política española teniendo como referente lo sucedido en Portugal en 1974, donde se produjo una revolución seguida de un proceso constituyente clásico. En España, en 1975, una serie de factores internos y externos determinó que se impusiera un modelo de continuidad social y de cambio en lo político, de ruptura con el pasado, que supone también la introducción de una determinada idea de modernidad que está en la base de la realidad social y, en alguna medida, de la actual situación política española.

Palabras clave: revolución; poder constituyente; dictadura; sociedad; Estado; política; cambio; evolución; continuidad


ABSTRACT

Our purpose is to analyze the Spanish political transition, taking the events of Portugal in 1974 as a point of reference. A revolution took place there, followed by a classic constituent process. In Spain, in 1975, a series of internal and external factors determined the imposition of a social continuity and political change model, a model that broke its ties with the past. This also meant the introduction of a certain idea of modernity that lays at the foundation of social reality, and in some measure, of the current political situation in Spain.

Keywords: revolution; constituting power; dictatorship; society; State; politics; change; evolution; continuity


SUMARIO

Introducción.- I. La persistencia histórica de la contrarrevolución española de 1939 y los factores que en 1975 forzaban al cambio.- A. El franquismo como refundación revolucionaria de la modernidad en España.- B. La revolución portuguesa de 25 de abril de 1974: el antiejemplo que se proyectó en la transición política española.- C. Poder constituyente y Staatbildung: la crisis del petróleo de 1973 y su repercusión en la situación española de 1975.- II. El poder constituyente evolutivo como resultado: evolución y revolución en la España de 1975-1978. Los actores de la transición política española.- A. Las debilidades del régimen y las fortalezas de la oposición.- B. El mito de Europa y el franquismo como anacronía política.- C. El poder constituyente evolutivo: la transición como resultado. Acerca de un proceso sin modelo, o de cuando los hechos se imponen a las previsiones del derecho sin destruir el marco precedente.-Conclusiones.- Bibliografía.


INTRODUCCIÓN

I. LA PERSISTENCIA HISTÓRICA DE LA CONTRARREVOLUCIÓN ESPAÑOLA DE 1939 Y LOS FACTORES QUE EN 1975 FORZABAN AL CAMBIO

A. El franquismo como refundación revolucionaria de la modernidad en España

El 20 de noviembre de 1975, los españoles estaban sumidos en una muy difícil coyuntura. Francisco Franco, el hombre que encarnaba la organización política surgida de la Guerra Civil [17 de julio de 1936-1 de abril de 1939], acababa de fallecer en la cama tras una dilatada y horrenda agonía. Aquella extinción física abrió una enorme incógnita sobre la capacidad de supervivencia del régimen e, incluso, respecto de las posibilidades de futuro de la propia España como comunidad política. El dictador, más allá del político que había gobernado en solitario el país con puño de hierro durante 36 largos años, era en realidad el constructor —o, mejor, el reconstructor— del Estado de la modernidad en España, entendiendo por tal la concreta forma de idear y organizar la política que había emergido con la Revolución Francesa. Afirmar esto implica sentar como premisa la tesis de que España habría conocido dos sucesivos momentos de ruptura histórica en que irrumpió la modernidad política: el desencadenado por la invasión napoleónica en 1808, y el que estalló el 18 de julio de 1936 como respuesta contrarrevolucionaria a la revolución social que sucedió a la revolución política de abril de 1931.

De aceptarse la anterior hipótesis, junto con la fragilidad de la institucionalización estatal y lo precario de la paz y la estabilidad social que ello significaba, se debería concluir además, que en 1975 España ofrecía una singularidad credencial y ambiental-espiritual de excepcional calado con relación a otras naciones europeas. Cuando estaba a punto de iniciarse el tempus de la posmodernidad, España era la nación del continente europeo que poseía la conciencia histórica más fresca y más trágicamente viva, del terrible desgarro interno que trajo consigo el triunfo de la cultura política moderna — en los estrictos términos en que manejan semejante categorización Keith Baker, François Furet y Mona Ozouf en su magnífico The French Revolution and the Creation of Modern Political Culture1. Nos encontramos ante un hecho capital que repercute de manera tangible en la marcha de los acontecimientos que van a producirse después, en la medida en que las heridas que tan profunda quiebra deja grabadas en una sociedad —tanto materiales como morales—, afectan no solo su situación de presente, sino que también condicionan la definición de las expectativas de futuro que fraguan en el imaginario colectivo, y su efectivo desarrollo.

En este sentido, conviene recordar que tras 1808, cuando la ruina de la Corona hizo evidente la inviabilidad de los proyectos que aspiraban a restablecer en España —y por supuesto en América2— un Estado fundado en la figura del monarca como centro de gravedad político, en España se abrió un largo período de crisis organizativa, salpicado por continuas turbulencias políticas, económicas y sociales, que se prolonga hasta el instante en que la modernidad logra finalmente imponerse en forma de un régimen estable a partir de diciembre de 18743. El sistema canovista vino a ser así, una suerte de versión hispánica de aquello que Arnold Mayer, en un libro de enorme resonancia, llamó La persistencia del antiguo régimen4. Esta afirmación no significa compartir el mensaje de fondo que ese título sugiere, ya que en la España del último cuarto del siglo XIX —tampoco en otras naciones cercanas de Europa— no se produjo en ningún caso el retorno a un pasado semifeudal.

A pesar de la condición pactada —y ciertamente no democrática— de sus insuficiencias, y sus abominables lacras y manifiestas miserias, la Restauración obtuvo un éxito colosal en la tarea de institucionalizar la política y de poner en marcha un orden social relativamente estructurado, capaz de deparar a la atribulada España, una de las contadas etapas de paz, intensidad cultural, crecimiento económico, y —a nuestros efectos, tal vez, lo más importante— de cambio en la continuidad que llegó a conocer en doscientos años. Estos datos justificarían por sí solos la conveniencia de proceder a una reconsideración del juicio adverso que sobre ese régimen mantiene parte de la historiografía española. Ello no obstante, el sistema que había instaurado la modernidad política en España acabó sucumbiendo víctima de la doble presión a que lo sometieron, de una parte, las tensiones derivadas de la brutal explotación del proletariado aliadas a las crecientes demandas de reformas democráticas —con las que, sin ser lo mismo, habitualmente se confundieron5—, y, de otro, el incesante descrédito que sobre las élites y poderes del recién construido Estado, fluía a chorros desde la malhadada aventura neocolonial en África: la despiadada y absurda guerra de Marruecos6.

No hace al caso detenerse ahora en considerar si la dictadura de Miguel Primo de Rivera [13 de septiembre de 1923-28 de enero de 1930] fue o no un intento del régimen de resolver de forma heterodoxa —pero intramuros—, es decir, desde una lógica parcialmente continuista con el sistema, los urgentes desafíos que la desfalleciente Restauración se había demostrado incapaz de afrontar ya en 1917. Su estruendoso fracaso condenó irremisiblemente al rey Alfonso XIII [rey de España de su nacimiento a la proclamación de la Segunda República el 14 de abril de 1931; asumió el poder a los 16 años, el 17 de mayo de 1902] y abocó al país a la revolución política de 14 de abril de 19317, y con ella, a la revolución social intermitente que durante los años republicanos sacudió la sociedad española. Como explica Guglielmo Ferrero en su libro Poder8, la incapacidad de la República para generalizar y extender la aceptación de su cuasi legitimidad revolucionaria, culminó en una cruel guerra civil —"la más incivil de todas las guerras" en palabras de Miguel de Unamuno— de casi tres años de duración, que posibilitó y, a la postre, explicó que el vencedor de la contienda fratricida pudiese obrar a voluntad en la reconstrucción de lo que la tragedia había arrasado antes a sangre y fuego. Aquí reside, en buena medida, el quid de lo que vino más tarde.

Nada tiene de extraño pues, tal como afirma Nicolás Ramiro-Rico en su celebrado "delantal", que "para los profesores de formación antebélica, pero reincorporados a la actividad universitaria, la guerra civil española [fu]era menos un acontecimiento político que un cataclismo geológico, según el tenor literal del sentido etimológico original del kataklysmos griego (inundación, diluvio)"9. La referencia es aguda e invita a extraer dos reflexiones paralelas. Primera, que los desastres de la guerra y la ulterior demolición de lo que anteriormente había emprendido de manera minuciosa y sistemática Francisco Franco, habían permitido reconstruir la sociedad española sobre unos cimientos autoritarios que si bien fueron asumidos de manera silenciosa en la dura posguerra, en 1975 subsistían gracias a una camisa de fuerza y no a la pacífica estabilidad que brota de manera espontánea de la legitimidad; la paz social del régimen carecía del requisito ineludible que podía hacerla definitiva: operar en circunstancias de normalidad, lo que, en los tiempos que corrían, equivalía a decir en condiciones democráticas. Segundo, la vida y la política española posterior a 1939 iban a ser reconstruidas o —si se prefiere— replantadas, desde raíces nuevas, esto es, sobre fundamentos que no tenían sustancialmente puntos de continuidad genealógica con los supuestos vigentes antes de la guerra civil, ni en la sociedad ni en la política, ni en el Estado ni en las creencias, ni en la izquierda ni en la derecha. Esto resultó determinante, entre otras cosas, para entender qué movería a los protagonistas del proceso de transición política a actuar desde la realidad de los hechos y no desde una memoria de la que no eran herederos y, en consecuencia, a la que no se sentían realmente vinculados.

Quienes hayan ojeado las narraciones que evocan la vida de posguerra —lo que desde una perspectiva universitaria y académica consiguen de manera conmovedora las memorias de Carlos Castilla del Pino10—, pueden advertir las dimensiones de la brecha que separaba a la España de 1936 de la España de 1975. Se trata de algo que entendió muy bien Max Aub11, uno de los más clarividentes exiliados que se vieron forzados a dejar España en 1939. Sus corrosivos dietarios de recuerdos, convertidos más tarde en la elocuente Gallina ciega, son el amargo testimonio de quien constata un dato para muchos desolador: en 1969, la España de Franco no conocía solución de continuidad histórica con la España anterior al conflicto. Aquella España no existía ya en tierra española. La mayoría de sus partidarios había muerto o abandonado el país, vencidos tras la derrota militar de la República. Y los que conservaron la vida habían capitulado psíquica y moralmente, víctimas de la implacable depuración (palabra de moda en la época) que dirigía el general Miguel Primo de Rivera, un militar africanista fogueado en la batalla, dispuesto a llevar hasta las últimas consecuencias el principio señalado por Carl von Clausewitz como finalidad y propósito último de la guerra: derrotar al enemigo y eliminar para siempre su capacidad de resistencia, aniquilando hasta el menor atisbo de deseo de retomar las armas12. Y, poco más o menos, lo mismo sucedía en los demás ámbitos, porque en la España que desfilaba ante los ojos de Aub, todo había sido creado de nuevo.

En esto estribaba —y es el razonamiento que inspira este trabajo— un supuesto característico fundamental que impulsó el proceso de reconstrucción social y política iniciado en España tras la contienda. Como el Leviathan, de Hobbes13, el Estado español había partido de cero en 1939, había nacido de una sociedad reducida a cenizas por la espada hasta un estadio o punto primario u original que carecía de precedentes y en el que los hombres anhelaban la paz como único derecho. Franco era el protagonista de un recasting —en el sentido de Charles S. Maier— artificial de la sociedad y de los españoles con enormes consecuencias. Primero, arrasando a conciencia todo lo que venía de atrás y muy especialmente el legado republicano y laico14 que, siguiendo la tradición de la III República Francesa, introdujeron durante la Restauración los intelectuales, y que en el siglo XX terminó siendo el fundamento de la democracia política en las sociedades europeas. Después, inyectó valores y objetivos no necesariamente consonantes con las ideas conservadoras de la preguerra: despolitización radical, dominio de la iglesia en ciertos ámbitos privados pero no clericalismo, armonía de clases y defensa de la mass media, búsqueda individual de la prosperidad, insolidaridad en la riqueza, exaltación del ideario nacional, meritocracia, jerarquía, bienestar, consumo... que vinieron acompañados de una refundación del aparato de un Estado trazada a cartabón y escuadra por la áspera mano de un militar bragado, que supo mezclar astutamente en provecho propio, dosis de autoritarismo con juridicidad, derecho civil y administrativo con la ilimitada exaltación de su autoridad15. Pero es sabido que la sociedad hobbesiana reposa en el miedo, camina en la senda de la legalidad por miedo, está impulsada por el terror reverencial que le produce el miedo a la guerra; y por eso, el punto débil de aquel sistema era un miedo del que consciente o inconscientemente respiraban contagiados todos los españoles. El mismo miedo que surge cuando el genio invisible de la legitimidad huye de la ciudad.

En suma, la situación de la España de 1975 se asemejaba enormemente a la que describió Benjamin Constant con ocasión de la polémica que en 1795 mantuvo con Adrien de Lezay-Marnésia a propósito de cómo Terminer la révolution (poner fin a la Revolución en Francia). Al igual que el sistema termidoriano, el régimen nacido de la guerra civil respondía al calificativo de revolución en la medida en que en España, a partir de la contienda se había construido una realidad social radicalmente nueva que chocaba y se oponía de manera abrupta a la situación históricamente precedente16. La obra de aquellos —habría que llamarlos antirrevolucionarios o contrarrevolucionarios— que en 1939 habían derrotado por las armas a los revolucionarios de 1931-1936, era ahora un fait accompli: un hecho de la realidad social, un dato incuestionable que únicamente podía ser removido mediante otro movimiento de igual tipo pero de signo opuesto; una nueva revolución solo que esta vez, inversa. Pero una contrarrevolución que pretendiera operar en la España de 1975 como revolución contra el orden social franquista, resultaba sencillamente impensable: la solidez de la estabilidad sociológica a la que los españoles habían llegado parecía inamovible, y exclusivamente un proceso de destrucción revolucionaria impulsado desde otro universo de principios, hubiera podido destruirla; nadie en España —ni los partidarios ni la inmensa mayoría de los escasos detractores activos de Franco— estaba dispuesto a renunciar al estatus social que en aquel momento había alcanzado. Se acababa de producir una inversión decisiva en la prueba de la gobernabilidad, el régimen era estable pues demostraba ser una realidad de hecho, pero amenazaba con dejar de serlo a la más leve señal de pánico, porque el miedo de sus defensores y enemigos podía arrojar sobre él una tacha infamante que resultaba fácil de inflamar: la temible presunción de ilegitimidad. Si alguien flaqueaba al miedo, si cualquiera de los implicados se dejaba vencer por el temor, el miedo se propagaría, y la presunción social de la que habla Edmund Burke como fuente en la arquitectura civil, se vendría abajo como un cubo de azúcar. Solo a eso temían los partidarios del régimen. En ello cifraban las mejores esperanzas sus más acendrados adversarios.

Como demuestra el fracasado intento de Javier Tusell-Gómez por relatar la historia de la lucha no comunista contra la dictadura17, en el régimen franquista, o mejor dicho en su contra, en el interior de España, solo había fragmentos de oposición, jirones de un pasado que se resistía a ser enterrado integrado por dispersos núcleos de viejos cedistas [integrantes de la Confederación Española de Derechas Autónomas, CEDA], aristócratas monárquicos o neodemócratas, un mundo de espectros que pertenecía a otra España. Algo muy similar sucedía en el exilio, donde las viejas organizaciones republicanas y socialistas sobrevivían esperando el dies ad quem. Pero se trataba de un puñado de conspiradores a los que el paso de los años había convertido, políticamente hablando, en excéntricos, y que de facto obtuvieron en las urnas resultados irrelevantes cuando falleció el dictador18. Había, sin embargo, un grupo creciente —aunque no demasiado numeroso— de jóvenes nacidos en la posguerra, procedentes de las clases medias y en muchos casos hijos de los vencedores que, agrupados en torno a alguna prestigiosa figura disidente procedente del régimen o de círculos culturales universitarios, mantenía un cierto grado de oposición cuya intensidad oscilaba en función de sus disponibilidades y de los cambiantes intereses represores de la dictadura. Pero también ellos, por duro que resulte reconocerlo, eran hijos del régimen, al menos en el sentido sociológico de la expresión; en la medida en que se habían formado en España, estaban impregnados de la cultura que rechazaban y participaban de muchos de los valores sociológicos —no intelectuales ni políticos— del franquismo. Los comunistas portaban la única oposición ideológica que levantaba la bandera de un mundo alternativo. Los comunistas eran una fuerza sólida —aunque escasamente efectiva y sin posibilidad real de invertir las cosas— que, paradójicamente, servía al régimen de elemento de disuasión de una población que, como recordaban constantemente piezas literarias del estilo Murió hace quince años, seguía viendo en ellos la viva imagen del terror revolucionario19.

Del otro lado, los franquistas estaban cómodamente atrincherados en las instituciones del Estado, de las que las fuerzas armadas que habían obtenido la victoria, eran parte siempre activa. Por lo demás, en un régimen que partía de la premisa de la despolitización de la vida pública, entre las diferentes familias o clientelas del sistema, no había un sentimiento de premura de la necesidad de organizarse ideológicamente para defender lo que de manera sobrada protegía la estructura política del Estado. Al margen de un corto número de exaltados y de las habituales conspiraciones de salón, para todos, Franco y la realidad por él creada eran el más sólido valladar y la mejor garante del régimen. Solo que todo dependía demasiado de la persona del dictador; era el tributo obligado a la desconfianza innata de un hombre que nunca creyó en nadie, salvo en sí mismo. El talón de Aquiles de aquel régimen consistía, por consiguiente, en que difícilmente habría podido perpetuarse más allá de la vida física de su instaurador y, a su muerte, las opciones posibles eran hipotéticamente dos: la ruptura revolucionaria exigida por los que defendían la República, o la continuidad con ligeros cambios institucionales seudodemocráticos deseada por los defensores del franquismo.

Luis García-San Miguel intuyó la solución a aquel complicado enredo en fecha temprana, en un libro —redactado primero en forma de artículo20— que resultó profético: solo un acuerdo, un gran pacto nacional que elevara a la condición de realidad política lo que ya era un contrato social imperante y admitido por todos, podía hallar la salida. La sociedad persistiría, las instituciones deberían cambiar para adaptarse y abrirse a todos, para dar cabida a aquellos españoles que siendo contemporáneos sociológicos y vitales del franquismo no eran sus compatriotas políticos. Había que elevar lo sociológico a la categoría de lo político y, para ello, era preciso remover innumerable cantidad de obstáculos credenciales, generacionales, institucionales, internacionales. Pero quien lo intentase podría contar con un aliado fundamental en la ciudad: la sociedad española había cambiado tanto, había evolucionado de manera tal en los años del franquismo, que incluso empezaba a superar el umbral de la modernidad para adentrarse en lo que, por aquellos años, los intelectuales marxistas franceses desencantados empezaban a denominar posmodernidad. En una sociedad posmoderna, la política sigue al hecho social, no lo precede ni lo condiciona. Ahí estaba la gran baza.

Nunca estuvo demasiado claro lo que Franco pretendió legar a la posteridad. Es posible que creyera de manera sincera que a su muerte los mecanismos que habían diseñado los tecnócratas del Opus Dei conseguirían funcionar en un gobierno semiautoritario en el que nadie tendría demasiado poder. No fue eso lo que sucedió. El cambio vino desde el interior del régimen en imprevisible alianza con aquellos que estando políticamente fuera estaban sociológicamente dentro de sus muros, ya que lo que en verdad sobrevivió al dictador fue la sociedad que él había creado. Ese era el factor clave de su herencia, la auténtica fuerza oculta de su régimen: aquella realidad social en la que vivía España que, como en la Francia postermidoriana, de antemano condenaba al fracaso cualquier intento de acabar con el régimen que discurriera por vía revolucionaria. Poner fin a la sociedad construida y modelada por Franco con brazo cuartelero, iba a requerir ni más ni menos que una revolución, como la que había conocido Portugal año y medio antes. Y la inmensa mayoría de la sociedad española no solo no quería la revolución, antes bien, la temía cual peste21.

B. La Revolución portuguesa de 25 de abril de 1974: el antiejemplo que se proyectó en la transición política española

El 25 de abril de 1974 estalló en Portugal la última revolución, la revolución de los Claveles, en el específico y restringido sentido que el concepto adquiere para el vocabulario político de la modernidad: un doble e interrelacionado proceso de destrucción inicial y subsiguiente reconstrucción (en la jerga de Francis Bacon, pars destruens y pars construens22) de la sociedad y la política. Con ella se ponía fin al ciclo de la modernidad y se iniciaba la era de la posmodernidad, lo que a los efectos que aquí se persiguen resulta extraordinariamente trascendente porque, entre otras razones de peso, la revolución y sus proyectos de construir una ciudad nueva por medio de la acción del poder constituyente son supuestos indisociables de la idea de modernidad23, mientras que las transiciones responden a la lógica del mundo posmoderno que no reconoce al hombre ni a la Constitución capacidad alguna para levantar ex novo la política, sino que solo se admite la posibilidad de conectar y organizar la sociedad en una red dentro de la cual ocupan su propio espacio una suma de sistemas autocéntricos y autosostenidos que se perciben como autocreados. Así, tras el 25 de abril, llegó el tiempo de las transiciones políticas de las que la española iba a ser la primera y la que sirvió de modelo en América Latina (en especial en el caso de Colombia24) y en el Este de Europa, a título de experiencia real y empíricamente contrastable de cómo rearticular una ciudad sin necesidad de anular, ni arruinar hasta los cimientos, la comunidad política precedente.

Pero dejando a un lado la cuestión del significado que encierran las categorías y conceptos político constitucionales de la modernidad, por el momento interesa recalcar únicamente que la revolución portuguesa, además de ser un elemento diferenciador con España (nación a la que en el fondo la unía casi todo lo natural u originario y la separaba todo lo adquirido o artificial) se tradujo en un tremendo revulsivo que condicionó de manera implacable la marcha de los acontecimientos de España, cuando a nadie se le ocultaba ya que los días de vida del dictador Franco estaban contados. Y ello de un modo tal, que cabe afirmar que sin revolución en Portugal es probable que nunca hubiera existido transición política en España, al menos en la forma en que terminó presentándose. Dicho de otra forma, y tomando como parámetro de referencia al Nicolás Maquiavelo de Historia de Florencia, Portugal fue a España en 1974, el antiejemplo —el ejemplo a contrario sensu o inverso— de lo que no había que hacer una vez hubiera muerto Franco, porque mientras viviera estaba claro que nada se movería en España. Y esta convicción condicionó muchas conductas, no solo en Madrid y en Lisboa, sino en las principales capitales de un mundo que estaba sumido en un conflicto bélico no declarado, llamado la Guerra Fría. Ahora bien, ya que se trata de una lectura que no coincide con las interpretaciones que sobre la salida del franquismo defendió en su día una larga serie de autores que va desde Nicos Poulantzas a Samuel Huntington25, parece obligado desarrollar brevemente esta hipótesis.

Al respecto, conviene insistir en que la revolución portuguesa sorprendió a propios y extraños, y cogió completamente desprevenidos a los gobernantes de las dos grandes naciones que por aquellas fechas se repartían el mundo. En realidad, por inusitada y acrónica, la revolución del 25 de abril era un hecho insólito que llegaba al final del tiempo de la modernidad política, cuando la quietud de la Guerra Fría parecía haber hecho impensable ya ese tipo de acontecimientos. Su explicación de fondo tiene mucho qué ver con uno de los fenómenos más dramáticos que el siglo XX deja sin resolver a la posteridad y cuya responsabilidad corresponde —si no completamente, sí al menos en buena medida— a la enorme miopía estratégica que de siempre ha caracterizado la política exterior de Estados Unidos: la descolonización. Si antes hemos dicho que sin revolución de los Claveles muy probablemente no hubiera habido transición en España, ahora podemos repetir que de no mediar el caótico proceso de descolonización occidental, en Portugal nunca se hubiera producido una revolución.

Afirmado en su identidad nacional desde mediados del XVII, como una realidad política independiente situada en el costado oeste de la península Ibérica, el reino de Portugal se convirtió desde 1640 en una comunidad estatal consolidada capaz de esquivar la ruptura de la monarquía compuesta que para la península significó la modernidad26 construyendo un segundo imperio colonial en África a lo largo del siglo XIX, gracias a la protección inglesa. Inglaterra, alma tutelar histórica de Portugal, apoyó la expansión colonial de Portugal en el continente negro que concluyó en el Tratado de Berlín de 18 8 527. El resultado fue que el débil Estado portugués pudo contar en el siglo XX con algunas ricas colonias en África desde las que procuró reproducir, en fechas un tanto tardías, el modelo de relaciones característico de este tipo de imperios: una metrópoli que encuentra en lejanas tierras pobladas de indígenas los mercados desde los cuales satisfacer su autosuficiencia económica. El atraso de Portugal en comparación con otras potencias coloniales europeas, explica también el retardo en el proceso político-bélico de independencia, y la incapacidad de la sociedad lusa para afrontar las terribles cargas que implicaba una guerra semejante, no se diferenció en mucho de la que demostraron Francia, Holanda, Bélgica, o en diferente medida Gran Bretaña, una década o dos antes.

El resultado es bien conocido: el desmoronamiento de la unanimidad social en torno al régimen salazarista que, tras la muerte por consunción de la monarquía, había conseguido imponerse políticamente en el país como efecto directo del ruralismo y conservadurismo que, todavía a principios del siglo XX, caracterizaba a una sociedad portuguesa incapaz de asumir la modernidad por vía evolutiva. La desaparición de António de Oliveira Salazar no varió en nada las cosas; su sucesor, Marcelo das Neves Alves Caetano [27 de septiembre de 1968-25 de abril de 1974], un personaje irresoluto, era por temperamento el perfecto rehén de la situación. El país estaba bloqueado y fue entonces cuando, ante la sorpresa de todos, el olvidado Portugal salió a las calles eufórico en apoyo de unos militares que convencidos de la ilegitimidad de su causa volvían los tanques contra una dictadura que los tenía por custodios últimos de su poder28. La primavera revolucionaria que desde Lisboa amenazaba con barrer las dictaduras que tras la Segunda Guerra Mundial habían quedado del lado Occidental del Muro de Berlín, era la prueba más evidente de la enorme lucidez que destila aquella aseveración de John Pocock que dice ver en la política el ámbito donde antes y de manera más insospechada y rápida consigue imponerse el hecho nuevo29. El dominio de la vida en que más temprano triunfa el cambio. La innovación en política —nos dice El momento maquiavélico— sorprende siempre a la mayoría de los hombres que se muestra incapaz de imaginar hasta dónde pueden llegar las transformaciones subterráneas y profundas de la realidad; por eso, la novedad política representa para el gobernante el riesgo y la oportunidad; si acierta a anticipar su rumbo, triunfará; pero si es incapaz de predecir sus pasos, se verá arrastrado por la riada de piedras y escombros que inopinadamente desencadena la Historia.

En este caso, la novedad consistía en que, de repente, una nación miembro de la Organización del Tratado del Atlántico Norte, OTAN, del Pacto militar anticomunista, contaba en su gobierno con ministros comunistas. Cuando la estabilidad —gobernabilidad, diríamos hoy— parecía haber congelado la marcha de la historia de las naciones occidentales en pos de un progreso ilimitado basado en el consumo y en la democracia, Portugal recordaba a millones de europeos que la alternativa revolucionaria y socialista era mucho más que una quimera dormida en el sueño de los justos para la clase obrera continental. Y todo ello se producía en el instante en que, por un lado, todavía estaban calientes los rescoldos de una protesta de 1968 que había significado un jaque para las anquilosadas burocracias de los sindicatos y partidos obreros europeos y, por otro —como veremos un poco más tarde— se empezaban a manifestar las terribles consecuencias que para las economías del mundo libre iba a suponer el choque provocado por la Guerra del Yom Kipur [entre Israel, y Egipto y Siria, 6-26 de octubre de 1973].

Estados Unidos que por aquellos años asistía a una importante quiebra interna moral (Watergate), política, social y obviamente económica, con toda seguridad una de las más críticas después de la Guerra Civil o Guerra de Secesión [12 de abril de 1861-9 de abril de 1865], contempló empavorecido la revolución portuguesa. A los todavía no superados problemas que en la década precedente había supuesto la rebelión interna de la marginada población de color, y a lo que estaba significando el conflicto de Vietnam [1 de noviembre de 1955-30 de abril de 1975] en la nación que se había erigido gendarme mundial del liberalismo-democrático, se unió, de manera imprevista y con el agotamiento del modelo de crecimiento económico nacido de la recuperación de la Depresión de 1929 como telón de fondo, el simbólico hecho de que uno de sus grandes aliados, en el que estaba emplazada la estratégica base de Lajes (Azores) de repostaje obligado en la ruta a la cabeza de playa de Europa que era la península Ibérica, se había pasado o estaba a punto de pasarse al enemigo. Washington parecía a punto de perder la Guerra Fría. Estados Unidos no podía tolerarlo; se imponía una reacción en toda regla. Y entre las medidas inmediatas adoptadas, además de otras de mayor enjundia, muy pronto envió a Lisboa como embajador, ni más ni menos, que a Frank Carlucci [1974-1977], hombre clave de los servicios de espionaje (CIA).

Pero el problema no solo estaba en Portugal. España, regida por un anciano achacoso, cuyo primer ministro, el almirante Luis Carrero-Blanco, acababa de ser asesinado en un golpe de mano terrorista (20 de diciembre de 1973) perpetrado por ETA, el grupo nacionalista vasco que se autoproclamaba marxista y revolucionario, aparecía como un peligro en ciernes30; la Revolución podía estallar —pensaban los estrategas occidentales— donde nunca se había esperado, en la retaguardia de Europa. Pero a diferencia de Portugal, el remedio en esta ocasión no iba a consistir en una cirugía de urgencia; quedaba todavía tiempo para terapias preventivas que facilitaran una evolución no traumática hacia un sistema más estable que la dictadura de un hombre que estaba en el ocaso de su vida. Había que dirigirse a la opinión social y convencerla, era necesario persuadir a los españoles de que ya gozaban de las ventajas de una sociedad moderna y de los cuantiosos réditos que rinde la política democrática moderna. El genio de la legitimidad democrática era el mejor y, tal vez, el único remedio para el mal de la revolución. Y la experiencia de los Estados constitucionales de Europa así lo acreditaba.

A partir de aquel acontecimiento, España se convirtió en el centro de atención de la diplomacia mundial. Las fundaciones de los partidos de las internacionales democráticas empezaron a actuar, primero en procura de medir lo que sentía una sociedad española que hasta entonces no les había interesado para nada y, después, pergeñando propuestas para el futuro31. Muy pronto quedaron claras dos cosas. Por un lado, que el tiempo de los apoyos a los partidos que se presentaban como herederos del exilio, a aquella altura muy menguados, se había acabado. Desde entonces y de entre la oposición al franquismo, solo resultarían dignos de ser tenidos en cuenta los líderes no comunistas que acreditaran contar con cierta presencia o relevancia en España. Mientras que entre las filas del régimen, las fundaciones de las internacionales centristas o conservadoras acogieron como interlocutores a las contadas personalidades o grupos que insinuaban atreverse a discutir una cierta apertura democrática a la muerte del dictador. De ellas, la figura más descollante era el exministro de información Manuel Fraga-Iribarne, personalidad posibilista y más oportunista de lo que indicaba la recia apariencia de su carácter, y de entre los grupos, el más nutrido, mejor organizado e ideológicamente más sólido lo integraban los miembros de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas, ACNdP, del exministro de obras públicas Federico Silva-Muñoz, una inteligencia de primera que había educado en el servicio público a toda una generación que pronto tomó cuerpo en el colectivo Tácito y que, a no tardar, se sumó a la aventura de la Unión de Centro Democrático, UCD, de Adolfo Suárez.

Pero más allá de las estrategias conspirativas de las grandes fundaciones de las internacionales ideológicas y de los equilibrios de bloques, sucedía también que en el seno de la sociedad española empezaban a hacer seria mella los episodios de la revolución portuguesa a los que desde este lado de la península, asistían con diferentes ánimos los distintos estratos de la población. Los partidarios del régimen con creciente temor a que la experiencia pudiera llegar a contagiarse; los núcleos opositores constituidos por los jóvenes nacidos en la dictadura que sin poseer una clara definición ideológica repudiaban sus prácticas políticas y su moral, con el entusiasmo y la curiosidad de quien contempla por televisión las enseñanzas de una escuela de formación política que pronto le serán necesarias. Pero para comunistas, sindicalistas y demás fuerzas de oposición revolucionarias, el 25 de abril representaba la prueba más palmaria de que el sueño era posible, de que la dictadura podía caer si se tiraba fuerte.

Poco importaba que las posibilidades reales de una revolución en la España de 1975 fueran remotas. Lo relevante era que muchos la creían posible, unos con esperanza, otros con temor. Un temor que se veía acrecentado, por episodios de aparente enorme gravedad pero en realidad de escasa relevancia práctica, como el surgimiento en el ejército de la Unión Militar Democrática, UMD, una organización clandestina antifranquista formada por oficiales de carrera. El solo anuncio de su existencia, en vida todavía del general Franco y cuando la revolución en Portugal experimentaba su mayor auge, fue un terrible mazazo para todo el país que, además, coincidió con algunos problemas que empezaban a nublar el principal baluarte que garantizaba la estabilidad de futuro del régimen: la prosperidad económica de la sociedad española y la certeza en el crecimiento económico de futuro. Aquella sociedad que con su nueva planta era tenida por el mejor logro y el más importante éxito del régimen del sábado 18 de julio de 1936, volvía a sentir miedo, como cuarenta años atrás, solo que esta vez de manera diferente y por razones opuestas; ahora era el deseo de conservar y no la esperanza o el temor a crear algo, lo que conmocionaba y hacía castañetear los espíritus.

C. Poder constituyente y Staatbildung: la crisis del petróleo de 1973 y su repercusión en la situación española de 1975

Haber sabido comprender el enorme peso que las circunstancias políticas externas pueden llegar a adquirir en la configuración de la Constitución interna de un Estado representa un mérito indiscutible atribuible a la inteligencia de Otto Hintze32. Aplicando esta reflexión a la más reciente realidad política, el ejemplo que mejor demuestra la clarividencia de su planteamiento corresponde a la crisis que se desató con ocasión de la subida del precio del petróleo decretada por la Organización de Países Exportadores de Petróleo, OPEP, en 1973, a fin de apoyar la Guerra del Yom Kipur, del presidente egipcio Anwar el Sadat para recobrar los territorios perdidos en favor de Israel en la Guerra de los Seis Días [5-10 de junio de 1967]. Fue, sin duda, uno de los acontecimientos históricos que más profundamente han marcado el presente estado de cosas y cuya trascendencia no ha sido todavía ponderada de manera suficiente. Influyó decisivamente en la Constitución material y política de todos los Estados de la época. En los soviéticos, que inicialmente creyeron asistir a la hecatombe del capitalismo despilfarrador de recursos y fundado en la mecánica de la crisis estructural cíclica, porque fulminó de manera inexorable el modelo productivo y político constitucional socialista. En las democracias occidentales, que en un primer instante parecían las víctimas propiciatorias, porque además de depararles la victoria final en la Guerra Fría, hizo que su Constitución interna tuviera que disponerse a absorber las consecuencias del colosal proceso de transformación política, económica, cultural y social que está en la base de la realidad actual y de la situación que atraviesa el mundo contemporáneo en estos días —algo que por no formar parte de la estructura constitucional de la posmodernidad queda por completo fuera del objeto de nuestro estudio—.

Así bien, procurando esquivar la tentación de desviarnos hacia consideraciones que no vienen al caso, conviene insistir en que todo lo acaecido en aquella crisis repercutió de manera efectiva en el cambio político español porque introdujo dos factores que iban a condicionar la salida de la dictadura. Primero, porque al tratarse de un proceso mundial que se desencadenó en octubre de 1973 y que se prolongó durante varios años, sus hechos se proyectaron directamente en las causas y en el desenlace de los acontecimientos que se fueron produciendo en España en los momentos postreros del franquismo y los comienzos de la transición. Segundo, dado que la crisis se caracterizó por un paulatino arrinconamiento de la mentalidad y del paradigma de las ideologías, porque la reducción de la tensión política y la desnaturalización de la confrontación que de ello resultó, impulsó sutilmente el acuerdo entre partidos que, como anticipó Otto Kirchheimer33, habían hecho de la conquista del centro —en definitiva, de la despolitización— su gran objetivo estratégico. La sociedad española de 1975, nacida de un franquismo que había exterminado de raíz la cultura política democrática, estaba bien preparada para el conformismo pasivo con la nueva idea de política que la posmodernidad trae consigo, y dispuesta a acoger como un regalo todo lo que sonara a consenso y a distancia de la coimplicación cívica. La sociedad española se había anticipado a lo que vendría en el mundo en el siglo XXI. Salvado el escollo de la transición, en España la política cedió muy pronto su sitio al comercio, entre el regocijo y la satisfacción de todos.

Pero volviendo por un instante a lo que sucedió en la realidad europea de los 70, como nos enseña el formidable Recasting Bourgoise Europe34, de Maier, importa señalar que la forma de organizar la política a la que España terminó sumándose en 1977, arranca de la reestructuración del mundo burgués efectuada en los años posteriores a la Primera Guerra Mundial. El aciago viernes negro 18 de noviembre de 1929, seguido del jueves negro 24 y el martes negro 28 de noviembre de 1929, a los que sobrevino la Gran Depresión, fue superado por las democracias liberales, gracias a la combinación de un capitalismo intervenido desde lo público, y de un Estado regido por partidos y dedicado a procurar el bienestar a las grandes masas. Pero el Estado social y democrático de derecho, el Estado de partidos y el Estado fiscal redistribuidor de la riqueza del que habla Joseph Schumpeter, también conocido —en suma— como Welfare State, habrían resultado impensables sin las trascendentales transformaciones que se remontan años atrás y que emergieron de la contienda 1914-1919.

En efecto, la Primera Guerra Mundial significó, entre otras muchas cosas, el fin de una política eurocéntrica, y la apertura del mundo a Estados Unidos y de Estados Unidos al mundo. Pero la irrupción en el escenario político de una nueva potencia supuso además, otra forma de hacer y de entender la sociedad capitalista. Para empezar, Estados Unidos descansaba en una idea de comercio libre y no en la imposición colonial, pero también -y es el dato que ahora más interesa— los años veinte significaron la consolidación del modelo económico basado en el petróleo y construido sobre la idea de la existencia de un progreso tan ilimitado como los inagotables recursos de que parecía disponer la naturaleza para afrontarlo. No es que el petróleo fuera el único secreto de aquel sistema, pero sí su mejor representación y el que más elocuentemente resumía todo lo que la naciente economía de consumo comportaba. Cualquier problema que afectara al combustible terminaría dañando irremediablemente a la totalidad del sistema: el petróleo no solo encarnaba la imagen del capitalismo sino que también era su circulación sanguínea.

Basta echar una ojeada superficial a las muy informadas memorias del ingeniero y empresario armenio nacionalizado británico Calouste Gulbenkian, para comprender que la irrupción de un modelo energético articulado en torno al petróleo resultó una decisión consciente y deliberada, que hizo descartar otras alternativas posibles que a aquellas alturas estaban comenzando a despuntar y que proporcionó a la expansión de la economía estadounidense, la garantía de un suministro de energía barata y abundante en condiciones de atender las demandas de su gigantesca maquinaria fabril en términos de una relación real de intercambio netamente favorable. Un dato que vino a sumarse en el orden interno a una forma de estructurar la actividad basada en la producción de cantidades gigantescas y en la necesidad de inmensos mercados susceptibles de acoger los bienes industriales destinados al consumo de masas, y aptos para hacer rentables las economías de escala. El fordismo y el taylorismo no son más que la traducción en el orden organizativo del factor trabajo, de lo que hoy llamaríamos una concepción mundial o globalizada del mercado.

El modelo basado en el petróleo, el automóvil, el consumo masivo, el confort, el ocio organizado al alcance de todos, la movilidad social y la difusión de la riqueza, el acceso generalizado a la educación y al empleo, en suma, la racionalidad y especialización capitalista en una sociedad harto compleja, casi completamente urbanizada y altamente tecnificada que tuvo oportunidad de teorizar Max Weber, se fue imponiendo progresivamente en medio mundo, gracias al singular instrumento multiplicador que era el comercio con Estados Unidos. Así, las naciones que lo hicieron suyo, pudieron llegar a alcanzar unos estándares de desarrollo y bienestar económico antes nunca soñados. Esta abundancia que exhibían los Estados occidentales, se veía asegurada en el orden político por la gobernabilidad que propiciaba, de un lado, la existencia de un consenso democrático interno construido en torno al reparto de la riqueza y, de otro, aunque pueda parecer contradictorio, la fuerte presión política inherente a la existencia de una alternativa activa, militante y en teoría siempre rampante: el comunismo. Como explicó John Fitzgerald Kennedy en su célebre discurso ante el muro de Berlín35, la legitimidad del modelo occidental tenía pocos fundamentos más allá del doble sustento que le brindaban el bienestar democrático y el rechazo al marxismo. Pero la crisis del petróleo muy pronto iba a cambiarlo todo.

Como se ha dicho reiteradamente, no es este momento ni lugar para detenerse a ponderar cómo se definió, ni cuál terminó siendo el desenlace del mundo nacido de la crisis de 1973. Lo único que interesa aquí es insistir en que el triunfo indiscutible —al menos hasta el momento actual— del universo constitucional que trajo consigo, determinó por una parte el ocaso definitivo de las propuestas políticas antidemocráticas de las que el marxismo y el autoritarismo conservador o totalitario fascista no son sino extremos de la misma madeja. Y por otra, arrastró el fin del Estado industrial del que dio cuenta John Kenneth Galbraith36, e impulsó su sustitución por una economía de servicios organizada en una estructura y una dinámica social en el que categorizaciones como la lucha de clases, o dicotomías del estilo proletariado-burguesía suenan obsoletas y ni a martillazos conseguirían ofrecer una explicación aproximada de la realidad existente.

Pero antes de que todo esto llegara, antes de que la marcha hacia el nuevo ser de las cosas empezara a asomar en el horizonte, y antes de que el paradigma de lo virtual hubiera sido intuido por las más avezadas inteligencias, los hechos que estaban conduciendo hacia ese resultado empezaron a hacer mella en el existir de los españoles. La crisis de petróleo abrió en España el camino a una democracia política que en el resto de Europa adquirió una dimensión diferente como respuesta a ese mismo fenómeno. España encontró en las convulsiones de 1973, el atajo para llegar a un Estado Constitucional que ya no sería el mismo tras la Guerra Fría. Eso le permitió al país transitar desde una sociedad autoritaria hasta otra posmoderna sin necesidad de recalar previamente en una vida democrática como la que habían experimentado las naciones de Europa que habían derrotado al fascismo. Bastaba dotarse de instituciones políticas democráticas, algo que no significaba necesariamente lo mismo que vivir en una sociedad radicalmente democrática en sus contenidos y en sus actitudes colectivas de fondo.

A este respecto, los dos últimos gobiernos de dictadura [vicepresidente del gobierno: Almirante Luis Carrero-Blanco, 1969-1973; presidente del gobierno: Luis Carrero-Blanco, Torcuato Fernández-Miranda y Hevia (interino), 1973-1974], con el propósito de afrontar lo que se avecinaba, pusieron en funcionamiento un descabellado programa de sustitución de los efectos que la descomunal alza del precio del petróleo ocasionaba en el aparato productivo nacional; se trataba de compensar con gasto público lo que las condiciones internacionales restaban a la competencia de la economía. Como es natural, el resultado de semejante despropósito no podía ser otro que una breve tregua, obtenida a fuerza de maquillar lo que estaba sucediendo, seguida a medio plazo de un fuerte agravamiento de la crisis y de la ampliación de sus males hasta extremos inconcebibles. La explicación de esta conducta, más allá de la ingente miopía histórica que acreditaban sus responsables, yacía en los temores que empezaban a cundir entre lo más granado de la élite franquista por que el bienestar social, columna medular de la fortaleza del régimen, pudiera tambalearse cuando se aproximaba el fin del dictador. Una táctica destinada a capear el temporal y a ordenar la sucesión de la manera más tranquila posible que, sin embargo, terminó haciendo inviable la continuidad política de la dictadura.

Muerto Franco e instaurada la monarquía, la situación económica empeoró drásticamente y la presión de la calle se hizo sentir en un país que llevaba década y media de ininterrumpido crecimiento, sin que, no obstante, llegara a desembocar en un enorme marasmo colectivo por el amortiguador que suponía la estructura de protección laboral y la intervención del crédito financiero que caracterizaban la legislación franquista. Pero muy pronto se puso sobre la mesa la dificultad de asegurar la continuidad pro futuro del modelo social imperante si la economía continuaba por tan peligroso derrotero. Ante lo que se presentaba como el fin de todo un orden productivo, desde el poder no había otra solución que hallar una nueva vía de crecimiento que sin cuestionar la estructura social del franquismo, permitiera seguir avanzando por la senda de obtener nuevos logros materiales. Para el régimen, proceder de otro modo hubiera implicado poner en peligro la sociedad que estaba en los orígenes del sistema y, a mayores, la opción no parecía ofrecer visos de solventar el punto crucial del tema: el constante deterioro de los niveles de vida de la sociedad.

Dicho de otro modo, la continuidad de la sociedad nacida de la guerra civil, en su concepción estructural y en sus valores, pendía de un hecho: de que prosiguiera la prosperidad económica, de que los españoles pudieran satisfacer sus necesidades vitales, al menos con un desahogo similar al que habían venido disfrutando en la última generación. Pero únicamente el conjunto de la sociedad podría articular los mecanismos políticos adecuados para salvar el modelo social. Y ello debilitaba el poder de los herederos políticos del franquismo, a la vez que revalorizaba y hacía más importante la participación de la suma de hombres que habían forjado la sociedad española en los años anteriores. En definitiva, pactar la continuidad social exigía hacer concesiones que no comportaran alterar el modelo de sociedad, sino ampliarlo permitiendo además que las instituciones fueran democráticas. Ello significaba establecer un marco político consonante con los países vecinos que respetara el modelo de sociedad que todos aspiraban a conservar. La cuestión era por dónde y con quién abrir el camino para semejante diálogo.

En resumen, la inmensa mayoría de los españoles no buscaba en 1975 destruir la sociedad existente y orientar la nueva hacia un modelo diferente —y también aquí el antiejemplo portugués resultaba disuasorio— sino dar un paso más para ampliar la prosperidad. En este sentido, era muy probable que la misma sociedad que aspiraba a perpetuar su statu quo, estuviera decidida a abrazar la Democracia, siempre y cuando ello no supusiera la ruptura del modelo social. Faltaba saber si la oposición estaría dispuesta a entrar en el juego de conservar la sociedad y cambiar la política. Y esa fue justamente la tarea que asumió de manera inmediata Adolfo Suárez.

II. EL PODER CONSTITUYENTE EVOLUTIVO COMO RESULTADO: EVOLUCIÓN Y REVOLUCIÓN EN LA ESPAÑA DE 1975-1978. LOS ACTORES DE LA TRANSICIÓN POLÍTICA ESPAÑOLA

A. A. Las debilidades del régimen y las fortalezas de la oposición

La clase política franquista pues se vio cogida a contrapié por los acontecimientos. El régimen, sólido en sus fundamentos sociológicos, atravesaba una crisis en la altura de sus élites, explicable en buena medida por el carácter personal del gobierno y la decrepitud física del dictador, a lo que se añadían los temores que deparaban la vecina experiencia portuguesa y la pésima gestión de la crisis económica. La opción de institucionalizar el sistema nacido de la guerra civil en forma de una monarquía de nuevo cuño que adecuara parcialmente la dictadura a las exigencias de la política democrática y estableciera un sistema de poder difuso entre los adictos al régimen, adoptada en 1969, había perdido con el asesinato del almirante Carrero-Blanco su principal válvula de seguridad. A la muerte de Franco, desde el régimen no parecía haber otra salida que la reforma. Ahora bien, la reforma no era una cuestión que pudiera quedar al albur exclusivamente de la voluntad de los franquistas.

Y si alguna duda había al respecto, los resultados del primer gobierno de la Monarquía dejaron claro el fracaso de los intentos de articular un cambio institucional desde la continuidad política del régimen. El gran error de Manuel Fraga-Iribarne, principal ministro reformista de aquel gabinete, era desconocer que una vez salvada la continuidad de la sociedad, las fuerzas políticas del franquismo no tendrían que desempeñar ya ningún papel en el futuro político de España. El nudo gordiano del problema no consistía en convencer a los herederos del régimen de la necesidad de emprender cambios, sino en la dificultad de persuadir a la oposición de la utilidad de incorporarse al juego político manteniendo incólume el modelo de sociedad preexistente. Todo indicaba que iba a ser bastante más difícil seducir a los que estaban fuera, que calmar a los que estaban dentro. Fraga, obsesionado con contentar al franquismo político, no lo entendió así, y se equivocó.

Cuando en julio de 1976, Adolfo Suárez fue nombrado presidente del gobierno, dos desafíos simultáneos se abrían ante él, en este orden: involucrar a los demócratas en una salida política que respetara la sociedad en la que se sostenía el régimen, y al mismo tiempo, desarmar las instituciones pero asegurando a los franquistas que lo que vendría con los cambios no supondría nunca una amenaza real a la vida española tal como se había configurado hasta entonces. El obstáculo no radicaba en la oposición de una extrema derecha (llamada "bunker") que carecía de auténtico respaldo político, sino en implicar en la transformación a una oposición democrática que vacilaba ante la posibilidad de llegar a acuerdos que le dieran su participación efectiva en la conducción política. Y eso era algo fundamental porque solo la mano tendida a la oposición podía ofrecer al país la seguridad de la continuidad en el modelo social que estaba anhelando. Por ello era imprescindible abordar a la vez las dos misiones, la una abriría camino a la otra.

El desarme de la legalidad franquista se evidenciaba proceloso pero no imposible, desde el instante en que el rey contó con la complicidad de hombres del régimen que entendían que la monarquía podía ser garantía suficiente de que el cambio político no resultaría socialmente revolucionario. El monarca tendría que desempeñar un papel especial en el tránsito de una ley a otra ley, al demostrar que procediendo de una legitimidad de origen (secundum titulum) no democrático, era capaz de ejercer democráticamente (secundum ejercicium) su potestad, para llegar finalmente a una situación que instaurara definitivamente el principio de soberanía popular sobre una estructura social que en sustancia era la misma que había legado la dictadura. El importante margen de acción que las Leyes Orgánicas del franquismo atribuían al rey, facilitó considerablemente el proceso de desmontaje del sistema y, además, hizo que el rey apareciera ante la nación como un poder de todos situado más allá del juego político: el poder neutral que desde Benjamin Constant encarna la única justificación democrática del poder hereditario de la Corona.

Fueron los cambios en la propia legalidad constitucional franquista los que, al introducir una nueva norma contraria a las anteriores (Ley para la Reforma Política37), dejaron expedito el camino a un marco de juego inicial que si bien no era plenamente democrático, sí estaba pensado para acceder a la democracia. Pero el instante clave de la incorporación de la oposición al debate llegó cuando Gobierno y oposición acordaron el texto del Decreto-ley que sirvió de fundamento a las primeras elecciones democráticas. Se rendía cumplido tributo así a aquella vieja afirmación de Montesquieu que decía que la importancia de la ley electoral en las repúblicas (entiéndase democracias) era equiparable a la que en las monarquías revisten las leyes de sucesión (y el régimen de Franco había sido un reino que eligió su sucesión en vida).

Faltaba únicamente saber quiénes eran las fuerzas políticas destinatarias de aquella norma. Y la cuestión rezaba tanto con el poder como para con la oposición, porque el propio Suárez no había aclarado cuál sería su protagonismo político en las elecciones. Y en el fondo no lo desvelaba por simple estrategia, porque con su enorme intuición política, el nuevo jefe del gobierno sabía que debía esperar a última hora para tensar las cosas y presentar al país en óptimas condiciones para sus intereses electorales, el mensaje de continuidad y cambio que hacía prescindible la continuidad política del franquismo. Adolfo Suárez aspiraba a liderar desde el gobierno una fuerza política que aun participando plenamente del ideario democrático, integraba y representaba perfectamente esa simbiosis entre la sociedad procedente del franquismo y las nuevas aspiraciones políticas de los españoles. En consecuencia, su partido —la UCD— se nutrió tanto de hombres provenientes del régimen pero sin destacado protagonismo político en el pasado, y de opositores moderados (democristianos, liberales socialdemócratas) que se estaban estrenando en la vida política y que por lo general no contaban con tradición antifranquista. Suárez era la mejor manifestación del binomio cambio político y continuidad sociológica que como adverso y reverso de una moneda acompañaban el proceso de transición español. Pero no era la única expresión de continuidad con la sociedad del pasado.

Entre la oposición había que sintetizar la presencia de tres grandes opciones: socialistas, comunistas y nacionalistas. Los primeros se dividían a su vez en varios grupos, pero el que se demostró verdaderamente capaz de contar con una mayoría social en las urnas, fue el Partido Socialista Obrero Español, PSOE, de Felipe González [presidente del gobierno entre 1982 y 1996] y Alfonso Guerra, un partido que, aunque portaba las siglas del pasado, en realidad estaba integrado por gente nueva —en el sentido que ya en tiempos de Cicerón se confirió a este término en la República Romana— que no tenía ninguna relación intelectual, moral o ideológica con la tradición anterior a 1936, y que había nacido en la estructura social franquista. Su mensaje electoral, construido en lemas tomados de la socialdemocracia europea, caló profundamente en una sociedad dispuesta a combinar continuidad social con cambio político. Fue la segunda fuerza del país.

Otros socialistas, que en cambio representaban la continuidad con la resistencia interior al franquismo, como el Partido Socialista Popular, PSP, de Enrique Tierno-Galván, fracasaron por completo. Sin llegar a esos extremos, el Partido Comunista de España, PCE, el principal partido de oposición durante la dictadura, quedó reducido tras las elecciones a un pequeño grupo parlamentario, y muy pronto inició una deriva que terminó conduciéndolo casi a la marginalidad. Fue la primera víctima de la democracia. Su desgraciado sino era el resultado de una suma de factores adversos que procedían del sentir conservador de una sociedad fraguada en el franquismo, del declive ideológico del marxismo que estaba adviniendo con la posmodernidad, y del oportunismo de un líder más cercano en sus pautas de comportamiento a la personalidad burocrática de Georges Marchais o Leonid Brezhnev que al socialismo fresco de Enrico Berlinguer o Alexander Dubcek. En todo caso, su derrota hablaba a favor tanto de los argumentos de Adolfo Suárez en el momento de legalizarlos (abrir una democracia política sin limitaciones) como de la continuidad sociológica de una sociedad que no quería revolución y rechazaba a quienes la recordaban, por mucho que el PCE proclamase aceptar la legitimidad imperante.

Entre los nacionalistas, la situación resultaba muy distinta para vascos y catalanes. Ambos eran el producto de un fracaso situado en el dificultoso proceso de reemplazo de la Corona como factor de unidad estatal, en el momento de irrupción de la modernidad política en el siglo XIX, y en el fondo los dos suponían el intento de crear una cultura política diferente o separada de la española. Pero durante los años de dictadura habían transitado por senderos distintos. Mientras los catalanes respondían a un esquema sociológico muy similar al de la UCD o el PSOE, los vascos ofrecían una realidad mucho más plural y compleja. La mejor prueba de lo primero es que cuando Suárez decidió poner coto a las pretensiones nacionalistas en Cataluña, acudió a recuperar la vieja institución republicana en el exilio encarnada por Josep Tarradellas [presidente de la Generalidad de Cataluña en el exilio de 1954 a 1977, y de la Generalidad provisional de 1977 a 1980] y ello para limitar a los partidos que decían representar la nueva sociedad catalana38. Toda una demostración de que la vieja España de 1931 se contraponía e incluso podía operar tácticamente, en contra de los intereses de la política que se declaraba democrática en 1976. Por su parte, los nacionalistas vascos estaban notablemente fragmentados e incluían en sus filas a País Vasco y Libertad, Euskadi Ta Askatasuna, en euskera, ETA, un grupo terrorista que proclamándose revolucionario aspiraba a instaurar un nuevo Estado en aquella parte del territorio.

Resumidamente, la fotografía política de la España que había votado en 1977, nada tenía qué ver con la de febrero de 1936. Señal inequívoca de que pese al restablecimiento de las instituciones democráticas, la cesura genealógica entre las dos sociedades era completa. Los representantes de esa sociedad se dispusieron en 1977 a redactar la nueva Constitución democrática, una vez llamados a formar parte de unas Cortes que si bien no eran constituyentes, sí tenían encomendado el cometido de redactar un nuevo texto constitucional. ¿Qué clase de poder constituyente podía ser aquel?

B. El mito de Europa y el franquismo como anacronía política

En la España de 1977, lo que Antonio Gramsci llamaba la hegemonía cultural se resumía en una palabra, Europa, y estaba ligada de una manera casi mágica a la idea constitucional-democrática y al progreso económico. En ella residían las expectativas de futuro de los españoles: España había estado "aislada" y había que reintegrarla a Europa.

Europa encarnaba para los españoles un sueño mítico del que habían sido injustamente privados. Dejando a un lado los fracasos históricos, el complejo de aislamiento español se había convertido durante el franquismo en frustración nacional, cuando los efectos del Plan Marshall [Programa de Reconstrucción Europeo tras la Segunda Guerra Mundial] y el empuje que supusieron los tratados de Roma39, dieron vida al otro lado de los Pirineos a un colosal espacio político-económico que rápidamente vino a ser la segunda potencia del mundo occidental. Europa era un Dorado para los españoles de los años de miseria, equiparable al que cuatro siglos antes habían representado las Indias para los castellanos que corrían a embarcarse a América. En Francia, Alemania, Suiza, Holanda... era posible encontrar el trabajo que en España no había y acumular el ahorro necesario para afrontar con un mínimo vital las duras pruebas de la existencia.

Pero no solo se trataba de un fenómeno de atracción económica. Europa representaba, y era algo que los tecnócratas del Opus Dei trataban de encubrir con sus teorías de la subordinación del desarrollo político a la prosperidad económica, todo un modelo de éxito de la política democrática. La Europa de la Comunidad Económica se ofrecía ante España como la vía segura para mantener y acrecentar la prosperidad alcanzada en la sociedad franquista. Nada tiene de extraño por consiguiente, que frente a la anacronía política que el franquismo significaba en términos históricos, Europa se presentara como la consolidación definitiva del modelo social de prosperidad y bienestar surgido de la guerra civil. Superado el primero había que integrarse en el segundo.

De este modo, a partir de la muerte de Franco, la incorporación a Europa pasó a ser para España algo que no había sido para los demás países comunitarios: la garantía de su situación interna. Al formar parte de Europa, la sociedad que venía de atrás y la política democrática evitarían a los españoles incurrir en el riesgo de la revolución. Frente a la idea que informaban los Tratados de Roma de evitar un conflicto externo entre naciones, ahora surgía la preocupación por consolidar situaciones internas. Y ello ofrecía un flanco que desde entonces siempre se ha encontrado presente en la relación española con las instituciones europeas: España entraba en la Comunidad por debilidad, para que Europa hiciera por nosotros lo que nosotros éramos incapaces de hacer por nosotros mismos, olvidando la vieja enseñanza democrática que encierra aquella afirmación que Maquiavelo dirige en la última de sus cartas a su querido hijo Héctor, ¡Ayúdate a ti mismo! Porque si tú te ayudas, alguien te ayudará - "figliuolo mio, studia, fa bene, impara, ché si tu ti aiuterai, ciascuno ti aiuterà".

Semejante expectativa era enormemente dañina para la comunidad democrática. Primero, porque suponía olvidar el sentido final que había guiado la existencia de la Comunidad Europea, y que operaba —y opera todavía— como regla de conducta en sus órganos institucionales, el egoísmo nacional. Todos los integrantes de la Unión aspiran a servirse de ella para obtener su propio beneficio, lo que no quiere decir que no respeten y defiendan su existencia como marco global donde se construye algo que beneficia a todos. Segundo, la vieja idea democrática basada en el autogobierno, advierte que nadie puede hacer por un pueblo lo que el pueblo no es capaz de hacer por sí mismo. La sociedad española, desconfiando de sus propias fuerzas, consideraba su integración en la Comunidad Europea como el mejor seguro político de su supervivencia, más de fiar incluso que los mecanismos políticos que ella misma había creado.

La suma de ambas cosas se tradujo en una enorme dependencia hacia Europa, en la que España participó antes que provista del espíritu que corresponde a un socio, más bien investida del ánimo de un tutelado o incluso, en ocasiones, de súbdito. Era el precio debido a una forma de entender las cosas que, como su modelo de sociedad, se había fraguado en la España cuartelera del franquismo de posguerra. De cualquier forma y habida cuenta de que se trataba de una creencia generalizada, la aspiración española a ser parte de Europa, fue un sueño colectivo que movilizó las ilusiones del país y condujo los comportamientos electorales, hasta el instante en que iniciada ya la vida constitucional, el gobierno de Felipe González consiguió finalmente que España firmara unos tratados de adhesión para los que la Constitución de 1978 estaba técnicamente adaptada de una manera concienzuda.

No obstante, tras su integración, España iba a asistir al advenimiento de una prosperidad única que puso fin a la crisis de crecimiento económico que se había iniciado años atrás con la errónea respuesta a la subida del petróleo y, gracias a la afluencia de fondos comunitarios, potenció enormemente su sociedad que sin cambios sustanciales en sus estructuras cualitativas se haría más rica y próspera.

C. El Poder Constituyente Evolutivo: la Transición como resultado. Acerca de un proceso sin modelo, o de cuando los hechos se imponen a las previsiones del derecho sin destruir el marco precedente

"Gris, amigo mío, es la teoría, pero eternamente verde es el árbol de oro de la vida", dice Mefistófeles en el Fausto, de Goethe. Y eso justamente sucedió en España en 1978. Nadie, salvo el ya referido solitario trabajo de García-San Miguel, había podido predecir que el país por el que habían doblado las campanas de medio mundo, la de los paseos, de las cuadrillas del amanecer y de las matanzas de Badajoz, la de las Brigadas Internacionales y la Legión Cóndor que en 1939 había espantado a Galeazzo Ciano40 por la ferocidad de la represión, pudiera finalmente darse la mano.

Sin embargo, en realidad no se había producido reconciliación entre vencedores y vencidos de la guerra civil. Los vencidos sencillamente habían desaparecido y los vencedores, olvidando definitivamente los más luctuosos sucesos, habían aceptado evolucionar políticamente para dar cabida en las nuevas instituciones a otra parte de España que había nacido en la misma sociedad surgida de la posguerra. En sus fundamentos últimos, la sociedad era la misma. Había nacido toda de la modernidad introducida por Franco.

Ahora bien, lo anterior significaba que el proceso de cambio político no podría responder a los cánones de una acción constituyente. Y en efecto, la transición política no se presentó nunca como otra cosa que una evolución en la continuidad de las instituciones políticas del régimen. En realidad, fue el primer supuesto de poder constituyente evolutivo que conoce la historia. Una forma de operar de la vieja categoría concebida en la modernidad, en la que la continuidad en la estabilidad primó sobre la ruptura de fondo y las transformaciones radicales. Frente a la idea de la creación ex novo puesta en práctica por la nación estadounidense para crear la primera Constitución de los Modernos, se levantaba ahora el resultado no previsto de un proceso de transición.

Por mucho que la Constitución española de 1978 hubiera sido aprobada en referéndum, no se había producido en España un proceso constituyente en el sentido clásico del término, como el que, por ejemplo, se dio en Portugal tras la Revolución de 1974. Los procesos constituyentes responden a una doble lógica; por un lado, son el resultado de un acto de destrucción previa de la sociedad política que precede en el tiempo, que es aniquilada por la Revolución. Las revoluciones tienen como objeto superar históricamente en un momento supremo, una realidad social que no responde a la marcha de los tiempos. Revolverla, truncarla de golpe. Pero las comunidades políticas no viven de la destrucción ni tienen por fundamento el vacío. Por eso, precisamente, la Revolución siempre ofrece otra cara, la que presenta el poder constituyente; ambos van juntos. El poder constituyente es, pues, su otra lógica, la pars construens de la Revolución, un poder concebido para edificar, para levantar allí donde la Revolución ha provocado con antelación el vacío. Por eso, para realizar su labor, precisa que antes se le haya despejado el terreno, que la sociedad esté dispuesta a ser constituida, es decir, recreada de nuevo.

En la transición política, la acción constructiva se operó sin destrucción previa. La pars destruens no existió y, en consecuencia, la pars construens hubo de conformarse con adecuar aquello que ya había a las necesidades de la nueva legitimidad democrática que se pretendía implantar. La sociedad preexistente prevaleció sin grandes mutaciones, y la labor constituyente quedó reducida a levantar sobre lo que ya se conocía una nueva ciudad política que hiciera propios los cimientos del régimen precedente. Era la sociedad la que, en su deseo de continuar, había generado un cambio en la política; y no la idea política la que había creado un mundo nuevo.

Era la primera vez que esto sucedía en la cultura de la modernidad política y llamó la atención a todos. La evolución se había impuesto en España a la revolución, con los menores costos inmediatos que ello comportaba. En realidad, revolución y evolución son dos formas distintas de cambio que el pensamiento político viene manejando como opuestos desde los primeros días de la modernidad, desde las primeras manifestaciones de la gran querella Antiguos y Modernos. El cambio revolucionario consiste en introducir el hecho nuevo, en admitir la posibilidad de que el hombre y la vida social se reinventen por completo desde la idea. La revolución es una forma de regenerar la existencia social al forjarla de nuevo. Thomas Hobbes, los constituyentes estadounidenses del XVIII, una parte de los franceses y todos aquellos que impulsaron las revoluciones políticas europeas del XX, empezando por Weimar y siguiendo por la Unión Soviética, obedecen a este modelo. La evolución consiste en cambiar en la continuidad, en ir readaptando lo viejo a las circunstancias, en ir entresacando lo nuevo de lo viejo sin destruir por completo lo viejo. Maquiavelo, Rousseau, Constant, la restauración canovista de 1874 y la Constitución colombiana de 1991 encajan en esta segunda tipología. La revolución es moderna, la evolución antigua y posmoderna. La revolución se produce cuando las ideas se imponen a los hechos; la evolución cuando los cambios de la realidad social marcan el paso a las acciones de los hombres. La crisis representa a la Revolución y a la concepción moderna de la Política, lo que el declive, la decadencia y la regeneración mediante la vuelta a los principios (el maquiavélico ridurre ai principi) significan a la evolución. Todas estas diferencias y bastantes más separan a las dos formas de cambio político que se dieron en Portugal y España en la década de los setenta. Portugal protagonizó la última Revolución de la modernidad y España, la primera intervención de un proceso constituyente evolutivo que, por posmoderno, no admite la posibilidad de rehacer de nuevo la sociedad desde la política.

CONCLUSIONES

La transición política española es un ejemplo de intervención de un poder constituyente evolutivo que, sin romper con la estructura social precedente y la cultura política que la envuelve, incorpora una nueva realidad política. Los factores de cambio, de este modo, se entrecruzan con los de continuidad con el pasado, que persisten más allá de las particulares circunstancias que incorporan la novedad política. El ciclo de la modernidad política y de la fundación del Estado moderno en España arranca pues en 1939 y tiene en la obra del general Franco, su momento fundacional. Frente a las tesis revolucionarias, la transición se presenta como un proceso de evolución política en el que los fundamentos del sistema se remontan a la guerra civil. Visto de esta guisa, la situación ofrece un doble interés; de una parte, el que se corresponde con una experiencia inédita en una Europa construida a fuerza de rupturas violentas y conflictos pero en la continuidad social; de otra, presenta un escenario inédito para aplicar y revisar los conceptos claves de la teoría política y el derecho constitucional, en un momento en que la posmodernidad cuestiona sin ambages su posible utilidad práctica tras la irrupción de la realidad posmoderna.


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1Keith Baker, Francois Furet & Mona Ozouf, The French Revolution and the Creation of Modern Political Culture, Vol. 4 (Emerald Group Publishing Limited, Pergamon Press, Oxford, 1989). Se trata de un libro de referencia fundamental para entender la idea de "modernidad" que aquí se emplea. La "modernidad" es el resultado de la asunción del principio de que la vida social y el conjunto de productos que en ella se generan son una creación humana. Es el hombre quien crea su mundo por sus propios hechos y si así lo desea desde la nada, desde el vacío. Thomas Hobbes es el autor que mejor y más tempranamente formula este planteamiento. Supone, entre otras cosas, una opción distinta a la que en el siglo anterior habían adoptado autores como Nicolás Maquiavelo frente al problema de la vida política. La novedad en política puede ser radical, pero ¿es posible que el hombre cree ex novo prescindiendo de su medio ambiente? ¿Es aceptable en política la novedad absoluta como fundamento del orden colectivo? Para Maquiavelo, no. La vida social crea realidades en las que los hombres se ven obligados a desenvolverse, los problemas del presente deben ser afrontados desde lo que conocemos, desde las experiencias de los antiguos. lo nuevo radical no existe, y si existe es una excepción que en pocas ocasiones se presenta y que en principio, no interesa al florentino que centra sus esfuerzos en regenerar la política de su ciudad y en ¿cómo hacer para que una ciudad corrupta recupere su vitalidad y su fuerza de existencia colectiva? Frente a estas tesis, Hobbes defiende el hecho nuevo, la novedad radical, la ruptura con el pasado. Su gran ambición fue construir una nueva ciencia de la política que rompiera con los antiguos. Es el inicio de la modernidad en el terreno del pensamiento que políticamente se corresponde con el proceso revolucionario inglés del siglo XVII. Modernidad política significa pues, creación de la ciudad por el hombre. Fundación del Estado desde la libre voluntad humana. Algo que, aunque comprende la posibilidad de la idea democrática, no se reduce exclusivamente a ello. Modernidad política no significa que esa política sea democrática, aunque no lo excluye. Y es que un Estado y una sociedad no democráticas creadas por el hombre, es decir, modernas, caben perfectamente y Hobbes nos da el primer ejemplo de ello. En suma, modernidad política no es lo mismo que democracia. Como corrupción-regeneración y fundación de lo nuevo no son supuestos de una misma lógica discursiva, aunque pudiera darse, como sucederá en Estados Unidos que una sociedad corrupta en el proyecto de regenerarse termine alumbrando un mundo nuevo. Eso es lo que sucede justamente en Estados Unidos a partir del proceso que se inicia veinte años antes de 1775, magníficamente estudiado por el historiador Bernard Bailyn. Bernard Bailyn, Pamphlets of the American Revolution, 1750-1776, 1750-1765, vol. 1 (Belknap Press of Harvard University Press, Cambridge, Massachusetts, 1965).
2La crisis que desencadena en América la invasión francesa a España responde a unas circunstancias comunes con la que se produce en la metrópoli, que se concretan en un hecho central básico: la desaparición de la Corona. Los acontecimientos de 1808 arrancan de cuajo la institución que mantenía y vertebraba la existencia de una "monarquía compuesta hispánica", integrada por realidades humanas, geográficas y culturales muy diferentes e incluso en conflicto. El concepto de "disincronía", construido y aplicado por la profesora Graciela Soriano a América Latina, es fundamental para entender lo que significaba el monarca como poder integrador y mediador en el continente. Destruido el gozne que unía todo, no había recambio y la antigua América española entró rápidamente en un terrible conflicto y en una etapa de inestabilidad que solo superaron algunas naciones escogidas en el último tercio del XIX. En ese conflicto se barajaron todas las posibilidades, incluso la restauración monárquica (Ecuador y México), o la reintegración a España (Santo Domingo). Esta situación que entremezcló independencia y modernidad, llamó la atención a una inteligencia tan privilegiada como Alexis de Tocqueville, y su comprensión es la única forma de entender lo que sucedió y todavía sucede en los antiguos territorios de la Corona española en América. La comparación con el distinto modelo de evolución de Brasil, donde la Corona permaneció todavía más de medio siglo, es altamente ilustrativa y ayuda además, a explicar muchas de las singularidades actuales de este país con relación al resto de la América Latina. Graciela soriano, Las sociedades disincrónicas (s.f.). Disponible en: http://gumilla.org/biblioteca/bases/biblo/texto/SIC1999616_253.pdf
3Es sintomático que las naciones de América que consiguen estabilizarse tras el largo período de crisis que sucedió a la Independencia —como Colombia, Argentina, México y Perú— lo hagan aproximadamente en torno a las mismas fechas en que se establece en España el régimen de la Restauración o régimen canovista, promovido por Antonio Cánovas del Castillo.
4Arnold Mayer, La persistencia del antiguo régimen. Europa hasta la Gran Guerra (Alianza Editorial, Madrid, 1984).
5Hasta hace muy poco, la historia de Europa parecía haberse olvidado de la tradición republicana que era tratada casi como un supuesto más de la importante tradición socialista. Sin embargo, las ideas de República y socialismo son muy diferentes. Como están poniendo de manifiesto los trabajos que empiezan a estudiar la formación del discurso republicano en la Francia de la III República, la Europa del último cuarto del siglo XIX asistió al desarrollo de una tradición de pensamiento que, forjada en la lucha contra la Iglesia, articuló un concepto de ciudadanía sobre el que se edificó un modelo de participación activa en la vida política que fue la base de la concepción europea de la democracia. Las ideas republicanas abrieron el camino al socialismo, pero su mensaje político era otro nítidamente diferenciado del socialista.
6La aventura africanista española de principios del siglo XX [8 de junio de 1911-27 de mayo de 1927] fue fundamental para el devenir histórico de la nación. A corto plazo, supuso un caldo de cultivo enorme para las críticas que, aludiendo a las malas condiciones de las tropas allí destacadas y a los sufrimientos de las clases populares que nutrían de reclutas al ejército, se quejaban amargamente de las injusticias del régimen canovista y ponían de manifiesto las debilidades e insuficiencias de sus instituciones en un país siempre escaso de recursos. En este sentido, novelas como Blocao, de José Díaz-Fernández, o Imán, de Ramón J. Sender, en realidad narraciones periodísticas de los hechos, produjeron un efecto demoledor en la opinión. Pero además y a largo plazo, aquel ejército profesional destacado en África, acostumbrado a las batallas largas y de desgaste, que no sentía piedad por los vencidos, fue el vencedor de la Guerra Civil. No se ha prestado demasiada atención a lo que pudo significar este hecho, y a sus repercusiones tanto en la marcha general como en la propia concepción de la Guerra Civil como proceso de aniquilación del adversario y en la forma de entender la posterior reconstrucción del país partiendo de cero.
7El término revolución era empleado de manera expresa por los protagonistas del 14 de abril de 1931 y en los relatos de la época se recoge habitualmente.
8Ferrero en Poder define expresamente la II República como un ejemplo de cuasi legitimidad. Hubo un punto de contacto personal entre Ferrero y Manuel Azaña-Díaz [presidente del Gobierno de España, 1931-1933, 1936 y presidente de la Segunda República Española, 19361939]. Azaña visitó a Ferrero en Suiza, cuando el expresidente se encontraba ya exiliado, y el autor italiano escribía su última obra. Guglielmo Ferrero, Poder, los genios invisibles de la ciudad (Tecnos, Madrid, 1991).
9Breves apuntes críticos para un programa moderadamente heterodoxo de "derecho político" y de su muy azorante enseñanza, en Nicolás Ramiro-Rico, El animal ladino y otros estudios políticos, 106 (Alianza Editorial, Madrid, 1974).
10Carlos Castilla del Pino, Pretérito imperfecto (autobiografía (1922-1949)) (Tusquets Editores, Barcelona, 1997).
11Max Aub, La gallina ciega (Visor Libros, Madrid, 2009).
12Franco asumió en su fuero más íntimo la tarea de depurar la sociedad española como una obligación política de tal importancia que ninguna consideración sentimental o personal podía oponerse. El actor Fernando Rey, hijo del general de artillería Fernando Casado (aunque se había cambiado el apellido) fiel a la República en 1936 y en consecuencia, condenado a muerte —luego conmutada— y expulsado del ejército de por vida tras la guerra, narró la siguiente vivencia personal. Cuando en los primeros años de su éxito cinematográfico, se vio forzado a acudir al Pardo, la residencia del General, acompañando a un grupo de actores y productores, y fue presentado a Franco, este lo reconoció, y ante su estupor, emocionado y casi conteniendo el llanto le espetó: "su padre, su padre, qué caballero, qué hombre... ¡qué pena, qué pena más grande, lo que ha sucedido!". El padre de Fernando Rey malvivió hasta sus últimos días dando clases privadas de matemáticas, porque en aquella España, nadie que hubiera estado activamente del lado de la República podía ser otra cosa que un muerto en vida. En un país en el que el certificado de conducta y los antecedentes penales eran requisito imprescindible para poder trabajar, no había lugar alguno para aquellos hombres. No hay todavía una biografía de Franco de suficiente altura para poder acudir a ella al explicar lo que sucedió en aquellos años, prueba muy posiblemente de lo viva que aún está hoy su presencia en la política y la realidad española de nuestros días. El trabajo de Paul Preston, Franco, "Caudillo de España" (Random House Mondadori, Madrid, 1994), pese a contener ocurrencias inteligentes, es por lo general precipitado y poco útil.
13Thomas Hobbes, Leviathan, 3 vols. (Oxford University Press, Oxford, 2012).
14A título de ejemplo es muy ilustrativo, recordar lo sucedido con una de las leyes secularizadoras de la República, la ley del divorcio aprobada el 25 de febrero de 1932 en cumplimiento de lo preceptuado por el artículo 43 de la Constitución de 1931, derogada por las Leyes Fundamentales del Reino: Fuero del Trabajo, Ley Constitutiva de las Cortes, Fuero de los Españoles, Ley del Referéndum Nacional, Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado, Ley de Principios del Movimiento Nacional, Ley Orgánica del Estado y Ley para la Reforma Política. La Ley del 2 de marzo de 1938 suspendió y declaró con efectos retroactivos la nulidad de la Ley de Divorcio de 1932, el Decreto del 12 de marzo de 1938 derogó la Ley de matrimonio civil del 18 de junio de 1932 y la Ley del 23 de septiembre de 1939 declaró expresamente nulos todos los divorcios efectuados a su amparo. De manera que los matrimonios divorciados fueron obligados —y así fue en la realidad— a convivir de nuevo; las segundas nupcias, tenidas por ilícitas y los hijos de estas, considerados ilegítimos. Estas aberrantes medidas de derecho se llevaron a la práctica en una sociedad de posguerra miserable en lo económico y traumatizada por el miedo. Constitución de 1931, 9 de diciembre de 1931. Disponible en: http://www.congreso.es/docu/constituciones/1931/1931_cd.pdf
15Decir esto significa establecer como premisa que Francisco Franco supuso una novedad radical también en relación con la derecha tradicional española, tanto con las experiencias posteriores a Fernando VII [rey de España entre marzo y mayo de 1808; después de la expulsión del rey intruso José I Bonaparte, fue rey desde diciembre de 1813 hasta su muerte el 29 de septiembre de 1883, excepto un intervalo en 1823, en que el Consejo de Regencia lo destituyó], como con las surgidas durante la restauración canovista [entre finales de 1874, cuando terminó la Primera República Española que fue del 11 de febrero de 1873 al 29 de diciembre de 1874, y el 14 de abril de 1931, cuando se proclamó la Segunda República]. Esta tesis requeriría por sí sola un trabajo sobre el régimen, cosa que no se pretende en este pequeño estudio, y además exigiría desarrollar a fondo el significado de categorías instrumentales como cambio radical y continuidad histórica. A los únicos efectos de aclarar lo que aquí se defiende, baste decir que con independencia de ciertos elementos y supuestos que hunden sus orígenes en épocas pasadas, el contexto creado por el franquismo y la inmediata posguerra, fue una realidad nueva basada en la radical destrucción (arrasamiento de raíz) de todo lo que había antes, negándole cualquier legitimidad; en eso consiste justamente una revolución en la estructura conceptual de los modernos. A pesar de toda su parafernalia y de su lenguaje presuntamente revolucionario, ni Adolfo Hitler ni Benito Mussolini llegaron a romper con el régimen precedente, cuya legitimidad —de manera falsaria— pretendieron recoger. Mussolini incluso fue formalmente revocado por el rey Víctor Manuel III de Italia, que en 1943 pretendía reasumir las funciones constitucionales que él mismo había traicionado sin rubor en 1922. Por su parte, en Portugal, el dictador António de Oliveira Salazar [10 de mayo de 1932-27 de septiembre de 1968], mediante la pomposamente llamada "Revolución nacional", se limitó a restablecer el orden preexistente, pudiera decirse que a regenerar un estado de cosas que se remontaba a la monarquía y que el fracaso de la I República [1910-1926] había demostrado más asentado de lo que aparentaban sus limitados logros en la tarea de desarrollar el país.
16Benjamin Constant, De la force du gouvernement actuel de la France et de la nécessité de s'y rallier (Éditions Flammarion, Paris, 1796).
17Javier Tljsell-Gômez, La oposición democrática al franquismo, 1939-1962 (Premio Espejo de España, Madrid, 1977).
18Un ejemplo puede resultar elocuente: José María Gil-Robles, elegido simultáneamente en tres circunscripciones en febrero de 1936, en 1977 no consiguió escaño por Salamanca, provincia rural donde mantenía amigos y que había sido su feudo personal durante los años de la República.
19Obra escrita por José Antonio Giménez-Arnau en 1952, llevada al cine por Rafael Gil en 1953 con actores como Rafael Rivelles, Francisco Rabal y María Dolores Pradera, que representa perfectamente la mentalidad anticomunista que se mantuvo durante toda la dictadura, no solo en los primeros años del franquismo. José Antonio Giménez-Arnau, Murió hace quince años, (Alfil, Madrid, 1953).
20Luis García-San Miguel, Teoría de la transición, un análisis del modelo español, 1973-1978 (Editora Nacional, Madrid, 1981). El libro recoge y reelabora todos los artículos y materiales dedicados anteriormente al estudio de esta cuestión.
21Lo explica Raúl Morodo, La transición política (Tecnos, Madrid, 1984), y más recientemente Óscar Alzaga-Villaamil, Del consenso constituyente al conflicto permanente (Editorial Trotta, Fundación Alfonso Martín-Escudero, Madrid, 2011). Las reflexiones expuestas por este último apuntan las tesis de un trabajo que va más allá de lo allí escrito y que merecen poner atención en el futuro a quien fue uno de los primeros y más sagaces comentaristas de la naciente Constitución. Recuérdese al efecto el muy sugerente libro de Óscar Alzaga-Villaamil, Comentario sistemático a la Constitución Española de 1978 (Ediciones del Foro, Madrid, 1978).
22Francis Bacon, Novum Organum (1630).
23Eloy García-López, El poder constituyente evolutivo en la crisis de la modernidad política, en La constitución 20 años después: visiones desde la teoría y la práctica constitucional, 357-417 (Hernando Yepes-Arcila & Vanessa Suelt-Cock, eds. acad., Pontificia Universidad Javeria-na, en coedición con Konrad Adenauer Stiftung y el Grupo Editorial Ibáñez, Bogotá, 2011). La tesis que se defiende en el trabajo citado, sostiene que hay dos ideas diferentes de poder constituyente: la revolucionaria asociada a la concepción del mundo de la Ilustración y a las ideas positivistas del derecho que informan la codificación, y la que admite la evolución desde un marco jurídico que no puede situarse —ni siquiera en los contenidos de sus términos gramaticales— al margen de la evolución social; y otra que desde los supuestos jurídicos vigentes en un momento dado, abre camino a una marcha evolutiva de la sociedad que por medio de la acción de todos los poderes va cambiando imperceptiblemente las normas so pretexto de adaptarlas a la realidad social. La primera se corresponde con los momentos de ruptura, la acción del poder de reforma o de revisión y en definitiva con una visión del derecho como instrumento capaz de conducir coercitivamente la marcha social que expresa lo que en España se ha llamado "la fuerza normativa de la Constitución". La segunda niega la posibilidad de rupturas, inserta la Constitución en ciclos históricos y concibe el derecho como un mecanismo cuya efectiva eficacia para regir la vida de los hombres resulta indisociable de otros factores sociales no estrictamente jurídico positivos. Frente al monopolio del poder de reforma, se situaría entonces la evolución de la política impulsada desde la sociedad; frente a la Constitución normativa como única fuente de derecho estaría la red en que se integra lo político; en vez del acto constituyente, habría que hablar del ciclo en que se inserta la Constitución que cambia sin romper con ningún hecho previo, es decir, sin constituirse ex novo.
24El proceso que en Colombia desembocó en la Constitución de 1991 es otro ejemplo de acción del poder constituyente evolutivo. Solo desde esta categoría es posible entender y explicar una realidad constituyente que no encaja en el modelo revolucionario. En todo caso, este es un argumento que falta desarrollar y que por sí solo justificaría la elaboración de un nuevo trabajo: la presencia del poder constituyente evolutivo en la acción constituyente de 1991 en Colombia.
25Nicos Poulantzas, La crise des dictatures. Portugal, Grèce, Espagne 1975 (Maspero, Paris, 1980). Samuel Huntington, La tercera ola, la democratización a finales del siglo XX (Paidós, Barcelona, 1998). De lo expuesto se debe deducir que las tesis aquí defendidas apuntan no solo a entender la transición española como una reacción al contrario a la revolución portuguesa, sino también tiende a ver en ellos dos procesos que responden a lógicas y olas diferentes y hasta opuestas: el portugués propio de la modernidad y del siglo XX, el español hijo de la posmodernidad e inserto en el siglo XXI. Nada qué ver pues, con Poulantzas o Huntington que además se sitúan en extremos opuestos del espectro ideológico.
26Monarquía compuesta es el término que se emplea para describir los grandes Estados creados por los príncipes a partir del siglo XVI, de los cuales el más representativo era sin dudad la monarquía hispánica. En este sentido y si bien es cierto que los Borbones introdujeron considerables dosis de centralismo e instauraron un Estado más unificado, en el siglo XVIII, lo cierto es que España en el momento de la crisis revolucionaria de 1808 era todavía más una monarquía de territorios plurales integrada en torno a la Corona, que un Estado absoluto como el francés anterior a 1789.
27Tratado de Berlín (1885). Disponible en: http://www.dipublico.org/3666/acta-general-de-la-conferencia-de-berlin-26-de-febrero-de-1885/
28A diferencia de lo que sucedió en España, en Portugal, el salazarismo que estaba respaldado por el ejército, no contó nunca con la adhesión unánime de la totalidad de las fuerzas armadas. Siempre hubo disidentes en el ejército portugués que se opusieron activamente a la dictadura.
29John Pocock, El momento maquiavélico (Tecnos, Madrid, 2002).
30Cabe dentro de lo posible que entre las ideas que el general Franco tenía para asegurar la preservación del régimen, estuviera la certeza de que la acción pública del presidente del Gobierno (el almirante Carrero-Blanco, su fiel ejecutor testamentario), que presumiblemente continuaría a su muerte durante los primeros años de la monarquía, iba a complicar de manera irremisible al nuevo monarca Juan Carlos I de España [22 de noviembre de 1975-19 de junio de 2014] que, cogido en el dilema del deseo de diferenciarse del régimen y la falta de potestad jurídica efectiva y de margen de maniobra para cesar al presidente del gobierno, se vería finalmente contaminado por la imagen franquista del sistema y consecuentemente imposibilitado de efectuar una aproximación a la oposición democrática. El resultado parecía obvio: la continuidad en el ejercicio de la "legitimidad" de las Leyes del reino (la constitución franquista) se habría impuesto en los momentos iniciales del reinado, lo cual implicaría al rey y cerraría cualquier vía a la evolución que vino luego. Para cambiar no quedaría más posibilidad que acudir a la revolución, justamente lo que ETA, responsable de su muerte, proclamaba como postulado autoinspirador. Por eso, paradójicamente, el asesinato del almirante Carrero-Blanco hizo saltar el seguro de continuidad política del régimen y abrió el camino a la evolución, algo que no estaba entre los objetivos de un grupo revolucionario que buscaba exacerbar hasta hacer estallar, las contradicciones internas de un sistema político del que era enemigo declarado.
31El libro de Antonio Muñoz-Sánchez, El amigo alemán. El SPD [Sozialdemokratische Partei Deutschlands, Partido Socialdemócrata de Alemania] y el PSOE [Partido Socialista Obrero Español] de la dictadura a la democracia (RBA Libros, Madrid, 2012), resulta extraordinariamente ilustrativo de cuál fue la acción de las internacionales europeas en España. Se trata de un trabajo especialmente verosímil por haber tenido libertad de acceso a archivos claves como los de la fundación de la socialdemocracia alemana. Es muy probable que sus conclusiones puedan extenderse al conjunto de los partidos.
32Otto Hintze, Historia de las formas políticas, 293 y ss. (Ediciones de la Revista de Occidente, Madrid, 1968).
33Otto Kirchheimer, The Transformation of Western European Political Party Systems, en Political Parties and Political Development, 177-200 (Joseph LaPalombara & Myron Weiner, Princeton University Press, Princeton, 1966).
34Charles S. Maier, La refundación de la Europa burguesa. Estabilización en Francia, Alemania e Italia en la década posterior a la I Guerra Mundial (Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, Madrid, 1988).
35John Kitzgerald Kennedy, Ich bin ein Berliner, Berlin (June 26, 1963). Disponible en: http://www.let.rug.nl/usa/presidents/john-fitzgerald-kennedy/ich-bin-ein-berliner-speech-1963.php
36John Kenneth Galbraith, El nuevo Estado industrial (Ariel, Barcelona, 1980).
37Ley 1 de 1977, Ley para la Reforma Política, 4 de enero de 1977. Disponible en: https://www.boe.es/boe/dias/1977/01/05/pdfs/A00170-00171.pdf
38Cualquier observador atento a los acontecimientos de los años 76 y 77 en Cataluña puede comprobar como Josep Tarradellas desarmó con el solo efecto de su presencia, y el apoyo de las débiles instituciones que entonces ocupaba (a efectos prácticos la Diputación de Barcelona), la fuerza de una izquierda movilizada y que amenazaba con el "sorpasso". El Partido Socialista Unificado de Cataluña, PSUC, mucho más consistente y poderoso que el Partido Comunista de España, PCE, fue incapaz de vertebrar en torno a su fuerza un eje con unos socialistas que antes de las elecciones de 1977 estaban fragmentados en numerosos grupos y contaban con escaso arraigo social. El resultado final fue que también en Cataluña triunfó la transición, y los partidos dominantes hasta fechas recientes han sido dos partidos nuevos sin precedentes anteriores a la guerra civil, Convergencia y Partido Socialista de Cataluña, PSC.
39Tratado de Roma, constitutivo de la Comunidad Económica Europea, CEE, 25 de marzo de 1957. Disponible en: http://europa.eu/eu-law/decision-making/treaties/index_es.htm. Tratado de Roma, constitutivo de la Comunidad Europea de Energía Atómica, EURATOM, 25 de marzo de 1957. Disponible en: http://europa.eu/eu-law/decision-making/treaties/index_es.htm
40Galeazzo Ciano, Diarios, 1937-1943 (Crítica, Barcelona, 2004).


BIBLIOGRAFÍA

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