El siguiente es un texto sin lugar, aunque ello no implique, espero, que esté ubicado en el vacío; un texto sin tiempo, a destiempo, intempestivo, porque la víctima no tiene lugar ni tiempo, no sabemos dónde está ni quién es, nos supera y nos hace difícil pronunciar la primera palabra. No solo a nosotros sino al fallido acuerdo de paz y a los intentos por ubicarla: el concepto aparece y se esconde, se refugia en lo firme y sabido, en lo concreto de las reparaciones, las penas, los victimarios. Las compensaciones puestas sobre una balanza. La víctima se difumina en medio del mar de palabras en las que ella aparece como su centro ausente. Así debe ser, pues la víctima supera el marco institucional de la norma y la adecuación. El instrumento mediador amenaza con reemplazar y absorber, con hacer olvidar lo que más allá de una organización articulada y diseñada se agita y alienta, la víctima.
Y, sin embargo, debemos hablar de ello, de ella, la posible imposibilidad de la palabra a la que desde la filosofía no renunciamos por más que a veces el silencio nos tiente. Si hubiera sido víctima directa del conflicto quizás podría intentar hablar desde la primera persona, aquella que dice "yo" y se aferra al testimonio como una garantía de autenticidad. Pero no lo soy, por tanto, solo puedo hablar de soslayo, en la figura del "como si", de lo que ella, para mí -la no víctima-, puede significar en su presencia ausente, en su lejanía, en su interpelación hecha desde su lugar que no es ningún lugar. En lo que sigue, me apoyaré en nuevas palabras para intentar delinear el contorno de su figura, siempre errante, aun ausente.
Víctimas y victimarios: Nombres y relatos deshilvanados en la errancia. Entre ellos no hay separación radical, apenas el azar de una circunstancia, pues un cordón umbilical los une a todos, aun si no todos son comparables ni igualmente justificables. Desde el testigo al testimonio, desde el maltrato a la violación, desde el robo hasta el homicidio, la dualidad potencial o real se repite bajo el lema antiguo de tomar en mano propia lo que otros no están dispuestos a hacer. El conflicto se alimenta de sus propias víctimas, del ciclo del resentimiento y la venganza. El origen se pierde más allá de una víctima originaria, las gallinas o los cerdos perdidos, el reconocimiento de una injusticia o de lo percibido como tal, pero es claro que lo que alimenta el conflicto es el ciclo víctima, resentimiento, victimario, venganza. La institucionalidad puede interrumpir el eterno retorno y, sin embargo, no puede y no debe destruirlo por completo. Cada uno de esos cuatro momentos, que son existencias, que son afectividades y memorias, debe seguir presente, transformado, pero manteniéndose en el tiempo futuro del así llamado posconflicto.
Sobre el resentimiento: De lo que se trata no es de aspirar a acabar con el resentimiento. Como nos recuerda Jean Améry en su testimonio filosófico como doble víctima1, el resentimiento cumple una función moral de no olvidar, de llevar a la aceptación de los victimarios de que su pasado las incluye a ellas, las víctimas, de que su responsabilidad no es un dato estadístico y finalmente, de congelar el tiempo para evitar la pérdida de memoria como si el relato histórico y su conservación fueran cuestión meramente biológica, como cuando decimos "el tiempo cura las heridas"2 queriendo señalar que en nuestro cerebro las conexiones neuronales de la memoria se van disolviendo hasta desaparecer en el silencio. Les debemos a las víctimas el respeto tanto por su pasado como por su futuro, es decir, ni la ilusión de un nuevo comienzo ni el olvido de lo que fueron en su cuerpo, en su dolor, en su errancia, en su inocencia y en su culpabilidad.
Lo que queda por hacer es resignificar ese resentimiento, no como su disolución en el perdón que, como bien sabemos no puede ser exigido y quizás ni siquiera solicitado o pedido por el victimario, no es un deber de las víctimas ni puede ser la esperanza de cualquier acuerdo para acabar con el conflicto. Hay injurias, crímenes, violencias que no están para ser disueltas, sino para manifestarse como marcas de la memoria, para señalar el remolino del tiempo que no puede avanzar si ello significa arrastrar el olvido. Habría que reconducir el resentimiento hasta ese punto imposible e ideal en el que víctimas y victimarios se reconocieran en su deseo de devolver el tiempo, de que ambos aspiraran a que lo que ocurrió no hubiera sucedido. Si el resentimiento es la detención del tiempo en el pasado de la víctima, de nosotros como herederos de ese tiempo suyo, lo que llegará, quizás, es que una parte de ese pasado nos pertenecerá a todos como memoria de lo que fuimos y lo que somos más allá de un simple accidente histórico del que podemos desprendernos. Aceptar lo que fuimos y lo que somos sin posibilidad de escoger cuál es nuestro pasado, por respeto a las víctimas. Comprender que ellas no son meros accidentes en el paso tormentoso de la historia, que su debilidad es su fuerza, que nuestra fuerza es nuestra debilidad, a veces cobarde, a veces injusta. La fuente del resentimiento no es la pesadilla; es la indiferencia y el rechazo, no del otro, sino de nosotros mismos, es decir, rehusar reconocernos en los horrores que ahora forman parte de la historia y del recuerdo, pero no del olvido. De lo que se trata es de que la herida del tiempo los atraviese a ambos, víctimas y victimarios, es decir, a todos. Hasta entonces, hasta que la garantía de no repetición trascienda los marcos legales o de seguridad estatal, el resentimiento tendrá que hacernos seguir sintiendo su voz, su grito, el grito de las víctimas. Su presencia no es un problema que se arregla y desaparece. Nuestro deber moral es entonces, una vez se terminen los tribunales y las instituciones temporales, seguir escuchando esa voz, ese grito, por muy lejano que parezca, y que comienza a perder, opinamos, los contornos definidos y a difuminarse por la infinitud del tiempo.
El lugar de las víctimas: ¿Dónde ubicarlas? ¿Dónde habitan en la dispersión, en la diáspora sufrida a lo largo de los años? ¿Cuál es su lugar y su terruño, el aquí del descanso y la familiaridad, el fin de su camino? ¿Cuál es la memoria errante de los niños hoy, de los niños que eran cuando comenzó su periplo, su errancia, que al final es la errancia de Colombia misma? Parece que una parte de nuestro país, de sus habitantes nunca se hubiera detenido, que siguiera marchando por las regiones de nuestro país, una generación reemplazando a la anterior, en un pueblo de caminantes sin rumbo. Una larga travesía en donde los hitos han sido marcados por la violencia. En el fondo, la memoria, nuestra memoria, está señalada por episodios de violencia, sufrida u oída, el crescendo de voces que tiñen nuestros recuerdos y forman parte indisoluble de la pertenencia a un lugar fantasma, habitado por los espectros de aquellos que estuvieron y ya no están. ¿Cuál es el lugar de las víctimas desplazadas, una y otra vez, en errancia interminable? ¿Cómo encontrarlas? ¿Dónde están y adónde irán para recuperar su lugar? Su geografía marcada por un caminar penoso y largo, donde han dejado la esperanza. Recuperamos lo que podemos, recuperan lo que pueden para que quizás sus hijos logren llegar allí, al lugar de donde nunca quisieron salir. Más allá del terreno, más allá del espacio, está el habitar, el volver a encontrar la apertura del lugar, del acogimiento, del cobijo y la hospitalidad.
¿Dónde están las víctimas? Volvemos a preguntar una y otra vez. ¿Cuál es su lugar para aquellas que perdieron el derecho a habitar su propio cuerpo, en donde la extrañeza de la violencia hecha lo ha escindido de manera que es un cuerpo extraño, despojado, desplazado en su propio centro? El cuerpo desgarrado, mutilado, vejado, es el primer lugar de lo irrecuperable, el inicio de la errancia sin camino, sin huella, sin memoria. El dolor no se reconcilia, se vive y se habita, se desplaza.
Sobre la verdad: La esperanza de que la vida pierda su sombra, para que la muerte deje de acompañarla y la siga a todas partes. En la guerra, la muerte pierde su sentido, no solo la vida. En la banalidad de la muerte, la vida se consume como una espera de la nada. La herida del tiempo, del cuerpo, del lugar, del dolor debe permanecer para que su llama nos ilumine y no permita olvidar. El remedio no debe suturar la herida, tampoco agravarla, simplemente dejarla ser sin forzarla o esconderla; aceptarla, pero también escucharla para que el desgarro de la herida llegue a todos y logremos hacerla nuestra. Querríamos hacerla desaparecer, pero no podemos, querríamos devolver el tiempo y, sin embargo, este se muestra testarudo, avanza y nos arrastra como cierto ángel de la historia que quisiera juntar las piezas dispersas y volver a componer el paraíso sobre la tierra. Pero no es posible.
Quizás sea válido esperar que los ríos reviertan su cauce y la memoria convaleciente recupere su unidad, que los hilos no se sigan enredando sin llegar a ser jamás tejido. En la imperfecta justicia humana, la de las reparaciones y sanciones queda un rastro, una huella que hay que seguir y continuar, pues lo exorbitante sobrepasa nuestra comprensión. Y, sin embargo... en el relato que pasa por verdad quedará depositado un pago, parcial e imperfecto, para que quizás la deuda se salde algún día.